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ACERCA DEL ESCRITOR MANUEL PUIG (1932-1990)

Artista, mujer débil

Para Manuel Puig, “ser artista era ser una artista”, pero “esa mujer que surgirá de la
ordalía de la masculinidad es débil, busca un hombre que la proteja, y cuando lo
encuentra es traicionada. Aspira a la pureza, rechaza la sexualidad”, según el autor de este
ensayo.

Por German L. Garcia*


Puesta en escena de El beso de la mujer araña, dirigida por Ian Forrest.

En el híbrido de Manuel Puig, el psicoanálisis aparece de diversas maneras, pero existe algo que
podemos llamar la traducción del arquetipo de C.G. Jung al cliché de la cultura popular, lo que
Josefina Ludmer llama polarización “simbólica y social”.
Esta solución de Manuel Puig, donde algo intransferible se vuelve silencioso para dejar hablar
un estado de lengua (como lo hace James Joyce en algunos capítulos del Ulises), se realiza en
Boquitas pintadas y en The Buenos Aires affaire. En otros libros, como El beso de la mujer
araña (donde es claro que el arquetipo habla en clichés), Manuel Puig dice haber querido
realizar una “pedagogía” para lo que llama “sus hermanas” (argumento que usó cuando sus
editores en inglés le sugirieron suprimir las notas “teóricas” insertadas a pie de página).
Graciela Speranza dedica un capítulo a la relación de Manuel Puig con el psicoanálisis (Manuel
Puig: después de la literatura, ed. Norma), donde prosigue y amplía la comparación entre el
psicoanálisis y el folletín que más de una vez propuso Ricardo Piglia. The Buenos Aires affaire,
la tercera novela de Manuel Puig, es la más explícita en este sentido: “(...) el caso policial (con
su remisión al género), el caso psicoanalítico (con su remisión a Freud) y el caso amoroso
(Hollywood como casuística sentimental). Al mismo tiempo, amplía las resonancias del caso
individual para abarcar una sintomatología social: el caso Buenos Aires (el campo artístico
porteño) y el caso nacional (la trama política argentina)” (Piglia, “Los sujetos trágicos: literatura
y psicoanálisis”, en Formas breves, Temas Grupo Editor).
Así como la revista Idilio, que leían las muchachas simples, y la revista Sur, que era algo tan
especial, tenían a C. G. Jung entre sus valores conceptuales, Silvina Ocampo y Roberto Arlt son
sensibles a esos objetos verbales que seducen con su musicalidad. Estos cruces ya fueron
advertidos antes: “Decía Puig que el inconsciente está estructurado como un folletín. El, que
escribía sus ficciones muy interesado en la estructura de las telenovelas y los grandes folletines
de la cultura de masas, había podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno,
que el psicoanálisis pone como centro en la construcción de la subjetividad”, escribe Piglia, que
a su vez no excluye la relación del psicoanálisis con el Ulises de James Joyce. Es decir, no se

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sostiene ninguna oposición entre la alta y la baja cultura, entre la revista Sur y la revista Idilio.
Por ejemplo: “ella alcanzó a ver el significado y la causa de ese vacío interior: su amor-pasión
(que representaba el ideal para ella) había naufragado en el matrimonio, y no le quedaba ‘nada’.
Había, sin embargo, que hallar algo vital que la salvara”. ¿Se trata de Victoria Ocampo antes de
fundar Sur, o de un párrafo de Manuel Puig? No, se trata de la respuesta a una joven que manda
su sueño a Idilio, la revista donde Butelman y Germani argumentan con C. G. Jung, como
podemos entender en la respuesta a otro sueño, que, entre otras cosas, dice lo siguiente: “Estos
sueños se arraigan en lo profundo del inconsciente colectivo (sic), simbolizan, no ya las
experiencias, los temores, los deseos de un individuo, sino los de toda la especie humana. Como
librada de las cadenas que la ataban a la tierra, la soñadora vaga ahora por el espacio: ahora ve
la patria, la tierra, como un planeta entre todos los planetas, y a sí misma, perdida en la
inmensidad del cielo” (Sueños: fotomontajes de Grete Stern, ed. Fundación Ceppa).
El inconsciente colectivo transmuta lo individual en universal. “Es atractivo entonces el
psicoanálisis porque todos aspiramos a una vida intensa; en medio de nuestras vidas
secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto experimentamos o hemos
experimentado grandes dramas (...). El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos;
nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos
extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo”:
esta descripciónpropuesta por Piglia supone una causa divergente cuando se lee Freud o Jung:
para el primero se trata de un recurso a las fabulaciones de la infancia (como en Manuel Puig,
en el caso de su primera novela), para el segundo la historia particular deja paso a la
“profundidad” de los arquetipos. Freud prosigue la “secularización” –para usar el término de
Piglia–, mientras que Jung la repudia y busca mediante la “iniciación” (más que mediante el
análisis) revertir el tiempo.
En más de una declaración, en respuesta a quienes lo suponían un etnógrafo dedicado a
recolectar maneras de hablar y temáticas populares, Manuel Puig (1932-1990) subrayó lo
intransferible de su literatura, la particularidad de su posición narrativa. Difícil asunto, ya que el
autor ha jugado a borrar al sujeto de enunciación en la cadena de enunciados cristalizados. Fue
esto lo que llevó a la crítica a proclamar que era un autor kitsch, luego camp y por último
paródico. Incluso, que era estas tres cosas a la vez y también un crítico como Gardel, con su voz
oblicua en relación con los temas que cantaba, llegó a decir una desaforada admiradora de
Derrida. Crítico de la alienación de la gente al cine, las canciones, el folletín y la novela
sentimental. En definitiva, los comentarios dicen que Manuel Puig hace eso, aunque sea
evidente que alguien que escribe ficción desea antes que nada agradar (o equivalentes que
susciten el éxito de su propuesta).
Por diversos que sean los “estados de ánimo” por los que pasa aquel que escribe un libro, el
producto muestra ciertos modos de articulación y también un resto que se desplaza. El sujeto,

