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Antonio Morcillo

Despedida II
Premio SGAE de Teatro 2001
PERSONAJES

AUEDEICH; Coleccionista de arte,

ALTONA: Psicóloga.

MONA: Hija de Auedeich.

AMAT: Marido de Altona.

GIACOMETTI: Pintor y escultor suizo.

VAN MEURS: Bibliotecario holandès, amigo intimo de


Giacometti
1
Jardín.

AUEDEICH.— Mandarán a alguien.

MONA.— ¿Por qué?

AUEDEICH.— Les encanta meterse en la vida de los demás.

MONA.— Lo sé. ¿Y qué?

AUEDEICH.— Estan obsesionados con el tema. Tu compañera


habló con todo el mundo.

MONA.— ¿Y no podemos hacer nada?

AUEDEICH.— No. La directora ha hablado conmigo. Es mejor


así. (Pausa) Yo también estoy preocupado por ti.

MONA.— Fantàstico.

AUEDEICH.— He quedado por la tarde, sobre las seis.

MONA.— Fantàstico.

AUEDEICH.— De acucrdo. Mejor así.

MONA.— Fantástico.

Auedeich sale.

Oscuro
2
Tirol. Habitación de hotel. 1921. Entran Van Meurs, bibliotecario
holandés, y Giacomettl

VAN MEURS.— ¿Aquí?

GIACOMETTI.— Espera, te arreglaré la cama. Esta noche habrá


tormenta. Tiemblas. Apóyate. Tienes que cambiarte de ropa.

VAN MEURS.— ¿Podrás trabajar?

GIACOMETTI.— Luego hablaremos de eso. Estás muy enfermo.

VAN MEURS.— ¿Podrás trabajar?

GIACOMETTI.— Sí. (Pausa. Mirando la habitación) Es acogedora.


La luz es...

VAN MEURS.— La luz... muy bien... ¿dónde estás...?

GIACOMETTI.— Túmbate.

VAN MEURS.— ¿Qué harás mientras duermo?

GIACOMETTI.— Contemplarte.

VAN MEURS.— ¿No dibujarás?

GIACOMETTI.— Sólo contemplarte. Con esta luz.

Oscuro
3

Casa de Auedeich. Jardín.

AUEDEICH.— ¿En serio? Come lo normal. Va por épocas, ya


sabe, en esta edad... Tiene el estómago delicado. ¿Ha hablado con
ella?

ALTONA.— Sólo un momento.

AUEDEICH.— ¿Era un problema de estómago, no?

ALTONA.— Eso es lo que dice ella.

AUEDEICH.— ¿A usted no le parece así?

ALTONA.—...

AUEDEICH.— Hable con libertad.

ALTONA.— Puede ser y puede no ser.

AUEDEICH.— No lo entiendo.

ALTONA.— Tiene algunos síntomas, pero no son definitivos.

AUEDEICH.— ¿Y eso qué significa?

ALTONA.— Significa que me gustaría tratar a su hija por un


tiempo. Significa que puede que su hija padezca anorexia nerviosa o
quizá se trate de bulimia. No lo sé. ¿Sabe de lo que estoy hablando?

AUEDEICH.— Sí...

ALTONA.— ¿Seguro?

AUEDEICH.— Sí.
ALTONA.— Estamos hablando de una enfermedad muy grave.
Una enfermedad de la que se desconocen las causas exactas. Una
enfermedad que produce la muerte. (Pauso) Su hija es una estu-
diante excelente, pero eso no quiere decir nada. La mayoría de las
anoréxicas lo son.

AUEDEICH.— Mi hija es muy inteligente.

ALTONA.— Especialmente sobresaliente en dibujo.

AUEDEICH.— Es más que sobresaliente. Es un prodigio. Era un


prodigio. Ya no dibuja,.. De niña, era igual que Giacometti. "Podía
dibujar cualquier cosa y todo lo veía perfectamente claro". (Pausa)
Pero luego lo dejó...

ALTONA.— ¿Giacometti?

AUEDEICH.— Un pintor y escultor suizo. Todos estos cuadros y


esculturas son reproducciones de obras suyas.

ALTONA.— ¿Está vivo?

AUEDEICH.— No.

ALTONA.— Sí... creo que he visto carteles... ¿No hay ahora una
exposición sobre él?

AUEDEICH.— Sí. La he organizado yo. (Pausa) Soy marchante y


coleccionista de arte. (Silencio) Sé lo que está pensando.

ALTONA.— ¿Qué estoy pensando?

AUEDEICH.— Todas estas esculturas. La anorexia. El padre y


Giacometti. Todo encaja, ¿verdad?

ALTONA.— Puede que su hija no sea anoréxica.

AUEDEICH.— Sería lo más normal del mundo si lo pensara.

ALTONA.— Sólo digo que la curación de una enfermedad así es


difícil. Y larga.

AUEDEICH.— Sería lo más normal del mundo.

ALTONA.— No pienso nada.

AUEDEICH.— Ella no está enferma.

ALTONA.— Ya veremos. En todo caso, necesito su colaboración.


Usted debe participar activamente en la terapia.

AUEDEICH.— Ella no está enferma.

ALTONA.— Primero realizaremos un examen médico y


estableceremos un diagnóstico aproximado. Normalmente, estas
enfermedades necesitan todo un equipo terapéutico y el tratamiento
en un centro especializado...

AUEDEICH.— ¿Ahora?

ALTONA.— Eso sería más adelante..., pero tiene que asistir a


terapia...

AUEDEICH.— Mi hija es muy especial. No lo olvide cuando


hable con ella. Extremamente sensible. Podría haber sido una gran
pintora si hubiera querido.

ALTONA.— ¿Ya no pinta?

AUEDEICH.— No.

ALTONA.— Están muy unidos, usted y ella.

AUEDEICH.— Esta casa es muy grande.

ALTONA.— ¿Qué?

AUEDEICH.— Algunas veces pienso si no sería mejor... sí... cam-


biar... (Silencio) Su madre... su madre murió cuando ella todavía era
una niña y nosotros..., es natural que desde entonces hayamos
estado unidos, ¿entiende? (Pausa) Su madre estaba un poco gorda,
¿sabe?, gorda como una estatua de Botero... gorda...

ALTONA.— ¿Botero?

AUEDEICH.— Se lo digo por si le sirve de algo. Murió de un


infarto de miocardio, aquí mismo, más o menos, donde usted está
sentada. Cayó de la silla. Y entonces ella...

ALTONA.— ¿Quién?

AUEDEICH.— ... intentó levantarla del suelo... moverla... la niña


intentó levantarla, pero claro no tenía fuerzas, era imposible, pero lo
intentó durante varias horas, supongo, más o menos, donde estamos
ahora nosotros, sí, era como ver a una muñeca forcejeando con un
luchador de sumo que se hubiera quedado transpuesto en la
hierba... seguramente...

ALTONA.—... ¿cómo...?

AUEDEICH.— ... seguramente se preguntará cómo lo sé. Yo


llegué justo para ver cómo mi pobre niña se rendía después de
luchar durante varias horas. Cuando crucé el umbral, ella se
tumbaba al costado de su madre. Callada. (Pausa) Y fría.

ALTONA.— Tuvo que ser terrible. Para ambos.

AUEDEICH.— Sí.

ALTONA.— ¿Por qué me cuenta todo esto?

AUEDEICH.— Por si le sirve de algo.

ALTONA.— ¿Hablan de aquello alguna vez?

AUEDEICH.— No. Ella no lo recuerda. Y, por favor, le pediría


que extremara su discreción en lo referente a este asunto.

ALTONA.— Tengo que irme.


AUEDEICH.— El conocimiento completo sería la misma muerte.

ALTONA.— Tengo otra cita. ¿Cuándo quiere que comience?

Oscuro
4

Habitación de hotel del Tirol. Van Meurs agoniza postrado en lo


cama. Gacomcttí, sentado en un extremo de la habitación, le dibuja.

GIACOMETTI.— ... el frío lo está devorando todo, devora el


candor agrietado que cruje perdido en el canto del viento, el cuero
cabelludo cruje, tu quijada cruje, partiéndose en descorazonadas
mitades, oigo al paisaje devorado por el frío inmóvil, la escarcha
salada de no poder desplazarse, el frío lo está devorando todo,
devora el relleno cenizo de tus mejillas y a dentelladas, talla el perfil
de tu nariz hacia el horizonte, estela amarilla infinita diminuta el
hielo ha crecido en tu frente, y yo me deslizo apoyado en mis
esquíes de carbón que sueñan con el polo de tus sienes, más allá de
tus sienes

VAN MEURS.— ¿Dónde estás?

GIACOMETTÍ.— Me he detenido, necesito un descanso.

VAN MEURS.— Morirás congelado.

GIACOMETTÍ.— Sólo un momento.

VAN MEURS.— Hace mucho frío. ¿Cómo es el paisaje?

GIACOMETTÍ.— La tierra es blanda... pálida. Arde por dentro.


Bajo mis pies, la rabia del verano gira prisionera alrededor de tus
huesos.

VAN MEURS.— ¿Qué ves?

GIACOMETTI.— Todo lo que veo se consume y crece de nuevo.


A míderecha veo el promontorio de tu pómulo. Late. Estoy cerca de
tu ceja, la rozo con mis pies y me embarro en tu fiebre. ¿Dónde están
tus ojos?
VAN MEURS.— ¿Dónde están?

GIACOMETTI.— Espera. (Pausa) Dos piedras asustadas. En el


fondo de tu nuca. Chocan.

VAN MEURS.— ¿Te has asomado?

GIACOMETTI.— Sí.

VAN MEURS.— Tengo frío.

GIACOMETTI.— Dos túneles verticales, dos abismos, dos


barranco Desde la piel hasta tu nuca.

VAN MEURS.— Sal de ahí.

GIACOMETTI.— Dos prismáticos. ¿Por qué?

VAN MEURS.— Es peligroso. Puedes caer.

GIACOMETTI.— Tus ojos vuelven a subir, encendidos.

VAN MEURS.— Vete.

GIACOMETTI.— Me miran.

VAN MEURS.— Por favor.

GIACOMETTI.— Encajan perfectamente en las heridas de sus


órbita ¿Los cierras?

VAN MEURS.— Sí.

GIACOMETTI.— Sigo

VAN MEURS.— ¿Cómo son los contornos del paisaje?

GIACOMETTI.— Suaves. Delicados. Tristes.

VAN MEURS.— Agua. (Pausa. Gacometti te sirve un vaso de agua.


Bebe) Gracias. Tengo la sensación de que los rasgos de la cara son
como arenas movedizas.

GIACOMETTI.— Son placas de miel helada.

VAN MEURS.— Me muero.

GIACOMETTI.— Tu aliento es el alma del viento.

VAN MEURS.— ¿Qué haces?

GIACOMETTI.— Dibujo. Dibujo tu aliento.

VAN MEURS.— ¿Dónde estás?

GIACOMETTI.— El frío lo devora todo devora mis dedos los


quema los hace sangrar descenderé por el puente para calentarlos en
las fosas nasales

VAN MEURS.— Te abrasarán.

