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James Keenan SJ
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vincia de Loyola, y uno de los traductores de este libro,
mi amigo Carlos, ha estado viviendo en nuestra peque
ña comunidad desde hace ahora tres años. Es un alum
no del programa de doctorado aquí, en la Weston Jesuit
School of Theology, una facultad de teología que no di
fiere en mucho de la de Comillas en Madrid. A lo largo
de los años Carlos y yo hemos llegado a ser buenos
amigos, aunque no siempre nos haya resultado fácil.
Tenemos personalidades muy distintas, pero ambos
amamos a la Iglesia y a la familia, y nos guardamos un
profundo respeto el uno por el otro. Sobre esa base hemos
construido una amistad duradera.
Carlos sabía desde hacía algunos años que su padre te
nía cáncer y, más recientemente, que su padre se moría.
Con él he compartido mi experiencia de cómo es la pérdi
da de un padre y, ahora que ha mu arto, me hubiera gusta
do haber estado allí junto a él, su. madre y su hermano.
Aunque no me fue posible, otro jesuíta de nuestra comuni
dad voló a España para acompañarle en esos momentos,
para llevarle nuestra solidaridad. Carlos sabe cuánto nos
gustaría aliviar su pena a todos y a cada uno de sus com
pañeros de comunidad, porque, gracias a lo que nos ha ido
contando, hemos llegado a conocer cuánto se quieren los
cuatro y cuánto se preocupan unos por otros.
Ayer tuve que ir al hospital para ver a otra alumna,
Patricia. Su marido está muriéndose de cáncer y hacen
los preparativos para trasladarle a una residencia. N un
ca me habían presentado a su marido y ella quería que le
conociese antes de que empiece a empeorar. Fue para mí
un encuentro emotivo. El es un judío ferviente y ella una
católica devota. Ayer, sábado, fue un buen día para que
le visitase, puesto que sus amigos judíos, observantes del
descanso sabático, no podían visitarle; ayer fue el día en
que los amigos católicos eran especialmente apreciados.
Como Marilyn, Patricia se sienta al lado de la cama, aun
que, al contrario que Marilyn, Patricia contempla la
muerte en el horizonte.
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Finalmente, después de ir al hospital, tomé el coche y
marché a visitar a mi hermana y su familia. Mi sobrina
Megan celebraba su dieciocho cumpleaños. Era toda una
tiesta. La casa estaba abarrotada de amigos suyos y de la
lamilia. Realmente, había muchos jóvenes de su edad
por todas partes. Todos lo pasamos muy bien.
Hace dieciséis meses, a Megan le diagnosticaron de
repente una leucemia. Diez días después sufrió una he
morragia cerebral. Ahora, que ya ha pasado casi un año
tras la remisión del cáncer, había muchas razones para
celebrarlo. Contemplando a sus compañeros de clase, me
di cuenta de que, a pesar de la diferencia de años que nos
separa, compartimos un afecto similar por una joven de
dieciocho años que ha sufrido mucho.
Estas historias son de ésas que todo el mundo entien
de. Son historias verdaderas que se aterran a la memoria
y que seguramente son parecidas a otras conocidas por
el lector. Muestran, de hecho, cómo a través de un suce
so podemos adentrarnos por simpatía en la vida de otro:
dentro de su esperanza y gozo, o de su dolor y tristeza.
Ciertamente, hay mucho más que no alcanzamos a
comprender. Por ejemplo, no puedo conocer el dolor de
Carlos en su profundidad o la preocupación de Patricia o
la paciente esperanza de Marilyn. Pero escuchándoles,
puedo llegar a vibrar con ellos. Sus historias me tocan mu
cho. De hecho, están cargadas de sentido para muchos: ca
da una subraya que somos capaces de hablar los unos a los
otros atravesando grandes diferencias culturales. Marilyn
se sienta a hablar con gente cuya formación difiere mucho
de la suya, Carlos comparte su vida con sus compañeros
americanos, Patricia habla con sus amigos judíos y yo con
los jóvenes camaradas de Megan. A pesar de las diferen
cias de educación, cultura, religión y edad somos capaces
de comunicarnos, especialmente cuando nuestras expe
riencias son tan verdaderas y conmovedoras. Cruzamos
muchas fronteras.
Historias como éstas se recomiendan por sí mismas,
ya que la gente que aparece en ellas nos es familiar. Inde
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pendientemente de los diferentes contextos que cada uno
tenga, entendemos a las madres, hijos, esposas y amigos.
Padres, esposos, hijos y amigos atraviesan las culturas.
Sin embargo estas historias son recomendables de modo
particular, ya que ofrecen los modelos de madre, hijo, es
posa y amigo que son. Las narraciones se aconsejan a sí
mismas debido a las virtudes de estas gentes cercanas.
La virtud es especialmente apta para movernos a
través de las culturas. Dentro de estas cuatro historias
hay virtudes en juego. Vemos la esperanza, el valor, la
com pasión y el gozo de estas gentes. Esas virtudes son
evidentes para nosotros. Resonamos con el gozo de
esos adolescentes, la esperanza de la madre, el valor de
la esposa y la empatia del hijo.
Más aún, en cada una de estas historias, vemos en ac
ción a la fidelidad. En ellas hay gente fiel: la esposa, la ma
dre, el hijo, los amigos. Les acompañamos mientras siguen
firmes junto al esposo, la hija, el padre y los amigos, y por
eso queremos prestarles también nuestro fiel apoyo. En es
te mundo nos gusta que «funcione» la solidaridad cuando
otros sufren. No nos importa de qué país es, qué educación
tiene, qué religión profesa o qué edad nos separa. Nos une
que están pasando una mala racha y no queremos que la
soporten en soledad, sin nuestra compañía.
Este libro también pretende acompañarte, lector. Está
escrito por una persona muy concreta: el hijo de unos pa
dres neoyorquinos de clase trabajadora, que ahora es un
sacerdote jesuita, profesor de moral. Sin embargo, las
ideas no corresponden sólo a mi modo peculiar de na
rrar historias o a mis particulares intuiciones;por el con
trario, se trata de historias familiares, historias sobre her
manos, padres, profesores y amigos. Historias de gente
que conocemos. También son historias sobre las virtudes,
las virtudes a que estas gentes dan cuerpo, y que noso
tros, a cambio, reconocemos y recomendamos. Son histo
rias que nos atraen, porque nos recuerdan quiénes pode
mos ser. Como Marilyn, Carlos, Patricia y Megan, estas
historias son muy humanas y muy reales.
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V ir t u d e s de un c r is t ia n o
James F. Keenan, S.J .
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inútiles. Contra tal desafío, quiero presentarlas como
concretas, prácticas, útiles y necesarias. Nunca he enten
dido las virtudes como ideas sino como prácticas. Por
eso me remitiré a historias de familia y iré tejiendo con
esas narraciones algo de la tela de nuestra tradición.
A lo largo de los años un buen número de personas
volcadas en su trabajo y acostumbradas a la reflexión
práctica me ha ido diciendo que leían mis columnas en
Church. Para ellos son estos ensayos: los ya publicados y
los ocho nuevos que en este libro añado. Juntos concen
tran mi visión sobre cómo crecer como «cristiano de a
pie». Espero que también os digan algo a vosotros.
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PRIM ERA PARTE
Breve introducción
a la virtud
V ir t u d e s de un c r is t ia n o
James F. Keenan, S.J .
mFÉÉMu»-m
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guna fiesta. Salí a correr bastantes veces. Y me mantuve
alejado de algunos amigos incrédulos que estaban con
vencidos de que no lo conseguiría. En una ocasión, soñé
que estaba fumando, pero en realidad no había ocurrido.
La verdad es que tampoco sabía qué hacer con los kilos
que había ganado.
Puesto que la vida moral tiene que ver con la vida co
tidiana, la moralidad no puede estar reservada a unas
cuantas acciones de gran significado. Todo acto humano
es un acto moral. El modo de hablar, el tiempo que gas
tamos, los planes que hacemos, las relaciones que culti
vamos, todo forma parte de la vida moral. La moral no
es primariamente el estudio de acciones graves; sino el
estudio del vivir humano. Y ser humano es una tarea tan
complicada y frustrante como lo es encontrar el momento
justo para dejar el tabaco.
Prácticas morales
ló
dll'H en la carretera. Algunos conductores suelen perse
guir de cerca al coche que llevan delante. Otros mantienen
una velocidad constante de 50 km/h sin dejar el carril de
mielantamiento. Los hay que adelantan, sin más, al vehí
culo ajeno, mientras otros prefieren demorarse admirando
el último modelo de coche que llevan delante y que que
rrían hacer suyo. Y junto a tales prácticas, cada uno tiene
lambién sus recorridos preferidos. Y cada uno se va ha
ciendo a la idea de a qué velocidad debe conducir: por en
cima, por debajo o al tope de la velocidad legal permitida,
listas prácticas se convierten en hábitos. Algunas veces las
prácticas que desarrollamos en la carretera aparecen como
hábitos en las reuniones sociales: los que pasan, los que si
guen, los que persiguen de cerca, los agresivos pasivos...
no se encuentran solamente en las autopistas.
Continuamente adoptamos prácticas para realizar ac
tividades tan simples como despertarnos, desayunar,
ducharnos, ir al trabajo, escribir cartas, llamar por telé
fono, saludar a los amigos, hacer deporte, divertirnos,
conducir, lavar la ropa, cocinar, tomar apuntes, utilizar
el ordenador, vestirnos, salir a cenar, irnos a la cama,
leer, conocer gente nueva, pasear por grandes almace
nes, relacionarnos con nuestros padres o hijos, escuchar,
ver la televisión y lavarnos los dientes. Estas prácticas
regulares se convierten en hábitos, que a su vez llegan a
arraigarse profundamente en nuestra vida y a constituir
dimensiones propias de nosotros mismos.
Estos hábitos nos hacen lo que somos. Pero como
Mac-Intyre se inclina a pensar, ciertas prácticas nos afec
tan más profundamente que otras. Dos de estas prácticas
tienen que ver con el estado de vida y la ocupación.
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la vida familiar (en mi comunidad, cocinamos, hacemos
la compra, limpiamos la casa y lavamos la ropa; vemos
la televisión juntos, y juntos salimos a comer y acogemos
a los invitados de los demás como si fueran propios), hay
diferencias fundamentales entre los dos. En lo que res
pecta a flexibilidad, a dar y recibir, a superar las discu
siones, a apreciar las personalidades diferentes y a afron
tar situaciones de emergencia, mi hermana y mi cuñado
están mucho más acostumbrados después de quince
años de matrimonio, con dos hijos inteligentes y activos,
que yo después de veinticinco años de vida religiosa. La
intimidad e independencia que la vida religiosa y clerical
requieren son distintas de las responsabilidades de la vi
da familiar. Estas prácticas asociadas al estado de vida
conforman los más profundos hábitos en cada uno de
nosotros.
Nuestro trabajo también nos obliga a adquirir ciertas
costumbres. Por ejemplo, antes de trabajar en la policía
del estado, mi padre fue agente de policía en la ciudad
de Nueva York. Aquella «labor» tenía su propio lengua
je. Yo crecí pensando que todos los varones contaban his
torias sobre «criminales» y la jerarquía de valores de la
gente del hampa. Mi padre creía en la responsabilidad,
en las normas, en el castigo, en el sentido de la disponi
bilidad y en la valentía. El «cuerpo» tenía sus propias
historias y él las contaba tan concreta y específicamente
como las vivía. En la Brigada de Homicidios de Manhattan
Sur, estaba continuamente en contacto con gente que li
teralmente abusaba de los demás. Despreciaba a trafi
cantes de droga y proxenetas, pero tenía un profundo
respeto por drogadictos y prostitutas; era testigo de que,
aunque ellos luchaban por su dignidad y supervivencia
(casi siempre sin éxito), no se olvidaban de sus colegas y
los ayudaban y protegían. Como consecuencia de esto,
mi padre huía de los hipócritas y de cualquiera que exa
gerase sus méritos. Amaba la integridad y odiaba a los
mentirosos. De igual modo su continuo investigar a mu-
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dios «sospechosos» le hizo hombre lento para juzgar con
llgoroza, cauto a la hora de sacar conclusiones. Eso sí, una
voz que tomaba una decisión, no cambiaba de opinión fá-
dl monte. No era profesor, médico, enfermero ni sacerdote,
om policía: veinte años de profesión le hicieron así.
