You are on page 1of 110

E

l pensamiento político de Edmund BURKE (1729-


1797) continúa suscitando diferentes valoraciones
y alimentando apasionadas discusiones en torno a su
coherencia interna. Durante la mayor parte de su
actuación pública, el brillante parlamentario y agudo
polemista se alineó en las posiciones del reformismo
moderado, denunció los ataques del partido de la Corte
contra el parlamento, criticó la política colonial
británica y abogó por la tolerancia religiosa. En la
última década de su vida, sin embargo, sus «Reflexiones
sobre la revolución francesa» le convirtieron en
defensor de los derechos heredados y la concepción
organicista y jerárquica del orden social.
C. B. MACPHERSON señala la unilateralidad de las
contrapuestas interpretaciones que consideran a Burke
un ultraconservador, anclado en la tradición y en el
derecho natural, o le sitúan en la corriente del
utilitarismo liberal iniciada por John Locke. Las ideas
de Burke sobre economía política, en especial su
descubrimiento de que el orden tradicional era ya un
orden capitalista y su apuesta a favor de la libertad del
mercado autorregulado, son las que estructuran, en
última instancia, la unidad de su pensamiento. En esta
misma colección: «La democracia liberal y su época»
(LB 870), de C. B. Macpherson.
BURKE
Titulo original: Burke. Esta obra ha sidopublicada en inglés por
Oxford University Press.
Traductor: Néstor A. Míguez

© C. B. Macpherson 1980
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984
Calle Milán, 38; ® 200 00 45
ISBN: 84-206-0039-3
Depósito legal: M. 20.927-1984
Papel fabricado por Sniace
Fotocomposición: Compobell, S. A. Patino. Murcia
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
Abreviaturas

Las referencias del texto a los escritos de Burke es­


tán indicadas mediante iniciales que representan el tí­
tulo de la obra, seguidas del número del volumen y de
la página. Con excepción de dos referencias indicadas
más adelante (la Correspondencia y las Reflexiones), el
volumen y el número de página corresponden al volu­
men dieciséis de las Works [Obras] publicadas por Ri-
vington, Londres, 1815-27.

A Appeal fron the New to the Old Whigs [Llamamiento de


los Nuevos a los Viejos Whigs].
AE Speech on the Army Estimates [Discurso sobre los Presu­
puestos del Ejército].
AT Speech on the American Taxation [Discurso sobre el Im­
puesto Americano].
C The Correspondence of Edmund Burke (ed. a cargo de T. W.
Copeland, Cambridge University Press, 1958-70).
7
8 C. B. Macpherson
CC Speech on... Conciliation with the Colonies [Discurso
...sobre la Conciliación con las Colonias).
Cl Speech at the Close of the Impeachment (Discurso al Final
del Enjuiciamiento).
EB Speech to the Electors of Bristol at the Conclusion of the
Poll (Discurso a los Electores de Bristol al Término de la
Votación).
El Speech on Fox's East-India Bill (Discurso sobre la Ley de
las Indias Orientales de Fox).
ER Speech on Economical Reform (Discurso sobre la Reforma
Económica).
HL Letter to Sir Hercules Langrishe [Carta a Sir Hercules Lan-
grishe).
LSB Letter to the Sheriffs of Bristol on the Affairs of America
[Carta a los Sheriffs de Bristol sobre los Asuntos de Amé­
rica).
NA Letter to a Member of the National Assembly [Carta a un
miembro de la Asamblea Nacional).
NL Letter to a Noble Lord [Carta a un Noble Lord).
0 Observations on... the Present State of the Nation [Obser­
vaciones sobre ...el Estado Actual de la Nación).
01 Speech on Opening the Articles of Impeachment [Discurso
sobre el Comienzo de los Artículos del Enjuiciamiento).
P Tract on the Popery Laws [Opúsculo sobre las Leyes del
PapismoJ.
PD Thoughts on the Cause of the Present Discontents (Refle­
xiones sobre la Causa del Actual Descontento).
R Reflexions on the Revolution in France (ed. a cargo de Conor
Cruise O’Brien, Penguin, Harmondsworth, 1969).
RCP Speech on the State of Representation of the Commons in
Parliament [Discurso sobre cl Estado de la Representación
de los Comunes en el Parlamento).
Burke 9
RP 1 First Letter on a Regicide Peace [Primera Carta sobre una
Paz Regicida].
RP 3 Third Lerter on a Regicide Peace [Tercera Cana sobre una
Paz Regicida].
S Thoughts and Details on Scarcity [Pensamientos y Porme­
nores sobre la Escasez].
SB Philosophical Inquiry into the Origin of our Ideas of the
Sublime and Beautiful [Investigación Filosófica sobre el
Origen de nuestras Ideas de lo Sublime y lo Bello].
V Vindication of Natural Society [Vindicación de la Sociedad
Natural].
1. EI problema Burke
De que existe un problema Burke es testimonio el
continuo interés manifestado por su obra en los dos
siglos transcurridos desde que fue escrita. Burke vivió
de 1729 a 1797, fue un miembro inglés del Parlamento
de 1766 a 1794 y un autor y orador cada vez más
destacado, principalmente sobre temas políticos, de
1756 a 1797. ¿Por qué aún se le elogia? ¿Cómo es
posible que su tratamiento de temas importantes en el
siglo XVIU todavía despierte interés, admiración y críti­
cas? La respuesta a estas preguntas se hará evidente en
el curso de este estudio.
Al final de su vida Burke escribió peyorativamente,
y con cierta satisfacción, acerca de un renombrado es­
critor con cuyos principios discrepaba y cuya obra ha­
bía parodiado en su primera obra, publicada treinta
años antes: «¿Quién lee ahora a Bolingbroke? ¿Quién
lo lee enteramente? Preguntad a los libreros de Lon­
dres en qué se han convertido todas esas luces del
mundo.» (R 186. Burke ponía aquí en entredicho,
junto con Brolingbroke, a varios deístas y librepensa­
dores del siglo XVIII.)
13
14 C. B. Macphcrson
Evaluar el valor de las obras de un autor por su
popularidad o su desatención, en su propia época o en
épocas posteriores, no constituye el tipo de juicio
aprobado hoy por los críticos literarios, los filósofos o
los historiadores de las ideas. Pero Burke no era de
éstos. Era un político dedicado a su oficio y de princi­
pios, un aclamado orador de la Cámara de los Comunes
y un magnífico folletista. En tal condición, no tenía
escrúpulos, al mofarse de aquellos a quienes se oponía,
en apelar a cualquier forma de denigración.
No debemos aplicar el mismo patrón de medida a
Burke. Si lo hiciéramos, tendríamos que preguntarnos
por qué, pese a todos los homenajes verbales de los
conservadores a su nombre, no se ha reimpreso nin­
guna de las diversas ediciones del siglo XIX y principios
del XX de sus obras, y por qué hoy sólo es fácil de
obtener su obra Reflexiones sobre la Revolución en Fran­
cia. Pero al mismo tiempo tendríamos que señalar que
el interés erudito por Burke ha ido en aumento desde
hace algunas décadas, y muestra escasos signos de dis­
minuir. Un Burke Newsletter (Boletín Informativo sobre
Burke) fue creado en 1959 por algunos profesores ame­
ricanos que intentaban estimular la discusión erudita so­
bre Burke; en 1967 fue ampliado y se convirtió en Stu-
dies in Burke and His Time [Estudios sobre Burke y su Epo­
ca]-, sólo en 1979 Burke fue borrado del título, cuando
apareció una continuación de la revista, aún más am­
pliada. con el nombre de The Eighteenth Century:
Theory and Interpretaron [El Siglo XVUI: Teoría e Inter­
pretación]. Un estudio sustancial sobre la evolución de
Burke y su pensamiento fue publicado en dos volúme­
nes (1957 y 1964) por otro erudito americano. Una
edición completa de la correspondencia de Burke, ini­
ciada tan pronto como los estudiosos dispusieron de la
principal colección de sus papeles privados, dio origen
a una edición en nueve volúmenes de su Correspon-
dencef edición completada en 1970. En los decenios de
1950 y 1960, se publicaron cuatro libros dedicados al
pensamiento de Burke y que lo situaban en la tradición
del derecho natural, que se remonta a más allá de la
Burke 15

Edad Media. Más recientemente, ha aparecido un


breve pero excelente estudio de sus ideas políticas que
reduce algunas de las afirmaciones que se le habían
atribuido. Y más recientemente aún —el último espal­
darazo, por ahora— ha sido objeto de un estudio psi-
cohistórico completo.
Cuando se toma en cuenta todo esto, Burke no sale
muy mal parado en un cálculo de mercado. Pero tal
cálculo no sólo sería superficial, sino que también nos
alejaría de las cuestiones interesantes. ¿Por qué, en los
últimos doscientos años, su reputación se basó en in­
terpretaciones tan variadas de su obra? ¿Pueden tener
todas alguna validez? Y en la medida en que hay una
coherencia subyacente en todo su pensamiento, ¿cuál
es su base?
No hay ninguna discusión sobre las grandes dife­
rencias en el modo de considerarlo, ni en los funda­
mentos sobre los que sus escritos han sido celebrados.
Durante la mayor parte de su vida activa, su obra fue
valorada por los whigs reformistas moderados como un
apoyo reflexivo a su posición, por ejemplo, en su de­
nuncia de las incursiones contra la independencia del
Parlamento que veía hacer a la Corte, su oposición a la
política del gobierno con respecto a las colonias ameri­
canas y su sostenido ataque contra el gobierno arbitra­
rio de la Compañía de las Indias Orientales, a la que se
había concedido una carta. Luego, repentinamente, en
la última década de su vida, apareció en un nuevo pa­
pel, como el flagelo de las ideas liberales igualitarias
engendradas por la Revolución Francesa, como el gran
defensor de la sociedad jerárquica tradicional contra la
teoría y la práctica amenazantes de esa revolución. Esto
le brindó una aprobación mucho mayor de la que había
gozado antes, y de una proveniencia muy diferente.
Jorge III, de cuya política Burke había sido un crítico
muy ruidoso, llegó hasta a decir de él después de la
publicación de las Reflexiones sobre la Revolución en Fran­
cia (1790): «Habéis sido útil a todos nosotros... Sé que
ningún hombre que se considere un caballero puede
dejar de sentirse obligado hacia vos, pues habéis apo­
16 C. B. Macphcrson
yado la causa de los caballeros» (C 6.239). Otras testas
coronadas de Europa quedaron igualmente impresio­
nadas. Hasta el racionalista Edward Gibbon, a quien no
podía haber gustado la insistencia de Burke en que la
religión cristiana era la base indispensable de la estabi­
lidad política, congratuló a Burke por sus Reflexiones
como «una medicina muy admirable contra la enfer­
medad francesa». La imagen de Burke como un archi-
conservador parecía fijada de forma indeleble: su cru­
zada contra la Revolución Francesa había eclipsado a
todas sus otras obras.
Pero en el siglo XIX Burke fue convertido en un
liberal utilitarista. Su cruzada francesa fue dejada de
lado como una aberración. En cambio, se concentró la
atención en sus anteriores escritos y discursos. Su hoja
de servicios fue muy diferente: vigoroso enemigo del
partido de la Corte, del gobierno autocrático y del tipo
de imperialismo británico por entonces prevaleciente
en América, Irlanda y la India; amigo de los intereses
comerciales, crítico informado de las políticas econó­
micas y abogado de una economía de mercado autorre-
guiada; amigo de la tolerancia religiosa; y, por su­
puesto, defensor de la Revolución Whig. Era un digno
sucesor de John Locke, el padre fundador de la teoría
whig, cuya obra ahora estaba anticuada en un siglo. En
tal carácter, recibió el desprecio de Marx, quien lo
llamó «el famoso sofista y sicofante» y «un burgués
completamente vulgar»; pero los liberales del siglo XIX
lo honraron por esta posición. John Morley, principal
portavoz liberal de fines del siglo XIX, refrendó la ver­
sión liberal de Burke en dos libros donde Burke era
descrito como un constitucionalista liberal cuyos poste­
riores escritos intolerantes y contrarrevolucionarios
debían ser tratados con reserva y sobre los cuales había
que suspender el juicio. El historiador Henry Thomas
Buckle fue más categórico, pues sostuvo que en su
período francés Burke estaba fuera de sí, que «había
perdido el equilibrio» y «las proporciones de este gi­
gantesco intelecto estaban perturbadas».
La visión de Burke como liberal duró hasta bien en­
Burke 17

tracto el siglo XX. Hasta Harold Laski, cuya posición


estaba un tanto fuera de la tradición liberal, en 1920
aplaudió a Burke como utilitarista liberal, aunque seña­
lando y deplorando el aspecto más oscuro de Burke, el
antidemocrático.
Pero el retrato liberal corriente era insatisfactorio.
Era mucho lo que dejaba fuera. No daba cabida para el
Burke, igualmente auténtico, que era un fiel defensor
de las jerarquías, las prescripciones y los derechos he­
redados, de las costumbres y los prejuicios, en vez de
la razón abstracta o mecánica, y que contemplaba la
sociedad como un organismo que encarnaba un orden
moral de origen divino. Fue este Burke el que estuvo
de moda a mediados del siglo XX.
Podía hacerse una razonable defensa de esta visión,
que fue vigorosamente sostenida por quienes convir­
tieron a Burke en un adepto del derecho natural. Al
propio tiempo, el nuevo retrato llenó una nueva nece­
sidad en el decenio de 1950: al revivir al Burke cru­
zado contra el radicalismo, dio un bien recibido apoyo
ideológico a la cruzada de la guerra fría contra la te­
mida amenaza del comunismo soviético.
Pero la versión que ve en Burke un adepto del dere­
cho natural es tan insatisfactoria como la versión utili­
tarista liberal. Ambas son incompletas. Ninguna de
ellas resuelve —en verdad, ninguna de ella ve— la apa­
rente incoherencia entre el Burke tradicionalista y el
Burke burgués liberal. ¿Cómo puede el mismo hombre
ser el defensor de un orden jerárquico y el proponente
de una sociedad liberal de mercado? No es válido pos­
tular un cambio en sus opiniones con el paso del
tiempo, pues, como veremos, ambas posiciones fueron
afirmadas del modo más explícito en las mismas obras
del decenio de 1790. En los doscientos años de imáge­
nes oscilantes de Burke, nunca se abordó adecuada­
mente este problema.
En el Capítulo 5, sostendré que la clave de este pro­
blema reside en la condición de Burke de economista
político. No hay ninguna duda de que en todo lo que
escribió e hizo veneró el orden tradicional. Pero este
18 C. B. Macpherson
orden tradicional era ya un orden capitalista. Com­
prendió que lo era, y quiso que fuese más libre. No
abrigó ninguna nostalgia romántica por un orden feudal
del pasado ni respeto alguno por los restos de él que
aún subsistieran, particularmente en la Corte, como es
evidente en sus cáusticas observaciones del Discurso
sobre la Reforma Económica (1780). Vivió en el presente,
y se dedicó a estudiar las consecuencias económicas de
las políticas estatales del momento y de las proyectadas.
Como miembro del Parlamento por Bristol (1775-80)
no podía haber hecho otra cosa, pues Bristol era por
entonces uno de los mayores puertos comerciales de
Inglaterra. Pero su interés por las cuestiones comercia­
les, como veremos con algún detalle, empezó antes y
duró más que su conexión con Bristol. Podía pretender
razonablemente, y lo hizo, ser tanto o más versado en
economía política que cualquier otro político de su
tiempo. Cuando en uno de sus raptos retóricos lanzó
invectivas contra la edad de «los sofistas, economistas y
calculadores» (R 170), se permitió olvidar sus propias
pretensiones, totalmente válidas, como economista po­
lítico. En verdad, la más explícita formulación de sus
ideas económicas apareció en esa total defensa del
viejo orden que fueron las Reflexiones (1790), y luego,
más detalladamente, en los Pensamientos y pormenores
sobre la escasez (1795) y las Cartas sobre una paz regicida
(1796-7). Así,prima facie hay razones para buscar en la
economía política de Burke la solución al problema
central de su coherencia.
Un problema secundario de coherencia puede verse
en su ambivalencia con respecto a la aristocracia in­
glesa. ¿Cómo, podemos preguntarnos, pudo él, fiel de­
fensor de la herencia y la prescripción como la verda­
dera base de los derechos de propiedad y la estabilidad
social, haber escrito y publicado su Carta a un Noble
Lord (1796), un cáustico ataque al Duque de Bedford,
un gran aristócrata, quien disfrutaba de una enorme
riqueza heredada a la que el derecho prescriptivo le
daba un claro título? ¿Cómo defender, por principio, la
propiedad actual, aunque se haya originado en una an­
Burke 19

tigua violencia, y desollar al Duque cuya propiedad,


como Burke se afana en señalar, se originó en las con­
fiscaciones de Enrique VIII de algunos miembros de la
antigua nobleza y su saqueo de la Iglesia? Este es un
problema muy secundario de coherencia, que para
nada tiene la importancia del problema central. Sólo es
digno de ser tenido en cuenta separadamente porque
surge de las circunstancias de la carrera personal de
Burke y no queda enteramente resuelto con la solución
del problema central. Su ambivalencia con respecto a la
aristocracia no fue cuestión de una incoherencia apa­
rente pero no real, sino de una verdadera incompatibi­
lidad entre su posición tradicionalista y su posición
burguesa liberal; no fue el Burke burgués sino el
Burke patatero, nunca plenamente aceptado por aque­
llos con quienes se había vinculado, quien escribió la
Carta a un Noble Lord.
Una clave puede hallarse en el hecho de que Burke,
en toda su carrera como político y propagandista in­
glés, fue un advenedizo, y además un advenedizo irlan­
dés. Fue, y así lo consideraron sus adversarios, un
aventurero irlandés que intentaba distinguirse en la po­
lítica inglesa. Se distinguió, pero no tanto como pen­
saba que sus talentos y energía le daban derecho a
esperar. Como protegido y muy eficaz caballo de tiro
de una de las grandes corrientes whigs —el partido de
los whigs de Rockingham, que estuvieron en el go­
bierno dos veces, aunque brevemente las dos, durante
la adhesión a ellos de Burke—, ascendió en la escala
política, pero nunca se acercó a la cima. Nunca fue
elevado al rango de ministro de un gabinete, al que
podía pensarse que le daban derecho su energía, su
capacidad y los servicios prestados a su partido. Todo
lo que consiguió fue un nombramiento honorífico
como consejero privado, que le autorizaba a usar el
título de Muy Ilustre, y, de 1782 a 1784, el cargo de
Tesorero General. Aunque en privado negó toda ex­
pectativa de un cargo ministerial —debe de haber
comprendido que carecía de las condiciones habituales
de poseer una gran riqueza o un ntulo nobiliario—,
20 C. B. Macpherson
quizá no sea exagerado ver en esto una fuente de su
ambivalencia hacia la aristocracia. El breve examen que
haremos en el próximo capítulo de las circunstancias de
su entrada en la sociedad política inglesa y su carrera
en ella puede prestar cierto apoyo a esta idea.
Una tercera incoherencia aparente, que sus críticos a
veces le reprocharon, puede ser descartada muy rápi­
damente: a saber, la presunta discrepancia entre sus
posiciones sobre la Revolución Americana y la Revolu­
ción Francesa. Nadie que lea a Burke atentamente
puede hallar contradicción alguna entre su defensa de
la Revolución Americana (cuando la política del go­
bierno inglés, de la que Burlce había sido un vigoroso
opositor, hizo inevitable esa revolución), y su implaca­
ble oposición, una década más tarde, a la Revolución
Francesa. Ambas posiciones estaban firmemente basa­
das en su adhesión a los principios que halló en la
Revolución Whig inglesa de 1689, principios que en su
opinión justificaban a los colonos americanos en 1776
pero descartaban totalmente las pretensiones de los re­
volucionarios franceses y sus adeptos ingleses después
de 1789. No hay ninguna incoherencia aquí, ningún
cambio de fundamento.
Así, el problema central concerniente a Burke que
es todavía de considerable interés en nuestro tiempo es
la cuestión de la coherencia de sus dos posiciones apa­
rentemente opuestas: la de defensor de un orden je­
rárquico y la de partidario del mercado libre. Esta cues­
tión, sostengo, trasciende el debate, que atrajo la ma­
yor atención hace unas pocas décadas, sobre si Burke
era un utilitarista o un defensor del derecho natural.
Plantea más agudamente la importancia de la obra de
Burke para uno de ios principales debates políticos de
las sociedades occidentales a fines del siglo XX. Y su­
giere a nuestra consideración una última cuestión: ¿en
qué medida, si es que ello es siquiera posible, puede
hoy ser considerado como un conservador o un liberal?
2. El aventurero irlandés
Edmund Burke nació en Dublín en enero de 1729,
segundo hijo de un padre protestante y una madre
católica. Su familia gozaba de una holgada posición,
pues su padre era un abogado de éxito en Dublín.
Burke se crió en Dublín, con excepción de unos pocos
años que pasó en el campo de muchacho con la familia •
de su madre, en el sur de Irlanda, por razones de salud.
Tuvo una educación excelente, primero en un inter­
nado cuáquero, y luego en el Trinity College de Du­
blín. Era una vigorosa educación clásica, cuyos efectos
fueron evidentes durante toda su vida. Los modernistas
pueden dudar de que su magnífico dominio de la len­
gua inglesa se debiese a su preparación en las lenguas
clásicas, pero nadie puede dudar de que estas lenguas
echaron raíces en él: sus discursos, panfletos y libros
están llenos de frases latinas (y unas pocas griegas) y de
citas de los autores clásicos usadas con toda desenvol­
tura. Su uso de éstas es revelador en otro aspecto. Casi
nunca dio una traducción inglesa, aunque a veces la
conclusión de un argumento que estaba desarrollando
24 C. B. Macpherson
dependía de que sus oyentes o lectores comprendiesen
una cita latina. Está claro que Burke sólo hablaba y
escribía para caballeros educados: media un abismo en­
tre su prosa y la de Tom Paine. Esto nos dice algo
acerca de la composición de la Cámara de los Comunes
del siglo XVlii, a cuyos miembros se dirigían los alega­
tos de Burke en gran medida.
Puede decirse que la ambivalencia de Burke hacia la
aristocracia empezó en sus días de estudiante en el
Trinity College de Dublín. Vio y se sintió afectado por
el estatus peor que colonial ai que la masa de la pobla­
ción de Irlanda estaba reducida por el orden estable­
cido, profundamente aristocrático. Le encolerizaba
hondamente la brutal miseria en que el campesinado
era mantenido por los decadentes aristócratas ricos,
que no hacían esfuerzo alguno para administrar eficien­
temente sus fincas y nada para estimular —en verdad,
desalentaban activamente— a sus arrendatarios a con­
vertirse en granjeros industriosos. Sus notables arreba­
tos sobre este tema fueron publicados en un periódico
semanal, The Reformer [El Reformador], que Burke y
algunos amigos de Trinity publicaron durante tres me­
ses en el invierno y la primavera de 1748, y la mayoría
de cuyos artículos escribió Burke. No fue un mero
periódico de aprendices: tomó como modelo al Specta-
tor, estaba dirigido al público culto de Dublín y tuvo
ventas muy satisfactorias.
Pero si bien Burke fue implacable por entonces con
los ricos ociosos, en modo alguno fue un «nivela­
dor» V Como ha señalado Kxamnick, la posición de
Burke por aquel entonces era sustancialmente la de un
burgués: la propiedad debía ser protegida, pero el de­
ber de los propietarios era incrementar la riqueza de la
nación para beneficio de todas las clases. No sería ex­
cesivo ver en esta actitud del estudiante el manifiesto
de un enérgico joven consciente de tener un talento
excepcional, pero que comprendía que su futuro sólo
podía ser el de un hombre que triunfa por su propio
esfuerzo. Esto exigía llegar a un compromiso con el
orden establecido y moverse dentro de él. Pero esta
Burke 25