GIACOMETTI.— No te muevas.

VAN MEURS.— Quiero verlo.

GIACOMETTI.— Espera. Espera. La luz

Oscuro
5

Comedor. Noche. Cocina en un lateral. Cuarto de baño al fondo

ALTONA.— ¿Te gusta? —lento paladear chasquidos los ojos de


serpiente que esconde la lengua cuando muerde—

AMAT.— Sí. ¿Le has puesto pimienta, verdad?

ALTONA.— Sí.

AMAT.— Está muy rico. ¿No comes?

ALTONA.— No. He picado algo antes de venir —ya se han


desinflado las jorobas de mis mofletes mejillas soy una ardilla
macilenta masticación de los propios sedimentos—

AMAT.— Está muy rico. Muy rico de verdad. Es increíble cómo


cocinas.

ALTONA.— Es muy fácil. Coges una langosta viva de kilo y


medio y la colocas con las patas hacia arriba en una mesa bien
grande. Con una mano le sujetas la cola hasta que quede bien
estirada y quieta. En esta posición, se le corta uno de los cuernos y
se lo metes por el agujero que la langosta tiene en la cola, supongo
que eso debe de ser el culo de la langosta, de modo que la lango;
quede completamente atravesada desde la cola, o desde el culo,
hasta la cabeza por uno de sus propio cuernos...

AMAT.— …ahá…

ALTONA.— ... después se saca el cuerno, al que se le ha pegado


la tripa y el jugo de la langosta. Esto lo colocamos en una cacerola
que será más tarde el pocilio de caldo. Muy bien. Después, se parte
la langosta en trozos sin quitarle el caparazón. Estos trozos se
rebozan en harina y se rehogan en aceite bien caliente sacándolos en
un plato. Se pone una cacerola al fuego con el aceite y cuando está
bien bien caliente, se fríe en él la cebolla menuda, se añaden cien
gramos de jamón cortado en taquitos, dos cucharaditas de salsa de
tomate, dos onzas de chocolate, dos copas de coñac y el caldo con el
jugo que se sacó de la langosta. La tripa se tira, claro. En una bolsa
se mete la pimienta, el laurel y el perejil, introduciéndolo todo en la
salsa que hicimos antes. A continuación se echan en esta misma
cacerola los trozos de la langosta y se dejan cocer de veinte a treinta
minutos. Más o menos. Yo prefiero treinta. Entonces se saca la
langosta en una fuente y se sirve en la salsa, en la que ya no está la
bolsa con las especies, claro. Y ya se puede comer.

AMAT.— Ya..., ¿qué es esto?

ALTONA.— Me gusta verte comer. Cómo comes —como


succionas tragas masticas introduces ingestas jalas devoras—

AMAT.— ¿Qué es esto?

ALTONA.— Es de la langosta.

AMAT.— Pero, ¿esto se come?

ALTONA.— Hay gente que se lo come.

AMAT.— ¿No son las tripas de la langosta?

ALTONA.— Lo siento. (Coge d plato de Amat y separa las tripas con


su tenedor)

AMAT.— Oye, no es necesario.

ALTONA.— (Mientras echa las tripas en su plato) Calla,


(inspecciona detenidamente el marisco, le devuelve el plato a Amat, se
levanta y entra en la cocina. Sale. Se sienta. Silencio) Lo siento. No sé
cómo... te juro que no volverá a pasar.

AMAT.— No pasa nada. He comido cosas peores. Tu paella, por


ejemplo... (Silencio largo) ¿Qué has comido hoy?
ALTONA.— ¿Qué? ¿Hoy? Nada. Quiero decir, sí, he comido un
bocadillo... tengo mucho trabajo y no he podido... Hoy he tenido
una entrevista con el padre de una chica del colegio. Anoréxica. No
es seguro. La chica está realmente muy delgada. Una compañera de
clase la ha sorprendido varias veces vomitando y se le ha contado a
los profesores, se han asustado... han empezado a preguntar al resto
de compañeras y resulta que casi no come y se pasa todo el día
bebiendo agua... muy rara... muy extraña.... la casa... (Pausa)
Después he comido pastel de chocolate. Cerca de la consulta. ¿Sabes
quién es Giacometti?

AMAT.— No.

ALTONA.— Un pintor suizo. Acaba de inaugurarse una


exposición sobre él. El padre está obsesionado con Giacometti. Tenía
la casa llena... ¿no te gusta o qué?

AMAT.— No puedo más.

ALTONA.— Come un poco más y lo dejas.

AMAT.— En serio, estoy...

ALTONA.— (Aliona le sirve un poco de comida) Mañana tengo que


hacer la compra. ¿Quieres algo en especial?

AMAT.— Chocolate.

Silencio

ALTONA.— (Recogiendo la mesa) Hablaba todo el rato de ese


Giacometti.

AMAT.— Espera, aún no he terminado.


Entra en la cocina. Deja los platos en el fregadero.

El chocolate que lleva almendras o avellanas me gusta. (Pausa.


Altona, con los dedos, se introduce en la boca un poco de langosta. Mastica
despacio, con placer) No el chocolate negro, la última vez trajiste
chocolate negro. (Comiendo rápidamente) Aún está ahí. Ni lo he
tocado. Ahí está. (Altona se sienta en una silla. Bebe agua. Come) No sé
por qué traes chocolate negro si sabes que no me gusta.

ALTONA.— Ella, por supuesto, no admite nada.

AMAT.— ¿Qué?

ALTONA.— (Deja el plato en el fregadero y se levanta) ¿Y a que no


sabes de quién me estaba hablando a los cinco minutos?

AMAT.— ¿Qué haces ahí?

ALTONA.— De Giacometti. Están obsesionados. Los dos.

AMAT.—¿Qué haces ahí?

ALTONA.— Fregando los platos. (Abre el frigorífico y saca gran


cantidad de comida. Se sienta en un rincón del suelo, acurrucada, y come
de forma compulsiva)

AMAT.— No friegues ahora. ¿Hay postre?

ALTONA.— Giacometti... la casa estaba llena de pinturas y


esculturas... hombres de hierro o bronce... no sé... él dijo bronce
creo...que caminaban…hummm…caminaban delgados, muy, muy
delgados... anoréxicos... muy... (Ríe)... si los mirabas, si te quedabas
un momento mirándolos, a esos hombres, daba la impresión de
que... de que iban ellos iban a desaparecer, de que si les quitabas un
poco de bronce, un gramo... una pizca de hierro o bronce más del
que ya tenían, desaparecerían... completamente... allí mismo...
estaban al borde de su... estaban al límite de lo que eran... no podían
ser menos de lo que ya eran sus cuerpos y sus cuerpos eran todo lo
que podían... hummmm... estaban justo en la medida exacta para
ser... ellos mismos... era evidente que no había más posibilidades...
era una tontería pensar en quitarles nada... ni un trozo... no... una
tontería... nada de bronce porque entonces ya no eran nada...
¿sabes...? estos hombres... sí... era curioso...

AMAT.— Ni idea. ¿Hay postre?

ALTONA.— Claro. (Deja de comer. Se limpia la boca y las manos


con una servilleta. Se levanta y mete el resto de la comida en el frigorífico)
¿Qué quieres?

AMAT.— Natillas.

ALIONA.— Ahora mismo te las llevo. (Entra en el comedor. Deja


las natillas y una cucharilla sobre la mesa. Sale. Entra en el cuarto de baño.
Se mira en el espejo. Se mete los dedos en la boca y vomita)

AMAT.— ... —ininterrumpidamente contigo atravesarte polla


falo polla vivo romperte los dientes blandos hincarte los dientes
maquillaje de la sangre-semen quisiera bambolearte pendulearte
removerte girarte abrirte de par en par y tiro porque me toca de la
misma manera a como se abre una ventana una mañana soleada y
fresca naturaleza intravaginal inhalada ariete varado en río reseco
venas-branquias si tú me lo pides enredada en tus gritos— (Altona
termina de vomitar. Se limpia) ¿Y no tiene más hijos?

ALTONA.— ¿Quién?

AMAT.—El padre.

ALTONA,— No.

AMAL— ¿Quieres ver una película esta noche?

ALIONA.— (Sale del cuarto de baño) Claro.

AMAT.— ¿Tú sabes dónde está el chocolate negro?


ALTONA.— (Entra en el comedor) ¿Ponen alguna buena esta
noche?

AMAT.— No sé. También podríamos hacer al amor. ¿Dónde


está el chocolate negro?

ALTONA.— ¿Para qué quieres ahora el chocolate negro? No te


gusta.

AMAT.— Es gula. ¿Quieres ir a la cama?

ALTONA.— Hoy no me apetece.

AMAT.— Claro.

ALTONA.— No tengo ganas.

AMAT.— Claro. No tienes apetito.

ALTONA.— ¿Qué?

AMAT.— No te despierto el hambre.

ALTONA.— ¿Qué dices?

AMAT.— No soy suculento. No quieres comerme.

ALTONA.— Dejemos el tema.

AMAT.— Dejado está.

ALTONA.— Pues eso. (Se levanta y comienza a recoger los platos)

AMAT.— ¿Por qué?

ALIONA.— Te digo que no tengo ganas, pero tú insistes e


insistes. Cuanto más insistes, menos ganas tengo. Pero tú insistes.
Parece que lo haces a propósito. ¿Quieres café?

AMAT.— Sí.
ALTONA.— Vale. ¿Solo, no?

Sale.

AMAT.— Tu hambre. Esplendor en tus ojos. Dilatadas las


pupilas los labios dilatados. Cuando el hambre se cierra, el amor
grita basta.

Entra.

ALTONA.— No hay café. Bajo a pedirle un poco a la vecina.

AMAT.— No, déjalo.

ALTONA.— Ahora vengo.

Sale. Oscuro
6

Consulta de Altona.

MONA.— Mi padre siempre cuenta una historia sobre


Giacometti. No sé si es verdad o se lo ha inventado. Giacometti
nunca estaba satisfecho con sus esculturas. Nunca. Siempre tenía
que retocarlas y retocarlas hasta que fueran perfectas. Tan lejos
llegaba su obsesión que, en una ocasión, entró de incógnito en un
musco donde se exhibían sus piezas. Tranquilamente recorrió las
salas como un visitante más, deteniéndose delante de alguna pieza y
observándola, pasando de largo de otras, oculto en su sombrero de
ala ancha. Entonces, al final del pasillo, vio un grupo de gente
delante de una estatua: El objeto invisible. Se acercó, con el corazón
cincelándole su propio pecho. Allí estaba. La suave figura
sosteniendo el alma del aire en el aire. ¿La ha visto? Por eso también
la llaman Manos sosteniendo el vacío... (Pausa) Es perfecta. Giacornetti
se acercó con cautela. Esperó. Sin embargo, la estatua nunca estaba
sola. Siempre venían nuevos grupos que querían verla y rodearla. La
ansiedad le picaba en la yema de los dedos. Estaba paralizado. Los
otros le rozaban con sus cuerpos, con sus comentarios. "Es maravi-
llosa, maravillosa", oía sin cesar. ¡Pero no, no, no era perfecta,
todavía no era perfecta!, ¿cómo podían decir que era perfecta antes
de que él mismo la hubiera retocado? ¿Quiénes eran ellos?
Lentamente, sacó un cincel y un martillo. Dio un paso, se quitó el
sudor con el brazo izquierdo al mismo tiempo que lo elevaba y se
abalanzó sobre la estatua mientras le asestaba un firme golpe de
martillo. Todo el mundo se quedó en silencio.

