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Claudio César Calabrese

Comunidad y pedagogía: La filosofía platónica de la educación


Zacatecas, 2018
isbn 978-607-8472-74-1

© Texere Editores sa de cv
Genaro Codina 748, Centro, Zacatecas, Zacatecas
www.texere.com.mx
01 800 849 2999

Coordinación editorial
Judith Navarro Salazar
Corrección de estilo
Citlaly Aguilar Sánchez
Diseño editorial
Mónica Paulina Borrego Lomas

Nuestra misión es diseminar la cultura y el conocimiento;


si estás interesado en utilizar este libro para fines didácticos
o en reproducirlo parcial o totalmente,
por favor comunícate con nosotros.
Índice
Prólogo

Introducción
Marco personal e institucional
Marco de época
Marco histórico e intelectual
El pensamiento de Platón: una visión de conjunto
Lineamientos para una biografía de Platón
Los diálogos: etapas y problemas
Notas

Principales temas de la filosofía platónica


Platón y la sofística
La ciencia de la virtud
Psicología platónica
El filósofo y el conocimiento
La educación del alma
La educación estética
La forma poética en la educación
La educación religiosa
El mito en Platón
Los mitos escatológicos
Platón y la Academia
Filosofía de la educación en los textos
Protágoras
Menón
Fedón
República
Teeteto

Conclusiones
Dedicar una obra significa para el autor,
especialmente en este caso,
corporizar el sentido más profundo de su esperanza:
A Sofía, con el deseo ferviente de que Dios le otorgue,
como a su abuela Ethel, el don de encontrar
senderos en el bosque y oasis en el desierto.
Prólogo

Nuestra cultura occidental, que nace en Grecia, ha sido llamada


«civilización de la razón»; su construcción sobre lo racional, que
ha permitido establecer el valor de la verdad, los derechos hu-
manos y la democracia, fue iniciada por los filósofos griegos, y,
sin duda, entre estos genios, que pusieron sus bases, se encuen-
tra en los primeros lugares, por no decir el primero, Platón. Al
filósofo ateniense se le debe un legado que ha permanecido a
lo largo de la historia, aunque a veces inexpresado u ocultado;
descubrió y transmitió la importancia de los valores supremos
de la verdad y del bien, que afectan fundamentalmente al hom-
bre y a su vida en comunidad.
Desde hace años, el escepticismo frente a lo verdadero y lo
bueno, e incluso al bien de la belleza, que se manifiesta en el ac-
tual e imperante relativismo teórico y práctico, ha llevado a una
profunda crisis en todos los órdenes de la vida humana. Es nece-
sario el escepticismo ante el escepticismo para salir de la crisis de
la verdad y de la razón. Es preciso, para ello, recuperar la herencia
de las aportaciones platónicas, que siempre han sido fructíferas
por ser buenas en sí mismas para el hombre y la sociedad.
La transmisión de la cultura del bien, como también notó
Platón, se hace por la educación, al igual que la cultura de la men-
tira, que se ha impuesto, principalmente por los centros educativos
y también por los medios de comunicación. Por su lamentable
éxito, se ha llegado a decir que el poder más importante, que di-
rige el mundo, es la mentira. Esta impresionante y grave situación
permite advertir la actualidad, en el sentido de su necesidad, de
Comunidad y pedagogía. La filosofía platónica de la educación.
Esta obra del profesor e investigador Claudio César Calabrese,
dedicada, como indica su título, a la pedagogía platónica, no es
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un mero estudio histórico sobre la misma, sino también y sobre


todo una original interpretación del pensamiento completo de
Platón; no es aventurado afirmar que actuará como catalizador
de la urgente reacción de reflexión crítica sobre la esencia y
las tareas de la educación en su doble vertiente: informativa y
formativa.
Tal como declara el doctor Calabrese, la obra, fruto de su
impartición de varios cursos en universidades americanas y eu-
ropeas, está dedicada a alumnos, profesores, estudiosos en general
y a toda persona interesada por la crisis educativa; sin embargo,
no es un libro más sobre la pedagogía platónica: por una parte,
porque ofrece una visión sintética, pero íntegra y muy clara, del
sistema platónico, según los estudios y las investigaciones actua-
les, y especialmente los referentes a la paideia; por otra, porque no
se limita a presentar la filosofía de la educación de la Républica y
de las Leyes, tal como se hace generalmente, sino la de todos los
textos platónicos, que se refieren a la educación.
Además, en el libro se incorporan aportaciones del mismo
profesor Calabrese descubiertas en la obra platónica, que, aunque
hayan podido pasar desapercibidas, dan una nueva y sugerente
perspectiva de la actividad educadora; una de gran importancia
es la insistencia platónica en el afán de trascendencia del hombre,
que explica la necesidad de la filosofía y de la educación.
El hombre busca y ama la verdad y la belleza; las necesita
porque son su bien. Para no perderse en su camino vital, es nece-
sario el pensamiento filosófico, que, como descubrió Sócrates, se
manifiesta y se nutre en el diálogo. La sabiduría filosófica, como
también enseñaba el maestro de Platón, perfecciona al hombre;
por el contrario, la ignorancia lo deteriora.
El hombre no quiere estar limitado por el espacio y el tiem-
po, tampoco por su ser individual. Como consecuencia de este
deseo natural de trascender sus profundas limitaciones, que no
se apaga en ninguna etapa de la vida, necesita la ayuda educativa
de la sociedad en sus distintos niveles para moverle y orientarle.
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Siempre es necesaria la educación, instrumento de la trascen-


dencia. El salir de sí mismo por el entendimiento y el amor pone
remedio a la propia individualidad o limitación.
Otro elemento básico destacado por el autor es el papel del
mito. Platón, al filosofar, al preguntarse qué es el mundo, el hom-
bre y lo que está más allá, comparte la visión mitológica griega del
mundo. En el mundo helénico, el mito no fue reemplazado por
el logos. En la historia de la filosofía griega, que frecuentemente
se nos presenta como la racionalización progresiva de la primitiva
religión, no se dio el paso del mito al logos. Los griegos necesita-
ban de los dos porque ambos daban el significado profundo de las
cosas, ocultas por el velo de la cotidianidad y la utilidad.
Como prueba, Calabrese, al igual que la filosofía, busca la
verdad no en la inmediatez de los sentidos, sino en lo concebido
por el pensamiento y expresado en el lenguaje; el mito también
está relacionado con la verdad. El mito, afirma, «debe estar al
servicio de esa misma verdad»; nota, además, que Platón siem-
pre toma los mitos de los «antiguos»; considera que la tradición
transmitida es un ámbito de verdad porque por el tiempo trans-
currido confirma que tiene un fundamento sólido. El mito se
expresa de un modo distinto del racional o filosófico, por ello no
se puede juzgar desde la filosofía; sin embargo, podría afirmarse
que dicen lo mismo, pero cada uno a su manera.
Por último, en la obra se establece, también muy acertada-
mente, que el fundamento más próximo de la reflexión platónica
de la educación y de la comunidad, que se consideran estrecha-
mente unidas, es su doctrina sobre el alma. Platón descubrió y
demostró en el orden racional que el alma humana es un es-
píritu, una realidad inmaterial de mayor entidad que las cosas
sensibles y materiales, subsistente o existente por sí misma, sim-
ple y, por ello, inmortal.
Para Platón, como todo lo espiritual es inteligible por sí mismo
y, además, es intelectual o capaz de conocimiento racional y de vo-
luntad libre, lo que implica una interioridad, el autoconocimiento
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y el amor a sí tiene una naturaleza divina. El alma espiritual huma-


na es como los mismos dioses; sin embargo, por encima de todos
los espíritus divinos se encuentra el mundo subsistente, inmate-
rial e inteligible, bueno y bello, que es totalmente trascendente y
eterno, pero del que participan todas las realidades inferiores y en
mayor medida los espíritus, incluido el humano.
En la visión metafísica platónica, la realidad suprema no es
lo divino, sino un mundo inmaterial inteligible. Todo lo demás,
incluidas las realidades espirituales divinas, tienen su fundamento
en esta trascendencia última. Dado que esta máxima trascen-
dencia que, por ser sumamente real e inteligible, una, verdadera,
buena y bella, es digna de ser contemplada por el conocimiento
y el amor, tal como hacen los espíritus. El hombre, o su espíri-
tu divino, tiene por ello un origen, un sentido y una finalidad
distinta y superior del de las cosas sensibles, inmersas en la mate-
rialidad y temporalidad.
La educación, como explica Calabrese, podrá dar a un espí-
ritu no consciente de su realidad la «posibilidad de cambiar la
vida»; la de unir la racionalidad y la bondad al revelar que hay
una realidad espiritual detrás de lo que se ve y que hace que las
cosas sean más que cosas. En un lenguaje actual, se diría que
la educación debe ayudar a recuperar conocimientos y valores,
que se fundamentan en lo que está más allá de lo inmediato y
mudable, y que constituyen el sentido de cada hombre y de toda
la comunidad humana.
Creo que estas breves consideraciones bastan para poner de
relieve que Comunidad y pedagogía: La filosofía platónica de la edu-
cación, de Claudio César Calabrese, es un libro que merece ser
leído, estudiado y difundido; aconsejaría incluso que se vuelva a
la repetición de su lectura para tener siempre presentes mensajes
inmortales que afectan la supervivencia de nuestra cultura y ci-
vilización, por no decir la del hombre mismo.
Dr. Eudaldo Forment
Universidad de Barcelona
Introducción

La verdad gobierna todos los bienes


tanto de los dioses como de los hombres.
Leyes, 730 c

Marco personal e institucional


La primera versión de estas ideas nació al considerar la cues-
tión del alma en Platón, tema de uno de los cursos de posgrado
en la Universita’ degli studi di Cassino (Facultad de Filosofía y
Letras) entre 2002 y 2006. Pasados más de diez años de aquella
entrañable experiencia de docencia e investigación, urgidos por
el agradecimiento a la tierra mexicana que nos recibió hace ya
cinco años, en el ámbito de la Universidad Panamericana, cam-
pus Aguascalientes, nos hemos planteado la tarea de traer una vez
más, según la premisa del diálogo filosófico, aquella temática que
interrelaciona a Platón con la educación. Si cada geografía pue-
de resultar una invitación para encontrarse con la realidad desde
un talante particular, México se nos presenta como un modo de
estar frente a la intersubjetividad; el mundo, en efecto, es el obje-
to al que se dirige el pensar y el sujeto humano se da en él como
tal, pues allí se encuentran los modos del conocer. Podríamos
caracterizar como «vivo ahí» la peculiaridad más relevante del
propio espacio; este es una conexión (no solo entorno) per-
manentemente re–animada por los recuerdos y por los deseos,
que mueven la relaciones del yo. El modo en que cada uno
vive la significación del mundo es lo que llamamos «subjeti-
vidad» y cómo estas vivencias se vinculan, «intersubjetividad».
Paradójicamente, nuestra época todavía no ha superado la crisis
de la noción de sujeto declarada por la modernidad; en ese con-
texto, la formación y la interrelación con los otros padece de
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incertidumbre. La intención de esta obra, que puede ser tildada


de ingenua pero nunca de irresponsable, es acercar al lector no-
vel una aproximación afirmativa acerca de la relación entre el
sujeto —a Platón le gustaba decir «el alma del hombre»— y los
otros, es decir, la comunidad política, la ciudad, el espacio en el
que conviven dioses, hombres y circunstancias. La interrelación
viviente de ambas partes, psiché y polis, no en sentido lineal sino
concéntrico —psiché y polis / polis y psiché—, ubica la raíz y
la dirección de una filosofía de la educación. Creemos que, en
el presente, este mensaje, dicho en vocabulario familiar y hasta
repetitivo, debe ser resignificado en pos de impulsar la olvidada
nobleza de espíritu. Nuestras democracias, víctimas de la crisis
aludida del sujeto y del quiebre de las relaciones intersubjetivas,
merecen conocer —no con nostalgia sino con sed de cambio—
la etimología activa que radica en sus conceptos fundantes.
Estas reflexiones, que se orientan en primer término a nues-
tros alumnos, se inscriben en el marco de la línea de investigación
«Mito, conocimiento y acción» de la Universidad Panamericana,
campus Aguascalientes.

Marco de época
Nuestra época se encuentra en jaque por la riqueza de sus
oportunidades. Sentimos que las posibilidades de obrar son
prácticamente ilimitadas y que hacer algo, supuesta la simple
viabilidad técnica, está bien sin más, es decir, sin necesidad de
consideraciones anteriores o ulteriores de ningún tipo. Una
sociedad que se encuentra en esta situación debe pensar nueva-
mente las condiciones educativas que la han hecho posible.
Si aceptamos que la educación conlleva un cierto creci-
miento de la cultura y de lo que en ella se ha producido y
se produce, entonces, la cultura constituye el fundamento de
la educación. «Fundamento» no significa el conjunto de los
conocimientos acumulados y, por lo tanto, más o menos con-
fundidos, sino articulados con espíritu de totalidad y voluntad
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de integralidad. Aquí descansa con todos sus matices la moda-


lidad clásica del ideal educativo.
Toda época requiere de un saber vivo, lo que justamente se
opone a la mera acumulación, y para ello es necesario discernir
primero cuáles son los bienes culturales más valiosos. Por «vitales»
entendemos aquellos saberes que nos hacen más libres, que sostie-
nen nuestra interioridad y que nos hacen capaces de enfrentarnos
con un entorno crecientemente complejo. «Vital», entonces, nos
conduce a «espiritual», es decir, a la formación conjunta de nues-
tra mente, de nuestra voluntad y de nuestras fuerzas morales.
Del tópico, gravemente verdadero por lo demás, de que vivi-
mos «en la edad de la técnica» nos interesa poner ahora nuestra
atención en dos puntos: el primero es que la técnica se circuns-
cribe a los problemas de la técnica; el segundo punto es que sus
cabezas pensantes pertenecen a hombres atentos únicamente al
negocio. Esto nos lleva a lo que posiblemente sea nuestra pregun-
ta central: ¿qué cultura y —correlativamente— qué educación
es existencialmente necesaria hoy? La respuesta, para que sea
efectiva, debe establecer un nexo con el humanismo clásico en
contacto directo con sus obras literarias y filosóficas hasta don-
de es posible sostener tal distinción en este contexto; resulta, en
efecto, deficiente toda educación que no conduzca a una auto–
orientación histórica, único modo de que una conciencia pueda
determinar su propio tiempo cada vez que lo juzgue necesario.
Las reflexiones del helenista Wolfgang von Schadewaldt1 no
solamente conservan todo su valor, sino que el tiempo lo ha
acrecentado: la herencia griega consiste en modelos (formas que
permiten una comprensión clara) del hombre y del mundo, lo
que podemos llamar «arquetipos», es decir, los resultados del en-
cuentro originario con la realidad: los mitos de Prometeo, Odiseo,
Edipo, Hipólito o el pensar antropocéntrico de Sócrates y Platón.
Llamamos «saber» a disponer de criterios en el entendimien-
to para la verificación sobre lo que conocemos; pero la filosofía
tiene una aspiración a la reflexividad en la medida en que intenta
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una apertura a la totalidad: los alcances de la razón —con pala-


bras de Von Balthasar2— solo pueden entenderse a partir de una
trascendencia que eleve al mundo divino. Actualmente, la idea
de racionalidad no se expande con la relación religiosa, sino que
se supone efectiva solo en su subordinación con el modelo cien-
tificista. Se acepta la filosofía en lo que tiene de «positiva», vale
decir, en tanto habla como saber fáctico no simbólico. La debi-
lidad de la razón así entendida, una razón que pide permiso al
método empírico para pensar, conduce a la pérdida de relación
real entre pensamiento y mundo, y cuestiona la consonancia que
el hombre pueda establecer con el mundo. La angustia, perple-
jidad y desorientación de nuestras sociedades ante sus conductas
más inmediatas —ni que decir ante su destino histórico— halla
sus bases en la insuficiencia de certezas de la razón ilustrada.
La filosofía opera ante este horizonte como necesario aval de
la modernización, ya que nunca es un saber retrógrado. El acto
filosófico esencial de ver y preguntarse por lo visto, dos instancias
que se cumplen en tiempo simultáneo, se realiza sobre lo que se
ve, es decir, sobre el presente del hombre. Aquí y ahora son los
interrogantes para el filósofo. Nunca, como en una era de obse-
sión técnica y de autosatisfacción con el fenómeno, la filosofía se
vuelve tan imperativa, tan solidaria con el hombre de siempre.
El Sócrates de Platón, con el genio burlesco de la comedia
y la dignidad del personaje trágico, pudo traducir así su diálogo
existencial en forma teatral: víctima de una maldición divina, va
de acá para allá en una perpetua incertidumbre, parafraseando el
Hipias Mayor (304 c–d). Por esta razón, el que filosofa estará siem-
pre pendiente entre la vida y la muerte (Fedón 67 c) porque eros,
que le da el impulso irrefrenable de filosofar, lo prepara a morir
por lo que ha engendrado (Banquete 207 b). No hay una sola pre-
gunta de las que los positivistas denominan «abstractas» puesta
en boca del eterno inconformista que fue maestro de Platón; sus
temas totalmente concretos, tomados de los malos tiempos que
corrían por su ciudad, ofician de recordatorios perpetuos de las
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cuestiones pendientes de atención; caso contrario, advendrá el de-


sastre, como ejemplifica vitalmente el maestro. La pregunta, contra
el enunciado cerrado, siempre juega con la otra cara posible, con
el asombro de lo no pensado, contra el límite de la necesidad.
A consecuencia de ello, la paideia, en la intimidad de su esen-
cia, no puede consistir en «verter conocimiento» como si el alma
fuese un recipiente vacío, sino —muy por el contrario—, un
movimiento de transformación del alma en su totalidad, en la
medida —con palabras de Martin Heidegger—3 en que dispone
al hombre hacia su lugar esencial y lo acostumbra a estar ahí. En
esta mudanza consiste la paideia.
Platón es precisamente un fundamento para pensar nuestra
educación desde sus bases, volver a sus textos, a su preocupación
por el alma, al diálogo como instrumento de conocimiento y
de autoconocimiento… elementos necesarios para re–pensar
nuestra educación. Mientras los hombres habitemos ciudades,
es decir, queramos defender el privilegio de ser civilizados,
deberemos formular las preguntas, lo que equivale a tener des-
pierta la conciencia.

Marco histórico e intelectual


La polis fue el ámbito geográfico y espiritual desde donde brotó
el modelo educativo; por ello, el ejercicio de la política, en cuya
raíz aparece el término «polis», fue la preocupación central de los
ciudadanos. Sabemos que Platón ingresó muy joven al mundo
de la política y que también pronto se decepcionó; nunca, sin
embargo, abandonó esta preocupación, así lo atestiguan sus ac-
cidentadas estadías en Sicilia y, especialmente, la fundación de la
célebre Academia. Política y educación, en efecto, resultan ines-
cindibles en Platón y son el corazón de su teoría, es decir, todo
en ella está en función de su esclarecimiento fundamental.
Esto significa que, si bien nuestra preocupación sigue cen-
trada en la pedagogía de cuño platónico, no menos cierto es
que ampliamos nuestro horizonte hacia su gnoseología, hacia
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el diálogo (entendido aquí como género literario propiamente


dicho), su designio didáctico–compositivo y hacia el sentido y el
efecto de la mayéutica.
En relación con todo lo anterior, y en lo que aquí concier-
ne, creemos que buena parte de la literatura manualística que
se ocupa de la pedagogía platónica centra unilateralmente su
estudio del problema en La República. Esto resulta por lo menos
sesgado. Desarrollaremos las razones de esta afirmación cuando
nos apliquemos a aquel diálogo; baste por ahora decir que, entre
las variadísimas preocupaciones que en este diálogo se tratan, la
educación está centrada en la ciudad ideal con un fuerte dejo de
ironía, y no en aquella que habitan los hombres.
Queda claro que no sabemos mucho del día a día de la
Academia; no intentamos tampoco una reconstrucción arqueo-
lógica, sino que en el trasiego de sus diálogos esperamos hallar el
sensus de sus preocupaciones centrales, la dirección de la ironía
socrática y especialmente las posibilidades de su actualidad.
Nuestras aulas universitarias languidecen sin diálogo genui-
no, es decir, comunitario, en el que todos seamos amantes de la
verdad, aunque con un grado distinto de pericia en el oficio. Por
ello, comunidad y educación, sólidamente mancomunadas en
todo proceso educativo, agregan, en el pensamiento platónico,
una nueva exigencia: la educación en sentido amplio reclama
una decisión sobre el modo de vida que implica la filosofía (qué
y cómo vamos a enseñar con el silencio de nuestras vidas).
En el marco de la filosofía antigua, la adopción de un modo
de vida no se verifica en el tramo final de un vivir filosófi-
camente entendido, sino, por el contrario, en su inicio, en los
términos de una alimentación permanente entre desarrollo teó-
rico y decisiones existenciales.4 Esta afirmación comporta que
tales decisiones determinan el despliegue teórico y la elección
de la pedagogía con la que se intentará su transmisión como
doctrina. «Elección pedagógica» significa aquí que el discurso
filosófico se origina en la opción existencial de un modo de
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vida determinado5 y esta opción constituye, a su vez, la decisión


pedagógica fundamental.
Esto nos lleva, entonces, a la relación que en este contexto se
establece entre filosofía y paideia, término este último que de-
signa la preocupación típicamente griega por formar y educar.
Desde la época de Homero, la nobleza se encuentra preocupada
por la transmisión a las generaciones más jóvenes de lo que en
griego se denomina «areté» o la excelencia propia de la nobleza
hereditaria (fuerza física, valentía y sentido del deber son algunas
de sus notas características). Andando el tiempo, esta noción se
espiritualizará hasta caracterizar la vida del filósofo y, entonces,
«areté» pasará a especificar la nobleza del alma. El tratamiento
filosófico del tema podría ponerse en estos términos: ¿puede
adquirirse mediante la enseñanza y la práctica aquello que está
ligado a un talante natural?
Este desarrollo tuvo en el siglo v a. C. un momento crucial
con el auge de la democracia en Atenas: por un lado, la democra-
cia, como mecanismo de gobierno y de acceso al poder, requirió
una reflexión y puesta a punto de los ideales y contenidos de la
educación homérica o tradicional; por otro, la posición privi-
legiada de Atenas en lo cultural, político y económico atrajo a
los intelectuales de la época, desde los enclaves griegos de Jonia,
de Asia Menor y de la Magna Grecia. Entre estos extranjeros
que llegaban a Atenas se encontraban los que conoceremos en
la historia de la cultura como «sofistas»: de Jonia, Protágoras y
Pródico; de la Magna Grecia, Gorgias.
Advertimos a los alumnos, destinatarios primarios de este
trabajo, que en los diálogos no encontraremos «el sistema fi-
losófico» de Platón,6 pues no transmiten información sino que
tienen la intención de formar, es decir, de transformar a los in-
dividuos desde sus mismas raíces.7 En otras palabras, de la mano
de W. K. C. Guthrie,8 afirmamos que no es Platón uno de esos
filósofos que se exponen sobriamente en un tratado en el que se
presente «lo esencial» de su pensamiento como en un resumen.
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Quien crea esto puede empezar su lectura de Platón por El


Banquete. De este modo, también queremos adelantar y excusar
las reiteraciones que se encuentran a lo largo de nuestro trabajo,
pues es propio del método platónico, el diálogo, recapitular lo
esencial de su pensamiento cada vez que se avanza hacia una
pregunta formulada con mayor precisión.
Debe quedar claro por el mismo motivo que en ningún mo-
mento está excluida de los diálogos la reflexión profunda sobre
un tema determinado, pues son delicadamente coherentes en su
desarrollo, aunque no se debe pedir esta misma coherencia entre
los diversos diálogos.
Esto significa, a modo de cierre de esta introducción, que
iremos mostrando la coherencia íntima de Platón como filósofo
de la educación, esto es, su convicción de que la educación es el
único estado inagotablemente perfectible del ser humano.
De las diversas maneras en que es posible recorrer los bosque-
jos hasta aquí trazados, hemos optado por ofrecer una visión de
conjunto de Platón que presentará lo que sabemos de su vida, las
etapas de su obra y sus temas fundamentales, dedicando especial
atención a las relaciones entre mito y logos. En el planteo de la
educación, resulta inexcusable presentar la discusión del maestro
ateniense con los representantes del movimiento sofístico, al tiem-
po que intentamos una caracterización de dicho movimiento.
Para seguir de cerca el sutil entramado del pensamiento pla-
tónico, lo hemos dividido en una sección temática y en una de
diálogos específicos, en la que hemos seleccionado un diálogo
representativo de cada época para detenernos en la perspectiva
de nuestro eje: en Protágoras, si es posible enseñar la virtud y la
magnífica presentación del mito heurematógrafo de Prometeo,
con que el sofista busca justificar la enseñanza de la virtud ante
las dudas de un joven Sócrates; en Fedón nos centramos en las
dramáticas reflexiones de Sócrates sobre la inmortalidad del
alma, enfrentado él mismo una muerte segura e inminente; pre-
sentamos el Menón como si fuera un diálogo programático de
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la enseñanza en la Academia (vid. «Bibliografía» en el capítulo


respectivo), en contraste con la República, en la que parece pre-
sentarse un bosquejo del proceso educativo en la ciudad ideal; en
Teeteto, por último, en el Platón de la madurez, la revisión a fondo
de sus motivos centrales y sus ecos y resonancias en nuestro tema.
Si bien hemos tenido a mano los originales griegos y hemos
intercalado muy escasas observaciones filológicas, dijimos desde
el principio que esta obra está dirigida a alumnos que por lo
común desconocen el tesoro de las lenguas clásicas, pero que
se acercan con concreta admiración a las fuentes. Estaría larga-
mente cumplida la finalidad de este libro si despertara en ellos
sed de más.
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Notas
1. «Das Weltmodell der Griechen», Hellas und Hesperien. Gesammelte
Schriften zur Antike und zur neueren Literatur, pp. 601–625; «Die
Welt der modernen Technik und die Altgriechische Kulturidee»,
Hellas und Hesperien, pp. 485–497.
2. H. U. Balthasar: Gloria. Una estética teológica, pp. 145–146.
3. Platons Lehre von der Wahrheit. Mit einem Brief über den
«Humanismus», p. 125.
4. Cf. P. Hadot: Qu’est–ce la philosophie antique?, p. 13
5. Id.
6. De hecho, los intentos de «sistematizar» el pensamiento de
Platón nos devuelven un esquema de caricatura.
7. Cf. M. Heidegger: Platons Lehere von der Wahrheit, p. 5.
8. Historia de la filosofía griega ii. Platón, segunda época y la Academia,
pp. 34–36.
El pensamiento de Platón:
una visión de conjunto

Lineamientos para una biografía de Platón


Por «lineamientos» entendemos las fechas fundamentales en las
que transcurrió la vida de Platón, su relación con la educación
recibida y sus conexiones con la política ateniense.
Platón nació en Atenas en el año 427 a. C.; Diógenes
Laercio (III, 2) nos refiere que Apolodoro fijó su fecha de na-
cimiento durante la octogésima olimpiada,1 lo que nos ubica
entre los años 428 y 425, en el mes que los griegos llamaron
targelión (nuestro mayo–junio). Su nombre de nacimiento
fue Aristocles, como su abuelo paterno; «Platón», por lo tan-
to, es un sobrenombre: platos en griego significa «extensión»,
«amplitud». Diógenes Laercio (III, 4)2 nos refiere tres posibles
interpretaciones del significado de este sobrenombre: la más
difundida (y también la más probable) dice que así lo llamaba
el maestro de gimnasia por su físico armónico y corpulento;
también se interpreta como una referencia a su frente amplia
y despejada, y, por continuidad, a su inteligencia y sensibilidad
excepcionales; la tercera (y la más improbable) por la amplitud
y extensión de su estilo. El padre de Platón se llamó Aristón y
descendía de una familia que entre sus antepasados contaba al
rey Codro y a Solón, el legislador del siglo iv a. C. Sabemos por
Plutarco (De amore prolis, 496) que murió joven, antes de que su
hijo comenzara a destacarse en su labor filosófica. También su
madre, Perictione, perteneció a una noble y poderosa familia.
Del matrimonio mencionado de Aristón y Perictione nacie-
ron también Adimanto y Glaucón, sus hermanos mayores, a los
que Platón hizo participar como interlocutores en la República,
y una hija llamada Potone, que será madre de Espeusipo, el
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primer sucesor de Platón en la conducción de los destinos


de la Academia. Del segundo matrimonio de Perictione con
Pirilampes (tal vez su tío) nació Antifonte, a quien Platón con-
vertiría en narrador del Parménides.
Entre los años 409–407 transcurrió el período de su efe-
bía;3 Platón habría participado de tres campañas militares: la de
Tanagra, la de Corinto y la de Delos; en esta última habría re-
cibido un reconocimiento por su valor en el campo de batalla.
La información de Diógenes Laercio (iii, 8), acerca de cam-
pañas posteriores a la Guerra del Peloponeso, no aparece en
otras fuentes. Resulta casi seguro que, por su edad, Platón haya
participado de los últimos enfrentamientos armados en la men-
cionada Guerra del Peloponeso, formando parte de la caballería,
si prestamos atención a su condición social.
Entre 408 y 407, cuando contaba aproximadamente vein-
te años, comenzó a tratar a Sócrates y luego se convirtió en su
discípulo; antes de este acontecimiento había recibido la mejor
educación que podía alcanzarse en su época tanto en lo artístico
(estudió pintura, música y compuso poesía lírica y dramática)
cuanto en lo filosófico, pues recibió lecciones de Cratilo, el se-
guidor de Heráclito; sin embargo, ninguna de estas influencias
puede compararse con la de Sócrates.
Esta primera época de trato con Sócrates coincidió con la
caída del gobierno de los treinta tiranos. Diógenes Laercio nos
ha legado algunas referencias que nos agradan traer aquí, como
el sueño de Sócrates acerca de su discípulo: en el pasaje an-
tes citado (iii, 4–5) nos narra que había soñado que tenía sobre
sus rodillas una pequeña cigüeña que alzaba las alas y volaba y
que cantaba dulcemente mientras se alejaba. Al día siguiente se
presentó Platón a recibir clases y, finalizada la jornada, Sócrates
comentó a sus más íntimos seguidores que, sin duda, el sueño
había sido una premonición de la llegada del nuevo alumno.
En el 404 finalizó la Guerra del Peloponeso con la victoria
de la Liga Espartana, que impuso su hegemonía en la Hélade.
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La supremacía de Esparta significó para Atenas que su gobier-


no quedara en manos de los representantes de la oligarquía (los
Treinta Tiranos), entre los que se destacó un tío materno de
Platón, Critias, quien lo invitó a participar del nuevo gobierno,
del cual se retiró pronto y profundamente desilusionado.
En el año 403 comenzó la sublevación de las fuerzas democrá-
ticas, que en la batalla de Muniquia logró la caída del gobierno
de los Treinta Tiranos; una de las consecuencias de estos cambios
en la política ateniense fue la condena a muerte de Sócrates,
en el año 399, pues el partido democrático tuvo la responsabili-
dad del juicio y de su condena. Inmediatamente después de la
ejecución, Platón y otros compañeros viajaron a Megara, pues
dieron por hecho que habría persecuciones contra el círculo
socrático. Tras una breve estancia en esta ciudad, en el 388 se
encaminó a Italia meridional con la intención de vincularse con
las comunidades pitagóricas; por la Carta vii (388 c) sabemos que
allí conoció a Arquitas de Tarento, discípulo de Filolao, quien
al parecer lo instruyó en esta doctrina. De ahí partió a Siracusa,
donde se estableció en la corte de Dionisio el Viejo, con la espe-
ranza de transformar al político también en filósofo (el ideal del
rey–filósofo, tal como lo menciona en el Gorgias, escrito poco
después de este viaje). Allí trabó una fuerte amistad con Dión,
familiar —sobrino o quizás cuñado— de Dionisio. Cuando
Platón fue recibido en la corte disertó sobre la virtud, el cono-
cimiento y la justicia; sin el dominio de sí por parte del tirano, la
sociedad que rige no será justa. Dionisio, que se había consoli-
dado en el poder a partir de las dos guerras que comandó contra
Cartago por el dominio de Sicilia, fue un político realista y cal-
culador y juzgó que las doctrinas traídas por Platón debilitarían
a la ciudad en guerra. Dionisio, tal vez receloso de la influencia
de Platón sobre Dión, ordenó el inmediato regreso del ateniense
a su ciudad. Acaso por orden del propio tirano, tal vez porque
una tempestad los apartó de la ruta, la embarcación llegó a las
costas de Egina, a la sazón en guerra contra Atenas. En virtud de
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ello, la ciudad había decretado que los ciudadanos atenienses que


se encontraran en su territorio fuesen vendidos como esclavos;
Platón corrió esa suerte. En medio de tantas adversidades, tuvo
la fortuna de que en el mercado de esclavos estuviera su amigo,
el filósofo Anníceres, natural de Cirene, quien pagó su rescate y
posibilitó su regreso a Atenas.
En el año 387 fundó una escuela, recién regresado del viaje
a la Magna Grecia; adquirió un gimnasio y un terreno junto a
aquel y lo dedicó al héroe Academo, cuyo lugar de culto estaba
muy próximo, quien le dio el nombre a la escuela. Consideramos
que el Menón —como veremos cuando trabajemos específi-
camente este diálogo— presenta algo semejante a lo que hoy
llamaríamos «manifiesto programático» de la Academia; desde
el primer momento confluyeron estudiosos ya reconocidos y
numerosos jóvenes.
En el año 367, Platón viajó por segunda vez a Sicilia, pues-
to que había muerto Dionisio El Viejo y lo había sucedido su
hijo, Dionisio El Joven. Según Dión, el talante de este joven era
proclive a realizar el proyecto filosófico y político de Platón. Sin
embargo, el nuevo gobernante mostró que el juicio de Dión
estaba completamente errado, pues pensó que ambos, Dión y
Platón, conjuraban contra él: expulsó de la ciudad al primero y
retuvo al segundo bajo permanente vigilancia.
Dos años después (365), Platón pudo regresar a Atenas, pues
Dionisio se encontraba completamente empeñado en sostenerse
en el poder, luego de haber perdido y recuperado Siracusa en
más de una oportunidad (problemas internos, rivalidad con las
restantes ciudades de Sicilia, la presencia siempre amenazante
de Cartago y el poder aún emergente de Roma al norte). En el
año 361, Platón recibió una nueva invitación de Dionisio para
recibir sus lecciones. No queda claro por qué Platón aceptó por
segunda vez la invitación del joven tirano; tal vez para ayudar
a su amigo Dión, que había quedado en una situación política
muy delicada después de enfrentarse al tirano. Todo concluyó
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rápido y mal y allí habrían terminado los días de Platón si no


hubiese intervenido Arquitas de Tarento. Regresó a Atenas al
año siguiente (360) dedicado completamente a la dirección de
la Academia, a la enseñanza y a la composición de sus diálogos.
Platón murió en Atenas, en el 347, a la edad aproximada de
ochenta años, mientras corregía Las Leyes, según lo refiere la
tradición y así también es grato recordarlo.

Los diálogos: etapas y problemas


En una visión de conjunto, como la que trazamos aquí, resulta
necesario realizar algunas puntualizaciones. La primera, que está
dirigida a nuestros alumnos, declara que, al no ser Platón un filó-
sofo en el sentido moderno de la palabra, no estaba dentro de sus
intereses desarrollar todas las áreas de la filosofía de manera siste-
mática. Esto no significa que no se haya ocupado de las distintas
disciplinas que componen la filosofía; trató alguna de ellas de ma-
nera directa (epistemología, en Teeteto; cosmología y física, en el
Timeo). Su filosofía de la educación, por el contrario, se encuentra
dispersa en todos sus diálogos, a modo de inflexiones puntuales.
El diálogo nos presenta a la filosofía como una doctrina viva,
según el modelo socrático de enseñanza. En cada diálogo de
Platón se puede establecer un tema dominante, aunque no nece-
sariamente único, que se soluciona, si es que esto sucede, de un
modo distinto cada vez, pues siempre entran en consideración
nuevas razones. En la adaptación platónica se hallan presentes
aquellos elementos que pensamos no faltarían en el diálogo
propiamente socrático (figuras, comparaciones, fábulas y cierta-
mente mitos), con la clara intención de ofrecer el complemento
intuitivo que impulsa a la razón donde no puede llegar por sí
misma. Por ello, el lector del diálogo debe permanecer atento y
activo, pues en más de una ocasión se debe ocupar de encontrar
una respuesta.5
En las etapas de su obra, se pueden localizar los diálogos de
juventud, de madurez y de vejez. Los primeros son posteriores
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a la muerte de Sócrates y anteriores al 390. En estos prevalece


el tema ético y en la narración predomina la visión socrática:
Apología, Critón, Laques, Lisis, Cármides, Eutifrón, Hipias Menor y
Mayor, Protágoras e Ión. En ellos, Platón sostiene en continui-
dad, al parecer, con Sócrates que la virtud puede enseñarse (la
sabiduría es la virtud propia del alma), puesto que es una cien-
cia; en relación directa con esto afirma que la ignorancia es la
raíz profunda de las malas acciones. Otros diálogos (Gorgias y
Cratilo) conllevan un tratamiento más maduro de esta temática,
por lo que corresponden a una etapa que podríamos caracteri-
zar de transición (entre 390 y 387, fecha aceptada para el punto
final del Banquete).
En los diálogos de madurez, como Sócrates, había puesto
las bases de una ética, inspirándose en una concepción del alma
de raigambre órfico–pitagórica, pero no determinó su natura-
leza ni se planteó filosóficamente la idea de inmortalidad ni su
relación con el cuerpo; esto le impuso a Platón encontrar el
tratamiento metafísico que fundamentara aquella ética. Entre
los años 387 y 367 escribió Banquete, Fedón, Menón, Eutidemo,
Menéxeno, República y Fedro. De este modo, Platón llegó a plan-
tearse, a partir de la explicación del ser de las cosas, la realidad
suprasensible, la Ideas o Formas. En tanto que la reflexión me-
tafísica había quedado detenida, en razón de la imposibilidad
de encontrar una respuesta a las soluciones contrapuestas de
Heráclito (fl. c 504–500) y Parménides (fl. c. 475), Platón vuelve
a plantear sus problemas y a presentar esbozos de soluciones.
Cada diálogo de esta época y de la siguiente retomará el difícil
problema de la justificación de las Ideas y de su relación con
el mundo sensible.
En el período de la vejez, bajo cuya denominación se agru-
pan los diálogos compuestos entre los años 367 y 348, desarrolló
el tratamiento de tres cuestiones; dos de ellas centrales para sos-
tener la teoría de las ideas: a) un examen pormenorizado del
conjunto de su doctrina, cuyas dificultades había visto Platón
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con toda claridad y b) una cosmología o explicación del mundo.


También se ocupó de los problemas políticos, cuya resolución
—en la perspectiva de Platón— depende de la metafísica (ree-
labora esta relación en Las Leyes, su última obra). El tratamiento
de la relación entre lo sensible y lo inteligible tendrá lugar, de
manera detallada, en el Parménides y en el Sofista, continuación
del primero. De modo general afirma que entre la infinitud de
las partes y la unicidad del todo existe la unidad relativa del todo
en cada parte. Platón descubre así una primera respuesta para la
gran cuestión del modo de la participación: salvar la complejidad
y evitar la confusión mediante el recurso de un número finito de
especies. Sin este recurso no hay forma lógica de remontarse al
Uno ni hacer el camino de regreso a la multiplicidad.
Consecuentemente, la ciencia, que en el Fedón se había es-
tablecido como el paso de los individuos a la forma, al modo,
aunque no dicho así, de una impresión sin mediadores sobre el
alma. Por el contrario, si lo inteligible no es una forma pura,
sino confusión de formas específicas en una forma genérica, es
necesario replantear la pasividad de la ciencia, que Platón desa-
rrolla en el Fedón, en favor de una actividad unitiva (syllógismos)
de aquella diversidad de procesos. En el Timeo se encuentra la
cosmología platónica recurriendo a una materia y a un vacío ori-
ginario, ordenado por el Demiurgo, según el modelo de las Ideas.
Como hemos visto, el pensamiento de Platón es variado y
complejo; por ello tomaremos algunos pasajes que nos orienten
en la interpretación de su obra. Uno de los que resulta decisivo
se encuentra en el Fedón, en el que presenta una imagen que
resulta señera de su intento: la «segunda navegación»,6 que lo
condujo al descubrimiento de la «causa verdadera».
Los problemas inherentes al pensar filosófico se encuentran
estrechamente vinculados a por qué las cosas están en el ser y
por qué se corrompen (en definitiva ¿por qué existen?), aquello
que la tradición posterior, con un vocabulario que crecerá en
capacidad técnica, denominará ser, generación, corrupción de
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las cosas. Platón afirma haber iniciado su investigación filosófica


desde esta perspectiva y haber intentado tanto su planteo como
su resolución siguiendo las huellas de los primeros cosmólogos.
Como se impone por las características de la primera in-
vestigación platónica, esta se mantuvo en el marco naturalista
de la investigación de la physis. Dado que no hay posibilidad
de una respuesta profunda para quien se ubique en el marco
del puro devenir, se requiere salir de este mar peligrosamente
calmo, en el que no es posible navegar. En efecto, los elementos
físicos no son la causa verdadera, sino simplemente auxiliares: si
se quiere explicar la realidad, esta no puede referirse únicamente
al orden sensible. Para Platón, la investigación debe centrar-
se, por el contrario, en el plano inteligible de la realidad, en el
que la Inteligencia obra en función de lo mejor, es decir, del
Bien. Cuando decimos que se encuentra en el plano inteligible,
afirmamos que se encuentra «más allá» de la captación de los
sentidos, en el ser propiamente metafísico.
Así llegamos a las «Ideas» (de eidos, «forma»), formas puras o
modelos eternos de las cosas, en cuya participación existe lo sen-
sible. La verdad, entonces, hay que buscarla en estas realidades en
sentido absoluto. Este correlato entre las Ideas, que existen por sí
mismas y en sí mismas, y las cosas constituye el núcleo especu-
lativo más alto de su pensamiento. Esta doctrina implica que la
idea no es un pensamiento, sino un ser: aquello hacia lo cual el
pensamiento se dirige cuando piensa; en este sentido, se puede
definir idea como «el verdadero ser que es absolutamente».
¿Cuáles son algunas de las características de estos entes de
máxima realidad? En el Cratilo,7 en el contexto de una férrea
oposición al relativismo de Protágoras, que hacía del hombre la
medida de todas las cosas, y de Heráclito, que establecía estadios
relativos para cada cosa (en ambos casos solo nos resulta accesible
la cosa como simple fenómeno),8 Platón plantea que las ideas
son en sí y por sí, es decir, que no son relativas a un sujeto, sino
absolutas. Si no fuese de este modo todas las consideraciones
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valorativas carecerían de sentido. Otra característica a considerar


es la inmutabilidad; la idea permanece siempre igual a sí misma,
sin que, por lo tanto, la afecte el eterno fluir de las cosas, es decir,
«La causa de lo que muta no puede mutar ella misma».9
Como dijimos, Platón intenta sacar a la metafísica de la en-
crucijada en que se encontraba desde Heráclito y Parménides.
Por ello, la visión de Parménides (el ser como real en sumo gra-
do) está de algún modo presente en la noción de Idea (inmutable
e inmóvil); el mundo sensible tiene la movilidad e inestabilidad
que Heráclito enseña en su filosofía. Esto implica que, parcial-
mente aceptados, Platón continúa a ambos presocráticos. Así se
sostiene el dualismo característico de la filosofía de Platón, reco-
nociendo que se aplica con más justicia a la tradición platónica
que a los escritos del propio fundador. En efecto, si bien quedan
definidos nítidamente dos planos de la realidad (pensemos, en
especial, en el Fedón), es necesario tener presente la causalidad de
las Ideas respecto de las realidades sensibles.
Como expresamos líneas arriba, el problema más difícil de
afrontar, del que Platón fue perfectamente consciente y que tie-
ne dos interrogantes es el siguiente: la primera, ¿cómo otorgar
principio de unidad a la multiplicidad de Ideas? Y, la segunda,
¿cómo explicar que sean causa de lo sensible? En este punto
comúnmente se señala que Platón ofrece distintas respuestas a
lo largo de sus cincuenta años de actividad filosófica. Esto no
solamente es coherente con la actividad del pensamiento, sino
que fue sucediendo de ese modo; sin embargo, con el deseo de
mantenernos más fieles al estilo platónico, podemos expresarlo
así: al buscar una intensidad progresiva de la pregunta, Platón
posibilita un grado de comprensión crecientemente profundo,
respecto de la realidad pensada. El punto de partida de la ex-
ploración de las Ideas se encuentra en la «segunda navegación»
que Sócrates le propone a Cebes; en efecto, en el contexto de
distinguir la causa de la condición material surge la propuesta
que mencionábamos en este mismo párrafo: «¿Quieres, Cebes,
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que te haga una exposición de mi segunda navegación en la


búsqueda de la causa, en la que me ocupé?».10
La expresión «segunda navegación» indicaba, en la termino-
logía náutica, a aquella que tenía que hacerse con el recurso más
esforzado de los remos, a falta de vientos bonancibles; respecto
de la investigación, significa confiarse al método más arriesgado
para fundamentar el aspecto inteligible de la realidad. Siguiendo
esta misma estructura, la primera navegación estuvo a cargo de
los presocráticos y su indagación de la physis. Desde el punto de
vista del método (la navegación propiamente metafísica), implica
hallar conceptos que permitan escrutar la verdad de lo real, pues,
en un giro que recuerda el símil de la caverna (Rep. 515e – 516
b), señala que el alma, para evitar su ceguera, debe soslayar la
contemplación directa de lo inteligible. Por ello, en la investi-
gación de la noción de causa, resulta necesario probar primero
la existencia de las ideas o «en sí» inteligible: «Me parece, pues,
si hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por
ningún otro motivo, sino porque participa de aquella belleza».11
A la primera pregunta, entonces, la respuesta será que la se-
gunda navegación se ocupa del aspecto inteligible de la realidad
o «lo verdaderamente real», si aceptamos con Platón que tiene
una existencia causal. En República, la pregunta se orienta hacia
la posibilidad de pensar una jerarquía de lo inteligible. Sócrates
abre el pasaje 507 b–509 c con la comparación de la Idea de Bien
con el sol y dice aquella frase tantas veces citada: «(…) el sol es al
mundo visible lo que el Bien al inteligible» (508 b–c). Este símil a
su vez tiene dos amplificaciones en República: la línea dividida en
segmentos (509 d–511 e) y la alegoría de la caverna (514a–519 b).
Comencemos por el sol y el Bien. Sócrates establece la com-
paración a partir de cuatro puntos en que aquellos concuerdan:
primero, así como el ojo solamente puede ver un objeto visible
si el sol ilumina, del mismo modo la inteligencia puede conocer
una realidad inteligible únicamente si ambos se encuentran ilu-
minados por el Bien; segundo, siguiendo la concepción antigua,
| 35 |

según la cual atañe al sol la generación y el crecimiento de la


vida, el Bien tanto hace inteligibles a las Ideas cuanto que las
sostiene en el ser; tercero, así como el sol provee la visibilidad
y es el máximo visible, el Bien es el máximo inteligible; cuarto,
así como el sol hace posible la generación y el conocimiento
sin formar parte de estos procesos, el Bien no se identifica con
el ser, pero hace posible la inteligibilidad de lo inteligible, por
lo que resulta, entonces, condición del conocimiento. No tiene
esencia, porque está más allá de la esencia (509 b). Esto, en Platón,
no debe entenderse en sentido estricto, sino como ausencia del
principio de limitación propio de las cosas (si carece de este
principio, debemos entender que el Bien es infinito).
Así, el Bien conlleva tres aspectos: fin de la vida, inteligibili-
dad del conjunto de lo real y sostenimiento de las ideas en el ser.
El mundo devenía así metafísicamente estable y comprensible;
ahora resultaban viables las fundamentaciones ética y epistemo-
lógica y, en el mismo movimiento, la refutación de dos elementos
centrales, a los ojos de Platón, de la sofística: el escepticismo y el
desconcierto moral.
Sobre la línea dividida en segmentos, Sócrates nos propo-
ne que consideremos una línea dividida en dos partes iguales,
a su vez divididas proporcionalmente; como en el caso anterior
quedan representados los mundos sensible e inteligible, pero, en
este caso, las subdivisiones comprenden para el mundo sensible
eikónes (sombras y reflejos) e eikasía (la conjetura que interpreta
las sombras y reflejos); al mundo inteligible le corresponde la
razón discursiva o diánoia, mediante la cual, y con los objetos
sensibles a manera de hipótesis, se produce la primera elevación
a lo inteligible mediante la aritmética y la geometría. Los objetos
propiamente inteligibles son aquellos que el alma conoce sin
realizar hipótesis con los sensibles; este es el conocimiento que
proporciona la dialéctica o ciencia perfecta.
Luego de haber planteado los modos del conocimiento, re-
sulta conveniente seguir la jerarquía de los saberes en el Filebo
| 36 |

