You are on page 1of 4

El devorador de sueños

en el libro Kwaidan, antología de Lafcadio Hearn

Mjika-yo ya!
Baku no yume ku
Hima mo nashi!

[¡Ay! ¡Qué corta es nuestra noche! ¡Los Baku no tendrán tiempo suficiente para devorar nuestros sueños! —Vieja canción
de amor japonesa.]

El nombre de la creatura es Baku, o Shirokina Katsukami, y su función particular es la de devorar los sueños. Se le describe
y representa de formas muy variadas. Un antiguo libro que poseo establece que el Baku macho tiene cuerpo de caballo,
cara de león, trompa y colmillos de elefante, cuerno de rinoceronte, cola de vaca y pies de tigre. De la Baku hembra se
dice que su forma difiere mucho de la del macho; pero la diferencia aún no se ha expuesto claramente.
En los tiempos de la enseñanza del antiguo chino, solían colgarse pinturas de los Baku en las casas japonesas, pues
se creía que tales pinturas ejercían los mismos poderes benéficos que la creatura misma. Mi libro antiguo contiene esta
leyenda respecto a aquella costumbre.

“En el Shosei-Roku se ha declarado que Kotei, mientras cazaba en


la costa Oriental, se encontró una vez con un Baku que tenía el cuerpo
de un animal, pero que hablaba como un hombre. Kotei dijo: ‘Si
se supone que ahora el mundo está quieto y en paz, ¿por qué entonces
pueden verse todavía demonios?’ Si llegara a ser necesaria la presencia
de un Baku para extinguir espíritus malignos, lo mejor sería poner su
retrato suspendido de una de las paredes del propio hogar. A partir
de entonces, aunque algún Prodigio maligno llegara a presentarse, no
podría causar ningún daño.”

Después se describe una larga lista de Prodigios malignos, y las señales que alertan de su presencia:

“Cuando la gallina pone un huevo blando, el nombre del demonio


es TAIFU. Cuando las serpientes aparecen entrelazadas, el nombre
del demonio es JINZU. Cuando los perros caminan con las orejas al
revés, el nombre del demonio es TAIYO. Cuando el Zorro habla con
la voz de un hombre, el nombre del demonio es GWAISHO. Cuando
la sangre aparece en las vestimentas de los hombres, el nombre del
demonio es YUKI. Cuando el tazón de arroz habla con voz humana,
el nombre del demonio es KANJO. Cuando el sueño nocturno es un
sueño maligno, el nombre del demonio es RINGETSU…”

Y el viejo libro sigue explicando: “Siempre que ocurra algún prodigio maligno, invoquen el nombre del Baku: entonces el
espíritu siniestro se hundirá inmediatamente tres metros bajo tierra”. Sin embargo, no me siento capaz de discurrir acerca
del tema de los Prodigios malignos: éste pertenece al inexplorable y aterrador mundo de la demonología china, y en
verdad tiene muy poco que ver con el asunto de los Baku en Japón. Al Bakú japonés se le conoce comúnmente sólo con el
nombre de Devorador de Sueños, y el hecho más notable en relación al culto de la creatura es que el carácter chino que
representa su nombre solía escribirse en oro, sobre las almohadas de madera lacada de los reyes y príncipes. Por la virtud
y el poder que embestía este carácter sobre la almohada, se creía que el durmiente estaba protegido de los malos sueños.
Es muy difícil encontrarse con una de estas almohadas hoy en día: incluso las pinturas de los Baku (o “Hakutaku”, como
se les llama a veces) se han vuelto una rareza. Pero la vieja invocación del Baku sobrevive en el habla popular: ¡Baku kurae!
¡Baku kurae! —¡Devora, oh Baku! ¡Devora mi mal sueño!— Cuando despiertas de una pesadilla, o de cualquier otro
ensueño desafortunado, deberías rápidamente repetir esa invocación tres veces; entonces el Baku devorará el sueño, y
transformará la desgracia o el miedo en buena fortuna y en felicidad.