(Silencio) Giacometti golpeo otra vez y otra vez y otra vez el


tronco de la estatua ante la estupefacción del público. Estaba
extasiado. Duró nada más que treinta segundos. Después alguien
gritó y le agarró del brazo. Otro le ayudó. Y otro más. Todos se
echaron encima de él. Hasta que lo redujeron.
ALTONA.— ¿Y no lo detuvo la policía?

MONA.— Los guardianes del museo llegaron al instante. Lo


esposaron y lo encarcelaron. Le acusaron de haber atentado contra
un bien público de valor incalculable.

ALTONA.— Pero, ¿no había hecho él la estatua?

MONA.— Sí. Pero la estatua ya no era suya.

ALIONA.— ¿Y no dijo quién era él realmente?

MONA.— No.

ALIONA.— ¿Por qué?

MONA.— No lo entendería.

ALTONA.— ¿No te parece un poco extraña la conducta de


Giacometti?

MONA.— No.

ALTONA.— Si hubiera podido, hubiera retocado y retocado la


escultura hasta... hasta... hasta hacerla desaparecer...

MONA.— Exacto.

ALTONA.— Acabaría destruyendo su obra.

MONA.— Sí.

ALTONA.— ¿Crees que esto les pasa algunas personas?

MONA.— ¿Qué les pasa?

ALTONA.— Que quieren ser perfectos a costa de ellos mismos.

MONA.— Sí... ¿qué insinúa?

ALTONA.— No insinúo nada.


MONA.— Insinúa que yo me estoy haciendo daño.

ALTONA.— Insinúo que la perfección muchas veces está unida


a la enfermedad.

MONA.— ¿Y eso es malo?

ALTONA.— ¿Es malo?

MONA.— ¿Lo es?

ALTONA.— Sí. (Pausa) Puede producir la muerte.

MONA.— La muerte produce belleza.

ALTONA.— No me gusta que digas eso.

MONA.— La muerte produce belleza.

ALTONA.— Mona...

MONA.— La muerte produce belleza.

ALTONA.— ¿Te gustaría morir para ser bella?

MONA.— Produce... (Pauso) ¿que?

ALTONA.— ¿Te gustaría morir para ser bella?

MONA.— Tengo hambre.

ALTONA.— ¿Por qué crees que tu padre cuenta siempre esa


historia sobre Giacometti? (Pausa) Mona...

MONA.— Mi padre está obsesionado con Giacometti.

ALTONA.— ¿Y tú?

MONA.— No.

ALIONA.— Pero, ¿por qué siempre te cuenta esa historia?


MONA.— Pregúntele a él.

ALTONA.— Te lo estoy preguntando a ti.

MONA.— Y yo no sé qué decirle.

ALTONA.— ¿Crees que tu padre piensa que eres una hija


obediente?

MONA.— ¿Obediente? No.

ALTONA.— ¿Por qué?

MONA.— No io suficiente.

ALTONA.— ¿Y tú? ¿Qué piensas?

MONA.— Pienso como él.

ALTONA.— ¿En qué cosas eres desobediente?

MONA.— Hago lo que me da la gana.

ALTONA.— ¿Crees que tu padre es perfeccionista?

MONA.— Sí.

ALTONA.— ¿Perfeccionista como Giacometti?

MONA.— Sí.

ALTONA.— ¿Y tú?, ¿eres perfeccionista como tu padre?

MONA.— No insista: no estoy enferma.

ALTONA.— No he dicho eso.

MONA.— No lo estoy. No lo estoy. No lo estoy. No lo estoy.

ALTONA.— Es una tontería querer parecerse a una escultura.


MONA.— Sí, yo también pienso lo mismo.

ALTONA.— Entonces, ¿por qué no quieres comer?

MONA.— Usted no entiende nada. Desde el primer día no ha


dejado de pensar las mismas cosas, de insistir en lo mismo. No
entiende nada.

ALTONA.— Sí que lo entiendo.

MONA.— No se engañe.

ALTONA.— No comes.

MONA.— Mentira.

ALTONA.— Hay personas que no comen porque quieren


parecerse a la gente de la televisión, parecerse a alguna actriz, o
cantante... Puede que tu caso sea diferente.

MONA.— ¿Mi caso?

ALTONA.— Puede que tú tengas el mismo sentimiento que


Giacometti tenía por sus estatuas.

MONA.— NO sé qué sentimiento tenía Giacometti por sus


esculturas.

ALTONA.— Acabas de contármelo.

MONA.— ¿Qué acabo de contar?

ALTONA.— Piénsalo un momento.

MONA.— ¿El qué?

ALTONA.— Piénsalo.

MONA.— No sé qué tengo que pensar.

ALTONA.— Giacometti.
Silencio.

MONA.— Giacometti. Sí. Hace tiempo que sueño con


Giacometti.

ALTONA.— ¿Sí..,?

MONA.— Hace tiempo que me habla. A través de los


cuadernos, de los objetos. Quiero transformarme. Quiero vaciarme.
Tener su alma. Tener su anorexia.

ALTONA.— Muy bien... Mona... ahora... sigue... habíame de


Giacometti y de ti.... tranquila... relájate...

MONA.— SÍ... me gusta Giacometti, sus manos... cómo trabaja


el bronce, con delicadeza, con fuerza... su voz... su cuerpo... su polla
cuando entra en mi cama por las noches, con la máscara de mi padre
y me viola encima de uno de sus cuadros… sí…, así… me gusta…
mucho… creo que por eso quiero ser anoréxica… para gustarle...
con delicadeza... con fuerza..., oh.... sí… Giacometti... sí... sigue...
méteme... métemela...

ALTONA.— Basta.

MONA.— ... tu martillo suizo... tu hierro... sí...

ALTONA.— Basta.

MONA.— ¿Qué ocurre? Estoy pensando lo que usted quiere


que piense.

ALTONA.— No ha tenido gracia.

MONA.— Usted nunca está contenta.

ALTONA.— NO lo vuelvas a hacer. No juegues conmigo.


(Pausa) Soy tu amiga.

MONA.— Yo no soy su amiga. No nos conocemos de nada.


Viene aquí, me dice lo que tengo que comer y lo que no, me dice que
tengo que aceptar mi propio cuerpo, que tengo que subir mi auto-
estima y que tengo que pensar lo que usted quiera. Muy bien. Ya
veremos si lo consigue. Pero eso no significa que seamos amigas.

ALTONA.— Ya te lo dije el primer día: lo más importante es que


tengas absoluta confianza en mí. Sin mutua confianza no haremos
nada. Esto es básico para la terapia. Tienes que ayudarme a mí
primero para que yo te pueda ayudar después a ti. Es muy fácil,
¿verdad?

MONA.— Sí. Facilísimo.

ALTONA.— Y después, es aceptar que estás enferma.

MONA.— No estoy enferma.

ALTONA.— Lo estás.

MONA.— Primera noticia.

ALTONA.— Escucha: estás diez kilos por debajo de tu peso


ideal, antes hacías cuatro horas de ejercicios al día y toda la casa
estaba llena de botellas de cinco litros de agua...

MONA.— ... me gusta el ejercicio...

ALTONA.— ... tienes desequilibrios menstruales y sufres de


insomnio…

MONA.— ¿Y qué?

ALTONA.— ¿Y qué?

MONA.— No significa nada que mi regla no sea regular, que


me cueste dormir, no significa nada.
ALTONA.— La gente se muere cuando se encuentra en tu caso
¿entiendes?

MONA.— No diga chorradas.

ALTONA.— Te vas a morir.

MONA.— Usted también.

ALTONA.— No digas chorradas.

MONA.— ¿Pintaba usted de pequeña?

ALTONA.— Claro que pintaba, y no cambies de tema.

MONA.— ¿Y cómo se le daba?

ALTONA.— Mal. Era un desastre. Mira, lo que quiero decirte es


que tanto en un caso como en el otro, no comes porque no te aceptas
tal y como eres. ¿Y sabes qué?

MONA.— Pero le encantaba pintar, ¿verdad?

ALTONA.— Creo que buscas la aprobación de tu padre para


sentirte bien contigo misma. Y no necesitas esa aprobación para
vivir.

MONA.— Ya lo sé.

ALTONA.— ¿Por qué te resultan tan interesantes esas figuras


delgadas? No lo entiendo. No entiendo nada de arte. ¿Me lo podrías
explicar?

MONA.— No se trata sólo de las figuras. También están los


retratos.

ALTONA.— ¿Qué te gusta de los retratos?

MONA.— La muerte produce belleza. No lo comprendería.


Giacometti retrata la transformación del rostro: el tránsito.
ALTONA.— ¿El tránsito hacia dónde?

MONA.— Déjelo.

ALTONA.— ¿El tránsito hacia dónde?

Silencio.

¿Tú crees que tus síntomas no tienen ninguna relación con la


obsesión de tu padre con Giacometti? ¿Con tu entorno? ¿Con tu
propio obsesión?

Silencio.

Quiero que sepas que todo el rato estás manteniendo una con-
ducta evasiva que no te ayuda en nada. ¿Por qué no intentas...?

MONA.— ¿Conoce la historia de Van Meurs y Giacometti?


(Silencio) ¿La conoce?

ALTONA.— ¿No quieres, ¿verdad?

MONA.— Van Meurs era un bibliotecario holandés, íntimo


amigo de Giacometti. Juntos realizaron un viaje por el Tirol.
Después de unas semanas de viaje, Van Meurs cayó gravemente
enfermo. Entonces, decidieron alojarse en un hotel. Allí, durante un
par de días, Van Meurs agonizó hasta morir, mientras Giacometti se
dedicaba a retratar el rostro de esa agonía.

GIACOMETTI.— Ha venido el médico.


VAN MEURS.— Mi rostro se hunde y sale a flote como una
madera entre el mar y la superficie. Ha venido el médico. El médico
podrá ver nada, Alberto. Tú sí.

GIACOMETTI.— No puedo dibujar.

VAN MEURS.— Descansa un poco.

GIACOMETTI.— Tienes que comer algo.

VAN MEURS.— Soy un pozo transparente. Verías la comida


caer en lo profundo de ese pozo inorgánico, rompiéndose en
desoladas astillas orgánicas.

GÍACOMETTÍ.— Come.

VAN MEURS.— No quiero comer: estropearía el paisaje.

GIACOMETTI.— Ya he acabado.

VAN MEURS.— Yo no. Si yo no he acabado, tú no has acabado.

GIACOMETTI.— Las cuencas de tus ojos.

VAN MEURS.— Descansa.

GIACOMETTI.— Laten, estremecidas. Las venas son hilos de


seda y cables de metal. La carne que las rodea se vuelve pétalo y el
pétalo es una rosa de cera y la cera, aceite hirviendo. Tú te ahogas
ahí. Tú eres burbuja ahí.

