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Lo primero que viene a la mente cuando vemos la reconstrucción de una obra de arte que se
había perdido es: ¿qué tan auténtica es? ¿qué tanto se acerca al original? La única forma de
responder a esta pregunta es observando los procesos involucrados en la reconstrucción,
pero, a medida que descubrimos más cosas, surgen preguntas más complejas. Kenneth
Archer y Millicent Hodson, en la conferencia sobre Políticas de preservación llevada a cabo
en el Instituto Roehampton el 8 y 9 de noviembre de 1997, se preguntaron qué es un ballet
“original” para los fines de la reconstrucción: ¿es la versión que se bailó la primera noche,
con el primer reparto, durante la primera temporada? ¿O es lo que ese ballet llegó a ser
antes de desaparecer? Su propuesta de que en algunos casos vale la pena elegir para su
reconstrucción la última versión conocida de un ballet es interesante por dos motivos. El
primero es que reconoce hasta qué grado algunos coreógrafos continúan modificando una
obra y agregándole cosas por un tiempo después de su estreno. El segundo es que los
ballets y las obras de danza moderna que forman parte del repertorio durante un tiempo
pueden desarrollarse hasta alcanzar una vida propia. Mientras que la primera posibilidad está
basada en la idea de que el coreógrafo es la fuente de la autenticidad y originalidad de una
pieza, la segunda reconoce la contribución de los bailarines que desarrollan o incluso
modifican sutilmente la coreografía a medida que descubren cómo funciona con el público.
Creer que el coreógrafo es la única fuente del valor de una obra es correr el riesgo de
concebir a los bailarines como títeres sin conciencia. Esta creencia puede también motivar el
deseo de perpetuar un ballet en un estado que sea lo más cercano posible a su
representación original. Quienes desean este tipo de preservación, fácilmente pueden
terminar viendo a los bailarines y a las compañías de repertorio como enemigos de ciertos
valores y experiencias estéticas que aprecian. El proceso de reconstrucción arroja luz sobre
la relación, a veces difícil, entre la idea del coreógrafo como un genio inspirado y la
1
autonomía de los bailarines que ejecutan su trabajo frente al público. Lo que está en juego es
la naturaleza de la originalidad.
A primera vista, originalidad y autenticidad parecen características positivas. Decir que una
representación dancística tiene originalidad sugiere que contiene ideas frescas, nuevas,
interesantes. La autenticidad, por su parte, implica verdad y sinceridad. Estas son cualidades
que espero encontrar en cada aspecto de una representación. Pero “originalidad” y
“autenticidad” tienen otros significados, más literales, que refieren a la idea de un origen, un
autor cuya autoridad algunas veces es tomada como garantía del valor de una obra. Muchos
trabajos académicos de historiografía se han dedicado al estudio de dichos orígenes. La
historia del arte, por ejemplo, ha desarrollado dos métodos principales: procedencia y análisis
estilístico. Establecer la procedencia de una pintura o un dibujo es rastrear quiénes han sido
sus propietarios en una línea recta, e idealmente ininterrumpida, hasta el propietario que
compró la obra de manos del artista. El análisis estilístico, por su parte, establece cuáles son
las principales características de un artista, por lo general, genial (por lo tanto, masculino),
para que puedan ser utilizadas para determinar si una obra en particular fue realizada o no
por él. Ambos métodos determinan el valor estético de la obra y, a la vez, su valor de
mercado.
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En la música y el teatro se usan métodos similares para establecer la autenticidad de textos y
partituras. La ejecución de éstos puede, por lo tanto, convertirse en parte de un sistema de
control en el que un director protege los intereses del autor o del compositor asegurándose
de que los ejecutantes sean fieles al texto. En su peor modalidad, en este sistema jerárquico
los intérpretes no son ni valorados ni vistos como fuente de originalidad o autenticidad. La
danza teatro difícilmente entra dentro de esta categoría. Mientras que un escritor o un
compositor puede escribir un texto o una partitura que después es entregada a los
intérpretes, un coreógrafo trabaja directamente con los bailarines mientras crea una obra.