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también nuestras formas de percibir y manejar la reali
dad. Como en el caso del fumador decidido a dejar de
serlo, necesitamos desarrollar costumbres útiles para su
perar aquellos malos hábitos profundamente enraizados
y largamente mantenidos.
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3. Debemos mantenernos vigilantes contra la creen
cia dt' que no tenemos necesidad de mejorar. Hemos de
mantener los ojos y los oídos abiertos a aquellos amigos
y conocidos cercanos que en ocasiones nos hacen ver que
necesitamos crecer. El autoconocimiento sin la voluntad
de escuchar a otros conduce a vivir como quien se cree
que ya ha alcanzado la perfección. Muchos de nosotros
i'eeuiTimos al chantaje, a la murmuración, al engaño y
Iinsta a la depresión con tal de no cambiar un punto de
vista.
4. Debemos saber, como cualquier ex-adicto lo ha
comprobado, que si somos capaces de erradicar un mal
hábito y sustituirlo por otro sano, se debe en gran medi
da no sólo a nuestro esfuerzo personal y al apoyo de los
amigos, sino a la gracia de Dios, cuyo aprecio por noso
tros es tal que nos está animando siempre a dar pasos
adelante.
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pr-
V i r t u d e js de _u n c r i s t i a n o
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ces a ti mismo «tengo que hacerlas» no se parecen en nada
a las que has señalado como moralmente más relevantes
hoy.
¿Piensas acaso que los asuntos de la vida diaria que te
preocupan no forman parte de la moralidad? ¿Acaso no es
moralmente urgente que no sigas maltratando a tu cón
yuge, que hables claramente con tu jefe o que discutas ese
tema concreto con tu hija? ¿La homilía que uno está pre
parando, las necesidades básicas del equipo parroquial o
las propias dificultades para comunicarse con un determi
nado joven sacerdote no son acaso asuntos morales? ¿No
son materia moral ese comer compulsivo, esos berrinches,
tu timidez o la inseguridad que experimentas? A buen se
guro que ésas son cosas semejantes a las que afrontamos
cada día y que realmente constituyen nuestra tarea moral.
Después de todo, son asuntos que lidiar cuando uno se
pregunta a sí mismo: «¿Qué debo hacer por Cristo hoy?».
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Debe riamos reflexionar sobre dos cuestiones:
1) ¿Por qué estamos predispuestos a pensar que los
asuntos ordinarios, aun significativos, urgentes e
importantes, no son temas morales?
2) ¿Qué debemos hacer para llevar mejor esos asuntos
cotidianos?
Metas positivas
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cesa de exhortar a los católicos a que se consideren per
sonas responsables llamadas a una mayor libertad ante
Cristo. Para hacer esto, necesitamos caer en la cuenta de
que la moralidad no es simplemente evitar el mal sino
hacer el bien.
En efecto, si revisas las dos listas que has hecho, po
drás comprobar que la diferencia mayor entre ambas es
triba en que la primera es una lista de pecados que hay
que evitar (eutanasia, aborto, divorcio); la segunda con
tiene cosas que mejorarían la situación en la que estás.
La razón para hablar con tal persona, trabajar sobre tal
tema o prestar atención a esa otra tarea no es «evitar el
pecado» sino mejorar, de hecho, tu situación: deseas
mantener unas relaciones cordiales con tus hijos, tus pa
dres, tu cónyuge, tu equipo de trabajo, o con el párroco
o tus compañeros de comunidad. Las cosas que te vinie
ron a la cabeza al despertarte esta mañana forman parte
de tu agenda vital y gracias a ellas vas a enriquecer tu
propia vida y la de los que te rodean.
Esas metas positivas amplían el campo de la morali
dad. Santo Tomás de Aquino acometió una empresa pa
recida. En el siglo XIII la mayor parte de sus colegas do
minicos estudiaban una lista de acciones -e n su mayor
parte, pecados (tomados de la Summa de casibus de Rai
mundo de Peñafort)- como texto para predicar sobre la
vida moral. Tomás respondió escribiendo la Summa
Theologiae, en la cual, en lugar de escribir sobre las malas
acciones, lo hizo principalmente sobre el ser de Dios, so
bre Cristo y sobre lo que los hombres podíamos llegar a
ser. Elablando de esto último, abordó el tema de las vir
tudes, arguyendo que nuestra tarea moral más impor
tante no es sólo evitar pecados o actos pecaminosos, sino
más bien adquirir hábitos sanos
Permíteme una broma. Seguro que si, en tiempos de
Santo Tomás, se hubiera hecho un estudio de ventas
-com o ah ora- antes de editar su libro, los expertos en
marketing habrían estado de acuerdo en que la parte de
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BU trabajo que versa sobre las acciones vitandas, la des
cripción de los pecados, vendía más que cualquier otra
pni'le de la Summa.
Podernos pensar, pues, que Santo Tomás tuvo una
Hienda no muy diferente a la que tiene uno al despertar
ía* por la mañana: la suya contenía el cultivo de hábitos y
acciones que contribuyen a enriquecer la vida.
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mejor. Las decisiones acertadas de los padres, los hacen
mejores padres. Pero un partido aburrido, un ballet sin
gracia o un juicio apresurado sobre alguien nos perjudica.
Estas actividades (las actividades de la vida moral normal
y corriente) son las que Tomás denomina «inmanentes».
Los efectos de estas actividades redundan sobre el agente.
Esta es una idea importante y preciosa, que significa, ni
más ni menos, que «nos convertimos en lo que hacemos».
Suena verdadero. En castellano solemos decir que «somos
hijos de nuestras obras».
Si cuando vamos al trabajo conducimos como locos,
tenemos muchas posibilidades de llegar a convertirnos
en maniacos. Si tratamos a nuestros pacientes con con
descendencia, hay grandes probabilidades de que haga
mos lo mismo con nuestro cónyuge, nuestros colegas y
amigos. Si no guardamos las confidencias de algunos
amigos, no guardaremos las de los restantes. En una pa
labra, es ingenuo pensar que el modo como actuamos no
va a tener efecto alguno en el futuro sobre nosotros: lo
que hacemos nos afecta.
Por último, para hacernos personas mejores y más li
bres necesitamos reconocer y aprovechar las oportunida
des morales que se nos presentan. Santo Tomás sugirió
que a través de ejercicios es como lo logramos. Puesto
que toda acción es un acto moral que nos afecta, debería
mos ordenar y encauzar toda nuestra actividad de modo
que lleguemos a-ser ante Cristo la persona que deseamos
ser. Los actos morales consisten precisamente en ejerci
tarse. Así, si necesitamos ser más discretos, necesitamos
ejercitar la discreción. Si lo que precisamos es valor, he
mos de ejercitar la valentía. Si necesitamos crecer en fide
lidad, debemos ejercitarnos en ser fieles. Estos ejercicios !
nos ayudan a ser las personas que Dios nos llama a ser.
Estas ideas de Tomás nos ayudan a entender lo com
prehensiva que es la vida moral y lo que podemos hacer i
para ser personas más morales. Sobre todo, nos ayudan a í
caer en la cuenta de que la vida moral abarca más que los :
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tlflruiH importantes y urgentes de la vida y la muerte. Sin
fUBnr a dudas, mucho de la vida moral atañe a lo co-
fríiMile y cotidiano. Santo Tomás nos lo ha dejado dicho,
r|t'N que necesitamos el peso de una autoridad para estar
convencidos de ello. (Incluso en nuestro adormilamiento
lililí ulino podemos descubrirlo.)
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Y I RT U DE S DE UN CRISTI ANO_
James F. Keenan, S.J.
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ser más fructífero discutir sobre virtudes que citar prin
cipios y ofrecer soluciones. Los principios tienen cierta
mente precisión y claridad pero, por eso mismo, carecen
de la sutileza, de la maleabilidad y de la flexibilidad que
los problemas de la vida ordinaria exigen.
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centro de pastoral. Tal vez parezca sorprendente que así
sea, acostumbrados como estamos a leer cosas en torno a
los grandes temas periodísticos como el aborto, el divor
cio, la homosexualidad o el control de la natalidad. Des
de luego que esos «grandes» temas afectan a muchos
cristianos, pero, cuando alguien solicita una entrevista
con alguno de los miembros del equipo parroquial, o
cuando alguien acude al acompañamiento espiritual, o a
celebrar el sacramento de la reconciliación, el tipo de
consejo que está buscando es mucho más complejo que
la cuestión «divorciarse o no divorciarse», «abortar o no
abortar». Las preguntas que los miembros de la comuni
dad eclesial plantean son generalmente muy concretas y
enfocadas. Tienden a ser tan poco sutiles y tan corrientes
como la vida misma.
A diferencia de los debates que aparecen en las prime
ras páginas de los periódicos, estas conversaciones son en
cuentros cara a cara, entre personas que tratan de hallar el
modo recto de proceder. En resumidas cuentas, estos en
cuentros son, creo yo, encuentros llenos de prudencia.
Hay una larga historia de tales encuentros.
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giosas estaba permitido y lo que estaba prohibido. Por
último, en los dos siglos previos al Vaticano II, se recopi
laron y codificaron manuales repletos de ejemplos con
cretos y casos prácticos, en los que bajo una gran varie
dad de nombres se abordaba la cuestión de la gravedad
moral de la conducta humana ordinaria.
En cada uno de estos períodos los teólogos morales
proporcionaron guía a los consejeros morales. Los m o
ralistas escribieron los «penitenciales», manuales que
proporcionaban a los monjes detalladas categorías de
pecados y sus correspondientes penitencias. Tomás de
Aquino y otros escribieron las Summas, las cuales descri
bían las virtudes necesarias para una vida íntegra. De un
modo semejante, los casuistas se ocupaban de los casos
que los confesores, a su vez, habían oído a los fieles. Por
fin, los autores de manuales -leguleyos como eran - se
concentraban aun más en examinar los materiales que
aportaban los confesores que de las especulaciones de
los académicos. La teología moral estaba literalmente al
servicio de la Iglesia.
Dar consejo en aquel tiempo, sin embargo, era cosa
bien diferente de lo que se pide hoy. Los penitenciales,
las summas y los manuales fueron excelentes intentos de
dar solución a las cuestiones básicas con las que los pas
tores se encontraban. El catálogo de los casos clasificados
trataba de imaginar la variedad de acciones que un cris
tiano podía presentar a un consejero espiritual y moral.
En ocasiones, los confesores únicamente necesitaban
consultar el texto para encontrar la acción en las listas y
evaluar su carácter moral. Por descontado, no era nunca
tan simple, pero sí pretendía serlo.
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cerdotes era una buena ayuda para ser prudentes. Tenían
a mano respuestas, con listas de acciones permitidas y
prohibidas. No obstante, si tenemos en cuenta los cambios
de las últimas décadas, tales prácticas ya no son acepta
bles. Los responsables pastorales raramente han de apor
tar un juicio específico o ponerle el sello a una decisión ya
tomada. Lo que generalmente se les pide es que sean ca
paces de compartir su prudencia. Por descontado, no en
tiendo por prudencia el vicio de buscar el propio interés,
como en los últimos tiempos se ha empezado a considerar
(erróneamente). Por el contrario, la prudencia es la virtud
de la adopción de decisiones responsables. Al ponerse
metas moderadas y asumibles para determinar qué vida
debemos vivir y para hallar los modos propios de actuar
que nos posibilitan alcanzar esas metas, la prudencia nos
ayuda a hacernos cargo de nuestras vidas.
Al buscar un consejero moral, el cristiano medio bus
ca guía para sus decisiones personales sobre asuntos ob
jetivos. En realidad, lo que busca es un diálogo enrique-
cedor que le haga crecer en prudencia más que aportarle
directrices prudentes: quiere hacerse una persona que to
ma decisiones responsablemente y está convencida de
que la adquisión y el crecimiento en la virtud de la pru
dencia (la toma responsable de decisiones) se facilita me
diante la reflexión honrada sobre temas comunes con al
guien prudente.
Por tanto, se ha producido un cambio fundamental
en el ámbito del consejo moral. Antes del Concilio Vati
cano II, a los sacerdotes se les requería para emitir vere
dictos prudentes; hoy se les busca para que sean mento
res en prudencia moral.
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pío, cómo la vida familiar se ha visto afectada (y compli
cada) por las transformaciones demográficas; las empre
sas familiares han dado lugar al vertiginoso auge de las
corporaciones transnacionales; la vida familiar recibe la
influencia, entre otros, de la televisión y demás medios de
comunicación, así como del acceso generalizado a los mé
todos de control de la natalidad y del movimiento en fa
vor de los derechos de la mujer. Las cuestiones relativas al
tener hijos, al empleo, a la educación y a la armonía matri
monial exigen ser abordadas con un cuidado impensable
hace no mucho tiempo.