VAN MEURS.— Descansa un momento...

GIACOMETTI.— Tú...

VAN MEURS.—... la muñeca.

Oscuro
7

Casa deAuedeich. Salón. Auedeich y Altona.

AUEDEICH.— Pero, ¿cómo puede verse gorda cuando no es así?

ALIONA.— Ésta es una enfermedad mental. Su hija tiene en la


cabeza una imagen desagradable de sí misma que le resulta insopor-
table. Esta imagen consiste en una chica muy gorda. El intento de
mejorar esta imagen se convierte en su única obsesión. Y el miedo a
empeorarla le hace entrar en una dinámica de adelgazamiento sin
límites. Entonces, el único problema consiste en luchar a brazo
partido con su cuerpo. Es decir, en luchar a brazo partido consigo
misma. La cuestión es que el cuerpo es más que nosotros mismos,
nos supera, y, por tanto, por mucho que intentemos eliminarlo,
siempre encontraremos cuerpo alrededor nuestro, por decirlo de
alguna manera, usted ya me comprende. El cuerpo es ilimitado y
está limitado a la vez. Es un callejón sin salida. Pero su hija se lo
toma como un duelo. O mi cuerpo o yo. ¿Se da cuenta de la cárcel en
la que se halla metida? Ella piensa: "En realidad, tan sólo depende
de mí, tan sólo depende de mi propia valía mejorar mi propia
imagen". Tenga siempre presente que esta imagen reproduce la
totalidad de su yo. Ellas son esa imagen y esa imagen son ellas.
Trabajan esa imagen, la esculpen, la modelan, durante iodo el día,
encerradas en su propio taller de creación. No hay ventanas en ese
taller. No hay luz. Entonces, todo fracaso es un fracaso personal. Y
una cadena de fracasos crea una frustración perpetua que te
introduce en la depresión y

En la amargura perfecta. Hasta que llega el fin, que, entonces,


es liberación.

AUEDEICH.— Dios mío.


ALTONA.— ¿Puedo tomar un poco más de café?

AUEDEICH.— Por favor... Entonces, ¿está enferma?

ALIONA.— Creo que sí.

AUEDEICH.— ¿Es grave?

ALTONA.— Puede serlo. Depende de cómo evolucione.


También depende mucho del entorno familiar.

AUEDEICH.— Sí, el entorno familiar...

ALTONA.— El entorno familiar es usted.

AUEDEICH.— Ah...

ALTONA.— ¿Ha intentado suicidarse alguna vez?

Silencio.

AUEDEICH.— Sí. Una vez. El año pasado, durante una


excursión con el colegio. La sorprendieron de noche, en el río. Una
compañera de clase la salvó.

ALTONA.— Su hija es muy fuerte, pero la anorexia acabará con


ella, créame.

AUEDEICH.— ¿Qué piensa usted?

ALTONA.— Si las dos próximas semanas sigue así, habrá que


internarla.

AUEDEICH.— Ella no puede dejar esta casa. Le entran ataques


de pánico solo de pensarlo.

ALTONA.— No es capricho mío, se lo aseguro. Necesita un


tratamiento personalizado.

AUEDEICH.— Por favor, no le comente nada respecto de su


intento de suicidio.

ALTONA.— Por supuesto.

AUEDEICH.— ¿Qué ocurre?

ALTONA.— Estaba pensando en la anorcxia. En la anorexia y en


el entorno familiar de Mona.

AUEDEICH.— ¿Y...?

ALTONA.— Estaba pensando en esa historia que usted le


cuenta sobre Giacometti en el museo. (Pausa) Creo que su hija quiere
convertirse en un modelo de belleza apreciado por usted. Por eso
está anoréxica. Por usted.

AUEDEICH.— No lo creo.

ALTONA.— ¿Por qué no?

AUEDEICH.— Ella no soporta a Giacometti.

ALTONA.— Giacometti sale continuamente en nuestras


conversaciones.

AUEDEICH.— Bueno... ¿de verdad? Eso no significa que no lo


odie.

ALTONA.— Un comportamiento típico de las anoréxicas es


suponer que son ignoradas o minusvaloradas por las personas
significativas para ellas.

AUEDEICH.— ¿Qué quiere decir?

ALTONA.— Su hija necesita sentirse querida por usted. Pero


usted sólo ama a Giacometti. Por lo tanto piensa: "Si me convierto en
Giacometti seré amada por mi padre".
AUEDEICH.— Eso es una tontería. Mi hija sabe que la quiero.

ALTONA.— ¿Seguro?

AUEDEICH.— Mi hija y yo tenemos una relación muy especial.


Nuestra comunicación es especial. Nuestro amor. Ella no duda de
mi amor.

ALTONA.— Creo que deberíamos hablar los tres del tema.

AUEDEICH.— ¿Los tres?

ALTONA.— Usted debe colaborar. Usted...

AUEDEICH.— Ya... soy el entorno familiar, pero no sé si es una


buena idea.

ALTONA.— ¿Por qué?

AUEDEICH.— Porque los dos nos vamos a sentir incómodos.

ALTONA.— ¿Por mí?

AUEDEICH.— SÍ. Además, mezclar a Giacometti con su


enfermedad no tiene sentido para nosotros. No digo que no sea
normal pensar una cosa así. Lo sé: es obvio. Pero en nuestro caso es
ridículo. Sobre todo hablándolo delante de usted.

ALTONA.— ¿Por qué sería ridículo?

AUEDEICH.— ¿No le ha dicho ella misma que es algo ridículo?

ALTONA.— Sí. (Pausa) ¿Por qué sería ridículo?

AUEDEICH.— Mi hija y yo bromeamos a menudo sobre el tema


de la anorexia y Giacometti. Para nosotros ha sido durante mucho
tiempo un chiste.

ALTONA.— ¿Guarda usted sus dibujos?


AUEDEICH.— Es gracioso. (Pausa) Sí.

ALTONA.— ¿Puedo verlos?

Oscuro
8

Comedor. Noche. Cocina en un lateral. Cuarto de baño al fondo.

AMAT.— ¿Quieres repetir?

ALTONA.— Sí.

AMAT.— ¿Puede ser que hayas engordado un poco?

ALTONA.— Gracias.

AMAT.— No, esta bien, a mí me gustas más así. Sólo te lo digo.

ALTONA.— Voy a hacer una dieta.

AMAT.— No lo decía por eso.

ALTONA.—¿Quieres repetir?

AMAT.— Estoy lleno...

ALTONA.— Sólo un poco. (Le sirve) ¿Te gusta?

AMAT.— Mucho.

ALTONA.— Pues es muy fácil. Sólo necesitas un kilo de carne


de pierna, dos dientes de ajo, dos cebollas, medio vaso de vino
blanco, dos pimientos encarnados, perejil, aceite y sal. Atas la carne
con bramante, apretando muy fuerte, hasta hacerla sangrar, sazonas
con ajo machacado y…

AMAT.— ¿Cómo va la chica anoréxica?

ALTONA.— ... ¿cómo?

AMAT.— La anoréxica.

ALTONA.— Ah. Aún no está del todo claro que esté enferma...,
creo que sí... ha perdido peso...

AMAT.— ¿Ha perdido peso?

ALTONA.— ¿Te aburre que te hable de mis recetas?

AMAT.— ¡No...! ¿Por qué lo dices? Me gusta oírte hablar de


cocina.

ALTONA.— ¿Seguro?

AMAT.— Claro. ¿Y qué haces después con los filetes de carne?

ALTONA.— Con la pierna. Es una pierna de carne. Nada. Ya no


me apetece.

AMAT.— Quiero saberlo

ALTONA.— Te he dicho que no me apetece y es que no me


apetece. Y punto. (Pausa) Creo que he comido demasiado. Siempre
quieres salirte con la tuya. (Pausa) No sé muy bien lo que pasa allí
dentro.

AMAT.— ¿Dónde?

ALTONA.— En la casa. Toda esa historia que se llevan con


Giacometti. Hay algo como... morboso en todo esto.

AMAT.— ¿Qué historia se llevan con Giacometti?

ALTONA.—No lo sé. Ella parece que quisiera convertirse en una


de esas esculturas de las que te hablé.

AMAT.— Ah... ésas... sí... ¿por eso está enferma?

ALTONA.— Cuando estás allí, puedes notar cierta sensación de


comodidad con la situación.

AMAT.— ¿La hija está enamorada del padre, no es eso?


ALTONA.— No. No es eso.

AMAT.— Tú siempre dices que las hijas están enamoradas de


los padres.

ALTONA.— No es verdad.

AMAT.— Sí, siempre lo dices... ¿tú se lo has preguntado a la


chica?

ALTONA.— ¿El qué?

AMAT.— Si está enamorada.

ALTONA.— ¡No! No me escuchas.

AMAT.— Bueno, pero si el padre está enamorado del


Giacometti y la hija quiere ser como una de las estatuas del
Giacometti, entonces la hija está enamorada del padre, ¿no?

ALTONA.— Yo no he dicho que el padre este enamorado de


Giacometti, sino que está obsesionado.

AMAT.— ¿Es lo mismo, no?

ALTONA.— No.

AMAT.— Yo creo que sí.

ALTONA.— Hoy he estado en la exposición de Giacometti…,


allí,...

allí... hay una figura de mujer.

AMAT.— Por ejemplo: tú estás enamorada de la comida porque


estás obsesionada con ella. ¿Digo tonterías?

ALTONA.— Figura femenina alargada. De pie. Uno. Así se


llama.
AMAT.— ¿Y...? (Se levanta) Espera, voy a echar una meada.
(Sale)

ALTONA.— Me gusta.

AMAT.— (Desde el cuarto de baño) ¿Es interesante?

ALTONA.— Soy yo. Encerrada en mi mente. Hecha estatua. La


belleza de mi muerte es una belleza de bronce. Mide casi nueve
metros. Soy una gigantesca mujer de bronce encerrada en este
cuerpo feo. Saldrá. No tengas miedo. Saldrá.

AMAT.— (Entra) ¿Es interesante? (Se sienta) La estatua.

Oscuro
9

AUEDEICH.— Ausencia de grasa alineada. Sexo no encerrado.


Sexo sin grasa. La grasa saca al monstruo. Lo exhibe. Placer de pie.
Líneas de cal verticales. No encerradas.

AMAT.— No me come. No saliva al verme. Antes me devoraba,


encharcada en su gula. Ahora vomita en mi cara. Tengo el sabor de
su cuerpo aquí. Miel y vinagre. Abrazo sus huesos. Me ato a sus
venas, enjutas. Miro su carne de luna, enjuta. Pero su carne ya no es
carne y su volcán ya no es volcán. Todo ha perdido su color y se ha
apagado. Y yo con ella. Dos estrellas apagadas en el firmamento.

AUEDEICH.— Romper los grasientos barrotes. Abrir la obesa


celda de la lujuria.

AMAT.— Alimentarla con mi alimento. Semen. Darse a luz ella


misma. Renacer. (Silencio) Buenos días, ¿qué desea?

