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Bueno para nada, de Mark Fisher

He sufrido de depresión de forma intermitente desde que era un adolescente. Algunos de estos episodios han sido
altamente debilitantes - que resultaron en daño auto infligido, retiro (donde me pasaría meses enteros en mi propia
habitación, saliendo solo para firmar o para comprar las cantidades mínimas de comida que consumía), y el tiempo
perdido en salas psiquiátricas. Yo no diría que me he recuperado de la enfermedad, pero estoy encantado de decir
que tanto las incidencias y la gravedad de los episodios depresivos se han reducido mucho en los últimos años. En
parte, esto es consecuencia de cambios en la situación de mi vida, pero también tiene que ver con llegar a una
comprensión diferente de mi depresión y de qué la causó. Ofrezco mis propias experiencias de sufrimiento mental,
no porque creo que haya algo especial o único acerca de ellas, sino en apoyo a la afirmación de que muchas formas
de depresión se entienden mejor - y se combaten mejor - a través de los marcos que son impersonales y políticos
más que individuales y “psicológicos”.
Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está parcialmente constituida por una voz “interior”
burlona, que nos acusa de falta de moderación - ¡No estás deprimido, estás sintiendo lástima por ti mismo, cálmate!
- y esa voz es susceptible de ser activada por hacer pública esta condición. Por supuesto, esta voz no es una voz
"interna” en absoluto - es la expresión interiorizada de las fuerzas sociales reales, algunas de los cuales tienen un
interés personal en negar cualquier conexión entre la depresión y la política.
Mi depresión siempre estuvo atada con la convicción de que yo, literalmente, no servía para nada. Pasé la mayor
parte de mi vida, hasta la edad de treinta años, creyendo que nunca iba a trabajar. Durante mis veinte años transite
entre estudios de postgrado, períodos de desempleo y empleos temporales. En cada uno de estos roles , sentía que
realmente no pertenecía - en los estudios de postgrado , porque yo era un diletante que había fingido alguna manera
su camino , no un verdadero alumno ; en relación al desempleo, porque yo no era verdaderamente un desocupado
, como los que buscaban sinceramente el trabajo, yo solo era un haragán ; y en los trabajos temporales , porque
sentía que estaba actuando de manera incompetente , y en todo esos casos yo realmente no pertenecía esos puestos
de trabajo de oficina o de fábrica , no porque yo fuese “demasiado bueno ” para ellos , sino - muy por el contrario -
porque era demasiado educado e inútil, tomando el trabajo que alguien necesitaba y merecía más que yo . Incluso
cuando estuve en un hospital psiquiátrico, sentí que no estaba verdaderamente deprimido - sólo estaba simulando
las condiciones con el fin de evitar el trabajo, o en la lógica infernalmente paradójica de la depresión, que lo estaba
simulando con el fin de ocultar el hecho de que no era capaz de trabajar, y que no había ningún lugar en absoluto
para mí en la sociedad.
Cuando finalmente conseguí un trabajo como profesor en Further Education College, estuve por un tiempo eufórico
- sin embargo, por su propia naturaleza esta euforia mostró que no había quitado de encima el sentimiento de
inutilidad que pronto conduciría a nuevos períodos de depresión. Me faltaba la confianza tranquila de haber nacido
para ese rol. En algún nivel, no muy sumergido, evidentemente, aún no creía que era el tipo de persona que podría
hacer un trabajo como docente. Pero, ¿De dónde provenía esta creencia? La escuela de pensamiento dominante en
la psiquiatría sitúa los orígenes de este tipo de «creencias» en el mal funcionamiento químico del cerebro, que han
de ser corregidos por los psicofármacos ; psicoanálisis y formas de terapia influenciados por la famosa “búsqueda
de las raíces del sufrimiento mental en la historia familiar”, mientras que la terapia cognitivo- conductual está
menos interesada en la localización de la fuente de creencias negativas que en la simple sustitución de ellas con un
conjunto de historias positivas . No es que estos modelos sean completamente falsos, es que se pierden - y deben
perder - la causa más probable de tales sentimientos de inferioridad: el poder social. La forma de poder social que
tuvo el efecto en mí fue el poder de clase, aunque, por supuesto, el género, la raza y otras formas de opresión
trabajaron mediante la producción de la misma sensación de inferioridad ontológica, que exprese mejor la idea que
articule anteriormente: uno no es el tipo de persona que puede cumplir funciones que se destinan para el grupo
dominante.
