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Se puede escribir para la guerra. Basta con poner toda la eficacia de la escritura al
servicio de un bando y descargar la artillería verbal contra el otro. Así empezaron, con la
guerra nacional. Nuestros cielitos, y siguieron las hojas y gacetas gauchipolíticas en las
luchas civiles.
Se puede escribir contra la guerra que desatan otros, y entonces denunciar la iniquidad
de ambos bandos o de uno de ellos, esgrimiendo las cifras de un preocupante descenso de
la curva demográfica (como Alberdi) o llorando pérdidas (como Guido y Spano).
Se puede, en fin, ensayar una escritura de resistencia belicosa a toda asimilación del
discurso bélico (y del discurso político, sea o no su prolongación "por otros medios"). Esta
posición cuestiona la guerra, pero no es pacifista: libra su propia guerra. Recoge, para ello,
distintas vertientes: el desengaño de la guerra, el fracaso de las expectativas, el
resentimiento plebeyo contra jerarquías y disciplinas. No opone, al menos explícitamente, a
los valores invocados, otros valores, ni la objeción de conciencia. Habla de otra cosa, no,
por ejemplo, de la economía de guerra sino del negocio de la guerra. Puede amagar con lo
antiestatal, pero sólo como abandono, como corte individualista, como desconfianza
irreductible.
Si hubiera que elegir un modelo argentino de esta posición, podría ser útil una
composición fundacional, el anónimo "Cielito del blandengue retirado" (c. 1821-1823). El
blandengue retirado resume la actitud y el tono del que, habiendo pasado por la guerra
nacional y por la guerra civil, ya no quiere saber nada con banderías, y ve en todas ellas,
casi parafraseando a Samuel Johnson, una astucia para apoderarse de lo ajeno: "No me
vengan con embrollos / de patria ni montonera". (El "Cielito del blandengue retirado" puede
leerse en la parte de antología del volumen de Jorge B. Rivera La primitiva Literatura
gauchesca. Buenos Aires. Jorge
Esta salida del dilema de hierro de la guerra puede pulsar la indignación, el cinismo o la
picardía, pero no entra en el juego de los usos de la guerra, o entra instaurando en ella sus
propios usos, refracción o exasperación de aquellos.
UN TRAUMA
La guerra de Malvinas no dividió a la sociedad argentina, porque sólo pequeños
sectores se manifestaron reticentes o contrarios a la recuperación y/o a la defensa. Pero la
coincidencia mayoritaria se produjo bajo la impronta de una dictadura y un ejército que
imprimieron a la guerra y a la cultura de guerra sus modalidades operativas y discursivas.
(En la contratapa de la primera edición -Buenos Aires, De la Flor. 1983-, lugar desde donde
suele hablar el editor, se produce un desplazamiento. "La versión -de la novela- que ahora
publican...". dice el autor, sin necesidad de firmar. Y editorializa: "... no fue escrita «contra la
muerte» ni contra la idea de la muerte y la idea de la guerra, sino contra la realidad que
impone un mismo estilo hipócrita de realizar la guerra la literatura".)
La dificultad para superar el trauma vibraba en una consigna que decenas de miles de
gargantas coreaban en las calles en 1983, después de siete años de muerte,
desapariciones, exilio, torturas, mordazas y proscripciones. Era el fragmento de una pieza
que intentaba compendiar, en clave antimilitarista, las desdichas de todos esos años.
Preguntaba: "¿Qué pasó con las Malvinas?", y en seguida se compadecía: "Esos chicos ya
no están".
Obscena, esa mención pietista de los soldados como "chicos" (palabra de "grandes"
retomada, para mal, por algunos de sus destinatarios) y sobre todo esa rápida resolución
que hacía desaparecer a "chicos" que, en su mayoría, para infortunio o ayudamemoria del
trauma, todavía estaban ahí.