AUEDEICH.— Tres lápices Faber-Castell del B8 o B6. Y un par


de carboncillos muy blandos.

AMAT.— Un momento. (Sale)

AUEDEICH.— Gracias.

Oscuro
10

Consulta de Altona. Altona y Mona.

ALTONA.— Has perdido peso de manera significativa.

MONA.— Estoy igual.

ALTONA.— No. Estás empeorando.

MONA.— No empiece.

ALTONA.— No empiezo, es la verdad. No podrás seguir aquí.


Ya he hablado de eso con tu padre.

MONA.— ¿Qué le ha dicho mi padre?

ALTONA.— Mira: sufrir de anorexia nerviosa significa estar


ingresada en un centro del que no puedes salir, ¿lo entiendes?
Tendrás que dejar esta casa por lo menos durante unos meses, o
quizá más.

MONA.— Muy bien.

ALTONA.— ¿Muy bien?

MONA.— Muy bien. ¿Qué le ha dicho mi padre de mí?

ALTONA.— Tú padre te quiere mucho y está muy preocupado


por ti, y se hace la misma pregunta que yo: ¿quieres morir?

MONA.— ¿Se hace esa pregunta?

ALTONA.— Si sigues así, morirás. No tendrás un cuerpo bonito,

¿entiendes?

MONA.— No me imagino a mi padre haciéndose esa pregunta.


ALTONA.— Serás un cadáver delgado metido en un ataúd
mucho más bonito que tu cuerpo. (Pausa) Tú padre piensa que eres
una persona muy especial. ¿Eres una persona muy especial?

MONA.— No.

ALTONA.— Yo creo que sí. No tiene sentido que mueras de esta


manera tan absurda. Tienes que luchar.

MONA.— ¿Cómo se lleva con mi padre?

ALTONA.—¿Cómo te llevas tú con tu padre?

MONA.— ¿A qué viene esa pregunta?

ALTONA.—¿A qué viene esa pregunta? Tu padre y tú sois una


familia. Quiero saber si esa familia se quiere, si está unida.

MONA.— ¿Por qué?

ALTONA.— Porque estas cosas son importantes cuando una


persona tiene tu enfermedad.

MONA.—¿Por qué son importantes?

ALTONA.— Mierda: ¿quieres responder?

MONA.— Está perdiendo el control.

ALTONA.— Perdón. (Pausa) Perdón... Mira: la enfermedad que


sufres... que puede que estés sufriendo, tiene que ver con cómo se
siente una consigo misma. Y un aspecto que afecta directamente a
cómo te sientes contigo misma son las personas a las que ves todos
los días y de las que dependes. Como tus padres. Como tu padre. Su
opinión y cómo te ven ellos afecta a cómo te ves tú. ¿Entiendes?

MONA.— Sí, estaba claro desde el principio.

ALTONA.— ¿Te estás riendo de mí?


MONA.— En absoluto.

ALTONA.— No estoy aquí para perder el tiempo.

MONA.— Yo sí.

ALTONA.— ¿Cómo te llevas con tu padre?

MONA.— No voy a decir nada malo de mi padre, salvo que es


un putero.

ALTONA.— ¿Cómo?

MONA.— Que es un putero. Le encantan las putas.

ALTONA.— ¿Es eso cierto?

MONA.— ¿Sabe por qué son tan delgadas las figuras de


Giacometti?

ALTONA.— ¿Es cierto lo que dices?

MONA.— ¿Sabe por qué son tan delgadas las figuras de


Giacometti?

Silencio.

ALTONA.— No. ¿Por qué? (Pausa). Porque padecen de anorexia


nerviosa. (Pausa). Como tú.

MONA.— Yo no soy anoréxica.

ALTONA.— Sí que lo eres.

MONA.— Usted no comprende nada. Todo tiene que ser


anoréxico, para usted. Si alguien está un poco delgado,
necesariamente debe le estar anoréxico. ¿Por qué? Porque lo ha leído
en algún libro. Todo lo que no comprende tiene que estar enfermo,
precisamente porque no lo comprende. Hay algo más complejo, más
sutil y refinado detrás de las cosas, ¿entiende?

ALTONA.— No, explícamelo

MONA.— No me da la gana.

ALTONA.— No lo puedes explicar

MONA.— Hay algo más artístico detrás de las cosas, eso es


todo

ALTONA.—¿Artístico?

MONA.— Pero usted no puede ver más allá de sus libros...

ALTONA.—¿Artístico?

MONA.— Artístico..., los libros que ha estudiado en la


universidad, como no comprenden, como no quieren comprender,
escriben la versión más sencilla del problema porque necesitan tener
la explicación más sencilla del problema para vendérsela a todo el
mundo, para quedarse tranquilos, porque sois incapaces de
entender el fenómeno...

ALTONA.—... te morirás...

MONA.—... artístico...

ALTONA.— Estás enferma, eso no tiene nada de artístico. Tú no


te das cuenta.

MONA.— Usted no se da cuenta.

ALTONA.— Tú no te das cuenta de cómo estás físicamente.

MONA.— Se equivoca. Soy plenamente consciente...

ALTONA.— Tú te equivocas. Tienes una enfermedad terrible.


Esa enfermedad eres tú misma y tú eres esa enfermedad. No te
quieres, no te aceptas y dependes de la opinión de los demás para
valorarte. Sobre todo de la opinión de tu padre.

MONA.— Pero, ¿qué dice? ¿Se ha vuelto loca?

ALTONA.— No eres una estatua de Giacometti, ¿sabes? No


nunca. Por eso estás enferma.

MONA.— No estoy enferma.

ALTONA.— Las estatuas de Giacometti están muertas. En nada


más que en eso, es en lo que te parecerás a ellas.

MONA.— Las estatuas de Giacometti están vivas. Se mueven.

ALTONA.— Quiero salvarte.

MONA.— Sálvese usted.

ALTONA.— No hay nada artístico en la muerte. Absolutamente


nada. No hay ninguna belleza en querer morir... para tener belleza.
Eso no es..., no es...

MONA.— ¿Sublime?

ALTONA.—... no es… bueno…, la muerte no tiene nada de


interesante…de fantástico... te lo aseguro... lo sé por propia
experiencia… Lo único importante es que existe una enfermedad en
nuestra sociedad llamada anorexia nerviosa y que tú puedes morir
por ella.

MONA.— Su versión. Usted padece de su versión.

ALTONA.— No. No.

MONA.— Usted es feliz repitiendo lo que ha leído.

ALTONA.— ¡No!
MONA.— Pero es incapaz de verse a sí misma de tanto repetir
las misma<s mentiras.

ALTONA.— ¿Mentiras...? ¿No has intentado suicidarte?

MONA.— ¿yo? No

ALTONA.— ¿No?

MONA.— No

ALTONA.— Tu padre me dijo lo contrario.

MONA.— ¿Mi padre? ¿Qué le ha dicho mi padre?

ALTONA.— Nada.

MONA.— Escuche: todo fue una equivocación. Me fui sola, de


noche, a bañarme. La gente se asustó al no encontrarme en el
campamento. Cuando me vieron dentro del río, se pusieron
histéricos y pensaron que quería suicidarme.

ALTONA.— ¿Y por qué se pusieron histéricos?

MONA.— ¡Y yo que sé, la gente es una histérica!

ALTONA.— Te hubieras muerto si no llega a ser por esa chica.

MONA.— Escuche: esa chica es la misma chica que le ha dicho


a todo el mundo que estoy enferma y que voy vomitando por ahí.
Esa chica está obsesionada conmigo. Está enferma.

ALTONA.— ¿Te das cuenta?

MONA.— ¿De qué?

ALTONA.— De tus mentiras.

MONA.— ¿Sabe por qué las estatuas de Giacometti son tan


delgadas?
VAN MEURS.— ¿Adonde vas?

GIACOMETTI.— (Se levanta, con su cuaderno de dibujo) Quiero


mirarla de cerca.

ALTONA.— No cambies de tema... ya te lo he dicho... no lo sé...

MONA.— ¿Quiere saber una cosa?: usted me recuerda a mi


madre.

VAN MEURS.— ¿Cómo es su paisaje?

ALTONA.— ¿Por qué?

GIACOMETTI.— Por tu inocencia, por la impotencia de tus


preguntas, por el cariño que despierta la candidez de tu sufrimiento.

MONA.— No lo sé.

VAN MEURS.— ¿Alberto...?

ALTONA.— Sí que lo sabes.

GIACOMETTI.— (Dibujándola) Su paisaje: campo de ceniza


mínimamente rosa violáceo: el sol que lo ilumina: negro: el cielo:
consumido detrás del bloque yermo del crepúsculo amarillo: sus
ojos: diluidos: dos arroyos de lava verde desde los pómulos: la
barbilla es un puño en carne viva: su aliento...

VAN MEURS.—... de madera reseca, negro...

MONA.— Giacometti utilizaba como modelo a algunos de sus


familiares y amigos. Por ejemplo. James Lord. También a su mujer,
Annette. Y a Diego, su hermano. ¿Entiende?

GIACOMETTI.— Sí.

ALTONA.— ¿Y qué quieres decirme con eso?

GIACOMETTI.— ¿Qué quiero decir?


VAN MEURS.—¿Qué quiere decir?

MONA.—¿Qué quiero decir?

ALTONA.— Sí, qué quieres decir... qué es lo que quieres... a


dónde...

GIACOMETTI.— No entiendes nada.

ALTONA.— No entiendo nada.

VAN MEURS.— ¿La dibujarás?

MONA.— ¿Le gustaría que la dibujara?

Giacometti arranca el dibujo de Altona del cuaderno,

Oscuro
11

Jardín. Tarde. Auedich y Altona mirando los dibujos de Mona.

AUEDEICH.— ¿Qué le parecen?

ALTONA.— ¿Quién es?

AUEDEICH.— SU madre. Aquí está muy hermosa. Cogió


algunas fotografías como modelo.

ALTONA.— Son muy bonitos... Pero esta mujer no está muy


gorda.

AUEDEICH.— No... es extraño, pero ella siempre dibuja a su


madre delgada... es extraño... es así...

ALTONA.— ¿Cuándo empezó a engordar?

AUEDEICH.— Después del parto.

ALTONA.— Ya. ¿Éste es usted?

AUEDEICH.— Sí. (Pausa) ¿Tiene usted hijos?

ALTONA.— Está muy guapo.

AUEDEICH.— Gracias.

ALTONA.— No, no tengo hijos. Tuve una niña, pero murió a los
tres años. AUEDEICH.— Lo siento. (Pausa) Mire, aquí tenemos la
casa... otra vez ... en invierno... objetos... bodegones... fíjese en la
precisión del trazo... y en la atmósfera que crea..., éste es un paisaje a
unos kilómetros de aquí, ¿lo conoce...? nos gusta mucho ir allí... sí...
(Pausa) ¿En qué está pensando...?

ALTONA.—¿Cómo se conocieron su mujer y usted?


AUEDEICH.— Ella era la hija del director de una revista de arte
con la que yo colaboraba mientras estudiaba Bellas Artes. Nos
enamoramos. Inmediatamente.

ALTONA.— ¿Una revista importante?

