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San Agustín se confesó incapaz de adivinar las razones que pudieron mover a Dios al crear la
mosca. Martín Lutero, en cambio, tenía claro que las moscas habían sido creadas por el
Diablo para distraerlo de la escritura de sus piadosos libros, opinión que Bertrand Russell
consideraba, britishmente, “plausible hasta cierto punto”.
Pero ni los filósofos ni los padres de la Iglesia y ni siquiera los biólogos se han hecho una
pregunta más seria y discernible: ¿por qué no hay moscas en las salas de cine? La razón es
simple: el cine las aburre porque su percepción visual es muy diferente a la de los seres
humanos. Cada uno de los “ojos” de una mosca está formado en realidad por 2.000 ojitos tan
sensibles que pueden diferenciar sucesos ópticos separados entre sí por el exiguo intervalo de
1/200 de segundo. (Este viene a ser la unidad de tiempo de su mundo, el instante-mosca).
Un ser humano necesita como mínimo un intervalo 10 veces mayor, 1/20 de segundo, para
diferenciar dos sucesos ópticos: si una lámpara se enciende y apaga muy rápido, digamos
cada 1/22 de segundo, nos parecerá que siempre está encendida. De manera que los
fotogramas de cine, los cuales se proyectan a una velocidad de 24 cuadros por segundo, están
separados entre sí por un intervalo insuficiente (1/24 de segundo), haciendo que las imágenes
se nos traslapen ligeramente en la retina, y creando así esa bella ilusión de movimiento y
continuidad que es el cine.
La cafetería está iluminada con tubos de neón cuyos destellos le llegan separados por 1/60 de
segundo, algo demasiado rápido para nuestro ojo y muy lento para el de ella, cuyos segundos
son eternidades de 60 apagones y 60 rendijas de luz a través de las cuales la cafetería parece
una discoteca iluminada con luz estroboscópica, donde la gente se mueve de manera ...