Fue en una noche sofocante, durante el Periodo del Mayor Calor, cuando vi por última vez al Baku. Acababa de
despertarme de un sueño miserable, era la hora del Buey, y el Baku entró por la ventana para preguntar: “¿Tienes algo de
comer?” Lleno de agradecimiento le respondí:

“¡Claro que sí!... Escucha, buen Baku, este sueño que tuve:
“Estaba parado dentro de una enorme habitación de blancas paredes, en donde ardían varias lámparas; pero yo no emitía
ninguna sombra en el suelo desnudo de aquella habitación, y en ese sitio, sobre una cama de hierro, podía ver mi propio
cadáver. No podía recordar cómo ni cuándo había muerto. Había mujeres sentadas cerca de la cama, seis o siete, y no
conocía a ninguna de ellas. No eran ni jóvenes ni viejas, e iban todas vestidas de negro: supuse que eran
simples observadoras. Estaban inmóviles y silenciosas: no había un solo sonido en aquel sitio, y de alguna manera sentía
que era bastante tarde.
“En ese mismo momento me di cuenta de que había algo en la habitación que no era capaz de nombrar, una cierta pesadez
que caía sobre la voluntad, un entorpecedor poder invisible que crecía con lentitud. Entonces las observadoras empezaron
a mirarse las unas a las otras, sigilosamente, y supe que tenían miedo de algo. Una se levantó sin hacer ningún ruido, y
abandonó la habitación. Luego la siguió otra, y otra más. Así, una por una, tan ligeras como sombras, salieron todas del
cuarto. Me dejaron solo con mi propio cadáver.
“Las lámparas seguían esparciendo su claridad, pero el terror en el aire era cada vez más denso. Las observadoras habían
huido de aquel sitio tan pronto como habían empezado a sentirlo. Pero yo creí que aún había tiempo para escapar; pensé
que podía permanecer ahí todavía un poco más. Una curiosidad monstruosa me obligaba a permanecer: quería mirar mi
propio cuerpo, examinarlo de cerca… Me le acerqué. Lo observé. Y me sorprendió mucho, pues me pareció que era
demasiado largo, tanto que aquella longitud era antinatural…
“Entonces me pareció ver que una pestaña temblaba. Pero aquel movimiento aparente bien podía haber sido causado por
el tiritar de la fl ama de las lámparas. Me incliné para ver mejor, lentamente, y con mucho cuidado, porque tenía miedo
de que aquellos ojos se abrieran de repente.
“‘Soy Yo mismo’, pensaba, mientras me iba agachando, ‘y sin embargo, ¡qué raro me veo!’ El rostro parecía que se
alargaba… ‘No soy Yo mismo’, pensé nuevamente, cuando me incliné todavía más, ‘y sin embargo, ¡no podría ser nadie
más!’ Y entonces sentí terror —un terror inmenso— ante la idea de que los ojos llegaran a abrirse…
“¡Y se ABRIERON! —¡qué terriblemente se abrieron!— Y aquella cosa saltó, saltó desde aquella cama hacia mí, y me sujetó
con fuerza, mientras gemía y roía y desgarraba mi cuerpo. ¡Oh, con qué espantosa locura luché contra aquel ser! Pero sus
ojos y sus gemidos y su tacto me enfermaban; y todo mi ser parecía a punto de reventar en un frenesí de repulsión cuando
de pronto encontré —no sé cómo— un hacha en mi mano. Y le di de golpes con el hacha: incrusté,
aplasté y trituré el cuerpo del Gemidor hasta que frente a mí sólo quedó una espantosa y pestilente masa informe: la
abominable ruina de Mí mismo…
“¡Baku kurae! ¡Baku kurae! ¡Baku kurae! ¡Devora, oh Baku! ¡Devora
mi mal sueño!”
“¡No!” Respondió el Baku. “Nunca devoro los sueños que traen suerte. Ése es un sueño de gran fortuna, muy afortunado
en verdad…
Esa hacha, ¡sí!, el Hacha de la Ley Suprema, por la cual el monstruo del Ser es absolutamente destruido. ¡El mejor sueño
que se puede tener! Amigo mío, yo creo firmemente en las enseñanzas
de Buda.”
Entonces el Bakú salió por la ventana. Lo seguí con la mirada, y vi cómo se alejaba volando por encima de los millares de
techos iluminados por la luna, de azotea en azotea, con sorprendentes saltos sigilosos, como un gigantesco gato…
La doncella del lienzo
“En los libros chinos y japoneses se pueden leer muchas historias,
tanto de la antigüedad como de la era moderna, acerca de pinturas
que son tan hermosas que ejercen una influencia mágica sobre el espectador.
Y respecto a tales bellas pinturas, ya sean retratos de flores
o aves o personas, pintados por artistas famosos, se dice además que
las siluetas de las criaturas o las personas ahí representadas, suelen
separarse del papel o de la seda sobre la que han sido pintadas, para
realizar varias acciones; de esta manera, por su propia voluntad,
realmente cobran vida. No es mi intención repetir ahora cualquiera
de las historias de este tipo que han sido conocidas por todos desde
tiempos antiguos. Pero incluso en la era moderna, la fama de las
pinturas de Hishigawa Kichibei —‘Los retratos de Hishigawa’— se
ha esparcido a lo largo de nuestra tierra.”
—Hakubai-En Rosui