(55c–59d). En el primer nivel se encuentran las Artes Manuales,


que tienen por objeto la producción y se encuentran subor-
dinadas a las Matemáticas, en cuanto suponen número, peso y
medida. Las ciencias propiamente dichas son las siguientes: me-
dicina, agricultura, navegación, estrategia militar y construcción.
Un escalón más arriba se encuentran las ciencias educativas:
se entienden que son propiamente educativas las Matemáticas,
que se dividen en vulgares y formativas, la Aritmética, la lo-
gística o ciencia del cálculo, la Metrética o arte de la medida y
la Geometría. La Dialéctica aparece en el Filebo en la cima del
saber (58 a–59 c) y se distingue de la retórica que practican los
sofistas, porque esta se ocupa de persuadir y aquella de cumplir la
aspiración a la verdad. Esta distribución implica, a su vez, grados
de la ciencia: el saber acerca de la naturaleza (la física aristoté-
lica) resulta imprescindible para el día a día; sobre este saber no
hay propiamente ciencia, pues pertenece al mundo mudable que
captan los sentidos, sino doxa u opinión, que en Platón significa
«no dar razón de las cosas».
En el nivel de la opinión se perfilan, a su vez, dos grados:
el primero, la mera representación (imágenes de realidades su-
periores), que da lugar a la conjetura o eikasía; y segundo, la
creencia o pistis. Estos últimos tampoco pueden conocerse cien-
tíficamente, sino por medio de mitos o alegorías que expresan
una cierta verosimilitud (Timeo 29 c; Fedón 96a–99d).
En una perspectiva conjunta de la filosofía platónica, dirigida
a puntualizar su filosofía de la educación, nos topamos siem-
pre —en la distinta medida que cada diálogo requiera— con
la necesaria relación naturaleza–conocimiento–virtud. Tanto
la educación del individuo en su constitutivo carácter político
como la educación de la comunidad tienen su forma en un
nivel paradigmático de realidad que es dable alcanzar con cons-
tante perseverancia y devoción. La educación no es tendencia
arbitraria, porque su movimiento depende de una physis que la
dinamice; tampoco es praxis aislada en una estructura burocrática,
| 37 |

sino que a partir de la naturaleza impregna el tejido social y hace


de este un modelo educativo en sí. Comunidad e individuo no
son dos elementos diferenciados que hay que vincular con una
educación adecuada, sino que son un mismo organismo —una
misma alma— pues nunca funcionan aisladamente. La virtud
personal es geométricamente expansiva en la polis y la ejem-
plaridad política es iluminación de la vida particular. La muerte
de Sócrates oficia de metáfora esencial para unir la congruencia
privado–público que tanto altera la política moderna.
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Notas
1. Los juegos olímpicos en la época arcaica de Gracia fueron
competencias deportivas panhelénicas de clarísimo trasfondo
religioso. Se celebraron desde el 776 a C. cada cuatro años y
se constituyeron como unidad de tiempo. Los nombres de
los meses e incluso la combinación de calendarios solares y
lunares variaron de ciudad en ciudad; targelion es denomina-
ción ática y se corresponde aproximadamente con nuestro
mayo. En ese mes se celebraba a Apolo como dios de las pu-
rificaciones con un pastel de cereales denominado targelos. J.
M. Sesé Alegre: «Los Juegos Olímpicos en la Antigüedad», en
Ciencia y Deporte, pp. 201–211.
2. Los datos fundamentales que aquí se presentan están relatados
in extenso por Diógenes Laercio en el Libro iii de Vida de los
filósofos más ilustres.Vid. Bibliografía.
3. La efebía (del griego ephebos), que se corresponde con el latín
adulescens, denomina el tránsito hacia la mocedad.
4. Sobre los vínculos de Platón con Cratilo Cf. Aristóteles:
Metafísica, 987–988.
5. C. Gill: «Le dialogue platonicien» en L. Brisson y F. Fronterotta
(eds.): Lire Platon.
6. Fedón, 96 A–102 A.
7. 385 e–386 e.
8. Ib. 439 b–440 a.
9. Fedón 78 d–e
10. Fedón 99 e.
11. Fedón 100 c. Cita que puede leerse en conjunción con Cratilo
386 e.
Principales temas
de la filosofía platónica

Platón y la sofística
Esta corriente de pensamiento entrañó tanto una continuidad
como una ruptura con la filosofía de los presocráticos y con la
tradición de los poetas educadores. El primer aspecto se observa
en que las paradojas sofísticas se presentan como una continua-
ción de Zenón de Elea y de Meliso, lo cual implica, al mismo
tiempo, una relación más lejana con el mismo Parménides, y, el
segundo aspecto, en que ambicionaron congregar el conjunto
del saber de su época.1
El término sophistés se aplicó —antes que a este movimien-
to— a los poetas, puesto que, para los griegos, la instrucción
práctica y el consejo moral eran la función más importante de
un poeta. Solón, el legislador, fue poeta y, tal vez en calidad de
tal, se le confió el cuidado de la armonía pública y Los trabajos
y los días de Hesíodo fue un instrumento para el afianzamiento
de preceptos éticos. Los trágicos y los cómicos del siglo v se
veían a sí mismos como educadores; la disputa en el Hades entre
Esquilo y Eurípides, que nos presenta Aristófanes en Las Ranas
(830–1510), se libra antes en el terreno moral que en el estético.2
También en Píndaro, sophós significa poeta o sabio.3 A partir del
siglo v, se aplicó también a los prosistas, en la medida en que la
prosa comenzó a tener una función didáctica. En algunos casos,
Los Siete Sabios, en cuanto Sophistai o maestros, expresaron sus
máximas en prosa; en este mismo sentido, Jenofonte (Mem. IV,
2, 1) nos dice que Eutidemo poseía una importante biblioteca
de los más célebres poetas y sofistas, entre los que se encontraba
Anaxágoras, cuyos libros se vendían en las plazas.4
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La ruptura se presenta en el desarrollo de aquella reunión del


saber que mencionamos en el párrafo anterior; en efecto, some-
ten aquel saber a una crítica radical, a partir de la oposición entre
lo que existe como naturaleza (physis) y lo que existe como con-
vención humana (nomos). La ruptura antes mencionada se agravó
porque orientaron su actividad a la educación de los jóvenes en
vista al éxito en la vida política.
Como mencionamos, la enseñanza de los sofistas respon-
dió a una profunda necesidad de los nuevos tiempos. En efecto,
los mecanismos de poder de la democracia directa exigían un
dominio de la palabra, cuanto más perfecto mejor. Había efec-
tivamente entrado en crisis el sentido aristocrático de la areté
que se transmite por sangre; los sofistas, por el contrario, son
profesionales de la enseñanza en cuanto pedagogos, aunque no
debemos subestimar la originalidad propiamente filosófica de
algunos de los que encontramos en los diálogos de Platón, en
especial Protágoras y Gorgias. Por ello, los sofistas constituyen
el origen de la educación en el sentido estricto de la palabra:
la paideia. Por primera vez esta palabra alcanzó la referencia a
la más alta areté humana y a partir de la «crianza del niño» llega
a comprender en sí el conjunto de todas las exigencias ideales,
corporales y espirituales que constituyen la kalokagathia en el
sentido de una formación espiritual plenamente consciente.5
Mediante una paga enseñan a sus seguidores las formas de la
persuasión (elemento determinante en las reglas de juego demo-
cráticas) ante un auditorio o una asamblea, defendiendo con la
misma habilidad el pro y el contra de un argumento o antilogía.
Platón6 y Aristóteles7 les recriminarán ser comerciantes (al por
mayor y al por menor) del saber.8 A fin de profundizar el ma-
tiz de las afirmaciones anteriores, debemos también agregar que
los más destacados poseyeron una vasta cultura general (en los
diálogos con Sócrates hacen gala de conocimientos de Ciencias,
Matemáticas, Astronomía, Historia, Sociología o teoría del
Derecho) y una capacidad notable de seducción del auditorio.
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Esta conjunción de elementos significó la crisis terminal de


la concepción homérica y generó un debate que ocupó el siglo
v, sobre la posibilidad o no de enseñar la virtud. En los hechos, la
fundamentación de esta posibilidad de enseñar la virtud terminó
significando una oposición antitética a aquella tradicional, como
la que podemos leer, por ejemplo, en Píndaro (Pítica i, vv. 41ss); la
concepción arcaica de areté, fuertemente afincada en la concep-
ción arcaica de que las condiciones naturales contenían todo lo
que era posible enseñar, sin embargo no dejó de considerar que
la compañía de los malvados puede arruinar aquellas condicio-
nes naturales y echar por la borda toda la educación recibida.9
En este contexto se presenta la propuesta de la educación
sofística, que presupone el desarrollo de las condiciones indivi-
duales y no de aquellas heredadas, que no son completamente
educables ni perdurables, como vimos más arriba. Coherentes
con su crítica a los ideales tradicionales que ligaban la areté con
las condiciones de nacimiento, los sofistas introdujeron la no-
ción según la cual es posible cultivar un tipo de superioridad
intelectual y espiritual. Esa noción estuvo acompañada, para ha-
cerla posible, de un método de enseñanza. Este ideal educativo
descansa en una combinación entre disposiciones naturales y un
método para hacer posible el proceso enseñanza–aprendizaje.
Ahora bien, ¿qué método consigue la enseñanza de este nue-
vo concepto de «virtud»? Tampoco en esto los representantes
de la sofística poseyeron un parecer común; coincidieron en la
necesidad de la formación de la persona en su conjunto, que
distinguieron de las habilidades propiamente técnicas (dando al
vocablo su acepción más amplia).10 Consideramos11 que es po-
sible presentar las respuestas de algunos de los sofistas en clave
educativa de la siguiente manera:
1. Lo que podríamos llamar «tesis Untersteiner»:12 los sofistas
llevaron a cabo un intento de sistematización y de transmisión
organizada de un saber ya existente; a fin de alcanzar este co-
metido recurrieron a la tradición literaria originada en Homero
| 42 |

para organizar su propia enseñanza, estableciendo la retórica


como la ciencia que articula los diversos saberes.
2. La búsqueda de una educación, que hoy llamaríamos
lingüístico–retórica, estuvo caracterizada por Gorgias, quien re-
conocía en la palabra el ejercicio de una cierta habilidad y una
capacidad lógico–formal. Su doctrina resulta ciertamente escép-
tica y está contenida en las tres afirmaciones que siguen: Nada
existe; en el caso de que existiera alguna cosa, esta no podría ser
conocida por el hombre; en la hipótesis de que algún hombre la
conociera, no podría explicarla y darla a conocer a otros hom-
bres. En la primera parte del Gorgias, el mencionado sofista y
Sócrates discuten si la política y el arte de la retórica deben
diferenciarse en su ejercicio, pues la segunda no tiene como
objeto necesario el bien. La segunda parte de la discusión
tiene lugar con Polo, quien acepta, en términos de conclu-
sión, lo anterior, pues no es necesario ser justo para gozar
de felicidad. La tercera parte es una discusión con Calicles,
que, utilizando la diferencia entre physis y nomos defiende la
conveniencia práctica de cometer injusticias. Desde la pers-
pectiva de Gorgias, se presenta un hiato insalvable entre las
cosas, su conocimiento y la manifestación lingüística de lo
que tenemos por conocimiento.
3. El establecimiento y fundamentación de la «virtud po-
lítica» entendida como formación ética y jurídica parece que
constituyó la preocupación esencial de Protágoras. Proclamó
el convencionalismo de las normas y el consecuente relativis-
mo. Su tesis más conocida es: «El hombre es la medida de todas
las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son
en cuanto que no son». Consideramos que hay dos maneras de
entender la tesis, aunque siempre conserve su sabor relativista:
según la interpretación de Platón en el Teeteto el hombre al que
se refiere Protágoras es el individuo concreto: esta es la formula-
ción radical del relativismo, pues cada uno tiene «su verdad». La
segunda posibilidad radica en entender «hombre» en los términos
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de «ser humano», con lo cual tendríamos un relativismo social, en


el que es verdadero lo que el entorno acepta como tal.
4. El tono general de los sofistas estuvo dado por un cierto
carácter enciclopédico, centrado especialmente en los conoci-
mientos matemáticos, astronómicos y musicales; esta perspectiva
se encuentra representada por Hipias, quien, además, intentó
unificar estos elementos dispersos como un arte de la memoria,
creando diversos sistemas nemotécnicos. Dos diálogos de Platón
hacen referencia expresa a él: el Hipias Menor y el Hipias Mayor; en
el primero se advierte, por un lado, que este sofista contaba con
prestigio entre sus contemporáneos y, por otro, el escaso aprecio
que por él sentía Platón. En efecto, a pesar de su imagen ridícula
y vanidosa, percibimos un hombre interesado en alcanzar cono-
cimientos; también es cierto, y tal vez sea este el eje del disgusto
de Sócrates–Platón hacia él, que estos conocimientos no estaban
ordenados de algún modo y que se encontraban desentendidos
de consideraciones morales.13 La discusión en torno a Homero
(¿ha hecho este poeta mejor a Aquiles o a Odiseo?) nos lo mues-
tra con todo su saber enciclopédico, pero sin poder entender la
palabra «mejor» en otra acepción que la más inmediata. Como
puede observarse nuestra distinción presenta los rasgos esenciales
del movimiento sofista, aunque con la certeza de que estos se
encuentran entrecruzados en sus representantes más destacados.
Como sea que se interprete el conjunto de los aportes de la
sofística a la crisis espiritual e intelectual del siglo v, Sócrates y
Platón los consideraron básicamente improcedentes para ofrecer
alguna solución al problema de la educación, excepto en el hecho
de ubicar este problema en el centro de la reflexión filosófica.
¿Cuál es la objeción de fondo de ambos filósofos a los nuevos
maestros? Podríamos presentarla así: no definen en qué consiste
la areté ni establecen el fin de la educación como tal. Platón re-
consideró el tema de la virtud y su posibilidad de ser objeto de
enseñanza en el momento en que Atenas experimentó la crisis
posterior a la Guerra del Peloponeso, cuando las consecuencias
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morales de la desorientación de la cultura eran ya evidentes ante


todos. Para comprender el pensamiento en general de Platón,
pero en especial sus reflexiones sobre la educación debemos te-
ner en cuenta que consideró aquellos años de pos–guerra como
una época de corrupción o, en otros términos, que la polis que
hizo posible el juicio inicuo y la posterior sentencia de Sócrates
no puede ser considerada educadora.
El término sofista, entonces, tuvo un sentido general, así
como uno especial y en ninguno de ellos había acepción alguna
que connotase oprobio, sino más bien algo próximo a nuestro
término «intelectual», hasta que el conservador Aristófanes la
convirtió en un sinónimo de «charlatán», aunque sin limitarla a
los sofistas profesionales.14
El esbozo del ideal educativo forjado por Sócrates y que
Platón ampliará sucesivamente puede expresarse así: ¿Qué es la
virtud? Y, si la virtud es algo ¿es posible enseñarla? Platón re-
tomó los principios de los viejos ideales de la paideia, pero, al
mismo tiempo, fue completamente consciente de la novedad de
su tiempo. El ideal sigue siendo, en lo esencial, el mismo: vivir
una vida que sea digna de ser vivida, según las posibilidades de
cada naturaleza individual; sigue también en pie la arcaica con-
cepción de la educación como meta de perfección tanto física
como moral. Platón, sin embargo, no hace concreto este ideal
en los héroes homéricos ni en los atletas de Píndaro, sino que
destaca la figura histórica de Sócrates, que en los diálogos es el
nuevo héroe paradigmático. Por este motivo dijimos al principio
de estas páginas que la paideia considera la vida filosófica como
la máxima vía de realización.
En esta nueva expresión de la paideia, el diálogo ocupa un
lugar sobre el que debemos decir algunas palabras. En la céle-
bre Carta vii, Platón hace referencia a la filosofía definiéndola
como un cierto modo de vida que se comparte; en consecuen-
cia, declara que, sobre aquello que es esencial, no escribió nada
ni tampoco lo hará, pues se trata de un saber que va creciendo
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en el alma luego de una prolongada familiaridad con los temas


que le son propios.15
Para Platón el discurso filosófico oral es muy superior al es-
crito,16 pues en el primero se pone de manifiesto un vínculo
entre dos almas, un verdadero intercambio para compartir dudas
y encontrar respuestas.
A diferencia del discurso propio de los sofistas, el diálogo no
transmite un saber ya consolidado,17, sino que, por el contrario,
cada interlocutor lo descubre por sí mismo, es decir, sencillamen-
te piensa. El diálogo es el único vehículo apto para encontrarse
con el verdadero saber. Platón también recurre al diálogo para
dar a entender qué tipo de vida es la que se denomina filosófica.
Le posibilita poner en acción al «nuevo héroe» de su pedagogía,
Sócrates, y las nociones éticas que, de hecho, entran en juego.
Por ello, como veremos al momento de estudiar detenidamente
el Teeteto, podemos suponer que el diálogo es además un eco de
la experiencia pedagógica de la Academia, aquella sobre la que
Platón considera juicioso guardar silencio en la Carta vii.

La ciencia de la virtud
La imagen del Sócrates platónico va padeciendo diversas modifi-
caciones y variando su protagonismo a medida que la reflexión del
discípulo toma distancia de la perspectiva del maestro histórico.
No se trata aquí de desentrañar cuáles eran las ideas pro-
pias, en el sentido de originales, de Sócrates sino la orientación
de sus preocupaciones. La primera percepción de los llamados
diálogos de juventud de Platón consiste en que Sócrates parece
representar un cierto saber «negativo», aquel que se encuentra
en la respuesta del oráculo de Delos: «Nadie es más sabio que
Sócrates» (Apología, 21 e); sin embargo pregona algo diverso de
sí mismo: el no poseer conocimientos. Con la premisa de que
el dios que ha hablado no puede mentir pone en movimiento
una búsqueda que dé sentido a las palabras del oráculo; para ello
interroga a todos los que aseguran estar en posesión de algún
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saber: políticos, poetas y, por último, los artesanos. El resultado


es sorprendente: todos los que dicen (o creen) saber, en verdad,
no saben; entonces queda claro que la sabiduría socrática, que lo
ubica en un grado superlativamente más elevado que el no–sa-
ber de los que dicen saber, consiste en la conciencia de la propia
ignorancia, es decir, de los límites y de las posibilidades del saber.
En el diálogo Eutifrón, las preguntas de Sócrates a un pre-
suntuoso adivino para que dé una definición de santidad son
infructuosas, puesto que cae en una contradicción tras otra, cada
vez que Sócrates presenta alguna objeción. Del mismo modo, el
sofista Hipias, en el Hipias Mayor, no alcanza a dar una defini-
ción satisfactoria de lo bello, solamente puede enumerar aquellas
cosas que considera bellas; la conclusión es la misma: Hipias no
sabe de aquello que dice saber y Sócrates, que ha dicho no saber
qué es la belleza, continúa la búsqueda del saber. En el Cármides
se busca la belleza del alma, que se encuentra más allá de la
belleza de los cuerpos; en el Laques, la definición de valentía;
en el Lisias, la definición de amistad y en el Ión, de la poesía.
Todos esos diálogos pertenecen al grupo de los llamados aporé-
ticos, es decir, aquellos en los que no se alcanza una definición
o una conclusión; y esto señala, sin duda, el modo crítico de
relacionarse de Sócrates con la cultura de su época y una clara
valoración de la antigua tradición sapiencial de Grecia, que se
expresa tanto en la máxima «Conócete a ti mismo» cuanto en la
necesidad de dominio ante las pasiones.
El desarrollo del pensamiento de Platón se mueve profundi-
zando la disputa de Sócrates contra los sofistas. En los diálogos
de esta segunda etapa se desarrolla un aspecto filosófico fun-
damental: ¿en qué consiste una realidad determinada sobre la
que se quiere alcanzar conocimiento cierto? Se busca, en otras
palabras, establecer qué permanece sin cambio, es decir, precisa-
mente aquello por lo que es posible conocer.
El diálogo Protágoras es un vivaz relato del encuentro entre
Sócrates y el sofista que da nombre a la obra, en cuyo transcurso
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tratan el problema de la virtud y, más específicamente, si esta pue-


de ser objeto de enseñanza o no; ¿se trata de una virtud única o
manifestaciones diversas de una única virtud? La discusión que se
genera en torno a esta temática queda expresada así: ¿las virtudes
son realidades diversas o nombres diversos de una única realidad?
Como sucede con las obras de Platón de esta época, el diálo-
go no llega a una solución definitiva, sin embargo, sí se alcanza
una conclusión de extrema importancia: se ha establecido que
la virtud es ciencia y, por lo tanto, resulta enseñable; queda pen-
diente responder a fondo qué es la virtud, a pesar de que ya se
haya establecido que es ciencia.

si la virtud fuese algo distinto de la ciencia, como intenta sos-


tener Protágoras, es evidente que no resultaría enseñable. Si,
por el contrario, bajo todo punto de vista es ciencia, resultaría
asombroso que no fuese enseñable […]. Por esta razón yo ten-
go el más vivo deseo de esclarecer completamente la cuestión
y quisiera que nosotros, que hemos discutido tales problemas,
discutiésemos también acerca de qué es la virtud: sólo entonces
podremos investigar nuevamente si es enseñable o no.18

Resulta de interés confrontar la cita anterior con el Menón, aun-


que este se encuentre centrado en una perspectiva metodológica
completamente diversa, pues se pone de manifiesto una fuerte
presencia del método hipotético propio de las matemáticas, que,
aplicado a la naturaleza del diálogo, requiere una definición pre-
via del método de investigación.
Menón plantea a Sócrates una cuestión acuciante: ¿puede
enseñarse la virtud, es cuestión de práctica, un don natural o
qué? Sorpresivamente Sócrates responde que no sabe qué es ni
cómo se adquiere. Menón, discípulo de Gorgias, añade sin difi-
cultad que hay una virtud para cada edad y para cada ocupación.
Sócrates dice que no se debe hacer un listado de virtudes sino
saber qué es la virtud.
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En este contexto, la cuestión que se discute es la teoría general


de Gorgias acerca de la multiplicidad y del carácter irreductible
de la virtud; si esta es la condición de la virtud resulta en verdad
secundario establecer si es ciencia y, entonces, enseñable; si no es
enseñable, si no hay en verdad maestros de virtud, debe conside-
rársela un presente de los dioses. Ahora bien, sea que se considere
que la virtud es enseñable sea que no, resulta necesario igualmente
definirla; en este sentido debe entenderse la objeción de Menón,
según la cual no se puede encontrar algo que no se sabe bien qué
es: la respuesta que Platón pone en boca de Sócrates no resulta
menos significativa, puesto que se trata de la situación propia del
filósofo, pues no sabe (de otra manera, ¿para qué investigaría?) y
al mismo tiempo sabe algo, pues si no lo supiera tampoco sabría
qué buscar y, correlativamente, tampoco cómo hacerlo. El filósofo
no conoce los resultados porque estos deberán hacerse presentes
en el diálogo, sin embargo sabe en cuanto posee un método: el
mismo dialogar correcta y apropiadamente. Esta perspectiva se
sostiene en la doctrina de la anamnesis que, en el Menón, consiste
en la posibilidad de alcanzar la verdadera ciencia o saber, que el
que investiga la busca en sí mismo y halla en sí mismo; en esta
obra se dice que Menón no tenía conocimientos previos, pero, al
ser interrogado correctamente «sacó de sí» las respuestas correctas:
«sin que nadie le enseñe sólo a partir de preguntas alcanzará el
saber, sacando de sí la ciencia.Y sacar de sí la ciencia es recordar».19
Lo esencial de la confrontación platónica con los sofistas
se percibe, precisamente, en que estos carecen de un método
que les permita elaborar ciencia; por este motivo su «hablar» no
puede trascender la charla más o menos tranquilizadora, más o
menos deletérea, es decir, no hacen un aporte significativo al
campo del saber.
En este sentido, el desarrollo de la teoría política de Platón
está en íntima e indivisible relación con su doctrina del alma y
se dirige a los sofistas propiamente dichos, como los teóricos de
la polis instalada en el presente, desde el momento en que fue
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posible, institucionalmente hablando, la muerte de Sócrates; por


ello se pone la atención en la figura de Pericles:

dime si la opinión general es que los atenienses se han mejorado


por obra de Pericles o, por el contrario, que han sido corrom-
pidos por él. Pues yo oigo decir que Pericles ha hecho a los
atenienses, perezosos, charlatanes y avarientos al haber estable-
cido por vez primera estipendios para los servicios públicos.20

Más adelante, Sócrates afirma que Pericles, tomando la imagen


del pastor incompetente o moralmente malo, los había transfor-
mado en peores de lo que los había recibido.21 Por ello, en la
concepción de Platón, al menos tal como esta se presenta en el
Gorgias, los sofistas y su correlato, los políticos profesionales, son
responsables del presente ateniense, en tanto que su retórica está
reducida a la seducción y adulación del auditorio; en el texto que
hemos referido, esto significa lisa y llanamente contraponerse a la
justicia y a la ciencia de las leyes. La perspectiva de Platón se basa
en un principio diverso de la ética tradicional y de la sofística: co-
meter injusticia siempre es peor y más dañino que sufrirla: «Es el
más bello de todos, Calicles, el examen de estas cuestiones sobre
las que tú me has censurado: cómo debe ser un hombre y qué
debe practicar y hasta qué grado en la vejez y en la juventud».22
La política disociada de la filosofía constituye, entonces, el
centro de la crisis que Platón atribuye a la prédica de los sofistas,
pues solamente esta puede otorgar un fin a la política, el cual no
puede ser diverso al de la vida misma: no solo vivir (lo placente-
ro y lo útil) sino vivir bien (aplicarse a la consecución del Bien).
Por esta razón, la muerte de Sócrates mensura la decadencia de
la polis, en cuanto Sócrates es el verdadero hombre político y
no Pericles. Creemos que Platón vuelve sobre este tema en el
libro primero de la República, en tanto que allí se refuta la tesis
de Trasímaco (la justicia es lo propio del más fuerte) desde esta
perspectiva fundamental:
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¿Y no te parece que hay una excelencia (areté) para cada cosa


que tiene asignada una función […] después de eso, debemos
examinar lo siguiente: hay funciones del alma que ninguna otra
cosa distinta de ella puede cumplir. Por ejemplo, el prestar aten-
ción, el deliberar y todo lo de esa índole: ¿será correcto que
atribuyamos esas funciones a otra cosa que al alma y diremos
que son propias de esta.23

Establecido este vínculo entre buen gobierno y virtud, se pre-


senta la urgencia de responder a esta pregunta esencial: ¿qué es
la justicia? ¿Qué es el bien? ¿A quién podemos llamar verdadero
político? Las respuestas posibles ordenan la reflexión: si la jus-
ticia consiste en la seguridad del bien y si a este, en cuanto tal,
únicamente lo reconoce la filosofía significa que solo el filósofo
resulta garantía de justicia.
La justicia posibilita, precisamente, la felicidad de la polis, que
no puede ser diversa de la felicidad de los ciudadanos, aunque
estos la alcancen en la medida en que la naturaleza la hace posi-
ble. Platón hace expresa mención de los alcances de esta noción
de felicidad:

Nosotros también sabemos vestir a los labradores con man-


tos señoriales, rodearlos de oro y ordenarles que trabajen la
tierra si les place, también recostar a los alfareros en círculos
alrededor del fuego, de modo que beban a gusto y disfruten
de los banquetes, con el torno a su disposición para el caso
que alguno deseara hacer su oficio; y análogamente hacer
dichosos a todos los demás, para que la sociedad entera sea
feliz. Pero no nos encargues eso, porque, si te obedecemos,
ni el labrador será labrador, ni el alfarero, ni habrá nadie
que integre el esquema con el cual nace el estado.24

Evidentemente, ni se trata de la felicidad de los individuos ni tan


siquiera de una parte de ellos, sino de la polis en su conjunto, lo
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cual, en tanto organismo, no queda determinado por la simple


adición de partes; en este punto debemos apreciar adecua-
damente la reflexión de Platón acerca de la medicina y de la
justicia: que una sociedad tenga necesidad de un gran número
de abogados y de médicos es síntoma que la educación de la polis
está desorientada. En efecto, la medicina antigua, elogia Platón,
solamente se ocupaba de curar las heridas producidas en el cam-
po de batalla y de las enfermedades estacionales, pero no de
las enfermedades producidas por una vida desordenada. El buen
médico cura el cuerpo mediante el alma y el buen juez, las almas
mediante el alma; esto no significa, en ambos casos, otra cosa que
educar en la virtud. Por ello, la reflexión platónica respecto de la
medicina es aparentemente una paradoja:

corresponde que se dicte en nuestro Estado una ley relativa a los


médicos […] y otra relativa a los jueces, de modo que los ciudada-
nos bien constituidos sean atendidos tanto en sus cuerpos como
en sus almas. En cuanto a los otros, se dejará morir a aquellos que
estén mal constituidos físicamente; y a los que tengan un alma
perversa por naturaleza e incurable se los condenará a muerte.25

Aparece así con toda claridad el lugar de la educación en la po-


lis; en principio resulta perentoria la educación de los filósofos,
pues son ellos quienes deben pensar y ordenar el conjunto de
la ciudad: evitar el peligro de ciudadanos excesivamente ricos o
pobres, pues ambos resultan peligrosos para la vida de la ciudad,
habituar a los jóvenes a la obediencia, y esto por dos motivos:
para que en el futuro sepan ejercer la principalía y el mando y
para evitar la necesidad de una legislación excesivamente mi-
nuciosa, que resulta siempre difícil de controlar, y, por ello, un
obstáculo para el buen gobierno.
El orden es el único medio por el cual la ciudad puede al-
canzar la felicidad; a este orden se llega mediante la comunidad
de bienes, que en Platón conlleva la ausencia de egoísmo y la
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prevalencia del bien común sobre el individual. La educación


que se deberá impartir para alcanzar este ideal no debe alcanzar
solamente a los hombres sino también a las mujeres, porque ellas
poseen las mismas actitudes y disposiciones naturales, aunque
les correspondan las tareas que exijan menos esfuerzo corpóreo,
puesto que son físicamente más débiles26. La noción según la
cual la polis constituye una única familia requiere que las muje-
res sean comunes: «Que todas las mujeres deben ser comunes a
todos estos hombres, ninguna cohabitará en privado con ningún
hombre; los hijos, a su vez, serán comunes, y ni el padre conocerá
a su hijo ni el hijo al padre».27
Por referencia al bien común antes mencionado, las personas
en edad de contraer matrimonio no elegirán a sus consortes,
pues de ello se ocupará el gobernante quien, del mismo modo
que ha asignado diversas tareas según un discernimiento de las
condiciones naturales, formará las parejas según un criterio de
afinidad tratando de unir los mejores con los mejores.

y esto debe ocurrir sin que nadie lo sepa, excepto a los go-
bernantes mismos, si, a su vez, la manada de los guardianes ha
de estar, lo más posible, libre de disensiones […]. Por lo tanto
instituiremos festivales en los cuales se reúnan a las novias con
los novios, así como sacrificios, y nuestros poetas deberán com-
poner himnos adecuados a las bodas que se llevan a cabo. En
cuanto al número de matrimonios, lo encomendaremos a los
gobernantes, para que preserven al máximo posible la misma
cantidad de hombres, habida cuenta de las guerras enfermeda-
des y todas las cosas de esa índole, de modo que, en cuanto sea
posible, nuestro Estado no se agrande ni se achique.28

La línea de crítica a la Atenas de su época alcanza aquí uno de


sus puntos culminantes y abre el camino que conduce a Las
Leyes, donde se realiza una descripción aún más minuciosa de
la polis óptima.
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Psicología platónica
Como leemos en el Timeo, Platón asigna al alma una estructura
claramente determinada; ello le permite trazar, con seguridad
y justeza, el paralelismo con la organización de la polis. La ar-
quitectura política de los tres tipos de ciudadanos deriva de las
especificidades de alma: racional, irascible y apetitiva, bajo la
guía de la primera. En efecto, la cabeza es la parte más noble del
cuerpo, dado que aquí reside la parte más divina del alma; en el
tórax, sobre el diafragma, se encuentra la sede de las pasiones;
los procesos nutritivos están ubicados por debajo del diafragma,
en el vientre.

Como dijimos a menudo, hay tres especies de alma que habitan


en tres partes de nosotros y tiene cada una sus movimientos
propios. Así, de acuerdo con esto, debemos decir ahora lo más
brevemente posible, que si una de ellas permanece inactiva y
quieta en sus movimientos propios, necesariamente se vuelve
más débil; por el contrario, si se mantiene en ejercicio, se torna
más fuerte. Es preciso, entonces, vigilarlas, de modo que cuen-
ten con movimientos recíprocamente proporcionados. En lo
que concierne a la principal especie del alma que poseemos,
es preciso considerar lo siguiente: el dios la ha otorgado a cada
uno como un daimon. Esto, precisamente, es lo que decimos
que habita en la parte más alta de nuestro cuerpo y que nos
eleva desde la tierra hacia aquello que en el cielo es más afín a
nosotros, como si fuéramos una planta cuyas raíces no nacen en
la tierra sino en el cielo […] lo divino sostiene nuestra cabeza
y raíz de donde ha surgido la primera generación del alma, y
mantiene erecto todo el cuerpo.29

Esto significa que el alma debe ejercitarse, pero cada parte en


la actividad que le es propia y de manera proporcionada. Esta
perspectiva de presentación del alma tiene como antecedente el
texto del libro IV de la República. El término daimon significa para
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Platón algo intermedio entre lo divino y lo mortal30, que induce


al ser humano a remontarse hacia lo divino. Así como la vida
ordenada del individuo procede de la actividad correctamente
dispuesta de las tres funciones mencionadas, del mismo modo
la polis es armónica y proporcionada cuando se interrelacionan
correctamente los tres tipos de ciudadanos. La ética de cada in-
dividuo y la ética de la polis establecen aquí su fundamento: la
búsqueda de armonía con el universo. El buen obrar, en el do-
ble sentido individual y social, significa esencialmente alcanzar
el equilibrio y sostenerlo, pues, en el orden propio del cosmos,
siempre hay movimiento o, en otras palabras, tratar de permane-
cer lo más próximo (en el sentido de «hacerse semejante a») a lo
divino mediante la relación contemplante–contemplado. Así en-
tendemos la imagen de la persona que arraiga en el cielo (o parte
superior del cosmos) y que de allí se alimenta, es decir, sostiene
su equilibrio por medio de un modo de nutrición no–sensible.
Simplemente (aunque no tanto) el alma es la parte divina
del hombre. Tal vez hoy no nos damos por completo cuenta de
esta novedad; sin embargo esta tesis quebraba con claridad con
la tradición de la filosofía de los presocráticos, para quienes el
alma significaba sobre todo «unidad»31 de la personalidad sin ne-
cesariamente suponer el sentido de inmortalidad que es natural
para nosotros, una vez que se acepta su existencia. Para Platón,
por el contrario, el alma es aquello completamente diverso del
cuerpo. Si bien desarrolla en él su peregrinaje por el cosmos, lo
hace esperando separarse y retornar junto a lo que ha conocido
antes de su caída en el orden de lo sensible: regresar es el único
fin al que tiende.
Platón, en este sentido, recupera la vieja tradición religio-
sa órfica a partir de la mirada de las doctrinas pitagóricas; este
conjunto órfico–pitagórico afirma simplemente que el alma es
extranjera en el mundo de las cosas que cambian o, como dirá su
alumno Aristóteles, que se mueven (que nacen y mueren). ¿Pero
se trata solo de una repetición? Ciertamente no. La novedad que
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ha concebido Platón consiste en haber desplegado argumen-


taciones filosóficas radicalmente nuevas a partir de las antiguas
creencias religiosas: no negándolas sino sustentándolas con argu-
mentos discursivos. El conjunto de esta teoría se conoce, en lo
esencial, como psicología platónica.32
En esta perspectiva, se debe tomar en consideración la
presencia del maestro Sócrates en su discípulo; en efecto, las con-
sideraciones que hace Platón sobre la herencia socrática ponen
en evidencia lo más importante, es decir, ponderar todo más allá
de la experiencia sensible. Se puede considerar esta afirmación
en un pasaje del Banquete (210 b–211 d), donde distingue entre lo
que es y lo que es aparentemente, entre las ideas y las cosas que par-
ticipan de las ideas. En el pasaje se reflexiona sobre lo Bello, pero
el modo de argumentar puede ser referido a cualquier otra idea:

es una necesidad no considerar una y la misma belleza que


hay en todos los cuerpos. Una vez que haya comprendido esto
debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese
fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y considerándolo
insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la
belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien
es virtuoso de alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale su-
ficiente para amarle, cuidarle, engendrar y buscar razonamientos
tales que haga mejores a los jóvenes, para que sea obligado, una
vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de
conducta y en las leyes y a reconocer que todo lo bello está
emparentado consigo mismo, y considere que esta forma de
belleza del cuerpo como algo insignificante

En este sentido, Platón representa, en las huellas de Sócrates,


una interpretación de Parménides, en la cual lo que es del filó-
sofo de Elea es interpretado como ¿qué es?, es decir, el objeto
invariable y eterno de nuestra posibilidad de definición: la idea
siempre igual a sí misma. «Las cosas que son» de Parménides (el
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cosmos) se transforma en Platón en todo lo que siempre está


cambiando (tanto los caballos como las cosas bellas). Se trata,
en suma, de diversos niveles de la misma realidad: uno estable,
y entonces perceptible por el pensamiento, y otro siempre en
movimiento, que solamente se puede percibir por los sentidos.
Leemos en el Fedón:

La realidad misma, de cuyo ser damos razón tanto al interrogar


como al responder, ¿se comporta siempre idénticamente y del
mismo modo o de manera cambiante? Lo igual en sí, lo bello
en sí, lo que cada cosa es, lo real ¿aceptan alguna vez un cambio
cualquiera? ¿O siempre cada una de estas realidades, al ser en
sí única en su aspecto, se comporta del mismo modo e idénti-
camente, y jamás admite por ningún motivo alteración alguna?
Es forzoso, Sócrates, dijo Cebes, que se comporte del mismo
modo e idénticamente. ¿Y qué pasa con la multitud de cosas
bellas, tales como hombres, caballos, vestidos u otras cosas bellas
cualesquiera, o con las cosas iguales o con todas las cosas que
tienen el mismo nombre que aquellas? ¿Se comportan acaso
idénticamente o muy al contrario de aquellas, prácticamente
nunca se comportan idénticamente en sí mismas ni en sus rela-
ciones recíprocas? 33

Se comprende con claridad que Platón teoriza un dualismo en-


tre un nivel de la realidad invariable o inteligible y otro, el de las
cosas sensibles, en agitación permanente. Si bien la distinción es
neta, nuestro decir busca manifestar que no se debe pensar en
una separación de tipo física, en el sentido de «material» entre
dos mundos: uno abajo («este mundo de aquí», donde están las
cosas) y otro en lo alto (hiperuranio o de las ideas).
La separación entre razón y percepción significa, en su senti-
do más profundo, una respuesta a esta pregunta (ya hecha por los
presocráticos): ¿Cómo es posible conocer la realidad? Y en caso
de ser posible, ¿cómo expresar este conocimiento en palabras?
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La condición de posibilidad de este conocimiento reside en la


inteligencia de lo mudable. En este orden, la pregunta esencial
para nuestro cometido se encuentra en el Fedón:

La cuestión es, entonces, para nosotros ésta, Simmias: si existen


aquellas cosas sobre las cuales hablamos siempre; esto es, algo
Bueno, algo Bello y toda realidad de esa índole, y si a estas
cosas referimos todo lo que percibimos, descubriendo que ellas
existían anteriormente y que su conocimiento nos pertenecía,
y si es con ellas que comparamos lo que percibimos, es forzo-
so entonces que, así como ellas existen, exista también nuestra
alma antes de que nosotros nazcamos. Si, en cambio, estas cosas
no existen, todo lo dicho ha sido en vano.34

Por ello, la inmortalidad se entiende como asimilación del alma


al nivel inteligible del cosmos. Nuevamente el Fedón:

el alma es lo más semejante que hay a lo divino, inmortal, inteli-


gible, único en su aspecto, indisoluble y que se comporta siempre
del mismo modo e idénticamente a sí mismo; en tanto el cuerpo
a lo humano, mortal, no inteligible, de múltiples aspectos, disolu-
ble y que jamás se comporta idénticamente a sí mismo.35

Hemos seguido, entonces, tres razonamientos encadenados:


primero, el alma, en cuanto elemento simple, es inmortal y el
cuerpo, en cuanto compuesto, mortal;36 segundo, argumento de
los contrarios: si cada cosa proviene de su contrario (la vida de
la muerte y viceversa), al morir le debe corresponder el volver
a nacer (el recurso del mito busca sostener esencialmente este
punto); y tercero, la noción de que conocer es recordar implica
que el alma posee con anterioridad las ideas a la unión acciden-
tal con el cuerpo, con lo cual se complementa y profundiza la
metodología de la anamnesis, tal como se presenta en el Menón,
con la inclusión de elementos de la tradición órfica.
| 58 |

Recordemos que, de manera concordante, Platón presenta


en el Fedro el mito del carro alado, en el que el alma se encuen-
tra representada por un carro tirado por una pareja de caballos,
uno blanco (representa el nivel irascible del alma) y otro negro
(el nivel de los apetitos), y conducido por un auriga (el alma
propiamente racional). Este carro recorre el mundo superior y lo
contempla en su belleza y pureza, pero un movimiento violento
del caballo negro, propio de su naturaleza, tiene como conse-
cuencia la caída del alma en el cuerpo. En la República (611 a)
vuelve a confirmar la tesis de la inmortalidad del alma: «advierte
que existen siempre las mismas almas, puesto que, al no perecer
ninguna, no pueden llegar a ser menos ni tampoco más».
A fin de modular más finamente lo anterior, debemos recor-
dar el llamado mito de Er (Rep. 614 b–618 e): en él se saca a la luz
lo que en las anteriores imágenes había quedado entre sombras: la
responsabilidad personal en la elección del modo de vida. Como
se observa, Platón aplica con justeza y precisión el discurso de la
razón hasta la frontera misma de su aplicabilidad, luego expre-
sa este ir más allá de lo experimental–sensible mediante figuras
míticas que provienen de la tradición religiosa órfica. Si este es
el horizonte de inteligibilidad del ser humano, que sobrelleva su
composición de cuerpo y alma, la ética platónica será comple-
tamente fiel a aquella distinción; en efecto, resulta consecuente
que en ella se considere esencialmente el alma, cuya inmortalidad
se ha sostenido, y se deje en un plano subordinado al cuerpo, el
elemento mortal de esta unión accidental; si bien la purificación
del alma se inicia mientras está en contacto con el cuerpo, esta se
cumple completamente luego de morir: «Pero para saber cómo
es en verdad, debemos contemplarla no como la vemos ahora,
estropeada por la asociación con el cuerpo y por otros males…»37
Hagamos una primera aproximación para comprender las
partes o niveles del alma: si, entonces, tres son los niveles de su
composición, tres deben ser los placeres propios de cada una y
también los apetitos:
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Con una parte decimos que el hombre aprende, con otra se


apasiona; en cuanto a la tercera, a causa de su multiplicidad de
aspectos, no hemos hallado un nombre peculiar que aplicarle,
sino que la hemos designado por la que predomina en ella con
mayor fuerza: la hemos denominado, en efecto, la parte «ape-
titiva, en razón de la intensidad de los deseos concernientes a
la comida, la bebida, al sexo y cuantos otros la acompañan; y
también «amante de las riquezas», porque es principalmente
por medio de las riquezas como satisface los apetitos de esa
índole […].Y si decimos, además, que el placer y el amor son
placer y amor del lucro, estaríamos apoyándonos íntegramente
en un punto importante de nuestro argumento, de modo que
la cosa sería clara para nosotros cuando habláramos de esta
parte del alma; y así, al llamarla «amante de las riquezas y del
lucro» estaríamos llamándola justificadamente […] En cuanto
a la parte impetuosa, ¿no decimos que está siempre íntegra-
mente lanzada hacia el predominio, la victoria y el renombre?
Efectivamente. Si, por consiguiente, la denomináramos «am-
biciosa y amante de los honores» ¿no sería armoniosamente?
[…] Finalmente, en lo que toca a aquello por lo cual aprende-
mos, es evidente a cualquiera que siempre tiende totalmente
a conocer cómo es la verdad y que ni en lo más mínimo se
preocupa por las riquezas y la reputación […] Si la llamáramos
«amante del aprender y filósofa» ¿la llamaremos debidamente?
¿Cómo podría ser de otra manera?38

Según la cita anterior es posible establecer tres modelos prin-


cipales de ser humano, según prepondere una de las partes
señaladas: el filósofo, el ambicioso y el amante del lucro. Esto, a
su vez, sustenta géneros de vida diversos, pues cada uno de ellos
elogiará el propio: el que está dedicado a los negocios dirá que
el placer de recibir honores y el de aprender no valen nada, si no
producen ganancias; para el ambicioso solo existen los honores;
para el filósofo todo se mide por lo que se aprende.39
| 60 |

Es evidente la superioridad del modo de vida del filósofo: si


bien se puede avanzar en la clasificación de los placeres, según
sean puros o combinados con el dolor, la excelencia siempre
estará de lado del placer del que conoce, reservado a los filósofos.
En el Filebo se profundiza lo que aquí es un esbozo: partiendo
de que el bien debe ser algo perfecto y autosuficiente, se llegará
a la conclusión de que no puede ser perfecta la vida ordenada
únicamente al placer o al saber. El género de vida más completo
será el que comprenda y abarque uno y otro, luego el género
de vida únicamente dedicado al conocimiento y por último al
placer. Decimos que se trata de una reflexión complementaria,
porque permanece siempre el reclamo platónico de elevación
del plano sensible al de la razón, que siempre constituirá el más
noble del ser humano. El motor de esta ascensión permanente es
el Amor, tal como Sócrates lo presenta en el Banquete.
En esta obra se recogen las diversas teorías del Eros y luego,
en un discurso literario de los más sublimes de la historia de la
cultura griega, lo que conocemos como «teoría platónica del
amor». En su sentido más amplio Eros es «carencia» porque el
amor es siempre deseo de lo que no se posee; en consecuencia
no es ni bueno ni bello, porque, precisamente, está constituido
por el deseo de ellos. Este estado delimitado por la carencia y el
deseo constituye también su condición de daimon, intermedio
entre los dioses y los seres humanos. Se lo presenta como hijo
de Poros (el ingenio) y de Penía (la pobreza): carencia, deseo y
los medios para satisfacerlos.
Eros es el perfecto filósofo, pues está en un lugar intermedio
entre los dioses, que no filosofan porque son sabios, y los igno-
rantes, que no son conscientes de esta carencia y, por lo tanto,
no aspiran a colmarla. Por ello, la sabiduría es la búsqueda de las
cosas más bellas y el amor es el intento de posesión de las cosas
más bellas; así el amor es filósofo por encontrarse en la posición
intermedia que señalamos: entre la sabiduría y la ignorancia.40
Eros, entonces, es el perpetuo movimiento hacia el encuentro
| 61 |

con el Bien y con la Belleza o, en otras palabras, el ascenso desde


las cosas hacia las Formas eternas y estables, cuya contemplación
es la razón genuina de la felicidad.
Debido a que este ascenso hacia la perfección por parte del
alma está limitado por su comercio con el cuerpo, la muerte
cierra la primera etapa de la ascesis y abre la posibilidad de la li-
beración completa «sin el cuerpo» como leemos en el Fedón. En
este contexto debe entenderse «la vida como preparación para la
muerte» o, como también leemos en el Fedón (64 a), el «deseo de
morir y de estar muertos»; Eros es el deseo que abre las puertas
a aquella perfección última. La conquista del conocimiento y
de la sabiduría es obra del alma: la realidad de las cosas se con-
templa con sus ojos, luego de la separación alma–cuerpo.41 Tales
reclamos ascéticos (y sus consecuencias éticas) constituyeron una
respuesta a la crisis que en la cultura griega habían abierto los
sofistas: no solamente volver a descubrir la profundidad de pre-
guntas acerca del significado del ser humano, de la vida y del
destino, sino elaborar respuestas a las que no resulten ajenas las
tradiciones religiosas de los misterios.