AUEDEICH.— Sí. ¿Por qué?

ALTONA.— Son magníficos, los dibujos.

AUEDEICH.— Se lo dije. (Pausa) ¿Qué le preocupa tanto?

ALTONA.— Esta casa es muy grande.

AUEDEICH.—¿Qué?

ALTONA.— ¿Puedo hacerle una pregunta personal? (Pausa) ¿Le


gustan las prostitutas? Lo siento..., pero su hija... me dijo que usted
era un asiduo de los burdeles... y, ya sé que no es asunto mío, no lo
es..., pero que su hija lo sepa, no es precisamente el mejor entorno
familiar para ella, ¿sabe,..?, ¿no debería tener un poco le cuidado con
esa cosas?

AUEDEICH.— Hablaré con mi hija. No puedo creerme que.,.


¿Puedo llevármelos?

ALTONA.— ¿Le he molestado? (Auedeich recoge los dibujos. Cae


un boceto al suelo. Altona lo recoge y lo mira) ¿Quién es esta anciana?

AUEDEICH.— (Mirándolo. Silencio) Parece... yo diría... ¿no es


usted'

Oscuro.

Atardecer. Salón. Auedeich y Altona.

ALTONA.— ¿Soy yo?


AUEDEICH.— Parece. Sí. (Pausa) Pensaba que ya no dibujaba.

ALTONA.— ¿Realmente...? Todas estas arrugas y... esta


expresión tan tan.... decaída... No entiendo por qué me ha dibujado
tan mayor.

AUEDEICH.— Está hermosa.

ALTONA.— Parezco una anciana. (Pausa) ¿Qué es esta raya...


aquí?

AUEDEICH.— ¡Hum! Nada. (Pausa) Sombra para la nuez.

ALTONA.— Da la impresión de ser...

AUEDEICH.— Creo que tenía que habérmelo dicho.

ALTONA.— ¿Qué?

AUEDEICH.— Creo que tenía que haberme comunicado que le


estaba haciendo un retrato. Según usted, teníamos que tener
absoluta confianza para afrontar esta enfermedad.

ALTONA.— Lo siento. Comenzó hace unos días. Viene con un


cuaderno y dibuja mientras hablamos. Nada más. Pensaba que se lo
diría ella.

AUEDEICH.— ¿Le ha dicho por qué?

ALTONA.— No. Le recuerdo a su madre.

AUEDEICH.—¿A su madre?

ALTONA.— Me ha cogido cariño.

AUEDEICH.— Pero ¿cómo es posible que este dibujo esté en esta


carpeta? Esta carpeta la guardaba yo.

ALTONA.— No lo sé. Puede que sea sólo un boceto... ¿Le


molesta?
AUEDEICH.— No... no... que se parece a su madre...

ALTONA.— Puedo decirle que lo deje.

AUEDEICH.— No... sólo que su madre era muy diferente a


usted... usted es más elegante...

ALTONA.— Nunca me habían retratado.

AUEDEICH.—... más estilizada... tengo que hablar con ella.

ALTONA.— No la recrimine por esto. Es el único signo positivo


que ha tenido en estos días. (Pausa) Sigue perdiendo peso. Y también
cabello. Es evidente que no mejora con la terapia. Creo que es
necesario ingresarla cuanto antes.

AUEDEICH.— ¿Ya? ¿No lo dirá en serio?

ALTONA.— Ya lo hemos hablado.

AUEDEICH.— Pero no puedo separarme de ella ahora.

ALTONA.— ¿Por qué?

AUEDEICH.—No puedo dejarla sola.

ALTONA.— Aquí no se curará.

AUEDEICH.— En ningún sitio estará como en casa

ALTONA.— No se trata de eso. Allí la podemos controlar,


podemos controlar lo que come, y podrá hablar con otras chicas en
su misma situación.

AUEDEICH.— Hablaré con ella. Tengo que salir... un momento.


(Sale. Entra justo después) Aunque quizá... ahora que la miro
detenidamente... quizá sí que exista cierto parecido..., (Pausa)...
cierto parecido a ella. Usted también tiene el rostro ovalado. Pero
ella no tenía esta expresión melancólica...
ALTONA.— ¿Usted cree...?

AUEDEICH.— ... la misma distancia entre los ojos. (Pausa) Una


tensión parecida en el mentón, la misma anchura de cejas, la línea de
los labios... Pero, definitivamente, sus rasgos son mucho más
elegantes..., más...

ALTONA.— Gracias. Muchas gracias.

Auedeich sale. Pausa. Entra de nuevo.

AUEDEICH.— Perdone... sólo quería decirle que eso la hace


diferente, hace que su rostro parezca diferente y explica que su
languidez tenga esa elegancia... casi... metálica. Su rostro ha sacado
a flote la belleza que tenía dentro. Brilla. Resplandece.

ALTONA.— ¿Le parezco bella?

AUEDEICH.— ¿Si me parece bella? No desaparezca todavía.


Vuelvo enseguida con un poco de vino.

Sale. Altona se mira en un espejo. Coge su retrato, lo mira. Después


se vuelve a mirar en el espejo.

Oscuro
12

Exposición de Giacometti. Sala. Altona delante de la escultura


“Large standing woman I". (1960. Bronce.)

GIACOMETTI.— ¿Le gusta?

ALTONA.— ¿Perdón...?

GIACOMETTI.— (Pausa) La he estado observando. Lleva una


hora delante de esta escultura.

ALTONA.— ¿Una hora?

GIACOMETTI.— No es habitual. La mayoría de la gente se


queda unos cinco minutos. No miran detenidamente. Se asustan.
Les entra el pánico cuando se fijan en los detalles. Siempre es así.
Pero usted no.

ALTONA.— No.

GIACOMETTI.— Yo vengo todos los días. Estoy haciendo un


seguimiento de la exposición por Europa. Ya he visitado Ginebra,
Roma y París. Me gusta venir a primera hora y pasear por las salas
vacías. Percibir la luz. Sentirme en el espacio. Lamentablemente no
puedo hacerlo solo, incluso a esa hora hay gente haciendo cola. ¿Se
ha fijado en la luz? Giacometti está de moda, ¿qué le vamos a hacer?
(Pausa) ¿Sabe que Giacometti desechó tres versiones snteriores de
esta escultura? Tres. Esta pieza formaba parte de un

Proyecto mucho más ambicioso. Un proyecto único. Pero no


pudo llevarse a cabo.

ALTONA.— ¿Qué proyecto?

GIACOMETTI.— ¿Qué proyecto? (Pausa) Es difícil hablar de


eso… Hasta yo mismo no consigo a veces articular adecuadamente
lo que..., ¿qué proyecto...?

ALTONA.— Seguro que usted es un experto en Giacometti.

GIACOMETTI.— ... expresar adecuadamente... cómo expresar...


la totalidad de la vida... la unidad..., hay de dejar las palabras
aparte... lejos de nosotros... al margen...

ALTONA.— ¿Usted es un experto en Giacometti, no?

GIACOMETTI.— ¿Experto? Nadie es experto en nada. Ni


siquiera uno mismo. Hacemos como que no sabemos: y no sabemos.
Ignorantes con memoria, eso es lo que somos. (Pausa) Se preguntará
por qué paso toda la mañana sentado en uno de esos sofás rojos
mirando sus esculturas. (Pausa) Se lo preguntará.

ALTONA.— No, no me lo preguntaba.

GIACOMETTI.— Debería hacerlo. Es una buena pregunta.

ALTONA.— ¿Por qué viene cada mañana y se sienta en uno de


esos sofás a contemplar sus esculturas?

GIACOMETTI.— En uno de esos sofás rojos. Bien. ¿Por qué cree?

ALTONA.— Porque le gusta mucho Giacometti.

GIACOMETTI.— No es una cuestión de gustos.

ALTONA.— Porque lo necesita.

GIACOMETTI.— ¿Es usted psicólogo?

ALTONA.— Sí, ¿cómo lo sabe?

GIACOMETTI.— Vengo cada mañana y me siento en uno de esos


esos sofás rojos a contemplar sus esculturas porque no quiero
perderme el momento en el que desaparezcan.
ALTONA.— ¿Las esculturas?

GIACOMETTI.— Sí.

ALTONA.— ¿Cuántos años tiene usted?

GIACOMETTI.— Sé que lo que le voy a decir le va a sonar muy


extraño…muy estrambótico, (Señalando la escultura) pero estas
esculturas están concebidas para desaparecer en un momento dado.
Y yo no quiero perderme ese momento. Por eso miro.

ALTONA.— ¿Por qué piensa que ocurrirá una cosa así?

GIACOMETTI.— No lo pienso: lo veo. Fíjese en el movimiento.

ALTONA.— ¿Qué movimiento?

GIACOMETTI.— Imposibilidad total de dibujar el movimiento a


partir del natural. Inventar es un error; déjalo. Inmovilidad
solamente, o gestos que permitan la ilusión de movimiento en una
inmovilidad total. (Pausa) En escultura lo mismo. (Pausa) Tal vez
sólo el relieve. Intentar todas las posibilidades. (Pausa) Cavernas,
cavernas, cavernas, cavernas, cavernas. (Pausa) ¿Puedo contarle un
secreto? Giacometti dejó constancia por escrito, ¿entiende?, por
escrito, de su insatisfacción respecto de esta figura en concreto.
Decía que quizá hubiera sido necesario realizar algunos retoques
finales... Pero había contratos de por medio, con bancos muy
importantes... ya me entiende..., sin embargo... creo que tenía razón.
¿No cree? ¿Qué me dice de retocarla un poco? (Pausa) No es que
quiera meterme en camisa de once varas…, pero mire la espalda... y
el busto… sólo sería necesario trabajar estas zonas... un poco, nada
más... levemente...

ALTONA.— ¿Quiere un pañuelo?

GIACOMETTI.— ¿Para qué?

ALTONA.— Para el sudor.


GIACOMETTI.— Sí, gracias. (Altona le entrega un pañuelo. Silencio.
Giacometti se seca el sudor) Sufro con estas cosas. Un artista debe
poder trabajar libremente.

ALTONA.— Sí.

GIACOMETTI.— No es la primera vez que viene a ver la


exposición ¿verdad? Ha venido cuatro veces más. Y siempre se
detiene en esta escultura. ¿Me equivoco?

ALTONA.— Me gusta mucho.

GIACOMETTI.— La entiendo perfectamente.

ALTONA.— La echaré de menos.

GIACOMETTI.— Si quiere puede acompañarme por Europa.


Podríamos verla juntos.

ALTONA.— Tengo una amiga que se siente como esta escultura.

GIACOMETTI.— ¿Y cómo se siente esta escultura?

ALTONA.— Como si hubiera desaparecido.

GIACOMETTI.— ¿Usted la ha visto desaparecer?

ALTONA.— Estoy esperando. Estoy esperando el momento.

GIACOMETTI.— Figura femenina alargada de pie II

ALTONA.— Debería presentársela. Su padre es un experto en


Giacometti, como usted.

GIACOMETTI.—¿Y usted?

ALTONA.— ¿Yo?