2. Los miembros de la Iglesia reciben hoy mucha
más educación académica que en el pasado. Reciente
mente el New York Times informaba que tanto los católi
cos blancos como los de color estaban entre los nortea
mericanos que más probabilidades tienen de completar
estudios de bachillerato y estudios universitarios. Sería
una necedad seguir pensando que esa gente, cuando va
a pedir consejo, pretende recibir directrices claras sobre
lo que está prohibido y lo que está permitido. Formación
y experiencia militan contra directrices fáciles y simples.
El creyente que busca consejo quiere crecer en prudencia
más que en obediencia; busca capacidad de comprender
la vida moral.
3. Derechos humanos e igualdades mayores, nuevas
democracias y la superación de estructuras de opresión
llevan aparejado el convencimiento de que las personas
adultas son capaces de guiar sus propias vidas. Tales
ideas, por lo demás, no son originales del mundo secu
lar. En el siglo XIII, Tomás de Aquino escribía que deso
bedecer a la conciencia era siempre pecado, siendo peor
desobedecer a la conciencia que ser excomulgado. En el
siglo XX, John Courtney Murray escribió en defensa de
la conciencia y el Vaticano II proclamó la libertad religio
sa. Recientemente, los obispos católicos han exhortado a
seguir la voz de la conciencia. Los movimientos religio
sos y civiles continúan desarrollando en nosotros la con-
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vicción de que todo individuo tiene una conciencia que
formar y a la que seguir. Esa tarea se va poniendo por
obra creciendo en la virtud de la prudencia.
Si este libro pretende ser útil para consejeros morales
de hoy entonces, no puede dejar de afrontar la cuestión
moral que la Iglesia se topa en la actualidad: ¿cómo pode
mos, como pueblo de Dios, crecer en prudencia?
37
1
I
V ir t u d e s d e u n c r i s t i a n o
Llamados a crecer
39
te modo? ¿Caíste en la cuenta de que al hacerlo de esa
manera podías pecar? El teólogo John Mahoney llama a
esto «nuestra preocupación por el pecado» y comenta en
The Making o f Moral Theology:
«Como consecuencia de esta preocupación por la pa
tología espiritual, la disciplina de la teología moral
ha dejado casi toda consideración del bien en el
hombre a otras ramas de la teología, en particular a
lo que se conoce como teología espiritual.»
El Evangelio
40
tüH como después de su conversión. Después de su en
cuendo con el Señor resucitado, Pablo es reexpedido por
el camino verdadero, pero comprende que todos los viajes
requieren alguien que los motive.
I ,os viajes reales de Pablo, narrados en los Hechos de
los Apóstoles de Lucas, son reflejo de los viajes evangéli
cos de Cristo que se dirige a Jerusalén. Seguir las huellas
de Jesús se convierte en la vocación del discípulo: el pri
mor viajero, el Señor mismo, hace señas a cada uno de
los peregrinos para que avancen.
Las narraciones de los evangelios están repletas de
personajes en movimiento: los pastores van aprisa al es-
itiMo y los Magos siguen a la estrella; Zaqueo sube a un
árbol y Leví deja su puesto de recaudador de impuestos,
ln mujer que padecía flujos de sangre se abre paso entre
lfl multitud y el paralítico alcanza el lugar donde estaba
fll Señor entrando por el tejado, el hijo pródigo y su pa
dre corren al encuentro el uno del otro; Jairo y Nicodemo
bfljnn de rango para ver a Jesús y Cornelio visita a Pedro.
Los evangelios están llenos de historias de gente que
mn relia a toda prisa para llegar a donde está el Señor.
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que pretendían los que construyeron la Torre de Babel, o
los que, como el obispo Pelagio proponía, han creído que
con las propias fuerzas podemos ser perfectos.
De nuevo Pablo nos lo dice con toda claridad: «No es,
que lo haya conseguido ya ni que sea ya perfecto; yo
continúo para alcanzarlo, como Cristo me alcanzó a mí»
(Filipenses 3,12). La llamada a luchar, a crecer, no pode
mos desatenderla. Antes al contrario, Cristo nos ha lla
mado y nos ha dado la gracia que nos impele a respon
der. Dios mismo es quien nos impulsa a caminar hacia
delante.
42
lo i predicadores de los primeros siglos
43
nidades religiosas con el propósito de realizar esa mi
sión. Al recordarnos que Dios se acerca a nosotros, nos
llaman a acercarnos a Dios.
Doce preguntas
sobre la conciencia
1. ¿Qué es la conciencia?
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3. ¿Qué es el superego?
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pables y terriblemente aislados. Algunos de nosotRMyÉla
cluso nos encerramos en nuestra habitación, castlgánÉBlP
nos a nosotros mism os exactam ente del mism o modo
como lo hacían nuestros padres tiempo atrás.
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a jugar con los enchufes, evacuamos en el váter y nos la
vamos las manos. Lo que pasa es que como adultos tene
mos que regirnos por una voz más importante -la con
ciencia-, cuya misión es discernir lo que está bien y lo
que está mal.
48
F
nuestros padres, mayores y maestros. También con la
historia y enseñanzas de la Iglesia y de las Sagradas Es
crituras. Asimismo, la contrastamos y conformamos con
las ideas que recibimos de la cultura. Nuestra propia ex
periencia aporta una parte muy significativa. Por último,
aprendemos de los amigos y de los educadores.
49
dudas: proceder contra mi conciencia significa actuar al
margen o contravenir lo que ella me dicta que haga o de
je de hacer.
50
do no nos esforzamos en estar al servicio de los demás o
en crecer como personas o en superar algún vicio. Pero
en otras muchas ocasiones, incluso cuando procuramos
hacer bien las cosas o evitar un mal, fallamos. Podemos
lamentarnos de esas malas acciones o errores, pero eso
no significa que sean pecados, son equivocaciones.
51
4. ¿Consideran tus colegas que éstas son
prácticas que identifican tu trabajo?
5. Cita algunas líneas de acción en tu vida
que sean peldaños para cambiar y mejorar.
6. ¿Por qué son tan importantes?
7. ¿Qué hábitos podrías desarrollar en esas
áreas de tu vida que quieres mejorar?
8. Enumera cuatro cualidades que esperas que
posea la persona a la que pides consejo.
9. ¿En qué áreas de tu vida ejerce mayor con
trol tu superego?
10. ¿En qué dimensiones de tu vida es la con
ciencia la que ejerce mayor control?
SEGUNDA PARTE
Virtudes teologales
V ir t u d e s de un c r is t ia n o
James F. Keenan, S.J .
Fe
Un viaje a Dachau
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traza alguna de la tragedia de Dachau. Me preguntaba
cómo se podía vivir, después de 1945, en una ciudad lla
mada Dachau. ¿No era para morirse de vergüenza tener
como dirección postal la del lugar donde había aconteci
do tal atrocidad? Pensé que si los fantasmas existen tenían
que estar concentrados en aquel pueblo.
Avanzando un poco más pude ver un montículo de
cenizas enfrente de mí. Me preguntaba cómo alguien
podría decir en serio que no se había enterado de las
matanzas que allí se habían perpetrado. Me acerqué un
poco más. El cielo estaba oscuro. A un lado de la calle
principal que lleva al campo, vi una nueva y blanca
iglesia de estilo alpino. ¿Cómo se habían atrevido a
pensar que Dios podía estar allí, en aquel horrible lugar
donde se había decidido y realizado la muerte de tantos
judíos, gitanos y homosexuales, entre otros?
Me impresionó la extensión del campo. Caminé a tra
vés de él hasta alcanzar la zona donde se alza el convento,
cuya campana comenzó a repicar en aquel instante. Ense
guida oí una voz que en alemán me advertía que el con
vento estaba cerrado. Le contesté que no era un turista, que
sólo estaba allí para rezar.
— Está cerrado — repitió la monja alemana.
— Soy jesuita y su capellán me ha dicho que podía ve
nir aquí a rezar.
— Está cerrado.
— ¿No puedo rezar?
— Está cerrado; hoy es lunes.
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A |Tsar de todo, no podía negarme a mí mismo y lo
•jui<me había llevado a Dachau era rezar; y allí tenía la
mi mu i unidad para hacerlo. ¿Por qué habría de renunciar
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mismo y lloré. Aquel día mi oración fue verdaderamente
bendecida.
Al encuentro de Dios
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En una obra estupenda titulada Till We Have Faces,
C.S. Lewis cuenta la historia de una princesa fea a la que
su padre le deja, al morir, el encargo de gobernar el reino.
Su hermana Psyche desaparece -literalm en te- con un
galán llamado Cupido. La princesa poco agraciada se
convierte, a base de duro esfuerzo y disciplina, en una
mujer poderosa y justiciera que disfruta del respeto de
los nobles. Pero para no asustar a sus súbditos, cubre con
una máscara su horrible rostro.
Después de años de luchas y victorias, la cansada,
anónima y solitaria princesa se entera de que no lejos de
su palacio hay un templo que nunca ha visitado. Entra
en él e inmediatamente descubre en las paredes frescos
en los que se narra la feliz historia de su hermana y Cu
pido. Encolerizada por haber tenido que soportar sola
tan pesada carga, se encara con Dios y le reprende por
haber permitido todas las cosas que le han pasado: por
qué ella se ha quedado sola, por qué es tan fea y tan du
ra, por qué su vida ha sido tan difícil. Al no oír nada co
mo respuesta, en un arrebato de ira, rompe a gritar. Ras
ga la máscara que cubre su cara y de nuevo exige una
respuesta.
Al desaparecer la máscara de su rostro, se da cuenta
de que, a pesar de tantos tragos amargos como había te
nido que apurar, nunca había necesitado máscara ante
Dios. ¿Cómo podría encontrarse cara a cara con Dios, si
no se mostraba a sí misma? Till We Have Faces nos hace
caer en la cuenta de que el único al que la princesa po
día haber mostrado su rostro era Dios. La fe se lo habría
permitido.
Con frecuencia llevamos máscaras. Por justas razones
suprimimos a veces una parte de nosotros mismos... en
atención a nuestros hijos o a nuestros alumnos o feligre
ses. Por razones inapropiadas, pactamos con nosotros
mismos para conseguir aprobación, amistad, respeto o
amor. Pero con el Creador, con el que nos ha hecho como
somos, nos podemos presentar como nos ha hecho, sin
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sombra de ficción. Si hay algún lugar donde no necesita
mos máscara es delante de Dios. Vivimos en fe cuando
nos ponemos delante de Él como nos ha hecho. La fe es
auténtica cuando somos nosotros mismos.
Es una paradoja: cuando más necesitaríamos maqui
llarnos, es decir, cuando más baja tenemos la guardia es,
sin embargo, cuando mejor podemos encontrarnos con
Dios cara a cara. Como me sucedió a mí con la rabia que
sentí en Dachau o con la de la princesa, nos quitamos las
máscaras precisamente en el momento en que no esta
mos de muy buen ver. Cuando la tristeza, la depresión,
la pena o la soledad nos hieren, nos volvemos hacia
Dios, no victoriosos sino agobiados, no bien arreglados y
compuestos sino vulnerables.
La fe es el santuario que Dios nos proporciona para
que podamos presentarnos ante Él como nos ha hecho y
donde podemos desear encontrarnos con Él como Él es.
Porque la fe es el santuario donde podemos expresar
nuestros más hondos deseos de intimidad con el Crea
dor, Redentor y Santificador. Ese santuario, cuando lo
encontramos, no se queda en una cámara privada. Más
bien, como en el cuento de la princesa o en mi propia ex
periencia en la iglesia de Dachau, el santuario está lleno
de las historias de otros que han buscado al mismo Dios
con la misma humilde verdad.
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V ir t u d e s de un c r is t ia n o
James F. Keenan, S.J .
Esperanza
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memoria de que su mujer y sus hijos pasaron aquella no
che en nuestra casa y del modo en que uno de los curas
de la parroquia vino a consolarlos. Sin duda, él quería
consolar; llegó inmediatamente después de que la policía
le hubiese llamado. Pero estaba demasiado confuso. De
masiado alterado. Sonreía, reía y se mostraba muy sim
pático. Tenía la intención de dar esperanza y en vez de
eso lo que hizo fue provocar la negación de la realidad.
Algunos liturgistas actuaron con la misma falta de de
licadeza hacia las necesidades de los que lloran la muerte
de un ser querido cuando reformaron la misa de funeral.