perspectiva no era demasiado desalentadora, pues él ya


adhería a su valor cardinal: la santidad de la propiedad.
Su tarea sería persuadir a sus superiores de que esta­
rían aún mejor si afianzasen su propiedad en algo dife­
rente del sistema de arrendamiento de tierras de seño­
res absentistas. Si hubiese limitado sus esfuerzos a Ir­
landa, esa tarea habría sido difícil. Pero en Inglaterra,
donde muchos de los grandes terratenientes aristócra­
tas trataban ya de perfeccionar los principios comercia­
les, no había tal problema. Esto brindaría a Burke la
oportunidad que necesitaba, y no mucho después es­
tuvo en condiciones de aprovecharla.
Burke siguió siendo un irlandés. Pero, por el deseo
de su padre de que Edmund siguiera sus pasos en la
carrera de derecho, su horizonte se amplió más allá de
Irlanda; pues, a fin de prepararse para esa carrera, de­
bía ser enviado a Londres y graduarse en derecho in­
glés. Burke se trasladó a Londres en la primavera de
1750, a los veintiún años, y se matriculó como estu­
diante de derecho en Middle Temple. Al principio se
aplicó con bastante asiduidad al estudio de la jurispru­
dencia, pero su corazón estaba en la literatura y su
ambición era destacarse en este campo. En años poste­
riores habló muy elogiosamente de la disciplina de la
jurisprudencia, pero no tema ningún deseo de dedicar
su vida a la abogacía. Abandonó los estudios de dere­
cho, desplazados por las labores literarias.
Seis años más tarde, obtuvo el primer fruto de su
ambición literaria: un destacado editor de Londres pu­
blicó un libro suyo que obtuvo una inmediata y favora­
ble acogida, A Vindication of Natural Society (primera
edición en 1756, segunda edición en 1757). Era un
ensayo en filosofía social abstracta, hecho quizá sor­
prendente en vista del posterior desprecio de Burke
por el filosofar abstracto. Pero no hay en esto ninguna
contradicción, pues se trataba de un ataque a la aplica­
ción de la teoría abstracta, especialmente la de Rous-
• Leveller, nombre de una secta radical extremista de la Inglaterra
del siglo xv ii . N. del T.
26 C. B. Macpherson
seau, a la política. Obra satírica, se proponía mostrar
que la defensa hecha por Bolingbroke de la religión
natural en oposición a la religión adquirida, defensa
por entonces de moda, podía ser parangonada con la
defensa de la sociedad y el gobierno naturales, en opo­
sición a la sociedad y el gobierno civiles. La Vindicación
fue publicada anónimamente, y estaba tan bien hecha
que algunos pensaron que era del mismo Bolingbroke.
Al año siguiente, apareció una nueva edición con un
prefacio explicando su intención satírica.
Al mismo tiempo, Burke escribió un breve tratado
sobre estética, A Philosophical Inquiry into the Origin of
our Ideas of the Sublime and Beautiful (primera edición
de 1757, segunda edición de 1759), que atrajo aún más
sobre él la atención del Londres literario. Estos dos
libros, que constituían una notable realización para un
joven de veintisiete años, lo introdujeron rápidamente
en los mejores círculos literarios y artísticos de Lon­
dres. Fue aceptado y considerado como un buen con­
servador por Goldsmith, Reynolds, Garrick, Johnson y
Sheridan, y cinco años más tarde fue socio fundador de
«el Club», que agrupaba a éstos y a otras notabilidades,
como Adam Smith.
Pero en 1757 se vio obligado a concluir que su
buena ubicación en el Londres literario le brindaba una
perspectiva demasiado incierta de obtener ingresos es­
tables. La necesidad de un ingreso fijo se convirtió en
una cuestión acuciante cuando se casó, en marzo de
1757. Con la intención de formar una familia muy
pronto (lo que hizo), adoptó una concepción seria de
las obligaciones de un caballero. Luego hizo incursio­
nes por el campo de la historia. Había un buen mer­
cado para las obras históricas; Hume, por ejemplo, ha­
bía trabajado durante algún tiempo en su gran Historia,
de la que aparecieron los dos primeros volúmenes en
1754 y 1757. Dodsley, que había publicado los dos
primeros libros de Burke, hizo un contrato con él para
una historia de Inglaterra en un volumen, Burke escri­
bió bastante de ésta, pero, habiendo empezado desde
los primeros tiempos conjeturales, sólo llegó al año
Burke 27

1216 anees de abandonar la tarea. Estos escritos no


fueron publicados en vida de Burke; aparecieron pos­
tumamente con el título de Ensayo de un Resumen de la
Historia Inglesa.
Luego, en abril de 1738, época en la cual sus obliga­
ciones familiares habían aumentado por el nacimiento
de su primer hijo, se mudó a Grub Street, aunque en
un sitio superior de esta calle. Su posterior descripción
de sí mismo como un escritorzuelo de Grub Street
(RP3 8.366) era falsa, pues tenía un contrato con
Dosley para compilar y en verdad escribir la mayor
parte de una revista anual de 300 páginas de historia,
política y literatura, por un pago anual de 100 libras,
una suma sustancial por aquellos días. El primer nú­
mero del Annual Register, para 1758, se terminó en
mayo de 1759, y Burke continuó dirigiéndolo hasta
aproximadamente 1776, cuando parece haber renun­
ciado a la dirección de la revista, aunque siguió escri­
biendo para ella comentarios bibliográficos y propor­
cionando su consejo en general.
Pero esto aún no era suficiente para la ambición de
Burke. En 1759 inició el aprendizaje de la política in­
glesa que iba a conducirlo a su ilustre carrera política
inglesa y europea. Empezó con la protección de un
miembro del Parlamento y funcionario, William Ge-
rard H amil ton, quien en 1761 fue nombrado primer
secretario del Lord Gobernador de Irlanda y pidió a
Burke que fuera con él como secretario privado. Esto
duró cuatro años e hizo entrar a Burke en los asuntos
irlandeses; ahora tuvo que adoptar el punto de vista de
los administradores ingleses. Rompió con Hamilton en
1765 de mala manera, por razones personales más que
políticas (C 1.178-86). Habiendo estado fuera del
mundo literario durante seis años, se quedó sin pers­
pectivas de carreras política y literaria.
Su futuro parecía sombrío, pero sus méritos no eran
desconocidos. En julio de 1765 fue tomado como se­
cretario privado del Marqués de Rockingham, el gran
par whig que estaba a punto de ser nombrado primer
ministro. El primer gobierno de Rockingham duró sólo
28 C. B. Macpherson
un año, pero cenia una elevada opinión del valor de
Burke y, en efecto, lo conservó como secretario del
partido whig de Rockingham.
El aventurero irlandés, el literato londinense, el pe­
riodista de Grub Street, había entrado en la corriente
principal de la vida política inglesa. Se le halló fácil­
mente un escaño en la Cámara de los Comunes, en
1766, antes de que pudiera ganarse uno por su propia
reputación, tan acomodadizo era el sistema de las villas
con muy pocos votantes, en que un solo par, en este
caso Lord Verney, controlaba las elecciones (en Wen-
dower). Burke conservó ese escaño hasta 1775, cuando
ganó un escaño por Bristol por su propio mérito. Y fue
fácil hallar para él otro escaño cuando, en 1780, perdió
el de Bristol por negarse a actuar como un delegado
con instrucciones de sus electores.
Burke fue continuamente miembro del Parlamento
de 1766 a 1794. Y fue en sus acciones como miembro
del Parlamento, en sus discursos en la Cámara de los
Comunes y en los panfletos y otras obras más sustan­
ciales que publicó para justificar su actuación allí, en lo
que se basó su reputación durante todos los años de su
vida excepto los últimos. Por entonces, su fama de gran
cruzado contra la Revolución Francesa y sus adeptos
ingleses atrajo la atención de todas partes. Pero la obra
de sus años medios recibió nuevamente el primer lugar
en el retrato liberal que hizo de él el siglo XIX. Y la
reconstrucción conservadora de Burke que hizo el si­
glo XX, si bien dejó de lado sus últimos años contra­
rrevolucionarios, estuvo lejos de rechazar su pensa­
miento anterior. Sus retratistas conservadores quizá
hayan estado demasiado ansiosos de ver en su pensa­
miento anterior los principios de su última cruzada,
pero aunque tal vez no percibieron en su plenitud la
continuidad, vieron que había una continuidad en su
constante veneración de la Constitución inglesa (o, más
exactamente, de los principios que veía en ella). La
obra de sus años medios es, en todo caso, una parte
indispensable de su pensamiento y a ella debemos diri­
girnos ahora.
3. El político inglés
.1
Burke se enorgullecía de ser un político práctico tra­
bajador que trataba, dentro y fuera de la Cámara de los
Comunes, de denunciar todos los abusos que hallaba
en el sistema británico de gobierno, y acuciaba a efec­
tuar reformas moderadas que impidieran futuros abu­
sos, tanto internamente como en el manejo del imperio
colonial, en Irlanda, América y la India. Su historial de
actividad en este papel es, en verdad, impresionante.
Pero si no hubiera sido más que un político activo tal,
su obra no sería ahora de interés para nadie, excepto
para los historiadores del siglo XVlu. ¿Qué más era?
¿Por qué sus discursos y escritos, la mayoría de los
cuales eran alegatos partidistas sobre algún problema
del momento, aún atraen la atención?
La idea liberal de los siglos XIX y XX era que atraen
con razón nuestra atención porque Burke infundía
principios generales en todo problema particular. Se le
atribuye el haber elevado la política muy por encima de
las mezquinas escaramuzas sin principios por cargos y
privilegios en que se había convertido a mediados del
31
32 C. B. Macpherson
siglo XViu, con la desaparición de la vieja diferencia de
principios entre whigs y tories. Insistía en que todo
problema debía ser discutido en términos de alguna
norma de justicia o derecho, o de beneficio humano a
largo plazo, no en meros derechos legales o recursos a
corto plazo; y esta insistencia, en la Cámara de los
Comunes y en panfletos, libros y discursos fuera de la
Cámara, obligaba a sus oponentes a desplazarse a ese
plano superior. Los liberales de los siglos XIX y XX,
propensos a pensar que el liberalismo de su propia
época necesitaba el mismo género de impulso moral,
no podían por menos de considerar esto como un logro
importante. Así, John Morley, en 1867, afirmaba:
«sacó de la tumba los principios whigs muertos y les
insufló una nueva vida que sólo se ha apagado en nues­
tros días». Y también:
...nadie ha usado con más éxito las ¡deas generales del pensa­
dor para ju2gar los problemas particulares del estadista. Na­
die se ha acercado tanto a los detalles de la política práctica, y
al mismo tiempo recordado que éstos sólo pueden ser com­
prendidos y abordados con ayuda de las vastas concepciones
de la filosofía política.
Análogamente, Harold Laski escribió en 1920:
Ningún estadista se ha desplazado nunca tan firmemente
en medio de una masa de detalles a los principios que ellos
involucran... Tema un ojo infalible para los principios eternos
de la política. Sabía que los ideales deben ser enjaezados a
una Ley del Parlamento, para que su influencia no cese.
Aunque admitiendo que la política debe descansar en la con­
veniencia, nunca dejó de hallar buenas razones por las que la
conveniencia debía ser identificada con lo que consideraba
justo.
Esta visión liberal, de Burke, aunque arropada en
tales términos extravagantes, no pretendía hacer de él
un gran teórico o filósofo político: sólo afirma que re­
vivificó la política práctica remitiéndola a ciertos prin­
cipios morales. Los liberales no indagaban cuán com­
pletos o coherentes eran esos principios.
Burke 33

No podían considerar a Burke como un teórico por


muy buenas razones. Durante todo el período durante
el cual Burke podía ser considerado como un liberal, es
decir, hasta 1790, Burke no fue ni quiso ser un teórico
político, y aun después de 1790 sólo contra su volun­
tad se vio obligado a teorizar. Las burlas contra la teo­
ría abstracta fueron una constante de su producción
como político reformista. Una y otra vez, sostuvo que
no era realista, y hasta era desastroso, tratar de deducir
la política práctica de principios abstractos. Conside­
remos, por ejemplo, su posición en la Carta a los she-
riffs de Bristol sobre los Asuntos de América (1777): las
pocas páginas que hay en ella sobre la gran cuestión
general de la libertad frente a la autoridad comienzan
con la burla hacia el razonamiento deductivo y condu­
cen a su repudio:
Es tan triste como ridículo observar el tipo de razona­
miento con que se ha distraído al público para apartar nuestra
atención del sentido común en lo concerniente a nuestra po­
lítica americana. Hay gente que ha disecado y analizado la
doctrina del gobierno libre como si fuera una cuestión abs­
tracta concerniente a la libertad y la necesidad metafísicas, y
no un asunto de prudencia moral y sentimiento natural. Han
discutido si la libertad es una idea positiva o negativa; si no
consiste en ser gobernados por leyes, sin considerar lo que
son las leyes o quienes las hacen; si el hombre tiene derechos
naturales, y si toda la propiedad de que goza no es la limosma
de su gobierno, y su vida misma su favor y su indulgencia...
de otro tipo, si dar rienda suelta a las especulaciones es des­
tructivo de toda autoridad, como las primeras lo son de toda
libertad; y todo gobierno que no se ajusta a sus fantasías es
llamado tiranía y usurpación...
La libertad civil, caballeros, no es, como muchos han tra­
tado de haceros creer, algo que yace oculto en las profundi­
dades de la ciencia abstrusa. Es una bendición y un beneficio,
no una especulación abstracta; y todo el razonamiento justo
que puede hacerse sobre ella es de una textura tan tosca que
se adecúa perfectamente a las capacidades ordinarias de quie­
nes han de gozarla y los que han de defenderla. Lejos de toda
semejanza con esas proposiciones de la geometría y la metafí­
sica que no admiten ningún término medio, sino que deben
34 C. B. Macpherson
ser verdaderas o falsas en toda su extensión, la libertad social
y civil, como todas las otras cosas de la vida común, se mez­
clan y modifican diversamente, se gozan en muy diferentes
grados y se moldean en una infinita diversidad de formas,
según el temperamento y las circunstancias de cada comuni­
dad. (LSB 3.183-5.)
Este particular rechazo de la teoría abstracta bien
puede adscribirse a la percepción que tuvo Burke de
que su uso por ambas partes en la Guerra de la Inde­
pendencia Americana había contribuido a la intransi­
gencia e impedía una paz racional:
...sea o no la libertad una ventaja (pues sé que está de moda
atacar a su principio mismo), nadie dudará de que la paz es
una bendición; y la paz, en el curso de los asuntos humanos,
con frecuencia debe ser comprada con alguna indulgencia y
tolerancia al menos para la Libertad. (Ibíd., 186.)
El llamamiento de Burke a los líderes de la opinión
pública de ambas partes para que abandonasen su insis­
tencia en la teoría fue el único camino que vio para
salir del atolladero político. Si hubiera sido un teórico,
la respuesta apropiada habría sido exponer las falacias
de una o de ambas posiciones teóricas mediante un
análisis teórico más adecuado; pero éste no era su es­
tilo.
Análogamente, en sus esfuerzos para restaurar los
«verdaderos» principios del acuerdo whig de 1689, su
actitud fue práctica, no teórica. Un teórico habría juz­
gado necesario reconstruir la justificación teórica de
Locke de los principios de 1689, reelaborarla con el fin
de hacer frente a las perjudiciales críticas implícitas en
la obra de Hume (.Tratado sobre la naturaleza humana,
1739, y Ensayos, 1741-58), de Adam Ferguson (Ensayo
sobre la historia de la sociedad civil, 1767) y de John
Millar (El origen de la distinción de rangos, 1771), pero,
nuevamente, éste no era el estilo de Burke. La visión
liberal que no considera a Burke como un teórico pa­
rece ampliamente justificada.
Las interpretaciones neoconservadoras del siglo XX
Burke 35

con respecto a Burke, por el contrario, lo elevan al


rango de un magistral filósofo político. Así, Parkin es­
cribe:
...s\ bien el pensamiento de Burke es, ¡ntencionalmente, una
respuesta a contingencias inmediatas, no es en ningún sentido
una respuesta incontrolada o arbitraria, sino que está siem­
pre, en su propia opinión, bajo la guía de principios morales
que... representan verdades inmutables de la vida y la comu­
nidad humanas... El pensamiento político de Burke ...siempre
tiende aun centro fijo de las creencias más absolutas y gene­
rales. Sus ideas llevan todos los signos y asociaciones de su
origen, pero convergen en un núcleo de certeza moral libe­
rada finalmente de lo relativo y lo contingente.
De manera similar, Stanlis, al sostener que el gran
logro de Burke fue restaurar el derecho natural clásico
y escolástico en su legítimo lugar como principio moral
fundamental de la política, afirma que «la verdadera
naturaleza de los principios políticos cardinales de
Burke no puede ser comprendida fuera de su conexión
con el derecho natural», y que su filosofía política
«brinda una magnífica solución de las persistentes con­
fusiones y dudas» de aquellos que aún reposan en las
tradiciones utilitarista, positivista o materialista. Stanlis
sigue afirmando:
En todos los problemas políticos importantes que abordó,
en los asuntos irlandeses, americanos, constitucionales, eco­
nómicos, indios y franceses, Burke siempre apeló al derecho
natural. Más aún, por derecho natural siempre entendió
esencialmente lo mismo, y lo aplicó como prueba suprema de
justicia y libertad en todas las cuestiones humanas.
Estas afirmaciones serán examinadas más adelante, y
sostendré que son en parte válidas pero totalmente va­
cuas. Pero está claro que, para los neoconservadores,
Burke fue esencialmente un filósofo político.
En vista de esta disparidad entre la visión liberal y la
conservadora de la estatura de Burke como pensador,
parece conveniente examinar con mayor cuidado que
$6 C. B. Macpherson
el habirual en qué medida, exactamente, hay en su obra
una apelación a principios.
Es una creencia común entre todos los estudiosos de
la obra de Burke que las apelaciones a principios que
hacía, en toda su carrera política, consistían solamente
en lo que él pensaba que sería eficaz al exponer su
argumentación sobre alguna cuestión del momento: la
política del gobierno británico en Irlanda, América y la
India; el presunto ataque de la Corona (y aun, como en
el caso Wilkes, del Parlamento) contra las libertades
británicas; y finalmente la amenaza de los principios de
la Revolución Francesa, especialmente de su insidiosa
influencia en Inglaterra, como en la propaganda de
Priestley, Price, Paine y sus adeptos.
La cuestión que ahora debemos plantear es si la cla­
ridad y profundidad de las invocaciones de Burke a
principios justifican la consideración en que ha sido
tenido como pensador político. Podemos empezar ana­
lizando su primera obra publicada, aunque no estaba
relacionada con problemas del momento, y pasar luego
a sus años maduros, en los que todo pensamiento es­
tuvo relacionado con tales problemas. En este capítulo,
examinaremos su obra hasta alrededor de 1790, reser­
vando para los dos capítulos siguientes la consideración
de su obra de la década final de su vida.
Las dos primeras obras publicadas de Burke, la Vin­
dicación de ¡a Sociedad Natural (1756) y la Investigación
Filosófica sobre el Origen de nuestras Ideas de lo Sublime y
lo Bello (1757), eran totalmente teóricas. Aunque eran
el producto del intento diletante de Burke de iniciar
una carrera literaria, y aunque los admiradores de
Burke hallan poco que admirar en ellas, la Vindicación,
al menos, es digna de cierta atención. Fue, como he­
mos dicho, un complemento irónico de la defensa de
Bolingbroke de la religión natural en oposición a la
religión adquirida. Pretendiendo ensalzar la sociedad
natural (es decir, primitiva), como Bolingbroke había
ensalzado la religión natural, Burke ofrece, como in­
dica su subtítulo, «una visión de las miserias y males
para la humanidad que surgen de toda clase de socie-
Burke 37