El filósofo y el conocimiento
Hemos realizado la primera aproximación al filósofo al presen-
tarlo como aquel que ejercita una preocupación permanente
por su alma. Nos encaminamos ahora a caracterizarlo por su
deseo de investigación y de descubrimiento, según el nexo es-
tablecido por Platón entre «inicio del filosofar» y la percepción
del cosmos como maravilla, pues el maravillarse es el principio
de la filosofía.42 Si el maravillarse pone en marcha el recorrido
por el camino del conocimiento de la verdad, los avances no se
miden solo por las opiniones sino fundamentalmente por lo que
podemos acreditar como saber.

de aquellos que contemplan las múltiples cosas bellas, pero


no ven lo Bello en sí ni son capaces de seguir a otro que los
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conduzca hacia él, o ven múltiples cosas justas pero no lo Justo


en sí, y así con todo, diremos que opina acerca de todo pero no
conoce nada de aquello sobre lo que opina.
—Necesariamente.
—¿Qué diremos, en cambio, de los que contemplan las cosas
en sí y que se comportan siempre del mismo modo, sino que
conocen y que no opinan?
—También es necesario esto.
—¿Y no añadiremos que estos dan la bienvenida y aman aque-
llas cosas de las que hay conocimiento y aquellos las cosas de
las que hay opinión? ¿O no nos acordamos de que decíamos
que tales hombres aman y contemplan bellos sonidos, colores,
etc., pero no toleran que se considere como existente lo bello
en sí? […]
—Entonces han de llamarse amantes del saber a los que dan la
bienvenida a cada una de las cosas que son en sí, y no amantes
de la opinión.43

Por ello, la distinción entre los filósofos y el resto, los que se


encuentran sin saberlo inmersos en el cosmos sometido a la
inestabilidad, es tajante: «puesto que filósofos son los que pueden
alcanzar lo que se comporta siempre e idénticamente del mismo
modo, mientras que no son filósofos los incapaces de eso, que, en
cambio, deambulan en la multiplicidad abigarrada».44
También en la República, Platón propone un modo de com-
prender esta concepción dualista de la realidad y los modos
cognoscitivos propios de cada una. Sócrates pide a Glaucón, lue-
go de distinguir el ámbito de los inteligibles y de los visibles
(Rep. 509 d), que trace una línea que divida ambas secciones y
nuevamente cada sección, siguiendo la misma proporción: de un
lado, lo que se ve y, del otro, lo que se comprende (Rep. 509 d).
En la primera división quedan, por un lado, las imágenes, es decir,
las sombras, los reflejos en el agua y todo lo que es de esta ín-
dole (denso, liso y brillante) y, por otro, los animales y el mundo
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vegetal («todo lo que crece» Rep.510 a) y los artefactos hechos por


el ingenio humano, en otras palabras, el conjunto de las cosas per-
cibidas sensiblemente o, como escribe Platón en el mismo pasaje:
«¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en
cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a
lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado?».
Los procesos que más se aproximan al conocimiento, en la
zona delimitada dentro de lo sensible, son la imaginación y la
creencia, que configuran el modo propio de la opinión, en una
relación de no–verdad a verdad.
En el segundo segmento, es decir, el mundo inteligible, ha-
llamos la geometría y las ciencias, por un lado, y la filosofía o
verdadera ciencia, por otro. Los procesos cognitivos de este seg-
mento están dados por el pensamiento discursivo o dianoético y
la intelección; ambos procesos posibilitan el conocimiento de la
verdad, delimitando el abismo que los separa de la opinión.
De esta representación de la realidad y de los diversos proce-
sos de conocimiento, el elemento más significativo para nuestro
estudio está constituido por la justificación metodológica que
Platón realiza de la filosofía y de las restantes ciencias. El pensa-
miento discursivo ocupa un lugar intermedio entre la opinión
y el intelecto, pues no puede ir más allá de la hipótesis, por lo
que no puede llegar a formular el principio o conocer la verdad,
aunque no da por verdaderas las cosas conocidas sensiblemente.
Por el contrario, el método de la filosofía se articula sobre la dia-
léctica y toma las hipótesis de la ciencia como puntos de apoyo
para alcanzar los principios, luego de haberse atenido puntillosa-
mente a las consecuencias que de esta derivan, es decir, partir de
las ideas para llegar a las ideas (Rep. 511 b–c).
A manera de colofón de esta explicación de la línea divi-
soria de ambos niveles de la realidad y de sus consecuencias
respecto del modo y del resultado del conocimiento, y de la
educación,45 Platón pone en boca de Sócrates el relato que
se conoce como La alegoría de la caverna. Sócrates le pide a su
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interlocutor que imagine hombres que habitan en una caverna,


cuya entrada está abierta y por la que entra luz, y que desde
niños están con el cuello y las piernas encadenados y que solo
pueden mirar hacia delante (la disposición de las cadenas les
impide girar la cabeza).
Más arriba y más lejos hay un fuego, cuya luz brilla detrás
de los encadenados; entre el fuego y los prisioneros han colo-
cado un biombo (como el que usan los titiriteros). Por el otro
lado pasan hombres que llevan sobre sus espaldas utensilios
y figuras pequeñas de hombres y animales, cuya sombra se
proyecta sobre la pared del fondo; los prisioneros creerán que
las sombras son la realidad. De este modo se representa lo que
en el símil de la línea era la instancia de la imaginación: «¿Los
prisioneros tendrían por real otra cosa que las sombras de los
objetos artificiales transportados?»46
El relato de Sócrates ofrece una nueva variante: la libera-
ción de las cadenas y la curación de la ignorancia (515 c). En
efecto, pide que se considere qué sucedería si uno de ellos fue-
se liberado dentro de la caverna: al mirar hacia la luz quedaría
encandilado y no sería capaz de percibir las cosas cuyas sombras
había visto primero (515 b). Si bien está más próximo a lo real,
considerará, por el contrario, que las cosas que veía primero eran
más verdaderas que estas. Podemos equiparar este momento a la
creencia, según lo visto en el símil de la línea.
Sócrates dispone una tercera instancia: el prisionero es saca-
do por la fuerza de la caverna y expuesto a la luz del sol y a la
noche. El prisionero sufriría porque tendría los ojos irritados y
no podría ver nada de lo que llamamos realidad (516 a). Al prin-
cipio, dada la necesidad de acostumbrarse, observaría con mayor
facilidad las sombras, luego las figuras de los hombres y de otros
objetos reflejados en el agua; luego los hombres y los objetos
mismos y después la luz de los astros en la noche; finalmente
contemplaría el sol como este es en sí. Esta nueva realidad es
propiamente el objeto de la ciencia y del discurso.
| 65 |

Una cuarta instancia en el dispositivo de la alegoría socrá-


tica: el hombre que ha alcanzado el conocimiento regresa a la
caverna. Con los ojos acostumbrados ahora al sol no vería nada
en las tinieblas, pero sus ojos volverían a acomodarse a la nueva
situación. Al hablar con sus antiguos compañeros de prisión, con
seguridad nadie le creería y haría el ridículo ante todos (517 a):
todos preferirían seguir viviendo encadenados que intentar salir
de la caverna: «Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz,
¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?»47
La cautela del lenguaje de Platón, sin duda, representa la di-
ficultad de la cuestión; en efecto, si el entendimiento no puede
llegar a la cosa en cuanto singular por medio del concepto uni-
versal, lo intenta ahora por medio de las imágenes–reflejo de la
alegoría de la caverna; se trata del intento del concepto por llegar
a la condición del singular, pero sin poder acceder —tomando
imágenes y concepto— más que a lo que de universal tiene la
cosa.48 Los grandes temas de la filosofía platónica se presentan
aquí con la fuerza de la imagen: el mundo de los sentidos como
una verdadera prisión, el lento ascenso del alma hacia la realidad,
la caída en el cuerpo (el reingreso a la caverna), la anámnesis, los
cuatro grados del conocimiento y el rechazo de la multitud al
conocimiento verdadero.

La educación del alma


Desde una perspectiva ascensional, el primer peldaño de la edu-
cación descansa en la noción de «nutrición». Así lo podemos
seguir en una de la argumentaciones que Platón realiza en el
Fedro; en efecto, justificada la inmortalidad por el movimiento,
ya que dejar de moverse es dejar de vivir (345 c), el principio
de la vida y del movimiento es desde donde se origina todo lo
que llega a ser: es ingénito, es decir, no tiene origen por lo cual
resulta, también, imperecedero.
Esto también significa que, si no es posible que el movimien-
to se origine a partir de un determinado e hipotético instante, no
| 66 |

puede, por el mismo motivo, perecer. Reconocida la inmortali-


dad de lo que se mueve a sí mismo, se debe consecuentemente
admitir que esto es lo que constituye el ser del alma y donde
echa raíces su propio concepto (Fed. 345 d). En efecto, llamamos
inanimado al cuerpo cuyo movimiento procede desde afuera y
animado, cuando procede desde sí mismo y para sí mismo.
Por ello, el alma resulta increada e inmortal, si se acepta el
paso anterior de la argumentación, es decir, que se mueve a sí
misma. Queda pendiente, como señala Platón (Fed. 346 a), cómo
es el alma, porque no es posible una argumentación que la vuel-
va inteligible, en el mismo plano de su naturaleza discursiva. Sin
embargo, resulta posible desplegar una comparación: «decir a qué
se parece es ya un asunto humano y, por supuesto, más breve».49
Se trata de la yunta alada y de su auriga;50 en cuanto se refiere
a los dioses, estos son óptimos; cuando se trata de los seres hu-
manos, la calidad de la yunta viene mezclada, al igual que resulta
dispar la calidad del auriga; en efecto, debe guiar un caballo bue-
no y hermoso —que en la tradición griega denotan la índole de
excelencia— y otro que resulta la negación de esas cualidades.
En la concepción platónica, esta mezcla pone de manifiesto el
principio para distinguir mortalidad e inmortalidad.
Si el alma es perfecta, es decir, simple o sin mezcla, se eleva
a las alturas y tiene a su cargo la conducción del cosmos; algu-
nas de estas pierden sus alas (Platón se mantiene evidentemente
en un contexto órfico, lo que le permite abstenerse de ofrecer
razones discursivas) y quedan, entonces, sin rumbo; permane-
cen a la deriva hasta que pueden asirse a un cuerpo sólido y
logran ambos «hacerse uno»; esta unión accidental o «cristaliza-
ción» con palabras de Platón (Fed. 246 d), constituye un ser vivo
pero mortal, es decir, limitado en todos los sentidos. Acerca de
la limitación de la mortalidad es posible explayarse ampliamente
mediante un discurso que la explique en su naturaleza y en sus
alcances, pues existe la dolorosa experiencia de aquella limita-
ción. Por el contrario, de la inmortalidad no hay posibilidades
| 67 |

propiamente discursivas: «pues no habiéndolo visto ni intuido


satisfactoriamente nos figuramos a la divinidad como un vivien-
te inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de
forma natural, por toda la eternidad».51
Esta preocupación por las posibilidades y los límites del len-
guaje, que en un sentido profundo constituye la trama íntima del
Fedro, tiene una consecuencia directa para el rumbo de nuestra
investigación; en efecto, Platón es perfectamente consciente (por
lo común, más que sus comentadores, defensores o críticos)52
de que la tematización del término athánaton no resulta posi-
ble únicamente por el camino del logos; en lo inmediato, esto
significa que el lenguaje carece de la capacidad de denominar
(aquí casi como sinónimo de «crear») una imagen que, en cuanto
referencia a la misma humanidad, trasciende la experiencia. Por
ello, el vocabulario e incluso la determinación lingüística pone
el acento en la limitación, pues niega (recordemos el alfa nega-
tiva de a–thánaton) como recurso aquel límite que comprueba la
experiencia humana.
A la percepción fundamental de Platón de que el alma hu-
mana es un ser viviente, cuya existencia no puede ser puesta
en acto ni tampoco sacada de este ámbito, debemos sumar la
también platónica concepción que el alma puede ser tanto ali-
mentada correctamente como abandonada al raquitismo.
Como ser plenamente viviente está condicionada por su ali-
mentación. La relación que se establece entre el suelo y una
planta o los pastizales y los animales, puede extenderse al alma
en su relación con la ciudad. Esta conforma propiamente la
nutrición del alma. A tal punto la condiciona que las muchas
cualidades de que pueda gozar un alma quedan limitadas, si el
suelo de la ciudad es pobre o, peor aún, corrompido. Si la ciudad
está corrompida, el alma crece de un modo contrario a su natu-
raleza, pues se reduce dramáticamente a lo que la rodea.
Esta capacidad de absorber que Platón sostiene en el alma ex-
plica la importancia que le asigna a la educación y a la comunidad
| 68 |

en la que se desarrolla. Platón parece más propenso a considerar


que el mal moral tiene su origen en una educación defectuosa
que a proponer la existencia de un vicio propio e innato del alma.
Del conjunto de la obra de Platón surge la convicción que nin-
guna forma de educación puede contrarrestar la influencia nociva
de una sociedad; por ello, los distintos personajes que expresan los
ideales de la sofística desnaturalizan a la juventud principalmente
en razón de presentar, con una sistemática que varía con cada uno
de sus representantes, el parecer corrompido de una comunidad;
es en este sentido que el educador, cuando actúa de manera aisla-
da, nada puede hacer para revertir esta presencia.
Resulta completamente evidente que la ciudad corrupta
está recorrida por fuerzas temiblemente poderosas, y no menos
evidente resulta que las almas deben ser resguardadas de ellas;
el único modo que Platón considera que estas fuerzas pueden
ser contrarrestadas es mediante la educación, que en el filósofo
ateniense significa la creación de un camino arduo y difícil que
ordene y posibilite la tendencia natural al bien. Con palabras de
Sócrates en el Fedro (230 d): «Me gusta aprender.Y el caso es que
los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en
cambio, los hombres de la ciudad».
La capacidad de nutrirse del alma, aún en condiciones com-
pletamente adversas, expresa, por un lado, su intrínseca vitalidad
y, por otro, que un alma que no se alimenta y crece en una
comunidad sana tiene que adaptarse a extraer nutrientes de ele-
mentos que no son sanos.
«Con respecto a la idea de justicia… el hombre justo en nada
diferirá de la ciudad justa, sino que le será semejante».53 Desde
esta perspectiva de análisis resulta claro que cualquiera que sea el
sistema educativo del que finalmente se trate, es decir aquel que
quede especificado por sus métodos y finalidades, permanecerá
enteramente determinado por la concepción que se posea del
alma humana y por las circunstancias propias de la comunidad
en que desarrolla la tarea educativa, a las que en definitiva se
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debe adaptar. El libro IV (435 a–c) de República nos presenta un


texto que fundamenta cuanto hemos afirmado hasta aquí:

Pues bien, continué, cuando de dos cosas, la una mayor, la otra


menor, se dice que son lo mismo, ¿habrá desemejanza o seme-
janza en aquello por lo que se predica la identidad? / Semejanza,
dijo. / Con respecto a la idea de justicia, por consiguiente, el
hombre justo en nada diferirá de la ciudad justa, sino que le será
semejante. / Semejante, dijo. / Ahora bien, la ciudad nos pare-
ció ser justa cuando los tres linajes de naturalezas que hay en
ella hacían cada uno lo suyo; y nos pareció temperada, valerosa
y prudente por ciertas disposiciones y hábitos e estos mismos
linajes. / Es verdad, dijo. / Con los cual, ¡oh varón admirable!,
proseguí, hemos caído en el menudo problema de si el alma
tiene en sí o no esas tres formas.

Desde esta perspectiva se presenta con claridad no solo el método


platónico para sostener la indagación (la relación ciudad–alma)
sino fundamentalmente que la imposibilidad de diferenciar lo que
constituye la ciudad justa del hombre justo significa que la prime-
ra determina al segundo en cuanto tal. El hecho que se plantee la
exigencia de establecer si el alma posee estas tres formas no limita
el orden de la argumentación, sino los dispositivos retóricos que
se ordenan a ella. En efecto, que la República haya sido considerada
a partir de Aristóteles como un texto en el que Platón expresa su
ideario político54 no descalifica la interpretación que echa raíces
en Proclo, según la cual esta obra tiene dos preocupaciones cen-
trales (íntimamente relacionadas): la relación virtud–felicidad y la
imprescindible teoría sobre el alma, que da cuenta de esa relación.
En este orden de argumentos, Platón considera el alma
como una totalidad compuesta por tres partes; el nivel inferior
está constituido por el «apetito» o epithumía; la parte apetitiva es
la que tiende a la satisfacción de los deseos del cuerpo y de afán
de riqueza:
| 70 |

¿No dirás, por ejemplo, que el alma del que apetece tiende
siempre a lo que apetece, o atrae a sí lo que quería para sí, o
bien que, por lo mismo que quiere que se le procure algo, le
hace signos de aquiescencia, como si alguien le preguntara, de-
seosa como está de que su deseo se realice?55

En otro pasaje de la misma obra, Platón distingue entre los ape-


titos que no podemos eliminar y aquellos cuya satisfacción nos
perfecciona; en referencia a los efectos recíprocos de la justicia
y de la injusticia señala que en nada difieren de lo sano y de lo
insano, sea en el cuerpo o en el alma: «Las cosas sanas producen
la salud y las malsanas, la enfermedad».56
En el mismo pasaje, que en relación a nuestro tema tiene
como antecedente 439 d, Platón presenta los apetitos superfluos,
o «no necesarios» en el vocabulario del filósofo ateniense, y dis-
tingue los que son improductivos o nocivos para el cuerpo o para
el alma, pues afectan la naturaleza misma volviéndola indomable
(Rep. 444 d), si la razón no se ocupa de llevar orden inmediata-
mente. Este desorden puede estar presente en cualquier persona,
aun en aquella con las mejores disposiciones, cuando la razón no
actúa con la suficiente energía; esto significa que el desastre de la
propia existencia es solo cuestión de tiempo.
La concepción platónica del alma establece que, por un
lado, la epithumía representa una gran medida de la psiché, y
que, por otro lado, la mayoría de los seres humanos solo prestan
atención a los apetitos. En cierto modo se establece una corre-
lación entre la proporción de los apetitos en el conjunto del
alma y el número de personas que únicamente viven atentas
a la esfera más elemental del alma respecto de aquellas que se
ocupan del conjunto.
Debemos señalar de inmediato que los apetitos ocupan un
lugar completamente secundario en la teoría platónica, pues no
son objeto propiamente de educación sino de disciplina:
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Después de los dioses, el alma es la más divina de todas sus57


posesiones porque es lo que a uno le es más propio. Todo lo
que se posee es, para todos, de dos tipos. Las cosas superiores
y mejores son las que gobiernan, mientras que las inferiores y
peores son las esclavas.58

La noción básica de «ser esclavo» que presenta el texto antes


citado expresa la voluntad de reducir los apetitos para que no in-
terfieran en las actividades más elevadas del alma; esta posibilidad
de reducir las diversas expresiones de epithumía requiere necesa-
riamente que salga a la luz, pero nunca librada a sí mismas. En
este sentido, la gimnasia ocupa un lugar relevante en la educación
platónica, debido a que la vida sana ordena los apetitos. Platón se-
ñala un segundo nivel en su concepción del alma, pues establece
una zona de la combatividad y de la agresividad; si estas quedaran
libradas a sí mismas se degradarían en brutalidad; por el contrario,
convenientemente conducidas, llegarían a madurar en audacia y
valentía. Complementariamente, Platón se refiere tanto al senti-
do de la ira cuanto al de la combatividad; ellos se hacen presentes
en lo que podemos llamar la «justa indignación», tal como se
presenta en el siguiente texto en relación con la injusticia:

¿No hierve en él la cólera y se enoja y combate por lo que se le


muestra como justo, y pasa hambre y frío y los demás padeci-
mientos de esta especie, con constancia hasta triunfar, y no ceja
en su noble empeño hasta llevarlo a cabo o sucumbir, o bien
dejarse amansar por la razón y retroceder, como el perro al que
lo llama el pastor?59

El término que hemos traducido por «cólera» parece expresar


aquella experiencia de la injusticia, ante la cual el ser humano
se rebela con absoluta conciencia de padecer un agravio; por el
contrario, cuando se padecen las mismas penalidades ante un
castigo justo, la condición del thymós, si la índole de quien pasa
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por esta situación es noble, permanece aquietada. También se


pondrán así de manifiesto los sentimientos de la persona que se
irrita porque ha permitido que sus apetitos se interpusieran a
los dictámenes de la razón; el participio presente medio–pasivo
thymoúmenos expresa la idea de estar «irritado contra sí mismo»,
y entraña aquella capacidad, entonces, que tiene el hombre de
entrar en cólera contra sí mismo, cuando comprende que ha
permitido que sus apetitos se interpongan en sus decisiones de
la mejor parte de su alma, es decir, su razón. En la concepción
platónica, esta capacidad de irritarse viene considerada como el
aliado natural de la razón en su lucha con los apetitos.
Un tercer elemento de la concepción platónica de la psiché, que
se denomina también con este nombre, entraña la raíz del instinto
competitivo, lo que implica, a su vez, una modificación del espíritu
combativo, dado que en la base de ambos se encuentra el deseo de
ser mejor que el otro. También en este caso, la psiché puede tener
una lado positivo, si se inspira en alcanzar lo óptimo, o negativo,
si solo la mueve el espíritu de contienda. Esta distinción que ha-
cemos de la perspectiva platónica es una presentación pedagógica,
pues en su interpretación se encuentran profundamente vincu-
ladas entre sí. En efecto, en cada uno de ellos, es posible verificar
una cierta conciencia de sí mismos y, al mismo tiempo, una cierta
afirmación de la psiché. Se expresa, de manera concomitante, el
deseo de no ser dominado, lo que, en definitiva, sostiene, mediante
el orgullo mesurado, a la persona que tiene la certeza de sufrir una
injusticia; al mismo tiempo llama a ser mesurados con los demás:
defender la propia dignidad implica reconocerla en los demás.
En República (375 a ss), mientras se establece la naturaleza re-
querida para los guardianes de la ciudad, se busca establecer si
hay alguna diferencia significativa, en lo que se refiere a la fun-
ción de los guardianes, entre la índole de un perro de buena raza
y la de un joven bien nacido. Superada la primera perplejidad
de la cuestión, se llega a la conclusión que ambos deben tener
agudeza para percibir al enemigo lo antes posible, velocidad para
| 73 |

perseguirlo y fuerzas y coraje para librar la batalla, si fuera nece-


sario. Ahora bien, si seguimos la estructura del símil, el guardián,
en cuanto al cuerpo, debe ser sano, robusto y estar sometido a las
exigencias de la disciplina y, en cuanto al alma, debe ser capaz de
cólera. Inmediatamente se presenta la cuestión de cómo ordenar
esta naturaleza colérica entre sí y con los ciudadanos, es decir,
de qué manera moderar o excitar la condición de guardianes,
en tanto que opuestas, si se trata de ciudadanos de la propia ciu-
dad o de enemigos. En este punto, la perplejidad se apodera del
diálogo (375 d), pues si son necesarias cualidades opuestas parece
imposible que exista un guardia digno de este nombre.
Sin embargo, una nueva reflexión sobre los ejemplos antes
aducidos permite hallar un camino; en efecto, los perros de buena
raza son mansos con los que conocen y feroces con los descono-
cidos (375 d). Esta disposición natural del perro de buena raza la
encontramos también en los buenos guardias: el único criterio
para distinguir entre conocido y desconocido es justamente el
conocimiento; por este motivo, el guardia deberá ser amante de
aprender (376 b). La única razón por la cual un hombre puede
ser, según las circunstancias y equilibradamente, apacible o com-
bativo radica en su condición de filósofo y amante de aprender.
«Debe ser por naturaleza filósofo y amante de aprender» (376
b). Se define el rumbo de la investigación, es decir, el decurso
de complejidad que le es propia. La filosofía en cuanto arte del
conocimiento ha debido sostener, a lo largo de su historia, la
libertad de su acto esencial de conocimiento, con mayor ahínco
cuanto mayor es la conciencia del riesgo latente de caer en la
tentación de un pensamiento regido por la necesidad; por ello el
término «amante de aprender» es esencial en este pasaje, pues se
refiere, al mismo tiempo, a la índole de los guardias y a la con-
ciencia filosófica de los conocimientos. Este modo de la filosofía
encuentra su sanción en la intuición que precede a la enseñanza
y deja establecido que su valor y significación no descansan so-
lamente en la comprensión del mundo sino también en la esfera
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donde se establecen los parámetros morales de ese mismo cono-


cimiento. La intuición metafísica es tanto un modo de penetrar
en el conocimiento de la realidad cuanto actividad creadora
que impulsa hacia un pensamiento más elevado: las fronteras del
mundo se extienden con el conocimiento.
Por lo tanto, Platón introduce un nuevo elemento en la
consideración del alma, el filosófico.60 El término tiene, en este
sentido, una connotación tanto intelectual como moral, es decir,
tanto natural cuanto fruto de la educación, si bien en los libros
anteriores de República parece más bien predominar la noción de
«carácter apacible» (410 e, 411 c y 411 e). Se presenta así la dificul-
tad de fondo: «Ahora bien ¿de qué modo los alimentaremos y
educaremos?» (376 d) Y poco más adelante: «¿De hecho, qué clase
de educación le daremos?» (376 e).
«Alimentar» contiene la idea de hacer sólido por el alimento,
«nutrir» y «educar»; el segundo verbo, «educar», hace referencia
a la acción en un sentido más estricto que el primero. Queda,
entonces, confirmada la perspectiva convergente del cuerpo
que se alimenta y del alma que se educa. Resulta evidente que
esta función que equilibra el alma desempeña, al mismo tiem-
po, las funciones más altas en la polis; se trata, en efecto, de una
tendencia a la unión, a la formación de comunidades, que neu-
traliza las tendencias al antagonismo y al enfrentamiento.61 Al
estar, como dijimos, íntimamente vinculada al conocimiento
es un producto de la cultura o paideia, que en Platón signifi-
ca: primero, el conocimiento de lo que se ama y, segundo, el
vínculo con algo que se ha conocido por encima de la simple
familiaridad. Esto, a su vez, implica la sensibilidad del alma a las
posibilidades del lenguaje, de la música y de todo lo que exprese
el sentido más profundo y más genuino de la palabra «belleza».
Para que el alma y la polis alcancen este equilibrio se debe re-
currir a la educación tradicional, es decir, aquella que ya se ha
mostrado eficaz en lograr el equilibrio filosófico: «gimnasia para
el cuerpo y música para el alma» (376 e).
| 75 |

En un primer nivel de interpretación, la correlación gimna-


sia–cuerpo / música–alma expresa un determinado vínculo entre
adiestramiento del cuerpo y búsqueda de armonía del alma; en
un segundo nivel, en vínculo con el anterior, Platón expresa un
nuevo sentido de aquella tradición educativa, que descansa en el
binomio antes señalado;62 en efecto, queda claro en el pensamien-
to del filósofo ateniense que la finalidad de la gimnasia y de la
música es el alma, puesto que tanto en una como en la otra lo que
está en juego es la formación del carácter mediante la disciplina
y el ejercicio de la armonía.63 Desde esta perspectiva, Platón deja
manifiesto que la música tiende a ejercer la facultad de equilibrio
actuando directamente sobre lo que hemos llamado, siguiendo a
Stenzel,64 el elemento filosófico, puesto que su efecto inmediato
es abrir al gozo de otras formas de armonía como la literatura
y el arte en general y, de este modo, ejercer una vigilancia más
constante y más fina sobre las sensaciones que llegan al cuerpo y,
fundamentalmente, mantener el equilibrio del alma.65
Justamente en este punto se presenta todo el sentido y va-
lor de la gimnasia, pues la sola presencia en la educación de
la música y las artes podría desnaturalizar el alma; por ello, la
gimnasia resulta su complemento porque, mediante la actividad
física, reclama el nivel irascible del alma. No solo disciplina las
tendencias más elementales y violentas,66 sino que da su justo
lugar a las más refinadas. Resulta evidente de la presente ex-
posición que la música y la gimnasia se limitan y se sostienen
mutuamente entre el amaneramiento y el salvajismo. El Platón
de Las Leyes lo expresa con claridad meridiana: el hombre que
puede combinar música y gimnasia y que la aplica en la justa
medida es aquel que merece ser llamado «musical», más aún que
cualquier músico (Leyes 795 c–e). Este es el hombre que puede
educarse a sí mismo y a los demás.
Ya en el Filebo (31 d–32 a) leemos que el dolor se pone de
manifiesto cuando un ser viviente carece de armonía, es de-
cir, cuando una de las partes oprime o controla a las restantes;
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por el contrario, el placer se alcanzará cuando aquella armo-


nía se reconstituya. La educación musical debe ser anterior a
la frecuentación del gimnasio y debe comprender también la
formación por la palabra mediante discursos (Rep. 411 b). Ahora
bien, ¿qué discursos? ¿Resulta significativo que estos sean verda-
deros o falsos? La cuestión está directamente dirigida a discernir
si la educación de los niños debe contar o no con relatos míticos.
La pregunta por la verdad o falsedad se refiere al acontecimien-
to relatado como propiamente histórico, pues los términos
expresados, desde la óptica platónica, no se oponen desde una
perspectiva moral, es decir, que salva el valor del mito como
instancia educativa.
En este sentido debemos señalar que la perspectiva del mito,
en un primer nivel elemental, permite una primera simpatía
con relatos que familiarizan con el tratamiento de las más altas
realidades a las que puede acceder la naturaleza humana y que
conllevan una sensibilidad por la belleza en su sentido más am-
plio y, entonces, por el lenguaje y por la música. Por este motivo,
el núcleo filosófico del alma se desarrolla, en primera instancia,
como un movimiento de simpatía (con lo impulsivo que el tér-
mino entraña) hacia lo que es familiar, por lo que constituye el
sustrato más profundo de la cultura: amor por la sabiduría puesto
en orden al saber sin más.
En esta tensión entre mito y logos, Platón pone las bases para
la educación filosófica: esta no se trata sino de una audición in-
telectual que encuentra su propedéutica en el mito. En efecto, la
belleza tiene un significado eminentemente moral, en tanto que
es la raíz del amor del orden, de la tranquilidad, del obedecer
antes que resistir, de persuadir antes que de usar la fuerza.
Como todo lo que forma parte de la naturaleza humana, este
sentido filosófico puede degradarse; en efecto, el refinamiento
excesivo de la cultura implica un afeminamiento, que en Platón
conlleva inestabilidad emocional: «¿No será, por lo tanto, un
proceder ligero el permitir que los niños escuchen cualquier
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tipo de mito, elaborado por cualquiera, y que reciban en su alma


opiniones que, por lo común, serán contrarias a las que, a nuestro
juicio, deberán tener cuando alcancen mayor edad?»67
Esta referencia velada a la crisis de la Atenas contemporánea
de Platón es válida para todas las épocas en que las relaciones
entre la cultura y la vida se tornan problemáticas, es decir, cuan-
do la persona se encuentra tironeada entre aquello por lo cual
crea y aquello por lo que simplemente es. Este antagonismo
latente entre perfección individual y valores implica que la cul-
tura conlleva en sí la crisis de los procesos y procedimientos de
la educación.
En razón de esta posibilidad siempre latente del fracaso de
la cultura, la paideia constituye la instancia por excelencia, por
la cual el alma se encuentra en constante tensión de equilibrio.
Esta finalidad de la educación respecto del alma, es, sin duda,
esencial en cuanto marca una predisposición psicológica e inte-
lectual para percibir existencialmente las ideas: de estos depende
el propio bien y, entonces, el de la polis en su conjunto.
De la afirmación anterior resulta, por un lado, que la psiché
determina la comprensión del nivel dianoético del cosmos y
que, por otro y en clara dependencia del primero, el alma es la
medida de la sociedad. Por ello, la paideia comienza por ser un
método (en el sentido de «camino») para que el alma reciba los
primeros alimentos verdaderamente nutritivos. Este primer nivel
no es propiamente un saber sino una cierta predisposición del
alma para la percepción de las ideas.
Si bien el sentido último de la paideia, como ya hemos señala-
do, se encuentra en directa relación con la organicidad del alma,
debemos también tener en cuenta esta disposición elemental
que crece a partir de los relatos infantiles como familiaridad y
simpatía con lo extraordinario. Razón por la cual, y siguiendo
la lógica del planteo platónico, la cuestión de qué es la virtud y
bajo qué condiciones precisas puede enseñarse, se complementa
con una tercera, qué enseñar, la que puede despertar y sostener
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el equilibrio entre las diversas partes del alma. Platón, entonces,


considera el tema de la educación estrechamente ligado a la or-
ganización y dinamicidad de la psiché; tanto en la República, cuyo
texto hemos seguido hasta aquí, cuanto en el Teeteto, se presenta
el alma como un entramado de fuerzas, en el que el predomi-
nio de una de ellas proporcionará una orientación determinada
(positiva o negativa) al conjunto; el fin de la educación será,
entonces, mantener el orden psíquico en equilibrio dinámico.
Desde esta perspectiva, el paradigma médico y el modelo
político adquieren un sentido renovado en tanto permiten ilu-
minar el problema y los límites de la educación. Así la justicia y
la injusticia difieren de las cosas sanas o de las insalubres solo en
que unas lo son para el alma y otras para el cuerpo (Rep. 444 c).
En ambos casos, el cuerpo del hombre o de la comunidad resulta
una imagen de la psiché tanto de salud como de enfermedad. El
dispositivo platónico se presenta de este modo: así como la be-
lleza física y la salud descansan en la proporción de los elementos
que constituyen el organismo, de modo semejante la belleza y la
salud del alma establecen una armonía fundamental (Rep. 444 c) .
El segundo momento de este dispositivo consiste en presen-
tar aquella armonía en la perspectiva de un orden jerárquico, en
cuyo vértice la función racional ordena las restantes. Como el
médico restituye la salud de un cuerpo mediante la dieta y otros
cuidados semejantes, el educador reestablecerá la armonía per-
dida de un alma mediante discursos que, entonces, funcionarán
como remedios.

La educación estética
Como señalamos anteriormente, Platón considera que la
educación musical (en su significado más amplio: música pro-
piamente dicha, literatura y artes plásticas) debe comenzar antes
que el cultivo de la gimnasia, puesto que se cuentan historias
a los niños desde el momento que, mínimamente, pueden se-
guir el relato. En la perspectiva platónica, la educación estética
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conlleva, en su misma expresión, la educación ética; en efecto,


ambas resultan inseparables cuando se las considera en las ins-
tancias educativas del alma.
Si el conjunto de la obra platónica debe leerse en los térmi-
nos de un itinerario, es decir, como una lectura lenta y sosegada,
no menos detenimiento requiere el tratamiento de las rela-
ciones entre paideia y poética; en efecto, el decurso que puede
establecerse entre el Ión, en el que se exalta al poeta como un
sacerdote, y La República, en la que se reflexiona sobre los mitos,
sus contenidos y en la que se termina por no admitir a los poe-
tas imitativos, nos exige una ponderación acerca del sitio de la
educación estética en la cura del alma. El primer esbozo de esta
relación entre paideia y poética la encontramos en Apología (22
b–c), donde se expresa una incipiente teoría del arte, tal como
más tarde la desarrollará en el Ión; en efecto, se establece que el
«entusiasmo», tal como se lo concibe en la tradición griega, es el
origen de la poesía.
La literatura ocupa un lugar de relevancia no solo en la pri-
mera educación sino también en la consecución de sus fines
generales, bajo la forma de mito y poesía. Sin embargo, en este
punto, la consideración platónica se detiene en dos aspectos que
considera esenciales: el primero, requiere análisis el tema de la
literatura que se enseñe y, segundo, resulta indiferente, en el mis-
mo contexto, el género literario.68
En el primer punto Platón expresa que no se debe permitir
que los niños escuchen un mito cualquiera concebido por un
desconocido (Rep. 377 b); no se impugna toda forma de poesía,
sino aquella que no se ha realizado conforme los ideales edu-
cativos de la polis, en la que los interlocutores están pensando,
aunque la mayoría de los mitos deberían ser rechazados en tanto
que falsos (Rep. 377 d); la consideración de que los relatos sean
falsos tiene un contenido eminentemente moral: ciertas acciones
de los dioses tal como las relatan los poetas no deben contar-
se con ligereza a niños aún irreflexivos, sino que deben oírse
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secretamente, más allá de que no deban ser interpretados literal-


mente sino como expresión de «un pensamiento oculto» (Rep.
378 a–d), a partir del cual se dé la verdadera comprensión. Por lo
tanto, la preocupación de Platón está centrada en el efecto de un
relato independientemente de la verdad que pudiera expresar; de
este modo queremos hacer constar que el texto platónico no está
preocupado esencialmente por afirmar o negar aquella verdad.
Por este motivo, Platón considera que los niños deben oír
los relatos míticos más bellos que se hayan compuesto teniendo
en cuenta la excelencia (Rep. 378 e). La belleza lleva de manera
natural a la excelencia y pone la justa medida sobre la verdad del
relato: esto no es algo que preocupe a Platón en algún sentido,
sino en tanto repara en su efecto, es decir, en poner a quien
lo escucha, independientemente de la edad, en tensión hacia la
búsqueda de la excelencia. En consonancia con lo anterior, los
temas de los mitos o «lo que se debe decir», según el giro citado
de Platón, deberían tener en cuenta los siguientes aspectos: en
primer término, eliminar de los relatos míticos todo aquello que
de una manera u otra lleve a pensar que el principio divino es
causa del mal o, en otras palabras, que lo bueno no es la causa de
todo sino de aquello que expresa el bien (Rep. 378 b). Los ejem-
plos que aduce Platón se relacionan, por un lado, con la imagen
de Zeus «dispensador de bienes»,69 es decir, en relación al destino
humano, y, por otro, que el mal recibido por individuos como
Níobe o estirpes como los Pelópidas por parte de la divinidad ha
sido un castigo del que cada uno de ellos, en realidad, se ha be-
neficiado (Rep.380 a–b). La idea de que el castigo es, en realidad,
un remedio tiene, en Platón, el fundamento de que la ignorancia
o el vicio es al alma lo que la enfermedad es al cuerpo y parece
un eco de la doctrina del aprendizaje mediante el padecer, tal
como esta se presenta en Esquilo (Agam. vv. 176 ss).
En este mismo sentido, en los relatos infantiles deben evi-
tarse los mitos de las metamorfosis que, por lo común, entrañan
la presentación de algún engaño de un dios. De todos los seres,
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la divinidad es aquella que no debe padecer modificaciones,


porque la simplicidad es la nota que posibilita su perfección; del
mismo modo, el engaño obrado en la transformación también es
incompatible porque implica una mutación moral del dios o, en
términos platónicos, el alma más vigorosa y más sabia es aquella
que menos modificaciones puede recibir de factores externos
(Rep. 381 a); por ello, a manera de ejemplo, se rechaza que los
dioses vaguen por las ciudades cambiando sus apariencias (cita
de Odisea xvii 485–486), las sucesivas metamorfosis de Proteo
en el inútil intento por escapar de Menealo y sus compañeros
(Odisea iv) o de Tetis en su intento de evitar el matrimonio con
Peleo (Píndaro, Nemeas, iv vv. 62 ss.). Esta purificación de la idea
de lo divino que entraña la filosofía de Platón afecta, natural-
mente, la esencia y los modos de la transmisión de la paideia,
en tanto que el alma es susceptible a la perfección y también al
envilecimiento.
En cuanto al segundo punto depende enteramente de la con-
vicción platónica, según la cual resultan inseparables el género
literario, o «cómo se debe decir» el relato, y las consecuencias
éticas sobre el alma del que escucha el recitado. Platón centra
la cuestión sobre la tragedia de un modo que podemos presen-
tar con esta pregunta: ¿es posible considerar que la presencia o
ausencia del género dramático en el proceso educativo es indife-
rente a sus fines? De esta manera se busca establecer, a lo largo de
todo el arco existencial en que transcurre el proceso educativo,
el verdadero lugar de la literatura.
Como señalamos, el proceso educativo en cuanto tal se cumple
a lo largo de la existencia, por lo que conviene en primer término,
y siguiendo el análisis del propio Platón, iniciar esta reflexión en
la niñez. El filósofo ateniense presta mucha importancia a este
primer período, porque es el momento de la vida en el que la
persona es más vulnerable y maleable: todo lo que sucede en estos
años y, con ello, lo que se aprende, queda indeleblemente im-
preso en el alma (Rep. 377 b). Así como las madres y nodrizas se
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preocupan que los niños reciban la alimentación sana y necesaria,


del mismo modo se deberían ocupar de la nutrición de sus almas.
Desde la perspectiva antes establecida resulta indiferente que
el relato sea verdadero o falso,70 pero no la calidad de su ela-
boración literaria: se deben admitir los que están bien hechos
y rechazar los restantes (Rep. 377 c). Entre los últimos se en-
cuentran aquellos que muestran al dios como un encantador o
hechicero que toma diversos aspectos para engañar. Recordamos
lo dicho en este punto sobre la simplicidad del dios: en tanto que
es invariable es también incapaz de engañar; el razonamiento
de Platón descansa en que, si el dios es el mejor, todo cambio,
necesariamente, sería para peor.
En este sentido, la única mentira verdadera es la que se pre-
senta por medio del mito, en el que no se manifiesta el poder de
engañar de manera aislada sino solamente en cuanto posibilidad
de llevar a la verdad. Sin embargo, Platón considera inadmisible
el término «hechicero», porque expresa el engaño como fin de
la palabra del dios, lo que, de hecho, niega el grado de perfec-
ción que se atribuye a lo divino. Todas estas preocupaciones por
la literatura y sus efectos sobre la personalidad se deben a la
convicción platónica según la cual durante la infancia se alza la
parte más sólida del carácter, la que permanece aún con el paso
de los años. Por ello, las argumentaciones de Platón se desarro-
llan claramente en sede religiosa: que los mitos y la literatura en
general sean vehículo, desde el principio, de una representación
verdadera de lo divino en el alma (la parte del hombre más se-
mejante al dios) entraña poner las bases de la personalidad sobre
fundamentos sólidos.
La afirmación anterior contiene una consecuencia que
conviene desarrollar; el hecho que las nociones fundamentales
(estéticas, éticas y religiosas) se presenten en el modo propio de
realidades divinas, implica que los fundamentos de Platón tienen
una base religiosa que determina el resto del proceso educativo.
En efecto, toda la reflexión platónica tiene una doble sanción:
| 83 |

por un lado, la tradición religiosa y, por otro, la tradición o pa-


recer de los antiguos; como veremos poco más adelante ambas
vertientes reconocen una fuente común.

La forma poética en la educación


La reflexión de Platón acerca de las diferencias entre poesía y
filosofía suponen que tienen algo en común: los grados posibles
de la concordia entre palabra y verdad. El texto de la República
al que hacemos referencia podría ubicarse en la prehistoria de
la identificación de la filosofía con la hermenéutica de la obra
literaria (épica y tragedia, según los fragmentos antes mencio-
nados en las citas); en efecto, en la intimidad de la investigación
platónica se pone de manifiesto parte de lo que hemos llamado
«algo en común»: la filosofía comienza a buscar un lugar inter-
medio entre el relato propiamente mítico, al que Platón recurre
abundantemente a lo largo del conjunto de su obra, y la pose-
sión dialéctica del saber.
En ambos casos lo que se muestra y lo que se encuentra,
aunque provisoriamente, no está en otro sitio que en las palabras
mismas. Se pone de manifiesto un esfuerzo por liberar el domi-
nio semántico de la forma como signo denotativo: la poesía, en
el momento que inicia la comprensión del mito, posibilita las
bases intelectuales para la autoconciencia de la poesía, al menos
en relación al binomio verdad–mentira. Resulta, además, de in-
terés anotar que, a pesar de su perspectiva de análisis, Platón no
intenta establecer una dualidad entre la información que provee
el texto, Homero por caso, y el contenido mediante el cual se
da aquella. En este camino de la prehistoria de la hermenéutica
queda claro, desde la línea de inicio, que el lenguaje no es una
realidad instrumental respecto de la poesía y de la filosofía; asi-
mismo la prosa de Platón pone de manifiesto que las estrategias
retóricas no son ajenas al discurso filosófico.
De este modo se impone un doble límite: por un lado, a
la unidad de pensamiento y poesía tal como se expresa en los
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presocráticos, y, por otro, a la ficción como un absoluto; esto tam-


bién significa que se abre un camino para la consideración de la
filosofía y de la poesía que sustente los punto comunes, que son
propios de toda disputa, y justifique las diferencias: el discurso
como completa ficción (la filosofía como género literario) im-
plica anular todas las vías hacia la verdad; el saber filosófico como
absoluto alcanzado es la ilusión estrecha del racionalismo.
Platón trata de justificar la forma literaria de la estructura
dialógica de la filosofía y, al mismo tiempo, de fundamentar
una invitación a participar en la argumentación (no solo recibir
lo dado sino interpretarlo). Por ello, parece afirmar que no es
necesario ni útil otorgar realidad histórica al mito para com-
prender (aquí en el sentido de «participar estéticamente») de
Edipo Rey, por ejemplo.
Sin embargo, las preguntas siguen sin encontrar respuesta:
¿cuál es la verdadera posibilidad educativa de la literatura? ¿Por
qué poner toda la confianza del saber en la filosofía? No se tra-
ta de justificar o establecer diferencias, sino de considerar, en la
perspectiva platónica, los grados de verdad que en el lenguaje
expresa la literatura y sus respectivas estrategias pedagógicas. El
concepto de mimesis que se considera en la República tiene in-
mediatas consecuencias teóricas, de las que Platón se muestra
perfectamente consciente: hay una cierta precariedad lingüística
que el pensar vuelve evidente; no se trata de la tematización de la
fragmentariedad del lenguaje respecto de la realidad, sino que el
hablar de los hombres (el que expresa, en lo esencial, la estrategia
del diálogo como vehículo de la filosofía) forma parte de la con-
sistencia del mundo sensible, mas ¿cómo elevarlo por encima de
lo percibido para conocer y transmitir lo conocido?
Por ello, cuando decimos que el diálogo Teeteto es aporético,
dirigimos nuestra atención a la expresión del pensamiento como
un permanente esbozo, como un pensar que no ha alcanzado su
fin, pero que no detiene su marcha hacia la meta.Tal vez este sea
uno de los puntos más estimulantes al considerar el puesto del
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recordar en la mayéutica y en la clarificación de este proceso:


si los textos filosóficos son intentos imperfectos por alcanzar la
realidad, todos estos ensayos forman parte del recuerdo, en el
sentido que se habla de las etapas de un camino; en otras pala-
bras, la verdad solo se alcanza progresivamente, lo que también
implica «de manera imperfecta».
Este ideal extraordinario se sostiene en un procedimiento
retórico que, a su vez, descansa en el paulatino transformarse
de la opinión, en una cierta visión extra–lingüística de la ver-
dadera realidad. En este punto podemos presentar, en forma de
pregunta, el gran tema que Platón esboza en República 387 b–c:
¿cuál es la forma poética más adecuada para educar? De la lec-
tura de la República colegimos que «forma poética» expresa el
modo en que el poeta representa los personajes en sus obras (392
c); dos son las posibilidades: narrativa, que se usa si el narrador
se expresa en primera persona, describiendo lo que se hace y se
dice; e imitativa, si el narrador «toma su lugar» y los personajes
«se expresan por sí mismos» (392 c). También queda claro que
ambas formas pueden utilizarse bien de manera separada o bien
de modo mixto: así, por ejemplo, el ditirambo (himno coral en
los que se combinaba poesía, música y danza); en cambio, la
tragedia y la comedia son de naturaleza imitativa; en la poesía
épica se combinan ambas posibilidades. Platón realiza esta dis-
tinción, pues el horizonte de su reflexión consiste en discernir si
la personificación (en definitiva lo que entiende por mímesis) o
bien otro diverso es el principio que debe regir la composición
poética.Veamos qué significa esto para Platón:

Me parece que cuando un varón cabal llega, en la narración,


a alguna frase o acción propias de un hombre de bien, estará
dispuesto a interpretar dicho pasaje, sin avergonzarse de dicha
imitación, máxime si al hombre de bien que obra de modo
firme y sabio; pero estará menos dispuesto, y en menos ocasio-
nes, si se trata de imitar a alguien o presa de enfermedades o
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de amorío o de ebriedad o de algún otro padecimiento. Y en


caso de que el imitado sea indigno de tal varón, éste no estará
dispuesto a imitar seriamente a alguien inferior a él, salvo en las
escasas oportunidades en que el imitado haga algo de valor; y
de todos modos se avergonzará, en parte por carecer de práctica
en la imitación de tales personajes, en arte por sentir repulsión
hacia el amoldarse él mismo y adaptarse a los tipos de baja ralea;
desdeñará estas cosas, excepto como pasatiempo.71

De la cita queda claro que el centro de la cuestión descansa en


establecer si el poeta debe penetrar hasta formar parte de los
diversos modos de ser de los personajes cuanto le sea posible o
bien si debe encontrar otros recursos que posibiliten criterios de
perfección distintos, es decir, «no imitativos».