Dicho en pocas palabras, se fue en ese punto de un extre
mo al otro. Antes del Concilio, la Iglesia en oración sufría
durante la misa de funeral por los muertos. Después del
Concilio, celebramos la misa de resurrección. Pasamos de
la pena al gozo, literalmente, del negro al blanco. Los li
turgistas estaban en lo cierto al querer introducir la misa
de resurrección, pero sin olvidarse del contexto de la ex
periencia básica que vive la asamblea reunida para cele
brar la eucaristía: la muerte de un ser amado. Pedir a la
gente en ese momento que se alegre en la resurrección
no es sólo algo carente de realismo, es algo inhumano.
La del funeral es una liturgia de esperanza, no una
celebración de alegría. La alegría es lo que María y los
discípulos vivieron no en la muerte de Jesús sino en el
acontecimiento de su resurrección. Gozo es lo que viven
unos padres cuando les nace un hijo. Esperanza es lo que
tenemos precisamente cuando no tenemos nada. En una
misa de funeral, como mucho, tenemos esperanza.
En los funerales muchos creyentes pasan momentos
difíciles. Lo mismo a los que creen que a los incrédulos,
la pena les juega malas pasadas. Pero, para los creyen
tes, además, puede haber confusión, porque quieren sa
ber dónde está el consuelo que da la fe, porque quieren
saber por qué no sienten más la certeza de la resurrec
ción. Los creyentes se preguntan cómo puede ser su fe
tan débil, ya que se sienten tan miserables como los que
no participan de ella.
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Muchos cristianos, turbados por la muerte de un ser
querido, con frecuencia no sólo no reciben consuelo en
una liturgia de funeral sino que salen descorazonados y
con menos fe. Aquí, en el asombro ante la debilidad de la
propia fe, se encuentra el sentido de la esperanza. Por
que la esperanza es la determinación de no renunciar a la
propia fe, precisamente cuando, por así decir, no se saca
consuelo de ella.
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El símbolo de la esperanza es el ancla. Cuando nos
sacuden o vamos a la deriva o estamos descolocados, en
contramos en la esperanza el ancla que nos permite per
manecer amarrados a la fe. Precisamente cuando somos
zarandeados, la esperanza nos ayuda. Como la valentía,
la esperanza es una virtud de resistencia, de tenacidad.
Hace unos años esta idea de la esperanza apareció en
una historia de coraje escrita por Brian More y titulada
Catholics. Estamos en un tiempo futuro después del Vati
cano III, y parece que hay ciertos problemas en una co
munidad de vida monástica. Un visitador del Vaticano
realiza una investigación. A lo largo del proceso vamos
sabiendo que el abad, un hombre bueno y sincero lleva
años sin poder rezar. Cuando lo intenta, no siente nada.
En el cuento queda patente la hondura de los sucesivos
combates del abad a medida que se los va refiriendo al vi
sitador. Al final, en la versión cinematográfica, se ve al
abad de noche, aterrorizado, solo y de rodillas, intentando
pronunciar las palabras del Padre Nuestro.
El cuento refleja las palabras de San Pablo en su Car
ta a los Romanos. En el capítulo 8 (uno de los capítulos
sobre la esperanza) señala que esperamos las cosas que
aún no hemos visto. (Si las viéramos, entonces ya no se
ría esperanza, añade.) Sigue diciendo que la esperanza
nos ayuda, sobre todo, cuando somos débiles. Nuestra
debilidad puede ser tan grande que podemos incluso no
saber qué debemos pedir, pero -P ablo lo d ice- ése es el
momento de orar (nótese: es una situación de confusión
y desconocimiento), en el que el Espíritu le habla al Pa
dre a través de nuestros gemidos. Así pues, cuando so
mos incapaces de orar, el Espíritu ora por nosotros, a tra
vés de nosotros.
En nuestro gemir, esperamos. Porque nuestro la
mento es también un deseo (¡una esperanza!). M ante
ner el diálogo con Dios incluso en medio de nuestros
miedos más grandes es ya, en sí m ism o, un acto de fe.
La esperanza es perm anecer en diálogo cuando las pa
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labras nos faltan y, con todo, el deseo de articularlas
continúa. Como el abad, aterrorizados y de rodillas,
también nosotros esperamos cuando no podemos hacer
otra cosa que expresar el deseo de creer.
Este deseo de creer está en el corazón de muchas
personas que lloran la muerte de un ser querido.
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impotentes, es decir, en vulnerabilidad, cuando la vida
es de lo más oscura, entonces Dios entra en nosotros
para sostenernos.
Ahora bien, la aparición y existencia de la esperanza
no es rimbombante, tosca o ruidosa. No cambia repenti
namente nuestra oscuridad en luz ni nuestro silencio en
elocuencia. Como el céfiro, la esperanza es sutil y suave.
Respeta nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestros
sentimientos. La esperanza no nos libera de los pensa
mientos críticos, ni de las experiencias de desierto, ni de
nuestros miedos más arraigados. Más bien, la esperanza
entra en nosotros de forma delicada y sin ruido, hacién
donos sentir la presencia del Espíritu en medio del albo
roto. Su gentil presencia es fuerte, si no en volumen, sí en
profundidad. Es el ánimo del Espíritu que acude a la voz
de nuestros gemidos, dándonos la certeza de que en núes
tros momentos más bajos, cuando estamos sin recursos,
Dios nunca nos abandona.
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J V I R T U P E S_ D E UN CR I S TIA N O
James F. Keenan, S.J.
La caridad, la madre
de las virtudes
67
F
La mezcla de motivaciones
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cuenta de que, si continúa, cambiará para siempre. En la
luminosa claridad de tales instantes descubrimos la com
plejidad de las propias motivaciones. Las motivaciones,
como las elecciones, suelen ser complejas. Raramente ac
tuamos con una motivación simple, sea en el ámbito de
lo trascendente, sea en el de lo mundano.
En ocasiones oímos lo conflictiva y complicada que
fue una decisión de profesar los votos religiosos, orde
narse de sacerdote o contraer matrimonio, sobre todo
cuando se está en el proceso de dar marcha atrás. O reci
bimos versiones románticas sobre los compromisos de
por vida: «la idílica certidumbre» de personas casadas,
religiosos o curas.
Sin embargo, es poco frecuente que nos lleguen las
inspiradoras historias de la gente que, a pesar de sus du
das y conflictos, decidió vivir una determinada vida y
efectivamente vive según lo que decidió. Aunque elegir
un camino que va a marcar el curso del propio futuro es
una enorme tarea, muchas personas toman decisiones
así todos los días y perseveran en ellas.
69
Por supuesto, aspiram os a la pureza, pero porque
carecem os de integridad dentro de nosotros m ism os,
porque tam bién está ausente en nuestras m otivacio
nes. Para arm onizar esas m otivaciones, necesitam os
que la caridad trabaje en las profundidades de nuestro
ser.
Caridad
70
La caridad como amor
71
Por supuesto, aspiram os a la pureza, pero porque
carecem os de integridad dentro de nosotros m ism os,
porque tam bién está ausente en nuestras m otivacio
nes. Para arm onizar esas m otivaciones, necesitam os
que la caridad trabaje en las profundidades de nuestro
ser.
Caridad
70
La caridad como amor
71
Preguntas para la reflexión
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TERCERA PARTE
V irtudes cardinales
DURANTE SIGLOS se ha mantenido que había cua
tro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza. En cierto modo, sólo son dos, porque la fun
ción de la templanza y la fortaleza es apoyar la justicia.
Teníamos que ser templados y fuertes precisamente para
ser justos. La tarea de la prudencia es tan sólo sentar los
criterios mediante los cuales aquí y ahora se vive de mo
do justo, se adopta la decisión ponderada y se actúa con
fortaleza.
Me interesa señalar que la justicia no se presenta sola.
Creo, como en otro lugar he expuesto («Proposing Car
dinal Virtues» en Theological Studies 56.4 (1995) 709-729),
que la prudencia nos guía con relación a la justicia, a la
fidelidad y al cuidado de nosotros mismos. La justicia
consiste en tratar a todos de forma igualitaria. Es la vir
tud de la equidad, en la que no existe trato especial o
preferencia. La fidelidad es precisamente lo opuesto: le
enseña a cada uno a tratar de forma especial a aquellos
con los que está más cercanamente relacionado: esposos,
hijos, padres, amigos, parientes, vecinos, compañeros de
comunidad, etc.
75
Así pues, mientras que la justicia consiste en tratar a
todas las personas de forma general e igual, la fidelidad
consiste en tratar de modo preferente a aquellos con los
que nos unen relaciones particulares. El quid de la vida
moral es comprender (mediante la prudencia) cuándo la
fidelidad ha de predominar sobre la justicia o cuándo la
justicia tiene prioridad sobre la fidelidad.
Las buenas historias (y las no tan buenas) exploran
siempre esta disyuntiva, porque crea suspense que el hé
roe o la heroína tenga que optar entre la justicia y la fide
lidad. Semejante disyuntiva siempre genera una gran
tensión. Como ejemplo se puede tomar la película Termi-
nator II. Arnold Schwarzenegger tiene que encontrar a
un muchacho que está destinado a salvar el mundo. Sin
embargo, el niño, en lugar de irse con Arnold, decide ir a
salvar a su madre (Linda Hamilton). El chaval pospone
el destino de la humanidad (la causa de la justicia) a la ;
salvación de su madre (la causa de la fidelidad).
Ahora bien, así como tenemos responsabilidades ge- 5
nerales para todos (justicia) y vínculos especiales con j
determ inadas personas (fidelidad), tam bién tenemos
una responsabilidad única para con nosotros mismos. |
Cuando comencé a escribir estos ensayos sobre las vir- J
tudes, llamé a esta responsabilidad autoestima. Actual- j
m ente prefiero denominarla cuidado de uno misino, por- ,
que esta expresión cubre un campo más amplio que la :
autoestima.
A veces tenemos que elegir entre las tres. Esa necesi
dad de optar es lo que hace que las historias sean aún
más interesantes. Por ejemplo, la tragedia griega Antígo-
na comienza cuando la ciudad de Tebas acaba de ser de- ■
vastada por una guerra civil, causada por la enemistad -
entre dos hermanos. Los dos han muerto y uno de ellos
yace en el campo de batalla, fuera del recinto amuralla
do de la ciudad, sin recibir sepultura. El nuevo dueño
de la ciudad trata de reunir a las facciones enfrentadas
en torno a sí y para conseguirlo prohíbe que nadie haga
76
nada más respecto de la guerra, incluyendo en ello la
prohibición de dar sepultura a los muertos. Si alguno
osase proceder a dar sepultura al cadáver, sería reo de
muerte.
La cuestión, para Antígona, se plantea entre obedecer
la ley de la justicia o enterrar a su hermano y perder su
propia vida. Las tres exigencias se presentan juntas. La
misma tensión triangular se da en la película Perfume de
mujer en su versión norteamericana. En la trama, el di
rector de un instituto ha sido víctima de una terrible
gamberrada. Varios alumnos le han destruido el coche.
Un muchacho vio a sus compañeros de curso hacerlo.
Ese chico es un brillante estudiante a quien el director ha
prometido recomendar para que sea admitido en la uni
versidad de Harvard. El director se entera de que el chi
co conoce la identidad de los causantes del destrozo y le
pide la información.
Aunque el muchacho se da cuenta de que la petición
del director es justa, también considera su necesidad de
ser fiel a sus (injustos) amigos. Acto seguido el director le
anuncia que si no le facilita la información solicitada, se
verá obligado a enviar una carta negativa a Harvard,
truncando así el futuro del chico. Por consiguiente, tiene
que elegir: justicia, fidelidad o cuidado de sí mismo. El
dictado de la prudencia le hará decidirse por la respuesta
adecuada.
En mi esquema, pues, la templanza y la fortaleza con
tinúan siendo virtudes auxiliares. No obstante, no sólo
existen para ser prudentes y justos, sino también para
que seamos fieles y cuidemos bien de nosotros mismos.
77
V ir t u d es d e u n c r i s t i a n o
La virtud de Infidelidad
79
implican en tareas y responsabilidades familiares, les
ayudan a resolver sus diferencias y les ejercitan en com
prender la importancia del dar y recibir. Mediante todos
estos ejercicios y prácticas, los padres enseñan que el há
bito de estar juntos es algo que proporciona felicidad. Ha
ciéndolo de ese modo, luchan contra el instinto de sus hi
jos de acaparar las cosas como si fueran sólo suyas; se
trata de hacerles ver a los niños que la vida es mejor y
más rica donde dos o tres están reunidos. A la luz de es
tos esfuerzos, cualquiera puede entender la exasperación
que viven unos padres cuando levantan la voz diciendo:
«¿por qué no podéis llevaros un poco mejor?».