dad artificial», y ello en términos tan espeluznantes


como en los dos primeros discursos de Rousseau. Con­
cluye una larga relación de las desigualdades, la opre­
sión de clase y las injusticias evidentes en todo país
civilizado con una pregunta retórica:
...si la sociedad política, cualquiera que sea su forma, ha he­
cho de los más la propiedad de los menos; si ha introducido
trabajos innecesarios, vicios y enfermedades desconocidos, y
placeres incompatibles con la naturaleza; si en todos los paí­
ses acorta la vida de millones y vuelve la de millones total­
mente abyecta y miserable, ¿seguiremos adorando a ídolo tan
destructivo, y sacrificando diariamente a él nuestra salud,
nuestra libertad y nuestra paz? (V 1.76.)
Sólo en el prefacio de la segunda edición Burke
aclaró que toda su argumentación tenía una intención
irónica. Quería decir lo opuesto de lo que decía. Que­
ría demostrar a qué conclusión tan absurda (es decir,
que debemos abandonar la sociedad política y volver a
un estado natural) podía llegarse partiendo de abstrac­
ciones como sociedad «natural» y sociedad «artificial».
Dos cosas sobre la Vindicación son interesantes
considerando la obra posterior de Burke. Primero, se
muestra plenamente consciente de los argumentos que
pueden esgrimirse contra el orden político, legal, eco­
nómico y moral de las sociedades avanzadas del siglo
XV iii. Consideró la monarquía constitucional o el go­
bierno mixto como propio de camarillas indiferentes a
la opresión y la injusticia; su visión del sistema legal
británico es más cáustica que la de Bentham; su cuadro
de la situación de los obreros de las minas y las refine­
rías de metales es desgarrador; su reconocimiento de
que en sociedades divididas en ricos y pobres es una
ley constante e invariable «que quienes más trabajan
gozan de menos cosas; y que quienes no trabajan en
absoluto obtienen el mayor número de goces» (V 1.70)
prefigura la concepción realista de J. S. Mili del mismo
hecho; su caracterización general de la degeneración
moral de los ricos recuerda a Rousseau y prefigura la
inclusión por Marx de los capitalistas en las filas de los
38 C. B. Macphcrson
alienados. Es claro que Burke era muy consciente, an­
tes de iniciar su carrera política, de cuánto era respon­
sable el orden prevaleciente.
La segunda cosa de interés es que, al construir su
argumentación, aunque satírica, contra los teóricos de
la sociedad política, procede reuniendo hechos concre­
tos observables contra las formulaciones abstractas.
Declara que la atención a las condiciones reales debe
prevalecer sobre un razonamiento a priori, y que las
condiciones concretas deben ser juzgadas por normas
morales. Ya, pues, Burke adhiere firmemente a la po­
sición que iba a caracterizar a su pensamiento como
político práctico. No fue llevado a esa posición por
exigencias de su vida política. No necesitó ningún
cambio de visión. Al contrario, esa visión, al mismo
tiempo pragmática y moral, hizo de su elección de una
carrera política algo afín a él.
La teoría de la estética presentada en Lo Sublime y lo
Bello es de escaso interés teórico. No tiene ninguna
dimensión moral, aparte de algunas homilías a los de­
signios del Creador, pero procede inductivamente a
partir de observaciones fisiológicas y psicológicas sim­
ples. Puede decirse que da testimonio de la naturaleza
empírica de la mente de Burke, pero no une lo empí­
rico a lo moral.
El primero de los escritos de Burke sobre un tema
político específico es el fragmentario Opúsculo sobre las
Leyes del Papismof que fue esbozado probablemente en
1761. Lo dejó inconcluso e inédito por razones eviden­
tes. No podía publicarlo por entonces, pues como se­
cretario privado de Hamilton, el primer secretario del
Lord Gobernador de Irlanda, Burke era un funcionario
público; y tan pronto como llegó a su fin este impedi­
mento fue totalmente absorbido por las exigencias de
su inmediata conexión siguiente coji Lord Rockingham,
que canalizó sus energías hacia los temas políticos in­
gleses, como portavoz y asesor de los whigs de Roc­
kingham. Sin embargo, el Opúsculo merece nuestra
atención, pues ya exhibe, en fecha temprana, caracte­
rísticas del pensamiento de Burke que mantuvo du-
Burke 39

ranee coda su vida: la vigorosa apelación a principios


morales vagamente definidos; la insistencia en que la
aplicación de principios generales debe hacerse me­
diante la atención a las circunstancias siempre comple­
jas del momento y a las fragilidades de la naturaleza
humana; el uso de generalizaciones empíricas, extraídas
de la observación y de la historia, para apoyar su argu­
mentación contra un razonamiento a priori que parte
de principios abstractos; y sus supuestos burgueses so­
bre la naturaleza humana.
El Opúsculo es un mordaz ataque a las leyes penales
que se habían promulgado contra los católicos irlande­
ses, leyes que les negaban mucho de los derechos ordi­
narios de los ciudadanos, especialmente el pleno dere­
cho a adquirir y legar la propiedad de tierras y bienes.Esas
leyes, argüía Burke, no eran válidas porque con­
tradecían a la justificación de toda ley. Burke rechazaba
despectivamente la doctrina de Hobbes de que la ley
es válida simplemente como la orden del soberano. En
cambio, afirmaba:
En realidad, hay dos, y sólo dos, fundamentos del derecho,
y ambos son condiciones sin las cuales nada le puede dar
fuerza alguna; me refiero a la equidad y la utilidad. Con
respecto a la primera, surge de la gran regla de la igualdad,
que se basa en nuestra naturaleza común y que Filón, con
propiedad y belleza, llama la Madre de la Justicia. Todas las
leyes humanas son, hablando con propiedad, declaratorias;
pueden modificar el modo de aplicación, pero no tienen nin­
gún poder sobre la sustancia de la justicia original. El otro
fundamento del derecho, que es la utilidad, debe ser enten­
dida, no como utilidad parcial o limitada, sino general y pú­
blica, vinculada de la misma manera con nuestra naturaleza
racional, y derivada directamente de ella; pues toda otra uti­
lidad puede ser la utilidad de un ladrón, pero no la de un
ciudadano; el interés del enemigo doméstico, pero no el de
un miembro del Commonwealth (P 9.351).
Esta arrolladora apelación a los principios de la equi­
dad y la utilidad es reforzada con una invocación a los
derechos naturales:
40 C. B. Macpherson
Todo el mundo admite que la conservación y el seguro
goce de nuestros derechos naturales es la finalidad grande y
suprema de la sociedad civil; y, por lo tanto, que todas las
formas de gobierno, cualesquiera que sean, sólo son buenas
mientras sirvan a ese fin, al cual están totalmente subordina­
das. (Ibíd. 364.)
La argumentación luego pasa a un tipo diferente de
principios: las generalizaciones empíricas. Estas son de
dos niveles. Primero, hay una amplia generalización
sobre la relación necesaria entre la prosperidad eco­
nómica (que es la sustancia de la «utilidad general y
pública» de Burke) y la laboriosidad y la propiedad:
Las constituciones civiles que promueven la laboriosidad
son tales que facilitan la adquisición, aseguran la posesión,
permiten la estabilidad y admiten la transferencia de la pro­
piedad. Toda ley que obstruya esto en cualquier parte de esta
distribución es, en proporción a la fuerza y medida de la
obstrucción, un desaliento a la laboriosidad. Pues una ley
contra la propiedad es una ley contra la laboriosidad, ya que
ésta tiene siempre como objeto la primera, y no otra cosa.
(Ibíd., 386.)
La relación necesaria entre la propiedad y la laborio­
sidad, a su vez, se funda en una generalización sobre las
motivaciones humanas:
El deseo de adquisición es siempre una pasión de larga
visión. Confinad aun hombre a la posesión momentánea, c
inmediatamente suprimiréis esa loable avaricia que todo Es­
tado sabio ha fomentado como uno de los primeros princi­
pios de su grandeza. (Ibíd., 387.)
La posición individualista burguesa de que la avaricia
es encomiable y de que la adquisición privada debe ser
alentada por el Estado, sobre la base utilitaria de que el
espíritu adquisitivo es la fuente de la riqueza de las
naciones —la «utilidad pública» de Burke— fue más
cabalmente desarrollada en los escritos de Burke del
decenio de 1790, como veremos en el Capítulo 5. Pero
ya, treinta años antes, la posición de Burke es evidente.
Burke 41

La posición más desarrollada, clara en las Reflexiones


sobre la Revolución en Francia (1790), expuesta más deta­
lladamente en Pensamientos y Pormenores sobre ¡a Escasez
(1795) y reafirmada en Cartas sobre la Paz Regicida
(1796-7) no fue algo nuevo en su pensamiento. No se
la puede atribuir al intenso estudio de las cuestiones
económicas que hizo en los decenios de 1760 y 1770
como crítico partidista de la política del gobierno y
defensor de la «reforma económica» (1780): llegó a
ese estudio ya imbuido de sus supuestos burgueses
fundamentales. No cabe sorprenderse de que se atri­
buyese a Adam Smith, con quien probablemente no
conversó hasta 1775, cuando Smith fue elegido miem­
bro de «el Club», el haber dicho de Burke «que era el
único hombre que, sin comunicación previa, pensaba
sobre esos temas como él». La predilección burguesa
de Burke, no mencionada por muchos comentadores y
a la que otros asignan poca importancia, evidentemente
estaba arraigada con firmeza en él antes de iniciar su
carrera como político.
La primera publicación sustancial de Burke como po­
lítico activo, las Observaciones sobre una Publicación Re­
ciente Titulada El Estado Actual de la Nación (1769), era
una defensa del breve gobierno de Rockingham de
1765-6 en la forma de un áspero ataque a un panfleto
hostil. Burke aplastó al infortunado autor de esa obra
con doscientas páginas dedicadas principalmente a un
detallado análisis económico, pero en el curso de su
argumentación tocó una o dos cuestiones más genera­
les. Hay un comentario sobre la extensión del derecho
de voto, que juzga mejor disminuir que aumentar, me­
diante la exclusión del «tipo inferior de votantes» (O
2.136), y una referencia al pasar sobre el valor del
partido, «de tener las firmes riendas del gobierno en
manos bien unidas», aunque permitiendo espacio sufi­
ciente para las «coaliciones saludables» (ibíd. 196).
Aparece una prevención contra todo cambio en la
Constitución: «cuando se empieza a investigarla en una
parte, ¿dónde se detendrá la investigación?» (ibíd.
136). Hay pocas invocaciones a principios, excepto
42 C. B. Macphcrson
para la denigración, tan repetida en sus obras posterio­
res, del razonamiento a partir de principios abstractos
para llegar al cambio constitucional. Deploraba la «dis­
cusión de esas fastidiosas cuestiones [de la relación en­
tre el poder soberano y la libertad individual], que en
verdad pertenecen más bien a la metafísica que a la
política y que nunca pueden ser planteadas sin conmo­
ver los cimientos de los mejores gobiernos que haya
creado la sabiduría humana» (ibíd. 154). Urgía a «ajus­
tar la política, no a los razonamientos humanos, sino a
la naturaleza humana, de la cual la razón sólo es una
parte, y en modo alguno la parte mayor» (ibíd. 170).
Su postura característica, que convertía en un princi­
pio el no deducir la política de principios, ya es evi­
dente al comienzo mismo de su carrera política, lo cual
no es de sorprender, pues, como hemos visto, ya había
adoptado esa postura cuando se embarcó en esta ca­
rrera.
Los Pensamientos sobre la Causa del Actual Descontento
(1770), el segundo folleto político importante de
Burke, es un fogoso ataque contra lo que consideraba
como un intento subrepticio, y hasta entonces coro­
nado por el éxito de reducir el Parlamento a la impo­
tencia, por parte de la camarilla de la Corte. El papel
esencial y tradicional de la Cámara de los Comunes,
poner freno a la Corona y el gobierno negándose a
votar los fondos que deseaban, había sido socavado,
argüía, por un sutil logro. La camarilla de la Corte ha­
bía logrado persuadir al Parlamento a que votase fon­
dos adicionales a los ingresos de la Corona, fondos que
no se necesitaban para mantener la dignidad del mo­
narca, sino sólo para comprar el apoyo de la Cámara a
las malévolas políticas de la Corte, y en esto se em­
pleaban.
Para detener esta corrupción, Burke exaltó la idea de
partido. Sólo si se hacía depender a todo gobierno del
apoyo de un partido declarado podía evitarse esta insi­
diosa degradación de la función tradicional del Parla­
mento. Si se establecía este principio, podía derrotarse
la táctica de la camarilla de la Corte. Hombres hones­
Burke 43

tos, comprometidos públicamente a mantenerse o caer


juntos, no podían ser sobornados uno por uno con
ofertas de puestos o cargos.
El partido es un conjunto de hombres unidos para promo­
ver, con sus esfuerzos aunados, el interés nacional, sobre la
base de algún principio particular en el que todos concuer-
dan. (PD 2.335.)
El alegato de Burke puede considerarse sólo como
un manifiesto en pro de los whigs de Rockingham,
quienes eran por entonces el único grupo que se apro­
ximaba a la idea que tenía Burke de un partido, ya que
sus líderes se resistían a ocupar cargos si no era como
partido. O puede considerarse como una obra pionera
que expuso la justificación del sistema de partidos y de
responsabilidad del gabinete, que iban a convertirse en
el siglo XIX en las características esenciales del sistema
británico de gobierno. Pero la afirmación de que Burke
delineó y contribuyó de este modo a configurar el fu­
turo es difícilmente sostenible. El sólo proponía un
modo para evitar la decadencia que veía a su alrededor:
el suyo era un expediente a corto plazo para resolver la
situación inmediata. Terminaba su alegato en pro de un
partido de hombres honestos con una advertencia:
No toda coyuntura exige con igual fuerza la actividad de
hombres honestos; pero de tanto en tanto surgen exigencias
criticas; y, si no me equivoco, ésta es una de ellas. (Ibíd.
341.)
Esto no es una prefiguración de un regular sistema
de gobierno de dos partidos.
Tampoco hay allí ninguna apelación a principios mo­
rales. Es una llamada a los políticos para que se unan
sobre la base de principios compartidos, pero Burke no
necesitaba decir qué principios:
Es tarea del filósofo especulativo señalar los fines propios
del gobierno. Es tarea del político, que es el filósofo en ac­
ción, hallar medios apropiados para alcanzar esos fines y em­
plearlos con eficacia. (Ibíd. 335.)
«t C. B. Macphcrson
La afirmación de Burke era sencillamente que para
poner en práctica cualquier principio se necesita la pa­
ridad. Toda la argumentación es pragmática. Apela a la
historia y la observación, no al derecho natural. La
única vez que invoca una «ley natural» lo que describe
así es una generalización empírica: «... es una ley natu­
ral que quienquiera que sea necesario para alcanzar
nuestros fines es seguro que, de uno u otro modo y en
uno u otro momento, se convertirá en nuestro amo»
(Ibíd. 283-4).
Abundan otras generalizaciones empíricas, por
ejemplo:
Es verdad que los pares tienen una gran influencia en el
reino y en todo el ámbito de las cuestiones públicas. Puesto
que son hombres ricos, ello es imposible de evitar, excepto
por medios que impidan a toda riqueza su operación natural,
lo que no es fácil de lograr, pues la riqueza es poder, ni en
modo alguno es de desear... (Ibíd. 245).
Y un enunciado inicial que parece la afirmación de
un principio democrático —«en todas las disputas en­
tre él [«el pueblo») y sus gobernantes, cabe presumir al
menos que el pueblo tiene razón» (ibíd. 224)— resulta
estar muy lejos de eso, pues «el pueblo» son todos
aquellos, y sólo aquellos, que tienen suficiente riqueza
como para hacer de ellos un contrapeso efectivo frente
a la Corte: son «los grandes pares, los principales caba­
lleros terratenientes, los comerciantes y fabricantes
opulentos y los pequeños terratenientes acaudalados»
(ibíd. 270).
Más tarde, como veremos, definió a «el pueblo» con
más precisión, tanto cuantitativamente —en Inglaterra
ascendía alrededor de 400.000 personas de las clases
altas (RP 18.140-1)— como cualitativamente —hay
«un pueblo» solamente cuando existe una unidad or­
gánica de rangos ordenados (A 6.216)—, pero ya su
significado es bastante claro. Un principio moral gene­
ral, la legítima supremacía del pueblo, es reducido a
términos operacionales por una definición del pueblo
derivada de los prejuicios aristocrático-burgueses de
Burke.
Burke 45

Uno de los principios de Burke citados más a me­


nudo pertenece a este mismo período, a saber, su insis­
tencia, en su discurso a los electores de Bristol, en que
un miembro del Parlamento no es un delegado con
instrucciones, sino un representante facultado para
ejercer su juicio independiente:
Vuestro representante os debe, no sólo su laboriosidad,
sino también su juicio; y si lo sacrifica a vuestra opinión, os
traiciona, en vez de serviros.
...Si el gobierno fuese una cuestión de voluntad de alguna de
las partes, la vuestra, sin discusión, debería primar. Pero el
gobierno y la legislación son asuntos de razón y de juicio, y
no de inclinación. ¿Y qué clase de razón es esa en que la
determinación precede a la discusión, en la que un conjunto
de hombres delibera y otro decide, y donde los que llegan a
la conclusión están, quizá, a trescientas millas de distancia de
quienes oyen los argumentos?
...El Parlamento no es un congreso de embajadores de intere­
ses diferentes y hostiles, intereses que cada uno debe mante­
ner, como agente y defensor, contra otros agentes y defenso­
res; sino que el Parlamento es una asamblea deliberante de
una nación, con un interés, el de todos; cuya guía no deben
ser los fines locales o los prejuicios locales, sino el bien gene­
ral, que resulta de la razón general de la totalidad. Vosotros
elegís un miembro, es verdad; pero una vez que lo habéis
elegido, no es un miembro de Bristol, sino un miembro del
Parlamento. (EB 3. 19-20.)
Este principio de sentido común, al que son afectos
desde entonces los miembros del Parlamento, era total­
mente sensato en una época en que los miembros del
Parlamento no eran elegidos sobre la base de plataformas
de partido claras. No podemos reprochar a Burke el uso
que se ha hecho a veces de ese principio en épocas
posteriores, para excusar a miembros elegidos sobre la
base de una plataforma de partido específica de cumplir
con sus compromisos.
En el decenio de 1770 Burke dedicó mucha atención
a la política británica concerniente a América, atacando
los argumentos de los portavoces del gobierno y ur­
giendo a aplicar una política más conciliatoria. Sus dis­
46 C. B. Macpherson
cursos y escritos sobre este tema son notables por su
apelación a la experiencia, tanto o más que a los princi­
pios. Inició su Discurso sobre el Impuesto Americano (pro­
nunciado en la Cámara de los Comunes en abril de
1774 y publicado en enero de 1775) recordando una
experiencia reciente: que la anulación de la Ley del
Timbre por el ministerio de Rockingham en 1766 no
había inducido a los colonos a pedir la anulación de
otros impuestos; por consiguiente, la anulación del im­
puesto sobre el té, medida que Burke defendía y a la
que el ministerio se oponía, no podía rechazarse con
ese argumento. El resto de ese largo discurso se man­
tiene en el plano de la experiencia: es un detallado
análisis de los cambios en la política británica desde la
caída del gobierno de Rockingham, ocho años antes, y
de las consecuencias siempre desafortunadas de esos
cambios.
Burke terminó con un llamamiento a la Cámara a no
insistir en su derecho soberano a poner impuestos en
las colonias (derecho que Burke nunca puso en discu­
sión), sino a considerar las consecuencias de ejercer ese
derecho del modo en que se había hecho reciente­
mente:
No entraré aquí en distinciones sobre los derechos ni tra­
taré de establecer sus límites. Yo no entro en esas distincio­
nes metafísicas; detesto hasta oír hablar de ellas.
...Pero si, de manera intemperante, imprudente y fatal, com­
plicáis y envenenáis la fuente misma del gobierno haciendo
sutiles deducciones y extrayendo consecuencias odiosas para
aquellos a quienes gobernáis, a partir de la naturaleza ilimi­
tada e ilimitable de la soberanía suprema, les enseñaréis por
estos medios a poner en tela de juicio esta misma soberanía.
Si lo acorraláis, el jabalí se vuelve contra los cazadores. (AT
2.432-3.)
Un año más tarde, en el Discurso sobre el Cambio de
sus Resoluciones para la Conciliación con las colonias
(marzo de 1775) procede del mismo modo. Presenta
un conjunto de hechos sobre las colonias americanas,
inclusive el hecho de que los colonos eran en su mayo­
Burke 47

