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Gala, de Jérôme Bel, o los cuerpos amados explotados

Puedes sentir, a veces, en tu vida, o en el teatro, la potencia revolucionaria o emancipadora de los


cuerpos. El cuerpo de alguien capaz de amar, por ejemplo. Pero no hablaré de eso. ¿O sí? ¿O hablaré
de cuerpos, perfectos, descubriendo su imperfección, y de cuerpos imperfectos descubriendo lo
contrario, o sea, del encuentro y no-encuentro que se dio entre esos dos tipos opuestos de cuerpos?

Pero no puedo dejar de hablar del cuerpo de la institución del teatro donde me concentré en lo que
hicieron veinte cuerpos. A unos metros desde el hall podías ver el flujo de cuerpos esclavizados que
no fueron esa noche al teatro. Interesante observar cómo esos cuerpos eran invisibles para los
cuerpos de los espectadores, en sus sillones, en el hall minutos antes de la representación.

¿Por qué cuerpos venían los cuerpos a mi alrededor? Si venían por cuerpos imperfectos pues los
tenían muy cerca y por todas partes. Estaba claro que estabas ante, o entre, dos teatros, a saber, el
teatro nacional, la estación del tren. Se te hacía imposible no ver al menos dos cuerpos sociales.
Antes que un teatro ‘nacional’ este era el teatro de una clase social con el dinero de todos.

Malestar, sensación de rabia, este teatro estaba construido contra la gente que estaba en el otro
teatro. Sentía la barrera todavía más cuando unas personas, desde la estación, miraban hacia el
teatro. Ambas edificaciones poseen una altura similar. Imaginé un puente que las uniera. ¿No sería
fantástico? ¿Se destruirían mutuamente? ¿Qué transformación impredecible se produciría si…?

Arquitectura, sirvienta del poder, no dejas dudas sobre tu trabajo. Cuenta: cuántos elefantes y
jirafas entran bajo este techo. El desprecio por el otro hablaba una lengua de músculos de metal y
piel de vidrio. Qué hago aquí. Cuál es mi papel. El de traidor de mi clase por supuesto. Y no te creas
que no me pregunto: ¿también yo ‘hago teatro y danza’ al decir todo lo que he dicho hasta aquí?

¿Qué enseñan estos cuerpos, tullidos, ‘normales’, descuidados, no muy armónicos, distraídos de sí
mismos, fuera de ritmo, a las poético-militares encarnaciones casi sobrehumanas del ideal de la
danza? ¿Cuerpos humanos, demasiado humanos, qué autoridad ejercen sobre los divinos? ¿Por qué
estos cuerpos torpes y poco entrenados poseen más verdad? ¿Por qué el arte los necesita?

¿No serán esos cuerpos perfectos, ya gastados en la percepción, nada más que otra clase de
esclavos, solo que más refinados, que servían en el fondo al mismo patrón que los cuerpos comunes
y corrientes de la gente de la calle, de la gente en la estación del tren? En el caso de la obra de
Jérôme Bel ¿se trataba de igualarlos democráticamente o de estudiar (o explotar) sus diferencias?

Como notas musicales moviéndose. ¡Cuántos ritmos! Colección que amplía su rango si no solo los
más ágiles y bellos merecían el honor del escenario. Celebración de todo lo humano, que no te debe
ser ajeno. ¿No faltó el cuerpo del ‘gran’ empresario titiritero, del policía, del soldado, del político o
el juez corruptos, del junkie, del mendigo, del obrero, del crítico de arte. ¡Cuántos cuerpos faltaron!

Abiertos los canales de energía esos cuerpos han recuperado su plenitud, su dignidad, son cuerpos
plenamente humanos, realizados, amados, por ser como son, ¿o son solo cuerpos explotados, no
valorados tanto por la expresión libre de su individualidad única como en su capacidad de ser
representativos para la supuesta no-danza, para (el negocio de) la (supuesta) anti-representación?
Puedes sentir, a veces, en tu vida, o en el teatro, la potencia revolucionaria o emancipadora de los
cuerpos. Pero más a menudo sentirás, en tu vida y en el teatro, que la cuestión es cómo salir de la
tragicomedia de los cuerpos explotados. En esto están igualados, ‘democráticamente’: perfectos o
imperfectos, bellos o no, circenses, olímpicos o de laboratorio nazi, la ilusión de su libertad vende.

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