Enseñar la fidelidad
80
Al reconocer estas actividades como agradables y
sociales, difícilmente las consideramos morales. Por al
guna razón, a menos que una actividad esté directa
mente relacionada con la equidad, la justicia, los dere
chos o los deberes, parece no concernir a la moral.
Ahora bien, pensar así es perderse (quizás pasar por al
to) la fuerza de los primeros ejercicios m orales que
nuestros padres nos enseñaron.
Propongo considerar la fidelidad como la primera de
las virtudes cardinales que todo cristiano está llamado a
desarrollar. Las otras serán tratadas particularmente en
los siguientes capítulos. Ahora, después de cinco dedica
dos a las virtudes en general, es tiempo de empezar a
examinarlas específicamente.
Justo y fiel
81
general: los hombres tendían a contar lo que hacían y
cuáles eran sus logros; mientras que las mujeres general
mente se describían en términos de relaciones. Unos y
otros se mostraban reacios a actuar de forma diferente a
como lo hacían. A pesar de las obvias dificultades que
surgen de distinguir hombres y mujeres en términos tan
amplios y generales, las conclusiones de Gilligan susci
tan un importante tema. La autora implícitamente apun
taba que todos deberíamos tener dos preocupaciones en
la vida: la una, el ser justo y disponer de la autonomía
personal para reconocer lo que eso significa moralmente;
la otra, ser fiel en las relaciones y no quedarse aislado e
incapaz de encontrarse con los demás como amigos en
vez de verlos como tareas. Todos tenemos dos objetivos
morales primordiales: ser justos y ser fieles.
82
reírse y comer con ellos. Las reuniones de Jesús con sus
discípulos llamaban tanto la atención que hasta ha que
dado constancia del escándalo que les producían a los
maestros de la ley. Con todo, éstas eran actividades m o
rales. De igual manera que la vida de Jesús nos marca la
norma del seguimiento -ser justo como Él lo fu e- tam
bién somos llamados a seguirle en la amistad: ser amigo
como Él lo fue.
M argaret Farley explora la fidelidad en su obra Per
sonal Commitments: Beginning, Keeping, Changing. La teó
loga católica presenta las vidas im aginarias de diez
personas diferentes y exam ina cómo el arte de la rela
ción requiere una alta dosis de trabajo. Farley deja cla
ro que la fidelidad precisa de ejercicios concretos para
desarrollarse. Así como nuestros padres nos enseñaron
a apreciarnos mutuamente a través de una extensa ga
ma de actividades, tam bién tenemos que im plicarnos
en otras similares si pretendemos crecer en la relación.
De hecho, incluso para mantener una relación debe
mos practicar formas de comunicar, com partir, acom
pañar, dar y recibir. Y, como la experiencia de los pa
dres con sus hijos, nos damos perfecta cuenta de que
tales actividades no vienen natural o fácilmente.
Practicar la fidelidad
83
r
que un niño dice es: «eso no es justo». Curiosamente, la
primera declaración de un niño no es un reconocimiento
de lo que es justo; el pequeño no puede determinar eso.
Sin embargo, sí puede percibir desigualdades y dispari
dades y protesta. ¿Por qué ha tomado más que yo? Sin
pensar en otra posible respuesta, la queja de que «eso no
es justo» brota de inmediato. Pretender enseñar fidelidad
en un contexto así, no es tarea fácil.
Por lo mismo, intentar aprender fidelidad tampoco es
empresa nada sencilla. Los compromisos nos parecen ar
duos. Como los niños, nos molestan las desigualdades, des
confiamos del dar y recibir, disfrutamos con el control, nos
gusta contar lo que les damos a los demás para asegurar
que vamos a recibir, por lo menos, tanto como damos, nos
gusta hacer cosas juntos siempre y cuando sea lo que nos
apetece a nosotros. A menudo, compartimos nuestra vida
con los amigos, por decirlo en una palabra, de mala gana.
Poner, pues, la fidelidad en el centro de la vida moral
nos invita a involucrarnos en ejercicios y prácticas con
cretas que nos capaciten para entender y vivir mejor lo
que Jesús y nuestros padres nos han enseñado: a crecer
juntos. Para tal fin, puede que necesitemos hacer más lla
madas de teléfono, escribir más cartas, cocinar alguna
vez más para los otros, dar más paseos, pasar un poco
más de tiempo con un amigo.
Nos puede venir bien deshabituarnos de contar o me
dir lo que «el otro» hace o no hace. Puede que necesite
mos ahuyentar el grito quejumbroso que nos corroe por
dentro: «ella (o él) siempre recibe (o gana) más que yo».
Puede que necesitemos, por el contrario, escuchar una
voz más madura que nos pide: «Llevaos mejor».
Fidelidad en la parroquia
84
quial. De forma muy natural, la fidelidad es practicada
por los miembros del equipo parroquial que siempre son
puntuales, por el encargado de adornar el altar que res
ponsablemente asume su tarea, por los jóvenes que ayu
dan a misa en una fría y triste mañana de domingo, por
los ministros de la eucaristía que llevan la comunión a un
enfermo, por el miembro del equipo de pastoral de los
enfermos que asiste a una persona en trance de muerte,
por unos padres que organizan la liga de fútbol infantil,
por los alcohólicos anónimos que se disponen a celebrar
su reunión, por la familia que trae comida para los pobres
y por los catequistas que, sin recompensa, enseñan la fe.
Formo parte de una parroquia en la que, cada mes de
mayo, el párroco pone una carpa en los jardines parro
quiales y hace de anfitrión de tres eventos. La primera
tarde da las gracias a más de seiscientos voluntarios de la
parroquia invitándoles a cenar. Al día siguiente, invita a
los curas de la diócesis a una comida campestre. El tercer
día, organiza una merienda para toda la parroquia. El pá
rroco sabe a través de su propia práctica que el hábito de
estar juntos es, sin duda, una costumbre que proporciona
felicidad.
r
V ir t u d e s de_ u n c r i s t i a n o
Justicia
87
jos. Con todo, el hábito de usarla nos enseñó, de niños,
que las explicaciones pobres a m enudo significan re
glas pobres. Nos ayudó a ver que no todas las reglas
son correctas.
De niños hicimos también experimentos tratando de
elaborar reglamentos en compañía de otros. Hablando
en general, aquellos intentos prácticos de negociación
con hermanos, primos y amigos tenían efectos poco du
raderos. Insatisfecho con lo que pasaba, alguno del gru
po decidía abandonar el juego y conocía el poder de chi
varse. «Se lo diré a mamá» eran palabras amenazantes,
palabras que se pronunciaban cuando, con despecho, fi
nalmente decidíamos que nos iba mejor con los adultos
que hacían las reglas que con nuestros iguales.
Persuadir y pactar
88
mentó para usarlo tenía que ser el apropiado, que no
podíamos utilizarlo en cualquier momento.
Había otras cuidadoras además de la abuela. Algu
nas veces, sobre todo cuando la canguro no era de la fa
m ilia y era adolescente, el campo de maniobras para la
persuasión y la negociación se convertía en un terreno
maravillosamente complejo. Sabíamos que antes de
atravesar el umbral de la puerta, la canguro tenía tres li
mitaciones. La primera, si no estábamos contentos con
ella (a diferencia de la abuela), ya no volvería. La segun
da, la chica (de nuevo a diferencia de la abuela) trabaja
ba como canguro porque necesitaba el dinero, y entraba
en competencia con otros para lograr la satisfacción de
los clientes que éramos nosotros. Tercero, las chicas que
venían a cuidarnos no eran exactamente personas adul
tas. De sobra sabíamos que no se parecían a los adultos
con sus rutinas establecidas. Los/las canguros, como
nosotros, se aburrían y tenían caprichos. En nuestras
mentes, esto abría posibilidades muy interesantes.
La posibilidad de acceder al teléfono, a los helados, al
frigorífico, de contactar con amigos o amigas, la posibili
dad de ver la televisión por cable, pasaban a ser temas
abiertos a discusión. Al procurar el interés de la canguro,
no pretendíamos prescindir del reglamento, sino partici
par en el proceso de la fijación de normas: crear reglas
nuevas, determinar cosas como quién es el que decide
qué se ve en televisión o a qué juego jugamos, quién de
be acostarse primero o quién será distinguido con el cali
ficativo de «formal». Al hacer las reglas era la primera
vez que actuábamos como adultos.
Si la persona encargada de cuidarnos se resistía y no
se apartaba de las estrictas instrucciones recibidas, no nos
desesperábamos. Aguardábamos en nuestras habitaciones
y vigilábamos los intentos que hacía de usar el teléfono,
«saquear» la nevera o cualquier otro movimiento suyo.
Entonces, bajábamos para pronunciar una frase podero
sa: «No se lo diremos a nuestros padres». Al cabo de po-
89
eos años, teníamos suficiente experiencia para darnos
cuenta de que negociar siempre era más beneficioso que
acusar. Sólo nos chivábamos si la canguro se mostraba
irrazonablemente inflexible.
Con el correr de los años aprendimos más sobre fijar
normas y pactar. Crecimos en experiencia. Intercambiá
bamos cromos de deportistas o ropa. Nos contábamos
secretos, decidíamos quién iba a cada fiesta y elegíamos
equipo. Cuando tratábamos de «pactar» amistades, a
menudo la cosa no funcionaba. Quedábamos decepcio
nados al liarnos a discutir y, a veces, sencillamente, deci
díamos abandonar. Pero éramos tozudos y volvíamos a
las andadas, quizás con un nuevo contrincante.
El sentido de la equidad
90
tenece a otros. Esas acciones son injustas. Si nos fijamos
en los grandes líderes morales de nuestro siglo, veremos
que también han descubierto y denunciado, primero, la
injusticia y, en un segundo momento, formulado su vi
sión de la justicia. Martin Luther King palpó la iniqui
dad de la segregación antes de proclamar su sueño. Ma-
hatma Gandhi se opuso al racismo en la India antes de
ayunar en favor de la unidad. La mayor parte de noso
tros somos más proclives a reconocer la injusticia que a
presentar propuestas de justicia.
Así, pues, ¿qué es lo que constituye la justicia? ¿Con
siste la justicia en asegurar un trabajo para todos o en la
igualdad de oportunidades? ¿Consiste la justicia en com
partir la riqueza nacional más allá de las fronteras del pro
pio país? ¿Es la justicia intervenir en los procesos de gue
rra civil que viven algunos pueblos? Son preguntas que
no se pueden responder con un simple sí o no. Más bien,
como las lecciones que hemos ido aprendiendo a través de
negociar y pactar reglas, serán necesarias oportunidad,
recta intención, persuasión y sensate para abordar las
multiformes cuestiones de la justicia. Aún más, sólo po
dremos dar respuestas si tenemos sentido de justicia en
nuestra vida, y éste se adquiere sólo mediante la práctica
del hábito de actuar justamente.
91
fuera. Tal vez, en las fiestas de cumpleaños y en las cele
braciones de graduación, al pensar a quién podíamos in
vitar y a quién no, acaso alguna vez incluimos al chico al
que casi nadie invitaba a nada. Al crecer aprendimos un
poco sobre el arte de la inclusión: dejar a gente al margen
no es una experiencia agradable ni para el que lo hace ni
para el que lo padece.
Aunque a veces pensamos (y aún lo seguimos hacien
do en determinados momentos) que nos iría mejor si sólo
nos preocupásemos de nosotros mismos, en casa aprendi
mos que esa creencia iba en contra de nuestros intereses.
Recibimos la lección de que la cooperación es mejor que el
aislamiento, que dar-y-recibir era mejor que pillar-todo-lo-
posible, y que interesarse por el bienestar del conjunto de la
familia resultaba mejor que el autointerés.
Aquellas noches en las que negociamos con éxito con
la canguro salieron bien porque actuábamos sobre la pre
misa de que nuestros intereses eran tan importantes co
mo los de nuestros hermanos y como los de la chica en
cargada de cuidarnos. Y la lección que nuestros padres
nos enseñaron, una y otra vez, en la mesa, en el patio, en
la sala de estar, o en el coche, tenía que ver con el bien co
mún. Es la lección a la que John Donne aludía al escribir:
«Ninguna persona es una isla cerrada en sí misma».