(El poeta mediocre) preferirá imitar todo y no considerará nada


indigno de él, de modo que tratará de imitar seriamente y ante
muchos […] truenos, ruidos de vientos y granizos, de ejes de
ruedas y poleas, trompetas, flautas, siringas y sonidos de todos
los instrumentos, así como voces de perros, ovejas y pájaros.72

Para Platón, el límite de la imitación está dado por la calidad del


poeta y sus consecuentes posibilidades de seleccionar los ma-
teriales objeto de su tarea de mímesis. Resulta obvio que para
Platón se presentan diversos niveles tanto de la capacidad imi-
tativa cuanto de la elevación de lo imitado; esto, a su vez, nos
permite comprender que Platón percibe el riesgo de la diso-
lución de la personalidad, pues cuanto mayores son las dotes
miméticas mayores riesgos de que el mimo ponga en peligro la
unidad de su personalidad. No solo corre este riesgo el artista
sino, aunque en menor medida, el público que asista y siga apa-
sionadamente sus representaciones.73
En perspectiva platónica, el riesgo de la mímesis afecta, como
dijimos, el equilibrio del alma y, por lo tanto, del conjunto de la
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sociedad política. No solo porque nuestro filósofo considere que


cada uno debe dedicarse a una única tarea para alcanzar la ma-
yor perfección posible (independientemente del tipo de obrar),
sino porque, al menos cuando se encuentra empeñado en la re-
dacción de la República, el riesgo antes mencionado se proyecta
sobre el conjunto de la polis.74 En clave platónica, la comunidad
política sobrelleva la grandeza y la limitación del individuo: el
fin de los gobernantes es el bien de la ciudad y, al mismo tiempo,
la verdadera medida de su conducta; si su ocupación consiste en
mantener la independencia y la libertad de su tierra ¿no resulta
un motivo de alarma que se vea afectado por la mímesis? El texto
que hemos citado parece considerar que los efectos de la imi-
tación no finalizan con el recitado o con la representación sino
que permanecen durante mucho tiempo; si la participación es
asidua, tal permanencia de los efectos puede constituir lo que
podemos llamar una segunda naturaleza. Queda claro que estos
son los peligros de imitar indiscriminadamente o bien perso-
najes indignos. Por lo tanto en la República se alienta que los
jóvenes asistan a aquellas representaciones de personajes heroicos
en el sentido más amplio del término. Los poetas de una polis
bien regulada solo desplegarán su capacidad de mímesis sobre lo
que es justo imitar: valentía, moderación, piedad: «¿Acaso no has
advertido que, cuando las imitaciones se llevan a cabo desde la
juventud y durante mucho tiempo, se instauran en los hábitos y
en la naturaleza misma de las personas, en cuanto al cuerpo, a la
voz y al pensamiento?»75
La amplitud de la argumentación platónica contra la lite-
ratura dramática que propone la imitación de lo peor requiere
de nuevas precisiones para comprenderlas desde nuestro pre-
sente, en el que difícilmente se le pueda endilgar al teatro la
capacidad (positiva o negativa) de influir tan notoriamente en
la constitución de la personalidad. El avanzar progresivamente
implica tanto seguridad sobre el terreno en el que se progresa
cuanto una acuciante experiencia acerca del límite del discurso
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dialógico. En este punto se presenta la posibilidad del mito, que


corre, por medio de evocaciones y símbolos, los lindes del cono-
cimiento de lo real en términos de contemplación. El fin de la
educación filosófica, tal como se entiende en la República, con-
siste en desentrañar la verdad que los mitos expresan, luego de
alcanzar los límites del lenguaje discursivo.
La imagen del mito platónico no resulta nunca un enigma
sino la mutua potenciación entre concepto e imagen. Si el mito
suele ser en Platón la única vía de acceso a lo inefable y la úni-
ca iluminación de lo que parece permanecer incomprensible,
la filosofía o ejercicio del logos resulta la estrategia cognoscitiva
complementaria y viceversa.
Para Platón, y en este punto preciso, distinguir tajantemente
literatura (mito) de filosofía (logos) no es más que fortalecer el
relativismo racionalista. Al mismo tiempo, Platón es completa-
mente consciente que de que no establece una preceptiva poética,
sino de disponer los cimientos de una comunidad política:

En este momento, ni tú ni yo somos poetas sino fundadores de


una comunidad.Y a los fundadores de una comunidad política
les corresponde conocer las pautas según las cuales los poetas
deben forjar los mitos y de las cuales no deben apartarse sus
creaciones, pero no corresponde a dichos fundadores compo-
ner mitos.76

La percepción de la estrechez de los límites que Platón–legis-


lador impone a las letras se torna tal vez más acuciante a causa
de su procedimiento; en efecto, la mayoría de las veces, Platón
critica a Homero (especialmente) y a los trágicos (Esquilo en
particular). A pesar de ello, toda su reflexión está recorrida por
una admiración sin reticencia producto de una frecuentación
asidua; asimismo, a causa de la purificación de lo divino que
emprende Platón respecto de la religión de su tiempo, a par-
tir de las tradiciones órficas, de la herencia de los primeros
| 89 |

cosmólogos y de Sócrates, está evidentemente preocupado por


señalar nuevos rumbos para la creación poética. Esta actitud se
ha traducido, en la mayor parte de los estudiosos y de los lecto-
res, en términos de hostilidad.
Consideramos que, en este contexto, la pregunta es la siguien-
te: ¿qué ideales educativos expresa en este punto la mentalidad
platónica? En primera instancia debemos señalar que asigna al
poeta un lugar de privilegio, pues con la obra de sus palabras
fija la comprensión fundamental de la naturaleza de lo divino
en las almas de los jóvenes, que los acompañarán a lo largo de
todas sus vidas, mediante las imágenes de los mitos de los poetas.
La educación de una personalidad vigorosa, dispuesta a superar
las adversidades a partir de los ejemplos de los héroes y a com-
prender los hechos de la vida cotidiana con una fantasía que
contenga las emociones y no las excite, encuentra su expresión
paradigmática en La Odisea. En efecto, en el Libro iii de La
República, Platón vitupera diversos pasajes referidos a héroes o
dioses dominados por diversas pasiones, pero cierra el pasaje con
una cita de La Odisea (xx, vv. 17–18) que expresa la quintaesencia
de sus ideales educativos (habla Odiseo): «golpeándose el pecho,
increpó a su corazón con estas palabras: sopórtalo corazón, ya
que otra vez afrontaste cosas más horribles».
Platón señala que estas palabras, que dan prueba de perseve-
rancia, se deben contemplar y escuchar (Rep. 390 d); el mismo
Homero que fue censurado ahora es presentado a la contem-
plación, pues expresa una invitación a la robustez moral y a la
belleza de la vida también en sus adversidades. Aunque resulte
extraño a nuestra mentalidad, Platón considera que los asun-
tos poéticos deben expresar la simplicidad y la bondad de lo
divino y, a través de los ejemplos de los mitos, los ideales de
una personalidad equilibrada. Tampoco deja el cabo suelto de
cómo se debe componer: «de modo que quede perfectamente
analizado tanto lo que debe decirse como el modo en que debe
ser dicho».77
| 90 |

Aunque, como señalamos oportunamente, la relación entre


poesía y música es muy estrecha en la Grecia clásica, Platón deja
constancia de importantes reflexiones en torno a la música y sus
posibilidades educativas.

La educación musical es de suma importancia a causa de que el


ritmo y la armonía son lo que más penetra en el interior del alma
y la afecta más vigorosamente, trayendo consigo la gracia, y crea
gracia si la persona está debidamente educada, no si no lo está.
Además, aquel que ha sido educado musicalmente como se debe
es el que percibirá más agudamente las deficiencias y la falta de
belleza, tanto en las obras de arte como en las naturales, ante las
que su repugnancia estará justificada; alabará las cosas hermosas,
regocijándose en ellas hasta convertirse en un hombre de bien.78

En la composición musical deben emplearse las armonías y


ritmos capaces de alimentar y desarrollar el alma.79 Esto nos per-
mite sostener el convencimiento de Platón acerca de que existe
una conexión clara entre carácter y forma artística; tal conexión
está dada en la noción de justa proporción que resulta esencial a
la belleza, en el sentido artístico, como el bien, en el sentido
moral. Para acercarnos más y mejor a estos ideales que hunden
en la misma tierra las raíces de que se nutre la estética y la ética,
debemos ser conscientes del empobrecimiento de nuestros re-
gistros simbólicos, es decir, la relaciones entre estados mentales y
espirituales y sus expresiones materiales más inmediatas, no por
lo que significan en sí sino puestas en relación. Las leyes de la
proporción que, en efecto, son la condición de belleza en el arte,
expresan magníficamente la búsqueda del alma por re–encontrar
el orden inconmovible del universo; al mismo tiempo, aunque
con mayores dificultades de realización, sostiene el orden moral
de la vida propiamente humana.
La consideración de una raíz común para la ética y la es-
tética, que nunca se confunden, implica, al mismo tiempo, el
| 91 |

establecimiento de relaciones con el mundo físico que posibili-


tan su comprensión; en efecto, las relaciones entre tiempo y tono
es una cierta expresión de la justicia y de la injusticia, del bien y
del mal, según la expresión (o no) de la perfección y justicia del
mundo en cuanto obrar del demiurgo.
Estas consideraciones sobre los efectos de la música en la
psicología de los individuos serían incompletas si no tuviéramos
en cuenta que estos «individuos» son ciudadanos, es decir, si de-
járamos fuera las consecuencias políticas. A esta altura de nuestro
recorrido, no nos resulta ajeno considerar la importancia social
que Platón asigna a la música. En efecto, nunca la consideró un
entretenimiento inofensivo; si la música resulta indispensable en
la formación del carácter, esto significa que su ausencia o su mala
producción puede arruinar la polis. Cabe considerar aquí que la
música puede introducir espíritu de indisciplina o de molicie,
que crece hasta que las mismas leyes de la ciudad se subvierten
para permitir este género de vida no–virtuoso.
La música excelente es considerada la semilla de una areté de
carácter tradicional, capaz de asistir al alma en el gobierno del
cuerpo y, de manera extensiva, a la polis. Por ello, la educación
musical debía acompañar al ciudadano desde la más tierna in-
fancia hasta la muerte misma y los gobernantes deberían poner
el máximo celo para percibir la más mínima modificación de su
carácter tradicional.

La educación religiosa
Para Platón, la base de la educación descansa en la conciencia de
que determinados comportamientos hacen mejores a las perso-
nas. En este sentido, el inicio de la educación debe sostenerse en
el impulso natural del niño a la imitación. Con esto afirmamos
algo tan esencial a la filosofía de la educación platónica como
ajeno a la mentalidad moderna; en efecto, para Platón la vida
moral es un criterio en sí mismo que se encuentra convalidado
en la sanción religiosa tal como la entendieron «los antiguos», a
| 92 |

quienes se vincula con la idea de autoridad, pues se considera


que pertenecen al estadio más perfecto de la vida humana. Dos
son los principios con los cuales Platón organiza su doctrina
ético–religiosa; por un lado, dios es bueno y, por ello, solo es
causa de bien; por otro, lo divino es inmutable y verdadero (Rep.
379 a–b). Si bien estos principios son comunes a todo pensar
elevado sobre lo divino, Platón realiza un discernimiento par-
ticular de ellos; implica una toma de distancia respecto de lo
que podríamos llamar «religión arcaica» (en el sentido de «ho-
mérico–hesiódica»), cuyo rasgo más significativo descansa en las
nociones de que los dioses envían caprichosamente bienes o
males y también de que pueden sentir celos de un ser humano y
no descansar hasta provocar su ruina completa.
A esta visión arcaica de lo divino, que sin duda constituye el
sustrato de la religión popular de su época, Platón opone una
tesis de vastas consecuencias: lo que es bueno solo produce cosas
buenas (Rep. 390 b); sin embargo, nuestro filósofo siempre fue
consciente de la necesidad de dar cuenta de la existencia del mal
y del sufrimiento en el mundo. En el énfasis que Platón pone en
la responsabilidad individual se hace evidente no solo la voca-
ción del filósofo que como tal busca esclarecer la naturaleza de
lo divino, sino también la preocupación del legislador por edu-
car aquella responsabilidad de optar que configura lo humano.

(al poeta) no le hemos de permitir que diga que los pesares son
obra de un dios, o si lo dice, debe idear una explicación como
la que nosotros buscamos ahora, declarando que el dios ha pro-
ducido cosas buenas y justas, y que los que han sido castigados
se han beneficiado con ello.80

El segundo de los principios enunciados, la inmutabilidad de lo di-


vino, se aparta netamente de la religiosidad de su época.Afirmamos,
de un modo amplio, que para Platón las transformaciones o
| 93 |

cambios de toda índole encubren, más o menos solapadamen-


te, decadencia en el sentido más amplio. Este principio, como es
lógico, se vuelve más acuciante en el orden divino, el cual, por
ser el más perfecto, no es posible que cambie. Esto no significa
que Platón rechace la representación de lo divino, pero sí rechaza
concebir una degradación en la esencia propia de lo divino. En
términos platónicos, en definitiva, resulta insostenible que lo di-
vino sea algo diverso de la verdad y del bien inmutables: «Por lo
tanto, el dios es absolutamente simple y veraz tanto en sus hechos
como en sus palabras, y él mismo no se transforma ni engaña a los
demás por medio de una aparición o de discursos o del envío de
signos, sea en vigilia o durante el sueño».81
Los principios religiosos expresados en la cita anterior —que
son educadores por excelencia— son justamente aquellos en lo
que Platón considera que los poetas deben tener presentes a
la hora de componer, pues entiende que, de lo contrario, sus
afirmaciones carecerían de perspectiva. En consonancia con lo
anterior, los poetas también deberían expresar altos ideales éti-
cos en todas sus composiciones. Ahora bien, ¿de qué manera
se constituyen estos ideales para cimentar la elevación moral, y
por lo tanto, devenir argumento de la gran poesía? En principio,
recordemos que el fin de la educación para Platón es que los
ciudadanos sean creyentes devotos y que se aproximen, en la
medida de lo humanamente posible, a lo divino:

Tampoco permitiremos que su obra (la del poeta que contraríe


los principio antes señalados) sea utilizada para la educación
de los jóvenes; al menos si nos proponemos que los guardianes
respeten a los dioses y se aproximen a lo divino, en la medida
que eso es posible para un hombre.82

Si las características esenciales de lo divino son la simplicidad y


la veracidad, las personas deben practicar una serie de preceptos
básicos que se encuentran en los ideales educativos de Platón:
| 94 |

devoción a los dioses y a los padres, fidelidad hacia los amigos,


valentía y autodominio. La estructura del texto resulta altamente
significativa para comprender la precisión que al respecto hace
Platón: lo que se debe permitir o no permitir desde niños res-
pecto de los dioses; además insiste en señalar la honra debida a
los dioses y a los padres. Por este motivo considera inaceptables
los relatos míticos que contradicen este ideal de respeto y ad-
miración por los dioses y por los padres, cuyos vínculos están
regidos por el afecto sencillo y directo. A fin de que la educación
sostenga las virtudes de la fidelidad a los amigos, la valentía y el
autodominio, resulta congruente que no presente a la muerte
como el más terrible de todos los males.
En este sentido, estima que deben rechazarse los mitos re-
feridos al Hades o morada subterránea de los muertos que lo
presentan como un sitio terrorífico, comenzando por los nom-
bres de su geografía: el río Cocito («los que se lamentan»), otro
río del mundo de los muertos, Estigia, que expresa la semántica
de «aborrecer», y todas las denominaciones que hacen estreme-
cer a los que las escuchan.83 Esta demitologización de la geografía
infernal tiene su correlato en la alabanza del valor para defender
la ciudad y las virtudes cívicas; un modo de que la educación
ayude a la paz social reside en quitar de las historias que se les
cuentan a los niños las batallas entre los dioses, pues no debe ha-
ber odio entre conciudadanos. Por el contrario, se debe educar
en la virtud pública. Así como el hombre no debe temer a la
muerte tampoco debe temer por la de un amigo: derramar lá-
grimas y suspiros por un amigo muerto es superfluo y para nada
viril, pues cada uno cuenta esencialmente consigo mismo: «Y a
ello debemos añadir que el hombre que es de ese modo será el
que más se baste a sí mismo para vivir bien; y que se diferencia
de los demás en que es quien menos necesita del otro».84
La expresión de los sentimientos opuestos también es sig-
no de una personalidad poco robusta; se deben evitar tanto la
carcajada como el llanto porque, en tanto que sentimientos
| 95 |

intempestivos y violentos, pueden producir una reacción in-


controlable del individuo que la padece: «será correcto que
eliminemos los lamentos de los varones de renombre y que los
refiramos a las mujeres —y no a aquellas que son valiosas— y
a los hombres viles».85
Por ello, no se debería permitir a Homero que presente a
Aquiles y a Príamo, próximos al linaje de los dioses, lamentarse,
perder el autodominio y la compostura por la muerte en com-
bate de amigos y seres queridos.86
Desde esta perspectiva resulta más grave presentar a los dio-
ses lamentándose y especialmente al más grande de todos ellos,
a Zeus, como cuando llora la muerte de Sarpedón, uno de sus
hijos, a manos de Patroclo.87 Como colofón de este proceso ar-
gumentativo, Platón considera que la educación debe descansar
sobre la más completa veracidad; si consideramos verdadero «lo
que es», esto se transforma en el fundamento de adecuar la pro-
pia vida a la verdad, en el caso que se quiera vivir en armonía
con la realidad de los hechos. En este sentido es comprensible
el interés de la educación, desde la elemental a la superior, por
trabajar la virtud de la sinceridad vinculada estrechamente a
la obediencia. La autoridad garantiza la posibilidad de vivir en
comunidad, por lo que la educación de los jóvenes debe poner
el acento en que «decir lo que no es» es completamente des-
tructivo para el conjunto de la vida política (Rep.389 b–d).

—Ahora bien, ¿no necesitarán moderación nuestros jóvenes?


—¡Claro que sí!
—Pero la moderación en lo que concierne a la multitud, ¿no
consiste principalmente en obedecer a los que gobiernan y en
gobernar uno mismo los placeres que conciernen a la bebida, a
las comidas y al sexo?88

De lo anterior se comprende que también la «moderación» (so-


phrosyne) se fundamenta en la obediencia, la que, en este caso,
| 96 |

denomina la salud del alma respecto del dominio de las pasio-


nes. El principio de la personalidad equilibrada gozó de alta
consideración en la cultura griega. Debemos tener en cuenta
que el perfecto autodominio tuvo el mismo lugar de privilegio
que tendrá luego la pureza de corazón en la cultura cristiana.89
Hasta este punto nos hemos referido a la educación estética y
al puesto de lo divino en los procesos formativos. Como vi-
mos ambos se encuentran estrechamente entrelazados, pero los
hemos distinguido sin separarlos a fin de comprender la com-
plejidad de la perspectiva platónica, muchas veces simplificada
en la perspectiva de los manuales ad usum.
La visión platónica de la educación nos interpela para re-
presentarnos una mentalidad diversa de la contemporánea.
Nuestro autor, en efecto, presta especial atención a la formación
del carácter. A este principio queda subordinado el aprendizaje
de la lectura, de la escritura y de la aritmética; esta educación
debe ser, por supuesto, ordenada aunque no deben primar los
aspectos sistemáticos, y tan libre cuanto sea posible, porque,
como señala Platón de diversos modos a lo largo del Libro vii
de Las Leyes, no se debe hacer de la enseñanza una forma de
esclavitud.

El mito en Platón
En la línea de continuidad del mito griego, el momento de de-
sarrollo mayor lo constituye el siglo v, y en particular, las formas
poéticas. No obstante, sabemos que el mito no es un problema
menor en la filosofía griega. En rigor, es indisoluble de la in-
teligencia y personalidad helénicas. Sin tradición mítica no hay
pensamiento griego. La vuelta —inversión— del pensamien-
to racional sobre los materiales míticos permite un ejercicio
de la razón sobre lo meta–racional que alcanza sus más altos
objetivos.90 No debemos ver los mitos como un resultado ofre-
cido a la imaginación, ambivalente pero concluido, sino como
una narración que busca su sentido, que mueve a la razón para
| 97 |

hacerla entender. Y en ese movimiento, en tal empuje, los ca-


minos adoptados por la razón para interpretar serán no solo
variados, sino incluso contrarios.
Se conjugan tres características fundamentales cuando in-
tentamos establecer los límites del mito; a decir de Luc Brisson,
son las siguientes: el mito no es verificable, el mito no es ar-
gumentable, el mito es eficaz.91 La primera, válida para todo
tipo de narración mítica, y, en particular visible para los mi-
tos escatológicos; la segunda, en referencia al modo expresivo
excluyente, pues, si el mito fuera argumentable, anularía su
identidad misma, para resultar una expresión lógica; la tercera
indica que el mito sirve a develar algo que debe ser conocido, o,
en principio, intuido, y debe llevar a creer en él en tanto guarda
un bien para el hombre.
Cuando el mito aparece solo, es decir, presidiendo una for-
ma estética en un texto poético no es extraño, sino natural. Pero
una nueva perspectiva se impone cuando se relaciona con el
proceder filosófico; ello exige una mirada en solidaridad, para
lograr que ambos modos sirvan a la verdad. Este es uno de los
puntos originalísimos del pensamiento griego, hecho pleno en
los diálogos platónicos. En la exposición de su filosofía, la rela-
ción mito–logos muestra un entramado, pues Platón ubica uno y
otro en solidaridad; en ellos, el mito tensa la búsqueda de verdad
iniciada por vía demostrativa mediante una narración no con-
firmable, que encuentra su frontera en la experiencia humana
del mundo. El mito, de fuente arcaica, y por lo tanto para la
mentalidad griega más próxima a lo divino, adopta en la cima
del discurso racional una tonalidad religiosa, casi profética.92
La relación de continuidad que los textos poéticos o fi-
losóficos establecen a la hora de buscar una «nueva verdad»
entronca con un concepto extraño al oído moderno: el de tra-
dición, más aún, tradición solo y en cuanto refiere a un hacer
vinculante. La verdad de los mitos se hace rediviva en la in-
terpretación de materiales preestablecidos del poeta–artesano,
| 98 |

modelados según un criterio incompleto, pero no ficticio. La


«nueva verdad» se revela como una misma y arcaica verdad, en-
cubierta inicialmente ante la insuficiencia de la visión humana
y, en consecuencia, fragmentaria. Aristóteles recoge la herencia
platónica en estos términos:

Ha sido transmitida por los antiguos y muy remotos, en forma


de mito, una tradición para los posteriores, según la cual estos
seres son dioses y lo divino abarca la naturaleza entera. Lo demás
ha sido añadido ya míticamente para persuadir a la multitud y
en provecho de las leyes y del bien común. Dicen, en efecto,
que éstos son de forma humana o semejantes a algunos de los
otros animales, y otras cosas afines a éstas y parecidas a las ya di-
chas, de las cuales si uno separa y acepta sólo lo verdaderamente
primitivo, es decir, que creían que las substancias primeras eran
dioses, pensará que está dicho divinamente, y que, sin duda,
habiendo sido desarrolladas muchas veces en la medida de lo
posible las distintas artes y la filosofía, y nuevamente perdida, se
han salvado hasta ahora, como reliquias suyas, estas opiniones.93

«El Estagirita» distingue en el conjunto de mitos sobre los dioses


aquellos que remiten a un tronco verdadero y otros que son aña-
didos con fines persuasivos para la multitud. Los primeros son
transmitidos por los antiguos con valor de tradición; los segun-
dos, para ordenar en provecho del bien común. Interesan ahora
los primeros: «los antiguos», quienes estuvieron en el arché, han
dejado un saber bajo la forma de «mito» cuya vertiente es divina;
en eso hay que detenerse, sobreentendiendo que «lo demás» es
mítico en un sentido segundo y subordinado.
A continuación, sigue la distinción entre lo originario
verdadero y lo añadido, en orden a realzar que lo «verdadera-
mente primitivo», es decir «verdadero», es el carácter divino de
las substancias primeras, envuelto y confuso por una sucesión de
elaboraciones –artísticas y filosóficas en riesgo de perderse, pero
| 99 |

finalmente salvadas como reliquias. Solamente de ese modo se ma-


nifiesta la tradición de los primeros. Los mitos arcaicos entrañarían,
según Aristóteles, un pensamiento más tarde desarticulado o frag-
mentario, e incluso, fabulado o exagerado. No obstante, el mito
busca recordar ciertos acontecimientos olvidados en su totalidad,
aún presentes en lo esencial y necesarios para una comunidad tra-
dicional. Es necesario señalar que hay un movimiento circular de
acceso–pérdida–recuperación o, si se prefiere, saber–no saber–sa-
ber, en el cual se olvida lo que alguna vez se supo y se recuerda lo
olvidado. El poeta trágico, frente al material del mito, está «siendo
llevado» por una verdad que no es propia, y que opera su eficacia
más allá del mediador. Ese movimiento, ancestral e interminable,
revela el sentido poiético del hombre: «El mito es una vía anagógica
que trata de suscitar en nosotros la anamnesis capaz de conducir-
nos nuevamente al lugar donde se encuentra un origen que hemos
olvidado. El mito es una ascensión por medio del logos».94
Nos introduciremos al tratamiento del tema en el filósofo
siguiendo un criterio de unidad y totalidad, excluyendo la dis-
tinción entre obra estrictamente «literaria» y obra estrictamente
«filosófica». Platón enseña que el sentido no es propiedad ex-
cluyente de formas de tipo discursivo y otras complementarias,
como las poéticas. Antes bien en la tensión e invocación recí-
procas, quizás, se puede descubrir un logos; además, el ateniense
es parte activa en la síntesis del pensar religioso y filosófico, en
el cual el mito desempeña un protagonismo de primer orden.95
Los mitos de Platón son relatos imaginados que aplican hi-
pótesis posibles en el mundo del tiempo sobre verdades —pocas,
grandes, esenciales— que están más allá del tiempo. Responden
a un modelo que no puede reproducirse con exactitud —no
está frente a los ojos— pero procuran, con materiales semejantes,
acercar el modelo al curso del entendimiento.

Estos mitos, son, además, obras de arte, cuya fuerza afectiva y


dinamismo mágico quieren poner al alma en el camino de la
| 100 |

verdad y la salvación; son, en suma, alegorías serias cuya insu-


ficiencia e inadecuación Platón es el primero en sentir, porque
sabe mejor que nadie que hay verdades que las imágenes no
pueden expresar.96

El contenido de la historia que transmite el mito no es com-


probable, en tanto no comporta verificación en los hechos,
pero no se busca validación fáctica. La probabilidad de la narra-
ción, no obstante, puede suponer inicialmente una distensión,
pero solo desde un ángulo superficial y nunca para suspender la
tensión interpretativa. Al contrario, donde advertimos presen-
cia de mito es donde más deberíamos demorarnos en descubrir
un rigor de sentido que escapa al esquema argumental de su
contexto, aunque incorporándose a él. Platón elige enuncia-
dos en imágenes cuando está frente a lo inefable; sus imágenes
cambian, no son fijas, sino, en tanto símiles, están al servicio del
punto que se quiere destacar.
Para W. Jaeger, los mitos platónicos cumplen «una función
de resumen y síntesis dentro de la obra de arte»;97 aunque esta
perspectiva parece ampliarse cuando señala que lo esencial del
mito platónico, no ya entendido como un conjunto ordenado
de datos sintéticos, reside en que se dispone junto al logos y am-
bos tienen el mismo fin. Esta finalidad es la justificación del mito
dentro de la unidad de cada obra y es lo que hace incompleta
toda interpretación en paralelo.
La ubicación frecuentemente final de los mitos en las obras
platónicas, el cierre de un argumento con la rúbrica mítica, permi-
te una libertad mental mayor para la elaboración de conclusiones
no formales. Por otro lado, también posibilita que la memoria
sostenga la evocación por imágenes, más accesible de conservar
que la presencia esquemática de la idea.98 El recurso asemeja la
ubicación de la moraleja o advertencia moral de las narraciones
tradicionales, que por su doble carácter pedagógico y oral llevan
al cierre de la exposición los términos que deben ser acentuados.99
| 101 |

Así como la definición genérica de mito se escapa con fre-


cuencia, se verifica en el mito platónico la misma dificultad a
la hora de aplicarle límites formales y de encontrarle funciones,
extensión y características variables. Al intento de explicar la in-
corporación de los mitos, se los suele aceptar como remansos
pedagógicos para dar tregua a un lector fatigado con los rigo-
res de la argumentación.100 Esta perspectiva implica reducirlos
al carácter de ejemplo animado que provee materiales plásticos
a un argumento abstracto. Aunque, en el conjunto de un corpus
mayor y más amplio, especialmente de tipo filosófico, el mito
puede ofrecer un corte o suspensión del rigor, no anula la línea
interpretativa, sino que la ubica en otro plano. Allí la exigencia
mental es superior porque incorpora aspectos connotativos del
lenguaje que complican la línea denotativa. Pero se trata, insis-
tamos, de aspectos estilísticos, no de nuevos motivos al eje de
la exposición.101 Platón consideró la necesidad de presentar los
mismos problemas tanto en escenario dialéctico cuanto mítico.
El modo de presencia de los mitos en Platón es, en general,
oscilante: por un lado, está el mito que evoca una expresión en
imagen de algo ya conocido, es decir, una presentación peda-
gógica y ampliatoria, aunque no nueva; por otra, el mito que
arriesga una hipótesis verosímil, imposible de comprobación
en la actualidad.102 Ambas posiciones manifiestan en el mito
la función de un recordar: en el primer caso, un recordar que
afirma un significado; en el segundo, un recordar más complejo
porque supone traer lo nuevo que en realidad se hallaba olvi-
dado, de otro modo se trataría de un inventar. Aquí se inscribe
el sentido de los mitos escatológicos, cuya confirmación está
más allá de la experiencia, pero abre la expectativa sobre una
hipótesis esperanzada. En la relación entre saber–olvidar–recor-
dar se juega un motivo crucial de la filosofía platónica, y está
entramado en los mitos.103
¿Cómo explica el mismo Platón la incorporación de los mi-
tos?104 El mito se anticipa como un cierto saber alusivo a una
| 102 |

totalidad, a un ser completo; pero está desarticulado, entonces su


aprehensión es como la cosa captada, desarticulada, entrecortada,
fragmentaria también.105 Si lo divino es el ser, no puede haber
«discurso» acabado y completo. Aquí es donde aparece una du-
pla de conceptos que confunde la esencia del motivo, y lleva a
intentos de definición de la función mítica: el mito es mentira,
el mito es verdad, el mito es mentira sobre una verdad, el mito es
mentira que conduce a una verdad, y más.Veamos dos opciones
para la incorporación justificada de los mitos:

Y aun en las fábulas de que estábamos hablando, por el hecho


de no saber por dónde anda la verdad en cosas tan antiguas, ¿no
haremos algo útil al asemejar, lo más que podamos, la mentira a
la verdad? [...] No hay razón, por tanto, por la que el dios pue-
da mentir. [...] Lo demoníaco y lo divino, por consiguiente, es
absolutamente opuesto a la mentira.106

En el párrafo, lo remoto de la verdad como punto de referencia


—no cuestionada, pero sí nublada— lleva a una inquietud meto-
dológica de ejercer y provocar una semejanza con la verdad de la
mentira, único material de trabajo. El pseudos formalmente es el
mito. El objetivo es lograr algo útil, tal como la aproximación de
un contenido que es conveniente conocer. La rúbrica señala que
lo «mentiroso» de la forma queda liberado por un mensaje que
garantiza la veracidad; es el anuncio de algo divino. Es atributo
de lo divino ser apseudés, «no–mentira». Y más adelante: «Fue
así, Glaucón, como este relato pudo salvarse de perecer y puede
incluso salvarnos a nosotros, si le damos crédito, para pasar con
felicidad el río del Olvido sin manchar nuestra alma. Y si a mí
también me dais crédito...»107
«Salvar» y «persuadir» constituyen extremos de un mismo
eje. «Salvar» como recuperar un saber remoto y verdadero es
«recordar» por extensión. Evoca la idea de recuperar. Mas la
segunda presencia de salvar, el «salvarnos a nosotros» lleva a un
| 103 |

plano escatológico. Recordamos que la última cita es el corola-


rio del mito de Er, y debe interpretarse en consecuencia. Habla
Platón de un saber y de una posibilidad incompleta, pero eficaz,
de salvarlo para salvarnos.También refiere a un encantamiento, a
una seducción del relato que permita dejarse subyugar por algo
que es bueno para creer.
Platón evita el dogmatismo metafísico de creer literalmente
en sus mitos; el recurso al diálogo y a la ironía debilita todo
dogmatismo de ideas, pues las nociones no se presentan fijas sino
en elaboración, y no siempre concluidas. Platón ofrece un mito
como cuerpo de otra substancia, no la substancia misma.108 Ese
cuerpo no puede ser tomado literalmente porque es connotativo;
la interpretación literal demora al mito en sí mismo, e interrum-
pe su valor de puente hacia otra meta–realidad. Consideramos
en este punto indispensable la distinción entre «creer» por haber
confirmado o verificado, de tipo racional, de un «creer» por te-
ner confianza, propio de la substancia de los mitos y, en especial,
de los de tipo escatológico.
En este enclave, y sabiendo que la filosofía se propone el des-
cubrimiento de la verdad, la presencia del mito en el discurso
platónico, debe estar al servicio de esa misma verdad, por ende,
debe haber verdad en el mito. Cuando Platón, dando crédito al
contenido mítico, se atiene al fundamento último de verdad de
los mitos, se refiere a «los antiguos» como la referencia y garan-
tía de la verdad; ellos, en efecto, son los primeros receptores y
transmisores de una noticia que procede de fuente divina (Filebo
16 c). Tales antiguos no son los primeros que «idearon» historias
míticas; su primacía está en que ellos transmitieron un mensaje
por ser los primeros en haberlo recibido; pero la procedencia del
mensaje es directamente divina. Ellos son los primeros oyentes
de lo que es «un don de los dioses a los hombres» (Fil. 16 c).
Hacia atrás, hacia el origen, Platón no puede referirse, porque
es una instancia pre–lingüística; su primer ámbito de asenta-
miento para transmitir el mensaje es el mítico, que él entretejerá
| 104 |

con el lógico. Para que la validez del contenido transmitido se


conserve deben cumplirse dos premisas: por un lado, fidelidad en
la transmisión del mensaje original, esto es, no solamente en lo
referido a la repetición, sino al no añadir nada esencial de propia
cosecha; por otro, la confianza que debe ofrecer el receptor de
la historia en cuanto a su procedencia originaria. Acerca de tal
origen, solo se puede argumentar una certeza «de oído», por
haberlo oído decir como verdadero (Critón 54 b y Fedro 62 b);
nunca se asienta la validez del mito en el conocimiento personal,
sino por la transmisión fiel del testimonio dado por otro, al que
se confiere una cierta autoridad.109

Los mitos escatológicos


Denominamos «mito escatológico» a aquella narración poética
cuyo tema refiere directa o implícitamente al origen y destino
de la existencia del hombre en el cosmos. Por «poética» indica-
mos que su elaboración requiere de símiles, metáforas o alegorías
para expresar sus contenidos; por «origen y destino» entendemos
aquellas instancias esenciales, pero incógnitas al hombre, acerca
de las cuales se puede hablar parcialmente y en cuyo mensaje
hay que confiar porque no se puede verificar. Es premisa de los
mitos escatológicos la existencia de lo divino, es decir, una na-
turaleza distinta por su esencia y cualidades de lo humano; una
noción de principio —arché— paradigmático, que se irá des-
plegando en lo histórico, igual que la idea de una morada final,
un más allá donde el destino último se consume; así como un
motivo —culpa— que justifique un tránsito intra–mundos; lo es
también una determinada concepción del alma en su inmateria-
lidad, que vincule lo humano con lo divino, y protagonice todo
este decurso. En este punto se hace indispensable una concep-
ción acerca de la inmortalidad del alma.
Al respecto, no hay en Grecia uniformidad desde los pri-
meros testimonios. La secuencia de la concepción griega de los
mitos del más allá se rastrea de Homero en adelante, tomando
| 105 |

como unidad el corpus narrativo de su épica. En ella, la idea del


alma, de su permanencia en un espacio propio luego de la muer-
te, de la duración de un principio inmaterial sobre el cuerpo, de
su relación con lo divino, de una culpa y su redención, se hacen
presentes a la imaginación con variantes y complicaciones, de
acuerdo se trate de creencias populares o de progresivas elabora-
ciones teológico–filosóficas.
En la determinación de una escatología, la cualidad de in-
mortalidad del alma es esencial para asociarla a su procedencia
divina. Pensar en algo inmortal es pensar en los dioses; la in-
mortalidad y la divinidad del alma se presentan a los griegos en
forma complementaria. Homero al referirse a los hombres en su
corporeidad los llama «los mortales»,110 y acentúa los rasgos pe-
recederos; el opuesto, naturalmente los «inmortales» dioses, es un
término que no funciona como epíteto, sino que se sustantiva en
la nominación de los olímpicos.
La idea de inmortalidad surge desligada de las corrientes
religiosas populares como elaboración de un segmento de «mís-
ticos» que influirán en la filosofía: son las sectas dionisíacas, fieles
a la idea de la materia divina del alma y, por ende, de su inmor-
talidad.111 Dionisos, de procedencia tracia,112 no pertenece a los
olímpicos, ni es tampoco semejante su culto al que testimonia
Homero en la épica, pero se incorpora entre los griegos como
centro de fiestas, en las cuales los cultores caían en cierto des-
enfreno, consecuencia de la posesión; el fin de las fiestas era, tras
perder el control sobre sí a consecuencia de la excitación, entrar
en comunicación con el dios. En ese estado de pérdida del pro-
pio límite, en plena exaltación de las emociones se hace presente
otro orden que el humano.113
Mediante la suspensión de las facultades habituales, el hombre
podía entrar en contacto dentro de su límite temporo–espacial
con las fuerzas de lo inmortal. Esa experiencia semejante a la lo-
cura, en tanto exalta y hace perder el control, implica que el dios
habita, se introduce en el hombre; se la denomina «éxtasis», salida
| 106 |

de sí. La situación de trance es el entusiasmo, el estar entheoi, «en


el dios», «entre los dioses».
La asimilación del culto extranjero dionisíaco, con su fun-
ción de anunciar la divinidad del alma, ingresará más tarde en la
filosofía; en los momentos iniciales, no alcanzó difusión general
sino particularizada a cultos locales; el ritual dionisíaco no fue
un elemento autóctono y su incorporación recibió resistencia.
Cuando ya estaba en Grecia instalado el culto a Dionisos, se
incorpora a modo de segunda vertiente, aunque complementa-
ria, el culto órfico, que no se asimila al culto público, pero que
prosperó en grupos selectos y cerrados en el siglo vi. Entre los
cultos de Dionisos helenizado y los órficos griegos se establece
una comunicación natural, especialmente en cuanto a las ideas
de purificación. Los componentes órficos acerca de la pureza, el
desdén de lo material y corruptible, como el ascetismo, carac-
terizaron fuertemente a sus seguidores. Las normas de la secta
órfica y sus principios de conducta se remitían en su origen y
fundamento a una inspiración divina y a su remoto fundador el
mismísimo Orfeo, deidad cantora de la prehistoria tracia.114 Una
literatura de carácter teogónico constituye el corpus del saber
órfico; combina nociones religiosas —expresadas en las notas
éticas de los dioses— y principios especulativos.
Los poemas son diversos y no siempre convergentes en su
contenido, aunque podemos extraer de ellos un relato religioso:
la historia del descuartizamiento de Zagreo por los Titanes, pun-
to de llegada de la literatura órfica y punto de partida, a nuestro
entender, de relatos escatológicos. Luego de una genealogía de
dioses órficos se presenta Dionisos, hijo de Zeus y Perséfone, al
cual se le da el nombre de Zagreo, dios de lo profundo, a quien
Zeus le confió el gobierno del universo mientras era niño. Pero
los Titanes, luego de vencer a Urano y liberados de su prisión
del Tártaro por Zeus, bajo la influencia de Hera, engañaron a
Zagreo con regalos; entre ellos le obsequiaron un espejo y mien-
tras aquel contemplaba su imagen cayeron sobre él. Para huir el
| 107 |

dios inició una serie de metamorfosis; cuando estaba bajo la for-


ma de toro lo dominaron para luego descuartizarlo y devorarlo.
Sin embargo, Atenea guardó su corazón, se lo dio a Zeus y este
lo comió. De Zeus nació un «nuevo Dionisos», hijo de Zeus y de
Sémele, entendido como reencarnación de Zagreo. Los Titanes
devoradores son exterminados por Zeus con el rayo; de sus ce-
nizas nacerá el género humano.
Hasta aquí el mito en el que culminan los poemas órficos
explicando los pesares de Dionios–Zagreo y el rito final en el
que, como toro, es descuartizado por las bacanales. Están pre-
sentes los elementos rituales y sacrificiales de la antigua Tracia,
pero el sentido del relato tiene eje en las concepciones helénicas.
Los Titanes son componentes griegos en su calidad de fuerzas
primigenias del mal; su maldad se expresa en la división de la
unidad: desgarran al dios. Pero la unidad se restaura mediante
Zeus con el nuevo nacimiento o renacimiento.Y la consecuen-
cia es el nacimiento del hombre, constituido por la parte de
Dionisos–Zagreo por la que recibe la bondad, y las cenizas de los
Titanes enemigos, de donde le viene la maldad.
La poesía órfica culmina con el nacimiento del hombre y
el gobierno de Dionisios renacido. La naturaleza humana es un
compuesto determinante de su acción: lo titánico y lo dionisíaco
están en tensión, expresados en la dualidad cuerpo–alma. El fin
del hombre será liberarse del primero para quitar el peso y la do-
minación titánica. La liberación no es rápida ni inmediata, debe
cumplir con el desprendimiento de la materia titánica y recuperar
la pureza del dios; queda sometida, por ello, al ciclo de la transmi-
gración que luego de la muerte no permite la liberación, sino que
consiste en volver a caer en otro cuerpo, y así sucesivamente. La
necesidad opera sobre este ciclo donde recorrerá cuerpos–cárce-
les de animales u hombres sin esperanza ni meta aparente.115
Según la visión del más allá órfico,116 cuando se produce la
muerte corporal el alma humana es conducida al Hades por
Hermes. En las profundidades debe comparecer ante un tribunal:
| 108 |

la secta órfica sostuvo la idea de la existencia de una justicia con-


mutativa, según la cual los culpables se purifican con el castigo.117
Pero, una vez cumplida esa instancia, el Hades se vuelve transitorio,
pues el alma esperará en él la próxima encarnación, subordinada
al tipo de purificación lograda. La estancia en el más allá no tiene
carácter definitivo, sino que guarda el ciclo del alma hasta la nueva
encarnación ajustando los hechos de una vida con los mereci-
mientos de la siguiente; de ese modo se cumple la expiación.
La circulación por vidas y muertes se convierte en condena
del impuro. No hay escapatoria en el sentido de una desapari-
ción o pérdida en la nada: el alma purificada se desprende de la
vida terrena y de la vida de ultratumba, el alma impura está ata-
da al ciclo vida–muerte. La posibilidad de romper el ciclo fatal
de la repetición terrenal solo puede lograrla el fiel a la religión
órfica en cumplimiento severo de sus prescripciones que inclu-
yen las orgías sagradas y el estilo de vida ascético; la recompensa
para quienes participaron convenientemente de los ritos órficos
es identificarse con el dios mismo, llegar a ser «Bacos». El des-
precio por lo corpóreo y perecedero es su eje a fin de mantener
al alma igual a ella misma, sin mancha. Esa mancha se entiende
como culpa; el alma está encarcelada en pago por una culpa y
el castigo es la vida mortal del hombre: la vida del cuerpo es
la muerte del alma, la vida del alma será la muerte del cuerpo,
aunque solo al final del ciclo.
El alma devuelta a un cuerpo reaviva los actos de la vida an-
terior: el impuro recibirá proporcionalmente castigos regulados
a las penas que ha causado para poder expiarlas. No desaparece,
sino que está atado al ciclo vida–Hades. Se une así el mundo de
ultratumba con la vida terrena, pues esta misma representa la
continuación de lo estipulado por los jueces infernales. Para el
hombre puro la vida contendrá premios que le otorguen dicha
en sus reencarnaciones; mas para él este no es premio suficiente:
la purificación alcanzada debe otorgarle la redención. Las almas
limpias de culpa, liberadas del ciclo de nacimiento y muerte,
| 109 |

alcanzan su destino último: vivir como una naturaleza divina,


descendiente de los dioses. Así se consuma la escatología órfica,
en la cual no hay obligación moral del alma, que no tiene nin-
guna misión respecto del cuerpo ni durante la existencia terrena
mas que evitar su propia contaminación.
También Pitágoras, como es sabido, ve en la misma línea al
alma humana como un ser divino, y por ello, inmortal. Está caída
de su lugar propio y apresada en un cuerpo que la guarda como
algo esencialmente distinto. Un alma cualquiera en un cuer-
po cualquiera; un alma que puede conocer cuerpos de distintos
hombres y animales en busca de su liberación definitiva. Como
en los órficos, para Pitágoras la conducta del alma determina su
ascenso o su entorpecimiento, pudiendo caer en una naturaleza
que la degrade. El estímulo moral es evidente. Por el bien del
alma debemos buscar el bien y evitar el sufrimiento posterior.
Las influencias del orfismo definen el curso del pensamiento
griego al representar el ingreso al pensamiento occidental de la
idea de inmortalidad del alma, mediante la elaboración de este
concepto realizada por Pitágoras y Platón y superando la men-
talidad arcaica helena.118
La comprobación de afinidad de motivos en diversas tradi-
ciones religiosas impide atribuir netamente a la imaginación de
cada pueblo la invención de historias más o menos fantásticas
como parece satisfacer alguna perspectiva de la historia de la
mitología.119 Nos referimos específicamente a los mitos escatoló-
gicos, aquellos que refieren a temas de las ultimidades (el origen
del cosmos, la felicidad originaria y posterior desgracia, el destino
de los muertos en tanto juicio y recompensa ulterior).120 Platón
no presenta una concepción unitaria del tema del alma en su
relación con el cuerpo, lo divino y con su destino último. Sería
ajeno a su estilo; en cambio, como en otros puntos, ofrece un en-
tretejido a lo largo de su obra, que implica una maduración del
tema al tiempo que la asimilación de diversas influencias.121 En
principio, el fin del hombre puede sustraerlo de toda consciencia
| 110 |

o puede hacerlo pasar a otro mundo, el Hades; así su visión ini-


cial presente en la Apología (40 e–41 c), a un Sócrates que muere
sin convicción respecto de lo que acaecerá a su alma. En rigor,
el hombre común no puede saber acerca de esas cosas (Apol. 29
a–b) y así lo testimonia Glaucón en la República (608 d).
Sin embargo, es gracias a Platón y a sus diálogos que ingresó
en el pensamiento filosófico la noción de la inmortalidad del
alma y, como consecuencia, la reflexión sobre su origen y su
destino final. Recoge motivos de cuño religioso y las pone en
contacto con su teoría de las ideas, regida por la dualidad del
mundo del ser y el devenir, y el dualismo espíritu y materia. El
alma se sitúa en esa división en un lugar intermedio entre el ser
inmutable y lo corpóreo, pero en la existencia humana se ve
unida al cuerpo. Ella debe aspirar a una catarsis respecto de la
materia, para recuperar su lugar de origen; por eso debe mante-
ner la contemplación de lo inmutable evitando el testimonio de
los sentidos. La limpieza de lo mundano mediante la disciplina
del filósofo permite al alma que alcance el ser por medio del
conocimiento racional.122 Salir del mundo terreno, aunque sea
mediante el ejercicio dialéctico, implica entrar en otro mundo,
donde el alma se asemeje a lo divino. Allí hay entusiasmo del
alma, hay «estar en el dios».
El mundo de las ideas es el ámbito del alma, de donde pro-
cede, y hacia allí debe volver. El Bien es el punto de llegada
porque ha sido el fundamento, constituyendo lo divino en sí. El
alma en su camino ascendente de purificación, vale decir, en la
culminación de la ciencia llega a la comunidad con lo divino.
Quien puede hacer pleno este conocimiento es el filósofo.123 El
alma purificada, finalmente, se libera del ciclo de las reencarna-
ciones. En este punto, no hay lenguaje unívoco para describir:
se trata de una experiencia de la eternidad que desde el tiempo
solamente puede mitificarse.
Los mitos escatológicos son para Pieper historias míti-
cas estrictas;124 presentan una verdad no comprobable en la
| 111 |

inmediatez racional, pero expresan algo valioso en sí mismo.125


Pueden ordenarse así: Timeo y la historia de la creación del
mundo; Banquete con el discurso de Aristófanes acerca de la for-
ma originaria y la caída del hombre; Gorgias, República y Fedón
en sus respectivos finales, con los discursos sobre el más allá en
el Gorgias, el juicio de los muertos en República, y el destino de
los muertos en Fedón.
En esta selección, no tienen lugar narraciones de supuesta
creación poética, ni historias que, en busca de mejor explora-
ción, no exceden el límite de lo humano en su contenido. De
los diálogos mencionados, los últimos tres ofrecen como conclu-
sión una narración mítica que, aún en pluralidad de elementos,
mantiene unidad al dirigirse al motivo del final del hombre y su
destino en el más allá. Es decir, el tema de las eskháta, las últimas
cosas que afectan al hombre, cierra la reflexión de los diálogos
ofreciendo una imagen unitaria en una estructura dialogal que
normalmente no llega a una conclusión convencional. Se sigue
confirmando que, de lo que no hay experiencia, y por ende,
no hay conocimiento racional, hay mito. En este punto, Platón
afirma que los mitos tienen un contenido de verdad indudable,
aunque la misma no pueda ser verificable en lo inmediato. Si la
base del mito estrictamente requiere una procedencia originaria
de tradición sagrada común —trasmitida por los antiguos oral-
mente— y si mito solo puede predicarse de los acontecimientos
que están entre la esfera divino–humana, para darles validez se
necesita de una confianza básica.
Aunque varios son los tipos de mitos trabajados por el fi-
lósofo, cuando se trata de aquellos de contenido escatológico,
no hay ambigüedad, ni entretenimiento, ni intención lúdica. La
incorporación de los contenidos del mito —en tanto dados, esto
es, transmitidos— forma parte del discurso filosófico como una
coronación. En obras como Gorgias o la República no falta de-
curso racional, sin embargo, la plenitud del argumento no se
alcanza racionalmente, sino por incorporación y conclusión de
| 112 |

la vía mítica. ¿Esta conclusión debe admitirse como válida? ¿O


debe dejarse como suspensión aceptable del argumento? La res-
puesta, más allá de múltiples conjeturas, está en Platón y pone la
cuestión en un plano de fronteras, tal como es congruente con
las ambiciones del mito: «podría también salvarnos a nosotros,
si creemos en él».126 En el contexto de una narración mítica, la
presencia de este vocablo supone «la convicción o certeza que
proviene de la fe», es decir, la apropiación de una convicción por
creencia en ella.
Los mitos escatológicos no son falsos, mas serán verdaderos
si se cumplen; acerca de ello nadie ha dicho una cosa o su con-
traria. No son históricamente falsos, son meta–históricamente
posibles: persuaden acerca de una verdad no confirmada en el
tiempo. Las historias míticas, tensionadas entre el juego de la
imaginación y el cálculo de la demostración, no pertenecen a
ninguno de esos planos; entroncan con un modo que completa
lo poético y lo filosófico —desprendimientos de aquello— re-
tomando su fuente religiosa. La apertura al plano de la creencia
relaciona el texto poético del mito con el religioso, generando
una importante resonancia y sugiriendo afinidad entre terrenos
normalmente divididos en la interpretación.127