GIACOMETTI.— ¿No ha desaparecido? ¿No está


desapareciendo?
ALTONA.— Figura femenina alargada de pie III.

GIACOMETTI.— No. No creo. ¿Ha visto Mujer con la garganta


cortada, 1932?-

ALTONA.— ¿Mujer con la garganta cortada?

GIACOMETTI.— Sí. Es una escultura fascinante. Échele un


vistazo.

ALTONA.— ¿Está aquí?

GIACOMETTI.— Sala D, pasillo de la derecha. Dése prisa, a esta


hora Hy un luz preciosa.

ALTONA.— ¿Quiere venir conmigo?

GIACOMETTI.— Me encantaría, pero no puedo: tengo que darle


la medicina a un amigo enfermo. Otro día. Será un placer. Hasta

Pronto.

Oscuro
13

Consulta de Altona. Altona y Mona, con su cuaderno de dibujo.

ALTONA.— ¿Soy yo?

MONA.— No sé. Podría serio. Hay cierto parecido... Pero yo no


he dibujado este retrato. ¿Por qué iba a hacerlo?

ALTONA.— ¿Seguro?

MONA.— No tengo por qué mentirle.

ALTONA.— Ya me has mentido antes.

MONA.— No es verdad.

ALIONA.— ¿Por qué quieres pintarme?

MONA.— (Abriendo su cuaderno y comenzando a dibujar) Ya se lo


dije: me recuerda a mi madre.

ALTONA.— ¿Por qué siempre retratas a tu madre delgada?

MONA.— ¿Cómo sabe eso? (Pausa) Mi padre no tenía que


haberle enseñado esos dibujos: son personales. Hablaré con él sobre
esto

ALTONA.— ¿Puedes responderme?

MONA.— Porque me da la gana. Porque la veo así. Porque


quiero.

ALTONA.— De acuerdo. (Pausa) No entiendo... ¿De dónde ha


salido este dibujo? Es el mismo tipo de papel que utilizas tú.

MONA.— Eso no quiere decir nada. Puede que haya sido mi


padre. Le gusta esta clase de bromas. Él también dibuja, ¿sabe?
(Pausa) Me está haciendo un retrato.

ALTONA.— ¿Tu padre?

MONA.— Sí. Espere un momento, no se mueva. (Silencio) Lleva


tiempo trabajando en él. Casi está acabado. Por favor, no le diga que
se lo he dicho: es un secreto.

ALTONA.— Descuida.

MONA.— Me gusta la expresión...

ALTONA.— No creo que tu padre haya sido capaz...

MONA.— …la expresión de su cara...

ALTONA.— …de gastar una broma así...

MONA.— ¿Usted cree? ¿Lo conoce mucho?

ALTONA.— ¿Qué expresión tiene mi cara?

MONA.— ¿Cómo?

ALTONA.— Mi cara...

MONA.— Melancólica.

ALTONA.— No creo que esa vieja sea yo.

MONA.— ¿No? Es un retrato precioso. Me hubiera gustado


haberlo dibujado yo.

ALTONA.— La semana que viene te ingresaremos.

MONA.— ¿Mi padre está de acuerdo?

ALTONA.— Sí.

MONA.— Usted es una zorra, ¿lo sabe?


Oscuro
14

Cuarto de baño. Altona, con un vestido de noche, pintándose los


labios delante del espejo. Amat la mira, apoyado en el quicio de la puerta.
Giacometti.

GIACOMETTI.— Natillas.

ALTONA.— He hecho natillas.

AMAT.— ¿Y dónde vais?

GIACOMETTI.— Vaciamiento forzado voluntario o involuntario


del contenido gástrico a través de la boca.

ALTONA.— Soy: vaciamiento de mi contenido voluntario deseo


gástrico a través de mi cabeza: he hecho natillas.

AMAT.— ¿Dónde vais...? Te estoy preguntando... Altona...

GIACOMETTI.— Material expedido al vomitar procedente del


estómago.

ALTONA.— Material expedido de mí misma material.


Expedido. No lo sé. Tienes natillas.

AMAT.— Te has puesto muy guapa. ¿De qué tenéis que hablar?

GIACOMETTI.— Vómito inducido. Vómito en posos de café.


Vómito pernicioso.

AMAT.— ¿Tenéis que hablar de algo?

GIACOMETTI.— Vómito reflejo.

ALTONA.— Vómito reflejo de vómito reflejo de vómito reflejo


de otro vómito reflejo de Altona. He hecho natillas. Vamos a cenar.
Después tomaremos algo. Natillas.
AMAT.— ¿A qué hora volverás?

GIACOMETTI.— Y pollo al pil-pil.

ALTONA.— También hay pollo al pil-pil.

AMAT.— ¿Has dejado algo para cenar?

ALTONA.— Natillas.

GIACOMETTI.— Vómito en escopeta.

ALTONA.— Y pollo.

AMAT.— ¿Volverás tarde?

GIACOMETTI.— Hipotálamo.

AMAT.— Te esperare despierto,

ALTONA.— Eres mi hipotálamo.

AMAT.— ¿Qué?

GIACOMETTI.— Vómito seco.

ALTONA.— Mi hipotálamo.

AMAT.— Te quiero. ¿Lo sabes?

ALTONA.— Órgano rector

AMAT.— Te quiero

ALTONA.— Te quiero

AMAT.— ¿Lo sabes?

ALTONA.— Mi vómito.

GIACOMETTI.— Vomita
Altana vomita sobre Amat

AMAT.— ¿Qué coño..., qué coño haces?

Oscuro
15

Casa de Auedeich. Noche. Alcoba. Auedeich y Altona.

AUEDEICH.— Claro que no fui yo. Nunca haría una cosa así.

ALTONA.— Entonces, ¿quién?

AUEDEICH.— Ella. Se lo ha inventado.

ALTONA.— Pero, ¿soy yo o no soy yo?

AUEDEICH.— Eres tú. (Pausa) Haría lo que fuera con tal de no


abandonar la casa.

ALTONA.— No le importaría hacerlo.

AUEDEICH.— Espera a que llegue el momento.

ALTONA.— Parecía muy convincente.

AUEDEICH.— La idea de abandonar esta casa por tiempo


indefinido es superior a ella. Créeme. La he visto tirarse al suelo y
golpearse la cabeza contra las paredes.

ALTONA.— Creo que estás exagerando.

AUEDEICH.— Hablaré con ella.

ALTONA.— ¿No ha hablado ella contigo todavía?

AUEDEICH.— No.

Silencio,

ALTONA.— No sabía que la estabas retratando. ¿Me lo


enseñarás?
AUEDEICH.— No..., yo sólo... soy un aficionado,.. ¿Cuándo te lo
ha dicho?

ALTONA.— El otro día estuve en la exposición de Giacometti.

¿Conoces la escultura Mujer con la garganta cortada? (Auedeich


asiente) Es horrible. Estuve allí, asustada, hasta que cerraron el
museo. Había conocido a alguien en la exposición que me la
recomendó, una persona que está siguiendo la exposición por... no
importa... no, sólo que estuve allí, delante de aquella... cosa... y no
podía moverme del miedo... las piernas... era asqueroso...

(Auedeich le pasa la mano por su nuca, la besa)... porque era como


si se estuviera deshaciendo delante de mí, ¿entiendes?, (Auedeich
asiente)... en ese preciso momento... (Auedeich la besa. Después, le
desabrocha la camisa y manosea uno de sus pechos mientras Altona sigue
hablando)... como si la escultura se pusiera en movimiento sólo
porque era yo quien la miraba, nadie más... no era una agonía
ajena... (Auedeich le mete una mano por debajo de la falda)... era una
agonía que estaba pasando... que me estaba pasando, una agonía
que me tocaba... que me penetraba... y yo sentía tanto asco … tanto
miedo... oh... sí... estaba muerta de miedo... quería vomitar para
cubrir aquella cosa.... oh... delante... con mis... sí... pero justo cuando
iba a hacerlo... ah... justo cuando mi vómito subía para... salvarme...
para rescatarme... justo entonces... así... sí… sí… una mano...
hermosa... oh, sí... aquel hombre apareció y con su hermosa mano...
oh... me tapó la boca.... oh, oh, sí...

Oscuro
16

De Mona, habitación de tempera. Silencio azul prusiano que es


succionado por la ventana cuando se abre. La luna enguanta de perla la
mano derecha de Giacometti que levanta los cristales. La luna es una
cuadriculada estrella fugaz que es catapultada al incoloro aire. Mira la
mirada de Giacometti. Dos faros de aguarrás sus ojos de negro óxido de
hierro las tres dimensiones limpian. Los colores de su presencia se
introducen a raudales. Busca el cuaderno de Mona, sobre la mesa. Lo coge
y en la ventana púrpura lo abre: contemplación dorada y tenue. Giacometti
saca sus lápices. Sobre el retrato de Altona borra y dibuja. Silencio cobalto
turquesa. Contemplación gris, extenuante. Así lo sorprende la campanilla
intensa del naranja puro en su transición a rojo vermellón dentro del
campanario del horizonte. Recoge sus materiales. Mona todavía respira su
blanco sueño sin matices. Se acerca con pasos bien dibujados en la
porcelana de losas mate. Sentado en la cama, un rosado roce de sus yemas
que desaparece antes de rozarse. Y detrás de él, los cascabeles ocres del
Arte.

Mona se despierta. Escucha a Auedeich y Aitona en la habitación


contigua. Sale de su habitación.
17

Alcoba de Altona y Amat. Noche. Claroscuro. Amat está


masturbándose mientras Altona duerme en la cama.

Las mujeres delgadas

Las huesudas las famélicas

las que son como una estaca

seca y podrida nunca ésas

nunca me han gustado nunca siempre asco me han dado

enfermas tísicas anoréxicas

parece que estén sucia la sangre sin vida cristal

que se puede romper en cualquier momento por eso me casé

contigo porque estabas rellena

rolliza y rechoncha porque se podía morder se podía untar


sobre

mi cuerpo

la miel del tuyo

ahora no puedo morderte porque te sientes ¿cómo?

Dices: me siento de bronce por dentro un ser que se eleva no lo

puedes entender

pues no
de bronce no lo puedo entender y que se eleva
pues no

Dicers: mi alma es una estatua de bronce irreconocible para los

demás

incluido

incluido

incluido

incluido tú sobre todo tú incluido

no

no puedo entender lo que dices

si te mordiera ahora perdería mis dientes

rotos pegados a tu miel de bronce

vinagre brillante

Dices: creo que te voy a dejar

y ya me has dejado mientras paladeas

las palabras

que necesitas decir para dejarme

para convertirte transformarte en estatua donde reconocerte

Dices: me reconozco me reconozco me reconozco

ok

yo en ti me reconozco me reconocía

yo derretiré el bronce que tú no conoces de mí


cariño

me corro me corro me corro me corro me corro me corro me


corro

grabo en el cielo mi deseo de barro

me corro

que algún día algún tormentoso día algún ah ah caerá

barro nevado

humano barro que

blanco sepultará tus labios.

Eyacula

Oscuro
18

Museo. Altona y Giacometti.

GIACOMETTI.— Aquella del fondo. Muévete despacio.