92
importante. Al principio acaso las sugerencias que ha
cíamos no eran especialmente beneficiosas, pero con el
tiempo sí pasaron a serlo.
Por eso, si queremos ser inclusivos y trabajar en favor
del bien común, no pensemos que el mundo va a ser más
justo si lo dejamos en manos de unos pocos. Si no exclu
yes pero, al mismo tiempo, no das voz, conviertes el
mundo en un juego de títeres, en un guiñol: condenas a
la mudez a los marginados (los dejas tan indefensos como
niños) y a la sordera a aquellos que creen representamos a
todos.
Paulatinamente, aprendimos que ser injustos no tiene
nada que ver con ser descubiertos o pillados en falta. De
pequeños, creíamos que si nos castigaban era que había
mos hecho algo mal. Si nos librábamos de la sanción era
que no había nada que reprender. Pero cuando, con el
tiempo, nos convertimos en «hacedores de normas», es de
cir, cuando se desarrolló nuestra conciencia, supimos que
la justicia o la injusticia no depende de lo que nuestros pa
dres u otras personas declaren.
Al contrario, descubrimos que éramos injustos siem
pre que, sin razones justificadas y necesarias, excluía
mos o silenciábamos a alguien o le hurtábamos su par
te en el bien común. Cuando no cum plíamos con
nuestra jornada de trabajo o no dábamos un salario jus
to, cuando no dejábamos la propina requerida o no pa
gábamos los impuestos, actuábamos injustamente tanto
si éramos descubiertos como si no.
La justicia, entonces, no depende de la ley. Que una
sociedad no declare una determinada actividad ilegal no
significa que tal cosa sea justa. De hecho, el racismo, el
sexismo y otras formas de exclusión continúan siendo
permitidas legalmente en muchas sociedades.
Cometer injusticia no es sinónimo de ser sorprendido
en falta, ni tampoco coincide siempre con lo ilegal.
Aprendemos a valorar la justicia y la injusticia al desa
rrollarnos como personas. Cuanto más actuamos en fa-
93
r
94
V ir t u d e s d e u n c r i s t i a n o
Autoestima
95
— Yo le diría a mi compañero que todo el equipo es
bueno.
— ¿Por qué? — le pregunté, usando ese tonillo con que
el profesor da a entender a sus alumnos que no deberían
siquiera intentar responder esa pregunta. Respondió:
— Porque no sería humilde atribuirse el mérito.
Posibilitar la humildad
96
sotros mismos. La hum ildad versa sobre el discurso
público, la autoestima se refiere al diálogo interno.
En su artículo «On Self Respect», Joan Didion descri
bió cómo es este diálogo. Sin autoestima, escribe Didion,
uno llega a ser «un espectador mal dispuesto al que se le
hace ver un documental minucioso e interminable en el
que se detallan sus fallos, tanto reales como imaginarios,
con vividas escenas que se repiten en todas las pantallas.
Esa película muestra el vaso que rompiste en aquel enfa
do, el puñetazo que propinaste a Fulano en plena cara, el
ridículo que hiciste en aquella fiesta en Eíouston...». Sin
autoestima, somos a la vez agresores y víctimas. Sin ella,
no puede haber ni humildad ni orgullo. Sin un mínimo
de autoestima no puede haber jamás autoconocimiento.
Hace años, llegué a la conclusión de que las virtudes
cardinales contemporáneas son tres: justicia, prudencia y
fidelidad. El año pasado pregunté a mis alumnos de teo
logía si debería añadir una cuarta virtud cardinal, autoes
tima. Las manos de nuevo se levantaron. Los estudiantes,
hombres y mujeres, religiosos y laicos desde los veinti
cinco a los sesenta y cinco años, casi unánimemente res
pondieron que sí. Uno tras otro, todos los estudiantes se
ñalaron qué oprimente es la ética cuando su único punto
de referencia es exclusivamente social, pues sociales son
la justicia y la fidelidad.
— ¿Cuánta gente -preguntaron- que trabaja por la
justicia y la fidelidad escucha las cintas de Joan Didion
por la noche?
— Muchos — respondí.
No discutieron mi contestación.
97
virtud cardinal tiene tres funciones. Primero, describe ta
reas morales de gran calado para la persona. Decir que
estas cuatro virtudes son «cardinales» significa que para
ser moral hay que ser prudente, justo, fiel y respetuoso
con uno mismo. No te basta con poseer una, dos o tres de
ellas. Necesitas adquirir las cuatro porque ésa es la meta
de cualquiera que ame.
Segundo, éstas bastan. Como sugiere la palabra latina
cardo, todos los otros requisitos morales dependen de es
tas cuatro. Si alguno quiere saber qué significa ser huma
no moral podemos decir: «Aquél que ama, es decir, aquél
que busca la prudencia, la justicia, la fidelidad y la auto
estima». Toda otra demanda moral encuentra su fuente
en una de estas virtudes.
Tercero, cada virtud cardinal se busca por sí misma.
Este último punto implica la importancia que tiene cata
logar a la autoestima como una virtud cardinal. Mientras
que perseguimos las otras virtudes por diversos moti
vos, una virtud cardinal tiene su propia recompensa. No
haber descubierto esto es la razón más frecuente por la
que no adquirimos autoestima.
Consideremos cuántas veces intentamos dejar de
maltratarnos a nosotros mismos simplemente por miedo
a que nuestro mejor amigo o nuestra pareja nos rechace
si no lo hacemos. ¿Cuántos acontecimientos que nos ha
cen sentir desconcertados por nuestra pobre autoimagen
nos mueven a incluir en nuestro repertorio de amenazas
la de que, si no actuamos mejor, acabaremos por no tener
ningún amigo? ¿Con qué frecuencia nos forzamos a la
práctica de «querernos» sólo para demostrar a otros que
somos capaces de ello?
Cuando fomentamos nuestra autoestima para obtener
el respeto del otro, en realidad estamos trastocando las co
sas de forma infantil, diciéndonos a nosotros mismos que
nuestro autovalor depende de que ganemos el respeto de
los demás antes que el nuestro propio. No podemos alcan
zar la autoestima si buscamos la estima en otros lugares.
98
A veces ponemos condiciones innecesarias y hasta
dañinas a la autoestima: creemos que la autoestima es
tá bien mientras no perjudique el bienestar de la comu
nidad, el ambiente de trabajo o la felicidad de la fam i
lia. O que podemos tener buen concepto de nosotros
mismos sólo si tenemos más alta consideración a nues
tra comunidad o familia. Cuando la felicidad de la fa
m ilia o el bienestar de la comunidad están en peligro,
suspendemos nuestro derecho a la autoestima.
¿Cuántas esposas, esforzándose en ser fieles a un es
poso que las maltrata psicológica o físicamente, aguan
tan humillaciones o golpes? ¿Cuántos empleados acep
tan que sus inmaduros jefes los minusvaloren o los
desprecien con sus arrebatos temperamentales... por el
bien de la empresa? ¿Cuántos jóvenes llegan a admitir
que es un «derecho» de sus padres preferir a uno de sus
hijos en detrimento del otro... por el bien de la familia?
A no ser que la autoestima reclame su propio derecho
a la felicidad -n o por la justicia o la fidelidad, sino como
estas virtudes, por sí m ism a- la autoestima se ejercitará,
simplemente, «si el tiempo lo permite...».
La justicia nos invita a considerar a cada uno como
igual; la fidelidad nos invita a considerar a nuestros
amigos y familia como especiales; la autoestima nos lla
ma a considerarnos a nosotros mismos como únicos. Las
exigencias de estas tres virtudes pueden simultanearse,
conduciendo a la cuarta: repartir adecuadamente esta
consideración de las tres virtudes cardinales restantes
corresponde a la prudencia.
99
f
dedicar tiempo a las amistades, y a estar disponibles para
los que nos quieren o necesitan. Al poner en práctica la jus
ticia, les mostramos que toda persona tiene valor en sí mis
ma. Al ejercitar la fidelidad, les enseñamos que las relacio
nes humanas merecen la pena. Al practicar la autoestima
personal, también nuestros hijos aprenden su propio valor.
Gracias a nuestra solicitud amorosa y cuidado paternal,
los hijos se sienten queridos y llenos de posibilidades.
Les ayudamos a que entiendan que
- los sentimientos que experimentan nacen dentro
de ellos y que su mundo interior es tan espacioso
como el océano
- sus emociones positivas les permiten sentirse es
peranzados, felices y soñadores y las negativas les
deprimen, asustan o les hacen sentirse necesitados
de protección
- así como hay un mundo interior, también hay uno
exterior. Y deben aprender a manejarse en éste úl
timo en su condición de miembros únicos y nue
vos de él, aunque siempre partiendo de su propia
experiencia interior
- así como a uno le lleva tiempo comprender a su
hermano, a su amigo o compañero de clase, lleva
su tiempo conocerse uno mismo.
100
La Iglesia y la autoestima
101
f
V ir t u d e s d e un _ Cristi a n o
James F. Keenan, S.J.
103
primos venían como piratas, el tío se disfrazaba de Ca
pitán Garfio. Puedo recordarlo aquel día: con un parche
en el ojo, cojeando por toda la casa con una sola pierna.
Fue una fiesta memorable.
De joven nunca pensé cuánta imaginación requerían
los montajes que hacían mis padres. Creía que todo el
mundo tenía fiestas como nosotros, aunque jamás asistí a
una como las nuestras. Pero la planificación de mis pa
dres -s u imaginación y atención al detalle-, además de
ser un signo obvio de amor y una ocasión maravillosa
para disfrutar, era un gran ejemplo de prudencia.
104
Cuando nuestros cálculos de futuro concuerdan con la
realidad, somos prudentes. Ninguna virtud está más
volcada hacia el futuro que la prudencia. Esto puede pa
recer extraño, puesto que lo que a menudo viene a nues
tra mente cuando pensamos en la prudencia es la pre
caución. La prudencia precisa precaución sólo en tanto
que, al mirar al futuro, aún nos falta la experiencia del
mañana.
Los teólogos han venido hablando de la cualidad de
previsión que va unida a la prudencia. Tomás de Aqui
no, por ejemplo, escribió que la prudencia siempre esta
blece los medios para alcanzar el fin. Santo Tomás quería
que supiéramos que la prudencia busca siempre que el
futuro posible llegue a ser real. Esta es la virtud que nos
conduce hacia delante.
El teólogo y moralista Klaus Demmer lo expresó in
cluso más simplemente: «La vida moral no consiste en
responder, sino en actuar. Debiéramos ver el dilema que
tenemos ante nosotros no como algo impuesto, sino más
bien como una oportunidad para obrar». Demmer quie
re que comprendamos que la vida moral no consiste en
responder a lo que el mañana traiga. Más bien, la vida
moral nos trae el mañana. Y la prudencia prepara la
agenda.
La agenda moral
105
gar a ser más inclusivas y justas. Descubrimos que en al
gunas áreas de la vida estamos mal dispuestos respecto a
ciertas personas por razones inadmisibles.
Nosotros, varones, no paramos de aprender, por
ejemplo, cuán arraigado y frecuente es nuestro sexismo,
y que debemos esforzarnos en cambiar nuestros hábitos
y adquirir otros nuevos si queremos tratar a las mujeres
como iguales.
Para cambiar nuestra forma de proceder necesitamos
prudencia, y ésta nos ayuda a planificar -imaginariamen
te - nuevos modos de anticipar situaciones. Así, debemos
vernos evitando esos típicos comentarios machistas en los
que, a veces, todavía caemos. La prudencia nos ayuda a
comprender que tenemos esa tendencia particular y que
necesitamos controlarla. La prudencia también nos invita
a decir lo que pensamos; de ahí que necesitemos cambiar
no sólo nuestras palabras sino -y eso es lo importante-
también nuestros pensamientos. La prudencia, de ordina
rio, nos enseña a superar reacciones de escasa calidad.
Nos ayuda a adquirir hábitos útiles para considerar y tra
tar a nuestras compañeras como iguales. Nos lleva a refle
xionar por qué hemos tenido una perspectiva tan injusta y
nos pide desarrollar, de pensamiento y palabra, una vi
sión más completa. La prudencia como planificación, por
tanto, impulsa hacia la autotransformación interior.
La prudencia planifica las situaciones que pueden cam
biarnos. Volviéndose hacia el futuro para cambiar al agente,
la prudencia reconoce que los problemas de la vida no es
triban tanto en que el mundo sea injusto o infiel, sino más
bien en que nosotros somos los injustos e infieles. Si soy
prudente, intentaré crear situaciones donde pueda empe
zar a adquirir los hábitos para actuar más justa y fielmente.