Platón y la Academia
A partir del Banquete se plasma el paradigma de filósofo como
aquel que se caracteriza por llevar a las personas a la sabiduría
por un cierto modo de vida y por un cierto discurso. De lo que
hemos señalado en los puntos anteriores depende todo el pro-
yecto educativo de la Academia. Volvemos por un momento al
Banquete y al vínculo que se establece entre el amor y la filosofía;
en efecto, Eros no es solamente deseo de alcanzar lo sabio y lo
bello, sino deseo de fecundidad, esto es, de perdurar producien-
do. Diótima considera que hay dos modos de ser fecundo: por el
cuerpo o por el alma. El primero busca la inmortalidad median-
te los hijos y la segunda a través de la obra artística o técnica. Sin
| 113 |

embargo, la mayor obra de la inteligencia consiste en el dominio


de sí mismo y en la práctica de la justicia, la cual se ejerce en las
ciudades o en las instituciones (Banquete 208 e).
Consideramos que una de las instituciones a las que se refiere
Platón es la Academia, puesto que, cuando hace referencia a la
fecundidad del alma, alude al educador, al pedagogo, quien «tiene
abundancia de razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe
ser el hombre bueno y lo que debe practicar».128 En el Fedro,
Platón tomará nuevamente la imagen de «sembrar los espíritus»:

más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando


alguien, haciendo uso de la dialéctica, y buscando un alma ade-
cuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de
ayudarse a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estéri-
les, sino portadoras de cimientes de las que surgen otras palabras
que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en
todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la
posee en el grado más alto posible para el hombre.129

Se nos presenta así un segundo elemento de la mayor importan-


cia, al momento de considerar las consecuencias de la definición
de filosofía que hallamos en el Banquete. En efecto, el modo de
vida del filósofo es el que se constituye en comunidad, esto es, en
la modalidad del diálogo entre maestros y discípulos, en el ám-
bito de la escuela. Séneca, a varios siglos de distancia, se hará eco
de esta concepción platónica:

La viva voz y la convivencia te serán más útiles que la palabra


escrita; es preciso que vengas a mi presencia: primero, porque
los hombres se fían más de la vista que del oído; luego, porque
el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a tra-
vés de los ejemplos. [...] Platón, Aristóteles y toda la pléyade de
sabios que había de tomar rumbos opuestos, aprovecharon más
de la conducta que de las enseñanzas de Sócrates...130
| 114 |

Si bien Platón no fue el único discípulo de Sócrates en fundar


una escuela dedicada plenamente a la enseñanza filosófica,131 el
eco en el tiempo de la Academia resulta único. Podemos pre-
guntarnos por qué fue de este modo.Ya desde la Antigüedad132 se
consideró que el acierto de Platón había sido alcanzar la síntesis
entre Sócrates y las doctrinas pitagóricas. De su maestro recibió
el método del diálogo, la ironía y el cuidado en la conducción
de los asuntos humanos. De la tradición pitagórica, el ideal de la
vida comunitaria de los filósofos, la necesidad de una formación
propedéutica mediante las matemáticas;133 en la República, Platón
elogia a Pitágoras porque propuso una norma de vida, un camino
en tensión hacia la sabiduría. Por estos motivos podemos conside-
rar que la fundación de la Academia se inspiró tanto en el modelo
existencial de Sócrates cuanto por la forma de vida pitagórica y su
fuerte influencia en la política de las ciudades de la Magna Grecia.
La convicción fundamental que lleva a Platón a fundar la
Academia es política: la posibilidad de cambiar la vida mediante
la educación de los hombres, cuya presencia posee influencia en
la ciudad a través de la filosofía. El carácter autobiográfico de la
Carta vii tiene, en este punto, la mayor importancia; en ella nos
relata Platón cómo en su juventud le habían preocupado los
asuntos de Atenas, pero la muerte de Sócrates le había mostrado
su rostro más feroz, la corrupción de la vida pública: «Me vi irre-
sistiblemente llevado a alabar la verdadera filosofía y a proclamar
que, solo a su luz, se puede reconocer dónde radica la justicia en
la vida pública y en la vida privada».134
Para Platón, esta tarea consiste en actuar; así explica su de-
cisión de tener un papel político en Siracusa y no pasar por un
simple charlatán. De hecho, un número importante de alumnos
de la Academia desempeñó puestos relevantes en la política de
distintas ciudades en oposición a la tiranía.135 A diferencia de
los sofistas, Platón pretendió dotar a sus discípulos de un sa-
ber basado, por un lado, en un riguroso método racional y, por
otro, conforme a los ideales de vida socráticos: amor del bien y
| 115 |

transformación interior de la persona. Platón, sin embargo, debe


dar un largo rodeo para cumplir este ambicioso programa; crea
una comunidad intelectual y espiritual con la misión de formar
nuevos hombres para regir la ciudad (Rep. 519 d).
La Academia estuvo constituida por una comunidad de
iguales, que aspiraban a la virtud y a la investigación en co-
mún. Como señala Guthrie,136 para formar una sociedad que
tuviera instalaciones y terrenos adjuntos, como fue el caso de
esta institución, Platón, para cumplir con los requisitos legales,
debió fundarla como un thiasos, es decir, como una asociación
cultual al servicio de una divinidad, que de manera nominal
fungía como propietaria de la finca. Platón eligió a las Musas,
que ejercían el patronazgo de la educación (el Museion o capilla
de las Musas era una construcción común en las escuelas). Había
también comidas en común que fueron famosas por la sobriedad
de sus alimentos y por conversaciones que valía la pena recordar.
Como se establece en Leyes (756 e–758 a) se trata de una igualdad
que se organiza según los méritos y necesidades de cada uno
de los miembros. Se vislumbra aquí uno de los elementos de la
filosofía política de Platón, que mayor eco ha tenido en nuestra
cultura: la humanidad más intensa se alcanza en la ciudad, por
ello, Platón buscaba que sus discípulos vivieran en estas condi-
ciones y que rigieran su persona según las normas de esta.137
Lamentablemente poco conocemos del desarrollo institu-
cional de la Academia. Sabemos que era una asociación dedicada
al culto de las musas y que tenía dos categorías de miembros:
por un lado, investigadores y profesores y, por otro, los más jóve-
nes, los estudiantes. Espeusipo, el primer sucesor de Platón, fue
elegido por el propio maestro; Jenócrates, el segundo sucesor,
fue elegido por el voto de los miembros y parece que resultó
decisiva la elección de los estudiantes.138 Se ha transmitido el
nombre de dos mujeres, Axiotea y Lastenia, discípulas de Platón
y Espeusipo respectivamente; ambas llevaron el manto del filó-
sofo, indumentaria emblemática de los filósofos de la Academia.
| 116 |

Según algunos testimonios, además de los cursos y de la investi-


gación, sus miembros celebraban comidas en común.Ya hemos
mencionado que había algunos miembros que estaban asocia-
dos a Platón en la enseñanza y en la investigación; conocemos
a algunos de ellos: Espeusipo, Jenócrates, Eudoxio de Cnido,
Teeteto, Heráclides del Ponto, Aristóteles; en su mayoría son
matemáticos y astrónomos.
La geometría ocupaba un lugar central en la formación ini-
cial de los estudiantes. Se estudiaba de una manera totalmente
desinteresada, es decir, sin consideración de su utilidad inmediata
(Rep 522 a–534 a). Mediante estos estudios se buscaba, por un lado,
una cierta purificación de las representaciones sensibles y, por
otro, una finalidad ética. Aunque la geometría era considerada
un saber propedéutico, fue objeto de profundas investigaciones;
de hecho, fue en el ámbito de la Academia donde las matemá-
ticas en su conjunto tuvieron nacimiento:139 se descubrieron los
axiomas, definiciones, postulados y se ordenaron los teoremas,
deduciéndolos unos de otros. A partir de estas investigaciones,
medio siglo más tarde, Euclides redactará sus célebres Elementos.
Platón enseña que los filósofos debían comenzar el ejercicio
de la dialéctica luego de haber alcanzado una cierta madurez y
que debían practicarla durante cinco años (de los treinta a los
treinta y cinco, Rep. 539 d–e). La dialéctica consistía en un arte
de discusión sometida a determinadas reglas: se planteaba lo que
hoy llamaríamos una tesis (del tipo ¿puede enseñarse la virtud?);
un interlocutor la defendía y otro la atacaba. Este último pro-
cedía mediante preguntas con la intención de hacer admitir al
primero que defendía una tesis contradictoria. Por ello, la dia-
léctica no solamente enseñaba a llevar adelante con habilidad
este tipo de interrogatorio, sino también a contestar de tal modo
que quedaran al descubierto los sofismas de quien conducía el
interrogatorio.
¿Por qué Platón pensaba que debía iniciarse la práctica de la dia-
léctica en una edad que consideraba de madurez? Evidentemente
| 117 |

que a Platón le resultaba peligroso un arte que podría hacer creer


a los jóvenes que podían atacar o defender cualquier posición
sin tener en cuenta la verdad y el bien que ellas pudieran im-
plicar. Por este motivo, la dialéctica en la Academia no tuvo un
tratamiento únicamente lógico, sino que también implicaba una
cierta espiritualidad en tanto requería una depuración, una trans-
formación (ascesis en términos platónicos) de los interlocutores.
El sentido de la dialéctica no era que se impusiera el más hábil,
sino que se hiciera un esfuerzo común de los interlocutores por
desplegar un discurso que estuviera de acuerdo con las exigen-
cias racionales del logos, en el sentido de un discurso sensato. Nos
hallamos en las antípodas de la discusión por sí misma.140 Por
este motivo, la dialéctica era esencial para aquellos que estaban
destinados a desempeñar un papel de peso en el gobierno de la
ciudad; en una cultura como la griega, que daba una importancia
capital al discurso político, era crucial formar a los jóvenes en la
doble perspectiva que señalamos más arriba.
La dialéctica, entonces, conlleva también un designio ético:
la búsqueda de la verdad como dia–logos. De este modo, Platón
concebía el pensamiento,141 lo que constituía el fundamento de la
libertad propia de la Academia. Por ejemplo, sabemos que algunos
de los tratados de Aristóteles se oponen a la teoría platónica de las
ideas (acaso ya en sus lecciones orales en la Academia). Sabemos
también que Espeusipo y Jenócrates también desarrollaron teorías
que se alejaban de la doctrina platónica; Eudoxio consideró que el
placer era la forma superior del bien. Como señala H. J. Krämer,142
estas intensas controversias no solamente marcaron a quienes las
sostuvieron o a la filosofía helenística, sino que dejaron una huella
profunda en el desarrollo histórico de la filosofía. Esto significa
que la comunidad no descansaba sobre el pensamiento que ela-
boraba Platón, sino sobre el modo de vida que el maestro había
propuesto, esto es, la ética del diálogo que mencionamos poco
antes: expresión del logos, amor del bien y atención a la transfor-
mación interior a que esta práctica conduce.143
| 118 |

Finalmente, este modo de vida filosófico (la investigación


desinteresada y la enseñanza) constituye el programa central de
la Academia; en él es posible vislumbrar una oposición cons-
ciente a la sofística.144 Este modo de existencia orientado hacia la
vida intelectual y espiritual reclama una «conversión» (Rep. 518
c) del alma y, con ella, de la totalidad de la vida moral. El mito
de Er (Rep. 618 b) confirma que, para Platón, lo fundamental era
la elección del modo de vida; la narración la presenta como si se
hubiera hecho en la vida anterior.
La Carta vii —conviene recordar— es un texto autobiográ-
fico, y allí Platón escribe que el esfuerzo por mantenerse en
la senda de la vida filosófica debe renovarse cada día; según la
fidelidad a este recorrido es posible distinguir los que filosofan
verdaderamente de aquellos que no lo hacen; de los mencio-
nados en segundo término solo se pueden esperar opiniones
superficiales (Carta vii 340 c–d).
Sin duda a ello alude Platón en el pasaje recién citado, cuan-
do, al rememorar a su discípulo Dión de Siracusa, dice que aquel
estilo consiste en hacer más caso a la virtud que al placer, en
renunciar a los placeres sensibles y mantener determinado régi-
men de alimentos: vivir cada día para volverse más dueño de sí.
Esta concepción espiritual de la vida filosófica puede rastrearse
en el Timeo. En efecto, allí afirma que es necesario cultivar la
parte superior del alma, esto es, el intelecto, a fin de ponerse en
armonía con el universo y hacerse uno con la divinidad; en este
diálogo solamente enuncia la necesidad de tal ejercitación, pero
sin dar otras precisiones.
En República (571 a–572 d) hay observaciones del mayor in-
terés para el tema que ahora nos ocupa. En efecto, encontramos
allí lo que podríamos considerar una necesaria «disposición para
el sueño». Escribe Platón que en todas las personas habitan de-
seos contrarios a la norma; en algunas pueden ser contenidos o
completamente extirpados mediante la acción combinada de la
razón, de otros deseos más nobles y de la ley. Aquella disposición
| 119 |

adecuada se convierte en una verdadera exigencia, puesto que


los deseos innobles son los que despiertan en el sueño, cuando
duerme la parte racional del alma, la que domina la parte «bestial
y salvaje». Para que estos sueños no tengan lugar es necesaria
una cierta preparación que mantenga despierta la parte racional
del alma a través de una tensión meditativa que contengan los
deseos inmoderados y la cólera.
Se entiende por este pasaje que hay una responsabilidad de
la persona sobre los sueños, puesto que reflejan la conducta y
los deseos de la vigilia.145 En consonancia con estas enseñanzas,
Platón expresa que solo hay que dormir lo necesario para con-
servar la salud y que, para ello, se requiere poco (Leyes 808 b–c).
Otra práctica de ejercicio la hallamos también en la República
(604 b–c). Esta consiste en mantener el sosiego ante las adversi-
dades, mediante el recurso de aforismos capaces de sostener la
armonía interior de la persona. Así, por ejemplo, de nada sirve
indignarse, puesto que los acontecimientos humanos carecen de
tanta importancia: debemos tomar las cosas tal cual son y actuar
en consecuencia.
En este sentido resulta célebre la apelación del Fedón a sa-
ber morir, cuando se consuma la condena de la que había sido
objeto Sócrates. Es precisamente Sócrates quien declara que la
persona que ha dedicado su vida a la filosofía posee el valor
de morir, puesto que aquella no es más que una preparación
para la muerte (Fedón 64 a).146 En efecto, si esta consiste en la
separación del cuerpo y del alma y el primero no nos causa
más que molestias y pesares a causa de las pasiones, es necesario
que el filósofo aplique toda su dedicación a liberar al alma de
las necesidades con que la encadenan las pasiones. Se impone,
entonces, una cierta ascesis del cuerpo y purificación de la
inteligencia; por ello, el ejercicio del diálogo es ya una prepa-
ración para la muerte.
En la visión del Fedón, la muerte de Sócrates manifiesta que
existe un «yo» que debe morir y, a su vez, un «yo» que trasciende
| 120 |

la muerte porque se ha identificado con el pensamiento (115 e);


ello se advierte con claridad hacia el final del diálogo. Resulta
complementaria la visión que sobre este tema Platón expresa en
la República. La filosofía libera al alma del temor de la muerte y
lo expresa mediante la contemplación conjunta de lo divino y
lo humano:

La mezquindad es, sin duda, lo más opuesto a un alma que


haya de suspirar siempre por la totalidad íntegra de lo divino
y de lo humano […] ¿Y aquel espíritu al que corresponde la
contemplación sublime del tiempo todo y de toda la realidad,
piensas que puede creer que la vida humana es gran cosa?
[…] ¿Y acaso semejante hombre considerará que la muerte
es algo temible.147

En el Teeteto (176 b–c), el filósofo es presentado de modo se-


mejante: contempla desde lo alto lo que sucede aquí abajo. Un
rasgo que suele acompañar la inteligencia es el humor, y Platón
no podía carecer de esta compañía; por ello se refiere al filósofo
como un extraño perdido en un mundo demasiado humano,
según el modelo histórico de Tales, el sabio que cayó en un
pozo mientras contemplaba el cielo. Este raro personaje no sabe
disputar por las magistraturas, ni sostener debates políticos, ni
siquiera hablar de corrido de cosas corrientes; como su mirada
abarca toda la tierra, tiene en poco a las riquezas. Debemos acla-
rar inmediatamente que nos equivocaríamos si consideráramos
que en este diálogo se opone la vida contemplativa a la vida
activa. La oposición existe pero en otros términos: el modo de
vida de los filósofos se contrasta con la vida de los que, por aho-
ra, llamaremos no–filósofos. El primero se empeña en alcanzar,
conjuntamente, la ciencia y la virtud o, en términos platónicos,
volverse justo y santo en la claridad de la inteligencia. Los que
mencionamos en segundo lugar se caracterizan por estar ple-
namente agusto en la ciudad de las apariencias vacías, es decir,
| 121 |

aquella ciudad modelada por la voluntad de poder. La figura


del filósofo resulta grotesca pero desafiante para la ciudad de las
apariencias, cuyos ciudadanos no reconocen más que la astucia,
la habilidad y la brutalidad.
Podemos, entonces, considerar que en la formación de la
Academia primaba una ética del diálogo según aquel principio
de «volverse justo» que hemos citado anteriormente. Esta ética
del diálogo quedaría, a su vez, incompleta si no la considerá-
ramos nuevamente desde la perspectiva del Fedro (249 b ss.),
esto es, desde el enaltecimiento por el amor. Según el mito de
la preexistencia del alma, esta conoció precisamente las formas
o ideas, pero al caer en el cuerpo olvidó todo conocimiento
anterior. La única idea que sobrevive a este impacto, como una
intuición, es la belleza, pues se le reconocerá en los cuerpos
bellos del mundo sensible. Así, el recuerdo de la idea de belleza
produce la emoción amorosa del alma. La belleza más humil-
de del mundo sensible produce una cierta conmoción porque
evoca aquella belleza.
En este punto, el Fedro y el Banquete manifiestan esta preo-
cupación que con seguridad Platón presentaría a sus discípulos.
¿Por qué lo decimos? Porque aquel estado de extrañeza, de
contradicción, de tensión interior del filósofo expresa el íntimo
desgarro por querer unirse a aquello que ama: la búsqueda de la
posesión de lo amado manifiesta en suma la atracción que ejerce
aquella belleza ideal. Por este motivo, el filósofo debe poner este
deseo posesivo del amor en el objeto más elevado posible (Fedro
253 a). En consonancia con lo anterior, en el Banquete leemos
que el amor, en los términos anteriormente expresados, le otor-
gará la fecundidad espiritual que se manifestará en el discurso
filosófico. Por ello, el amor que está primero en los objetos sensi-
bles nos conducirá a la belleza que está en el alma, en las acciones
y en la ciencia (Banquete 210 a– 211 d). En la perspectiva plató-
nica de la concepción filosófica podemos señalar dos actividades
esenciales: por un lado, la elección de un determinado modo de
| 122 |

vida, que llamamos filosófico, y, por otro, un cierto discurso que


se encuentra en consonancia con aquel modo de vida. Sobre
este segundo punto debemos también señalar que el lenguaje se
muestra incapaz de mostrar lo esencial de aquel modo de vida.
Para Platón, las ideas se experimentan en el deseo y en el diálogo,
antes que en el lenguaje discursivo.
| 123 |

Notas
1. A. Lesky: Historia de la literatura griega, pp. 208, ss. W.K.C.
Guthrie, t. II pp. 48–49.
2. Aun en este contexto irónico y burlón de la comedia de
Aristófanes, Esquilo pregunta: «¿Por qué razón hay que ad-
mirar a un poeta?» y Eurípides responde: «Por su destreza
y su capacidad educadora, y porque hacemos mejores a los
hombres en la ciudad».
3. Olímp. xiv, 7: «si sapiente (sophós), si bello, si es brillante al-
gún hombre»; con el significado de «poeta», Ist. 5(4), 28. Cf.
Herodoto ii, 49. La primera acepción en Bailly, op. cit., es
«todo hombre que posee excelencia en un arte», s.v.
4. Cf. Guthrie: op. cit., pp. 48–49.
5. Cf. W. Jaeger: Paideia, p. 263.
6. Cf. Sofista 222 a – 224 d. En Protágoras (313 c) presenta al sofista
como un tendero de las mercancías que nutren al alma y
sugiere razones para andar con cuidado antes de confiarse a
uno de ellos, pues no son como los alimentos corporales que
se pueden guardar en tarros antes de probarlos, sino que los
consumimos antes de saber si son o no de calidad.
7. Cf. Refutaciones Sofísticas 165 a 22.
8. En el Menón (91d), Platón por boca de Sócrates señala que
Protágoras había ganado más dinero que Fidias y diez es-
cultores juntos; poco antes (91 c) había hecho una irónica
defensa de los sofistas ante Anito, un miembro educado de
la clase gobernante que los ataca con vehemencia. Guthrie
(op. cit., pp. 53ss) nos recuerda que Isócates en su Antídosis
defendió la profesión de los sofistas, pues se identificaba con
su propio ideario filosófico (más próximo a Protágoras que
a Platón) y menciona que la mayor recompensa de un so-
fista es ver a uno de sus discípulos hacerse un ciudadano
respetable.
9. Resultan ilustrativos aquellos pasajes de La Odisea que se refie-
ren a los Pretendientes de Penélope: no todos ellos son nobles
| 124 |

que actúan degradados por la ambición de gobernar Ítaca y


por poseer a su Reina (Antinoo o Eurímaco), sino que algu-
no de ellos advierten, aunque tarde, su error (Anfínomo no
comprende las palabras del Odiseo–Mendigo, quien le habla
de las virtudes del eximio Niso, padre del joven). El Canto
xviii es sumamente ilustrativo de que la areté no siempre se
transmite generacionalmente.
10. L. M. Cadavid Ramírez: «Los sofistas: maestros del areté en la
paideia griega», Revista Perseitas, pp. 37–61
11. Indicamos la bibliografía que ha constituido el horizon-
te intelectual de nuestra reflexión: Cf. W. Jaeger: Paideia, pp.
130–154; M. Untersteiner: Sofisti. Testimonianze e frammenti, (4
voll., vid. Vol. I: Protagora e Seniade. Introduzione, traduzione
da M.U, 1949); R. Clendon Lodge: Plato’s theory of education
(«Vocational and Technical Education», pp. 15–40); vid. J. L.
Jarrett (ed.): The Educational Theories of the Sophists. P. Impara:
Platone filosofo dell’educazione, pp. 14–15.
12. Cf. M. Untersteiner, op. cit., pp. xi–xxiii.
13. Cf. Hipias Menor, 368 b–c.
14. Guthrie, op. cit., p. 51.
15. Cf. 341 c.
16. Cf. Fedro 275–277.
17. En realidad el saber ya hecho es más información que pro-
piamente un saber.
18. Protag. 361 b–c
19. Menón 85 c–d
20. Gorgias 515 e
21. Ib. 516 b
22. Ib. 488 a.
23. República I,353 a–b; c–d.
24. Ib. 420 e–421 a.
25. Ib. 409 e–410 a.
26. Ib. 451 d.
27. Ib. 547 d.
| 125 |

28. Ib. 459 e–460 a.


29. Ib. 89 e–90 b.
30. Cf. Banquete 202 e. También lo encontramos en el inicio del
relato escatológico del Fedón (107 d ss).
31. J. N. Bremmer: The early greek concept of the soul, pp. 9–15.
32. Cf. J. P.Vernant: Mito e religione in Grecia antica.
33. 78 d–79 a.
34. 76 d–e.
35. 80 b.
36. La dificultad aquí resulta cómo establecer la tripartición del
alma, aunque, como sabemos, también en este punto la con-
cepción platónica está en pleno desarrollo.
37. Rep. 611 c.
38. Ib. 680 d–681 b (passim).
39. Ib. 681 d.
40. Cf. Banquete 204 b.
41. Ib. 66 e–67 a.
42. Cf. Teeteto 155 d.
43. Rep. 479 e–480 a.
44. Ib. 484 a.
45. Rep. 514 a: «Después de esto (“la línea divisoria”) —prose-
guí— compara nuestra naturaleza respecto de su educación y
de su falta de educación con una experiencia como esta (“la
alegoría de la caverna”)».
46. Ib. 515 b.
47. Rep. 517 b.
48. El problema queda sin resolver en Platón y así queda hasta
Santo Tomás, quien en De Veritate (q. 2, a. 6) presenta en pro-
fundidad las dificultades del tema: «similitudo autem quae est
in intellectu non abstrahitur a phantasmate sicut ad obiecto
cognoscibili, sed sicut a medio cognitionis». En definitiva,
parece decir Santo Tomás que el conocimiento intelectual re-
flejo tiene la posibilidad de conocer la imagen sensible en su
singularidad, aunque la vía de acceso no se pueda definir de
| 126 |

manera precisa. Para Santo Tomás Cf. Carlos Llano Cifuentes,


El conocimiento del singular, pp. 64 – 73.
49. Fed. 346 b.
50. Hallamos también la tripartición del alma en República iv 435
c–441 c y X 611 b ss; en Fedón 78 b ss, plantea la tesis de su
simplicidad.
51. Fed. 246 c.
52. K. Gaiser: «Platonische Dialektik–damals und heute», pp. 77–
107; E. N. Tigerstedt: Interpreting Plato.
53. Rep. 435 b.
54. No resulta significativo para nuestro tema si se trata de un
programa político positivo, es decir, que se piensa llevar a
cabo, o si forma parte del género utopía; en ambos casos con-
sideramos que lo más pertinente de ambas descansa en lo que
expresan en términos de crítica a lo dado.
55. Rep. 437 c.
56. Id. 444 d.
57. El posesivo hace referencia a «los antepasados».
58. Leyes v, 726 a. La misma idea, más extensamente presentada, la
encontramos en 631 b–d. Cf. Rep. 441 d.
59. Rep. 440 d.
60. Cf. J. Stenzel: Platone educatore. Las precisiones allí contenidas
sobre nuestro tema conservan toda su actualidad.
61. En la fundación de comunidades y en su sostenimiento,
Platón considera que se expresa «la condición filosófica del
alma» actitud conciliatoria, que crea un movimiento de sim-
patía hacia las personas que constituyen comunidades y por
el paisaje en que se implanta.
62. F. Woerther: «Music and the Education of the Soul in
Plato and Aristotle: Homoeopathy and the Formation of
Character», The Classical Quarterly, pp. 89–103.
63. Cf. E. Voegelin: Ordine e storia. La filosofia politica di Platone,
pp. 127 ss.
64. Platone educatore, p. 73.
| 127 |

65. S. Bourgault: «Music and Pedagogy in the Platonic City», The


Journal of Aesthetic Education, pp. 59–72.
66. En Rep. 411 b Platón expresa claramente que el cuerpo tiene
la posibilidad, mediante el ejercicio continuo del salvajismo
y de la brutalidad, de debilitar el alma hasta volverla sorda y
ciega.
67. Rep. 377 b.
68. En Rep. 394 c hallamos la distinción que presentamos más
arriba en estos términos: a) «lo que se debe decir» y b) «cómo
se lo debe decir». Esta perspectiva de análisis se presenta tam-
bién en Fedro 234 e–236 a; luego que Fedro ha leído un texto
de Lisias, él mismo le pregunta a Sócrates si algún otro grie-
go podría decir algo mejor sobre el asunto del discurso; la
respuesta de Sócrates, en su ironía, contiene dos elementos:
uno, ¿qué se entiende por mejor para ser alabado, puesto que
los antiguos han compuesto discursos más dignos de elogio?
Otro, si este elogio debe hacerse «por haber expresado su au-
tor lo debido» (el tema) o por dar a sus «palabras la claridad,
la rotundidad y la exactitud adecuadas»; en este caso el cómo
expresa la forma literaria en su sentido más genuino, es decir,
del género al estilo que le es propio. Poco más adelante dice
Sócrates que se debe admirar la disposición o la invención
del discurso según la obviedad o complejidad del argumento.
69. Cf. Il xxiv, 527; 530 y 532; estos dos últimos en paráfrasis muy
libres en Rep. 379 d–e.
70. Ib. 377 a.
71. Rep. 396 c–e.
72. Ib 397 a.
73. Cf. H. G. Gadamer: «Platón y los Poetas» en Estudios de
Filosofía, pp. 87–108. En especial: «poco puede ayudar a la com-
prensión el que se presuponga a Platón como el metafísico de la
teoría de las Ideas y se demuestre entonces que su crítica a los poetas
se deriva de modo consecuente de sus supuestos ontológicos funda-
mentales» (p. 92).
| 128 |

74. La afirmación no ignora las diversas etapas de su redacción,


sino al momento de su revisión como tal por parte de Platón.
75. Rep. 395 d.
76. Rep. 379 a.
77. Ib. 392 c.
78. Ib. 401–d 402 a.
79. P. García Castillo: «La música y la educación en Platón» en
Música y Educación: Revista trimestral de pedagogía musical, pp.
17–30.
80. Rep. 380 a.
81. Ib. 382 e. Para completar la concepción teológica de Platón
véase: W. Jaeger: The theology of the early greek philosophers, pp.
7–23 (En las páginas mencionadas el autor presenta la decisi-
va contribución de los presocráticos a la reflexión teológica
y a la vida religiosa en Grecia en oposición a la interpre-
tación cosmológico–naturalista del positivismo). J. J. Cleary:
«The role of Theology in Plato’s Laws», pp. 125–140 en F. L.
Lisi (Ed.), Plato’s Laws and its historical Significance. L. Robin :
Platon («Le Dieu de Platon», pp. 177–183). F. Solmsen: Plato’s
Theology.
82. Rep. 385 c.
83. Ib. 387 c.
84. Ib. 387 d.
85. Ib. 388 a.
86. Ib. 388 a–b; en este pasaje se cita La Ilíada xxiv, vv. 10–12
(Aquiles no puede conciliar el sueño angustiado por la muer-
te e Patroclo); xxiii, vv. 23–24 (nuevos gestos de dolor y luto
de Aquiles por Patroclo); xxii, vv. 414–415 (Príamo, transido
de dolor, evoca por su nombre a los guerreros muertos).
87. En 388 c, Platón cita nuevamente La Ilíada: xxii, vv. 168–169
y xvi vv. 433–444.
88. Ib. 389 d–e.
89. Ib. 389 d–390. En este pasaje presenta Platón ejemplos de au-
sencia de moderación: las palabras llenas de cólera de Aquiles
| 129 |

a Agamenón (Ilíada i, 225); las palabras voluptuosas de Odiseo


respecto de la comida y de la bebida (Odisea ix, vv. 8–10) y,
por último, ejemplos de pasión sexual dominando a los dio-
ses (Ilíada xiv, v. 396, Zeus y Hera en este caso).
90. H. G. Gadamer: Mito y razón, p. 28: «la tradición mítica entraña
en sí misma un momento de apropiación pensante».
91. L. Brisson : Platon, les mots y les myhtes, pp. 120–125.
92. G. Droz: Los mitos platónicos, p. 27: «(los mitos platónicos)
amplían los pensamientos que buscan la verdad hasta la
allendidad».
93. Aristóteles: Met., xii, 8, 1074 b.2
94. J. Brun: Platón y la Academia, p. 34.
95. P. Friedländer: Platón, verdad del ser y realidad del vida, p. 201:
«En el mundo único, irrepetible e insuperable de Platón el
mito ocupa su lugar necesario».
96. P. M. Schuhl: La obra de Platón, p. 6.
97. W. Jaeger: Paideia. Los ideales de la cultura griega, p. 540
98. Ib.: «Cuando el complicado desarrollo del pensamiento lógico
ha desaparecido desde hace ya tiempo en el recuerdo del lec-
tor, sigue viviendo en él la imagen del mito, que se convierte
así en símbolo del contenido filosófico de todas las obras, más
aún, de toda la doctrina y de toda la vida de Platón».
99. Pensamos en los cuentos anónimos de las diversas tradiciones,
fábulas, parábolas, de finalidad evidentemente admonitoria,
que a lo largo del relato sostienen un entramado alegórico, y
exponen al final, en resumen, la enseñanza propuesta, incluso
desprendida de la conclusión retórica.
100. Cf. G. Droz: op. cit., p. 12, donde recoge una serie de citas de
sesgo iluminista.
101. W. K. C. Guthrie: Historia de la Filosofía Griega, V Platón,
segunda época y la Academia, p. 326. «Uno debe recordar que
él consideró que merece la pena presentar los mismos pro-
blemas en un escenario dialéctico y mítico, una característica
que lo separa de cualquier otro pensador».
| 130 |

102. G. Droz: op. cit. p. 14.


103. Nos referimos a la reminiscencia.
104. R. Buxton (ed.): From Myth to Reason? Studies in the
Development of Greek Thought. Señala que Platón busca apro-
piarse de mitos de los poetas y los usa en una variedad de
sentidos como complemento del logos. [...] El mito no es
distinto del logos sino necesariamente interrelacionado.
105. C. Disandro: Tránsito del mythos al logos, Hesíodo, Heráclito,
Parménides, pp. 20 ss.: «La etimología del término mythos es
bastante discutida y oscura. Prácticamente se puede afirmar
que no poseemos una etimología clara y aceptable. Podría
hacerse derivar tal vez de la misma raíz que el verbo griego
myein, con la que se relaciona el término “mysterion” [...] El
verbo myein quiere decir “abrir y cerrar” los ojos en un acto
de contemplación, por ejemplo ante la luz. El esplendor de la
luz no es tolerado por la pupila humana, la que tiende a en-
trecerrarse; pero el ojo está naturalmente para ver, y por ello
en un ritmo concurrente tiende a abrirse. El objeto contem-
plado no es claramente penetrable por esa mirada humana,
por esa pupila, que sin embargo en el acto dinámico de “abrir
y cerrar” sigue siendo determinada por la luz».
106. Rep. 382 d.
107. Ib., 621 c.
108. P. Frieländer: op. cit., p. 203.
109. J. Pieper: Sobre los mitos platónicos, p. 29.
110. Cfr. Il, vi, 146: «Como la de las hojas, así la generación de los
hombres»; xxiv, 130 ss: «Pero de todo lo que se agita y respira
en la tierra, no hay ser más digno de lástima que el hombre».
111. E. Rohde: Psique, La idea del alma y la inmortalidad entre los
griegos, p. 143: «No cabe duda de que el culto dionisíaco puso
el primer germen, la simiente inicial de donde había de salir
de fe en la inmortalidad del alma».
112. Ib. p. 58: «Los griegos tomaron de los tracios, y se lo asimi-
laron, el culto de Dionisos [...] Es todo lo que acerca de esto
| 131 |

podemos decir, pues los detalles de esta asimilación de un


culto extranjero no nos son conocidos: este hecho ocurrió
en aquellos tiempos anteriores al recuerdo histórico en que
la religión de los griegos era todavía una mezcolanza de an-
helos e ideas propios y de figuras y prácticas tomadas de la fe
de otros pueblos».
113. Las fiestas dionisíacas se celebraban en lugares distantes,
preferentemente en montañas o bosques y bajo la oscuri-
dad de la noche, animadas con antorchas y música de flautas,
cuernos y panderos. Las danzas de los fieles eran violentas y
desmedidas
114. A los efectos del contenido siguiente es útil recordar que
la figura de Orfeo, al fundar un mito de denso simbolismo,
se sume en una nebulosa en cuanto a su origen y caracte-
rísticas. Músico, poeta, héroe o sacerdote, cuenta con una
historia trágica que enaltece su imagen. Su mitificación
debe relacionarse con los rasgos adoptados por los grupos
que se nuclearon bajo su nombre. Orfeo, movido por el
amor hacia su esposa Eurídice, va en su busca al mundo de
los muertos. Esta gesta es decisiva y tras ella está la creencia
en la inmortalidad del alma y el ciclo de las reencarnacio-
nes. Orfeo transita de la vida a la muerte y nuevamente a
la vida y eso le reporta una misteriosa sabiduría. La historia
completa de Orfeo nos llega a través de la Geórgica iv de
Virgilio (vv. 450–527)
115. E. Rohde: op.cit. p. 183: «en la poesía órfica aparece (proba-
blemente por vez primera) el desconsolador pensamiento de
la repetición, siempre igual en condiciones iguales, de todos
los estados de vida anteriormente recorridos, de un natural
de las cosas que también en el hombre vuelve eternamente a
su punto de partida, en un torbellino de vueltas y más vueltas
alrededor de sí mismo».
116. Ib., p. 184–201.
117. Id.
| 132 |

118. P. Friedländer: op. cit. p. 173: «Se cree reconocer el punto en


el que Platón se apropia del mito órfico del más allá en la
Apología y en el Gorgias, allí en donde se encuentra ese mito
por primera vez en la obra platónica».
119. K. Kerenyi: Dionisios. La raíz de la vida indestructible, p. 40.
120. J. Pieper: op. cit., p. 73.
121. J. Annas, C. Rowe: New Perspectives on Plato, Modern and
Ancient.. Observa que Platón no fue un pensador dogmático
o sistemático a quien se pueda aproximar desde una perspec-
tiva de desenvolvimiento ordenado.
122. Fedro, 64 e–65 a.
123. Rep., 519 b y 540 b.
124. La tesis de J. Pieper sostiene que Platón consideró el con-
tenido de los mitos como verdad «intangible» (op. cit., p. 53).
125. En la misma dirección afirma von Balthasar: «al elevarse el
mito hace resaltar su núcleo preceptivo de afirmación, sepa-
rando las formas superfluas ornamentales» (op. cit., pág. 182).
126. Rep., 621, c: «Así fue Glaucón, como este relato pudo salvarse
de perecer, y puede incluso salvarnos a nosotros, si le damos
crédito, para pasar con felicidad el río del Olvido sin marchar
nuestra alma.Y si a mí también me dais crédito, convencidos
de que el alma es inmortal y capaz de recibir todos los males
y todos los bienes, marcharemos siempre por el camino de
arriba y pondremos en práctica la justicia con inteligencia».
127. J. Pieper: op. cit., pág. 62: «Platón jamás ha puesto [...] a dis-
cusión ni una sola de las narraciones míticas aceptadas por él
(y ciertamente que no sin un matiz crítico) como tradición
sagrada».
128. Ib. 209 b–c.
129. 277 a.
130. Epistulae morales ad Luculium, 6,6.
131. Podemos mencionar a Euclides de Megara, Aristipo de
Cirene o Isócrates. Cf. P. Hadot: op. cit., pp. 36–38.
| 133 |

132. Cf. Cicerón: De finibus malorum et bonorum, v, 86–87, Numenio


de Apamea (fr. 24) y san Agustín, De civitate Dei, viii, 4.
133. Cf. F. García Bazán: La concepción pitagórica del número y sus
proyecciones.
134. Carta vii, 328 b–329 c.
135. Cf. M. Isnardi Parente: L’ eredità di Platone nell’ Academia an-
tica, pp. 153 ss.
136. T. ii, pp. 522–523.
137. Rep., 592 b. J. Brun: Platón y la Academia.
138. Cf. P. Hardot, op. cit..
139. Cf. F. Lasserre : La naissance des mathématiques à l’époque de
Platón.
140. Cf. Menón, 75 c–d.
141. Cf. Sofista, 263 e 4: «El razonamiento y el discurso son, sin
duda, la misma cosa, pero ¿no le hemos puesto a uno de
ellos, que consiste en un diálogo interior y silencioso del
alma consigo misma, el nombre de razonamiento?»
142. Op. cit., p. 69.
143. J. Solana Dueso: «Platón: la transición a la ciudad ideal»,
L’Antiquité Classique, pp. 51–62.
144. Cf. Aristóteles: Metafísica, 1004 b 25.
145. Por otro lado, en la Antigüedad existía la convicción que durante
el sueño al alma podía tener acceso a las más altas verdades. Cicerón
se hace eco de esta tradición en De divinatione, i, 115.
146. Cf. R. di Giuseppe: La teoria della morte nel Fedone platonico.
147. Rep. 486 a–b.
Protágoras