ría ingleses, adheridos desde la emigración del siglo


XVII al principio «de que en todas las monarquías el
pueblo debe, en efecto, mediata o inmediatamente, po­
seer el poder de otorgar su propio dinero, o no podría
haber ni una sombra de libertad» (CC 3.51). Burke
adhiere plenamente a este principio, pero no como un
principio moralmente deseable: sencillamente cita la
adhesión de los colonos a él como un hecho de expe­
riencia. Fue en este contexto en el que hizo la observa­
ción citada tan a menudo: «No conozco el método para
levantar acusación contra todo un pueblo» (ibíd. 69). E
insiste en que la utilidad, en el sentido más amplio,
debe prevalecer sobre el derecho legal:
Para mí, la cuestión no es si tenéis derecho a hacer misera­
ble a vuestro pueblo; es si no está en vuestro interés hacerlo
feliz. No se trata de lo que un abogado me dice que puedo
hacer, sino de lo que la humanidad, la razón, y la justicia me
dicen que debo hacer. (Ibíd. 75.)
Termina con una instancia final a no llevar los prin­
cipios hasta su conclusión lógica:
Nosotros, los ingleses, no llevamos hasta el fin los princi­
pios en los que basamos una parte cualquiera de nuestra
Constitución, o aun toda ella.
...Todo gobierno, en verdad, todo beneficio y goce humanos,
toda virtud y todo acto prudente se fundan en el compromiso
y el trueque. Sopesamos inconveniencias; damos y tomamos;
abandonamos algunos derechos para poder gozar de otros; y
preferimos ser ciudadanos felices a ser sutiles polemistas.
(Ibíd. 110-11.)
En todo esto, como en la Carta a los Sheriffs de Bris-
tol sobre los Asuntos de América (1777) que ya hemos
mencionado, no se apela a principios sino al hecho
empírico de la adhesión de los colonos a un principio
arraigado en la historia británica al menos desde el si­
glo XVII. No se apela al derecho natural ni a ningún
otro principio universal fuera de la utilidad, en el sen­
cido más amplio. La felicidad del pueblo es el único
48 C. B. Macpherson
criterio para juzgar una política, y cómo puede lograrse
eso sólo se puede saber prestando una cuidadosa aten­
ción a la experiencia, a las consecuencias afortunadas y
desafortunadas de diversas políticas gubernamentales
pasadas.
En 1780, la atención de Burke se volvió nuevamente
a los asuntos internos. El Discurso sobre la Reforma Eco-
nómica, como se le llama habitualmente, no es sobre
política económica sino, como indica su título com­
pleto, sobre la reducción del suministro estatutario de
dinero a la casa real: es un Discurso sobre la Presentación
a la Cámara de los Comunes de un Plan para Asegurar la
Independencia del Parlamento, y ¡a Reforma Económica de
la Administración Pública y de Otros Organismos. Es una
prescripción específica para remediar el mal que Burke
había diagnosticado diez años antes en los Pensamientos
sobre la Causa del Actual Descontento, esto es, que las
grandes rentas dadas por el Parlamento a la Corona
eran usadas para destruir la independencia del Parla­
mento. Pone en ridículo el gran número de cargos,
ahora inútiles o redundantes, de la casa real (y de los
principados, ducados, etc., administrados separada­
mente, de Gales, Lancaster, Chester y Cornualles). To­
dos ellos quizá tuvieron funciones útiles en tiempos
feudales; ahora su única utilidad es para comprar a
miembros del Parlamento cediendo esos cargos como
sinecuras. La veneración de la tradición por Burke no
llega a tanto: «...cuando la razón de viejas instituciones
ha desaparecido, es absurdo conservar sólo la carga de
ellas. Esto es embalsamar supersticiosamente un
cuerpo que no vale ni las resinas usadas para conser­
varlo» (ER 3.278). Un intento anterior de reducir los
cargos de la mesa y la cocina del Rey había fracasado,
observaba Burke. «¿Por qué? Fue verdadramente, por
una causa que, aunque perfectamente adecuada al
efecto, no se habría adivinado instantáneamente. Por­
que el encargado del asador en la cocina del rey era un
miembro del parlamento» (ibíd. 283).
A menudo anuncia máximas de sentido común basa­
das en las experiencias:
Burke •JV

Gente que tolera una vieja institución cuando se corrigen


sus excesos, se rebela ante una nueva. (Ibíd. 313.)
Un honorable y justo beneficio [del servicio al Estado] es
la mejor prevención contra la avaricia y la rapacidad; como en
todas las otras cosas, un goce legitimo y regulado es la mejor
prevención contra el libertinaje y el exceso. Pues así como la
riqueza es poder, también todo poder alcanza infaJiblemente
la riqueza, por uno u otro medio: y cuando a los hombres no
les queda otro modo de asegurarse sus beneficios que por sus
medios para obtenerlos, esos medios aumentarán hasta el in­
finito. (Ibíd. 316.)
No conozco otro modo de asegurarse la ejecución eficaz
de una obligación que hacer de ella el interés directo del
encargado de ejecutarla. (Ibíd. 338.)
A veces combina un principio destilado de la expe­
riencia con un principio moral, como en la explicación
de su negativa a recomendar la abolición de cargos que
«han sido considerados como una propiedad»:
Lo que la ley respeta es sagrado para mí. Si se rompen las
barreras de la ley, por ideas de conveniencia, y hasta de
conveniencia pública, ya nada habrá seguro entre nosotros. Si
la discreción del poder se abate una vez sobre la propiedad,
ya no podremos saber qué poder y qué discreción prevalece­
rán finalmente. (Ibíd. 308.)
Y asimismo:
Las gentes son los amos. Sólo tienen que expresar sus de­
seos en general y en conjunto. Nosotros somos los artistas
expertos; somos los trabajadores hábiles que moldearán sus
deseos en una forma perfecta y adecuarán el utensilio al uso.
Ellos son los sufrientes, que nos dirán los síntomas de su
dolencia; pero nosotros conocemos el lugar exacto de la en­
fermedad y cómo aplicar el remedio de acuerdo con las reglas
del arte. (Ibíd. 344.)
Y a veces el principio moral, aunque muy impreci­
samente formulado, se presenta solo: «Si no puedo
reformar con equidad, no reformaré en absoluto»
(ibíd. 299).
Quizá las proposiciones generales más interesantes
50 C. B. Macpherson
son algunas que menciona al pasar como evidentes por
sí solas, las cuales revelan la percepción de Burke de la
medida en que el mercado se había convertido en el
determinante de todos los valores, y su aceptación de
un supuesto que justificaba una política de laissez-faire.
Para defender su propuesta de que la mayoría de los
servicios necesarios para mantener la casa real debían
ser entregados a empresarios privados sobre una base
contractual, observa:
Los principios del comercio han invadido a tal punto toda
especie de tratos, desde los objetos más elevados hasta los
más bajos, todas las transacciones han entrado tanto en el
sistema, que podemos, en cualquier momento y por el valor
de un cuarto de penique, ser informados a qué tarifa puede
obtenerse cualquier servicio (ibíd. 285).

Y, al hablar de la moribunda Junta de Comercio y


Colonias del gobierno, «que, si no perjudicial, no es de
ninguna utilidad», pide a sus oyentes que
reflexionen sobre con cuánta frecuencia ocurre que el co­
mercio, el principal objeto de esa oficina, florece más cuando
se le abandona a sí mismo. £1 interés, la gran guía del comer­
cio, no es ciego. Es muy capaz de hallar su propio camino; y
sus necesidades son sus mejores leyes. (Ibíd. 323.)
Todo el discurso sobre la reforma económica, pues,
exhibe la misma postura que es evidente en su obra
anterior: el criterio de las buenas medidas y las buenas
instituciones es el amplio criterio utilitario del interés
general, que exige, más allá de toda duda, la santidad
de la ley sobre la propiedad. Dado este fin, lo principal
es atender a los medios más efectivos, y ésta debe ser
la obra de los hombres capacitados, los políticos, que
deben basarse en el análisis de los efectos probados y
probables de las políticas alternativas.
Durante el decenio de 1780 Burke dedicó la mayor
parte de su energía a su cruzada contra la Compañía de
las Indias Orientales. El imperio indio de Inglaterra
Burke 51

era, en verdad, en opinión de Burke, la responsabilidad


de los blancos, pero objetaba enérgicamente el modo
como el Parlamento había permitido que esta respon­
sabilidad fuese ejercida, con inadecuada previsión o
control, por la Compañía de las Indias Orientales, a la
que se había concedido una carta. Compiló tal masa de
pruebas de la conducta deshonrosa, viciosa, corrupta y
genocida de la Compañía, que pudo, casi sin ayuda,
persuadir a la Cámara de los Comunes a que enjuiciase
al principal arquitecto y defensor de la política de la
Compañía, Warren Hastings, y de esta manera dar a
esa política una publicidad sin precedentes en la histo­
ria parlamentaria británica. Sus discursos e informes
sobre la India ocupan siete volúmenes de sus obras
reunidas en dieciséis volúmenes, y al final de su vida
dijo (C 8.397; cf. NL 8.26) que prefería ser recordado
por sus esfuerzos en defensa del pueblo indio que por
cualquier otra cosa que hubiese hecho.
Lo que nos interesa aquí es la medida en que Burke
elaboró su argumentación contra la Compañía y por el
enjuiciamiento de Hastings sobre principios generales
de justicia. Lo que hallamos es que con frecuencia in­
vocó tales principios generales, pero nunca los definió
exactamente. Necesitaba invocarlos: sabía que no podía
demostrar que las acciones de la Compañía habían sido
ilegales, de modo que su único recurso era demostrar
que iban contra una ley más fundamental. A veces des­
cribe a esta ley como divina, a veces como natural y a
veces como moral. Pero no necesitaba especificar su
contenido, pues las actividades de la Compañía y sus
servidores, que Burke había consignado con gran deta­
lle, desafiaban de modo asombroso los más elementales
principios de justicia y honestidad.
En su Discurso sobre el Proyecto de Ley de Fox sobre las
Indias Orientales (l.° de diciembre de 1783), trató de
demostrar tres afirmaciones sobre esas actividades y
sus resultados:
Primero...que no hay un solo príncipe, Estado o potentado,
grande o pequeño, en la India, con el que hayan entrado en
52 C. B. Macphcrsor
contacto, a quien no hayan comprado. Digo comprado aunque
a veces no han podido pagar de acuerdo con su trato. Se­
gundo, digo que no hay un solo tratado concertado que nc
hayan roto. Tercero, digo que no hay un solo príncipe c
Estado que haya puesto su confianza en la Compañía, y que
no se haya arruinado totalmente; y que nadie goza de algúr
grado de seguridad y prosperidad más que en la exacta pro­
porción de su profunda desconfianza e irreconciliable ene­
mistad con esta nación. (El 4.2 L)
Además, en toda la administración interna la regla de
la ley había sido reemplazada por la arbitrariedad:
En efecto. Señor, toda autoridad legal y regular en cuestio­
nes de rentas, de administración política, de derecho penal, de
derecho civil, en muchas de las partes más esenciales de la
disciplina militar, esta por los suelos; y un despotismo opresivo,
irregular, caprichoso, inestable, rapaz y malversador, con un
abierto rechazo de la obediencia a cualquier autoridad del
país, y sin ninguna norma, principio o regla de procedimiento
fija que los guíe en la India, es actualmente el estado de
vuestro gobierno con carta sobre grandes reinos. (Ibíd.
93.)
Estas acusaciones, junto con las pruebas en su apoyo,
estaban destinadas a mostrar que la conducta de la Com­
pañía constituía tal abuso de poder político que su carta
no debía ser renovada en los viejos términos.
La premisa principal de Burke era que todo poder
político es una obligación. Afirmaba:
que todo poder político establecido sobre los hombres y que
todo privilegio reclamado o ejercido con exclusión de ellos, por
ser totalmente artificial, y por ende una anulación de la igualdad
natural de la humanidad en su conjunto, debe ser ejercido de
uno u otro modo, en última instancia, para beneficio de ellos.
...tales derechos o privilegios o como queráis llamarlos son
todos, en el más estricto sentido, una obligación; y en la esen­
cia misma de toda obligación está el deber de dar cuenta de
ella; y hasta puede cesar totalmente, cuando en esencia se
aparta de los fines para los cuales solamente puede tener una
existencia legitima. (Ibíd. 11.)
Burke 53

Este viejo principio whig de Locke, más que rodas


las apelaciones retóricas al derecho natural, era la base
lógica de la argumentación de Burke para arrancar a la
Compañía sus privilegios otorgados por carta. Respon­
día a la objeción que, preveía Burke, se haría a su
propuesta, o sea, que era la confiscación de un derecho
de propiedad establecido. El reconocía que los dere­
chos otorgados por carta a la Compañía eran una pro­
piedad. Pero tales «derechos de los hombres otorgados
por cartas», como éstos pretendían ser, debían estar
subordinados a otra clase de derechos de los hombres
cedidos por cartas, a saber, los que confirman «los de­
rechos naturales de la humanidad» (como la Carta
Magna). Las cartas de este último tipo...
han hecho caro el nombre mismo de carta para el corazón de
todo inglés. Pero, Señor, puede haber, y hay cartas no sólo
de naturaleza diferente, sino basadas en principios opuestos a
los de la gran carta. De esté tipo es la carta de la Compañía
de las Indias Orientales. La Carta Magna es una carta para
frenar el poder y destruir el monopolio. La carta de las Indias
Orientales es una carta para establecer un monopolio y crear
poder. El poder político y el monopolio comercial no son los
derechos de los hombres; y a los derechos de ellos derivados
de cartas es falaz y sofístico llamarlos «los derechos de los
hombres otorgados por cartas». (Ibíd. 8-9.)
Esta remisión de los derechos de las cartas a los de­
rechos naturales de la humanidad no es en modo al­
guno incompatible con la posterior denigración de
Burke, en el contexto de la Revolución Francesa, de
los «derechos del hombre»: él apela aquí a «derechos
de los hombres» confirmados por viejas leyes. Por ello,
concluye:
Me baso, pues, en este principio: que si se prueba el abuso,
el contrato queda roto; y nosotros |esto es, el Parlamento)
recuperamos todos nuestros derechos, es decir, el ejercicio
de todos nuestros deberes: nuestra propia autoridad, en ver­
dad, es tanto una obligación, originalmente, como la autoridad
de la compañía es una obligación derivada; y es el uso que
hagamos del poder reasumido lo que debe justificarnos o con­
denarnos en nuestra reasunción de él. (ibíd. 13.)
56 C. B. Macpherson
un efecto escenográfico». Preocupaba más a Paine lo
que consideraba como esfuerzos deliberados de Burke
«para aparcar a los lectores de la cuestión mediante un
desenfrenado y asistemático despliegue de rapsodias
paradójicas...». El estilo de Burke era un recurso nece­
sario: el estilo era el hombre. Paine escribe:
No es sólo por sus prejuicios, sino también por la natura­
leza desordenada de su genio por lo que no está a la altura
del tema sobre el que escribe. Hasta su genio carece de
constitución. Es un genio al azar, no un genio constituido.
Pero él debe decir algo. Por ello, se ha elevado en el aire
como un globo, para apartar los ojos de la multitud del te­
rreno que pisa.
James Mackintosh, otro crítico contemporáneo, fue
aún más cáustico. Fijándose en el designio de las Refle­
xiones, escribió:
Su tema es tan extenso como la ciencia política, sus alusio­
nes y excursiones llegan casi a todas las regiones del conoci­
miento humano. Debe confesarse que, en esta guerra variada
y desordenada, la superioridad de un hombre de genio sobre
los hombres comunes es infinita. Puede disimular la más ig­
nominiosa retirada con una alusión brillante. Puede adornar
sus argumentos con una magistral estrategia, donde ellos se
hacen fuertes. Puede escapar de una posición insostenible
hacia una espléndida declamación. Puede socavar la convic­
ción más inquebrantable con su pathos, y poner en fuga una
multitud de silogismos con un sarcasmo. Liberado de las le­
yes del método vulgar, puede hacer avanzar un conjunto de
imponentes horrores para abrir una brecha en nuestros cora­
zones, por donde pueden entrar triunfalmente la más indisci­
plinada cantidad de argumentos.
Paine abrigaba pocas dudas, y Mackintosh ninguna
en absoluto, de que el estilo de Burke era un recurso
deliberado para ocultar las insuficiencias de su lógica.
Hasta el más firme admirador liberal de Burke del
siglo XIX, John Morley, pensaba que el estilo de Burke
requería alguna justificación:
El esquema de lo que tiene que decir está demasiado espc-
Burke 57

