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Menos de lo mismo no es reformar la

Administración
Hace falta diseño institucional, innovación normativa, incentivos y desarrollo de capacidades

FRANCISCO LONGO
27 AGO 2012 - 00:07 CEST

En un libro todavía reciente, Chris Pollitt y Geert Bouckaert comparan las


reformas de la gestión pública en diversos países y las clasifican atendiendo a dos
dimensiones: su grado de visibilidad y contundencia, y sus efectos en el tiempo.
Reservan la denominación de “reformas bumerang” a aquellas que, pese a su
ambición y radicalidad aparentes, desfallecen en el medio plazo, incapaces de
cambiar el curso de las cosas. En España, las iniciativas conocidas hasta ahora
apuntan, es de temer, en esa dirección.

Detrás del discurso y las medidas anunciadas por el Gobierno parece dibujarse un
diagnóstico sobre los males de nuestro sector público que se centra en tres
disfunciones sistémicas, agravantes del déficit y la crisis. Podría formularse así:
1) el tamaño de nuestro sector público es excesivo; 2) el volumen alcanzado por
el gasto público no es sostenible; y 3) el sistema adolece de una excesiva
fragmentación que induce a gastar en exceso e invalida los mecanismos de
control. Vale la pena detenerse un momento en cada una de estas proposiciones.

Para empezar, ¿es demasiado grande el sector público español? Si, para medirlo,
manejamos, como se hace frecuentemente, el número de empleados públicos, no
parece del todo cierto. Nuestro sector público tiene un tamaño intermedio entre
los países desarrollados: mayor, por ejemplo, que el de Alemania u Holanda pero
netamente menor que el de Italia o Francia. Las cosas son distintas si analizamos
la dinámica subyacente. El número de empleados públicos se ha duplicado en los
últimos 20 años. Entre 2006 y 2011, mientras muchos países (Alemania, Italia,
Dinamarca) contenían o reducían sus plantillas, el sector público creaba en
España 565.000 empleos (¡un 47 por ciento más!) En plena crisis, después de
2008, cuando el país ya destruía masivamente empleo, los tres niveles de
administración crecieron en casi un cuarto de millón de puestos. El problema
apunta, por tanto, a expansión descontrolada más que a tamaño, lo que no es
baladí, puesto que la reducción forzada por el escenario fiscal no corregirá por sí
misma las tendencias expansivas del sistema.

Tenemos un sector público de tamaño intermedio: mayor,


que el alemán, menor que el francés

Algo bastante parecido podemos decir del gasto público. A finales de 2010, el
gasto agregado de las administraciones públicas representaba en España el 45,6
por ciento del PIB, frente a un 50,3 en la UE27 y un 50,9 en la Eurozona. No
puede decirse, por tanto, en términos comparados, que nos hallemos ante un
volumen exagerado, especialmente cuando la recesión ha reducido el producto
incrementando el peso del numerador. Ahora bien, el gasto público creció entre
2000 y 2010 un promedio anual del 1,5 por ciento por encima del PIB, lo que
quiere decir que en la fase expansiva mantuvimos una pauta desordenada de
crecimiento. En definitiva, pensando en el medio plazo, el problema no está tanto
en la magnitud de lo que hoy gastamos como en las inercias malgastadoras del
sistema. El verdadero desafío es revertir estas y mejorar la calidad del gasto,
introduciendo incentivos a la eficiencia que optimicen el potencial de creación de
valor de cada euro público invertido.

En cuanto a la tercera disfunción, una opinión muy extendida relaciona la crisis


con la irracionalidad y descontrol creados por el traslado de poder de decisión a
la periferia territorial (comunidades autónomas y gobiernos locales) y funcional
(entidades y empresas públicas) del sistema político-administrativo. También
aquí parece imponerse la lógica reductora: de entidades locales, de concejales y
asesores, de empresas públicas... Sin duda, concentrar actividad es razonable en
algunos casos, pero las operaciones de compactación no están abordando el
análisis de lo importante: el grado de pertinencia, eficiencia y sostenibilidad de
los servicios públicos afectados. Y a la hora de recentralizar, pensemos que
algunas de las decisiones menos edificantes de gasto (radiales, aeropuertos,
ciertos tramos de AVE, medios públicos) no se han adoptado desde el extrarradio
sino desde los núcleos centrales de las grandes administraciones del país.
En síntesis, el diagnóstico del Gobierno sobre nuestro sector público parece mirar
más la foto fija que la imagen en movimiento. Aunque la coyuntura obliga, qué
duda cabe, a adoptar medidas de efecto inmediato, este tipo de análisis induce a
paliar los síntomas más que a atacar las causas de la enfermedad. Abordar la
transformación de la Administración como una reforma estructural –evitando el
efecto bumerang- exigiría, en nuestra opinión, cuatro ejes principales de cambio.