La lectura de la obra nos pone en contacto con la primera época


de la creación de Platón, es decir, forma parte del elenco de los
«diálogos socráticos» y fue escrito con toda seguridad antes del
primer viaje a Sicilia. Comparte una serie de características con
las composiciones del primer período, aunque con ciertos rasgos
de madurez que la coloca en último lugar. La imagen de Sócrates,
en este mismo sentido, responde completamente a lo que los
estudiosos consideran característico del Sócrates histórico (sin
planteo de una doctrina metafísica, centrado en discernir qué es
la virtud). Sin embargo, el rasgo más determinante que lo inclu-
ye entre los diálogos de la primera época radica en su carácter
aporético: la discusión llega a término sin que los interlocutores
hayan alcanzado una respuesta razonablemente concluyente; en
consecuencia, se hace evidente la insuficiencia del pretendido
saber de los que intervienen en el diálogo y justifica la invitación
de Sócrates a proseguir en el empeño de buscar la definición de
la virtud, a persistir en la pregunta.
La perspectiva con que el Protágoras plantea estas cuestiones
es más amplia que en los diálogos anteriores, siempre más breves,
en principio porque la discusión se centraba en cómo adquirir
una virtud determinada; continúa, en cierto sentido, al Laques,
en el que, a partir del ejemplo de la virtud del valor, se considera
el tema —central para Platón— de la unidad de la areté, en tanto
puerta de ingreso a la cuestión del conocimiento. Afirmamos
que la visión que campea el Protágoras es más amplia que en los
diálogos anteriores, pues aquí no se trata de determinar otra cosa
distinta a si la areté es enseñable o no.
El carácter didáctico que asume el tratamiento conlleva una
discusión, claramente central, sobre excelencia ética y política;
| 136 |

señalamos la centralidad del tratamiento, pues, por un lado, se


trata de la época de la democracia ilustrada de Pericles y, por
otro, en tanto uno de los núcleos de la ideología de los sofistas,
conduce a fundamentar la existencia de una téchnē politiké. Uno
de los elementos que expresa la vivacidad del diálogo descansa
en una curiosa transformación de las ideas entre los dos prin-
cipales interlocutores: Protágoras da, al principio, por hecho la
enseñanza de esa areté, pero luego guarda un desconfiado si-
lencio ante esta posibilidad; Sócrates, por el contrario, acepta a
regañadientes, y nunca por completo, esta afirmación, aunque
admite luego que si la areté es conocimiento deberá ser también
objeto de enseñanza. Este giro inesperado que el mismo Sócrates
deja en claro lleva a la única conclusión del diálogo: es necesario
plantearse nuevamente el problema.
La figura de Sócrates personaje se nos presenta bastante fiel
al que se considera el filósofo histórico, el que proclama de sí
mismo el «solo sé que no sé nada», confrontando de este modo
a los sofistas. Desde esta perspectiva, podemos considerar que el
utilitarismo moral implicado en la «métrica del placer» como
regla ética pudo ser una tesis que se remonte directamente a
Sócrates; esta tesis sostiene que un cálculo racional de los place-
res pone de manifiesto una regla conveniente de conducta. Es
cierto que luego Platón tomará distancia de este hedonismo en
el Gorgias, en la República y en el Fedón, mediante un análisis más
completo del concepto de «placer», el que llega a su culminación
en el Filebo.1
En Protágoras predomina la técnica teatral más brillante de
Platón, que compite con los de su época de plenitud, como el
Fedón, el Banquete o la República. El relato en primera persona
(Sócrates recuerda el encuentro en casa de Calias, a la que acudió
arrastrado por Hipócrates) rememora las figuras de los sofistas,
con peculiar ironía. En la presentación de Protágoras, de Hipias,
de Pródico, de Alcibíades y Calias, se pone de manifiesto un hu-
mor delicado, muy alejado de la crítica acerba del Gorgias. Platón
| 137 |

considera a Protágoras con respeto y, hasta donde sabemos, no


distorsiona el pensamiento del teórico más destacado de la demo-
cracia ateniense; no representa en él la vanidad y verbosidad que
muestra en otras figuras que rechazan las enseñanzas de Sócrates.
Por el contrario, su conversación es ágil, culta e inteligente y su
personalidad, llana. Al aplicarnos a la estructura del diálogo se
observa con claridad las dotes literarias de Platón. Como han no-
tado los estudiosos, la composición del diálogo parece delineada
sobre la estructura de una pieza dramática.2 Podemos delimitar
como «actos» de un drama los dos enfrentamientos dialécticos de
Sócrates y Protágoras, y asignar el papel de «coro» a los restantes
personajes que asisten a la discusión en casa de Calias; en este
sentido podemos reconocer un prólogo (309a–310 a) con dos ac-
tos, a los que separa un intermedio (334c–338e).
Consideramos que la pregunta «¿qué es un sofista?» puede
orientar el sentido primario de este diálogo. El joven Hipócrates y
su entusiasmo por la llegada de Protágoras a la ciudad y la posibili-
dad de aprender de él posibilita la pregunta de Sócrates acerca del
sentido de su intento «¿pero tú sabes a qué peligro vas a exponer
tu alma?» y la inmediata respuesta: «viene a ser como un traficante
o tendero de los alimentos del alma». En contraposición, y en pa-
labras del propio Sócrates, Protágoras se propone enseñar la ciencia
política y hacer a los hombres mejores ciudadanos. Sócrates ex-
presa sus dudas acerca de que un plan de esta naturaleza pueda ser
posible, pues no es seguro que la areté pueda ser enseñada.
En respuesta, Protágoras ofrece una muy pulida demostra-
ción de su retórica mediante un magnífico discurso, cuyo núcleo
es el mito de Prometeo y los orígenes de la cultura, y prosigue
con una explicación de por qué el relato sostiene su convicción
política: todos los hombres tienen la capacidad para participar en
política; los sofistas se ocupan de mejorar esta capacidad.
Los estudiosos consideran que Platón representa no solo las
ideas sino el estilo muy cuidado de Protágoras; las tesis con que
busca ilustrar el mito parecen muy próximas a las del Protágoras
| 138 |

histórico, uno de cuyos motivos de interés era el del origen de


la civilización. Es probable que, a imitación de Protágoras, otros
sofistas también intercalaran mitos y que incluso haya sido el
modelo del propio Platón.3 De hecho, consideramos que la pre-
sencia del mito en el diálogo es un homenaje al viejo sofista que
había fallecido bastantes años antes.
El relato, en efecto, presenta las ideas que exponían los so-
fistas sobre convivencia y educación democrática y, de manera
concomitante, el dominio de la técnica política. Este es el tema
dominante de los diálogos de la época intermedia, a partir del
presente: si la virtud se puede enseñar, si hay una techne que per-
mita convivir en la polis.
El relato representa a las razas mortales creadas por los dioses,
quienes encargan a los titanes Epimeteo y Prometeo adornarlas,
ordenarlas y proveerles capacidades. Epimeteo se apresura a ha-
cer el reparto a condición de que Prometeo supervise el trabajo
al final. Comienza dotando de «capacidad para la salvación» (320
e), entendida como supervivencia, «equilibrando» entre sí a las
especies con el objetivo de que ninguna «sea aniquilada» (321 a);
para ello les da recursos contra sus «recíprocas destrucciones»
(321 a). Pero, en el entusiasmo del reparto, todas las capacidades
se agotan en los animales y nada queda para la especie humana,
que está desvalida.
Dos observaciones dentro de la lógica de la narración: por
más torpe que resulte Epimeteo, ya está presente en él como
ser divino la preocupación por el cuidado de las especies mor-
tales, que enseguida perfeccionarán Prometeo y Zeus; por otra
parte, sus errores resultan una gran oportunidad para completar
a la especie. Al no ser «del todo sabio» (321 b) y consumir todas
las capacidades en los irracionales, la corrección de Prometeo
resulta superior. Su hermano está urgido para dar una solución,
pues el destino tiene fijada la aparición de la especie, «Prometeo,
tratando de encontrar una salvación para el hombre» (321 c) debe
recurrir al robo de habilidades de los dioses porque no tiene
| 139 |

nada a mano, entonces «roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría


profesional junto con el fuego» (321 d).
Este orden del relato expresa que los titanes son los en-
cargados de distribuir lo que podríamos llamar «capacidades
naturales», que los dioses han creado, en cantidad limitada, para
una distribución equitativa. Pero Epimeteo («El que piensa des-
pués») las agota entre los irracionales; Prometeo («El que piensa
antes», «El previsor») les ofrece a los hombres el fuego y, muy
especialmente, la habilidad técnica que compensa sus carencias
físicas. Es importante advertir que el otorgamiento de la técnica
presupone que los dioses ya habían dotado al hombre de logos,
no como un mero instrumento para supervivencia, sino un don
anterior de los dioses que está en su naturaleza.
No constituye un dato menor que el fuego robado a Hefesto
y a Atenea no sea una centella o una chispa divina, sino que pro-
viene de un taller de artesanos, con lo que se hace referencia a la
industriosidad, es decir, que la técnica está subordinada al propio
logos; en razón de ello nada puede garantizar la supervivencia. Ha
nacido el homo faber, el hombre tal como lo conocemos.
Una vez más se declara la insuficiencia: el hombre podría
sobrevivir con las habilidades para la vida, pero no en forma
muy distinta a un animal bien dotado. Si bien mejoró con los
dones de Prometeo (religión, lenguaje, vivienda, vestimenta,
agricultura) carece aún de «saber político», como equivalente a
las virtudes morales, un tipo de conocimiento muy bien guar-
dado por Zeus (321 d). Por eso los hombres vivían en dispersión
y cuando intentaban reunirse en ciudades seguían haciéndose
«injusticias unos a los otros, pues no poseían la habilidad políti-
ca» (322 b). La sola reunión material es incompleta; hace falta el
sentido de unidad.
La extinción humana se habría cumplido sin la interven-
ción precisa de Zeus, que se preocupa por la desaparición de
la especie: «Zeus temió» (322 c). Nuevamente interviene con la
ayuda de Hermes, quien entrega a los humanos los dones del
| 140 |

pudor y la justicia, el doble regalo de las virtudes morales «a fin


de hacer posible el orden político y crear un lazo de amistad y
unión» (322 c).
Zeus, que aquí es presentado como un dios benevolente,
se preocupa de que los hombres posean los fundamentos de
la vida comunitaria y civilizada: reparte equitativamente aidós
(«sentido de la moral») y dike («sentido de la justicia»). El repar-
to equitativo implica que nadie queda al margen del designio
civilizador de Zeus.4 Como señala García Gual, la visión del
proceso civilizador que plantea Protágoras es ascendente: de la
indigencia en la naturaleza a la posesión de técnicas y el sentido
moral para su uso correcto.5
La noción de «decoro» (aidós), según observa Guthrie,6 supo-
ne como consecuencia del pudor, recato y respeto por los demás,
la idea de tener «conciencia». Mondolfo también refiere al «de-
coro» (aidós) como «sentimiento o conciencia moral», en alusión
a su sentido arcaico, no como un sentimiento ante los otros,
sino primariamente ante sí mismo.7 García Gual observa que el
término «conciencia» tiene otra complejidad, por lo menos en
su raigambre moderna, y prefiere la expresión «sentido moral».
El término evoca un alcance más amplio, no personal o íntimo
como la idea de vergüenza, sino un carácter social, nota relevante
en la lectura protagórico–platónica. Decoro, el decoro de sí, que
dispone al reconocimiento del otro y al deber del respeto, es la
base del sentido moral para obrar con justicia. No son cualida-
des, de hecho, «decoro» y «justicia» se presentan como sustancias
(sustantivos), garantía de superación del estatuto pre–humano
signado por la violencia.
El motivo debe entenderse dentro del tema central de la obra,
que es la virtud en sentido pleno y cómo las virtudes entre sí se
relacionan. «Decoro» y «Justicia» funcionan como preámbulos
de humanización para sostener la vida democrática en oposición
al estatuto pre–civilizado que se expresa por medio de la violen-
cia del poder impuesto. Por eso mismo deben estar en posesión
| 141 |

de todos los hombres y no repartirse como las habilidades técni-


cas. «A todos […] y que todos sean partícipes» (322 d), para que
sean posibles las ciudades, dice Zeus ante la pregunta de Hermes
acerca de cómo repartir los dones. Añade una advertencia y una
sanción correlativa: «impón una ley de mi parte: que al incapaz
de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una en-
fermedad de la ciudad» (322 d).
Una clara jerarquía distingue los regalos de los dioses arte-
sanos, Hefesto y Atenea, del regalo sutil de Zeus, protector y
garante de la justica en la cosmovisión clásica. Pero que Zeus los
otorgue no implica que el hombre los aprenda y los adopte. La
advertencia es contundente: quien no sea capaz de «decoro» y
«justicia» no puede participar del conjunto político.
Como señalamos antes, aquí el mito se ha transformado en
una alegoría, con la que Protágoras ilustra una tesis previa (hay
una finalidad claramente pedagógica): es posible enseñar la areté
y la técnica política. Protágoras, en definitiva, opone los talentos
específicos del arte o de la técnica a la universalidad del sentido
político: el arquitecto o el herrero pueden tener una opinión y
expresarla porque la política es asunto de todos. Esto último es
lo que puede ser enriquecido por la educación.8
Del mismo modo que el sentimiento del «decoro» (aidós) se
presenta en Homero como parte de un mundo heroico, también
actúa en la formación del modelo democrático hasta el fin de
la polis. Más que un valor del mundo aristocrático, el «decoro»
perdura como una disposición de la naturaleza; no es virtud del
héroe, sino condición del buen ciudadano, y no estará asociado
a la habilidad para la guerra o la violencia, sino a la capacidad
para la convivencia democrática, a través de la persuasión por la
palabra y de la búsqueda de la justicia en la sociedad. El «decoro»
es una premisa para el desarrollo de la virtud en sentido general,
como principio que da valor y orientación a la vida. Identificar
la integridad del otro ser humano, la que no se puede ignorar sin
correr el riesgo de barbarizarse, es honrar su «decoro», reconocer
| 142 |

su excelencia, salvaguarda su humanidad y la propia, rechazando


todo lo que se le oponga.
Sócrates manifiesta su disconformidad con este tipo de
argumentación e intenta que se trabaje a partir de otra meto-
dología: el coloquio de preguntas y respuestas breves y precisas.
Protágoras no se siente seguro en ella y manifiesta sus recelos;
parece que Sócrates abandona la discusión y por ello se necesita
la intervención de otros contertulios (Hipias, Pródico, Calias y
Alcibíades) para que la discusión prosiga. Nos sorprende que,
luego de haber logrado que Protágoras acceda al cambio de
método de discusión, sea Sócrates quien despliegue un extenso
comentario sobre un poema de Simónides. Exquisitamente pa-
rodia de este modo uno de los procedimientos de la sofística; en
efecto, fueron los poetas los primeros educadores de los griegos.
Sócrates manipula el texto al modo sofístico con brillante ironía
(los espartanos como los más amantes del saber y de la discu-
sión). El discurso está en paralelo al de Protágoras: así como el
sofista había transformado un mito en alegoría, ahora Sócrates
hace lo propio con un poema. Sócrates mismo reconoce estar
jugando hasta el absurdo por lo que propone volver al coloquio
en busca de una definición.
Se vuelve sobre la unidad de la virtud y se continúa con el
tema de su estructura fundamental a partir del conocimiento;
Sócrates se ve compelido a admitir que la virtud presupone el co-
nocimiento y que, por lo tanto, debería poder enseñarse, en tanto
que posee algo de ciencia. Se han invertido las posiciones iniciales
de ambos, pues es ahora Protágoras el que duda de la eventualidad
de que sea posible enseñarla. Se debe seguir investigando.
Debemos tener en cuenta el peculiar designio compositivo del
diálogo: Protágoras comienza con la afirmación de que es posible
educar a los ciudadanos en la plenitud de la responsabilidad polí-
tica, al tiempo que Sócrates pone de manifiesto sus dudas acerca
de que la posibilidad de transmitir pedagógicamente la virtud. Al
final del diálogo vemos cómo ambos interlocutores intercambian
| 143 |

pareceres y, con sorpresa, que Protágoras niega que sea posible una
ciencia de la virtud. La composición de la obra, sin embargo, no
supone ambigüedad en Platón sobre su postura ante el relativis-
mo de Protágoras. Como es propio de Platón, las dudas socráticas
sobre las posibilidades pedagógicas de la virtud se expresan en la
plenitud irónica de sus intervenciones, que acompaña la gravedad
del tratamiento de este tema en Eutidemo y en Teeteto.9
La investigación de las virtudes parece concentrarse en el
conocimiento; el Protágoras nos presenta una indagación sobre
la unidad de la virtud en un intento de justificar que aquella
unidad es conocimiento. En la pregunta de Sócrates acerca de la
posibilidad de enseñar la virtud gira por completo el tratamiento
que del tema se viene dando en los distintos diálogos, pues equi-
vale a preguntarse si cada una de las virtudes es conocimiento.
Por ello, cuando Sócrates pregunta si la virtud es una o muchas
(329 d) parece rechazar la idea de que existan grandes diferen-
cias entre las distintas virtudes e intenta reducirlas a una forma
común de conocimiento. El hecho de que Sócrates incurra en
la falacia de confundir el juicio predicativo y el juicio de identi-
dad y que, a partir de aquí, fuerce la identidad de la piedad y de
la justicia, lleva a Protágoras, sin embargo, a admitir que ambas
virtudes tienen mucho en común; lo mismo sucede, aunque sin
necesidad de falacias, cuando trata de la sabiduría y de la mode-
ración, que tienen un mismo contrario: la ignorancia.10
El relato del mito de Prometeo por parte de Protágoras acerca
del surgimiento de la cultura nos da dos pistas claras para com-
prender el significado de techné en el vocabulario sofista. En un
primer nivel, que sigue los lineamientos de Hesíodo y de Esquilo,
el fuego es un don de Prometeo para la humanidad, que expresa
el nivel fundamental de la civilización técnica; en un segundo ni-
vel, que pone de manifiesto la importancia de la educación de los
sofistas, debe comprenderse el presente de Zeus, el sentido moral
y la justicia, los cuales salvan de la ruina y del mutuo aniquila-
miento de la humanidad, dado que hacen posible el surgimiento
| 144 |

del estado y de la sociedad. Se trata de una distinción no de


una separación: ambos momentos están divididos por la lógica
intrínseca del relato y por el efecto final, la necesidad de una
alta educación. En efecto, así como el saber técnico representado
por el fuego es propio de las personas especializadas, del mismo
modo el sentido de la justicia se encuentra equitativamente dis-
tribuida en toda la humanidad porque sin él no hay cultura. La
techné política, la verdadera educación, para Protágoras posibilita
el origen y la cohesión de la comunidad; como vemos se trata
de un saber no meramente técnico que tiene el cometido de
transmitir una sabiduría: hay en ello un designio espiritual, que
podemos denominar con entera justicia «humanismo», pues la
educación da sentido a las técnicas profesionales.
Protágoras, por ello, distingue la techné como denominación
genérica de las técnicas profesionales (sentido estricto) y como
universalidad propiamente dicha; en la segunda radica la origi-
nalidad de la filosofía de la educación sofística. Por el mismo
Protágoras tenemos conocimiento de que no toda la teoría de
los sofistas abrevó en esta distinción, pues sabemos que la ma-
yoría se jactaba de transmitir una educación puramente técnica.
El motivo de la necesidad de aprendizaje es central al argu-
mento protagórico, puesto que el sofista está postulando que es
posible enseñar la virtud. Dentro de una perspectiva positiva es
preciso un esfuerzo adicional: el germen de perfección moral
está en el hombre, pero debe hacerse pleno por el ejercicio de
vida y gracias al contexto educativo. La disposición para la vir-
tud se desarrolla principalmente con la aplicación del esfuerzo
sostenido sobre uno mismo, incluso al punto de modificar la
disposición natural. De tal modo, abundará Aristóteles en la im-
portancia de la práctica para la adquisición de la virtud.11
| 145 |

Notas
1. T. Irwin: Platos Moral Theory.The Early and Middle Dialogues, pp.
102–114.
2. P. Bádenas de la Peña: La estructura del diálogo platónico.
3. C. García Gual: Prometeo: mito y tragedia, pp. 57–58. M.
Untestainer: I Sofisti, op. cit. W. K. Guthrie: op. cit. pp. 60–68.
4. H. Lloyd–Jones: «Zeus, Prometheus, and Greek Ethics», Harvard
Studies in Classical Philology, pp. 49–72.
5. Ib. p. 66.
6. W. K. C. Guthrie: Historia de la filosofía griega II, p. 82.
7. R. Mondolfo: La comprensión del sujeto humano en la cultura
antigua, p. 538.
8. R. L. Fowler: «Mythos and logos», The Journal of Hellenic
Studies, pp. 45–66.
9. G. Grossmann: «Platon und Protagoras», Zeitschrift für philoso-
phische Forschung, p. 513.
10. G. M. A. Grube: El pensamiento de Platón, pp. 336u–337.
11. Cf. Ética Nicomaquea, 1103 a 24.
Menón

Leer un texto filosófico clásico desde nuestro presente inmediato


implica que debemos hacernos cargo no solamente de la coorde-
nada temporo–especial en que fue pensado, sino de aquel presente
que comentábamos más arriba; si nuestra circunstancia está deter-
minada por la crisis de la razón ilustrada conlleva que nada puede
quedar fuera de la relectura de este texto fundante, pues así se
pone en movimiento una reflexión sobre nuestro presente.
La resonancia última de esta afirmación, que procede de E.
Husserl, puede ponerse en estos términos: hablamos de saber
y de ciencia a una sociedad para la cual aquellas palabras nada
significan, pues no solamente no han resuelto los problemas más
acuciantes del presente, sino que los han agudizado. Razón su-
ficiente para esta lectura «de ida y vuelta» que nos proponemos.
La reflexión de Platón busca fundamentar el carácter objeti-
vo del saber, a la luz de un cierto método, poniendo a resguardo
nuestra mirada intuitiva. El análisis filosófico que propone el
Menón muestra que el conocimiento de la realidad no se da en
el cognoscente de manera aislada, sino comprendido sobre un
horizonte, en el que justamente puede ser captado como es.
Este horizonte es el diálogo en tanto capacidad lingüística de
la conciencia, siempre alerta y en referencia a la physis como su
correlato objetivo.
En efecto, Platón convierte explícitamente la indagación
sobre la virtud en una cuestión ontológica: el sentido del conoci-
miento del ser; la introducción de la cuestión de la reminiscencia,
incluso, está en orden a sostener el aparato conceptual que debe
dar cuenta de aquella experiencia absoluta del conocer.
Por ello, la mirada dialógica tiene una estructura que vie-
ne determinada por la vida del lenguaje, donde se asienta toda
| 148 |

forma de comprender. La actitud platónica, entonces, queda


definida por un horizonte sobre el que se mueve aquello que
se aspira a ver («idea» / «idein»): la situación hermenéutica de
aquella actitud es tanto el lugar desde donde se mira cuanto la
dirección de aquel ver.
En el Menón no debe dejarse de anotar la introducción de
dos elementos de cuño pitagórico: la inmortalidad y las mate-
máticas. Esto lo hace posterior a los primeros diálogos y anterior
a los denominados centrales (Fedón, República, Banquete y Fedro).1
Los estudios de Ulrich von Wilamowitz–Moellendorff2 es-
tablecieron el carácter programático del Menón respecto de la
Academia.3 Seguimos esta tesis por las consecuencias que tiene
sobre nuestro trabajo: se trata solo de que el diálogo no sea única-
mente entendido como método que el filósofo hace propio, sino
también como la ponderación del peso del lenguaje: «¿Es griego
y habla griego?» (82 b), pregunta Sócrates a Menón cuando este
llama a un sirviente para probar la hipótesis de los conocimien-
tos previos. Además del aspecto más obvio de la comunicación
hay un segundo que no lo es tanto; como afirmación latente
queda el carácter veritativo del lenguaje: experiencia del mundo
en el mundo, que modifica a quien lo pone en acto. El problema
general de la interpretación conduce a otro problema claramen-
te correlativo: ¿cómo pensar? La dialéctica pregunta respuesta
que nos presenta Platón es experiencia hermenéutica, es decir,
elaboración de verdades meta–subjetivas.
¿En qué sentido es un escrito de esta naturaleza? En primer
término podemos señalar la profunda transformación respecto
de los primeros diálogos, que también se centran en el tema de la
virtud (areté); en el Menón se trata de si es posible una ciencia de
la ética. Luego se introduce el tema de la inmortalidad del alma
como mito y sus consecuencias en el aprendizaje como recuer-
do (anámnesis) y, en relación a ello, la mayéutica y la dialéctica.
Los personajes están también cuidadosamente seleccionados
para prolongar el eco dramático del diálogo: Menón es un joven
| 149 |

de muchos recursos económicos nacido en Tracia (en 82 a leemos


que ha llegado a Atenas acompañado por muchos servidores) y
Platón lo presenta apuesto, arrogante y vanidoso (las partes más
ricamente humorísticas son chanzas e ironías de Sócrates por
tales características). Su preocupación por la adquisición (o no)
de la virtud radica en que la asocia al «éxito», tal como había
aprendido de las lecciones de Gorgias.
Por el Anábasis de Jenofonte, quien por lo demás le atribuye
pésimas cualidades de carácter, sabemos que después estará en
Asia Menor (Colosas) desempeñándose como oficial en el ejér-
cito de Ciro (i, 2, 6) y que al año siguiente (402) será ejecutado
por orden del mismo Rey (ii, 6, 29).
Representa, con la fuerza de un personaje que los primeros
lectores de Platón conocieron personalmente, al joven aristócrata,
ambicioso e influido por la enseñanza sofística. Que Platón haya
elegido a un joven de estas características que había muerto, hacia
la época de la composición del diálogo, en medio de intrigas de
la corte de Persia es también un mensaje a los Atenienses sobre
el sentido político de la Academia (fundar la política en el saber).
Ánito, uno de los tres acusadores de Sócrates, junto a Meleto
y Licón, en 399, fue un dirigente político democrático que, du-
rante el tiempo que desempeñó el cargo de estratego, se opuso
a los Treinta Tiranos; con Trasíbulo fueron los artífices de la res-
tauración democrática.
Se trata de un adulto que representa el estancamiento intelec-
tual y el conformismo en todas sus formas; ataca, en el diálogo, a
los sofistas y lanza vagas insinuaciones con lo que había que ha-
cer con Sócrates (expulsarlo de la ciudad de Atenas); es probable
que Ánito no pudiera distinguir a Sócrates de los sofistas, confu-
sión muy difundida entre sus contemporáneos, a juzgar por Las
Nubes o Las Ranas de Aristófanes. Llamamos, entonces, escrito
programático al Menón porque en él Platón hace público los
temas centrales de la formación en la Academia y pistas seguras
de su orientación política, en clara correlación con lo anterior.
| 150 |

La organización del diálogo puede presentarse como sigue:


mediante un comienzo abrupto, sin las introducciones que en-
contramos en otros diálogos (tal vez como modo de dramatizar el
carácter, entre soberbio y cándido del interlocutor de Sócrates),
Menón le efectúa a Sócrates una triple pregunta: ¿es enseñable la
virtud (areté)? ¿Se alcanza con la práctica? ¿Si no se puede apren-
der o practicar, se da en ciertos hombres naturalmente?
Con buen humor e ironía, Sócrates le contesta que nadie en
Atenas podría responderle su pregunta y, en lo que atañe a él
mismo, afirma que no sabe qué es y, correlativamente, no puede
saber si se adquiere o cómo se alcanza. Sócrates mismo se en-
cuentra en el mismo estado de ignorancia que sus conciudadanos.
Por ello, Sócrates propone establecer qué es la virtud para en-
tonces decir cómo es o de qué modo se adquiere. Menón acepta
la propuesta de Sócrates, sin darse cuenta del giro que toma el
diálogo: primero se debe definir.
Sin embargo, el mismo Menón hablando por sí mismo o
como discípulo de Gorgias tal vez sí lo pueda decir. Menón de-
clara que es una empresa posible y así comienza: una es la virtud
de los hombres (ser capaz de manejar los asuntos del estado, 71 c);
otra de las mujeres (administrar bien la casa y obedecer a su es-
poso, 71 c); otra, la de los niños, aunque diversa según se trate de
varón o mujer; y otra la de los ancianos, según sea libres o escla-
vos. En definitiva, considera que hay una virtud para cada edad
y para cada ocupación que se desempeñe a lo largo de la vida.
Hay otras muchas virtudes, de manera que no existe problema
en decir qué es la virtud. En efecto, según cada una de nuestras
ocupaciones y edades, en relación con cada una de nuestras fun-
ciones, se presenta ante nosotros la virtud, de la misma manera
que creo, Sócrates, se presenta también el vicio (71e–72 a).
Aquí la virtud se relaciona con la clase de individuo y sus
ocupaciones. Sócrates observa estas demarcaciones como limi-
taciones propiamente dichas, por ello, se hace sentir con fuerza
su objeción: no es posible saber qué es la virtud elaborando un
| 151 |

listado de ellas. En efecto, la pregunta sobre la naturaleza (ousía)


de la abeja no encuentra su respuesta en la enumeración de los
tipos de abejas.
Del mismo modo sucede con la virtud: aunque sean muchas
y de diverso tipo, todas tienen una misma forma (eidos, 72 c); en
razón de ello, tanto el varón que administra el estado y la mujer,
la casa, requieren hacerlo por medio de la sensatez y de la jus-
ticia (73 b). Respecto de los niños y de los ancianos también se
concluye que, en ambos casos, son buenos del mismo modo que
en los casos anteriores.
Sócrates intenta que Menón encauce su respuesta mediante
el recurso de la figuras y del color, a fin de que su interlocutor
pueda alcanzar una definición (73 e–77 b).
«Dime que es la virtud» (77 b), reclama Sócrates, dejando
de hacer múltiple lo que es uno. En el despliegue del diálogo
comienza a aclararse la tesis fundamental: la virtud es conoci-
miento, en tanto que solamente el conocimiento del verdadero
bien puede resultar una guía segura para la acción.
Ante la exhortación de definir la virtud, Menón apela a un
verso de un poeta desconocido para nosotros: «Gustar de lo bello
y tener poder» y lo interpreta en estos términos: desear las cosas
bellas y tener la capacidad de procurárselas. Sócrates lo convence
de que no hay persona que no desee cosas buenas y que la virtud
consiste en la capacidad de procurarse cosas buenas (78 c).
¿En qué consisten estas «cosas buenas» para Menón? La salud,
la posesión de oro y plata, disponer de honores y cargos públicos.
La intervención de Sócrates lo lleva a ponderar que todo esto se
debe adquirir —sin excepción— justamente; la dificultad que
nuevamente se pone de manifiesto es que aún no ha logrado
presentar una definición de virtud. El diálogo queda estancado.
Hasta aquí el desarrollo podría estar en conjunción con
aquellos de la primera época: no hay una conclusión, pero sí
importantes aportaciones sobre el método y las condiciones en
que es posible adquirir un conocimiento seguro.
| 152 |

En este punto se introduce una variante que renueva la di-


rección del diálogo: Menón exterioriza su perplejidad (80 a) y
compara a Sócrates con el pez torpedo, que deja entumecidas a
sus víctimas mediante descargas eléctricas: Sócrates no hace otra
cosa —acota Menón— que problematizarse a sí mismo y pro-
blematizar a los demás, y declara sentirse «hechizado, encantado
y hasta embrujado por completo, al punto de reducirme a una
madeja de confusiones» (80 a).
Luego sigue propiamente la comparación, en forma de bro-
ma amical, de la figura de Sócrates con el pez mencionado, y
vuelve Menón sobre la idea que el filósofo ateniense aturde o,
más propiamente, se declara «entorpecido» de alma y de boca,
pues no sabe qué responder en materias como la virtud sobre la
que ha pronunciado múltiples disertaciones.
A partir de aquí, el diálogo toma un camino completamen-
te nuevo respecto de los anteriores; en efecto, cuando Sócrates
exhorta a Menón a investigar conjuntamente qué es la virtud,
a pesar de que el primero reconoció desde el principio su ig-
norancia y el segundo termina reconociéndola tras advertir que
enumerar no es definir.
El giro procede de Menón, quien pone de manifiesto que no
se puede encontrar lo que no se conoce; como se señaló poco
antes, un diálogo de la primera época hubiese concluido exacta-
mente allí, donde no era posible seguir avanzando. La búsqueda,
sin embargo, toma un rumbo completamente nuevo: Sócrates
insiste en continuar la investigación.

En efecto, no es que no teniendo yo problemas, problemati-


ce sin embargo a los demás, sino que estando yo totalmente
problematizado, también hago que lo estén los demás.Y ahora,
«qué es la virtud» tampoco yo lo sé … no obstante, quiero in-
vestigar contigo e indagar qué es ella (80 c–d).
| 153 |

En este punto, Menón realiza una observación de fondo que


tiene tres momentos: primero, ¿cómo buscar lo que se ignora?
Segundo, ¿qué punto de lo que se ignora puede convertirse en
conocimiento? Y tercero, partiendo de los dos puntos anteriores
(ninguno de los dos sabe qué está buscando) ¿cómo lo recono-
cerán si, por acaso, se toparan con ello en la búsqueda?
Sócrates la califica como una cuestión erística: no es posible a
nadie buscar nada; si resulta conocida no tiene caso buscarla y si
es desconocida tampoco, pues no sería posible reconocerla (80 e).
Se advierte aquí un cambio significativo en el tono del diá-
logo retomando argumentos órficos,4 pues afirma, para rebatir
la idea anterior de Menón, que el alma es inmortal, que alterna
períodos en el Hades y que a veces renace (81 b).
Sócrates responde con lo que se ha dado en llamar «la teoría
de la recolección» (81 c–d): el alma sabe todo porque ha vivi-
do muchas vidas y, en ellas, conoce «la virtud y otras cosas»; lo
que llamamos conocer significa justamente una recolección de
cosas previamente conocidas: «no hay nada que no haya apren-
dido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que
recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por
cierto, antes también conocía».5
Sócrates retoma la paradoja y la presenta como un dilema: si
se sabe, entonces no se busca; si no se sabe, entonces no se busca;
en ningún caso, por lo tanto, se busca.6 Caben aquí dos matices
que quedan difumados en la argumentación de Sócrates: que
ningún ser humano busque o investigue; y que aunque se bus-
que o investigue, no se va a encontrar lo buscado o investigado.
La primera es claramente falsa porque hay quien investiga a
pesar de esta dificultad; la segunda resulta aceptable, pues no está
implicado que quien investigue llegue a un resultado mensura-
ble. Queda claro que para responder es necesario reconocer si
el nervio de la cuestión se encuentra en buscar o en encontrar.
Aprender, entonces, no es más que el recuerdo de lo que
ya sabíamos; puesto que en la realidad todo se encuentra
| 154 |

vinculado entre sí, nada impide que quien encuentra algo des-
cubra él mismo todo lo restante. La condición de posibilidad
de la búsqueda y encuentro es solemne: quien investiga deber
ser valeroso e infatigable (81 e).7
Menón requiere pruebas sobre la reminiscencia. Sócrates le
pide que llame a uno de sus esclavos: lo conducirá a la solu-
ción de un problema de geometría, sin más que interrogarlo, es
decir, poniendo en evidencia que se trata de un conocimiento
latente. A partir del concepto de igualdad (82 b) le muestra un
cuadrado de dos pies de lado y el servidor responde, sin titu-
bear, que un cuadrado con el doble de su área tendría un lado
con el doble de longitud (82 a–e); cuando Sócrates traza las
líneas en tierra, se hace evidente que la respuesta ha sido inco-
rrecta. A medida que las preguntas de Sócrates se perfilan cada
vez más agudamente, el esclavo o servidor queda paralizado, sin
poder responder.
Queda claro que la conciencia de la propia ignorancia es un
estado superior a la mera presunción. A partir de esta perpleji-
dad, comienza la segunda parte de la rememoración: traza una
diagonal en el cuadrado, con lo que el servidor comprende que
corta el cuadrado por la mitad, con un área igual a dos veces el
total. Si esto ha demostrado que hay conocimientos previos en
la mente y que es posible actualizarlos, se puede descartar el ar-
gumento erístico y avanzar sobre el concepto de virtud.
Una vez probado lo anterior queda el camino libre para la
pregunta fundamental ¿qué es la virtud? Pero Menón quiere
volver a la pregunta inicial, es decir, si puede enseñarse (86 d).
Esto, desde el punto de vista de la búsqueda o de la consistencia
del método, no parece correcto a Sócrates. El filósofo propone
una hipótesis al modo de los geómetras: ¿de qué naturaleza de-
bería ser la virtud para que resultara enseñable? Coinciden en
buscar una forma de saber, porque solo el saber se transmite por
enseñanza y Sócrates establece que el siguiente paso será estable-
cer si la virtud es algún tipo de saber.
| 155 |

Las virtudes pueden tener un mal uso; lo único que ga-


rantiza su recto uso es la sabiduría;8 en consecuencia, esta es la
única virtud. Ahora resta hacer la prueba de la experiencia a
esta conclusión teórica.
En ese momento (90 a) entra en la escena del diálogo Anito, a
quien le traslada la inquietud. Este desprecia con vehemencia a los
sofistas y recomienda recurrir a cualquier ateniense sensato para
resolver el problema planteado. Sócrates aduce que los atenienses
no han sabido siquiera enseñar la virtud a sus hijos. Anito cree que
Sócrates mancilla a los atenienses y se marcha sumamente irrita-
do (94 e–95 a). Quedan nuevamente solos Sócrates y Menón; se
ponen de acuerdo en que la enseñanza de los sofistas es insegura;
siguen las dudas acerca del modo en que avanzaron en el diálogo
(la hipótesis de que la virtud es un saber práctico), ya que tal vez
se trate de una creencia verdadera. Si se trata de una «creencia» la
dificultad radica en que se debe confiar en el testigo. Por lo tanto,
este es un recurso en el que tampoco se requiere la consideración
de juicios. Los caminos recorridos parecen ahora intransitables y
Sócrates cierra el diálogo con estas palabras: «parece que la virtud
se da por un modo divino a quien la tenga» (100 b).
Si el núcleo central del diálogo descansa en la noción de
reminiscencia, debemos hacer algo más que vincular saber y
recordar, sin duda el primer paso. Se trata, luego, de conside-
rar el correlato lógico y metodológico de un alma que, según
antiguas creencias, es inmortal, ha vivido diversas vidas y ha
permanecido en el Hades.
En principio es crucial para Platón dejar claro que los cono-
cimientos deben ser entendidos como ya conocidos; en lenguaje
de su discípulo, Aristóteles, actualizamos lo que estaba potencial-
mente. Por esta razón, Platón distingue cuidadosamente entre
conocer a Menón y conocer qué es la virtud. En efecto, en el
primer caso se trata de reconocer si este es buen mozo y noble
(71 b); el conocimiento de Menón queda más bien ligado a un
reconocimiento visual, pero no al que se requiere para conocer
| 156 |

la virtud. En razón de ello, Sócrates auxilia a Menón con las


definiciones de la figura (75 b–76 a). Metodológicamente es un
momento importante, porque la argumentación pasa del orden
sensible al inteligible. Por ello, resulta un modelo de cómo redu-
cía Sócrates a su interlocutor a la perplejidad y que esta, lejos de
entorpecer permanentemente, viabilizaba la condición de posi-
bilidad de la anamnesis.
Esta doctrina se sostiene, como ya dijimos, en la inmortali-
dad del alma y no solo en que el alma ha tenido diversas vidas,
sino que fundamentalmente ha pasado parte de su existencia sin
vínculo con un cuerpo. Sócrates dice que el alma, consecuen-
temente, «ha visto todas las cosas» (las de este mundo y las del
Hades) y, por ello, no hay nada que ignore. Es interesante con-
siderar aquí que la realidad es semejante entre sí, con lo cual el
primer recuerdo re–adquirido es el inicio de la comprensión de
la totalidad, con la condición de la perseverancia (Fedón 73 c–e).
Como nos recuerda W. K. C. Guthrie, no se trata de ideas
originales de Platón (inmortalidad del alma, reencarnación, re-
memoración de vidas anteriores y la solidaridad del conjunto de
la realidad),9 sino que abreva en el pitagorismo primitivo y en
el orfismo, según lo que podemos conocer, fundamentalmente,
a través de Empédocles.10 Platón ha hecho propias estas ideas re-
ligiosas, aunque las ha adaptado a su ideario filosófico; en efecto,
la interrelación o solidaridad de la realidad (physis) se ajustaba, en
la tradición órfico–pitagórica, al mundo sensible y a los recuer-
dos conservados en el alma; Platón ha empleado este recurso al
saber de la geometría y al establecimiento de una verdad moral
(¿qué es la virtud?).
Seguimos la afirmación de Wilamowitz acerca de que este
diálogo es un nexo entre las obras de juventud y de madurez;
la misma organización que hemos seguido así lo confirma: la
primera parte (70 a–80 d) nos ubica en el estilo de refutación,
que es típico de la primera época; el resto de la obra nos abre a
la novedad: el ejercicio especulativo por fundar un pensamiento
| 157 |

filosófico. Este es, a nuestro entender, el ejercicio dialéctico in-


cipiente, que tiene un sentido claramente arquitectónico de los
saberes. Para acentuar la novedad de la dialéctica se presentan dos
elementos también nuevos en la lectura lineal (en el orden histó-
rico comúnmente aceptado) de su obra: por un lado, la presencia
del mito en función filosófica, cimiento de su anábasis metafísi-
ca, y, por otro, el modelo con que los geómetras establecían una
hipótesis en el progreso del conocimiento.
Consideramos arquetípicos a los personajes del diálogo por
las razones antes aducidas y agregamos, a tono con la conclusión,
que no es menos significativo que Menón sea huésped de Ánito,
como si juventud sin guía cierta y adultez con responsabilidades,
pero sin formación comenzaran a requerir, de modo aún oscuro,
la muerte de Sócrates, pues su simple vida era para ellos una
denuncia implacable.
Finalizamos este apartado con tres comentarios: Se hace
evidente en este texto que las ideas filosóficas fundamentales
prosperan aún más allá de como las formularon sus creadores;
aquí Platón, mediando el orfismo y el pitagorismo, parte de una
consideración lógico–lingüística y llega a una visión, sin duda
más profunda, según la cual la realidad en su conjunto es solida-
ria entre sí. Para Platón, el universo sensible está dado de manera
refleja y, por ello, practica diversas vías de acceso a esa realidad;
la unidad entre ellas (su solidaridad) constituye la posibilidad del
conocimiento fenoménico y moral.
Es preciso determinar, para complementar el punto anterior,
qué sitio le corresponde al lenguaje en el despliegue de estos
procesos. En principio es el instrumento privilegiado que con-
duce la reminiscencia: una mediación sin ruido, porque no se
duda de su eficacia. La pregunta que se impone en esta lectura
es la siguiente: ¿se trata de una estructura conclusa (en el sentido
de originaria) o bien derivada y mediata a la organicidad conse-
cuente del alma? El hecho de que Menón no pueda encontrar
el sentido de definir implica que la descomposición del lenguaje
| 158 |

en palabras será siempre un producto muerto del análisis, en


tanto actividad únicamente reiterativa del alma: enumerar como
si la realidad fuese mera superposición (de aquí que Sócrates
sostenga la solidaridad de lo real). La multiplicidad que crea el
lenguaje en el alma no se confunde con la objetividad, sino con
la unidad ideal de una actividad sujeta a leyes; en razón de ello, el
alma se concibe siempre como una determinada actividad.
Respecto del paso de la percepción sensible (reconocer a
Menón) a la captación conmemorativa del ente moral (¿qué es
la virtud?) debemos tener en cuenta que los sentidos, según su
propia naturaleza, se limitan a la captación de un círculo deter-
minado de cualidades (colores, tonos, olores, tipos de superficies)
y que la geometría permite a una visión más compleja del ser y
de la verdad del ser. Para ello, la palabra debe recuperar la cone-
xión entre el tiempo (el ahora del diálogo) y la eternidad (lo que
aprendió el esclavo de Menón cuando todavía no era hombre, es
decir, sola alma en el Hades).
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Notas
1. Cf. J. Angelo Corlett: «Interpreting Plato’s Dialogues», The
Classical Quarterly, pp. 423–437.
2. Nos referimos al capítulo 10 de la segunda parte titulado
«Schulgründung» (Plato II, pp. 148–149).
3. De la amplia bibliografía nos permitimos señalar solo aque-
llos textos que nos han resultado de especialidad utilidad a
nuestro planteo: E. Kapp: «Platon und die Akademie (Die
Wissenschaft im Staat der Wirklichkeit)», pp. 227–246; K.
Gaiser: «Platons Menon und die Akademie», Archiv für
Geschichte der Philosophie, pp. 241–292; R. G. Hoerber: «Plato’s
Meno», Phronesis, pp. 78–102; D. Wolfsdorf: «Desire for Good
in Meno 77 B2–78 B6», The Classical Quarterly, pp. 77–92.
Platone: Menone en el «Saggio introduttivo», pp. 62–65. G.
Reale retoma las ideas antes señaladas de U. Wilamowitz.
4. Cf. W. K. C. Guthrie : II. Op. cit., pp. 730–731.
5. 81 c–e.
6. Cf. G. Fine: «Inquiry in the Meno» in Richard Kraut (ed.), The
Cambridge Companion to Plato, pp. 200–226. Aquí se estudia
detenidamente el diálogo y resultan de interés los análisis de
los fragmentos donde Sócrates no responde a la dirección de
la discusión (especialmente pp. 205–206).
7. En diálogos posteriores Platón utilizará en sentido técnico el
término eros (con el sentido de «impulso filosófico»).
8. A lo largo del pasaje 88 a–d, el término que traducimos por
«sabiduría» es phronesis. Tenemos presente la nota final de
W.K. C. Guthrie a la presentación del Menón (Historia de la
filosofía griega, II, p. 755), que nos pone en guardia respecto de
la profunda distinción moderna entre conocimiento y sabiduría
(B. Russell o Tennyson).
9. El autor nos recuerda (op. cit, ii, p. 740) que el concepto pitagó-
rico de proporción (analogía), tal como lo encontramos en el
Timeo 31 c– 32 c, se remonta a la misma tradición.
10. Op. cit., ii, pp. 740–742.También
su Orpheus and Greek Religion,
op. cit. («The creation and the gods as presented by orpheus»).
Fedón