sámente recubierto de exuberante ornamento. Su lenguaje


arde con un fuego demasiado consumidor con el fin de que el
todo difunda esa luz clara y serena que estamos acostumbra*
dos a hallar en hombres preparados para evaluar ideas, para
sopesar especulaciones mutuamente opuestas, para argüir y
razonar sin ninguna pasión >más fuerte que el intenso deseo
de descubrir en qué parte o en qué clase término medio
reside la verdad... Su pasión parece inevitablemente fatal para
el éxito en la búsqueda de la verdad, que no se revela a
adeptos tan inflamados. Su estilo ornamentado no parece
menos fatal para ese cauto y preciso método de formulación
adecuado a cuestiones que no se las conoce en absoluto si no
se las conoce con claridad.
Este mesurado reproche no es más que una expre­
sión del pesar de que el admirable empirismo de Burke
no le hubiese llevado hasta el positivismo científico de
Comte, que Morley específicamente exalta en este con­
texto. Morley no imputa a Burke ninguna ofuscación
deliberada: era solamente el «ardor natural» lo que «le
impelía a arropar sus conclusiones con frases encendi­
das y exageradas».
El lector del siglo XX quizá se sienta más inclinado a
compartir la opinión de los contemporáneos de Burke.
Otras pruebas en las que tal juicio puede basarse apa­
recerán en el próximo capítulo, donde observaremos la
fuga de Burke a la retórica en el tema del contrato
social. Aquí sencillamente podemos señalar que su es­
tilo retórico no se limitó a su tratamiento de la Revolu­
ción Francesa. Se le encuentra en su período medio
tanto como en su período posterior, más a menudo
cuando recurre al derecho natural o a algún otro prin­
cipio a priori.
Nuestra digresión sobre el estilo puede terminar,
como empezó, con sus discursos indios. Seis años des­
pués de su discurso sobre el comienzo del enjuicia­
miento, su Discurso al Final del Enjuiciamiento (1794)
concluía con otra apelación a la ley divina, que ahora
recibió un nuevo filo por la advertencia no demasiado
sutil de Burke a la Cámara de los Lores de que, en vista
de lo que la revolución en Francia ya había realizado,
58 C. B. Macpherson
su propia existencia estaba ahora en peligro. Argüyó
que ellos debían, al menos, ser vencidos con las bande­
ras desplegadas:
Señores, vuestra Cámara aún resiste, resiste como un gran
edificio; pero permitidme decir que resiste en medio de las
ruinas; en medio de las ruinas provocadas por el mayor te­
rremoto moral que haya convulsionado y sacudido este globo
nuestro. Señores, la Providencia ha querido ponernos en un
estado en el que, a cada momento, parecemos estar al borde
de grandes cambios. Hay una cosa, y sólo una, que desafía a
todo cambio, que existió antes que el mundo y sobrevivirá al
mundo mismo. Me refiero a la justicia; a esa justicia que, al
emanar de la Divinidad, tiene un lugar en el corazón de todos
nosotros y nos ha sido dada como guía con respecto a noso­
tros mismos y con respecto a otros, y que permanecerá des­
pués de que el globo haya sido reducido a cenizas, que será
nuestro defensor o nuestro acusador ante el gran Juez,
cuando venga a pedirnos cuentas por nuestra vida. (C1
16.417.)
Así termina lo que podemos llamar el período medio
de Burke. Se traslada, como ya hemos señalado, con su
período de la Revolución Francesa, y podría argüirse
que fue su cruzada india, no su cruzada francesa, la que
primero le obligó a apelar, contra todas sus inclinacio­
nes anteriores, a principios a prtori. Las dos cruzadas,
en verdad, tienen algo en común. La intensidad de la
cruzada india bien puede atribuirse a su reverencia por
el orden tradicional. Gran parte de su argumentación
contra la Compañía de las Indias Orientales era que
ésta se había propuesto destruir las antiguas constitu­
ciones, leyes y costumbres de todos los orgullosos rei­
nos del Subcontinente Indio. También argüyó que el
gobierno de la Compañía en la India ya estaba dañando
la autoridad de las clases propietarias establecidas en
Gran Bretaña, creando una despreciable nueva raza de
nouveaux riches que estaban llevando al país un fabuloso
botín de sus servicios en la India.
Pero el temor de Burke ante la Revolución Francesa
era más profundo. Veía que los principios sobre los
que se basaba, si eran exportados con éxito, socavarían
Burke
totalmente el orden establecido en Inglaterra y el resto
de Europa. Por ello, debían ser contestados con princi­
pios más sustanciales que los que él había desplegado
hasta entonces. La clase dominante inglesa hasta enton­
ces había tratado los principios de Burke como a un
tigre de papel. Ahora debía persuadirla de que la ame­
naza era real, y de que era una amenaza inmediata a
todo su modo de vida, es decir, a su propiedad. Para
lograrlo, tenía que dotar a su ley divina y natural de
alguna sustancia apropiada. No abandonó su retórica
—ésta alcanzó nuevas alturas aún—, pero ahora la res­
paldó con algunos terrenales principios económicos.
La avispa angloeuropea
La obra más celebrada de Burke, en su propia época
y desde entonces, es Reflexiones sobre la Revolución en
Francia y sobre los Procedimientos de Ciertas Sociedades de
Londres con Respecto a ese Suceso (1790). No hay que
pasar por alto la segunda parte del título. Es muy signi­
ficativa. Lo que preocupaba más profundamente a
Burke era las repercusiones previsibles de la Revolu­
ción Francesa en Inglaterra, y luego en el resto de
Europa. La destrucción del viejo orden en Francia, si se
hubiera limitado a Francia, podía haber hecho llorar a
Burke, pero no lo habría instado a desarrollar la me­
dida argumentación de las Reflexiones ni a la creciente
furia de los escritos de los ocho años últimos de su
vida.
Hizo totalmente explícita la razón de esa preocupa­
ción en 1790. Al dirigirse a su corresponsal francés,
escribe:
Anteriormente, vuestros asuntos eran solamente vuestra
propia preocupación. Nos afectaban como hombres, pero
64 C. B. Macpherson
permanecíamos lejos de ellos, porque no éramos ciudadanos
de Francia. Pero cuando vemos el modelo levantarse ante
nosotros, debemos sentir como ingleses, y al sentir, debemos
tomar precauciones como ingleses. Vuestros asuntos, a pesar
nuestro, son parte de nuestro interés, al menos en la medida
necesaria para mantener a distancia vuestra panacea, o vues­
tra peste. Si es una panacea, no la queremos. Conocemos las
consecuencias de los medicamentos innecesarios. Si es una
peste, es de tal carácter que deben establecerse contra ella las
precauciones de la más severa cuarentena. (R 185.)
Esta cuarentena requería, como veremos, declaracio­
nes más extensas sobre la naturaleza de la sociedad y el
gobierno que todo lo que se había requerido de Burke
hasta entonces. Sería demasiado decir que los escritos
de Burke del decenio de 1790 contienen una teoría
política coherente. No hay ningún desarrollo ordenado
de una teoría de las obligaciones políticas o los dere­
chos políticos derivada de primeros principios sobre la
naturaleza humana, como en Hobbes y Locke. Pero
están los rudimentos de una teoría general semejante,
y hay más sobre la Constitución Británica que en cual­
quiera de sus escritos anteriores. Ambos se necesitaban
para contrarrestar la ««doctrina armada» que era para
Burke la Revolución Francesa, y especialmente para
convencer a los hombres con fortuna de Gran Bretaña,
algunos de los cuales sentían cierta simpatía por la Re­
volución en su primera etapa, de que esa doctrina, si
no era expuesta y refutada, socavaría todo su modo de
vida. La amenaza no era sólo para la Corona, la Iglesia
Oficial y la aristocracia: era también para los hombres
ricos en conjunto. Pues la doctrina fr&icesa medía las
pretensiones de todas esas clases e instituciones según
un principio igualitario, negándoles en última instancia
su derecho a las propiedades que las sustentaban. La
santidad de la propiedad, nunca lejana del pensamiento
de Burke, ocupó ahora un lugar más explícito y, como
veremos, esto lo llevó a explayarse más sobre la eco­
nomía política del orden existente de lo que había he­
cho antes.
Los rudimentos de una teoría general y de una teoría
Uurke 65
de la Constitución Británica son abordados en Xas Refle­
xiones y, más detalladamente, un año más tarde, en el
Llamamiento de los Nuevos a los Viejos Whigs, que es una
defensa de la posición que había tomado en las Refle­
xiones y una fogosa refutación de las afirmaciones según
las cuales esa posición suponía un abandono de los
principios que había predicado anteriormente. Exami­
naremos juntos las Reflexiones y el Llamamiento. En el
Lapítulo siguiente examinaremos la economía política,
también abordada en esas obras y expuesta más minu­
ciosamente en los Pensamientos y Pormenores sobre la Es­
casez (1795).
En las Reflexiones Burke se abre camino hacia sus
principios generales mediante el sostenido elogio del
principio de la herencia, encarnado, para él, en las car­
tas y la legislación inglesas desde tiempos inmemoria­
les. Refutando la afirmación de los amigos ingleses de
los nuevos principios franceses según la cual éstos eran
los principios de la Revolución Whig de un siglo antes
en Inglaterra, Burke no tuvo dificultades para hallar
abundantes citas que probaban lo contrario. En un pa­
saje que merece ser citado extensamente, y mostrando
cuán fácilmente podía deslizarse de un registro histó­
rico a un principio trascendente que considera inhe­
rente al orden natural del Universo, concluye:
Observareis que, desde la Carta Magna hasta la Declara­
tion de Derechos, la política uniforme de nuestra Constitu­
tion ha sido proclamar y afirmar nuestras libertades como
una herencia vinculante que nos ha llegado de nuestros ante­
pasados y que debemos transmitir a nuestra posteridad, como
un patrimonio que pertenece especialmente al pueblo de este
reino sin referencia alguna a ningún otro derecho más gene­
ral o anterior. Por este medio, nuestra Constitución conserva
la unidad en la diversidad tan grande de sus partes. Tenemos
una corona hereditaria; una nobleza hereditaria;.y una cámara
de los comunes y un pueblo que heredan privilegios, derecho
de voto y libertades de una larga linea de antepasados.
Me parece que esta política es el resultado de una pro*
iunda reflexión; o más bien el feliz efecto de seguir a la
naturaleza, que es sabiduría sin reflexión, y superior a ella. El
66 C. B. Macpherson
espíritu de innovación es generalmente el resultado de un
temperamento egoísta y visión limitada. La gente que no mira
hacia atrás, a sus antepasados, no mirará hacia adelante, a la
posteridad. Además, la gente de Inglaterra sabe bien que la
idea de herencia proporciona un principio seguro de conser­
vación y un principio seguro de trasmisión, sin excluir en
absoluto un principio de progreso. Libera la adquisición, pero
asegura lo adquirido. Sean cuales fueren las ventajas obteni­
das por un Estado que procede según estas máximas, ellas
quedan fijas como en una suerte de acuerdo de familia, suje­
tadas como en una especie de manos muertas para siempre.
Mediante una política constitucional que opera según las pau­
tas de la naturaleza, recibimos, conservamos y trasmitimos
nuestro gobierno y nuestros privilegios, del mismo modo en
que gozamos de, y trasmitimos, nuestra propiedad y nuestras
vidas. Las instituciones de la política, los bienes de fortuna y
los dones de la Providencia nos son trasmitidos y los trasmi­
timos en el mismo curso y orden. Nuestro sistema político
está colocado en una justa correspondencia y simetría con el
orden del mundo, y con el modo de existencia establecido
para un cuerpo permanente de partes transitorias... (R 119-
20. )

No hay ninguna base teórica para este elogio de la


herencia, excepto el tosco utilitarismo por el cual las
instituciones que han durado largo tiempo han demos­
trado de este modo su utilidad. Esta presunción de
Burke a favor de las viejas instituciones era antigua. Su
oposición a toda reforma del derecho de voto interno
se basó en ella. Reconocía que el argumento fuerte, en
verdad, el único argumento, contra la reforma partía de
esa presunción, como se ve en su discurso de 1782
sobre la reforma:
...nuestra constitución es una constitución prescriptiva; es
una constitución cuya única autoridad reside en que ha exis­
tido desde tiempos inmemoriales... La prescripción es el más
sólido de todos los títulos, no sólo a la propiedad, sino tam­
bién, lo que equivale a asegurar esa propiedad, al gobierno.
Ellos armonizan entre sí y se prestan mutuo apoyo. Va acom­
pañada de otro fundamento de la autoridad en la constitución
del espíritu humano, la presunción. Es una presunción a favor
de cualquier esquema establecido de gobierno contra todo
Burke 67

proyecto no ensayado, ya que una nación ha existido durante


largo tiempo y florecido bajo él. Es una presunción aún me-
)or que la elección de una nación, mucho mejor que cualquier
ordenamiento repentino y temporal originado en una elec­
ción real. Porque una nación no es sólo una idea de alcance
local y un agregado individual momentáneo, sino una idea de
continuidad, que se extiende en el tiempo tanto como en
número y en el espacio. Y no es la elección de un día o de un
conjunto de personas, ni una elección tumultuosa o atolon­
drada; es una elección deliberada de edades y generaciones,
es una constitución hecha por lo que es diez mil veces mejor
que una elección... Ni es una prescripción de gobierno adop­
tada por ciegos prejuicios sin sentido, pues el hombre es un
ser muy insensato y muy sabio. El individuo es insensato. La
multitud, momentáneamente, es insensata, cuando actúa sin
deliberación; pero la especie es sabia y. cuando se le da
tiempo, como especie casi siempre actúa correctamente.
(RCP 10.96-7.)
El sentimiento es claro, aunque la lógica no lo es. Si
ninguna elección momentánea tiene importancia, ¿qué
importancia tiene una serie prolongada de elecciones
momentáneas? ¿Cuál es la diferencia entre la multitud,
que puede ser insensata, y la especie, que casi siempre
es sabia? La respuesta a esta última pregunta la halla­
remos en el Llamamiento, ya citado (en A 6.216). Aquí
sólo necesitamos señalar que su defensa de la prescrip­
ción no basada en «ciegos prejuicios sin sentido» da
apoyo a su preferencia, en las Reflexiones, por el prejui­
cio sobre la razón:
Sabemos que nosotros no hemos hecho ningún descubri­
miento; y pensamos que no hay que hacer ningún descubri­
miento, en moral; ni muchos en los grandes principios del
gobierno, ni en las ideas de libertad, que fueron comprendi­
das mucho antes de que nosotros naciéramos, así como lo
serán después de que la sepultura haya adquirido su forma
sobre nuestra presunción y la tumba silenciosa haya impuesto
su ley sobre nuestra insolente locuacidad.
...Soy bastante valiente como para confesar que somos, en
general, hombres de sentimientos arraigados; que en vez de
arrojar nuestros viejos prejuicios, los acariciamos en grado
muy considerable y, para mayor vergüenza nuestra, los acari-
68 C. B. Macphcrson
damos porque son prejuicios, y cuanto más han durado y más
generalmente han prevalecido, tanto más los acariciamos. Te­
memos dar vida a los hombres y aprovechar su caudal de razón,
porque sospechamos que este caudal en cada hombre es pe­
queño, y los individuos prefieren aprovechar más bien la banca
y el capital generales de las naciones y de las edades. (R 182-3.)
La recomendación del prejuicio por Burke como si
cumpliese la misma función en la política que el capital
en la vida económica de una nación es un toque cu­
rioso. La analogía mercantil surge con tanta naturalidad
aquí como sesenta páginas antes, cuando resume su
queja de que los franceses habían abandonado todos
los elementos valiosos de su vieja constitución, sobre
cuya base, piensa él, debían haber llevado a cabo sus
reformas, en la elocuente frase: «Abristeis vuestro ne­
gocio sin capital» (R 122).
El núcleo de la teoría de Burke aparece cuando de­
duce la esencia de la sociedad civil de su concepción de
la naturaleza humana y por ende de la condición «natu­
ral» de la humanidad. Burke se adelantó a su tiempo
en la comprensión de que el estado de naturaleza del
que Locke había hecho pasar a sus hombres a la socie-1
dad civil era prácticamente lo mismo que la «condición i
natural de la humanidad» de Hobbes, es decir, una i
condición en la que los apetitos de los hombres les
llevarían a una lucha tal que ninguna persona o propie- .
dad estaría segura. El argumento de Burke parece una
atinada mezcla de Hobbes y Locke, pero se inclina más (
hacia Hobbes. Los hombres no entran en la sociedad
civil para proteger sus derechos naturales: al entrar en
la sociedad civil deben renunciar a sus derechos natura­
les, que son «absolutamente incompatibles» con ella (R
150). Son incompatibles porque, fuera de la sociedad
civil, no hay suficientes restricciones a las pasiones de
los hombres:
La sociedad no sólo requiere la sujeción de las pasiones de
los individuos, sino que hasta masivamente y en conjunto,
tanto como individualmente, las inclinaciones de los hombres
con frecuencia deben ser frustradas, su voluntad controlada y
Burke 69

sus pasiones sojuzgadas. Esto sólo puede hacerlo un poder


ajeno a ellos, y no sujeto, en el ejercicio de sus funciones, a
esa voluntad y esas pasiones cuya tarea es sujetar y someter.
iR 151.)

Esta afirmación aparece nuevamente en la Carta a un


Miembro de la Asamblea Nacional (1791):
La sociedad no puede existir a menos que se establezca un
poder controlador sobre la voluntad y los apetitos, y cuanto
menos control haya dentro de él [del ciudadano mediol,
tanto más debe haber fuera de él. Está decretado en la consti­
tución eterna de las cosas que los hombres de espíritu inmo­
derado no pueden ser libres. Sus pasiones forjan sus cadenas.
(NA 6.64.)
He aquí, en verdad, el Estado Leviatán: no sólo los
hombres, individualmente, sino toda la masa de ellos
Jebe ser «sometida a sujeción».
Pero Burke no veía ningún problema en esto, pues
sostenía que, habiendo nacido dentro de la sociedad
civil y gozando de sus ventajas, cabe presumir que los
hombres han admitido esa sujeción. Y ésta no era one­
rosa, en la medida en que sólo había sido impuesta por
instituciones tradicionales a las que el pueblo se había
acostumbrado. Así, el argumento se cierra circular-
mente: los derechos heredados son los únicos derechos
reales del hombre. Su catálogo de «los derechos reales
del hombre» es revelador:
Los hombres tienen derecho a vivir según esa norma [la
norma de la leyl; tienen derecho a la justicia, como entre sus
semejantes, tengan éstos una función política o realicen una
ocupación ordinaria. Tienen derecho a los frutos de su labo­
riosidad, y a los medios de hacer su laboriosidad fructífera.
Tienen derecho a las adquisiciones de sus padres; a la nutri­
ción y mejora de sus vastagos; a la instrucción en la vida y al
consuelo en la muerte. Todo lo que cada hombre puede
hacer separadamente, sin abusar de otros, tiene derecho a
hacerlo solo; y tiene derecho a una justa parte de todo lo que
la sociedad, con todas sus combinaciones de habilidad y
lucrza, puede hacer en su favor. En esta asociación, todos los
70 C. B. Macpherson
hombres tienen iguales derechos, pero no a iguales cosas. El
que tiene cinco chelines en la asociación, tiene un buen dere­
cho a ellos, como el que posee quinientas libras lo tiene a su
parte mayor. Pero no tiene ningún derecho a un dividendo
igual en el producto del capital social; y en cuanto a la parte
de poder, autoridad y dirección que cada individuo debería
tener en la administración del Estado, niego que esto se halle
entre los derechos originales directos de los hombres en la
sociedad civil; pues tengo en consideración al hombre civil
social, v no a otro. Es algo que debe dirimirse por conven­
ción. (R 149-50.)
El catálogo de los derechos reales del hombre pasa
del derecho más general a la protección de la ley, o la
justicia contra funcionarios y otros súbditos, al derecho
a los frutos del propio trabajo y a las acumulaciones
heredadas, para llegar al derecho al consuelo religioso.
El catálogo termina con la afirmación de un principio
del capital social de los derechos materiales: cada hom­
bre tiene derecho a una parte del producto social total
que es proporcional a lo que ha contribuido a su pro­
ducción. Y es evidente que la contribución es tanto de
capital heredado como de trabajo, pues en el ejemplo
numérico de Burke (5 chelines a 500 libras) la razón de
las contribuciones es 1:2.000, diferencia difícilmente
explicable como una diferencia en ingresos del trabajo.
Pero el rechazo de los «derechos del hombre» fran­
ceses planteaba otra cuestión que Burke tuvo que
abordar: ¿puede el pueblo, cuyo consentimiento debe
ser entendido como autorizador de la sociedad civil y
del esquema existente de gobierno, reclamar su dere­
cho original a establecer cualquier forma de gobierno
que le plazca? Esto condujo a Burke a otra argumenta­
ción circular. Tendría derecho a hacerlo sólo si estu­
viera constituido como un pueblo, no como un mero
agregado de individuos. Y sólo puede ser considerado
como «un pueblo» si ya ha aceptado un orden jerár­
quico:
En un estado de tosca naturaleza no hay nada semejante a
un pueblo. Un número de hombres por sí solos no tienen
Burke 71

carácter colectivo. La idea de un pueblo es la idea de una


corporación. Es totalmente artificial, y es creada, como todas
las otras ficciones legales, por común acuerdo... Cuando los
hombres, pues, rompen el pacto o acuerdo original que le da
su forma corporativa y su condición de Estado, ya no son un
pueblo... Son un número de individuos vagamente vincula­
dos, y nada más. (A 6.210-11.)
Para permitir a los hombres actuar con el peso y el carácter
de un pueblo, y para alcanzar los fines para los que han
adquirido esta condición, debemos suponer que están (por
medios inmediatos o indirectos) en ese estado de disciplina
social habitual en el que los más sabios, los más expertos y
los más opulentos dirigen, y al dirigir ilustran y protegen a
los más débiles, a los que saben menos y a los menos provis­
tos de los bienes de fortuna. Cuando la multitud no está bajo
esta disciplina, no puede decirse que está en una sociedad
civil. (A 6.216.)
Este concepto de la sociedad civil y del «pueblo»
excluye los «derechos del hombre» franceses:
Los pretendidos derechas del hombre... no pueden ser los
derechos del pueblo. Pues ser un pueblo y tener esos dere­
chos son cosas incompatibles. Lo primero supone la presencia
de un estado de sociedad civil, lo segundo su ausencia. (A
6.234.)
Burlee estaba muy dispuesto a concebir la sociedad
civil como un contrato, pero de un género muy ex­
traño: era un contrato entre tres conjuntos de perso­
nas, dos de los cuales eran inexistentes.
La sociedad es, en verdad, un contrato. Los contratos se­
cundarios para objetivos de intereses meramente ocasionales
pueden ser anulados a voluntad, pero el Estado no debe ser
considerado como nada mejor que un acuerdo de asociación
para el comercio de pimienta y café, calicó o tabaco o algún
otro asunto de escasa importancia, establecido por un pe­
queño interés temporal y que puede ser disuelto por el capri­
cho de las partes. Debe ser considerado con reverencia; por­
que no es una asociación en cosas subordinadas sólo a la
grosera existencia animal de una naturaleza temporal y pere­
cedera. Es una asociación en ttxla ciencia; una asociación en
~*2 C. B. Macpherson
todo arte; una asociación en tcxla virtud y en toda perfección.
Como los fines de tal asociación no pueden alcanzarse en
muchas generaciones, se convierte en una asociación no sólo
entre los vivos, sino también entre los vivos, los muertos y
los que aún están por nacer. Cada contrato de cada Estado
particular sólo es una cláusula del gran contrato primitivo de
la sociedad eterna, que vincula las naturalezas inferiores con
las superiores, conecta el mundo visible con el invisible, de
acuerdo con un contrato fijo, sancionado por el juramento
inviolable que mantiene a todas las naturalezas físicas y mora­
les, cada una en su lugar designado. Esta ley no está sujeta a
la voluntad de aquellos quienes, por una obligación por en­
cima de ellos, e infinitamente superior, deben someter su
voluntad a esa ley. Las corporaciones municipales de ese
reino universal no están moralmente en libertad, según su
gusto, y por sus especulaciones sobre una mejora contin­
gente, de separarse totalmente y romper los lazos de su co­
munidad subordinada, y disolverla en un caos insocial, incivil
e inconexo de principios elementales. (R 194-5.)
Aquí, nuevamente, el escape de Burke a la retórica
reemplaza a una discusión razonada. Plantea en una
oración una cuestión descuidada en gran medida por
los racionalistas del siglo XV1U: ¿qué obligaciones te­
nemos frente a las generaciones futuras? ¿Cómo equi­
libraremos nuestros derechos con los suyos? Esta es
una cuestión que está en primer plano a fines del siglo
XX, pues estamos adquiriendo conciencia del usó im­
prudente de recursos naturales no renovables, y de
nuestro descuido igualmente imprudente de las inevi­
tables consecuencias de nuestro recurso nuevo, la
energía nuclear. Burke no pudo haber previsto nues­
tros apuros actuales, pero hubiera sido de esperar al­
gún examen del principio general; en cambio, se nos
ofrece «el gran contrato primitivo de la sociedad
eterna» y todo lo demás. En la medida en que la retó­
rica encierre algún análisis, puede decirse que hace re­
troceder la cuestión en lugar de hacerla avanzar. La
preocupación de Burke es que los viejos derechos no
sean negados o eliminados, sino que sean mantenidos
para disfrute de las generaciones actuales y futuras.
Esto no nos lleva más allá de la defensa que ya hemos
Burke 73