ALTONA.— La veo. Sólo puedo realizarme en los objetos. La


veo. Sólo soy realización, modulación, de la materia. No hacer más
agujeros en el vacío.

GIACOMETTI.— No hables tan alto.

ALTONA.— No. Mucha gente. Se están fijando en mí.

GIACOMETTI.— No, nadie te ve. (Silencio) Recuerda: sólo un


poco en la espalda, abajo, y el busto. Leve. Preciso. Te abriré paso.
No tengas miedo.

ALTONA.— Copia exacta. Me tiembla la mano. Armonía de los


cuerpos. No más agujeros en el vacío.

GIACOMETTI.— Dame la mano. Tranquila. Vamos. Despacio.


¿Tienes todo?

ALTONA.— Me borro. Sí.

GIACOMETTI.— (Le seca, el sudor con un pañuelo) ¿Estás bien?

ALTONA.— Soy una tela pintada que cuelga. Fiebre. Mezcla de


colores difusos. Sudor. Colores mojados. Un trazo perdido en medio
de los trazos perdidos. Perspectiva. Conjunto. Unidad.

GIACOMETTI.— Adelante.

ALTONA.— Trazos. Saliendo, entrando. En mí.

GIACOMETTI.— Adelante.
ALTONA.— (Saca un cincel y un martillo, los levanta para golpear
en una de la estatuas) Arte.

Oscuro
19

“The standing female nude".

MONA.— (Desnuda, Agachada, mira por la cerradura de la puerta


de la habitación de Auedeich. Se levanta. De pie)

Tener un cuerpo y pesar cero

existir es reducir a la mínima expresión

la carne a polvo y el polvo en aire y que el aire sea yo

sostenida por la enormidad continental de mis pies

bajo el tintín de mi cabeza melocotón

pegada a a mi no-cuerpo reducción

continua de la escala horizonte al que alargo mi brazo

hueco y catalejo por el que repto

hacia mí misma vacío extensión ósea del abismo

tener un cuerpo y no tenerlo

sentirlo y desear no sentirlo

calor frío latidos dolor

síntomas de una presencia que quisiera borrar

con el histerismo de mis uñas cadavéricas

dolor que me recuerda que soy

una constitución

un estado
una naturaleza

algo dado

que es

conforme a lo que debe ser

un peso que arrastro por el mundo porque ha sido dado al


mundo

una tendencia que cae sobre mis hombros mi espalda y se


sienta

en mis pulmones

y que es hombros, espalda y pulmones

a retozar a contemplarse

fuerza que me constriñe y presión donde me aplano

máquina celestial y prodigio de los dioses que no me concierne

perfección ponzoñosa que me señala con su índice

soy

aquel ser que al bajar la cabeza quiere extinguirse

soy

aquel ser que al levantar la cabeza sueña en morirse

material mal ordenado

conjunto sin armonía

caótica distribución antojo

saltimbanqui del creador payasa creación funambulista


todo lo que me delimita

es más yo misma que lo que me contiene

y todo lo que me contiene zahiere

la seda broncínea con que han tallado mis límites

soy

el hueso preciado que la gravedad muerde

soy

el gozne de lo que es y de lo que no es

estoy

en la frontera estática del movimiento

en el terreno no acabado que hace tiempo se acabó

simultáneamente en el pivote del fin y en el pivote del


principio

seré

la versión inmaterial de mí misma consumida en mí misma

fui

la impasible mujer que desde su esculpida cima

fornicar

comer

vivir

os mira.
Oscuro
20

“The seated portrait".

Casa de Auedeich. Jardín. Noche. Una mesa de madera rectangular


adornada con velas. Todo está preparado para cenar. Auedeich y Altona
están sentados a la mesa. Detrás de ellos, con uniformes de camarero,
Giacometti y Van Meurs. Mesa con ruedas donde está la cena, copas y vino,
a su lado.

AUEDEICH.—¿Bajará?

ALTONA.— Sí. Está terminando su maleta.

AUEDEICH.—¿Qué has preparado?

ALTONA.— Trucha en gelatina de vino tinto. Es muy sencillo.


Primero hierves una botella de vino en medio litro de agua con
perejil, laurel, salvia, estragón... luego lo tamizas, metes las truchas
hasta que se pochen unos diez minutos sin dejar que hierva, claro...
luego se despellejan las truchas y se ponen en un rejilla...

AUEDEICH.—¿Un poco de vino? (Hace una señal o Giacometti y


éste descorcha una botella de vino tinto. Sirve las copas)

ALTONA.— Gracias. (Pausa) ¿Me estabas escuchando?

AUEDEICH.— Se despellejaban las truchas. (Mirando arriba) Por


su recuperación. (Brindan, beben. Pausa) Ayer pusieron un
documentasl sobre la anorexia en la televisión.

Silencio
ALTONA.— ¿Y?

AUEDEICH.— No, nada.

ALTONA.— Pensaba que ibas a decir algo más. ¿Qué te pareció?

AUEDEICH.— Interesante. Y triste.

ALTONA.— ¿Por qué tarda tanto?

AUEDEICH.— ¿Quieres más vino?

ALTONA.— No. (Pausa) No sé si has visto el retrato que me ha


hecho. Es horrible. Hemos discutido muy fuerte. (Llorando)Ha
dibujado un cadáver, ¿sabes...? un cadáver... no sé por que tenido
que hacer una cosa así... justo en la despedida..., ella dice que no...
pero...

Entra Mona.

... ya era hora.

AUEDEICH.— ¿Cómo te encuentras?

ALTONA.— He cocinado algo ligero: trucha.

AUEDEICH.— ¿Estás nerviosa, cariño?

ALTONA.— (Van Meurs hace el gesto de servir vino a Mona, pero


ésta se niega. Giacometti prepara el pescado para servido) Aunque sólo
sea porque es tu última cena en casa, durante algún tiempo, podrías
comer algo.

AUEDEICH.— Estoy muy preocupado por ti.

ALTONA.— Todos lo estamos (Mira a los camareros que asienten


con la cabeza. Come con voracidad)

AUEDEICH.— Según parece, es absolutamente necesario. Has


pasado un límite, hija. Si te hubieras quedado en ese límite, todo
hubiera seguido como hasta ahora. Pero nos hemos descuidado un
poco, yo... el caso es que puedes morir por todo este asunto...

ALTONA.— Ya se lo he explicado yo.

AUEDEICH.— - ¿No vas a hablar?

ALTONA.— Déjala.

AUEDEICH.— Yo tampoco estoy a gusto con todo esto.

ALTONA.— Nadie lo está. (Mira a los camareros, que niegan con la


cabeza)

AUEDEICH.— Estaremos pendientes de ti. Allí conocerás a otras


chicas que están en tu misma situación. (Mirando a Altona) Incluso
me han asegurado que allí podré terminar tu retrato. ¿Qué te
parece?

ALTONA.—¿Pues qué le va a parecer?. Es fantás... aggggg... fan-


aagggggg- tico... no... agggggggg... no puedo... agggggggggggg---
(Altona cae de la silla, sin poder respirar. Giacometti, Van Meurs
yAuedeich se abalanzan sobre ella. Mona coge tímidamente los cubiertos.
Auedeich intenta reanimarla. Mona levanta la copa para que le sirvan vino,
pero ante el hecho de que los camareros no le prestan atención, se sirve ella
misma. Por fin, tras unos minutos de convulsiones en el suelo, Altona
muere asfixiada)

Mona come en silencio.

MONA.— No me miréis así: tengo hambre.

Oscuro
21

"The walking man".

Auedeich y Mona, en la habitación de una clínico. Mona está


tumbada en una cama, en estado de coma. Auedeich dibuja su retrato.
Amat, a su lado, sostiene una caja llena de lápices que Auedeich utiliza sin
descanso. Giacometti está sentado en una silla. Parece enfermo y tose
ostensiblemente,

AUEDEICH.— ... la muerte lo está devorando todo, devora el


candor agrietado que cruje perdido en el canto de tus mejillas, el
cuero cabelludo, cruje tu quijada, cruje partiéndose en
descorazonadas mitades, oigo a tu cuerpo devorado por la muerte
inmóvil la escarcha salada de no poder desplazarse, la muerte lo
está devorando todo devora el relleno cenizo de tus mejillas, y a
dentelladas talla el perfil de tu nariz hacia el horizonte estela
infinita, diminuta, la mortandad ha crecido en tu frente y yo me
deslizo apoyado en mis esquíes de carbón que sueñan con el polo de
tus sienes más allá de tus sienes

GIACOMETTI.— ¿Dónde estás?

AUEDEICH.— Me he detenido, necesito un descanso

GIACOMETTI.— Rápido.

AUEDEICH.— Sólo un momento

GIACOMETTI.— Se muere. ¿Cómo es su rostro?

AUEDEICH.—Blando..., pálido.

GIACOMETTI.— Ottilia. ¿Qué ves?

AUEDEICH.— Todo lo que veo se consume. A mi derecha veo el


promontorio de su pómulo. Yermo. ¿Dónde están sus ojos?

GIACOMETTI.—¿Dónde están?

AUEDEICH.— Espera (Pausa) Dos piedras. En el fondo de su


nuca.

GIACOMETTI.—¿Te has asomado?

AUEDEICH.— Sí

GIACOMETTI.— Sal de ahí.

AUEDEICH.— No la reconozco.

GIACOMETTI.— No la puedes reconocer.

AUEDEICH.— No la reconozco.

GIACOMETTI.— Vete.

AUEDEICH.— No la reconozco.

GIACOMETTI.—¿Dibujas?

AUEDEICH.— Dibujo. Dibujo su aliento.

GIACOMETTI.— Su aliento negro.

AUEDEICH.— Sí: la muerte lo devora todo: devora mis dedos:


los quema: los hace sangrar, devora cuanto he tocado y devorará
todo aquello que nunca toqué: devora y regurgita el mundo:
continuamente lo devora mientras de nuevo lo hace nacer: sólo su
camino somos nosotros: la muerte es un peregrino a través: sus
nauseabundas huellas dibujo, cuanto tengo, el rastro que deja:
dibujo: yo dibujo: la voracidad minuciosa, su masticación calculada,
la pauta su comportamiento rutina que devora las migajas de mi
hija: dibujo: dibujo: las porciones de luz que la muerte deja de ella
mientras la devora: dibujo: los mordiscos violetas, la saliva ceni-
cienta, el gris frío de la nariz, los dos cielos blanco titanio de sus
párpados cerrándose, la losa verde tierra de la piel: dibujo: la
voracidad misma devorándose: dibujo: el gesto goloso de la
depredadora mayor: dibujo: sus colmillos, el rosa rabioso de sus
ojos, su lengua pestilente que se desliza por las ingles, subterráneo
del arco iris alrededor del cuello marchito de mi modelo mi luz y mi
amor

que no se mueve

que muere

pequeña

diminuta

deformada

GIACOMETTI.— La muerte desdibuja.

AUEDEICH.— Espera. (Pausa) La luz.

Su luz: opaca.

Oscuro

TELÓN

Barcelona-Hamburgo, agosto de 2001

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