El diálogo Fedón no nos introduce directamente en la acción: en


la ciudad de Fliunte, Equécrates solicita a Fedón que le refiera
detalladamente cómo transcurrió Sócrates su último día, es de-
cir, preso en la cárcel de Atenas y ya notificado que había sido
condenado a muerte. En este pasaje (57 a–60 b), Fedón relata
que el cumplimiento de la ejecución ha sido diferida hasta que
regrese la procesión de Delos, durante cuyo cumplimiento no
se realizan ejecuciones.
Fedón nombra a los que estuvieron presentes en estas últi-
mas horas de Sócrates y refiere su propio estado de ánimo, que
cambiaba del placer de la conversación con el maestro hasta el
dolor por su pérdida casi inmediata: «Simplemente experimenté
algo insólito, una extraña mezcla, producto de una combinación
de aquel placer y a la vez también de dolor por tener conciencia
de que aquel estaba a punto de morir» (59 a).
Por igual confusión estaban embargados el resto de los discí-
pulos de Sócrates: «Y todos los presentes nos hallábamos casi en la
misma situación, riendo por momentos, llorando otros…» (59 b).
La meditada caracterización de los personajes que elabora
Platón aproxima sus diálogos, en especial el que estamos pre-
sentando, a las obras de teatro de su época, especificamente
Eurípides, a pesar de la separación estilística entre la prosa de
Platón y la poesía del teatro. Con palabras de W. Jaeger podemos
afirmar que el sentido del diálogo no reside tanto en la exposi-
ción de un determinado ideario cuanto el intento de presentar
al filósofo en el momento dramático en el que busca y encuen-
tra, en el que hace perceptible la duda y el conflicto.1
De este modo se conjuga la perspectiva propiamente peda-
gógica de mover a sus conciudadanos, primero, y a los lectores
| 162 |

después al encuentro con la verdad y un estilo necesariamente


dramático que pudiera representar la intensidad existencial de
aquel encuentro.
La referencia, que conocemos gracias a Diógenes Laercio,2
según la cual Platón había compuesto tragedias que quemó des-
pués de conocer a Sócrates resulta ilustrativa de lo que estamos
presentando; no nos referimos esencialmente a la representación
plástica de las escenas y a la caracterización de los personajes,
sino fundamentalmente la búsqueda ético–religiosa que carac-
terizó al teatro de esta época. Este es un elemento de la mayor
importancia para emprender, de una parte, un recorrido del
Fedón, obra por la que circula un verdadero pathos trágico, y, de
otra, justipreciar la presencia del mito en la obra.3
La presentación de esta perspectiva literaria no debería alejarnos,
sino, por el contrario, aproximarnos a la profundidad de la argu-
mentación de Platón en su intento por probar filosóficamente la
inmortalidad del alma (argumento de la alternancia, de la anamne-
sia y de las afinidades del alma con las realidades invisibles, es decir,
de las variantes del método de las hipótesis); en boca del «hombre
más sabio y más justo» (118 a) que consideró existencialmente a la
filosofía como «una preparación para la muerte» (64 a), se expone
el argumento de una superación de la muerte, es decir, el recibirla
sin perturbación. En este mismo sentido recordemos el subtítulo o
título alternativo del diálogo que nos ocupa: Sobre el alma.
La composición del diálogo se despliega del siguiente modo:
Encuentro entre Fedón y Equécrates, en el que el primero explica
la causa del tiempo transcurrido entre la sentencia y la ejecución
(57 a–60 b) y pone de manifiesto sus sentimientos contradictorios
respecto de Sócrates, que afrontaba su muerte no con resignación
sino con la certeza de encontrar un destino mejor.
En 60 b–69 e hay una conversación introductoria, en la que
Sócrates reflexiona sobre la vinculación entre placer y dolor
y relata un sueño, varias veces reiterado a lo largo de su vida,
en el que recibía el mandato: «Haz música y practícala» (60 e);
| 163 |

siempre había supuesto que el mandato del sueño se refería a


la filosofía, pero si el sueño debía entenderse al pie de la letra,
también pasa su último tiempo escribiendo poesía (versifica-
ción de una fábula de Esopo y composición de un himno a
Apolo). La mayor parte de este pasaje (61 b–69 e) consiste en
la célebre reflexión sobre la actitud del filósofo ante la muerte.
Seguidamente, Sócrates comienza una segunda apología, paro-
dia de la que ha sido condenado, que tiene como jueces a sus
amigos, en la que debe justificarse porque parece no justipreciar
el valor de la vida ni el vínculo con sus amigos.
La «segunda defensa» de Sócrates está constituida por las
cinco argumentaciones sobre la inmortalidad del alma. La alter-
nancia de los opuestos (70 c–72 e): los contrarios nacen unos de
otros: «Cada cosa ¿nace de alguna otra parte que de su contrario,
cuando lo tiene? [...] Por ejemplo, cuando se agranda ¿no es
forzoso que sea a partir de algo que era antes más pequeño, que
luego deviene más grande?» (70 c)
Se entiende, entonces, que aquello que deviene bueno o be-
llo tiene que haber sido malo o feo, pues lo mayor tiene que
haber sido menor. Por esto, si el morirse no se encontrara enrai-
zado en el renacer, la vida sencillamente se agotaría (como si al
dormirse no siguiera el despertar).
El argumento de la anámnesis (72 e–77 e); Cebes recuerda,
a raíz de lo anteriormente mencionado, la enseñanza socrática
que «el aprender no es en el fondo otra cosa que reminiscencia»
(72 e), es decir, hemos aprendido antes lo que ahora recordamos.
«Esto sería imposible si nuestra alma no existiese de algún modo
antes de nacer en esta imagen corporal (eidos) humana» (73 a).
Esta afirmación se prueba con el siguiente argumento: si a una
persona se le pregunta adecuadamente, esta responderá correc-
tamente, lo cual sería imposible si no existiera en ella ciencia.
Sócrates abunda en esta respuesta de Cebes a Simmias. Cuando
una persona o una cosa nos recuerda otra (la conexión entre
la lira y la persona amada, en 73 c), somos conscientes de las
| 164 |

diferencias que se observan aún en la semejanza, pues tenemos


en mente (o recordamos) el original: «Pues bien, la reminiscencia
es algo de esta índole; pero sobre todo cuando se lo experimenta
a propósito de cosas que uno ha olvidado a causa del tiempo sin
haberlas visto» (73 e).
A partir de la percepción sensorial nosotros concebimos
nuestra noción de igual entre lo que se experimenta y lo que
hemos conocido anteriormente. Del mismo modo, cuando
advertimos que una cosa alcanza una semejanza imperfecta res-
pecto de otra, resulta forzoso considerar que se ha tenido un
conocimiento previo de esa cosa, pues nuestro conocer depende
de los sentidos que actúan desde el nacimiento (75 a).
La objeción de Cebes (lo que antes se ha dicho prueba la
preexistencia, pero no la inmortalidad del alma) posibilita a
Sócrates proponer un nuevo argumento, que de hecho combi-
na los anteriores; en efecto, el carácter cíclico de la vida y de la
muerte se debe combinar con la noción de reminiscencia: «Si,
en efecto, el alma existe antes de nacer, y, por otro, ingresa nece-
sariamente a la vida y nace sólo a partir de la muerte y del estar
muerto, ¿cómo no ha de ser forzoso que exista después de que
muere, dado que debe nacer nuevamente?» (77 e)
Pero Sócrates sospecha que sus amigos deber ser exorcizados
del miedo infantil de que el alma, que se considera un vapor su-
til, se disperse con la muerte y muy especialmente si el morir se
produce en medio de una tormenta(77 e–78 a). Con seguridad se
trata de una creencia popular muy arraigada en la época, aunque,
por lo menos, es tan antigua como Homero.4
El conjuro o exorcismo que Sócrates considera necesario se
lleva a cabo mediante nuevas argumentaciones: la afinidad del
alma con las realidades invisibles. Veamos cómo: la diferencia
entre lo simple y lo compuesto reside en que esto último se
destruye con la dispersión de los elementos que lo conforman.
Las realidades que se han mencionado en el diálogo (Lo igual
en sí o Lo bello en sí, en 78 d) son completamente inmutables
| 165 |

e imperceptibles a los sentidos, en contraposición con los obje-


tos percibidos sensorialmente. Pues bien, así como el cuerpo se
mueve en el ámbito de las realidades sensibles, el alma lo hace
entre las invisibles. El alma, en cuanto inteligencia pura, llega a
aquella zona que le resulta afín para tener trato permanente con
lo inteligible:

Cuando (el alma) examina sola y por sí misma, parte hacia el


lugar de lo puro, siempre existente, inmortal y que se comporta
del mismo modo; y por ser afín a esto, se queda por siempre a
su lado, en la medida que permanece sola en sí misma y le es
permitido; cesa, pues, de deambular…5

El verdadero filósofo, aquel que ha hecho de su vida una prepa-


ración para la muerte, intenta que su alma no arrastre nada del
cuerpo ni asociarse voluntariamente con él durante la vida; el
alma debe estar recogida sobre sí misma mediante una ejercita-
ción continua (80 a).
Quienes han llevado una vida opuesta a la del filósofo parten
de estos mundos tan contaminados y abrumados por lo material,
que deben permanecer aún un tiempo en el mundo material has-
ta en forma visible (81 d).6 La vida del filósofo consiste, entonces,
en un desasimiento de lo que constituye la celda en la que está
prisionero: los deseos que llevan a considerar real lo que no es.
Dos objeciones a los argumentos anteriormente expuestos
(84 c – 88 b): «Luego que Sócrates dijo estas cosas se produjo un
largo silencio» (84 c). Como Sócrates advirtiera que Simmias y
Cebes hablaban entre sí en voz baja, les pidió que dijeran qué
parte de la argumentación les había parecido débil.
La objeción de Simmias: le preocupa el hecho que se
considere que el alma es harmonía de las propiedades físicas (ca-
liente–frío; seco–húmedo) que constituyen el cuerpo. Se debe
entender el término harmonía como la conjunción perfecta, en
la que se entiende la «proporción» de dos cosas; usualmente
| 166 |

hace referencia a las cuerdas de una lira, en cuyo caso significa


«afinación». Tal concepto de harmonía hace insostenible postular
que el alma pueda sobrevivir a la muerte del cuerpo, más que
la melodía a las cuerdas y armazón de la lira: «Por el contrario,
parecería necesario que la harmonía misma siguiera existiendo
en algún lado, y que la madera y las cuerdas se pudrieran antes
de que a aquélla le pasara algo» (86 b).
La objeción de Cebes: este recuerda que el cuerpo se re-
nueva permanentemente, por lo que puede decirse que el alma
ha sobrevivido a diversos cuerpos a lo largo de la vida.7 Desde
el punto de vista de la duración, la destrucción del cuerpo es
causada por el hecho de que el alma no sostiene más la harmonía
del cuerpo, porque ella ya no existe. La teoría de la relación ac-
cidental de cuerpo y alma y la trasmigración de esta consideran
que el alma es resistente como para sobrevivir a nacimientos
y muertes (88 b); sin embargo, no es absurdo sostener que este
proceso constante termine agotándola hasta su aniquilación. En
definitiva, el argumento no debe probar solamente que el alma
sobrevive al cuerpo, sino que es inmortal (88 b).
El núcleo de la objeción de Cebes reside en la posibilidad
de la aniquilación definitiva del alma, aunque posea la suficiente
fortaleza como para alcanzar sucesivas pero limitadas transmigra-
ciones. En este punto del diálogo hay dos acepciones de muerte:
la primera, separación de cuerpo y alma (Cf. 64 a – c), y la segunda
aniquilación; en esta última posibilidad la trasmigración se presen-
ta como el intento de la superación del miedo al olvido (no como
«ser olvidado» sino como «desaparición de la memoria»).
Interludio y el riesgo de la misología (88 c–91 c): Equécrates
interrumpe la narración principal y está de acuerdo con la de-
sazón que causaron las objeciones antes mencionadas. Fedón
refiere su creciente admiración por su maestro, quien recibió las
objeciones con atención, y captando la creciente angustia de sus
discípulos intentó remediarlos prontamente (objeciones y angus-
tia). Sócrates acaricia la cabellera de Fedón y le aconseja que no
| 167 |

se la corte tras su propia muerte (era entre los griegos señal de


luto) sino solo si no conseguían revivir las argumentaciones ob-
jetadas por Simmias y Cebes. En el mismo sentido recomienda
evitar la «misología» (89 d):8 no se deben censurar las argumen-
taciones sino la propia falta de habilidad para alcanzar la verdad:

Especialmente los que pasan el tiempo argumentando discursos


contradictorios concluyen por creerse los más sabios y los úni-
cos que se han dado cuenta de que no hay nada sano ni firme,
ni en las cosas ni en los discursos que a veces parecen verdade-
ros y a veces no… (90 c)

Respuesta a la objeción de Simmias o trascendencia del alma res-


pecto del cuerpo (91 c – 95 a): luego de recapitular la objeción,
Sócrates advierte a Simmias que resulta contradictorio aceptar,
por un lado, que el alma sea harmonía, en el sentido antes apuntado
de la lira, y, por otro, sostener la teoría de la reminiscencia, pues
la primera niega la inmortalidad del alma y la segunda la afirma.
Simmias responde eligiendo la segunda de las opciones, porque
la primera le resulta atractiva, aunque admite que no está plena-
mente demostrada (91 e–92 a; 92 e), y la segunda es una tesis que
puede ser aceptada por la razón. Además por la primera queda sin
una explicación satisfactoria la virtud o el vicio de las almas (93 c).
Respuesta a la objeción de Cebes o la generación y la corrup-
ción (95 a–107 a): luego de un silencio prolongado, Sócrates narra
sus propias experiencias en relación al problema de la generación
y de la corrupción: en primer término pensó en las soluciones
mecanicistas, para quienes la generación y la corrupción de algo
consiste en la adición y supresión de otra análoga (la adición de
«uno» a otro «uno» es la generación de «dos» y la supresión de
«uno» a «dos» es la generación de «uno» (96 e). Sin embargo, re-
flexiona Sócrates, el todo que se ha generado tiene algo que las
partes separadas no tenían; tampoco es razonable que algo nuevo
pueda lograrse mediante operaciones opuestas. Por lo tanto, es
| 168 |

necesario hallar una causa diversa de los entes que experimentan


generación y corrupción y de las operaciones que las producen.
El hallazgo de la tesis teleológica de Anaxágoras, que postula
la existencia ordenadora del cosmos, le pareció la solución. Pero
Sócrates queda decepcionado de la frecuentación del filósofo,
puesto que solamente explica las condiciones del proceso causal,
pero sin justificar la existencia de la causa, lo que daría sentido a
todo el proceso. Esta decepción lo lleva a considerar que al ob-
servar los fenómenos directamente se corre el riesgo de padecer
ceguera como quien mira un eclipse; este debe ser estudiado en
sus reflejos a través de un medio o logos (argumento razonado):

era necesario cuidarme de que no me sucediera como a aque-


llos que miran y observan un eclipse de sol: a veces algunos
pierden la vista por no observar en el agua o de algún otro
modo la imagen del sol. Yo pensé algo por el estilo y temía así
quedar completamente ciego del alma, al mirar las cosas con los
ojos y esforzarme en ponerme en contacto con ellas por medio
de cada uno de los sentidos (99 e).

Sin pretender que la analogía pueda aplicarse minuciosamente


(110 a), sustenta un método que consiste en tomar como ver-
dadero el juicio que mejor se sostenga y todo lo que está de
acuerdo con él.9 En este proceso va adquiriendo preponderan-
cia el análisis del propio lenguaje; en efecto, cuando tratamos de
comprender que algo es bello o que llega a ser bello. El «ser» o
el «llegar a ser» bello presupone la existencia de «lo bello en sí»
que percibimos intelectualmente pero nunca mediante los senti-
dos. Es posible postular que «lo bello en sí» tiene una relación de
causalidad, mediante la participación, con todo lo que es bello.
Utilizando este método, es decir, la existencia independiente de
algo «en sí» (bueno, bello, verdadero), Sócrates entiende que será
posible justificar la causa de la inmortalidad del alma. A partir de
las nociones de «lo que existe en sí» y de la participación como
| 169 |

condición de ser de las cosas, Sócrates las utiliza para rechazar


la objeción de Cebes. En la argumentación es posible distinguir
cuatro pasos: el primero, un ser determinado puede participar de
dos ideas o formas contrarias, a condición que no sea en el mismo
sentido. Simias es más grande que Sócrates y más pequeño que
Fedón, con lo que participa en distintas relaciones (esto es lo más
importante) de la Grandeza en sí y de la Pequeñez en sí; esta par-
ticipación no es esencial para la existencia, sino para el modo de
su existir (más grande o más pequeño, Simias siempre es igual a sí
mismo, en 100 b–d); el segundo, si la participación, por el contra-
rio, no es solamente relacional sino esencial, ese ser determinado
no podrá participar de su contrario: «el contrario mismo —sea el
que existe en nosotros o en la naturaleza— no se convertirá nun-
ca en su contrario». Y 103 d: «Con todo, creo que has de opinar
que, según lo que decíamos antes, jamás la Nieve acogerá en sí al
Calor y seguirá siendo lo que era, o sea “nieve” y además “calor”.
Antes bien, al acercársele el Calor, o bien se batirá en retirada o
bien perecerá» 103 b; el tercero, se aplica el razonamiento ante-
rior al alma: a fin de vivificar el cuerpo es necesario que el alma
participe de la Vida en sí, por lo cual no puede participar de su
contrario, la Muerte: «Pues, entonces, respóndeme: ¿qué debe es-
tar presente en el cuerpo para que esté vivo». El alma. [...] Ahora
bien, hay algo contrario a la Vida ¿o no? Sí, hay algo. ¿Qué es? La
Muerte. Entonces, con lo que se convino anteriormente, el alma
jamás admitirá al contrario de aquello que ella lleva consigo (105
c–d); por ello, cuando la muerte llega al cuerpo, es decir, donde se
encuentra con el alma, esta se aleja o perece. Pero aceptar que el
alma perezca resultaría absurdo si hemos aceptado que participa
de la Vida. Cuando la muerte entra en el cuerpo, el alma se retira
al más allá: «Por consiguiente, al aproximarse la Muerte al hombre,
lo que de Mortal hay en él muere, según parece, en tanto que lo
que hay en él de Inmortal se batirá en retirada, alejándose sano y
salvo, y cediendo su lugar a la Muerte» (106 e).
El mito escatológico y el cuidado del alma:
| 170 |

Pero es justo, mis amigos, reflexionar que, si el alma es inmortal,


es necesario cuidar de ella, no solamente durante este tiempo
que llamamos vida, sino durante la totalidad del tiempo; y ahora
parece terrible el peligro que se corre si uno la descuida. En
efecto, si la muerte fuera una separación de todas las cosas, será
para los malos un regalo caído del cielo: al morir se desemba-
razarían del cuerpo, y a la vez, junto con su alma, de su propia
maldad. Pero ahora que parece que el alma es inmortal, no ha-
brá ninguna otra escapatoria de los males ni salvación alguna,
excepto el llegar a ser mejor y más sabio (107 d).

Sócrates describe en términos míticos el viaje del alma al más


allá; de modo similar al poema de Parménides, el alma justa es
conducida por un daímon que los lleva por el buen camino (108
a), pero la injusta sufre todo tipo de contrariedades y contra-
tiempos hasta llegar al lugar asignado (108 a–b). La geografía
escatológica está contenida por una esfera en reposo, sin apoyo,
en el centro de los cielos. Ubicados en ella, no habitamos la ver-
dadera superficie, sino una de sus tantas cavidades; entre nosotros
y la verdadera superficie media el aire, que llamamos de manera
impropia «cielo», pero verdadero es el que llamamos «éter».
En la «verdadera tierra», como la llama Sócrates, todo existe
en la máxima pureza, sin corrupción, diversamente de lo que
ocurre con nuestra realidad, en razón de habitar una cavidad.
En la «verdadera tierra» todo es extraordinariamente bello10 y
sus habitantes perfectamente sanos y felices (111 b), pues están
en contacto con los dioses, los que «realmente» habitan los luga-
res sagrados: «También tienen bosques sagrados y templos para
los dioses, en los cuales habitan realmente dioses, y logran co-
municarse con ellos frente a frente mediante signos, profecías y
percepciones sensibles de los dioses» (111 c).
Esto sucede por encima del mundo que habitamos. Por
debajo de nuestra realidad existen diversos ríos, cuyos cursos
pueden transportar agua fría o caliente o bien barro o fuego, que
| 171 |

confluyen el río más importante, el Tártaro, que atraviesa toda la


tierra. Sócrates se demora en la descripción de cuatro de aque-
llos ríos: Océano, Aqueronte, Pyriflegetonte y Cocito; excepto el
mencionado en primer término, el resto desemboca en el Lago
Aquerusiano, sitio donde se produce la purificación de las faltas
menores («los que no han vivido ni muy bien ni muy mal», dice
concretamente el texto en 113 d); aquellos que son considerados
incurables por la magnitud de sus delitos no logran el cese de sus
penas y sufrimientos hasta lograr persuadir a quienes fueron sus
víctimas que les otorguen el perdón:

Cuando han sido transportados hasta el nivel del lago


Aquerusiano, gritan y llaman a aquellos a los que han asesinado
o ultrajado, clamando y suplicándoles que les permitan salir por
el lago y que los reciban. Si los persuaden, salen y cesan sus
males; si no, son transportados nuevamente hacia el Tártaro, y de
allí nuevamente por los ríos, y sus sufrimientos no cesan antes
de lograr persuadir a sus víctimas (114 b).

Los que han vivido santamente llegan directamente a la morada


de pureza y permanecen allí; y, entre estos, los que además se han
purificado por la filosofía, viven sin cuerpo el resto del tiempo,
tal vez en los astros (114 c).11 A modo de epílogo (115 b–118 c),
Sócrates insiste que aún no es un cadáver, ante las consultas de
Critón para saber cómo quiere que sea el funeral. Luego de
bañarse y conversar largamente con su familia, bebe el vene-
no. Con el temple propio de un hombre religioso contiene las
muestras de dolor de sus amigos y así muere «el más sabio y el
más justo» de los hombres.
Al señalar que la vida del filósofo constituye una preparación
para la muerte, Platón nos muestra los ideales de vida del filósofo
y no simplemente la existencia que rechaza.
Mediante este acontecimiento de morir se produce la li-
beración del cuerpo y de todo lo que le resulta inherente. Así
| 172 |

presenta Platón las dificultades que debe superar el alma, pues


debe educarse para alcanzar lo bello, lo puro, la vida sin el cuer-
po que promete el mito escatológico (114 c). En efecto, el giro
«viven completamente sin cuerpos» introduce en el relato mítico
una variante inesperada, porque lo interpreta según el dispositivo
dualista propio del diálogo, que no parece previsto en el relato
escatológico. Este «más allá» se encuentra situado en la parte más
elevada del cosmos, el que se representa perfecto y pleno; sin
embargo, su condición es, hasta el momento que hacemos refe-
rencia, material, aunque de creciente sutileza.
La vida de ascesis del filósofo lo lleva a quebrar definiti-
vamente las condiciones impuestas por la corporeidad. Esto
nos permite percibir hasta qué punto Platón expresó su afi-
nidad con los ritos mistéricos, en especial la promesa que, en
términos de esperanza, pone en boca de Sócrates: «estoy espe-
ranzado de que exista algo para los que han muerto y, según
se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para
los malos» (63 c).
Nos ocupamos ahora de la dimensión propiamente escato-
lógica del mito: el alma que, en esta vida, se ha esforzado por
alcanzar la contemplación «de lo que es en sí mismo» y se ha
purificado, se encamina, al producirse el morir, «hacia lo que es
puro, siempre existente, inmortal» (79 d).
Algunas palabras sobre la mención de las formas en el Fedón:
Al igual que en los diálogos propiamente socráticos, las Formas
son inmutables, están en las cosas en cuanto participadas y
constituyen aquello mediante lo cual los seres particulares son
caracterizados o, como se dice en el Hipias Mayor (300 a), «lo
que hace» que posean tal caracterización.12
Las Formas son modelos perfectos que los seres particulares
intentan, con éxito diverso pero nunca completo, reproducir.13
Las Formas no solamente están en las cosas sino que existen
también separadas y por sí mismas; la existencia de la realidad en
su conjunto se presenta en dos categorías: la visible y perecedera
| 173 |

que se encuentra contrapuesta a la invisible y eterna (79 a; 80


a); las Formas pertenecen al segundo modo de existencia men-
cionado y se caracterizan por ser conocidas únicamente por la
inteligencia, por ser eternas e inmutables, simples.
En el Fedón, sin embargo, debemos decir que todavía hay una
cierta vaguedad respecto del alcance de la teoría de las Formas.
Sí debemos decir que se presentan con fuerza y claridad las
Formas de las cualidades sensibles y morales, de las relaciones
y de los números; al mismo tiempo se debe tener en cuenta
la expresión de sentido generalizador «la realidad […] con la
que comparamos lo que percibimos» (69 d). La delimitación que
implica la cita anterior constituye la dificultad más importante
que Platón debe considerar y de lo que nos consta que fue ab-
solutamente consciente, tal como esta cuestión se presenta en el
diálogo Parménides (130 b–c).
En este sentido resulta de interés para nuestro trabajo afirmar
que el alma es algo diverso de las Formas; en efecto, si tenemos
en cuenta que lo propio del alma es conocer, no puede ser con-
siderada una Forma, aunque sean completamente afines como se
presenta en el pasaje 79 d.
| 174 |

Notas
1. Cf. W. Jaeger: Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo
intelectual, p. 36.
2. Cf. iii, 5.
3. Cf. J. Stenzel: «Literarische Form und philosophischer Gehalt
des platonischen Dialogs» en Kleine Schriften zur griechischen
Philosophie, pp. 32–47.V. Goldschmidt : Les dialogues de Platon.
Structure et méthode dialectique.2
4. Cf. Ilíada v, vv. 696–698, pasaje en el que se dice que el aliento
(psiché) abandonó al héroe Sarpedón pero que luego se rea-
nimó porque el Boreas reavivó su aliento. La concepciones
de Anaxímenes (s. vi a. C.) se encuentran en estrecha relación
con la visión homérica. Aristóteles (De anima 410 b, 28–30)
señala el origen órfico del símil alma–aliento.
5. 79 d. Recordemos que en el párrafo anterior (79 c) Sócrates
ha dicho que el alma, cuando recurre a los sentidos para co-
nocer, es arrastrada a lo que nunca permanece igual y anda,
entonces, errante, turbada y mareada como si estuviera ebria.
6. El tiempo de la permanencia en el mundo material se cumple
cuando se vincula a un cuerpo adecuado a su carácter. Platón
considerará así «las historias de aparecidos».
7. En Banquete 207 d, Sócrates aplica este argumento de la reno-
vación permanente tanto al cuerpo como al alma.
8. El término es un neologismo creado por Platón que ya parece
en el Laques 188 a; de misein, «odiar» y logos, «palabra», «dis-
curso». «Porque no hay mayor desgracia que a uno le pueda
pasar que esta de odiar los discursos».
9. Falso, entonces, todo lo que se encuentra en desacuerdo. En
este pasaje puede interpretarse la concordancia tanto como
«derivación» cuanto como «consecuencia».
10. 110 c: «Allí toda la tierra consta de colores… mucho más bri-
llantes y puros que estos (es decir “los de esta cavidad”); en
parte de un púrpura admirable por su hermosura, en parte
como oro, en parte de un blanco más blanco que la tiza o que
| 175 |

la nieve; y del mismo modo los demás colores, más numero-


sos y más bellos de cuantos hemos visto».
11. Respecto de la localización se dice textualmente: «y llegan
a moradas aún más bellas que las anteriores, que no es fácil
describir…»
12. Platón dice a lo largo de su obra tanto que las cosas «tienen»
las Formas (Lisis 217 e) o que «participan de ellas» (Gorgias 467
e) o que «se agregan» a las cosas (Hipias Mayor 292 d).
13. Como se observa Platón ha profundizado la noción de Forma
como criterio de reconocimiento, tal como lo ha presentado
en el Eutifrón.
República

La República es dentro del significativo conjunto de obras


de Platón la más extensa. Como señala W.K.C. Guthrie,1 los
críticos literarios la consideran, aunque encolerizados por la
postura platónica sobre la poesía, como una de las grandes
obras maestras de la literatura. El título por el que la conoce-
mos, República, no es fiel al griego Politeia, que puede mejor
traducirse por El Estado.
La naturaleza de la justicia es el tema central de la obra,
en cuya órbita se comprenden las reflexiones sobre el Estado
ideal o imaginario, considerada tanto en sí misma cuanto en su
aspecto social. Este es el punto de equilibrio de toda la obra,
pues la vida buena solo puede vivirse en comunidad: «¿Crees
que es un asunto insignificante el de intentar el modo de vida
que cada uno de nosotros podría llevar para para vivir una vida
más provechosa?» (334 e).
La dialéctica significa para Platón el grado más alto y es-
pecífico de la filosofía y, en este sentido, el Libro vii de La
República nos ofrece una teoría de este procedimiento argu-
mentativo; es importante considerarla porque nos encontramos
con el Platón maduro, con aquel que ha tomado distancia del
Sócrates histórico, cuyo modelo de dialéctica conocemos por
los llamados «diálogos de juventud» de Platón.
El tránsito de uno a otro es significativo: la pregunta socrática
estaba centrada en qué se entiende cuando se usa una determina-
da palabra: «¿qué dices?» buscaba adentrarse en las ambigüedades
y contradicciones de los usos lingüísticos. Platón transforma
aquella pregunta en otra: «¿qué es?» La respuesta a esta pregunta
nos lleva, más allá de los usos lingüísticos, hacia significados per-
manentes, es decir, extra–mentales: un discurso capaz de presentar
| 178 |

la esencia de lo que se investiga. Así pasamos de la pregunta ¿qué


entiendes cuando hablas del bien? a ¿qué es el bien en sí?
En el libro i de la República contemplamos una instantánea de
esta mudanza en el objeto de la pregunta, cuando se pone de ma-
nifiesto, en la indagación misma, en el despliegue del diálogo la
deficiencia de contar solo con el modelo socrático o «lingüístico».
El movimiento de la discusión va en esta dirección: tomar ideas
contrapuestas y ponerlas en discusión sin que implique suprimir
una de ellas, sino conservar sus sentidos en un nivel conceptual
más elevado. En este contexto, Sócrates confronta fundamental-
mente con Trasímaco, quien presenta una tesis que no es opuesta
a la de Sócrates; por el contrario, Céfalo y Polemarco presentan
ideas vagas y Glaucón y Adimanto colaboran con Sócrates para
delimitar con más precisión sus propias tesis.
Esta instancia metodológica que busca afinar el obrar de la
dialéctica es un primer paso para otro más importante, es decir,
que para establecer un núcleo conceptual que permita responder
a la pregunta cómo se debe vivir bien en sentido tanto indivi-
dual como comunitario es necesario primero considerar qué es
la justicia: «Ahora debemos examinar si los justos viven mejor
que los injustos y si son más felices, que es lo que anteriormente
propusimos… No obstante, hay que examinarlo mejor, pues no
es un tema cualquiera, sino que concierne a cuál es el modo en
que se debe vivir» (352 d).
En este sentido, Céfalo es quien primeramente toma la pa-
labra y expresa su preocupación por tener, ya en la vejez, una
buena muerte, que espera alcanzar mediante la observación me-
ticulosa de los ritos religiosos.

Y uno mismo, sea por la debilidad provocada por la vejez, o bien


por hallarse más próximo al Hades, percibe mejor los mitos. En
esos momentos uno se llena de temores y de desconfianzas, y se
aboca a reflexionar y a examinar si ha cometido alguna injusti-
cia contra alguien (330 d).
| 179 |

Para Céfalo, vivir una vida con justicia posibilita no padecer en


el más allá. Cuando debe responder a Sócrates acerca de qué
entiende por «vivir con justicia» simplemente no lo hace y se
retira a cumplir con ritos religiosos mediante ofrendas de mane-
ra consecuente con lo que ha dicho. Polemarco, hijo de Céfalo,
responde la pregunta, que había estado dirigida a su padre, con
una máxima tradicional: «justo es hacer lo debido» (331 e). La
interpreta desde una perspectiva moral agonística: es justo, en
cualquier circunstancia, ayudar a los amigos y dañar a los enemi-
gos (332 a–b). Si bien esta afirmación resulta aplicable al campo
político, que, en La República, es el horizonte de comprensión de
la justicia, no por ello deja de ser falaz, porque «hacer el mal» sig-
nifica, para una persona concreta, «volverse peor» (331 b–c). Por
ello, Sócrates señala que amigos serán los buenos y enemigos, los
malos: «En cuanto a los hombres, amigo mío, ¿no diremos, aná-
logamente, que, si los perjudicamos, se volverán peores respecto
de la excelencia de los hombres» (335 b).
Queda claro que ni Céfalo ni su hijo dan respuesta al núcleo
de la cuestión, pues echan mano de una respuesta que únicamen-
te se ocupa de lo singular, es decir, que no apela a una norma
universal; el pasaje que va de 332 a hasta 336 muestra todas las
contradicciones posibles de Polemarco, quien precisamente no
puede definir qué es lo justo. Sin una respuesta a esta pregunta no
hay un criterio válido para considerar la justicia de toda acción.
Para comprender mejor a Sócrates debemos tener presente los
campos semánticos de agathón («bueno») y de kakón («malo»); el
significado moral de estos términos no es el primario: el primer
significado de «bueno» es «bien hecho» y «útil» y de «malo» es
«defectuoso», «inútil», «nocivo». Desde esta perspectiva, Sócrates
afirma que «nadie obra el mal voluntariamente», sino por igno-
rancia del bien; el llamado intelectualismo socrático se presenta así
como una propuesta analítica que parte de las raíces del lenguaje:
nadie optaría por una vida mala en vez de una buena si dispusiera
de los conocimientos necesarios para distinguir entre ambas.
| 180 |

La refutación de Sócrates sigue, entonces, este camino: si justicia


implica aquellas normas que hacen posible la vida en comunidad,
no resulta posible atribuirle valores que impliquen conflictividad;
en efecto, resulta contradictorio universalizar la idea de «dañar
a los enemigos» porque contradice la finalidad propia de una
conducta justa: hacer buenos, es decir, capaces de conformar co-
munidades, a la mayor cantidad de individuos posibles.

¿Es propio del hombre justo perjudicar a algún hombre?


Sin duda: hay que perjudicar a los malos y enemigos nuestros.
—Ahora bien, al perjudicar a los caballos ¿se vuelven estos me-
jores o peores?
—Peores.
—¿Peores respecto de la excelencia de la de los perros o respec-
to de la de los caballos?
—Respecto de la de los caballos.
[…]
—En cuanto a los hombres, amigo mío ¿no diremos, análoga-
mente, que si los perjudicamos se volverán peores, respecto de
la excelencia de los hombres (335 b).

La discusión con Trasímaco: el punto de partida del sofis-


ta Trasímaco difiere de los anteriores porque no expone una
opinión tradicional sin argumentos definidos, como Céfalo
y Polemarco, sino una tesis muy elaborada, que representa la
orientación de los intelectuales ilustrados de la Atenas de la épo-
ca. Otro elemento de interés, en esta parte del diálogo, reside en
que se ve a Trasímaco en posiciones muy próximas al Sócrates
que Platón presenta en Critón. La tesis de Trasímaco se articula
en dos momentos: la justicia es lo que conviene al más fuerte
(338 c ss) y sus respuestas a las objeciones de Sócrates.
En cuanto a lo primero,Trasímaco entiende por justicia aque-
llo que se encuentra en adecuación con la norma sancionada por
ley; como dijimos, Sócrates está comprendido en esta postura
| 181 |

que pertenece, por lo demás, a la cultura jurídica de la época


(en griego clásico dike significa tanto «justicia» como «tribu-
nal»).2 Solo el que detenta el poder o fuerza posee la capacidad
de sancionar leyes, sea monarca, tirano o una asamblea democrá-
ticamente elegida, puesto que, en esta perspectiva, la finalidad de
la ley es mantener en el poder a quien la ha promulgado. Lo que
se denomina «conducta justa» de los ciudadanos está orientada
a mantener en el poder a los que gobiernan. Así Trasímaco hace
evidente la tiranía más profunda: la norma se emite para conser-
var el estado actual de un poder determinado. No encontramos
refutada esta tesis en La República; tal vez el modo riguroso de la
presentación corresponda al propio Platón, como expresión de la
tendencia que encabezaban personajes como Pericles o Critias.
En cuanto a lo segundo, la primera objeción de Sócrates dice
que el médico y el pastor cura o cuida, porque hacerlo constitu-
ye un bien y no una forma de dominio; la respuesta de Trasímaco
es rápida: el médico cura para tener un rédito económico al
igual que el pastor (341 d).3 La segunda observación de Sócrates
es más aguda y de lacerante actualidad (351 c): sin un mínimo
de normas jurídicas que expresen un acuerdo social complejo,
ninguna comunidad puede sostenerse y abre la posibilidad a que
un grupo de maleantes se adueñe del poder únicamente en pro-
vecho propio. La última refutación de Sócrates descansa, en este
fragmento, en la afinidad entre el hombre justo y los dioses, que
son constitutivamente buenos, es decir, sin defecto alguno y, por
ello, premiarán al justo y castigarán al injusto, en esta vida o en la
otra (352 a–d): «En tal caso, Trasímaco, el injusto será hostil a los
dioses, y el justo será amigo de ellos» (352 b).
Adimanto rechaza este alegato a los dioses mediante un ar-
gumento muy de la época (y no solo): los dioses no existen y si
existieran es evidente que no se ocupan de ningún modo de los
hombres (364 b–366 a). La negación del argumento de los dioses
implica para Sócrates la exigencia de fundamentar una moral au-
tónoma tanto de las convenciones sociales cuanto de las normas
| 182 |

divinas.4 Se declara incapaz de cumplirlo, pero el estilo vivaz y


cuidado de Platón nos crea la ilusión de que Sócrates improvisa
sobre la marcha: considera que no puede leer un texto escrito en
letras pequeñas, pero sí se atreve con unos textos cuyos caracteres
sean más grandes (386 d). Está más a mano encontrar qué es la
justicia en el gran texto de la comunidad política (polis), para
luego volver al pequeño y, entonces, difícil texto del individuo.
El argumento es plausiblemente débil porque asume que
ambos textos son siempre homólogos (Sócrates no se ocupa de
su demostración). Al mismo tiempo debemos notar la ironía pla-
tónica: después de las intervenciones de Trasímaco y Glaucón,
que desconocieron el vínculo entre política y justicia, la cuestión
queda reducida a la moral individual. En este contexto de «le-
tras» grandes, Sócrates describe el origen de la comunidad que se
sustenta en el tejido social, es decir, que deja de lado el instinto
agresivo que se manifiesta en la opresión, en favor de la colabo-
ración para saciar los deseos naturales. Adimanto considera que
esta es una sociedad primariamente económica para la que no
resultan necesarios ni el gobierno ni la justicia. Que los inter-
cambios deban ser justos no requiere de una teorización elevada
como los que dialogan pretenden. Glaucón define este modelo
como una «ciudad de cerdos», tanto por la simplicidad como por
la ignorancia de este modo de vida.
Sócrates reconoce que una ciudad caracterizada por este pri-
mitivismo no es capaz de constituir un texto en letras grandes
y con renovada ironía declara la inviabilidad de la primera pro-
puesta y da lugar a la crítica de Glaucón con una ciudad de
lujo y de sobreabundancia: con cocineros, confiteros, pedagogos,
peluqueros, artistas y médicos (en especial necesarios para curar
los efectos de una dieta insana):

Y el territorio que era antes necesario para alimentar a la gente


ya no será suficiente, sino pequeño. ¿No es así?
—Sí, así es.
| 183 |

—En tal caso deberemos amputar el territorio vecino, si que-


remos contar con tierras suficientes para cultivar y pastorear;
así como los vecinos deberán hacerlo con la nuestra, en cuanto
se abandonen a un afán ilimitado de riquezas, sobrepasando el
límite de sus necesidades.
—Parece forzoso, Sócrates— respondió Glaucón.
—Después de esto, Graucón ¿haremos la guerra? ¿O puede ser
de otro modo? (373 d)

Con el lujo y la riqueza vuelve a surgir la voluntad de apo-


derarse de los bienes ajenos y de defender los propios. Si bien
permanece en silencio la comparación entre el segundo modelo
de ciudad y la Atenas de la época, Sócrates propone pensar cómo
tal ciudad podría recobrar la salud, lo que —a su vez— colocaría
los fundamentos de un tercer modelo de sociedad: sana como la
primera, pero compleja como la segunda; con la excusa de hablar
como si se tratase de un mito (376 d), Sócrates no se preocupa
por aclarar detalladamente los procesos curativos del segundo
modelo de ciudad (un esbozo de respuesta lo hallamos en la par-
te final del Libro v); sí da algunos lineamientos: tal proceso debe
comenzar por la reeducación de los militares (se entienden que
son profesionales), pues, en buena medida, son responsables de
la decadencia del segundo modelo. En un segundo plano, se en-
tiende que la reeducación debe empezar por el ejército porque
no existe proyecto de reforma ético–político que sea posible sin
el recurso de la fuerza. Este sentido realista de la filosofía políti-
ca de Platón contrasta, sin dudas, con el Sócrates histórico y su
ingenua (y finalmente trágica) idea de reeducar a los ciudadanos
mediante el ejercicio del diálogo para practicar la justicia.
La educación de los militares o guardianes de la ciudad en
construcción debe prepararlos para la defensa contra enemigos
externos y para ser custodios del orden interno. Las dos funciones,
de resguardo militar y de gobierno, se deberán asignar a personas
distintas, seleccionadas por sus aptitudes morales e intelectuales.
| 184 |

Los más aptos estarán destinados a gobernar (los arcontes) y los


guardias o auxiliares (epikouroi) tendrán funciones policiales y mi-
litares (412 d–414 b). Las columnas de su educación serán, por un
lado, la gimnasia, dirigida especialmente a alcanzar la armonía del
cuerpo, y, por otro, la música, tendiente a cultivar el equilibrio
del alma; la noción central es que deben estar preparados para
ejercer la fuerza sin violencia. Este programa educativo centrado
en la gimnasia y en la música echa raíces en las más profundas
convicciones, según las cuales ambas actividades conforman la
noble personalidad que se requiere para el gobierno de la ciudad.
A la solidez de la formación se le debe sumar el recurso de
una propaganda que cohesione a los guardias entre sí y mueva
a la admiración y a la subordinación a los gobernados: «Ahora
bien ¿cómo podríamos inventar, entre otras mentiras que se ha-
cen necesarias, a las que nos hemos referido antes, un mentira
noble, con la que mejor persuadiríamos a los gobernantes mis-
mos y, si no, a los restantes ciudadanos?» (414 b).
Según este relato o «mentira noble», los guardianes y el con-
junto del pueblo creerán que han surgido del seno de la tierra, al
igual que sus armas y enseres. Por ello, ahora deben preocuparse
por la tierra que ocupan, pues es su madre: deben defenderla y
considerar a los restantes ciudadanos como hermanos (415 a–d).
Con este relato se otorga a los guardianes una autoridad de
raíces mítico–ideológicas como dispositivo de gobierno real.
Luego de estas consideraciones, Platón hace referencia a las nor-
mas, según las cuales vivirán los guardianes: no poseerán ningún
bien como propiedad privada; así habrá alguna seguridad de que
ejerzan el poder y la autoridad para el bien de todos:

En el Estado, por consiguiente, únicamente a ellos no les estará


permitido tocar o manipular ni oro ni plata, ni siquiera cobi-
jarse bajo el mismo techo que estos, ni adornarse con ellos, ni
beber en vasos de oro o plata.Y de este modo se salvarán ellos
y salvarán al Estado… (417 a–b).
| 185 |

Como diversos autores han señalado,5 el modelo de educación


y de vida que nos presenta Platón se inspira en la tradición
espartana, es decir, el poder en mano de militares que vivían
por completo de manera comunitaria y cuya educación era
gimnástico–musical.
Los Libros ii y iii presentan una participación tripartita del
cuerpo social a partir de la distinción entre guardianes y el con-
junto comercial y productivo; este último, defendido y controlado
por el primero, no posee, en sentido estricto, cualidades positi-
vas que puedan ser correlativas con el concepto de areté, dada la
consecuencia moral e intelectual de la posesión de propiedades,
que los incapacita para la toma de decisiones en orden al bien
común. La moderación o temperancia (sophrosyne) es la cualidad
imprescindible para tener bajo control una dinámica que tiende a
subvertir el orden social establecido, pues en el texto se considera
que el paso de la satisfacción de los deseos y placeres privados a
la acumulación de riquezas y, con ella, de influencias, conduce a
que todo concluya en una indebida aspiración de poder (434 a–c).
Por todo lo dicho hasta aquí, la calidad de vida de una ciudad
está determinada por el adecuado ejercicio de la virtud de la
justicia, es decir, de que se encuentre garantizada una relación
equitativa entre los grupos, en relación a sus ocupaciones. Por
ello, la teoría política platónica es nítidamente aristocrática, pero
no clasista: las decisiones que establecen la pertenencia a uno
de los tres grupos no proviene de la producción de riquezas,
sino de las aptitudes. Solo esta organización hace posible que la
ciudad no se encuentre lacerada por los permanentes conflictos
entre ricos y pobres (Cf. 423 a). La calidad de vida de una ciu-
dad depende enteramente de las cualidades de sus ciudadanos:
«Tampoco un hombre justo diferirá de un estado justo, en cuan-
to a la noción de justicia misma, sino que será similar» (435 e).
La estrategia de Platón para desarrollar y explicar su con-
cepción filosófica y así establecer, por ejemplo, las novedades
fundamentales que propone (la postulación de las formas, el
| 186 |

progreso seguro mediante la dialéctica, el establecimiento de las


reglas de predicación o las hipótesis de causación teleológica)
suele ser problemática porque ha preferido no argumentar en
primera persona; en lugar de este procedimiento ha utilizado el
recurso de figuras mitológicas.
La República, a pesar del espacio y de la profundidad del tra-
tamiento del tema del estado, no es una obra de teoría política,
sino, más bien, una alegoría sobre el alma humana; en efecto,
la ciudad es aquello que podemos interiorizar de la mano del
eros, de manera que se encamine hacia la sabiduría con toda
seguridad, pues el bien es conocimiento de los criterios de la
naturaleza, independiente de los deseos humanos. La máxima
«conócete a ti mismo» es el camino hacia la consideración del
alma como objeto de estudio y, en este sentido, se trata la «cura
del alma»: el camino del filósofo hacia lo divino.6
| 187 |

Notas
1. Op. cit., T. ii p. 915.
2. Cf. Bailly: op. cit., s.v.
3. La contra–objeción de Sócrates resulta intrínsecamente débil
y, de hecho, es abandonada a lo largo del diálogo: obtener
una ganancia económica de la medicina y del pastoreo es un
agregado a ese saber, pero distinto de él.
4. En el libro ii de La República, Glaucón y Adimanto, obligan a
Sócrates a hacer una mejor defensa de la obligación moral de
practicar la justicia: se debe probar que la vida justa es desea-
ble en sí misma, como la mejor forma de vida; en razón de
ello, Glaucón ataca la segunda tesis de Sócrates (en realidad,
una contra–objeción): la justicia es necesaria para mantener
la cohesión social. Glaucón parece anticipar a Hobbes: por
miedo o debilidad, los hombres acuerdan un pacto social,
cuyo punto esencial consiste en que todos renuncian al ejer-
cicio de la violencia para dar lugar a la colaboración social.
5. A. González García: «La paideia y la construcción de la
República platónica», Revista Historia Autónoma, pp. 21–36. R.
A. Ballén Molina: «La pedagogía en los diálogos de Platón»,
Revista Diálogos de Saberes, pp. 35–54.
6. Cf. W. K. C. Guthrie: op. cit., pp. 1037–1038.
Teeteto