106
adquirir otros virtuosos, considero la actitud que los pa
dres tienen para con sus hijos como el mejor modelo pa
ra esta virtud. Esto puede sorprendernos porque nor
malmente pensamos en los profesores, sacerdotes o
acompañantes espirituales como figuras prudentes, co
mo gente con quien hablamos sobre nuestras decisiones
más importantes. Es verdad, en algunas ocasiones nece
sitamos conversar con esas personas. Pero la prudencia
no persigue simplemente tomar decisiones acertadas.
Más bien, consiste en estar atento a crear y buscar opor
tunidades para un pleno desarrollo. Eso es lo que hacen
los padres. Los padres siempre están anticipando qué
tendrá que afrontar Charo o Juanito.
Los padres se plantean grandes preguntas como, por
ejemplo, éstas: ¿en qué barrio crecerá mejor nuestra hija?,
¿en qué colegio recibirá una mejor formación? A menu
do se hacen otras más normalitas: ¿cómo se siente la niña
consigo misma?, ¿qué siente por los demás?, ¿es muy ex
travertida o introvertida?, ¿cómo reacciona ante los retos
que se va encontrando?, ¿cómo evitar que tropiece con
las paredes o las mesitas?, ¿cómo aprender a ser un poco
menos tímida pero sin ser demasiado confiada?
En todo ese proceso que es la educación los padres
descubren lo irrepetible que es su hija. Se dan cuenta de
que la niña sólo crece en situaciones que la interpelan tal
como ella es en realidad. Pero incluso entonces, la mayo
ría de estas situaciones, para bien o para mal, se produ
cen sin intervención previa por su parte.
Los padres también saben que no pueden forzar a
sus hijos a aprender. Y, por tanto, tendrán que propor
cionarles oportunidades donde puedan llegar a intere
sarse por aprender a su propio ritmo. Son conscientes de
que los chicos tienen en sí mismos una predisposición a
crecer, pero los padres se dan cuenta de que su papel
consiste únicamente en apoyar y refrendar semejante
predisposición. Para conseguirlo intentan que la situa
ción no sea ni muy dura ni muy fácil; tiene que ser nue
107
va y, sin embargo, no del todo desconocida. Los hijos
progresan pasito a pasito. La prudencia, entonces, re
quiere no sólo conocer al retoño y proporcionarle nue
vas oportunidades que le sean apropiadas: también exi
ge encontrar «el medio entre los extremos». Los padres
aprenden esto a base de experiencia.
Un padre sabe, por ejemplo, que debe estar atento a
su vástago siempre y, a la vez, no protegerle demasiado;
debe mostrarle un gran amor, pero sin exagerar, porque,
si no, lo haría demasiado dependiente. Con todo, debe
estar seguro de que su hijo se siente realmente querido.
¿Qué dosis de afecto es la adecuada? Crecer en pruden
cia es saber responder con aplomo a estos interrogantes.
A m edida que el niño va desarrollándose, el padre
aprende tam bién gradualm ente que no debe perm itir
le jugar con la puerta, los enchufes o los objetos con
punta, so pena de arriesgarse a un descalabro, y que
no debe pasarse ni de áspero ni de com placiente. Debe
estar atento a las cerillas, al detergente, a la cristalería,
a cualquier cosa en que el chiquillo pueda poner sus
m anos y hay peligro de que lo haga. En esa situación,
¿qué significa que los padres deben ser firmes y cómo
com paginar dureza con tolerancia?
Estas son algunas de las muchas preguntas que los
padres se hacen con angustia. Las responden adecuada o
prudentemente cuando atinan con el término medio, con
ese difícil equilibrio. No hay ningún secreto que desvelar
si uno trata de conciliar demasiado rigor y demasiada in
dulgencia, solicitud y despreocupación. Los padres aca
ban siendo unos expertos gracias a la dura escuela de la
experiencia y la reflexión.
108
buscan el equilibrio entre los extremos con el único pro
pósito de que sus hijos se desarrollen plenamente. Estos
tres puntos (conocer, hacer crecer y equilibrio) son claves
para los padres; también son claves para la vida moral.
Si queremos transformarnos en personas justas, fieles
y que se aprecian, necesitamos, ante todo, saber quiénes
somos como individuos y dónde residen nuestros límites
y fuerzas. El padre llega a conocer mejor a su hijo gracias
al amor. Así también nosotros aprendemos a conocernos
si nos apreciamos a nosotros mismos. El amor siempre
quiere más y más para el amado: por eso debemos mirar
a nuestras virtudes para ver dónde necesitamos crecer.
Usando tanta imaginación como un padre o madre
que se empeña en que su vástago pruebe algo nuevo, ne
cesitamos planear situaciones en las que la posibilidad
para el crecimiento diario se haga real. Ser más y más jus
to, más fiel, más afectuoso consigo mismo es una tarea de
toda una vida; así, cada uno de nosotros necesita apren
der cómo crecer a un ritmo asequible. Algunos de noso
tros puede que hayamos dedicado años a interesarnos
más por el bien común, pero tal vez hemos descuidado la
calidad de nuestras relaciones personales. Aprender la
virtud de la fidelidad en edad tardía es una tarea desa
gradablemente lenta. Otros pueden encontrar esa misma
exasperante lentitud a la hora de mejorar su autoestima,
después de descubrir que son razonablemente justos y
fieles.
Para progresar, por tanto, debemos proceder con no
sotros mismos al que igual que lo hacen los padres con
sus hijos: apreciando nuestra irrepetibilidad, anticipando
los problemas y comportándonos con paciencia pero sin
desfallecer, porque es casi interminable el viaje que tene
mos por delante cuando tratamos de adquirir las virtu
des. A lo largo del camino la imaginación, que nos ayuda
a planear y ejecutar, será nuestro más prudente aliado.
109
V I R T U D E _ S DE _ U N CRISTIANO
James F. Keenan, S.J.
I.ü valentía
111
r
ros, me preguntó si estaba dispuesto a bajar con ella y
comprobar que todo estaba en orden.
— Por supuesto — respondí.
112
La convicción proporciona el punto de enganche pa
ra entender el valor y la fortaleza. El valiente permanece
firme en sus convicciones aun ante la amenaza o el daño.
La convicción se aplica a más gente que los valientes que
defienden la justicia. El montañero, el explorador o el
marino son valientes no porque luchen y venzan sus
miedos, sino porque, en la adversidad, no cambian de
rumbo. Están convencidos de que deben completar su
camino. Permanecen firmes en su resolución. Mantener
se firme en las propias convicciones es el fundamento de
la virtud de la valentía, también llamada fortaleza.
Estar firme es, por supuesto, una forma de decir: no
capitulo. Rosa Parks se mantuvo en su asiento, en la par
te delantera del autobús, aunque era una zona exclusiva
para los blancos. Tomás Moro se mantuvo en su puesto
cuando, en la cárcel, se negó a firmar el juramento al rey.
Esas personas estaban sólidamente asentadas en sus con
vicciones y, en vez de ceder ante un miedo más que ra
cional, se mantuvieron firmes.
113
f
114
una misma realidad: la persona valiente no está dispues
ta a abandonar a la persona o a renunciar a un principio
en cuestión. La verdadera fortaleza es la virtud de aquél
que se niega a rendirse ante la amenaza.
115
f
Crecer en valor
116
La disposición a plantarle cara a la amenaza se hace
una virtud más perfecta por medio de la prudencia y la
solidaridad. Así, el soldado que pretende demostrar su
bravura es exactamente lo que el ejército rechaza, pues
to que la vanidad, como la inseguridad, no es ni pru
dente ni digna de confianza. En el conflicto, la valentía
del soldado se convierte en heroísmo cuando el equili
brio se pierde en favor de la solidaridad por encima de
la prudencia, y el soldado se apresura a salvar a un ca
marada o civil que ha quedado peligrosamente rezaga
do. Heroísmo es que en tiempo de guerra los valientes
defensores lleven a cabo un rescate, desafiando la supe
rioridad adversaria. Así pues, el heroísmo y la temeri
dad se diferencian precisamente en que el héroe está
normalmente acostumbrado a la prudencia. En el solda
do valiente, la prudencia y la solidaridad son general
mente inseparables.
Preparados
117
una unión más firme de unos con otros y nos ayudan en
aquellos momentos en que asoma la tentación de huir
ante la amenaza.
Pero a veces necesitam os desarrollar un sentido de
nuestro propio valor de modo que podam os defender
nos razonablem ente contra la intimidación. Este deseo
se enraíza en la autoestima. La persona que ha sido
puesta en peligro, asustada y hum illada, puede recu
perar su dignidad m anteniéndose firme en solidaridad
con gente que lo merece, resistiéndose a que se com e
tan nuevos abusos. Por otra parte, la persona que lucha
contra una adicción o una com pulsión y que, de forma
reiterada, ha renunciado a su dignidad y ha sucum bi
do ante el m iedo, puede y debe recuperar el dom inio
de sí, mantenerse firme y no darse por vencida.
Coraje viene del latín cor, corazón. Así que nuestro
valor aumenta cuando nuestra humanidad se enraíza
más profundamente en la justicia, la fidelidad y la auto
estima. Acrecentamos el coraje cada vez que nos mante
nemos firmes, cada vez que nos esforzamos por avanzar,
cada vez que, preocupados por los que duermen, al oír
un ruido bajamos sigilosamente las escaleras para asegu
rarnos de que todo está en orden. Practicados por un sol
dado que defiende su nación, por unos padres que pro
tegen a sus hijos, por una persona que se planta con
firmeza frente a la tiranía o la sinrazón, la valentía, el co
raje, la fortaleza aparecen siempre que hay gente que
ama su humanidad tanto como para defenderla allí don
de está en peligro.
118
V ir t u d e s _ de u n c r i s t i a n o
Templanza
119
r
Hábitos y disposiciones
120
Primer paso: admitir el problema
121
mo del espectro, en su caso alguien que nunca fuera a
fiestas. Les pregunté por qué. Y me contestaron:
— Porque está buscando a alguien digno de confianza
con quien hablar.
—Pero ¿cómo no se va a dar cuenta de que esa persona
no le será de ayuda?
—Porque, aunque esa persona no tiene ni idea de cómo
son las fiestas, al menos no se emborracha regularmente.
122
Como cualquier otra virtud, la moderación consiste
en mejorarnos a nosotros mismos. Para lo cual necesita
mos realizar una serie de ejercicios. La palabra «ejerci
cio» es apropiada. El filósofo árabe Avicena usó este tér
mino para hablar sobre las virtudes y Tomás de Aquino
también lo adoptó más tarde. Como los estudiantes que
necesitan realizar ciertos ejercicios para regular el sueño,
para comer, beber y trabajar bien, para desarrollar hábi
tos adecuados, también nosotros necesitamos el ejercicio
apropiado para crecer en templanza.
A) La tensión justa. Utilicemos la analogía de la gim
nasia, de los ejercicios de musculación. Empezamos a
avanzar cuando sabemos cuánto peso podemos levantar.
Los principiantes comienzan a menudo con demasiado
peso y les sobreviene una distensión muscular que les in
capacita para ejercitarse por algún tiempo. También es
posible equivocarse excediéndose en ejercicios que exi
gen poco esfuerzo. Los levantadores de pesas distinguen
perfectamente no sólo cuáles son demasiado pesadas, si
no también las que son muy ligeras. Si alzas con facili
dad una pesa, harás poco ejercicio practicando con ella:
los músculos sólo se desarrollan cuando hay tensión. La
auténtica clave para el desarrollo de un cuerpo musculo
so consiste en calibrar la tensión justa que está entre el
«es casi demasiado» y el «casi es poco».
B) Hacia el equilibrio. La tensión depende no sólo de la
cantidad de peso que levantamos, sino también de cómo
lo levantamos. Al alzar las pesas desequilibradamente,
los principiantes soportan con frecuencia el peso con un
lado, brazo o pierna en detrimento del otro. Los novatos
necesitan normalmente un año de entrenamiento para
alcanzar el equilibrio apropiado.
Una combinación similar de tensión y equilibrio se
necesita para desarrollar la templanza. Si el reto no es
mínimamente significativo, no estimula nuestras ganas
de mejorar. Cuando éramos más jóvenes, mantener la
123
buena forma o recuperarla era fácil. Por supuesto, tras
nochábamos cuanto nos daba la gana sin que afectase
mucho a nuestro rendimiento físico o intelectual. Pensá
bamos que no íbamos a tener problemas a la hora de ex
presar a otros nuestros sentimientos. Creíamos ferviente
mente que podríamos vencer nuestras inseguridades
internas simplemente desoyéndolas. Pero nuestro tempe
ramento, como nuestro cuerpo, tiende a permanecer co
mo está a no ser que lo sometamos a ejercicios intensos. Si
no lo forzamos al límite, nuestro carácter no cambia un
ápice.
