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Literatura que increpa

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FICCIÓN, BLOG

 13-06-2013

 Gabriela Cabezón Cámara, Iñaki Echeverría, Selva Almada

"La literatura no tiene por qué denunciar. Pero cuando uno se topa con un
libro como Beya que, además, hace que te cuestiones cierto estado de cosas,
que te increpa, que te incomoda, ese libro tiene un valor que está más allá de
la literatura, y a eso, por lo menos lectores como yo, lo agradecemos aunque
nos cueste digerirlo."
Por Selva Almada.

Beya es una novela. Beya es una ficción. Beya es la construcción de sus autores,
Gabriela Cabezón Cámara e Iñaki Echeverría.
Esto, que dicho de cualquier otra obra sería casi una obviedad, es algo que me
repetía con frecuencia mientras leía/miraba el libro. Una ficción que se parece
tanto a la realidad que, por momentos, uno no puede respirar y hay que cerrar el
libro, salir un rato y tomar fuerzas para seguir. Porque, por más espantoso y
doloroso que sea todo lo que se nos cuenta, queremos llegar al final como en
cualquier historia.

Esta novela gráfica es toda una novedad en el mundo editorial argentino. Aunque
el género, supongo que podemos hablar de un género novela gráfica, hace rato
que tiene miles de lectores en el mundo, aquí recién aparecen las primeras
ediciones. Y Beya, en este sentido, aparece pisando fuerte. En esta obra a cuatro
manos, las imágenes no son el mero acompañamiento del texto. Ni el texto, como
suele ocurrir en el cómic, es apenas una guía para pasar de viñeta a viñeta. Aquí
hay pequeños cuadros que fragmentan, que muestran una parte del todo, que
visualmente hacen explotar una escena y la devuelven como esquirlas que nos
golpean y lastiman. Así como en el texto Gabriela echa mano a versos de la
gauchesca, frases hechas, dichos populares, canciones de cumbia, personajes del
cine, santos, versículos de la biblia, literatura del siglo de oro español; así como
ella agarra todo esto, lo recicla y lo transforma en su versión del horror de una
chica secuestrada en un prostíbulo, así también Iñaki hace sus propios covers de
pinturas famosas como La última cena, de Da Vinci o El beso, de Klimt, se las
apropia y hace encarnar a sus personajes, a los personajes de Beya, en esos
escenarios fácilmente reconocibles aun para quien no sepa nada de arte. Así Iñaki
y Gaby son un dúo dinámico imbatible y eso hace de su novela gráfica una obra
compacta que se lee y se mira o, mejor dicho seleemira, todo junto al mismo
tiempo. No creo que con Beya pueda pasar que te guste el texto pero no las
imágenes o viceversa, porque aquí no son cosas separadas, acá no te podés
quedar con una o con otra: acá te quedás con todo o no entendiste nada.
Quise comenzar hablando de Beya como lo que es antes de todo: una novela
gráfica, con una potencia narrativa tremenda, un trabajo precioso de dos autores
excepcionales como Gabriela e Iñaki, porque un libro como este, cuya trama
aborda un tema tan caliente y de una actualidad tan dolorosa y terrible como la
trata de personas, corre el peligro de que pasemos por alto sus acierto estéticos, la
solvencia creativa (tanto desde la escritura como desde las imágenes) que la
sostiene, el mundo que nos proponen los autores, la construcción de los
personajes, el clima, la atmósfera, el suspenso… que todo eso de lo que siempre
se habla a la hora de reseñar o comentar un libro, es decir cuando se habla de
literatura, todo esto pase a un segundo plano, que a todo esto que es este libro, se
lo devore la anécdota.
Beya no es un ensayo sobre el tema de la trata. Beya es una obra de ficción sobre
la trata, en todo caso. La literatura no tiene por qué denunciar. Pero cuando uno
se topa con un libro como Beya que, además, hace que te cuestiones cierto estado
de cosas, que te increpa, que te incomoda, ese libro tiene un valor que está más
allá de la literatura, y a eso, por lo menos lectores como yo, lo agradecemos
aunque nos cueste digerirlo.
El tema de la trata de personas no me resulta ajeno ni una novedad mediática.
Nací y me crié en Entre Ríos, en un pueblo a la vera de la ruta 14, una de las
rutas del tráfico de personas más antiguas del país. Crecí viendo casuchas de
ventanas pequeñas y cerradas a cal y canto, desperdigadas a los costados de la
ruta, con un letrero sobre la pared del frente que decía “whiskería”, a la noche
iluminadas por lamparitas rojas. Crecí con un prostíbulo a la salida de mi pueblo
del que todo el mundo decía que traían chicas muy jovencitas del norte del país.
Crecí escuchando que el juez, el intendente, el comisario y el cura visitaban ese
lugar que se llamaba El descanzo, con zeta.
Mi madre tenía un tío solterón, José Bertoni. Crecí con José Bertoni que tenía
una casa muy linda, con un gran jardín y una hamaca y mi primo y yo nos
pasábamos las tardes jugando allí. A mi tío, de vez en cuando, lo visitaba la
Chona. Venía con sus hijos que tenían más o menos nuestra edad y todos nos
quedábamos jugando afuera mientras la Chona y José Bertoni se encerraban en la
casa. No sabíamos qué hacían, pero teníamos claro que por nada del mundo
teníamos que entrar hasta que ellos no asomaran las cabezas. Crecí pero también
creció, más rápido que yo, más corpulenta, más hermosa, la hija de la Chona. Y,
con toda naturalidad, cuando la chica tuvo doce o trece años, la que empezó a
encerrarse con José Bertoni en la pieza fue ella. La Chona, su mamá, mateaba en
el patio mientras nosotros seguíamos jugando. Crecí en la misma provincia que
Fernanda Aguirre, también secuestrada y desaparecida desde 2004.
El tema de la trata de personas no me es ajeno ni novedoso. Sin embargo, Beya
fue para mí como una patada en los dientes. Y cuando una obra de ficción
consigue confrontar al lector de esta manera, cuando consigue que la sangre te
hierva en las venas, cuando consigue que se te retuerzan las tripas, esa es una
gran obra que hay que celebrar porque no aparece seguido en el panorama
literario. Y aunque Beya me haya dolido tanto, también me ha hecho muy feliz
como lectora.

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