Nuestro estudio sobre comunidad y pedagogía en Platón debe


afrontar ahora una reflexión, ineludible en el horizonte de la
temática, sobre el Teeteto. Su análisis será más extenso que las
restantes, debido a que sus temas centrales atañen directamente a
nuestro objetivo: la teoría del conocimiento y mayéutica.
Sócrates señala que el objeto de este diálogo es la mayéutica,
es decir, que el preguntar socrático pone de manifiesto un claro
designio educativo; por ello, a diferencia de aquellos primeros
diálogos claramente aporéticos, el que interroga (y se interroga)
no se limita a realizar ensayos inciertos o tanteos, sino que co-
noce perfectamente el camino y lo recorre con seguridad: pone
al discípulo ante la dificultad, le exige respuestas o, al menos, su
esbozo y, con delicadeza y fina amabilidad, le indica los errores
e incongruencias de las respuestas y lo induce a consideraciones
que lo guían a una precisión creciente.
Así como en el Fedón hallamos la primera tentativa por
clarificar la percepción sensorial como el peldaño inicial del
conocimiento, en el Teeteto se presenta nuevamente este in-
tento con toda seriedad y con un carácter completamente
exhaustivo. Ahora bien, esta misma condición respecto del
tratamiento del diálogo confirma que Platón no tuvo la más
mínima duda de que la percepción sensible, por sí misma, no
está en condiciones de dar cuenta de lo que significa saber;
esto no significa que, al mismo tiempo, no exprese su con-
dición de posibilidad, pero permaneciendo impenetrable sin
referencia al orden de las Formas.
En el designio compositivo de su estructura dramática, el
diálogo expresa el sentido y las dificultades de la búsqueda. Esto
tiene que ver tanto con la vivacidad propia de la trama cuanto
| 190 |

con la naturaleza misma del método filosófico; en efecto, la obra


consta de dos prólogos:
El primero, la conversación inicial entre Euclides y Terpsión
en Megara; Euclides refiere que se ha encontrado con Teeteto
que era traído desde Corinto agonizante. Esta agonía prefigura,
en la disposición dramática del diálogo, la del propio Sócrates,
pues hacia el final del relato sabemos que se prepara a compa-
recer, en el Pórtico, la acusación de Melitos (210 e).1 Sócrates
se encuentra, por lo tanto, próximo a su muerte, como en el
presente del relato lo está Teeteto. Ambas muertes, aunque
distanciadas en el tiempo, tienen que ver con el dispositivo dis-
puesto por Platón que señalamos anteriormente: uno arrebatado
por la enfermedad del cuerpo (disentería, 142 b) y el otro por
una enfermedad provocada en el alma de la ciudad.
El segundo es el prólogo que corresponde al diálogo que sos-
tienen Sócrates, Teodoro y Teeteto, a partir del cual se desarrolla
la obra propiamente dicha en un gimnasio de Atenas.
Se nos dice que Euclides no participó de aquel encuentro,
aunque su relato es fiel pues ha elaborado un escrito en estilo
directo, que fue corrigiendo a partir de indicaciones del mismo
Sócrates (Cf. 143 a); Euclides pide a un esclavo que lea el texto en
voz alta; en este Platón pone de manifiesto su contrariedad por los
límites de la narración y su preferencia por el diálogo directo. A lo
largo del Teeteto se debate largamente la condición de posibilidad
del conocimiento, lo que lo ubica antes (en un sentido no solo
temporal sino fundamentalmente lógico) de la reflexión sobre la
educación. Si bien, en la perspectiva platónica, la paideia nunca
consiste en un mero método de adquisición de conocimiento,
este proceso resulta en gran medida determinante a la hora de al-
canzar aquello que en verdad Platón juzga la finalidad del proceso
educativo, es decir, que la personalidad alcance un cierto equili-
brio dinámico (lo que justamente constituye el núcleo de la tesis
que sostenemos en nuestro libro). Desde la perspectiva educativa,
esto conlleva tanto una comprensión de qué es el conocimiento,
| 191 |

en los casos en que este se comprueba, cuanto a sus relaciones y


sus límites con aquello que no es conocimiento.
Aunque tenemos presente que el diálogo platónico es una
realidad del intelecto y del espíritu que resulta mutilado cada vez
que se produce el intento de reducirlo a esquema, en el sentido
de un diseño estructural podemos considerar que a lo largo de la
obra se establecen tres posibilidades de explicación del conoci-
miento, que resultan sucesivamente desechadas por insuficientes;2
las presentamos primero y luego las seguimos con cierto detalle,
lo que implica, de hecho, examinar el conjunto del Teeteto.
A lo largo del dialogo queda claro que la suficiencia o in-
suficiencia de las perspectivas tratadas serán consideradas por
las características previas que se atribuyen al saber; en efecto se
afirma que el objeto del saber, cuya especificación implica la
primera determinación de la metodología socrática (200 c), está
constituido por la realidad y que el conocimiento es infalible:
«En consecuencia, la percepción es siempre de algo que es infa-
lible, como saber que es» (152 c).
La primera de las tesis tratadas, y las dos que dependen de
esta, dicen textualmente: «Yo (Teeteto), de hecho, creo que el
que sabe algo percibe esto que sabe. En este momento no me
parece que el saber sea otra cosa que percepción» (151 d). La
naturaleza de la afirmación lleva a Sócrates a considerar su ori-
gen en la tesis atribuida a Protágoras: «El hombre es medida de
todas las cosas, tanto del ser de las que son, como del no ser de
las que no son» (152 c).
Más tarde, la interpretación más extrema de la filosofía atri-
buida a Heráclito: «Sócrates— También yo te voy a hablar de
una doctrina que no es nada vulgar. Afirma, en efecto, que nin-
guna cosa tiene un ser único en sí misma y por sí misma y que
no podrías darle ninguna denominación justa, ni decir que es
una clase determinada» (182 d).
La segunda tesis sometida a examen afirma que «es posible
que la opinión verdadera sea saber» (187 b). La tercera afirmación,
| 192 |

que busca rectificar la anterior rápidamente desechada, consig-


na que el conocimiento es una opinión verdadera que además
ofrece una explicación satisfactoria o logos (201 e; Menón 98 a
y Banquete 202 a ): «Teeteto: — Estoy pensando ahora, Sócrates,
en algo que le oí decir a una persona y que me había olvidado.
Afirmaba que la opinión verdadera acompañada de una explica-
ción es saber y que la opinión que carece de explicación queda
fuera del saber» (201 e). Luego del examen de la tesis anterior,
Sócrates concluye señalando la deuda de no haber podido defi-
nir qué significa saber y se retira hacia el Pórtico del Rey.
Platón despliega, desde el principio, su modo típico de narrar
los acontecimientos: los personajes se presentan unos a sí mismos
y otros, por el contrario, son presentados. En efecto,Teodoro, co-
nocedor de geometría, astronomía y de todo cuanto se relaciona
con la educación (145 a), presenta a Teeteto, un joven de intelec-
to brillante y poseedor de un carácter también extraordinario,
que guarda cierta semejanza física con Sócrates.
Casi de inmediato Sócrates le presenta a Teeteto su perple-
jidad: no es capaz de comprender por sí mismo qué es saber
(145 e – 146 a). Con este cometido, Sócrates inicia una serie de
preguntas para establecer qué es saber. Previamente ha men-
cionado la identidad entre saber y sabiduría con el acuerdo de
Teeteto; el joven intenta responder a la pregunta mediante un
tema propio de las matemáticas: la potencia. Sin embargo, no
le resulta posible establecer una definición universal como la
anterior, que contenga todas las formas de conocimiento (148
b). Al mismo tiempo, el joven Teeteto expresa que hace tiempo
le preocupa llegar a una definición de este tipo, al menos des-
de que le llegaron noticias de las preguntas de Sócrates. Esto
significa para el mismo Sócrates que la inteligencia del joven
discípulo de Teodoro tiene «trabajo de parto» (148 e), porque
hay fruto en su inteligencia y necesita ayuda para darlo a luz.
Con serena ironía, Sócrates describe el arte de la mayéutica,
cuya primera condición consiste en la esterilidad de quien
| 193 |

asiste el parto (149 b); así la «esterilidad» es filosóficamente


comprendida como «un no–saber» que se despliega hacia el
conocimiento o «parto del concepto».
Se ponen, así, los pilares de una de las metáforas más fructí-
feras acerca del conocimiento y de su adquisición. Esta metáfora
tiene por lo menos dos niveles de interpretación claramente
interdependientes: un sentido objetivo, según el cual el saber
solo es posible mediante el descubrimiento de conceptos só-
lidamente sostenidos, por el cual la actividad del filósofo estará
siempre orientada a la realidad, tierra siempre virgen para quien
contempla; un sentido subjetivo, según el cual hay en la ironía y
en su efecto, la conciencia del propio ignorar, un rumbo seguro
para hacer posible pedagógicamente la posesión del saber. Esta
doble perspectiva tanto objetiva como subjetiva puede alentar,
por un lado, a devolver al significado de la filosofía su sentido
prístino como amor al saber, cuya interpretación comenzaba a
cargarse de un cierto trasfondo psicologista, según el cual la filo-
sofía «inventa» el objeto de su deseo, y por otro, una renovación
de la pedagogía como arte y como determinado hacer–saber de
lo real. En términos platónicos o, al menos en los de este diálogo,
se trata de poner a prueba si lo que produce el pensamiento de
Teeteto es un saber falso o, por el contrario, verdadero (150 c).
Desde la primera perspectiva «el amor al saber» consiste en
permanecer en estado de admiración ante lo que existe o con-
ciencia del propio yo y de las cosas, todo lo que pudiendo no
existir está ahí existiendo. Esta toma de conciencia es lo que
Platón llama en Teeteto «admiración»: «pues experimentar eso
que llamamos admirarse es muy característico del filósofo. Este y
no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía» (155 d).
«Origen de la filosofía» significa que se requiere ir más allá
de la admiración, que esta en sí misma no es suficiente; el «más
allá de la admiración» entraña aquí su fuente: las cosas mismas;
entonces, admirar (y admirarse) entrañará el esfuerzo sostenido
por conocer lo que es o, en otros términos, saber qué es todo
| 194 |

esto (incluido el yo); en palabras de Platón, el filósofo es el que


ama contemplar la verdad (Rep. 475 e).3
«Contemplar la verdad» significa que «el amor de la sabi-
duría» se pondera en el deseo de conocer el ser; no se pone de
manifiesto en la posesión sino en la búsqueda de todo lo que
existe en cuanto que existe. Por la admiración, el ser humano
descubre el ser, posee la inteligencia que le posibilita su conoci-
miento,4 aunque siempre de manera provisoria porque el ser no
es producto del obrar del hombre; en este sentido se afirma que
estamos ante un deseo que trasciende al ser humano: es deseo de
posesión de lo Inagotable. Filósofo es, entonces, aquella persona
que ha tomado conciencia de que nunca será sabio sino de que
es un buscador de la sabiduría, es decir, de la filosofía en cuanto
amor «a» y «de» la sabiduría.
Desde la segunda perspectiva, la inteligencia conoce cuando
sabe algo, es decir, lo que tiene presente porque lo ha develado;5
llamamos verdad a esto que la inteligencia tiene presente y por
esto se puede afirmar que el hombre es el ente en el cual el ser se
hace consciente. Al resultar imposible que no se verifique este en-
cuentro del ente que tiene conciencia del ser con el ser mismo es
posible pensar y, entonces, el acto de enseñar: solo en cuanto hay
algo que se sabe indudablemente (la verdad del ser) es posible en-
señar.6 Por ello, el acto propio del que enseña será posibilitar que
otro descubra por sí mismo aquella misma verdad. La perspectiva
socrática de la mayéutica, interpretada en clave pedagógica, entra-
ña el «hacer pensar» y más aún el «aprender a pensar»: si aprender
es pensar la verdad, resulta necesario saber cómo aprender a pen-
sar para verdaderamente pensar.7 Veamos los efectos filosóficos y
pedagógicos de la búsqueda socrática en Teeteto.
A la pregunta sobre el conocimiento, el joven interlocutor
responde que este no es otra cosa que aísthesis, que normalmente
se traduce por «percepción». Como advierte Guthrie,8 se trata de
un término muy amplio, pues el vocabulario griego no distingue
tener conciencia de los datos sensoriales de la percepción misma
| 195 |

de los objetos. En la dicotomía sensible (aisthetá)–inteligible (noe-


tá), el primero señala el devenir, la realidad de la naturaleza, y el
segundo el Ser. Sócrates inmediatamente remite la definición de
Teeteto a la sentencia de Protágoras: «El hombre es la medida
de todas las cosas, tanto del ser de las que son, como del no ser
de las que no son» (152 a). Sócrates pone de manifiesto los su-
puestos ontológicos y gnoseológicos sobre los que descansa la
sentencia; como ya había sostenido en el Cratilo (388 a–e), afirma
nuevamente, aunque con nuevos argumentos, que la tesis solo es
sostenible si el ser de las cosas, que es siempre un llegar a ser, re-
sulta inseparable de cada sujeto que las percibe. Sócrates, a su vez,
la remite a Heráclito y a Empédocles y, más atrás en el tiempo, a
Epicarmo y a Homero (152 e): las cosas se encuentran siempre en
procesos de ser (flujo permanente), es decir, carecen de una rea-
lidad estable. Esta perspectiva, sin embargo, niega el supuesto con
que se ha iniciado la investigación: el saber tiene que ser siempre
verdadero y tener como objeto lo real (152 c y 200 c.).
Veamos cómo procede Sócrates; en principio se ocupa de
interpretar (o «volver inteligible») la tesis de Protágoras: si lo
que llamamos cosmos no es otra cosa que procesos que obran
unos sobre otros (la percepción y lo percibido, en su sentido
más general y atribuido a las realidades sensibles), nada existe
de un modo absoluto ni se puede decir que posea una cualidad
definida, sino que todo es siempre devenir. Esto significa que la
tesis de Protágoras es verdadera si aceptamos, primero, que las
cosas son un devenir ante alguien (157 a–b); queda claro en el
análisis que el mismo sujeto que percibe es alcanzado por estos
supuestos, pues lo pone en relación con el objeto medido y
en cuanto objeto medido (nuestro ser también es cambiante),
quedando también relativizado por «la acción de medirse» (154
b). Queda claro que se le reconoce validez en el plano de la per-
cepción, pues esta es, en cuanto cierto saber, infalible (155 c); las
objeciones de la enfermedad, del sueño o de la locura (157 c–158
a) no la ponen en riesgo en cuanto «cierto saber». Sin embargo,
| 196 |

a partir de ahora, se argumentará a fondo contra la tesis que la


percepción pueda aceptarse como saber. Primero, el argumento
ad hominem contra Protágoras que, en cuanto tal, no pone en
discusión lo esencial de la doctrina: ¿qué sabiduría poseerá que
justifique su dedicación a la enseñanza? (161 e).
Sócrates argumenta, a su vez, una posible respuesta de
Protágoras, que irónicamente pone de manifiesto los límites del
tipo de argumentación antes realizada; Sócrates, a fin de superar
esta limitación (en realidad, una estrategia retórica para avanzar
hacia la meta propuesta), propone tres nuevas argumentaciones:
la principal es que ante el caso de una lengua extranjera, antes
de que resulte conocida, ¿diremos que no la oímos cuando ha-
blan o que oímos y sabemos lo que dicen? (163 b); la segunda,
el recuerdo se presenta como una objeción a que el saber es
percibir, si se pone la posibilidad de que alguien no sepa lo que
recuerda en el momento mismo en que lo recuerda (163 d –
164 b); y la tercera, que el saber y el no–saber como términos
absolutos y excluyentes: aquí Sócrates se presenta una argumen-
tación clara y típicamente sofística, pues pregunta a Teeteto si al
ver con un ojo lo que no ve con el otro sabe y no sabe al mismo
tiempo; ante la presión de una respuesta por sí o por no, el joven
interlocutor debe reconocer que, bajo estos términos, la tesis se
contradice a sí misma (165 b–d).
En discurso directo, Sócrates pone en boca de Protágoras la
defensa ante las críticas que ha realizado, incluso el recurso que
ya hemos mencionado a argumentos ilegítimos. Las respuestas
de Protágoras siguen este orden: respecto de la memoria, argu-
menta que esta se refiere siempre a una experiencia del pasado
y que, por ello mismo, conlleva una naturaleza completamente
distinta de aquella experiencia original; la consideración de si
alguien puede saber y no–saber algo al mismo tiempo carece de
sentido en sí misma, puesto que si el cosmos está sometido a un
cambio incesante nada permanece inmutable: ni la persona que
conoce ni el objeto conocido; en este punto, Sócrates–Protágoras
| 197 |

intenta rechazar los dos puntos anteriores de manera conjunta,


mediante un giro pragmático, es decir, sustituyendo la oposición
verdadero–falso por utilidad–perjuicio (166 e); en efecto, el papel
de educador del sofista tanto de personas individuales cuanto de
ciudades consiste no en sustituir opiniones falsas por otras más
verdaderas (o menos falsas), sino las que son menos útiles por
otras más beneficiosas.
Para que su refutación tenga verdadero valor, Sócrates deberá
probar que todas las opiniones no son verdaderas y que la simple
percepción no constituye propiamente saber. Si bien es claro
que las afirmaciones resultan de hecho correspondientes, sin
embargo, son puestas en consideración de manera independien-
te. Si Protágoras es coherente con su doctrina deberá aceptar
que, si todas las opiniones son verdaderas, hay opiniones ver-
daderas y otras falsas, especialmente en la medida que son más
numerosos los que piensan de esta manera (171 a). Sócrates hace
propio, en este tramo de la argumentación, el giro utilitario de
Protágoras al sustituir el criterio de lo verdadero por lo conve-
niente. Veamos la refutación de la doctrina de Protágoras en lo
que se refiere al criterio de lo conveniente; se ha admitido que
la tesis es verdadera en el campo de la sensación; en efecto, cada
persona es verdaderamente juez irrefutable en este campo (lo
dulce, frío, agrio, etcétera.). Sin embargo, esta tesis no es igual-
mente sustentable en el campo de lo conveniente, porque esto
se mide en relación a beneficios futuros de cualquier índole y
porque un consejero es mejor que otro con relación a la verdad.
Si cada persona es medida de lo que experimenta, solo el que
conoce puede recomendar a la ciudad o al ciudadano algo cuya
eficacia se comprobará en el futuro (172 a).
Poco antes de finalizar lo que podríamos llamar la primera
refutación de Protágoras, encontramos una digresión sobre el
filósofo y el hombre práctico. Sin lugar a dudas la posición en
el conjunto del discurso es significativa, aunque hemos preferi-
do estudiarla luego de finalizar la presentación del argumento
| 198 |

contra una aplicación universal del hombre–medida. La digre-


sión comienza en el momento que Sócrates atribuye a una frase
incidental de Teodoro un valor que no había advertido el mismo
geómetra y que, en cierto sentido, parece exagerada: aunque los
argumentos van creciendo en importancia y complejidad, ellos
disponen del tiempo libre necesario para continuar. Sin embar-
go, el término griego que traducimos por «tiempo libre» o skholé
(172 a), conlleva una serie de resonancias inocultables para el
espíritu griego en general y, en especial, para Platón. Los que
ha dedicado mucho tiempo a la filosofía (172 a) parecen orado-
res ridículos cuando se presentan ante el tribunal. Sin embargo,
Platón parece insistir que el adjetivo «ridículos» que, en el plural,
se refiere a la condición de todos los filósofos, es un distintivo de
la superioridad moral e intelectual de Sócrates. Esta superioridad
radica en la posesión del ocio o «tiempo libre» que mencionó en
su acepción vulgar Teodoro.
Esto se debe a que skholé constituye al hombre libre, es decir,
educado en la filosofía (172 d): tratar un tema de importancia
todo el tiempo que lo consideren oportuno con la única fina-
lidad de alcanzar la verdad. La torpeza del filósofo consiste en
que no debe ejercitarse en el arte de la adulación y el engaño
como aquellos que frecuentan los tribunales; a cambio de estas
capacidades sus almas se vuelven mezquinas y esclavas al carecer
de grandeza, pero creen que, en realidad, son hábiles y sabios (137
b). El filósofo ignora todo esto, pues, mientras su cuerpo se en-
cuentra en la ciudad, su pensamiento sobrevuela con desprecio
el ágora y busca conocer la naturaleza de todos los seres (174 a).
Por ello, el ideal típicamente griego de la skholé se tradu-
ce mejor por nuestra palabra «cultura» que sencillamente por
«ocio», en el sentido de «tiempo libre». Sin embargo, resulta
complejo introducir esta variante en la traducción sin un mar-
gen de confusión importante. Aun así, no podemos presentar el
concepto de ocio sin la siguiente precisión: por oposición a los
discursos de los oradores en los tribunales que constituyen un
| 199 |

hablar que no tiene vínculo consciente con la verdad (un hablar,


entonces, vacuo), el pensamiento del filósofo busca y conoce en
silencio: su hablar se alimenta del callar, que es el presupuesto
necesario para la percepción de la realidad o inmersión intuitiva
en el ser. De aquí la convicción tanto platónica como aristo-
télica que lo íntimamente humano del hombre se protege y
se acrecienta, más allá del esfuerzo, en la admiración de lo que
existe. Sócrates rechaza el comentario de Teodoro acerca de que
si todos pensaran así no existiría escaso o nulo mal en el mun-
do; es cierto que el rechazo de Sócrates («Los males no pueden
desaparecer, pues es necesario que exista algo contrario al bien»
176 a) no está sostenido por una explicación; para ello debemos
tener presente Fedón 97 d y la Carta vii, 334 a–b, donde se expli-
ca que el conocimiento de lo mejor implica el conocimiento, a
su vez, de lo peor.
Tanto la expresión de esta idea cuanto la anterior sobre la
separación alma–cuerpo presenta una clara alusión a la concep-
ción de las formas; no cabe duda que la vida del filósofo en
cuanto tal tiene sentido por la aspiración, de un lado, a alcanzar
la claridad del pensamiento en la elevación en la que se contem-
pla la realidad y, de otro, a tener un lugar en la esfera de lo divino.
Por lo anterior entendemos que los intentos que se han llevado a
cabo a lo largo del diálogo hasta la presente digresión significan
concretamente que los intentos de explicación que no tengan
en cuenta las formas o ideas están condenadas al fracaso, es decir,
a no explicar satisfactoriamente.
Si bien se ha llegado a la conclusión de que el conoci-
miento no consiste en las impresiones sensibles, pues la tesis de
Protágoras no pasó con éxito la prueba de la condición de fu-
turo, queda por probar todavía si las opiniones sustentadas en
experiencias sensibles (presentes en el momento de ser conside-
radas) constituyen conocimiento. Esto implica que Sócrates se
impone la tarea de considerar si la tesis es válida independiente-
mente de la doctrina de Protágoras. Esta consideración implica,
| 200 |

por lo menos, dos momentos: uno, el sentido de la frase que


afirma que todo está en movimiento (181 c) y dos y si es posible,
teniendo en cuenta el uno, que haya estabilidad en las cualidades
de las cosas. Como se observa ambas cuestiones se encuentran
estrechamente ligadas, pues la afirmación del movimiento in-
cluye dos clases: el local y la alteración. La consecuencia es que
no hay algo que pueda designarse como permanencia: «el objeto
blanco que fluye no permanece blanco en su fluir» (182 e); si no
hay estabilidad no hay algo que podamos denominar «blancura»
y, en definitiva, no hay denominación alguna que sea correcta:
«¿Cómo podríamos darle un nombre a cualquiera de estas cosas,
si en el momento de pronunciarlo, ella se escabulliría, al estar
inmersa en el flujo?» (182 e).
Queda claro que en el contexto de la movilidad perma-
nente no tiene sentido hablar ni de percepción ni de saber;
de hecho, cualquier respuesta a cualquier pregunta será tanto
correcta como incorrecta y no puede ser expresada por len-
guaje alguno. Sorpresivamente, entra en juego la mención de
Parménides (183d–184 a), aunque no se ponga en consideración
su doctrina por miedo a traicionar su profundidad. Al mismo
tiempo, ocuparse del pensamiento de Parménides lo alejaría de
la meta (responder a la pregunta «¿podemos conocer?») y ayudar
a Teeteto a que dé a luz las ideas que le provocan dolores de par-
to. La necesidad de ayudar a Teeteto hace que el diálogo retome
la senda de la discusión, es decir, si el saber es percepción. Los
órganos de la percepción no son individuos independientes en
el cuerpo, pues todos se reúnen en lo que llamamos alma, que
utiliza los sentidos como instrumentos del conocimiento de los
objetos de la percepción; esto mismo se puede decir de las rea-
lidades estéticas o morales (186 a). Sin embargo, en el segundo
caso (las realidades estéticas o morales) no hay una percepción
pasiva por medio de los sentidos, sino mediante la comparación
y el razonamiento que se aplica a las sensaciones. Por lo tanto,
la sensación y el conocimiento no pueden identificarse (186 a).
| 201 |

Parece demostrado que el conocimiento no puede buscar-


se en la percepción; por este motivo Teeteto intenta una nueva
aproximación: la opinión verdadera (187 b) en tanto actividad
del alma. Sin embargo, Sócrates confiesa su perplejidad cuan-
do intenta definir qué es una opinión falsa; una posibilidad de
reconocimiento consiste en la modalidad sofística de las con-
traposiciones absolutas: se trata de saber o no saber (188 a). Pero
queda claro que de esta forma no es posible comprender qué
es una opinión falsa, porque el conocer no puede ser confun-
dido con el no conocer. Se pone de manifiesto así el carácter
aporético de la cuestión; por este motivo, Sócrates modifica la
perspectiva de análisis: pasa de tratamiento del saber y del no
saber al plano del ser y del no ser (188 c–189 b.). Tal vez lo más
significativo de este pasaje sea la profunda relación que se esta-
blece entre el opinar, que se ha dicho es una actividad del alma,
con los sentidos de la vista y del tacto. En el desarrollo del diálo-
go se introduce una analogía entre opinar lo que no es y ver, oír
o tocar lo que no es: en términos positivos significa que siempre
se opina algo que es, del mismo modo que se ve, oye o toca algo
que es; por lo tanto, ver u opinar lo que no es implica «opinar
nada» y «ver nada». Como Sócrates, aplicando literalmente la te-
sis de Protágoras, ha homologado opinar con percibir da un paso
más respecto de lo que hemos señalado en el párrafo anterior: el
que no ve no ve nada en absoluto y el que no opina no opinada
nada en absoluto. La conclusión paraliza esta vía de análisis, pues
opinar falsamente es algo diverso de opinar lo que no es; de los
diversos alcances que se le otorgue, aquí conviene poner de re-
lieve que, en la lógica de la argumentación, se identifica «falso» y
«algo que en cierto sentido es» (189 b).
Sócrates identifica la opinión falsa con la errónea, en el
sentido que aquella se produce cuando en el pensamiento hay
confusión entre dos cosas (ambas existentes) y se afirma que
una es la otra. Allodoxia (189 b), que comúnmente se traduce
por «opinión errónea», es un término creado por Platón9 para
| 202 |

designar el error de la inteligencia por medio del cual se con-


funde una cosa con otra: ambas existen pero se enmarañan las
realidades individuales de cada una. Como resulta evidente este
pasaje se encuentra en estrecha relación con 187c–188c, pero aquí
la respuesta de Teeteto toma un camino diverso, pues ejemplifica
la afirmación socrática mediante el recurso de las cualidades:
cuando alguien juzga feo en lugar de bello realiza un juicio «ver-
daderamente falso».
Sócrates no toma en sentido literal el oxímoron, pues, luego
de establecer que pensar es el discurso o logos que el alma tiene
consigo misma al poner a consideración algo (189 e) pregunta si
alguien, sano o enfermo, se ha dicho alguna vez a sí mismo que
lo bello (justo) es lo feo (injusto) o que los números impares
son pares o que el buey es un caballo o que el dos es uno. Por
este motivo, Sócrates llama opinión falsa a considerar de manera
consciente que un número par es impar y no a la simple confu-
sión de un buey con un caballo en la oscuridad.
En este punto parece que el cometido de Sócrates consista
más en provocar y en poner a prueba las ideas del interlocutor
que en propiamente enseñar o hacer lograr el recuerdo median-
te el arte de la mayéutica. Con ello queremos significar que el
empeño de Sócrates con su método consiste tanto en hallar la
verdad cuanto purificar la mente del error. Este parece ser el
sentido de los símiles del alma con una tablilla de cera y con una
pajarera. La primara de las imágenes hace referencia al modo en
que quedan grabadas las percepciones de la impresión; de esta
manera se incluyen los casos que antes habían quedados exclui-
dos (aprendizaje, memoria y olvido, 188 a–191 e). La conexión
socrática entre una impresión de los sentidos en el alma y una
huella en la cera establece que se da una opinión falsa cuando se
produce un error de enlace entre la percepción y el pensamiento
(192 b); este esquema se muestra útil cuando se pone de mani-
fiesto un error en la percepción, pero irrelevante en aquellos
errores donde no entra en juego algún proceso de la percepción,
| 203 |

como en el caso de la consideración de los números en sí, es


decir, desvinculados de objetos (195 e–196 a).
Mediante el símil del aviario se intenta una nueva repre-
sentación del alma y de sus posibilidades y mecanismos de
conocimiento. Este es más completo en sus posibilidades expli-
cativas que el de la tablilla de cera, en tanto puede dar cuenta de
las opiniones falsas acerca de realidades que no están relacionadas
con la percepción. Sócrates abre la posibilidad de considerar el
alma en los términos de posesión del conocimiento, sin que ello
signifique su utilización efectiva.
Según este símil hay todo tipo de ave en cada alma: unas
en grupos numerosos, separadas del resto, otras en grupos más
pequeños y otras que vuelan solas de aquí para allá entre las
demás. Esta imagen y ciertas afirmaciones de Sócrates resultan
peculiares a la luz de la gnoseología y de la psicología platónicas,
pues esta imagen contradice la identificación recuerdo— co-
nocimiento, pues en la niñez este recipiente está vacío. Resulta
claro que nos hallamos ante un bosquejo de la distinción que
Aristóteles establecerá entre lo que está en potencia y lo que
está en acto;10 el poseedor de las aves tiene un cierto poder sobre
ellas, pues puede entrar y tomar aquella que desee y, enton-
ces, tenerla realmente. Si bien queda claro que las aves expresan
los conocimientos en cuanto se poseen, se mencionan también
otras metáforas de operaciones intelectuales que dependen de
aquella: «enseñar» es «dar aves a otros»; «aprender», «adquirirlas
de otros»; «saber», «poseerlas en la pajarera propia». En relación al
párrafo anterior, alguien puede poseer un conocimiento como
posibilidad (potencialmente en vocabulario aristotélico) de lo
que no sabe (la actualidad de Aristóteles), constituyéndose así la
posibilidad de la opinión falsa: cuando entramos a la pajarera y
queremos atrapar una de las aves (=uno de los saberes que va de
un lado a otro) puede suceder que atrapemos por error otra: una
paloma silvestre, por ejemplo, en vez de una torcaz (199 b). La
diferencia entre paloma torcaz y paloma silvestre es mínima y
| 204 |

prácticamente imperceptible, por lo que la posibilidad del error


se torna natural y perfectamente posible.
Como se plantea en el diálogo (200 b), este intento de solu-
ción no resuelve la perplejidad inicial puesto que queda expuesta
a la refutación de que en realidad tal sujeto opina lo que cree
saber sobre lo que no sabe. Este retorno a la perplejidad inicial
es entendido por Sócrates como una especie de castigo por no
haber respetado la metodología que se había enunciado, pues
han intentado definir la opinión falsa sin haber definido qué es
el saber (200 c–d); en consecuencia, todo regresa al principio,
al punto que Teeteto vuelve a decir que el saber es una «opi-
nión verdadera» (201 a). Sócrates argumenta en este momento
del diálogo que la retórica enseña que el saber no puede ser
una opinión verdadera. Los retóricos persuaden (no enseñan) e
inducen a la gente a pensar lo que ellos quieren; es el caso de
los jueces que han sido persuadidos de asuntos que solamente
es posible conocer si se los vio y no de otra manera, pues toman
una decisión sin un saber verdadero (201 c). El saber, entonces,
no puede ser una opinión verdadera, con lo cual queda, por
primera vez, rechazada la segunda definición; en efecto, la parte
del diálogo que va entre 187 d y 200 c, que sigue al planteo de la
hipótesis que aquí es rechazada, se dedica a discernir la posibili-
dad teórica de la opinión falsa.
Vista la imposibilidad de continuar recorriendo el camino
que hemos seguido hasta aquí, Teeteto recuerda haber oído (201
c) que el saber es una opinión verdadera acompañada de una
explicación y que la opinión sin una explicación no puede de-
nominarse justamente un saber: son cognoscibles las cosas para
las que hay una explicación e incognoscibles para las que no
la hay. La variante en la estrategia retórica consiste ahora en
considerar de qué modo se puede dar cuenta de una opinión
verdadera para que se constituya en un saber; esta preocupa-
ción Platón ya la había puesto de manifiesto en Banquete 202
a, en Menón 98 b y en Fedón 76 b, en los cuales se equipara el
| 205 |

recuerdo al conocimiento anterior al conocimiento. Sin embar-


go, en el pasaje que nos ocupa se realiza un examen minucioso
de la cuestión y se considera que, en este caso, carece de los tres
sentidos que se asigna al término logos. El sueño de Sócrates, así
se denomina a esta sección en la que Sócrates se ve obligado a
reconstruir la teoría que Teeteto recuerda haber oído pero que
no recuerda; según esta teoría, el cosmos («nosotros y las demás
cosas») se compone de elementos (los que constituyen las co-
sas) y compuestos (las diversas combinaciones de los primeros).
Los primeros carecen de explicación a raíz de su simplicidad y
solo se les puede atribuir el nombre que le corresponde a cada
uno, aunque de ellos no pueda predicarse nada; los compuestos
tienen una explicación, pues los elementos que los constituyen
se han combinado entre sí; en esta combinación se encuentra lo
esencial de una explicación, puesto que explicar algo consiste
en analizarlo en sus partes simples. Por esta razón, los elementos,
aunque sean objeto de percepción, son incognoscibles.
Los primeros resultan, entonces, susceptibles de la opinión
verdadera, pues al sumarles la explicación o logos que les co-
rresponde, alcanzamos la verdad de la realidad en cuestión; los
segundos se mantienen irreductibles al conocimiento. A par-
tir del ejemplo de la letra y de la sílaba, y de la experiencia
de su aprendizaje, Sócrates orienta la refutación de lo que ha
afirmado en la teoría anterior: ¿puede considerarse en verdad
cognoscible un compuesto de elementos incognoscibles? La
aplicación del ejemplo de la letra y de la sílaba implica que la
condición de posibilidad del conocimiento debe dar cuenta de
esta pregunta también: ¿la combinación es una forma única o
una adición de elementos?
La reflexión de Sócrates tiene esta perspectiva: en el primer
caso, el conocimiento de la sílaba implica el conocimiento de las
letras, pero si las partes son incognoscibles también se aplicará
esto al compuesto; si lo consideramos una forma única es evi-
dente que resultará diversa de la simple suma, de lo que también
| 206 |

tendrá una naturaleza simple e indivisible.11 Dado que el camino


anterior también se ha vuelto impracticable (no es posible dar
cuenta del conocimiento si se postula la existencia de elemen-
tos simples que pueden ser percibidos pero que permanecen
incognoscibles), Sócrates intenta una nueva salida mediante la
ponderación del término; «¿qué es lo que exactamente se quiere
decir?» (206 e) «explicación» o logos en sus tres sentidos posibles:
a) poner de manifiesto el pensamiento verbalmente (206 e); b)
enunciar todas las partes de algo (esta posibilidad, sin embargo,
había sido considerada insostenible en 250 e y c) el requisito del
conocimiento es que este sea permanente e infalible, es decir,
capaz de responder en todos los casos. En c) se entiende que
la opinión verdadera debe, a su vez, ser justificada; este es el
sentido de logos que todavía no ha sido investigado. Del análisis
de Sócrates surge que la justificación o hallazgo de lo que dife-
rencia una cosa de otra tiene que encontrarse, de algún modo,
incluida en la opinión, pues, de lo contrario, careceríamos de
la referencia mental mínima y necesaria (209 a). Tampoco se le
oculta a Sócrates que esta definición de saber resulta circular y,
por lo tanto, viciada; en efecto, añadir un logos a un juicio verda-
dero carece de sentido, porque, en cuanto verdadero aquel logos
pertenece a la opinión verdadera. En ningún sentido, entonces,
puede resultar conocimiento.
Por lo tanto, la definición de saber o conocimiento como
opinión verdadera acompañada de una explicación o logos re-
sulta inaceptable a partir de cualquiera de las tres acepciones
dadas. Debemos notar, en este punto, que la relación entre doxa
verdadera y saber no ha sido tratada en cuanto tal. Si la cues-
tión ha sido cómo podemos alcanzar conocimiento de los seres
individuales del mundo físico, mas no de conceptos universa-
les, aquí precisamente radica la aporía del diálogo; en efecto, la
posibilidad de expresar lo que algo es (definirlo) implica reco-
nocer un universal que engloba (y posibilita) la definición. Tal
vez pudiéramos alcanzar una mejor inteligencia de lo hasta aquí
| 207 |

estudiado si consideráramos que el alcance de «definición» no


implica lograr un nuevo conocimiento, sino situarnos ante una
prueba de que ya nos encontrábamos en posesión de ese mismo
conocimiento: la verdad que expresa el logos no resulta entera-
mente satisfactoria si no pone de manifiesto que hay un linde
que ha sido removido, caracterizando allí mismo tanto el objeto
como el sentido de la investigación.
Notas
1. Cada vez que en este capítulo indicamos un parágrafo sin otra
indicación, se hace referencia al Teeteto.
2. En esta parte de nuestra presentación hemos tenido princi-
palmente en cuenta F. M. Cornford: La teoría platónica del
conocimiento y R. Robinson: «Forms and Error in Plato’s
Theaetetus», pp. 3 ss.
3. El texto griego dice literal y significativamente: «los que aman
el espectáculo de la verdad».
4. Cf. A. Caturelli: La filosofía, p. 29.
5. Ib. pp. 287 ss.
6. Id.
7. Ib., p. 289.
8. Op. cit., ii. pp. 80 ss.
9. Cf. A. Bailly: op. cit., sv.
10. Cf. De anima 417 b 21.
11. 205 e. Los especialistas discuten en este punto de la argu-
mentación si la relación simplicidad–no cognoscible se aplica
también a la teoría de las Formas. Cf. Stenzel: op. cit., p. 73 y
B. Centrone: «Il concetto di holon nella confutazione della
dottrina del sogno (Theaet., 201 d – 206e) e suoi riflessi ne-
lla dottrina aristotelica della definizione», en G. Casertano (a
cura di): Il Teeteto di Platone struttura e problematiche, pp. 141–143.
Conclusiones

Llega al momento de presentar nuestras conclusiones y de in-


mediato debemos decir que este cierre es más sobre nuestro
seguimiento del tema que sobre el tema mismo, pues pensar otra
cosa significaría dar por definida la cuestión.
Con el movimiento de la sofística surgen los fundamentos
de la pedagogía, es decir, de la necesaria visión de conjunto de
lo que podríamos denominar «formación intelectual». A este
camino, los sofistas no lo denominaron ni arte ni ciencia, sino te-
chné; si bien hemos recibido de Platón una imagen de Protágoras
cargada de ironía, podemos considerar que, en lo esencial, se
corresponde con el personaje histórico: cuando enseña la areté
política llama a esta tarea techné política (Prot. 319 a). El término
aquí expresa la convicción helénica acerca de la vida en gene-
ral, según la cual esta se constituye en compartimentos estancos
establecidos en vista de un fin fundamentado en la teoría, por
medio de un saber que, en cuanto tal, puede ser transmitido.
La crítica platónica va en dirección al relativismo de la sofís-
tica y de Protágoras en especial. En estas conclusiones debemos
considerar en qué medida afecta aquella crítica a los fundamen-
tos de la educación sofística, a cuyo fruto hemos denominado
«humanismo». La cuestión no es menor, especialmente consi-
derada desde nuestro presente, pues, en una reflexión histórica
y también semántica, pensamos desde la cultura clásica, a partir
de la cual tiene sentido la referencia a la Paideia Christi, núcleo
irrenunciable del humanismo de cuño cristiano.
Desde su origen griego, el concepto de humanismo inte-
gra la fuente homérica, el modo de comprensión del mismo
Protágoras, cuanto de Platón y de Isócrates. Nos detenemos en
Platón, quien da la perspectiva de nuestro libro, pues sin duda ha
| 210 |

partido de la consideración del ideario sofista, aunque introdu-


ciendo transformaciones que le da las peculiaridades que hemos
observado en la consideración de cada diálogo. Sobre el final de
sus días Platón escribió: «Para nosotros, el dios debería ser la me-
dida de todas las cosas; mucho más aún que, como dicen algunos,
un hombre» (Leyes, 717 c).
Esta revolución copernicana sobre la frase de Protágoras, para
quien el hombre es la medida de su comprensión, conlleva la
precisión de que la educación requiere de un principio que dé
sentido al conjunto de las normas humanas, sin embargo, el rela-
tivismo de Protágoras y la comprensión universal de Platón han
estado profundamente conectadas: por un lado, la Ilustración
griega surgió de la relectura del «espíritu» helénico, de su tradi-
ción religiosa y moral y, por otro, el nuevo tratamiento religioso
de Platón, que podemos denominar «purificación de lo divino»
desde un nuevo concepto de ser, que se presenta también como
el ámbito propicio de una nueva antropología. Queda claro que
la sofística comparte las preocupaciones con anterioridad enun-
ciadas. La formidable concepción educativa de los sofistas, sobre
cuyos alcances debemos volver una y otra vez, requería de ci-
mientos filosóficos y religiosos más sólidos. En efecto, Platón nos
posibilita una comprensión de conjunto de la cultura griega y
nos ofrece una matriz de estudio del fenómeno cultural, pues en
ella se manifiesta el esfuerzo constante por integrar el saber de la
ciencia y el saber del arte en el ideal consciente de una filosofía
de la educación. Podemos afirmar que los sofistas descubrieron
el magnífico poder formativo de la poesía y que la Grecia clási-
ca da por supuesto. Por ello, Homero es el origen absoluto (no
solo histórico sino fundamentalmente metafísico) de la Paideia,
que aquí conviene presentar como «cultura», es decir, tanto la
persona formada cuanto los contenidos del mundo material y
espiritual que constituyen el horizonte de sentido.
Por ello y en continuidad con lo expresado hasta aquí pode-
mos afirmar que la educación de toda época enfrenta dos riesgos
| 211 |

decisivos. Uno de naturaleza subjetiva: propender al desarrollo


de las potencialidades de la personalidad humana; y el otro de
naturaleza objetiva: determinar si lo que se enseña (y cómo se lo
enseña) es de algún modo un saber o, al menos, una introducción
al saber. Una educación que no dé respuesta a estos dos riesgos
no se encuentra a sí misma en sede platónica, ni se confirma en
la existencia y en la transmisión de un saber. Por el contrario, lo
mejor que podemos esperar de un educar que no afronte aque-
llos riesgos es que se presente como un amar lo que es bello, pero
no como un entender lo que es verdadero. Se quiebra la natura-
leza del proceso cognoscitivo cuando se privilegia una de las dos
instancias: el desear lo bello y el amar lo verdadero constituyen
un mismo movimiento de la totalidad de la persona.
Platón entiende que la educación es aquella posibilidad de
reconocer el bien de lo que se ofrece a los sentidos y a la ima-
ginación, es decir, aquella posibilidad de que el alma comprenda
los principios esenciales que las facultades mencionadas captan
inicial pero imperfectamente. De lo contrario, los conceptos así
comprendidos no convencen al alma de su verdad, pues no entra
en juego todavía la forma sistemática de la ciencia, sino la simple
vinculación de definiciones aisladas.
Hemos seguido también la argumentación de Platón acerca
de que el mal echa raíces en la ignorancia: si los hombres verda-
deramente entendieran qué hacer por su propio bien (el cuidado
del alma) no cabe duda que lo harían. Es cierto que nuestro
filósofo no espera que este principio sea comprendido por el
conjunto de los hombres, pero tiene la suficiente confianza en la
educación como para estar convencido de que algunos lo pue-
den lograr y que estos deberían ser los responsables de la polis
(Aristóteles tomará conveniente distancia de sus consecuencias
en La Política). Ello implica la infatigable convicción de que la
esencia del verdadero saber es el ideal al que se debe aspirar, pues
un principio inteligible atraviesa y une la vida de los hombres y
la vida cósmica. Pensaba que el discernimiento de este principio
| 212 |

constituía la más alta aspiración intelectual (en su triple e in-


separable sentido: cognoscitivo, ético y estético) y que esta, en
definitiva, era la única y verdadera paideia.
En este contexto, Platón reflexiona acerca de cómo crecerá
sana un alma en una sociedad corrompida. Si el alma es en sí mis-
ma noble, pura y eterna puede resultar, sin embargo, envenenada
y condenada a un raquitismo insalvable, pues ya no reconocerá
el verdadero alimento y lo rechazará por eso mismo que la en-
venena; hasta la misma vida filosófica puede volverse indigna y
corrupta, como lo muestra su prolongada disputa con los sofistas.
Ante las múltiples diversificaciones de la pedagogía que aspira,
como las ciencias particulares, a la cualidad de la especialización,
la filosofía de la educación seguirá reclamando una visión de
conjunto para validar epistemológicamente la disciplina. En la
dispersión y singularidad absolutista que promueven los saberes
contemporáneos, la filosofía sigue siendo la responsable de to-
mar los hilos sueltos de la trama y volver a hilar el tejido. Una
Penélope cuya tarea diurna reconstruye el dibujo de la realidad.
Aún más: así como la filosofía tiene aspiración de universa-
lidad, no menos cierto es que se realiza intra–históricamente,
en tanto es pensada desde «este hombre» y a causa de «esta
cuestión». Pero la experiencia singular no está condenada al
aislamiento, sino que puede expandirse por mérito del ordena-
miento filosófico. Hallar lo universal en lo particular es la tarea
emblemática para dar al relativismo su justo alcance. La labor
cohesiva de la filosofía cumple particularmente en la educación
una misión preliminar, en tanto esta es la segunda naturaleza del
hombre, es vía de humanización; su jerarquía define la visión de
una comunidad, el contenido de su cultura y el alcance de su
supervivencia. Más allá del fenómeno geopolítico, que es siem-
pre lábil, los imperios se derrumban transmutando sus ideas. Sin
embargo, seguimos repitiendo un vocabulario esencial —alma,
forma, virtud, teología y tanto más— que nos pone en territorio
platónico y en proyección puntual hacia nuestra época histórica.
| 213 |

La filosofía de la educación platónica se sostiene en la figu-


ra de Sócrates, una representación, a veces histriónica a veces
patética, de un hombre sometido a su tiempo, con lo que eso
supone de arbitrario e irracional. Su verosimilitud histórica poco
importa cuando se trata de un paradigma; sí importa su tensión
humanizadora.
La molestia del ciudadano Sócrates radica en que no perdo-
na a nadie. No acepta que un hombre se declare vulgar, simple,
indiferente. No consiente el privilegio de la ignorancia, más-
cara de muchos segmentos de las sociedades modernas: quiere
hacer filósofos activos a todos los habitantes de la ciudad. El
aparente absurdo del maestro, avalado a cada paso por su mé-
todo mayéutico, se transforma si aceptamos que en definitiva
«ser filósofo» es hacerse cargo de su propio auto–conocimiento,
aplicarlo en su experiencia de vida y conducirlo a sus relaciones
interpersonales.
El modelo de enseñanza que expone Platón en el viejo
maestro es, inversamente, guía de los jóvenes. No solo la filo-
sofía es cosa de todos, sino que es cosa de jóvenes; pero no por
una cronología biológica sino por un efecto anímico. La filo-
sofía rejuvenece a quien la practica. Envejece lo superficial, lo
oportunista, lo ocasional; envejecen las recetas y las modas. Las
afirmaciones filosóficas —pocas y rotundas— sobreviven a las
generaciones cuando la antigua pregunta se encuentra con la na-
ciente respuesta, tan joven, actual y urgente como la honestidad
de quien interroga. Las preguntas son viejas, es cierto; las res-
puestas pueden ser transitorias y caducar en la próxima estación
de la historia, también es cierto; pero el ánimo de preguntar,
la fuerza de insistir, la convicción de incrementar las fronteras
minúsculas de la existencia con incógnitas limítrofes, esa es la
actitud joven de la filosofía. Sócrates la llevó a resquicios de la
polis donde esa luz no había entrado y logró despertarla; denun-
ció, anacrónicamente si se quiere, que la burguesía espiritual es
el flagelo de toda cultura.
| 214 |

Es preciso advertir que nos une a la época del Sócrates pla-


tónico una peligrosa semejanza en este hábito de resistirnos al
pensamiento; por oposición a nuestro deseo de cambiar perma-
nentemente los objetos, de optimizar los medios de bienestar,
sufrimos una grave inercia para cambiar las ideas que se nos dan
por pensadas y convivimos con criterios que ni siquiera sabemos
quién los ha pensado. Mientras la técnica esté ahí para salvar-
nos de la incomodidad podemos irnos a descansar sin malestar
ante la nada acechante. La adicción de consumo material se nos
ha multiplicado en consumo superficial de nociones sin asidero;
nos ha hecho, si no nihilistas —lo que exige una cierta profe-
sionalidad— cuanto menos escépticos porque desalentó nuestra
confianza en la posibilidad de pensar lo real.
Aquí aparece el lugar de una filosofía joven que fundamente
una educación de la comunidad. El acto de pensar no es abs-
tracto; es un ejercicio como el fútbol o la natación. En tanto
ejercicio, genera experiencia y, entonces, aprendizajes que, si
bien son intransferibles por personales, también son contagiosos.
Pensar hace pensar, así como deponer el ejercicio de la singular
racionalidad es someterse a un anónimo pensar de un «otro»
virtual y desconocido. Es la negación del diálogo.
Históricamente se muestra cómo las ideas filosóficas (las
propiamente fructíferas) obran gradualmente más allá de la
formulación que le dieron sus creadores. Por este motivo, los
personajes de Platón, en los que obra el efecto didáctico del diá-
logo se ven reconducidos desde una visión reductiva hasta una
comprensión más profunda, pero nunca definitiva. Afirmamos
que no es definitiva desde una doble perspectiva: por un lado, y
la más evidente, que el camino de adquisición de conocimiento
se hace uno con la búsqueda propiamente dicha; por otro, que la
palabra está abierta a la forma que la idea quiera imprimir, pues
en el diálogo platónico no se constituye como una entidad, sino
que recibe el sentido en el mismo contexto discursivo.
| 215 |

En la dinámica viva del discurso toca a la palabra vehiculi-


zar el sentido; justamente por ello no pueden constituirse sino
como su mutua repleción: así como hay una clara diferencia
entre las conceptualizaciones lingüística y científica, en el mismo
sentido, la diferencia entre ambas no quiebra su continuidad. El
logos no es una mera crisálida en el lenguaje. El diálogo platónico
no se abre paso por un sendero previamente determinado, sino
que lo va abriendo en cada momento. El lenguaje que entra en
tensión en el diálogo es el propio bosque viviente de conceptos
e imágenes en el que se va abriendo paso.
Aquí reside el sentido originario del diálogo como herencia
socrático–platónica a la posteridad filosófica. Esta situación nos
coloca ante su límite, su propio límite, pues el diálogo en sentido
estricto pone una meta, que aquí significa alcance, a ese sendero
vital. Esto se advierte en el admirable esfuerzo platónico por
determinar y precisar sin dejar de lado lo que necesariamente
queda fuera de este proceso.
Cuando el diálogo fecundo y feliz retorne a nuestros cole-
gios y universidades tendremos todos, alumnos y profesores, las
miradas menos crispadas por un olvido abismal de las realidades
esenciales.
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