visto de los derechos prescriptivos y heredados: no


toca la cuestión del contenido de esos derechos.
El concepto de Burke de la sociedad civil lleva direc­
tamente a su teoría de la representación. En primer
lugar, la regla de la mayoría simple no tiene ningún
valor:
Fuera de la sociedad civil, la naturaleza no sabe nada de
ella; ni los hombres se ven llevados a someterse a ella de otro
modo que por un larguísimo entrenamiento, ni siquiera
cuando viven según el orden civil... Este modo de deci­
sión...debe ser el resultado de una convención muy particular
y especial, confirmada luego por largos hábitos de obedien­
cia, por una especie de disciplina en sociedad, y por una
mano fuerte, investida de un poder inmutable y permanente,
para imponer esta suerte de voluntad general constructiva.
(A 6.212-3.)
Burke pasa a señalar que algunos Estados contempo­
ráneos exigen, para convalidar algunos de sus actos,
una proporción de voces mayor que una mayoría sim­
ple, y para otros actos menor que ésta. Es totalmente
una cuestión de convención, no de derecho natural, y
sólo puede ser decidida por un pueblo disciplinado:
...entrando en pormenores, es igualmente claro que ni en
Francia ni en Inglaterra el pacto original, o cualquier pacto
posrerior, del Estado, expreso o implícito, ha constituido///i*
mayoría de los hombres, en número, que fuese la gente activa de
sus diversas comunidades. (A 6.215-6.)
No sólo no había allí ninguna defensa del pacto o la
convención para la regla de la mayoría, sino que la
presunción era contra ella hasta por razones utilitarias
generales: porque los más no siempre saben cuál es su
propio interés. «La voluntad de los más y su interés
muy a menudo difieren.» (R 141.)
¿Cómo, pues, debe ser representado el interés gene­
ral? Lo primero en lo que Burke insistía era en que la
gran propiedad debía estar representada fuera de toda
proporción con respecto al número de los poseedores.
74 C. B. Macpheison
No hay representación justa y adecuada de un Estado si no
representa su capacidad tanto como su propiedad. Pero como
la capacidad es un principio vigoroso y activo, y la propiedad ¡
es floja, inerte y tímida, nunca puede ésta hallarse segura de
las invasiones de la capacidad a menos que sea predominante,
fuera de toda proporción, en la representación. Debe esrar
representada también en grandes masas de acumulación, o no
estará adecuadamente protegida. La esencial característica de
la propiedad, formada por los principios combinados de su
adquisición y conservación, es ser desigual. Por ello, las gran­
des cantidades, que despiertan la envidia y tientan a la rapa­
cidad, deben ser puestas fuera de la posibilidad de peligro.
Luego, ellas forman una muralla natural alrededor de las pro­
piedades menores, en todas sus gradaciones.
...El saqueo de lo menos daría, en verdad, una parte incon­
cebiblemente pequeña en la distribución a los más. Pero los
más no son capaces de hacer este cálculo... (R 140)
Este principio era perfectamente coherente con la
defensa de Burke del gobierno de una «aristocracia;
natural», pues los miembros de tal cuerpo, que Burke-
se niega a considerar como una clase —«una verdadera.'
aristocracia natural no constituye un grupo de intereses
separado en el Estado o separable de éste»—, tenían
que ser personas de grandes propiedades. Formaban tal
cuerpo principalmente la nobleza y la pequeña aristo­
cracia, que eran personas desocupadas, cultas y estaban
educadas en el espíritu de noblesse obitge, pero incluía
también a hombres de leyes, de las ciencias y de las
artes, y a «ricos negociantes, de quienes se presume,
por su éxito, que tienen una inteligencia aguda y vigo­
rosa, y que poseen las virtudes de la diligencia, el or­
den, la constancia y la regularidad, y que han prestado
una consideración habitual a la justicia conmutativa»
(A 6.218). Todos ellos deben asumir «la conducción, la
guía y el gobierno» de la sociedad, tratarlos meramente
como otras tantas unidades «es una horrible usurpa­
ción» (A 6.218-9).
Toda la clase capacitada para tener el derecho de
voto no era mucho más grande. Burke hizo un cálculo
aproximado de sus dimensiones:
Burke 75

Calculo que en Inglaterra y Escocia los hombres de edad


adulta, pero no en el ocaso de su vida, que disponen del ocio
necesario para tales discusiones y de algún medio de infor­
mación, más o menos, y con independencia de juicio tal vez
asciendan a unos cuatro mil (aproximadamente). Existe un
representante natural del pueblo. Este cuerpo es ese repre­
sentante; y de este cuerpo, más que de los votantes legales,
depende el representante artificial. Este es el público britá­
nico; y es un público muy numeroso. El resto, cuando es
débil, es objeto de protección; cuando es fuerte, el instru­
mento de la fuerza. (RP1 8.140-41.)
Este «público» se corresponde bastante bien con el
electorado existente:
...nuestra representación ha sido hallada perfectamente ade­
cuada a todos los fines para los que cabe desear o idear una
representación. Desafío a los enemigos de nuestra constitu­
ción a que demuestren lo contrario. (R 146.)
Hay una o dos discrepancias evidentes en el trata­
miento de Burke de la representación, pero no son de
importancia. En las Reflexiones censura a los franceses
por haber abandonado «los elementos de una constitu­
ción casi tan buena como lo que se podría desear».
En vuestros viejos estados...tenéis toda esta combinación y
toda esta oposición de intereses, tenéis esa acción y oposición
que, en el mundo natural y en el político, crea la armonía del
universo a partir de la lucha entre poderes discordantes. Es­
tos intereses opuestos y en conflicto que considerasteis un
defecto ran grande en vuestra antigua constitución y en la
actual interponen un freno saludable a todas las resoluciones
precipitadas. Hacen de la deliberación un asunto, no de elec­
ción. sino de necesidad; hacen de todo cambio un objeto de
compromiso, que naturalmente genera la moderación... (R
122. )

Este elogio de una constitución que contrapone los


intereses opuestos de diferentes órdenes o clases no se
compagina bien con su defensa de la «representación
verdadera», la cual supone que no hay ninguna dife­
rencia de intereses de clase:
76 C. B. Macpherson

La representación verdadera es aquella en la que hay una


comunión de intereses y una simpatía en los sentimientos y
deseos entre aquellos que actúan en nombre de cualquier
género de personas y las personas en cuyo nombre actúan
Esta es la representación verdadera. Pienso que tal represen­
tación es, en muchos casos, aún mejor que la real. Posee la
mayoría de sus ventajas y está exenta de muchos de sus in­
convenientes... (HL 6.360.)
Esto fue escrito en 1792. En 1796 Burke admitió
que los ingleses eran un pueblo dividido, pero no con­
sideró esto como una división en clases: era una divi­
sión entre los miembros de la clase dominante que ha­
bían sido engañados por los jacobinos y los que no
habían sido engañados pero estaban de tal modo incli­
nados a la paz que no apoyarían la exigencia de Burke
de una guerra total contra Francia (RPI 8.140-43)
Burke era consecuente hasta el fin: las personas nunca
están divididas excepto cuando algunas de ellas están
equivocadas. La defensa de la representación verdadera
frente a la representación real de los más quedó in­
tacta.
En verdad, hasta su recomendación de enfrentar
constitucionalmente los poderes discordantes la hace
con el argumento de que esto engendra una armonía
natural: «en el mundo natural y en el político... la lucha
entre poderes discordantes crea la armonía del uni­
verso» (R 122). Burke vio en el universo una armonía
subyacente a los movimientos opuestos y la ha trasla­
dado al mundo real como un principio constitucional.
¿Cómo llegó a esta visión armoniosa del Universo?
Evidentemente, tiene mucho en común con el con­
cepto medieval cristiano de derecho natural, de manera
que es plausible atribuir su posición, como ha hecho
una escuela de sus intérpretes, a su aceptación de, y su
reiterada insistencia en, el derecho natural cristiano.
Pero apoyar la explicación en esto equivale a pasar por
alto el hecho de que Burke había dado un contenido
muy diferente a su derecho natural. Se trata de un
contenido social y económico, que sólo puede haber
Burke 77

derivado de su concepción de la sociedad contemporá­


nea. Para ver esto, debemos volver a la economía polí­
tica de Burke.
I

i
5. El economista político burgués
!
II

I
;

Lit
Ya hemos señalado que Burke fue un asiduo estu­
dioso de los asuntos económicos y la política comercial
desde los comienzos de su carrera política. Conside­
raba que esto formaba parte de su deber como miem­
bro del Parlamento, y hay muchas pruebas de su labo­
riosidad a este respecto, particularmente su detallado
análisis económico de las Observaciones (1769). El
mismo se recomendó a su electorado de Bristol, en el
decenio de 1770, en parte sobre la base de su conoci­
miento de los principios comerciales. Su defensa de
una política más indulgente con las colonias americanas
y con Irlanda, y su ataque sostenido contra la Compa­
ñía de las Indias Orientales, tenían un fundamento si­
milar. Después de dejar el Parlamento, se jactaba de
todo lo que había hecho «en el campo de la economía
política» como miembro del Parlamento y aún antes,
afirmando que la pensión que se le había otorgado
después de su retiro estaba justificada aunque se le
considerase «sólo como un economista»:
82 C. B. Macpherson
Si no la hubiese juzgado de algún valor, no habría hecho a
la economía política objeto de mis humildes estudios, desde
mi muy temprana juventud hasta casi el final de mis servicios
en el Parlamento, aún antes (al menos, según mi conoci­
miento) de que hubiese atraído la atención de los pensadores
de otras partes de Europa. Por entonces, aún estaba en su
infancia en Inglaterra, donde había nacido en el siglo pasado.
Hombres grandes y sabios pensaron que mis estudios no eran
totalmente de despreciar, y se dignaron comunicarse con­
migo, ahora y entonces, sobre algunos puntos de sus obras
inmortales. Partes de esos estudios pueden aparecer inciden-
ralmente en algunos de los primeros escritos que publiqué.
La Cámara ha sido testigo de su influencia, y los ha aprove­
chado más o menos durante más de veintiocho años. (NL
8.27.)
Ya hemos señalado, también, que Burke no sólo te­
nía la limitada habilidad de un analista de la política
económica, sino asimismo cierta comprensión de los
amplios principios de la economía política, de la impor­
tancia subyacente de las relaciones económicas de clase
(como en la Vindicación y en el Opúsculo sobre las Leyes
del Papismo) y de cómo las relaciones mercantiles ha­
bían penetrado en las relaciones sociales y políticas
(como en La Reforma Económica). Pero sólo después de
que la amenaza de la Revolución Francesa le obligó a
embarcarse en una teoría más general se permitió
Burke hacer algo similar a una formulación plena de
sus supuestos sobre economía política. La más com­
pleta formulación de ellos, los Pensamientos y Detalles
sobre la Escasez (1795), fue una respuesta a la amenaza
adicional al orden establecido que percibió interna­
mente, pero remitió esta amenaza a los mismos falsos
principios que veía subyacentes en la política revolu­
cionaria francesa.
La nueva amenaza era el espectro de Speenhamland.
Los jueces de paz de Speetihamland, Berkshire, no le­
jos de la propiedad de seiscientos acres de Burke, en el
condado contiguo de Buckinghamshire, habían puesto
en práctica ese año un sistema de pagos a los trabajado­
res que aumentaban sus salarios, en una escala relacio­
Burke 83

nada con el tamaño de la familia del trabajador y el


coste del pan. Lo habían hecho en respuesta a la aguda
miseria de los trabajadores, cuyos salarios estaban a la
sazón por debajo del nivel de subsistencia. Burke te­
mía que el gobierno hiciera de esto una política nacio­
nal, y escribió para urgirlo a que no lo hiciese. Una
acción semejante, sostenía, sería inútil y perjudicial:
secaría totalmente las fuentes de la empresa, lo cual
haría empeorar la situación de los trabajadores; y ello
porque sería una interferencia antinatural e impía con­
tra las leyes del mercado y un impuesto arbitrario so­
bre la propiedad (S 7.380). Podía ser considerada como
un alivio efectivo de la situación de los pobres sólo por
hombres ignorantes u olvidados de las leyes de la eco­
nomía política. Burke escribía para hacer conocer o
recordar tales leyes a esos hombres, y la conexión ne­
cesaria de esas leyes con la defensa de la propiedad y,
por ende, de la civilización. El argumento se basa en
los mismos supuestos económicos que los de las Refle­
xiones, de cinco años antes, y de La Paz Regicida, de
uno o dos años antes.
Para comprender cuán importantes eran para la teo­
ría política de Burke sus supuestos burgueses sobre el
orden económico real y el deseable, debemos primero
considerar su evidente predilección por una economía
de mercado libremente competitiva, y luego su su­
puesto fundamental, que es observado con menos fre­
cuencia: el de que el mercado cuya naturalidad, necesi­
dad y justicia él celebra era específicamente un mer­
cado capitalista.
La preferencia de Burke en materia de política co­
mercial era siempre el libre comercio, excepto cuando
consideraciones diplomáticas y estratégicas exigían
cierta atenuación de ese principio, como pensaba que
era el caso de las Leyes de Navegación inglesas. El
comercio internacional podía ser, y, cuando era factible
y deseable, debía ser, un instrumento de la guerra eco­
nómica. Los tratados comerciales, como el concertado
con Francia en 1787, no debían hacerse por motivos a
corto plazo, como el obtener ventajas económicas in­
84 C. B. Macpherson
mediatas, sino por sus probables efectos a largo plazo
en el debilitamiento o el fortalecimiento de una nación
rival. La posición de Burke en este punto, a la que
llegó de manera independiente, coincidía con la salve­
dad de Adam Smith sobre el laissez-faire: la defensa es
más importante que la opulencia.
Pero sobre las virtudes del laissez-faire internamente
Burke no abrigaba ninguna duda. Una economía de
mercado competitiva y auto-regulada era el ideal. Era
el sistema más eficiente de producción. Era el sistema
más equitativo de distribución del producto total. Y
hasta era de mandato divino, lo que hacía de ella algo
necesario y equitativo.
El sistema que Burke consideraba como natural y
necesario, y ai que elogiaba por ser eficiente y equita­
tivo, no era una simple economía de mercado en la que
pequeños productores independientes —campesinos y
artesanos— intercambiaban sus productos para su mu­
tua ventaja. Era una economía específicamente capita­
lista. El motor del sistema era el deseo de acumulación.
El mecanismo era el empleo del trabajo asalariado por
el capital, para proporcionar un beneficio al capitalista.
Era este sistema el que Burke consideraba natural, ne­
cesario y equitativo. La prueba de esto es clara, aunque
los admiradores de Burke a menudo no la señalan ni le
dan mucha importancia. Sólo después de haberla exa­
minado estaremos en condiciones de apreciar su ex­
traordinaria realización teórica.
El deseo de acumular, que Burke admitía como na­
tural, al menos en aquellos que ya tenían algún capital,
era la fuente de la prosperidad de todo Estado:
Debe permitirse a los hombres adinerados hacer valer su
dinero; si no lo hiciesen, no podrían ser adinerados. Este
deseo de acumulación es un principio sin el cual no podrían
existir Jos medios de su servicio al Estado. El afán de lucro,
aunque a veces es llevado hasta un extremo ridículo, y otras
veces aun extremo vicioso, es la gran causa de la prosperidad
de todos los Estados. Este principio natural, razonable, pode­
roso y prolífico... el estadista debe emplearlo ral como es,
con todas sus excelencias concomitantes, con todas sus im­
Burke 8*>

perfecciones evidentes. Su papel, en este caso, como en to-


dos los otros casos en que hace uso de las energías generales
de la naturaleza, es tomarlas tales como son. (RP3 8.354.)
La avaricia no importa: cuanto más avaro es el em­
pleador, tanto más debe cuidar de sus trabajadores:
Pero, ¿y si el granjero es demasiado avaricioso? Pues bien,
tanto mejor; cuanto más desee aumentar sus ganancias, tanto
más interesado estará en la buena situación de aquellos de
cuyo trabajo dependen principalmente sus ganancias. (S
7.385.)
Burke no cambió de posición en los treinta años
transcurridos desde su primera descripción de la avari
cia como encomiable porque conduce a la acumulación
de capital y a la riqueza de la nación (P 9.387), descrip­
ción que ya hemos citado, en el Capítulo 3, pág. 26
[ 21 ).
Burke daba por evidente que los ingresos de los
capitalistas provienen de la plusvalía creada por los
productores reales, y consideraba esto beneficioso para
la comunidad, siempre que la plusvalía fuese llevada de
vuelta a la producción. Al hablar, como hacía a me­
nudo, de los capitalistas terratenientes (la clase de capi­
talistas que mejor conocía, pues él mismo era uno de
ellos, pero no actuaba de modo diferente de cualquier
otro), escribió:
En toda comunidad próspera, se produce algo más que lo
destinado al sustento inmediato del productor. Este exce­
dente constituye la renta del capitalista terrateniente. Será
gastado por un propietario que no trabaja. Pero este ocio es
en sí mismo la fuente del trabajo; es el acicate de la industria.
La única preocupación del Estado es que el capital tomado en
alquiler de la tierra sea devuelto a la industria de la que
proviene... (R 270.)
Para él era claro que el rico vivía del trabajo del
pobre, pero sostenía que esto no constituía una razón
para redistribuir la riqueza, por dos razones. En primer
lugar, una redistribución al por mayor daría a cada po­
86 C. B. Macpherson
bre una cantidad insignificante. Pero más importante es
que secaría tas fuentes de la riqueza.
...todas las clases y cipos de ricos...son los pensionados de los
pobres, y son mantenidos por el exceso de éstos. Se hallan
bajo una absoluta, hereditaria e irrevocable dependencia de
aquellos que trabajan y son llamados erróneamente los po­
bres.
Los trabajadores sólo son pobres porque son numerosos.
La cantidad, en su especie, implica miseria. En una distribu­
ción justa entre una gran multitud, nadie puede tener mucho.
La clase de los pensionados dependientes llamados los ricos
es tan extremadamente pequeña que, si se les cortase la gar­
ganta a todos y se hicise una distribución de todo lo que
consumen en un año, no daría ni un trozo de pan y de queso
para la cena de una sola noche a aquellos que trabajan, y que
en realidad alimentan a los pensionados y a sí mismos.
Pero no se debe cortar la garganta de los ricos ni saquear
sus almacenes, porque ellos son los que administran para
aquellos que trabajan y sus tesoros son los bancos de estos
últimos... (S 7.376-7.)
Burke no tiene ninguna paciencia con la charla de
moda sobre «los pobres trabajadores» ni con los planes
de beneficencia para los pobres sanos:
Hasta ahora, el nombre de pobres (en el sentido en que se
usa para provocar la compasión) no ha sido usado para aque­
llos que pueden trabajar, sino para los que no pueden traba­
jar: para los enfermos e inválidos; para los niños huérfanos;
para los ancianos languidecientes y decrépitos. Pero cuando
fingimos compadecer como pobres a aquellos que deben tra­
bajar porque de lo contrario el mundo no existiría, hablamos
frívolamente de la condición de la humanidad. (RP3 8.368.)
No solamente los pobres sanos deben trabajar para
mantener el mundo en funcionamiento, sino que ade­
más deben hacerlo en condición de asalariados que
venden su capacidad de trabajo como una mercancía
por un salario que determinan las fuerzas impersonales
del mercado. Esto era necesario porque constituía la
fuente del beneficio que engendraba el capital que
Burke 87

mantenía funcionando el mundo. En opinión de Burlce,


como ahora veremos, la relación salarial no sólo era
necesaria, sino también natural, y por ende equitativa.
Burke no siempre distinguía entre el capitalista
como persona que recibe un interés o un alquiler y el
capitalista como empresario que asume un riesgo, pero
tenía claro que el motor principal de todo el sistema
productivo era el beneficio obtenido mediante el em­
pleo de trabajo asalariado, que debe ser considerado
sencillamente como una mercancía del mercado:
El trabajo es una mercancía como cualquier otra, y sube o
baja de acuerdo con la demanda. Esto está en la naturaleza de
las cosas... (S 7.379.)
La demanda depende de la capacidad del empleador
para obtener un beneficio mediante el empleo de tra­
bajo asalariado:
Hay un contrato implícito, mucho más fuerte que cual­
quier documento o forma de acuerdo, entre el trabajador de
cualquier oficio y su empleador: que el trabajo... será sufi­
ciente para pagar al empleador un beneficio sobre su capital y
una compensación por su riesgo. (S 7.380.)
Los salarios, por la naturaleza de las cosas, deben
depender de la oferta y la demanda en el mercado.
Puesto que el trabajo es una mercancía, «y como tal un
artículo de comercio»,
el trabajo debe estar sometido a todas las leyes y principios
del comercio, y no a regulaciones ajenas a éstos y que pue­
den ser totalmente incompatibles con esos principios y esas
leyes. Cuando se lleva una mercancía al mercado, no es la
necesidad del vendedor, sino la del comprador, la que eleva
el precio. La extrema necesidad del vendedor tiene más bien
(por la naturaleza de las cosas, con la que lucharemos en
vano) el efecto directamente contrario... La imposibilidad de
subsistencia de un hombre que lleva su capacidad de trabajo
a un mercado es totalmente ajena a la cuestión... La única
cuestión es: ¿qué vale para el comprador? (S 7.386.)
88 C. B. Macpherson
El mercado de trabajo es como cualquier otro mer­
cado de mercancías; está gobernado por leyes natura­
les que el Estado no puede contravenir. Si el Estado
trata de elevar los salarios por encima del nivel del
mercado, no es de ninguna ayuda para el asalariado:
Si las autoridades elevan el precio de una mercancía por
encima del beneficio que le rendirá al comprador, esa mer­
cancía será con la que menos se comercie. Si... se hace el
intento de forzar la compra de la mercancía (del trabajo, por
ejemplo), ocurrirá una de estas dos cosas: o bien el compra­
dor forzado se arruina, o bien el precio del producto del
trabajo se eleva en esa proporción. Entonces la rueda sigue
girando, y el mal lamentado cae con mayor peso sobre el
lamentador. (S 7.387.)
Burke afirmaba que a los asalariados no les había ido
demasiado mal en Inglaterra, en los años recientes, y
respaldaba su afirmación con pruebas de primera mano
tomadas de su propia observación:
Si la felicidad del hombre animal (que, ciertamente, tiende
a la felicidad del hombre racional) es objeto de nuestra esti­
mación, entonces afirmo sin la menor vacilación que la situa­
ción de los trabajadores (de toda clase de trabajos y de todas
las jerarquías de trabajo, desde las más elevadas hasta las más
bajas inclusive), en conjunto, ha mejorado enormemente, si
es una medida de la mejora el recibir más y mejores alimen­
tos. (S 7.378.)
Luego entraba en considerables detalles sobre los
destinos de varios sectores de la clase asalariada que él
conocía directamente, o sea, los asalariados agrícolas, o
«trabajadores de la agricultura» (S. 71388-90): todos
ellos estaban bastante bien.
Pero el principio en el que más insistía, en aquellos
años en que el mercado no favorecía a los asalariados,
hasta el punto de que los salarios estaban por debajo
del nivel de subsistencia, era el de que el Estado no
debía intervenir:
Pero, ,;quc sucede si el precio de contratación del trabaja­
Burke 89