Cambiar el modelo: llevar el timón, no remar. Contra la tendencia dominante en


el sector privado, nuestras organizaciones públicas tienden a internalizar el
trámite y externalizar la inteligencia. El recurso al sector privado para la
provisión de servicios públicos es menor que en otros países (2,5 veces menos
que Holanda, un 75 por ciento menos que el Reino Unido). En consecuencia, el
peso de los sectores de cualificación media-baja sigue siendo muy importante en
nuestras plantillas públicas. Sin embargo, necesitamos administraciones que, más
que hacer cosas, se ocupen de hacer que las cosas pasen. Las capacidades para
liderar, articular, procesar información compleja, negociar, supervisar y comprar
con inteligencia son cruciales en el estado contemporáneo. Este cambio obliga a
diseñar administraciones capaces de atraer y retener a profesionales altamente
cualificados.

necesitamos administraciones que, más que hacer cosas, se


ocupen de hacer que las cosas pasen

Invertir en management. El indicador combinado de efectividad del Banco


Mundial sitúa a la Administración española en la cola de la UE, y muy por
debajo del listón que correspondería a su nivel de renta. La debilidad de la
gestión se debe, en buena parte, a que seguimos careciendo de un espacio de
gerencia profesional protegido tanto de la burocratización funcionarial como de
la colonización por los partidos. Pero quienes dirigen necesitan un marco de
actuación más flexible que el actual. España puntúa muy por detrás de países
como Suecia, Holanda o Alemania cuando se miden, por ejemplo, las
atribuciones de los directivos públicos para gestionar sus equipos humanos. La
ofensiva recentralizadora sobre las entidades públicas puede agravar esta
debilidad.
Introducir una efectiva rendición de cuentas. El contrapeso imprescindible de la
autonomía de gestión es una accountability de calidad. El sistema de control
tradicional de nuestra Administración –en el cual permanece instalado el discurso
del gobierno- se basa en las reglas formales y la regularidad de los
procedimientos. Los estudios comparados muestran que la orientación a
resultados de las decisiones presupuestarias es, en España, una de las más bajas
de la UE. Y sin gestión por resultados no se incentiva la eficiencia, no se
responsabiliza a los gestores, no se mejora la calidad del gasto y no se abre paso
a mecanismos de transparencia y control social centrados en lo que
verdaderamente cuenta.

Flexibilizar el empleo público. El índice compuesto de apertura de los sistemas


de empleo público de la OCDE, que evalúa el grado de flexibilidad de sus
políticas de gestión del capital humano, nos sitúa en la cola de los países
europeos. Igual sucede al medir las políticas de evaluación del desempeño. Aquí,
las reformas debieran, por una parte, acabar con la uniformidad: las reglas que
protegen la imparcialidad de los jueces o los inspectores de hacienda no son las
mismas que garantizan la eficacia de los médicos, investigadores, urbanistas u
orientadores laborales. Por otra, sería necesario introducir prácticas avanzadas de
gestión de recursos humanos, desembarazándose de muchas rutinas burocráticas.
Por último, se debería afrontar con seriedad una hipersindicalización que ha
introducido, en las dos últimas décadas, notorios elementos de rigidez en la
gestión de las personas.

Diseño institucional, innovación normativa, introducción de incentivos y


desarrollo de capacidades; tales son los ingredientes para una estrategia de
reforma que integre estas orientaciones. Limitarse a los recortes, la
centralización, la simplificación de estructuras, el control ex ante, la penalización
del déficit y el anatema a la “huida del derecho administrativo”, nos encamina a
una administración menor y más fiscalizada, pero, desde luego, no mejor. En el
fondo, se parece a usar la manguera para reanimar al ahogado.

Francisco Longo es profesor de ESADE. Miembro del Comité de Expertos en


Administración Pública de Naciones Unidas.

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