C) La integración. Al adquirir la virtud de la templan
za, descubrimos en nosotros puntos fuertes y algunos
puntos flacos. Desde luego, podemos acrecentar nuestro
lado positivo y despreocuparnos del negativo, pero, al
actuar así, no ganamos en templanza. Al igual que cuan
do se quiere conseguir un cuerpo musculoso, la modera
ción tiene que abarcar a la persona entera. De hecho, la
templanza sólo llega a ser, en realidad, virtud cuando
uno alcanza la integración.
D) Constancia y resistencia. El progreso en el levanta
miento de pesas depende no sólo del equilibrio y la ten
sión, sino de la constancia y el aguante. Así como lleva
un año llegar a ser capaz de hacer alzadas equilibradas,
los progresos en una virtud son lentos. Es indispensable
una dedicación constante. Además, a menos que conti
nuemos ejercitándonos, nuestros músculos pierden su
tono y fortaleza y pueden llegar a atrofiarse. Porque
nuestro temperamento es así: los ejercicios esporádicos,
independientemente de su intensidad, dejan sólo efectos
momentáneos. Los ejercicios constantes y apropiados pa
ra alcanzar un comportamiento morigerado son tarea de
toda una vida.
La templanza, como la gimnasia corporal, no es un
fin en sí misma sino una ayuda para otros fines. La tem
planza nos da la fuerza necesaria para llevar a cabo una
124
serie de tareas. Es una virtud auxiliar que nos capacita
para vivir de las cuatro virtudes cardinales: prudencia,
justicia, fidelidad y autoestima. Sin templanza, las cuatro
virtudes serían como deseos más que metas alcanzables.
125
r
vida eclesial, la elección del papa, tiene lugar en una sa
la universalmente conocida por sus famosos frescos ¡de
cuerpos desnudos!
Mucha gente cree que la templanza es la virtud que
nos impide ir a peor: nos hace reaccionar contra la bebi
da, la obesidad o la pereza. Pero la verdadera importan
cia de la templanza no reside en lo que nos evita, sino en
aquello que nos proporciona. La templanza es una espe
cie de anticipo de la vida eterna, ya que, al integrar ar
moniosamente todo lo que somos, nos proporciona un
bienestar y felicidad que nace de nuestro propio ritmo.
Por supuesto, esa felicidad no es nuestro fin último;
Cristo es nuestro último fin. Pero gracias a la templanza,
aprendemos a saborear lo que significa ser humano, lo
que significa ser imagen de Dios. Cuando dejamos que
nuestra personalidad sea trabajada, desbastada y esti
mulada por las virtudes cardinales, descubrimos dentro
de nosotros una preciosa huella de la promesa inscrita en
nuestro ser: la mayor gloria de Dios consiste en que el ser
humano alcance la «plenitud de la vida».
126
V I_R T U D E_S__D E U N CR ISTIANO
James F. Keenan, S.J.
La virtudes de la imaginación
127
de fijarse metas y directrices para su vida? Me concen
tré en una teología moral cuyos pulmones respiraran el
aliento de los evangelios, que incluyera las parábolas del
buen samaritano y del hijo pródigo. Quería una teología
moral que dependiera del establo, del monte y de la coli
na, de la tumba y del cenáculo. Buscaba un método de
teología moral que pudiera ayudar a los sacerdotes a
predicar y a los directores espirituales a acompañar; bus
qué una forma de teología moral que estuviera enraiza
da en la tradición y que, al mismo tiempo, fuera fresca y
reciente en las postrimerías del siglo veinte.
También esperaba encontrar algún cauce que sirviera
para que gente procedente de diversas culturas pudiera
compartir su comprensión de la vida moral. Al buscar una
teología moral útil a mis vecinos de Roma o de Nueva
York, también aspiraba a hallar algo que pudiera orientar
mi propia vida. En mi búsqueda, descubrí las virtudes. La
obra de Santo Tomás sobre las virtudes me ofreció exacta
mente lo que andaba buscando, una teología moral para
la vida corriente que acompasase cada acción humana y
animara a los lectores a alcanzar los fines de las virtudes
específicas practicándolas como medios. La teología mo
ral construida sobre las virtudes ayuda a la Iglesia a ex
presar el Evangelio, manteniéndola en sintonía con las
cosas corrientes de la vida diaria.
128
po después, cuando era ya profesora en la Universidad
de Saint John, expuso sus ideas de cómo la comprensión
de Santo Tomás acerca de la prudencia es similar a la del
razonamiento práctico propuesto por las feministas de
hoy.
Un sacerdote diocesano de Long Island estudió la
pastoral económ ica de los obispos am ericanos, y llegó
a la conclusión de que el documento hubiera sido más
fructífero de haber usado el lenguaje de las virtudes or
dinarias en lugar de los principios técnicos y académ i
cos: así, los sacerdotes en sus hom ilías podrían haber
em pleado el documento para exponer sus ideas sobre
la justicia de modo más cercano e interpelante para sus
comunidades.
Una mujer, que es profesora en la Universidad Barry
de Florida, escribió sobre la autodeterminación y las vir
tudes de Santo Tomás. Un ministro menonita señaló la
compatibilidad de la Etica de la Virtudes con las espiri
tualidad cristiana. Un sacerdote ortodoxo griego se dedi
có a investigar sobre la importancia de la virtud para la
comunión ortodoxa.
Hoy, en la Weston Jesuit School of Theology, tengo en
tre mis alumnos a un sacerdote marista que estudia lo que
la virtud ofrece a las democracias jóvenes, en un tiempo
en que éstas buscan metas concretas para una ciudadanía
responsable. Algún día regresará a su Tonga natal, donde
gobierna un monarca absoluto. Un jesuita irlandés se pre
para para un futuro trabajo de acompañamiento espiritual
escribiendo sobre la amistad en los escritos de San Aelred.
Un sacerdote diocesano australiano termina su tesis de li
cenciatura teológica sobre la relación histórica entre la ver
güenza y el guerrero que regresa, y ahora empieza a tra
bajar para su doctorado en teología sobre la prudencia y el
autoengaño.
Una abogada americana estudia la depresión y el ra
zonamiento moral, mientras que una ejecutiva de nego
cios sudafricana estudia las virtudes y la contabilidad.
129
En el momento de escribir este ensayo, un candidato al
doctorado de Otawa se ha puesto en contacto conmigo
para hacerme una propuesta de investigación acerca de
la prudencia y la paternidad, y otro del Boston College
elabora su proyecto de tesis en torno a la reconciliación y
la hospitalidad.
Esta visión panorámica es una pequeña muestra del
futuro prometedor que se vislumbra para la teología mo
ral. Se presenta como una advertencia refrescante: la tra
dición católica es más rica de lo que muchos de los deba
tes actuales dejan ver, y pone de manifiesto que los
católicos podemos enredarnos en asuntos particulares y
perder de vista el panorama más amplio. Contemplar es
te panorama, imaginativamente, nos ayuda a vencer las
divisiones. La lista de asuntos de la teología moral au
menta al usar las virtudes, que encierran la totalidad de
la vida humana. Las virtudes hablan a una variedad de
culturas, proporcionando un contexto para ese diálogo.
Por ejemplo, aunque la paciencia pudiera no parecer la
misma en Los Angeles que en Biloxi o Madrid, sigue
siendo paciencia, una virtud identificable en la mayoría
de las culturas.
Así mismo, las virtudes aparecen en diversas tradicio
nes religiosas, no sólo en las cristianas, sino también en las
culturas orientales, africanas y mediterráneas. Las virtu
des aumentan nuestra habilidad para pensar en la vida
moral, extienden nuestros horizontes más allá de las fron
teras y religiones, e incrementan nuestra capacidad para
comunicarnos.
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1. Predicar. Aceptar las palabras y hechos de Jesús y
explicarlos es más fácil que aplicarlos a la vida corrien
te. Las virtudes proporcionan un contexto encarnado
para m aterializar esa aplicación. Los que tenem os que
predicar podemos hacer algunas analogías, por ejem
plo, entre la prudencia como la conocemos y la pru
dencia de las cinco vírgenes (o la im prudencia del
hom bre que recibió un talento). Podemos hablar sobre
la esperanza que anima a Zaqueo mientras trepa al ár
bol, la caridad que impulsa a la viuda a entregar todo
lo que tiene o la fe del centurión que busca curación
para su hija. Pero tam bién podemos usar estas intui
ciones como puntos de partida y preguntar: «¿qué sig
nifica, en realidad, la fe para el creyente? ¿Es igual la
esperanza para un judío del siglo primero que para un
español del siglo veinte?».
Las virtudes debieran ser incorporadas a la vida con
temporánea; después de todo, están ordenadas a lo con
creto. Podemos predicar la virtud de los personajes bíbli
cos y también mostrar cómo esa virtud se vive en las
vidas de los fieles de la parroquia. El espíritu generoso y
de perdón del padre del hijo pródigo, por ejemplo, no
sólo conlleva la extraordinaria bondad de nuestro Dios,
sino que ocasiona un momento concreto de reflexión so
bre el espíritu de reconciliación de nuestra parroquia. En
los labios del que predica, las virtudes se tornan cauces
de comunicación entre la Palabra hecha carne y los que
escuchan esa Palabra.
2. Educación en ¡a parroquia. Los miembros de la parro
quia a menudo se preguntan si sus convicciones son lo
suficientemente profundas, si cuando se preocupan por
sí mismos están siendo egoístas o, al contrario, están cui
dando de sí, y si entienden correctamente la justicia y la
igualdad o la fidelidad y el amor. Los miembros de la pa
rroquia también sienten deseos de saber si la tradición
puede darles los recursos suficientes para guiarlos en los
asuntos de la vida diaria.
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Saben que San Agustín, Santo Tomás y otros son figu
ras importantes en la tradición, pero quizá no sepan que
la mayor contribución a la vida moral llevada a cabo por
estos santos está contenida en sus escritos sobre las virtu
des. Muchos miembros de la parroquia se preocupan por
sus familias, por saber qué virtudes son particularmente
importantes.
¿Qué significa la prudencia, por ejemplo, para una
madre, un padre o un adolescente? ¿Cómo es la fideli
dad para un joven, un esposo? ¿Cuándo debiera un pa
dre comenzar a cuidar de sí? ¿Qué significan la valentía
y la templanza en las vidas de los jóvenes? Como ricos
recursos tradicionales, diseñados para ayudar a los
miembros de la Iglesia en su vida práctica, las virtudes
bien merecen ser adoptadas por los actividades formati-
vas de las parroquias.
3. Metas e identidad parroquial. Las comunidades parro
quiales se examinan continuamente a sí mismas y esta
blecen prioridades. La Etica de las Virtudes puede coad
yuvar en esta función. Cuando la parroquia empieza a
planificar, puede evaluarse en términos de virtudes: ¿po
see la cualidad de la misericordia? ¿Es un centro de justi
cia y se puede identificar por su fidelidad? El espíritu de
prudencia, humildad y reconciliación ¿anima al consejo
parroquial y a sus consejeros? La hospitalidad ¿es la acti
tud de quienes reciben por primera vez a la gente que
llama al centro parroquial? ¿Se considera al párroco y
sus colaboradores sabios, generosos, fieles y valientes?
Así como los responsables de la parroquia establecen
los objetivos parroquiales, también pueden comprome
terse con las virtudes. Las virtudes, siempre preocupa
das por los fines, expresan no sólo qué gente somos sino
la gente que podemos llegar a ser. Practicando las virtu
des, las parroquias llegan a ser más virtuosas, superan
do vicios como la mediocridad, la estrechez y el desáni
mo. Las virtudes, entonces, llegan a ser conductos para
la autocomprensión, el crecimiento y el mayor servicio.
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Del mismo modo que mis alumnos siguen impulsan
do la agenda de las virtudes cuando exploran áreas don
de éstas pueden aplicarse, así los que dirigen las parro
quias pueden recurrir a las virtudes para ayudarles a
realizar su misión. Después de todo, el legado de la vir
tud es hacer esta doble cuestión: ¿quiénes somos? y ¿qué
estamos llamados a ser? Responder es siempre una tarea
de la imaginación y de la prudencia.
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