"ESTO ES DE ELLOS"
Cuando los ingleses, para debilitar la moral del enemigo y adelantar la rendición, piden
a los pichis que difundan la foto del té compartido de los oficiales británicos y argentinos, los
pichis se niegan y, por una paradójica coincidencia con lo que sería una actitud patriótica,
engañan a sus mandantes, no para que aquella moral se fortalezca, sino para que -en la
línea del blandengue retirado- los argentinos no se rindan, la guerra continúe y ambos
bandos "se maten entre ellos". Este "ellos" uniformador (a la vez que diferenciador respecto
del tercerismo pichi) es harto significativo. Atención con los pronombres en Los pichiciegos:
"Algunos estarían bombardeando mucho a otros" (p. 5 l); o bien un destello, producto de la
sensación de ajenidad absoluta que suscitan las islas: "Esto es de ellos" (p. 74). Por la
complejidad asistemático de la picaresca de guerra, esta percepción, en la novela, va a
pegar toda la vuelta.
EL MITO PICHI
En contraste con el descreimiento en los valores en juego en la guerra oficial, hay un
despliegue de elementos sensibles y empíricos que apuntan a la credibilidad de la propia
situación de guerra, al "haber estado allí", contraste fuerte con la película Los chicos de la
guerra (otra vez los chicos) de Bebe Kamin: el color de la nieve, la sensación de frío, la
oscuridad de la pichicera y la fotofobia de sus moradores, el estruendo y el olor de los
helicópteros, la medición subjetiva del peligro y el horror (mayor ante los helicópteros y los
hombres confiados e implacables que bajan por las finas cuerdas que ante los demoledores
pero lejanos Harriers).
El despliegue tecnológico inglés es vivido como asombro, show (la Gran Atracción),
milagro, mito. Y la aparición de las monjas en el escenario de guerra -como una señal que
emitiera la novela sobre la presencia, allí, de otra guerra, la "antisubversiva"- genera un
debate sobre su realidad fantasmagórico: aquí los pichis, entre los que suele funcionar el
consenso (en tal o cual cosa "estuvieron todos de acuerdo") se dividen. Y es precisamente
con el disenso entre creer y no creer, cuando aparece la escena generadora ficcional de
Los pichiciegos: la (des)grabación del diálogo entre Quiquito (el pichi informante) y el
escritor.
Cuando, en el relato. aparecen los portadores de la función social del saber, los
sociólogos, son objeto de la risa de los soldados y de la censura de la inteligencia militar
(los llevan presos). La información de la radio argentina es un saber falso, en tanto que la
inglesa trasunta su superchería (como los discursos de los coroneles) por el habla, que es
también la piedra de toque que establece la diferencia sociocultural entre los propios pichis:
la que va de "madre" a "vieja", de "trabajar" a "laburar".
De ahí a los nombres y sobrenombres asignados a los sujetos. Los que mandan son
"revés" y, por asociación, "Reyes Magos". La novela los nombra, ora Revés. ora Magos (en
Música japonesa, de R.E.F., no hay ningún cuento que se titule así: uno es "Música" y otro
"Japonés"; La buena nueva se divide en dos partes: "La buena" y "La nueva"). Cuando
alguno confunde una referencia a reyes "reales" con los jefes de la pichicera, lo corrigen:
"los reyes verdaderos, boludo" (p. 55). Hay un pichi "Galtieri" y otro, sorprendido en
inconfundible proximidad con una oveja, al que dicen "Ovejo"; a García, "Notable", porque
usa demasiado esta palabra, y a los porteños, "forros", por la misma razón, o porque quizá
lo sean. Uno sería, en definitiva, como habla o aquello que dice. Es el sistema onomástico
popular, confiable porque su ingenio descuella elaborando datos de la experiencia. En
cambio, la radio inglesa es sospechosa: al dar sus mensajes "en chileno" ("polola",
"guaguas"), errando el toque sudamericano, pone en evidencia su propia falacia, su mala fe.
El logro principal, en esta materia, es el propio nombre de los pichis. Por un lado, remite
totémicamente al animal cuyo hábitat y cuyos hábitos los pichis parecen duplicar: por otro,
su dispersión geográfica coincide con una pluralidad de nombres (mulita, peludo,
quirquincho, etc.): además, la novela, al trabajar con mucha eficacia la mitificación, lo hace
entrar en frases que, acumuladas, terminan por imponer, como dado, el universo pichi: tener
a alguien de pichi (p. 74), usar un pichi con alguna finalidad (p. 112). reprobatoriamente
"icojerse un pichi!" versus "cojerse un tipo" (p. 116-117), "tener olor a pichi" (p. 113). En la
misma dirección, una frase sentenciosa es como la punta del iceberg de una inferible
paremiología pichi, que la aliteración no hace más que confirmar: "El pichi guarda, agranda,
aguanta" (p. 71). Habría que considerar, también, el matiz fálico de pichi, retomado por el
lunfardo, (Véase MarioE.Teruggi, Panorama de lunfardo, BuenosAires, Cabargon,1974.)