Hakubai-En Rosui nos cuenta la siguiente historia acerca de uno de los citados retratos:

Una vez hubo un joven estudiante de Kioto llamado Tokkei. Solía vivir en la calle de Muromachi. Una noche,
cuando iba de regreso a su casa luego de una visita, atrajo su atención un viejo lienzo de una sola hoja [tsuitate]
que habían puesto en venta frente a la tienda de un vendedor de objetos de segunda mano. Era simplemente
una pantalla cubierta de papel, pero en ella habían pintado la figura a cuerpo completo de una muchacha que
embelesó al joven en un instante. El precio solicitado era muy pequeño: Tokkei compró el lienzo, y lo llevó a
casa consigo. Cuando miró nuevamente el lienzo, en la soledad de su propio cuarto, la pintura le pareció mucho
más hermosa que antes. Aparentemente se trataba de un retrato real de una muchacha de quince o
dieciséis años; y cada pequeño detalle que presentaba el cabello, los ojos, las pestañas o la boca en la pintura,
había sido ejecutado con una delicadeza y un realismo más allá de cualquier elogio. El manajiri parecía “una
flor de loto que al abrirse cortejaba con quien la mirara”, los labios eran “como la sonrisa de una rosa roja”;
todo aquel rostro joven era dulce e inefable. Si la chica que había servido como modelo había sido tan hermosa
como su retrato, ningún hombre hubiera podido mirarla sin perder su corazón. Y Tokkei creía que ella debió
ser muy hermosa, pues la imagen parecía viva, lista para responderle a cualquiera que se dispusiera a hablarle.
Gradualmente, conforme continuaba mirando aquella pintura, se sintió encantado por el hechizo de ésta. “¿En
verdad habrá existido en este mundo”, murmuró para sí, “una criatura tan deliciosa? ¡Qué
feliz habría sido yo de dar mi vida —¡no, incluso mil años de vida!— con tal de sostenerla entre mis brazos tan
sólo por un instante!” Pronto se enamoró de la imagen, a tal grado que sintió que jamás podría amar a mujer
alguna excepto a la persona que ahí estaba representada. Aunque aquella persona, si seguía con vida,
seguramente ya no se parecía a aquella pintura: ¡tal vez había sido sepultada mucho antes de que él naciera!
Día tras día, sin embargo, esta pasión sin esperanza creció en su interior. No podía comer, no podía dormir:
tampoco pudo ocupar su mente en los mismos estudios que antes tanto le gustaban.
Durante horas se quedaba sentado ante aquella pintura, hablándole, mientras se olvidaba de todo lo demás. Y
finalmente cayó enfermo, tan enfermo que él mismo pensó que iba a morir.
Entre los amigos de Tokkei había un venerable erudito que sabía muchas cosas extrañas acerca de viejas
pinturas y de jóvenes corazones. Cuando este anciano escuchó acerca de la enfermedad de Tokkei, fue a
visitarlo, y cuando vio el lienzo comprendió lo que había ocurrido. Entonces Tokkei, al ser interrogado, le
confesó todo a su amigo, y le espetó:
“Si no puedo encontrar a esa mujer, entonces moriré”.
El anciano le dijo:
“Ese retrato lo pintó Hishigawa Kichibei, a partir de una persona viva. La mujer que representó ya no
está en este mundo. Pero se dice que Hishigawa Kichibei pintó su mente al igual que su silueta, y que su espíritu
aún vive en la pintura. Así que estoy seguro de que puedes ganar su corazón.”
Tokkei se alzó a medias de su lecho, y miró fijamente a su interlocutor.
“Debes darle un nombre”, continuó el anciano, “debes sentarte ante su retrato todos los días, y
mantener tus pensamientos fijos en ella constantemente; la llamarás gentilmente por el nombre que le hayas
dado hasta que te responda…”
“¡Que me responda!” exclamó el amante, en jadeante maravilla.
“Oh, sí”, le respondió su consejero, “ella te responderá de seguro. Pero debes estar listo, cuando te
responda, para obsequiarle lo que estoy a punto de decirte…”
“¡Le obsequiaré mi vida entera!”, gritó Tokkei.
“No”, le dijo el anciano, “le obsequiarás una copa colmada con un vino que haya sido comprado en cien
vinaterías distintas. Entonces ella saldrá del lienzo para aceptar el vino. Después de eso, probablemente será ella
misma quien te diga qué hacer.”
Diciendo estas palabras el viejo se fue de la casa. Pero su consejo sirvió para que Tokkei emergiera de su
desesperación. En un instante se sentó ante aquella pintura, y la llamó con el nombre de una muchacha —el
narrador japonés se olvidó de decirnos qué nombre le dio— una y otra vez, con suma ternura. Pero no le
respondió aquel día, ni al día siguiente, ni al siguiente. Pero Tokkei no perdió la fe ni la paciencia; y luego de
muchos días, llegó la noche en que la muchacha del cuadro respondiera súbitamente su llamado:
“¡Hai!”
Entonces, muy rápidamente, vertió un poco del vino adquirido en cien vinaterías distintas, y se lo
ofreció reverencialmente en una pequeña copa. Y la chica dio un paso fuera del lienzo, y caminó sobre el piso
de la habitación, y se hincó para tomar la copa directamente de la mano de Tokkei, mientras le preguntaba, con
una deliciosa sonrisa:

“¿Cómo has podido amarme tanto?”

[Nos dice el narrador japonés: “Y ella era mucho más hermosa que la pintura, hermosa hasta la punta de los
dedos, hermosa también en su corazón y su temperamento, y más encantadora que cualquier persona de este
mundo.” No hay registro de la respuesta que Tokkei le dio: el lector tendrá que imaginarla.]

“¿Pero no te cansarás pronto de mí?”, le preguntó ella.


“¡Nunca mientras viva!”, protestó él.
“¿Y después?”, persistió la muchacha, pues la novia japonesa no se satisface con un amor que dure sólo
toda la vida.
“Entonces hay que prometernos el uno al otro”, le rogó Tokkei,
“durante el tiempo que duren siete existencias.”
“Si alguna vez llegas a tratarme mal”, le dijo ella, “entraré de nuevo al lienzo.”

Se prometieron el uno al otro. Y supongo que Tokkei fue un buen muchacho, pues su esposa nunca
regresó al lienzo. El espacio que había ocupado antes permaneció a partir de entonces en blanco.
¡Cuán raramente ocurren cosas así en este mundo!

You might also like