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decía Jacques Lacan, es puntual y esfumado a la vez.
Es por eso que no se trata de comenzar por el sujeto, sino de entender lo intransferible en tanto
objeto. Si Manuel Puig, el autor, deja paso a un “sujeto” borrado en un lenguaje cristalizado que
se presenta como masculino o femenino, es porque se trata de objeto y de género (no de sujeto y
objeto). El género, a la vez, es contraído por una acumulación de rasgos típicos que no se
confunden, como se ha dicho, con el mito y el “bricoleur”.
¿Por qué haría eso un autor? Manuel Puig decía que su literatura era lo de menos y que lo
fundamental era su realización como mujer. Ser artista era ser una artista (la Rita Hayworth de
la primera novela, la Gladys de la tercera).
Esa mujer que surgirá de la ordalía de la masculinidad es débil, busca un hombre que la proteja,
y cuando lo encuentra es traicionada. Aspira a la pureza, rechaza la sexualidad. Es juguete de
fuerzas que la superan. Es una mujer que, a diferencia de Victoria Ocampo, no vive en su parte
masculina.
Ni activa ni pasiva, esa mujer es inventada en el murmullo de la voz media para ser interpretada
en el reflejo vacío de la voz del narrador: “Pero algo extraño sucede: la está tocando y no la está
tocando, porque le apoya las yemas de sus dedos contra la carne de la sirvienta y no siente el
tacto, como si sus dedos fueran de aire”. El sujeto se esfuma frente a la consistencia de la mujer,
sus dedos se volatilizan.

En figuritas
Cuando descubrí que el doctor Miguel Kohan Miller había analizado a Jorge Luis Borges (entre
1945 y 1948), a Manuel Peyrou, a Rosa Chacel, supe que la conexión de nuestra literatura con
el psicoanálisis estaba aún por estudiarse. Y no se trata de algo puntual, sino de cierto aire –
tenemos esa palabra– que puede encontrarse en Cortázar, de otra manera en Sabato. Un cierto
aire que en la época en que Manuel Puig comienza a publicar tiene una determinada
configuración, pero que puede rastrearse en los años ’30, cuando incluso los hilos de la ficción y
los de la ciencia se cruzaban en determinado autor. Y no hablo de Elías Castelnuovo, que
escribió un libro sobre psicoanálisis, ni de Marcos Victoria, que publicó más de uno. Hablo de
más de un psiquiatra que autorizado en las vagas teorías del genio se obligó a publicar su
novela, alentado por la influencia de la literatura rusa.
De cualquier manera, el psicoanálisis es algo explícito en Manuel Puig y expuesto en la
narración misma. Una referencia directa a Dora autoriza la comparación de los casos de histeria
publicados por Freud, con las intrigas familiares contadas por Manuel Puig.
El autor de un libro sobre Manuel Puig dice en El País: “La influencia del psicoanálisis
lacaniano se dejaba sentir poderosamente dentro del diseño de la obra. Los contactos de Puig
con la Escuela Freudiana, fundada por el ya desaparecido Oscar Masotta, y con algunos de sus
más fervientes seguidores, como los novelistas Osvaldo Lamborghini, Germán Leopoldo García

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y Luis Gusmán, a su vez miembros del consejo de redacción de la revista Literal, editada en la
capital argentina y divulgadora de las teorías freudianas retomadas por Jacques Lacan, estaban
determinando una actitud del novelista frente al lenguaje de su literatura (...) quizá demasiado
frívolamente”.
Una vez más, Ricardo Piglia acierta cuando (entrevistado por Página/12 el 24 de julio de 1990)
dice: “El gran tema de Puig es el bovarismo. El modo en que la cultura de masas educa los
sentimientos. El cine, el folletín, el radioteatro, la novela rosa, el psicoanálisis: esa trama de
emociones extremas, de identidades ambiguas, de enigmas y secretos dramáticos, de relaciones
de parentesco exasperadas, sirve de molde a la experiencia y define los objetos de deseo”. En
otro estilo, los cuentos de Silvina Ocampo se inscriben en esta constelación.
El bovarismo al que se refiere Manuel Puig no apunta a ningún género en particular, sino al
deseo de ser culto en general: “Me conmueve esa necesidad de engañarse, porque tienen
necesidad de belleza, sin haberla visto nunca. Solamente en figuritas. Los puntos de referencia
están lejos: en Acrópolis, el Louvre, la bahía de Guanabara, la isla de Morea, y la constante
emboscada de la cursilería, no saber qué línea seguir. (...) Es el fenómeno del mal gusto nuestro,
tan misterioso”, dijo Puig en 1972, entrevistado en Textual (Perú), Nº 4.
Manuel Puig dice que cualquier lenguaje es de masa, que cualquier lenguaje no dice lo
intransferible de cada uno, que cualquier lenguaje es sólo indicativo del recorrido de una vida
cuya causa final –si hay que decir que existe alguna– no es otra que la causa eficiente del deseo.
“No hay elección –dice Manuel Puig–: uno escribe sobre lo que siente como inevitable, como
problema propio, como parte de sí mismo. No se puede escribir para demostrar.”
No se trata entonces de influencia de algo sobre otra cosa, sino de invención a partir de un
silencio: “La primera persona son las voces que él –se refiere a un personaje– no logra acallar”.

* Fragmento de El psicoanálisis y los debates culturales, que distribuye en estos días editorial
Paidós.

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