EFECTOS
Este pragmatismo del saber contamina también la dimensión del creer, porque no
conduce ya a la presunta realidad de lo creído o creíble, sino a una constelación de
impresiones y efectos que, en todo caso, reinstauran la realidad, que ya es otra: "Igual
impresionaba: aunque la historia que le cuenten a uno no alcance a impresionar y aunque
uno no la crea, impresiona sentir la impresión que trae el que las cuenta por el solo hecho
de contarlas. ¿No?" (p. 81).
Saludo a la armonía que surge del reconocimiento del espejismo del orden, del
espejismo de la armonía.
Un logro. Puedo canjear mi vida por un logro: mi corazón por un efecto nítido sobre mi
corazón. (Rodolfo E. Fogwill. El efecto de la realidad. Buenos Aires, Tierra Baldía. 1980.)
RECUENTOS
Habitual en Fogwill: abundan las alusiones, las claves algo médicas. No importan
demasiado, más allí de una serie de connotaciones vinculadas con grupos de pertenencia,
pequeños guiños, zancadillas. Zabaljáuregui, un coronel Víctor Redondo, el pibe Dorio y
convicción, el Turco (en tiempos en que el escritor exitoso de los días de la dictadura era
Jorge Asís). Etcétera. Está la grosera referencia a Puig: el pichi Manuel, que cuenta
películas que nadie vio en el cine y que es cojido (con jota) por un inglés. Esto, en un texto
cogido por momentos por la marca Puig: la división en dos partes de ocho capítulos cada
una: la enumeración de "lo más hablado por la tropa" (pp. 83-84), un ítem similar a aquellos
que en Boquitas pintadas servían para tipologizar personajes (lo más temido, lo más
deseado); finalmente, la técnica de recontar una historia (películas, cuentos). Aquí, la
poética de Puig sería: de me fabula narratur: Toto, en La traición en la Rita Hayworth se
definía por la manera en que transformaba las películas y El loco de Chéjov, del mismo
modo que Molían en El beso de la mujer araña. El escritor personaje de Los pichiciegos
opera transformaciones múltiples sobre "Los buques suicidantes" de Horacio Quiroga (pp.
105-108), y es difícil ver allí otro gesto que el de la superposición con el fantasma de Puig
(que reaparecer en el tono inicial de Una pálida historia de amor).
La literatura de la picaresca de guerra parece ser ajena a los valores de los bandos. ¿A
todo valor? En los intersticios de la historia se infiltran otros valores superpuestos. El
heroísmo que por un lado expulsa retorna en la fidelidad del Turco hacia un soldado que le
salva la vida; en la irónica propuesta de Quiquito que cuestiona la idea de "rehabilitar" a los
soldados de Malvinas, sugiriendo que sean ellos quienes rehabiliten a los que se quedaron
en la retaguardia: en su sueño de ser malvinero, sin ingleses ni argentinos que lo jodan; en
la interpretación de la bomba que masacra la fila de los desharrapados que corren a
reunirse "como si Dios hubiera decidido castigar a todos los ilusos y cagones" (p. 130).
Pero esto no es todo. Hay referencias del texto, ajenas en apariencia a la historia
narrada, que pasan desapercibidas a los personajes. El 29 de mayo, día del cordobazo,
aparece dos veces mencionado, a propósito de cualquier otra cosa, fuera de toda
efemérides. Y críticamente, el escritor cita, ante Quiquito, a un médico argentino "que
aconsejaba a los jóvenes dejar las ciudades y marchar a las sierras". Eso, se dice, ocurrió
"hace mucho" (p. 148).
Es, claro, el Che. Y no ocurrió hace tanto, sólo que en la memoria del nuevo
blandengue retirado pertenece a un pasado lejano, remoto, que vuelve cada tanto como
nostalgia, como derrota, como ironía, como dolor.