dor está por debajo del nivel de subsistencia necesario, y la


calamidad de los tiempos es tan grande que surge la amenaza
del hambre? ¿Debe abandonarse al pobre trabajador al duro
corazón y la garra del egoísmo mezquino, apoyado por la
espada de la ley, especialmente cuando hay razones para su­
poner que la avaricia de los granjeros se ha sumado a los
errores del gobierno para llevar el hambre al país?
En este caso, mi opinión es la siguiente. Cuando un hom­
bre no puede reclamar nada de acuerdo con las reglas del
comercio y los principios de la justicia, sale de este ámbito y
pasa a la jurisdicción de la misericordia. En este campo, el
magistrado no tiene absolutamente nada que hacer: su inter­
ferencia es una violación de la propiedad, que es su obliga­
ción proteger. (S 7.390-1.)
La regulación estatal de salarios o la intervención en
el mercado de trabajo, pues, no sólo era inútil, sino
también injusta. Eran «las reglas del comercio» las que
constituían «los principios de la justicia». La justicia
distributiva de Burke, como la de Hobbes un siglo y
medio antes, era la justicia del mercado. Burke plantea
el mismo punto categóricamente y lo remite a la obser­
vación común:
Nadie, creo, ha observado con alguna reflexión lo que es el
mercado sin quedar asombrado ante la verdad, la corrección,
la celeridad y la equidad general con que se establece el
equilibrio de necesidades. (S 7.398.)
Burke se explaya sobre esta idea de la necesidad, y
por ende la equidad, del mercado capitalista con ex­
traordinaria extensión. Sabía que este orden condenaba
a muchos de los trabajadores a una existencia subhu­
mana, pero esto debía aceptarse en interés de «la gran
rueda de la circulación», como se muestra en su refe­
rencia a los que trabajan
desde el alba hasta el anochecer en las innumerables ocupa­
ciones serviles, degradantes, indecorosas y a menudo total­
mente insalubres y pestíferas, a las que la economía social
condena inevitablemente a muchos desdichados. Si no fuera
en general pernicioso perturbar el curso natural de las cosas y
90 C. B. Macpherson
obstaculizar, en cualquier grado, la gran rueda de la circula­
ción que es hecha girar por el trabajo extrañamente impuesto
de estos infelices, me sentiría infinitamente más inclinado a
liberarlos por la fuerza de su miserable labor... Estoy seguro
de que ninguna consideración, excepto la necesidad de some­
terse al yugo del lujo y el despotismo de la fantasía, que en
su propio modo imperioso distribuirá el producto excedente
del suelo, puede justificar la tolerancia de tales oficios y em­
pleos en un Estado bien regulado. (R 271.)
Pero tal ordenamiento debía ser tolerado: sus vícti­
mas no podían ser rescatadas de «el curso natural de las
cosas».
Sin embargo, Burke, en general, tenía una visión
más optimista de la situación del asalariado, en parte
por las razones empíricas que ya hemos señalado, pero
fundamentalmente por su visión providencialista del
Universo. Si las cosas eran duras para el trabajador,
como a veces sucedía, esto era simplemente un inci­
dente temporal en el funcionamiento de un orden na­
tural divinamente establecido. Es el deber de los go­
biernos y de todos los hombres reflexivos
resistirse valientemente a la misma idea, especulativa o prác­
tica, de que está dentro de la competencia del gobierno,
como tal, o aun de los ricos, como tales, proporcionar a los
pobres las cosas necesarias que la Divina Providencia ha que­
rido negarles por un momento. Nosotros debemos darnos
cuenta de que no es violando las leyes del comercio, que son
las leyes de la naturaleza y, por ende, las leyes de Dios, como
podemos esperar atenuar el disgusto Divino para eliminar
cualquier calamidad que suframos o que nos amenace. (S
7.404.)
Cualquiera que sea el juicio que nos merezca la teo­
logía de Burke, no es necesario dudar de su certidum­
bre de que las leyes del mercado son de mandato di­
vino. Tampoco es necesario dudar de que su economía
política era la causa de que no hallase dificultad en
aceptar este ordenamiento ni en recomendarlo a sus
lectores. El supuesto central de su economía política es
notablemente similar a la «mano invisible» de Adam
Jurke 9 1

>mith, aunque el supuesto de Burke es más presuntuo-


amente teológico:
1 benigno y sabio Señor de todas las cosas...obliga a los
lombres, quiéranlo o no, a tratar de alcanzar sus propios
ntereses egoístas, para vincular el bien general con su propio
■ xito individual. (S 7.384-5).
El orden natural es armonioso:
ólo la malignidad, la perversidad y las pasiones malgoberna-
las de la humanidad, y en particular la envidia mutua que
ienten los hombres por su prosperidad, les impide verlo y
econocerlo... (S 7.384.)
La conclusión inmediata de esto, por supuesto, era
jue el Estado no debe intervenir en el mercado, sobre
odo, no debe intervenir en el mercado de salarios:
Que el gobierno proteja y estimule la laboriosidad, asegure
a propiedad, reprima la violencia y castigue el fraude; es
odo lo que tiene que hacer. En otros aspectos, cuando me-
íos intervenga, tanto mejor. El resto está en las manos de
íuestro Señor que también es el suyo (RP3 8.367.)
El paradigma de Burke era la relación entre el gran­
ero empleador y el trabajador agrícola. Veía esta rela­
jón como una curiosa mezcla de contrato libre y esta­
sis consuetudinario, y esto nos lleva al centro de su
fisión del universo social. Los intereses del granjero
empleador y los del trabajador eran idénticos: sus con-
rratos no pueden ser onerosos para ninguno de ellos,
3Ues si lo fueran, no se harían contratos:
...en el caso del granjero y el trabajador, sus intereses son
siempre los mismos, y es absolutamente imposible que sus
contratos libres sean onerosos para cualquiera de las partes.
Está en el interés del granjero que su trabajo sea hecho con
efectividad y celeridad: y esto no puede suceder a menos que
el trabajador esté bien alimentado y se satisfagan otras nece­
sidades de la vida animal, de acuerdo con sus hábitos, para
92 C. B. Macpherson
mantener toda la fuerza de su cuerpo, así como la alegría y
animación de su espíritu. (S 7.383.)
Pero esta identidad de intereses operaba sólo porque
la relación salarial formaba parte de una cadena natural
de subordinación que, para Burke, siguiendo a sus
amados autores antiguos, se extendía desde el granjero
empleador, a través de sus empleados humanos, hasta
su ganado y finalmente a sus arados y palas:
..de todos los instrumentos de su oficio [el del granjero], el
trabajo del hombre (lo que los autores antiguos llamaban el
imtrumantum votale) es aquel en el que más debe basarse para
obtener el beneficio de su capital. Los otros dos, el semivocale
en la clasificación antigua, esto es, el ganado que trabaja, y el
imtrumenium mutum, como los carros, arados, palas, etcétera,
aunque no son en modo alguno desdeñables en si mismos,
son muy inferiores en utilidad o en coste: sin una proporción
determinada del primero, no son nada. Pues en todas las
cosas, el espíritu es lo más valioso y lo más importante; y en
esta escala, toda la agricultura está en un orden natural y
justo; el animal es como un principio inspirador para el arado
y el carro; el trabajador es como la razón para el animal; y el
granjero es como un principio reflexivo y conductor para el
trabajador. Todo intento de romper esta cadena de subordi­
nación en cualquier parte es igualmente absurdo... (S 7.383-
4.)

El mutuo beneficio del granjero y el trabajador de­


penden de la aceptación por ellos de esta cadena natu­
ral y justa de subordinación.
Este sólo es un caso particular de una regla más ge­
neral que Burke había establecido en las Reflexiones,
regla que es el núcleo de su economía política. Ha­
blando allí de la necesidad de la acumulación del capi­
tal, que, como hemos visto, era el punto de partida de
su economía política, escribía:
Para poder servir, la gente, sin ser servil, debe ser tratable
y dócil. El magistrado debe recibir sus reverencias, y las leyes
su autoridad. La mayoría de la gente no debe hallar los prin-
Burke 93

ripios de subordinación naturaJ desarraigados de su mente


por artificio. Deben respetar la propiedad que no pueden
compartir. Deben trabajar para obtener lo que puede obte­
nerse mediante el trabajo; y cuando descubren, como ocurre
comúnmente, que el éxito no es proporcional al esfuerzo, se
les debe enseñar a hallar consuelo en las proporciones finales
de la justicia eterna. Quienquiera que los prive de este con­
suelo, desvitaliza su laboriosidad y ataca a la fuente de toda
adquisición y de toda conservación. Quien esto hace es el
cruel opresor... (R 372.)
Este es el punto decisivo de la economía política de
Burke. La acumulación es esencial. Sólo es posible si la
gran mayoría de la gente acepta una subordinación que
generalmente le perjudica. Esta subordinación es natu­
raJ y consuetudinaria: la gente común la aceptará si no
se la seduce por artificio. Es correcto que la acepte,
pues está en armonía con «las proporciones finales de
la justicia eterna». El artificio seductor que Burke te­
mía, por supuesto, era la propaganda igualitaria de los
revolucionarios franceses y sus adeptos ingleses, que
desharían toda la trama del orden social natural, con­
suetudinario y justo de la subordinación de los rangos.
Todo el mundo sabe que Burke fue siempre un de­
fensor de un orden social heredado de subordinación
de los rangos. Lo que no se ha advertido, en general, es
que el orden tradicional que él defendía no era un
orden jerárquico cualquiera, sino un orden jerárquico
capitalista. Su argumentación contra los principios
franceses era la misma que su argumentación contra el
principio de Speenhamland: unos y otros destruirían a
la sociedad tradicional al destruir la condición necesaria
de la acumulación capitalista, es decir, la existencia de
una clase asalariada sumisa.
El argumento de que la relación salarial es equitativa
es muy claro y se le puede basar, como hizo Burke, en
el utilitarismo o en el derecho natural. El argumento
utilitarista discurre así: la continua acumulación de ca­
pital es un requisito de la civilización; la acumulación
(en cualquier sociedad que no sea una sociedad escla­
vista o servil, que es inaceptable) exige una fuerza de
94 C. B. Macpherson
trabajo asalariada cuyo salario deje un beneficio al capi­
tal que la emplea; esto puede lograrse si, y sólo si, se
deja la determinación de los salarios a las fuerzas im­
personales del mercado, de la oferta y la demanda;
estas fuerzas del mercado, al ser impersonales, no son
arbitrarias ni se basan en la fuerza física, y por lo tanto
son equitativas; por consiguiente, lo que se debe y
puede, en buena conciencia, sostener es el orden capi­
talista, pese a las penurias que a veces inflige a los
trabajadores pobres.
Sobre la base del derecho natural el argumento es
más corto pero menos sólido: lo que está divinamente
establecido debe ser equitativo; la relación trabajo
asalariado/capital forma parte del orden natural divi­
namente establecido, por lo tanto, es equitativa. Aquí,
la premisa menor, la de que el orden capitalista forma
parte del orden divino y natural, no es evidente: en
verdad, al menos hasta fines del siglo XVI la mayoría de
los autores y predicadores la habrían considerado ab­
surda. Pero Burke necesitaba el derecho natural y el
divino porque no sólo tenía que demostrar que el or­
den capitalista era justo, sino también que era natural­
mente aceptable para la clase obrera. Toda la estructura
de la sociedad, insistía Burke, depende de la sumisión
de esa clase. Y juzgaba que seguiría siendo sumisa si se
la protegía de los principios de los «derechos del hom­
bre» mediante una barrera de principios de derecho
natural y cristiano.
Burke fue más astuto que la mayoría de sus contem­
poráneos al darse cuenta de que la resurrección del
derecho natural cristiano era justamente lo que se ne­
cesitaba. Para poder utilizarlo, en verdad, era menester
cambiar su contenido, pues en general había sido un
severo crítico de la moral de mercado. Su concepto de
la justicia, tanto distributiva como conmutativa, se ha­
bía basado en normas consuetudinarias y había sido
usado para defender a la sociedad medieval y la pri­
mera sociedad moderna contra los avances del mer­
cado.
¿Violentaba Burke, pues, el viejo derecho natural al
Burke 95

convertirlo en el soporte del orden mercantil capita­


lista? ¿Era extravagante su supuesto de que el orden
capitalista era el orden tradicional? Creo que no, pues
la conducta capitalista y la moral capitalista, que habían
hecho incursiones en la anterior sociedad durante todo
el siglo XVI, se habían impuesto en Inglaterra a media­
dos del XVH. El derecho sobre la propiedad y las insti­
tuciones políticas necesarias para el pleno desarrollo
capitalista ya se hallaban instalados cuando fueron con­
firmados por la Revolución Whig de 1689. De modo
que, por la época de Burke, el orden capitalista era de
hecho el orden tradicional en Inglaterra desde hacía
todo un siglo. Y había llegado a serlo insertándose en
un orden jerárquico más antiguo sin alterar las formas
políticas —subsistían el rey, la Cámara de los Lores y la
de los Comunes— ni las diferencias de clase fundamen­
tales, las diferencias entre propietarios, empresarios y
trabajadores.
Así, no tiene nada de sorprendente ni de incohe­
rente que Burke se erigiese en campeón de la sociedad
jerárquica tradicional inglesa y, al mismo tiempo, la
economía de mercado capitalista. Creía en ambas, y
creía que la segunda necesitaba de la primera.
Pero puede plantearse aún una cuestión: admitiendo
que Burke podía hablar, con coherencia, en defensa
del capitalismo y del orden tradicional en Inglaterra,
donde ya se habían fundido, ¿qué posición podía adop­
tar, consecuentemente, con respecto a Francia y al
resto de Europa, donde no se habían soldado, donde,
en verdad, el capitalismo había hecho escasos progre­
sos, impedido por una estructura política de poder
compuesta, en grados diversos en los reinos y princi­
pados continentales, de feudalismo y absolutismo re­
gio?
La cuestión surge, particularmente, en relación con
el ataque de Burke a la Revolución Francesa. ¿Por qué
se opuso tan vehementemente a ella, ya que, en opi­
nión de los historiadores del siglo XIX, tanto liberales
como marxistas, fue esencialmente una revolución bur­
guesa, que trató de eliminar los impedimentos feudales
9 6 C. B. Mhcpherson
y absolutistas al surgimiento de un orden capitalista? Si
la defensa por Burke de la tradición y los derechos
heredados, en el contexto inglés, era en el fondo la
defensa de un orden capitalista, ¿por qué no aplaudió
en Francia a la revolución que, al atacar allí el orden
heredado, estaba despejando el camino para un orden
capitalista en el Continente?
No es respuesta suficiente decir que, como ya hemos
señalado, la principal preocupación de Burke era im­
pedir la difusión de los principios franceses en Inglate­
rra, pues también se preocupaba por Europa. Como
decía al comienzo de las Reflexiones, él estaba «preocu­
pado principalmente por la paz en mi propio país, pero
en modo alguno soy indiferente a la paz en el vuestro».
Por ello,
empezaré con los procedimientos de la Sociedad Revolucio­
naria (Inglesa), pero no me limitaré a ella. ¿Debería hacerlo?
Me parece estar en medio de una gran crisis, no de los asun­
tos de Francia solamente, sino de toda Europa, y quizá de
más que Europa. Tomando en cuenta todas las circunstancias,
la Revolución Francesa es la más asombrosa que ha ocurrido
hasta ahora en el mundo. (R 92.)
La realista apreciación de Burke de la importancia
global de la revolución hace más aguada la cuestión: ¿por
qué no moderó al menos su ataque a una revolución
que, en la visión moderna, abriría los Estados europeos
y sus dependencias coloniales a la benéfica operación
del orden mercantil capitalista?
La respuesta breve es que Burke no era un historia­
dor del siglo XIX. No veía la historia moderna como la
conquista del poder por una clase. No consideró bajo
este aspecto ninguna de las dos revoluciones del siglo
XVII en Inglaterra, y sería demasiado esperar que en
1790 viese la Revolución Francesa como la verían los
historiadores del siglo XIX. En verdad, se burlaba del
tipo de hombres que, como el Tercer Estado, domina­
ban efectivamente la Asamblea Nacional Francesa,
pero se burlaba de ellos por considerarlos insignifican­
tes abogadillos totalmente incapaces de poner orden en
Jurke y

os asuntos de una nación. No eran la haute bourgeoisie


uyos miembros, en Inglaterra, se casaban con los de la
iristocracia y dominaban la Cámara de los Comunes;
?ran una peiste bourgeoisie de la que no se podía confiar
|ue defendiese los intereses de la propiedad establéa­
los. Para él, la Asamblea se componía en gran parte de
>scuros abogados provinciales, administradores de pequeños
nunicipios locales, fiscales rurales, notarios y toda la serie de
gentes de los litigios municipales, los promotores y conduc-
ores de las pequeñas guerras de aldea. (R 30.)
Y predecía que el país terminaría
obernado totalmente por los agitadores de los ayuntármen­
os, directores de asignados, y administradores para la venta
e las tierras de la Iglesia, fiscales, agentes, cambistas, especu-
idores y aventureros... (R 313.)
Lo que hacía incompetentes a esos hombres no era
|ue no tuviesen propiedades, porque tenían un poco y
odiciaban más, sino que no tenían la sustancial pro-
iedad establecida que daba su solidez a la Cámara de
os Comunes. Tenían «apenas...las más ligeras huellas
e lo que llamamos el natural interés en la tierra del
ais»; no se distinguían, como los miembros de la Cá-
lara de los Comunes, «por el rango, el linaje, la ri-
ueza heredada o adquirida, el cultivo de aptitudes, en
uestiones militares, civiles, navales, y por la distinción
olítica...» (R 132.)
Los únicos hombres ricos que Burke veía benefi-
iarse, al menos a corto plazo, de la Revolución eran
os hombres adinerados cuya riqueza estaba en sus va-
ores de la deuda pública. Observó que no se habían
undido, como habían hecho los hombres adinerados
e Inglaterra, con la nobleza y los terratenientes. En
rancia, «la circulación general de la propiedad, y en
articular la mutua convertibilidad de la tierra en di­
ero y del dinero en la tierra, siempre había sido una
uestión difícil». Diversas estipulaciones de la ley fran-
esa «habían mantenido en Francia más separados a los
98 C. B. Macpherson
terratenientes y los hombres adinerados, menos mez-
clables, y los poseedores de los dos tipos distintos de
propiedad no estaban tan bien dispuestos unos a otros
como en este país» (R 209-10). Estos hombres adine­
rados, envidiosos de los rangos y títulos que se les
negaba, se alegraban de poder atacar a la nobleza me­
diante la Corona y la Iglesia, y de apoyar la confisca­
ción de tierras de la Iglesia. Burke se burlaba de esos
«cambistas» y de los «oscuros abogados provinciales» y
«fiscales rurales», pero no los consideraba como una
clase que buscase la transformación del orden econó­
mico.
Es bastante claro que Burke no veía la Revolución
como una transferencia de poder a una burguesía sólida
ni como una supresión de obstáculos feudales a un
respetable orden burgués que se esperaba que sur­
giese. En verdad, argüía que la Revolución podía ser
tan perjudicial para el comercio y la industria como él
creía que lo sería para las artes civilizadas y el saber,
pues habían llegado a la fuerza que tenían en ese mo­
mento bajo la protección del Antiguo Régimen:
el comercio, la artesanía y la manufactura, los bienes de nues­
tros políticos económicos... ciertamente crecieron bajo la
misma sombra en la que floreció el saber. También pueden
decaer con sus principios protectores naturales. Con voso­
tros, al menos en el presente, amenazan con desaparecer jun­
tos. (R 174.)
Veía la transferencia de poder a la Asamblea Nacio­
nal de leguleyos como una amenaza al avance capita­
lista en Francia, no como un instrumento de él. Ade­
más, pese a su inclinación por la historia, Burke creía
tan firmemente como su contemporáneo Bentham, que
carecía de todo sentido histórico, que un ataque * cual­
quier sistema establecido de propiedad era una ame­
naza a todo tipo de propiedad. La rapacidad innata de
quienes tienen poca propiedad o ninguna aumenta
enormemente cuando se abre una brecha en un sistema
establecido. La brecha actual es tan devastadora para el
capitalismo emergente en Francia como lo sería para el
Burke 99

capitalismo establecido en Inglaterra, si aquí se copiara


la revolución. Esto no era una mera especulación abs­
tracta ni se basaba sólo en la historia: ya estaba ocu­
rriendo en Francia, donde el gobierno revolucionario,
partiendo de la confiscación de las tierras de la Iglesia,
finalmente se ha lanzado a destruir de manera completa toda
propiedad de todo género a lo largo de toda la extensión de
un gran reino. Han obligado a todos los hombres, en todas
las transacciones comerciales, en la disposición de las tierras,
en los asuntos civiles y en todos los aspectos de la vida, a
aceptar como pago perfecto y curso legal los símbolos de sus
especulaciones con una proyectada venta de su botín. (E
261.)