Ocasionalmente las grandes compañías actuales pueden tener un notador en el estudio
mientras se crea una obra. Más frecuentemente las partituras de notación se crean a partir
de un video una vez que la obra ha sido concluida, e incluso ésta es una práctica reciente y
está lejos de ser universal. Como Sally Banes escribió: “Nuestros ‘textos’ son más parecidos
a la épica de Homero que a las obras de Chéjov. Dependen de la memoria humana, que
puede fallar, y cada intérprete, queriéndolo o no, agrega algo propio a la coreografía cuando
se la pasa a alguien más.” 1 Lo que hace que las discusiones sobre reconstrucción sean tan
controvertidas es que sacan a relucir precisamente los aspectos de la danza teatro que
encajan con mayor dificultad en el sistema de control de las formas de producción escénica.
1
Sally Banes. Dancing Women: Female Bodies. Londres: Routledge, 1998, p. 8
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El “problema” acerca de cómo los bailarines interpretan la coreografía en la representación,
fue mencionado en presentaciones que discutían la tarea de reescenificar obras en
compañías cuyos bailarines tienen una técnica de entrenamiento diferente de la técnica con
la que se compuso la obra inicialmente. Clare Lidbury destacó que aunque La mesa verde ha
permanecido en el repertorio casi continuamente desde que Jooss la creó en 1932, fue
bailada originalmente por bailarines entrenados en lo que se convirtió el Método Jooss-
Leeder, pero, desde que se desintegró la compañía de los Ballets Jooss en 1947, la obra
siempre ha sido interpretada por bailarines de ballet. Anna Markand, la hija de Jooss,
continúa escenificando esta obra; entrena a los bailarines para bailar los detalles de la
coreografía de forma que se parezcan al estilo Jooss Leeder, pero ellos inevitablemente
pierden algunos matices sutiles de este estilo y reafirman los manierismos del ballet, que les
resultan familiares. Susan McGuire, de la Paul Taylor Company, identificó un problema
similar en representaciones recientes de las obras de Taylor hechas por compañías de ballet.
En una rica demostración que incluyó en su presentación, comparó fragmentos de Airs de
Taylor bailada por estudiantes de la London School of Contemporary Dance con videos de
las mismas secciones bailadas por bailarines de ballet. Aunque el estilo de Taylor parece
tener un lirismo que se parece al ballet, depende de un uso del “momentum” que surge al
moverse con un centro de gravedad bajo. Para los bailarines entrenados en ballet esto es
prácticamente imposible de lograr, porque es la antítesis de la sensación de ligereza y
elevación que es fundamental para el ballet. Tanto Lidbury como McGuire expresaron un
comprensible pesar por la desaparición de estilos particulares de representación de los
cuales estas obras eran vehículos.
Alexandra Carter (en este mismo número de Dance Theatre Journal) argumenta que la
reconstrucción es valiosa para ayudar a crear un canon de la danza escénica más
representativo del pasado. Estoy totalmente de acuerdo con la idea de que, el hecho de que
una obra no haya sobrevivido la prueba del tiempo, no necesariamente prueba que no fuera
buena en primer lugar. Creo, por el contrario, que la reconstrucción ayuda a contrarrestar las
tendencias más autoritarias y patriarcales del proceso de canonización, no sólo al revivir
obras que eran demasiado subversivas y perturbadoras para su época, sino también cuando
el proceso restituye a los bailarines su papel como agentes que siempre contribuyeron con
su propia originalidad al proceso de re-presentación de la coreografía.
Ramsay Burt es Investigador de Danza en la Montfort University. Es autor del libro Alien Bodies:
Representations of Modernity, “Race” and Nation in Early Modern Dance (Routledge).