Que Burke percibía en cierta medida que existían


sustanciales intereses burgueses en Francia lo sugiere la
estima en que tenía a Necker y Calonne, cuyas políti­
cas, en sus breves actuaciones como ministros de finan­
zas pocos años antes de 1789, de haber sido aceptadas,
podían haber evitado la revolución. Y podemos supo­
ner que conocía la obra de economistas franceses como
Turgot, quien había considerado la relación capital-
trabajo asalariado como una necesidad obvia, al afirmar
que «toda empresa importante de comercio e industria
requiere la combinación de dos tipos de hombres, em­
presarios y trabajadores asalariados... Este es el origen
de la distinción entre ellos, que se funda en la natura­
leza de las cosas».
Además, sólo en el supuesto de que Burke tenía
cierta idea, por vaga que fuese, de que había en Francia
sustanciales intereses burgueses, tiene algún sentido su
creencia de que la revolución, en Francia, podía haber
sido una suave revolución tvhig. Y ésta era su creencia.
La vieja constitución francesa, con sus límites al poder
real, podía haber sido restaurada, como habían hecho
los ingleses en 1689.
Si hubieseis dado a entender... que estabais resueltos a rea­
sumir vuestros antiguos privilegios, pero conservando el es­
píritu de vuestra antigua y vuestra reciente lealtad y honor; o
100 C. B. Macpherson
si, desconfiando de vosotros mismos, y no discerniendo cla­
ramente la casi olvidada constitución de vuestros antepasa­
dos, hubieseis contemplado a vuestros vecinos de esta tierra,
que han mantenido vivos los antiguos principios y modelos
del viejo derecho consuetudinario de Europa adaptados al
estado actual, siguiendo sabios ejemplos, habríais dado nue­
vos ejemplos de sabiduría al mundo. (R 123.)
La monarquía francesa fue incapaz de introducir re­
formas. La riqueza y la población del país habían estado
creciendo constantemente, prueba suficiente de que su
gobierno no era
tan opresivo, o tan corrupto o tan negligente como para ser
incapaz de toda reforma. Pienso que tal gobierno bien merece
que se elogien sus bondades, se corrijan sus faltas y se mejo­
ren sus posibilidades mediante una constitución como la bri­
tánica. (R 236.)
La idea de Burke de que los franceses, en 1789,
podían haber hecho algo similar a la Revolución In­
glesa de 1689 sería increíblemente ingenua si no hu­
biese supuesto que existía alguna semejanza entre las
fuerzas que actuaban, aun siglo de distancia, en los dos
países. Hasta qué punto vio que esas fuerzas, en ambos
casos, eran específicamente capitalistas es dudoso.
Comprendía claramente que Inglaterra era un orden
capitalista, pero no asignó una fecha al surgimiento de
este orden ni lo atribuyó a la Revolución Whig. Lo más
que podemos decir con certeza es que él creía que
Francia habría podido lograr en 1789 algo similar a la
Constitución Inglesa, y que la Asamblea Nacional ha­
bía actuado deliberadamente para impedirlo. Hizo ex­
plícitamente esta observación en su primer pronuncia­
miento sobre la Revolución, en su Discurso sobre ¡os
Presupuestos del Ejercito, el 9 de febrero de 1790:
Ellos se han atraído sobre sí mismos todas las calamidades
que sufren para no llegar, mediante ellas, a una constitución
como la británica; se han sumergido de cabeza en esas calami­
dades para impedir que se establezca tal constitución, o algo
semejante a ella. (AE 3.14.)
Burke 101

La Revolución Francesa fue justamente lo contrario


que la Inglesa. Los ingleses cambiaron de reyes pero
dejaron la constitución intacta. «Por consiguiente, el
Estado floreció... Comenzó entonces un período de
mayor prosperidad doméstica, y aún continúa... Se
despertaron todas las energías del país.» (AE 5.20-21.)
Así, la condena de Burke de la Revolución Francesa
no sólo es compatible con su elogio de la Revolución
Whig, sino que se sigue lógicamente de él. Y puesto
que vinculó la Revolución Whig con la «mayor prospe­
ridad doméstica» que había comenzado por entonces
en Inglaterra, y condenó la Revolución Francesa por
haber «cortado las raíces de toda propiedad y, por con­
siguiente, de toda prosperidad nacional» (AE 5.13),
quizá no sea excesivo ver cierta coherencia burguesa en
su tratamiento de las dos revoluciones.
Sin embargo, para volver a la primordial preocupa­
ción de Burke por la situación en Inglaterra, hemos
visto que no se equivocaba mucho al considerar a la
sociedad capitalista de este país como una sociedad tra­
dicional. Es verdad que el mercado no había triunfado
en forma absoluta en Inglaterra. A veces se levantaban
voces contra él dentro del orden establecido, como en
el caso de los jueces de Speenhamland. Esto hada mu­
cho más importante para Burke tratar de impedir que
esas voces hicieran causa común con la nueva ideología
francesa, mucho más peligrosa.
Su genio residió en comprender que la sociedad ca­
pitalista de fines del siglo xvm aún dependía mucho de
la aceptación del estatus. El contrato no había reempla­
zado al estatus: dependía de él. La visión histórica de
Burke, en este caso al menos, era más válida que la de
analistas del siglo XIX, como Sir Henry Maine, que aún
puede ser tomada como la sabiduría heredada, es decir,
que en los últimos siglos se ha producido un movimiento
del estatus al contrato. Burke comprendió que, hasta su
época, el movimiento no había sido del estatus al contra­
rio, sino del estatus al estatus, esto es, de una diferencia­
ción de estatus feudal, que reposaba en la capacidad
102 C. B. Macpherson
militar, a lo que ahora llamaríamos una diferencia de
estatus internalizada, que se basa solamente en el hábito y
la tradición, o sea que la clase subordinada seguía acep­
tando su posición tradicional en la vida. Con una base no
más sólida que ésta, podía ser socavada fácilmente.
Burke, reconociendo esta fragilidad, no tuvo más reme­
dio que llamar al derecho natural cristiano. Este siempre
había defendido aun orden social tradicional contra toda
amenaza. Ahora el contenido del orden social había cam­
biado, y en Inglaterra había cambiado desde hacía un
tiempo suficiente como para que el nuevo contenido
fuese ya tradicional. Así, ahora el derecho natural podía
ser usado apropiadamente para defender el nuevo orden
social tradicional contra nuevas amenazas, tanto más
cuanto que el nuevo contenido usaba las viejas formas.
Burke, pues, no debe ser condenado por hacer dar al
derecho natural cristiano un giro de ciento ochenta
grados, sino que se le debe alabar por haber compren­
dido que la sociedad había dado el mismo giro. Pero
esto no exonera a los que presentan a Burke como un
defensor del derecho natural cristiano puro sin com­
prender que dio un nuevo contenido burgués al dere­
cho natural. Esto es entender erróneamente la visión
real de Burke. E ignora la cuestión de la utilidad de un
retorno a Burke a fines del siglo XX.
6. ¿Burke para fines del siglo XX?
El problema Burke expuesto en las páginas iniciales
de este estudio quizá no ha sido suficientemente exa­
minado. Hemos visto que Burke era al mismo tiempo
un defensor de un orden social y político jerárquico
tradicional y un creyente en la necesidad y equidad de
un orden económico capitalista puro. Podía adoptar
coherentemente ambas posiciones en la medida en que
la economía capitalista se había insertado dentro del
orden social tradicional y había modificado el conte­
nido pero no la forma de este orden. Este cambio se
había producido sustancialmente un siglo antes, de
modo que, pese a ciertas acciones de retaguardia como
el caso de Speenhamland, el nuevo orden era ahora el
orden tradicional. Hasta qué punto Burke percibió el
cambio es dudoso: gustaba de hacer remontar su socie­
dad tradicional, no sólo a 1689, sino también a la Carta
Magna, y cubrir todo con el mismo derecho natural
cristiano. Pero lo que no es dudoso es su firme convic­
ción de que el orden capitalista sólo puede ser mante­
nido si la clase obrera sigue aceptando su posición su-
105
106 C. B. Macphersoti
bordinada tradicional. Esa convicción está detrás de sus
invocaciones al derecho divino y al derecho natural, y
de su indiferencia o ignorancia con respecto a cuánto
de su contenido había cambiado. La utilidad y el dere­
cho natural eran lo mismo, porque el capitalismo y el
orden tradicional eran lo mismo, porque el capitalismo
necesitaba la sanción de la tradición y el hábito. Lo que
pone a Burke por delante de muchos de sus contempo­
ráneos fue su comprensión de que esto era así.
Pero esta idea de la visión de Burke en su tiempo
plantea una nueva cuestión. ¿Hasta qué punto es rele­
vante para nuestro tiempo? ¿Qué uso apropiado pue­
den hacer ahora de Burke los que tratan de conservar o
revivir valores morales en las sociedades occidentales
de fines del siglo XX, frente a los peligros que ahora
parecen acosarlas? A primera vista, no parece de mu­
cha utilidad. Pues a pesar'de los persuasivos esfuerzos
de unos pocos economistas, como Milton Friedman,
para los conservadores ya no es políticamente realista
tratar de hacernos volver a una economía mercantil de
laissez-faire pura; y los teóricos liberales que han acep­
tado el capitalismo modificado del Estado benefactor
no parecen tener mucho que ganar con el llamamiento
a la tradición de Burke.
Por supuesto, la insistencia de Burke en el imperio
de la ley, en el gobierno constitucional contra el go­
bierno arbitrario y en el respeto debido a la propiedad
complace tanto a los conservadores como a los libera­
les. Y su propuesta de dejar que una «aristocracia na­
tural» interprete y aplique la voluntad real del pueblo
sería bien recibida por unos y otros; aunque tal vez no
estén dispuestos a reconocerlo, no está demasiado lejos
de la idea de meritocracia a la que todos ellos se adhie­
ren en cierta medida. La dificultad real parece residir
en la idea de Burke de la justicia distributiva: la distri­
bución justa del producto nacional es la que el mer­
cado libre asigna a los que entran en el mercado desde
posiciones de dominación y subordinación de clases.
Este concepto de justicia no puede ser aceptado o re­
conocido por conservadores o liberales; y parece partí-
Burke 107

cularmente odioso para los liberales del Estado Bene­


factor, pues ellos parten del postulado de la igualdad
de derechos naturales.
Sin embargo, la más renombrada teoría liberal actual
de la justicia distributiva, o sea, la Teoría de la justicia
de John Rawls (1971), no es fundamentalmente dife­
rente de la de Burke. Rawls acepta la distribución del
Estado Benefactor hasta cierto límite, pero este límite
descansa precisamente en el mismo principio que el
límite cero de Burke. Rawls sostiene que la interferen­
cia del Estado en el mercado, que se pretende realizar
en interés de los pobres, debe detenerse antes del
punto en el cual hace empeorar la situación de todos,
incluidos los pobres; y que se llega a este punto cuando
el grado de interferencia desalienta a los empresarios
de seguir su labor de maximizar la producción efi­
ciente. Esta, como hemos visto, era también la posición
de Burke. La única diferencia es que Burke argüía que
toda interferencia tendría este efecto, mientras que los
liberales del siglo XX han aprendido por experiencia
que la empresa capitalista es aún muy activa cuando
tiene que hacer frente a la actual elevada interferencia
del Estado. La diferencia no es de principio, sino de
juicio empírico.
Parece, pues, que si los liberales actuales advirtiesen
esto, podrían apoyarse en Burke, y ello tanto más fá­
cilmente considerando la insistencia de Burke de toda
su vida en que las circunstancias modifican los casos y
en que los estadistas y planeadores deben siempre
idear sus políticas a la luz del cambio de las circunstan­
cias.
Pero los riesgos de apoyarse en Burke de este modo
serían considerables, pues el cambio de las circunstan­
cias entre su época y la nuestra es mayor de lo obser­
vado hasta ahora. Ahora la tarea liberal es diferente de
la tarea de Burke. La de éste era la tarea de persuadir a
la clase dominante inglesa (y europea) de que rechazase
toda idea que debilitase la aún vigente aceptación por
la clase obrera del orden jerárquico establecido. El no
tenía que hablar con la clase obrera, ni lo hizo. Pero
4

108 C. B. Macpherson
ahora la principal tarea de los liberales es legitimar el
orden capitalista modificado actualmente establecido, o
a alguna variante de él, ante una clase obrera occidental
de cierta conciencia política y muy fuertemente organi­
zada. Y esto debe hacerse en circunstancias internacio­
nales muy diferentes.
Nadie era más consciente que Burke de que las polí­
ticas nacionales deben ser elaboradas a la luz de la
situación internacional. Pero cuando Burke murió, el
igualitarismo de la teoría y la práctica revolucionaria
francesa, si bien era realmente una amenaza para el
orden establecido inglés y europeo, era solamente eso,
una amenaza. Sus resultados eran aún inciertos. Pero
ya no lo son. Ahora, el principio igualitario es la ideo­
logía oficial del mundo comunista y del Tercer Mundo,
y su aceptación del mismo pesa sobre la conciencia de
los liberales del mundo occidental, quienes no están
seguros de que la devoción occidental al principio igua­
litario no sea superficial.
El problema de los liberales del siglo XX se agrava en
la medida en que reconocen que la defensa utilitarista
del capitalismo ya no es moralmente adecuada. Los
teóricos morales y los economistas políticos del siglo
XViu y hasta de bien entrado el XIX podían hacer una
defensa razonable del capitalismo sobre la base de que
un sistema de empresas competitivas movidas por la
búsqueda de beneficio del capital hacía aumentar al
máximo la producción y, por consiguiente, conducía al
máximo beneficio general. Pero a medida que el capita­
lismo se ha alejado de la competencia pura para pasar
al oligopolio y el monopolio, se ha hecho evidente que
la devoción del capital al beneficio ya no hace aumentar
necesariamente al máximo la producción o el beneficio
general: en las nuevas circunstancias, el beneficio má­
ximo no está ligado a la productividad máxima. En la
medida en que se reconoce esto, disminuye aún más la
utilidad potencial de los principios de Burke. No sólo de­
be hacerse la defensa para un público nacional e internar
cional diferente, sino que también se la debe hacer sin uno
de los principales soportes morales de la vieja defensa.
Burke 109
Para resumir, los demócratas del siglo XX, tanto libe­
rales como conservadores, comparten con Burke, el
no-demócrata, la percepción de que lo que se halla en
juego es la legitimación de un orden social, y que en
definitiva esto es una cuestión de valores morales. Pero
si atienden a la advertencia de Burke sobre la vital
necesidad de ajustar los principios a las circunstancias
concretas, deben pensarlo dos veces antes de apoyarse
en él. Por su insistencia en la importancia de las cir­
cunstancias, el mismo Burke se descalificó como men­
tor de fines del siglo XX.
Nota sobre las fuentes

Las referencias a, y cicas de, obras distintas de las de Burke son las
siguientes:
En la pág. 14, el estudio en dos volúmenes es el de Carl B.
Cone, Burke and the Nature of Polities (University of Kentucky Press,
1957 y 1964). Los cuatro estudios de los decenios de 1950 y I960
son los de Charles Parkin, The Moral Bassis of Burk/s Political
Thought (Cambridge University Press, 1956); Peter Stanlis, Edmund
Burke and the Natural Law (University of Michigan Press, 1958); F.
Canavan, The Political Reason fo Edmund Burke (Durham, Carolina
del Norte, I960); B. T. Wilkins, The Problem of Burke's Political
Philosophy (Oxford, Clarendon Press, 1967). El estudio más reciente
es el de Frank O'Gorman, Edmund Burke, his Political Pbilosphy
(Londres, Allen & Unwin, 1973). La psicobiografia es de Isaac
Kramnick, The Rage of Emund Burke, Portrait of an Ambivalent Con-
senative (Nueva York, Basic Books, 1977).
En las páginas 15 y 16, la observación de Gibbon está tomada
de The Private Letters of Edward Gibbon, ed. a cargo de R. E. Prot-
hero (1897), vol. 2, pág. 237; los epítetos de Marx son de£/ Capital,
vol. 1, ed. a cargo de Dona Torr (Londres, Allen & Unwind, 1949),
cap. 13. pág. 312, y cap. 31, pág. 785, n.° 2. Los dos libros de
Morley son Edmund Burke, a Historical Study (1867) y Burke (English
Men of Letters, 1879). Las observaciones de Buckle se hallarán en su
obra History of Civilization in Engfand (2.a ed., 1871), vol. 1, pág.
467. La visión de Laski está en H.J. Laski, Political Thought in En-
112 C. B. Macpherson
glandfrom Locke to Bentham (Londres, Thornton Butterworth, 1920).
En la página 24, la referencia a Kram nick es a su libro The
Rage of Edmund Burke, págs. 59-63, donde el estilo de esta realiza­
ción juvenil de Burke se muestra en varios extractos cel Reformer.
En la pág. 27, los detalles sobre el trabajo de Burke en el
Annual Register se hallarán en Cone, vol. 1, págs. 112-13 y 121-2.
En la página 32, la primera cita de Morley está tomada de
su obra Edmund Burke, a Historical Study, página 10; la
segunda, de su artículo sobre Burke publicado en la 11.a ed. de la
Encyclopaedia Britannica. Las citas de Laski están tomadas de H. J.
Laski, Political Thought in England from Locke to Bentham, págs. 173-
4.
En la página 35, la cita de Parkin es de The Moral
Basis of Burke's Political Thought, las de Stanlis de Edmund Burke and
the Natural Law, págs. 34, 4 y 83.
En las págs. 40-42, el informe sobre la observación de Adam
Smith se halla en Robert Bisset, Life of Edmund Burke (2.a ed., Lon­
dres. 1800), vol. 2, pág. 429.
En la página 55. las citas de Paine son de su obra Rights
of Man, ed. a cargo de H. B. Bonner, 1937, págs. 23, 29 y 41;
la cita de Mackintosh es de Vindiciae Gallicae, 3.a ed., 1791, págs.
VI-VII.
En las págs. 56 s, la cita de Morley es de Edmund Burke, a
Historical Study (véase antes), págs. 25-6.
En la página 99, la cita de Turgot está traducida de sus Oeuvres,
vol. 5, pág. 244.
Lecturas adicionales

Escritos de Burke
Las Reflexiones sobre la Ret>oluci6n en Francia aún constituyen una
lectura fascinante, más por su pirotecnia y la visión que brinda aj
lector del pensamiento de Burke que por su (deficiente) análisis de la
revolución. Una edición moderna en rústica recomendada es la de
Pelican Classics, con una introducción de Conor Cruise O’Brien.
Igualmente importante es la obra mucho más breve de Burke Pensa­
mientos y Pormenores sobre la Escasez, que desgraciadamente está ago­
tada, pero puede consultarse en una u otra edición de sus obras. De
sus otros escritos, el Llamado de ¡os Nuevos a los Viejos Wbigs proba­
blemente sea el más importante, pero tampoco es fácil de hallar. Los
lectores interesados en Burke como hombre tal vez quieran sumer­
girse en su Correspondence, en nueve volúmenes, edición a cargo de T.
W. Copeland, Cambridge University Press, 1938-70.
Escritos sobre Burke
El resurgimiento del interés por Burke en las tres últimas décadas
ha dado origen a una variedad de libros y artículos, como señalamos
en el Capítulo 1 y en la Nota sobre las Fuentes. Tres de los libros
pueden ser recomendados por diferentes razones. El de Cari B.
Conc, Burke and rhe Nature of Po/itics (dos volúmenes, 1937 y 196-1,
University of Kentucky Press), sigue siendo el más sustancial estudio
114 C. B. Macpherson

moderno sobre la vida y la obra de fiurke. Una obra más corta, la de


Frank O’Gorman Edmund Burke, bis Political Philosophy (Londres,
Allen Sl Unwing, 1973), brinda una excelente sinopsis de su pensa­
miento político y corrige algunas de las afirmaciones que han hecho
otros (incluido Cone). Aún más reciente es la animada pero discuti­
ble psicobiografía de Isaac Kramnick: The Rage of Edmund Burke,
Portrait of an Ambivalent Conservative (Nueva York, Basic Books,
1977).
Indice

Abreviaturas ...................................................... 7
1. El problema Burke .......................................... 11
2. El aventurero irlandés .................................... 21
3. El político inglés .............................................. 29
4. La avispa angloeuropea.................................... 61
5. El economista político burgués ....................... 81
6. ¿Burke para fines del siglo XX? ......................103
Nota sobre las fuentes .................................... 111
Lecturas adicionales .......................................... 113

You might also like