A partir de la insistencia de uno de los lectores de mi libro “Realismo Capitalista”, comencé a investigar el trabajo
de David Smail . Smail , un terapeuta -pero el que hace de la cuestión del poder, un motivo central en su práctica -
confirmó la hipótesis sobre la depresión con la que me había tropezado . En su libro fundamental “Los orígenes de
la infelicidad”, Smail describe cómo las marcas de clase están diseñadas para ser indelebles. Para aquellos que desde
su nacimiento se les enseña a pensar de sí mismos como menos , la adquisición de cualificaciones y la riqueza rara
vez serán suficiente para borrar - ya sea en sus propias mentes o en las mentes de los demás - el sentido primordial
de desvalorización que los marca tan temprano en vida. Alguien que se mueve fuera de la esfera social se ’ supone
’ debe ocupar siempre el lugar de estar en peligro, de ser superado por la sensación de vértigo , el pánico y el horror
: “ … aislado , separado , rodeado de espacio hostil, estas de repente sin conexiones , sin estabilidad, sin nada que
sostener en posición vertical o en su lugar ; una irrealidad repugnante y vertiginosa toma posesión de ti; te ves
amenazado por la pérdida total de la identidad , un sentido de absoluta falsedad ; no tienes derecho a estar aquí ,
ahora, habitando este cuerpo , vestido de esta manera ; eres nada, y "nada” es, literalmente, lo sientes que estás a
punto de llegar a ser “ .
Desde hace algún tiempo, una de las tácticas más exitosas de la clase dominante ha sido la responsabilización. Cada
individuo miembro de la clase subordinada es animado a sentir que su pobreza, la falta de oportunidades, o el
desempleo, es su culpa y solo su culpa. Las personas se culpan a sí mismas en lugar de las estructuras sociales, que
en todo caso han sido inducidas a creer realmente que no existen (son sólo excusas, a las que recurren los débiles).
Lo que Smail llama ‘voluntarismo mágico ” - . La creencia de que está dentro de cada persona el poder para hacer
y ser lo que quieren ser - es la ideología dominante y la religión no oficial de la sociedad capitalista contemporánea
, empujada por la expertos de televisión y gurús de los negocios , como asi por los politicos. Este voluntarismo
mágico es a la vez un efecto y una causa del actual e históricamente bajo nivel de conciencia de clase. Es la otra
cara de la depresión - cuya convicción subyacente es que somos los únicos responsables de nuestras propias miserias
y por lo tanto las merecemos. Se impone un doble vínculo particularmente cruel a los desempleados en el Reino
Unido ahora: una población que toda su vida ha recibido el mensaje de que no sirve para nada se le dice a la vez
que puede hacer lo que quiere hacer.
Debemos entender la fatalista sumisión de la población del Reino Unido a la austeridad como la consecuencia de
una depresión deliberadamente cultivada. Esta depresión se manifiesta en la aceptación de que las cosas van a
empeorar (para todos menos una pequeña élite), que tenemos la suerte de tener un trabajo a pesar de todo (lo que no
debemos esperar es que los salarios iguales el ritmo de la inflación), que no nos podemos permitir la disposición
colectiva del estado de bienestar. Depresión colectiva es el resultado del proyecto de la clase gobernante de
resubordinación. Desde hace algún tiempo, hemos aceptado cada vez más la idea de que no somos el tipo de personas
que puedan actuar. Esto no es una falta de voluntad de la que cualquier persona deprimida puede desligarse tomando
coraje. La reconstrucción de la conciencia de clase es una tarea formidable en verdad, una que no se puede lograr
haciendo un llamamiento a las soluciones ya hechas - pero, a pesar de lo que nuestra depresión colectiva nos dice,
se puede hacer. Inventar nuevas formas de participación política, la reactivación de las instituciones que se han
convertido en decadencia, convirtiendo la desafección privatizada en ira politizada: todo esto puede suceder, y
cuando suceda, ¿quién sabe lo que es posible?
“¿Cómo explicar la depresión a nosotros mismos? Sobre la muerte del camarada Mark Fisher” – Franco “Bifo”
Berardi
Traducción por I.M. Calderón [Mark Fisher, crítico cultural británico y autor -entre otros libros- de “Realismo
Capitalista”, murió por suicidio el 13 de enero del 2017. 6 días después, el marxista autonomista italiano Franco
Berardi (de quien Fisher había tomado algunas ideas para sus textos) publica un texto sobre la depresión y Fisher
en Effimera. Critica e Sovversioni del Presente. Esta es una primera versión en español en base a las ediciones
italiana e inglesa (esta última disponible en Novaramedia.com)]
Llegué a conocer a Mark Fisher solamente en los últimos años, he leído algunos de sus trabajos (no todos) y tuve
diversas (pocas) oportunidades de reunirme con él personalmente. En esos momentos, me sorprendió su timidez.
Era difícil acceder a la esfera de su intimidad física. No recuerdo si me dio un abrazo, o si yo mismo lo abracé, como
lo hago (probablemente de manera demasiado frecuente) con amigos o, en efecto, con cualquiera. Su presencia física
emanaba una vibración frágil, y también su voz se quebraba a veces y se volvía inaudible, fina y temblorosa.
Ahora Mark ha hecho algo que no me sorprende, incluso si me produce escalofríos: Mark dio un salto hacia aquella
dimensión de la nada. Y consternados por ello, hablamos sobre la política como si la vida y la muerte, la felicidad
y la depresión, dependiese de la política.
Ello no ocurre así. No comprenderíamos nada sobre la crisis social, no imaginaríamos nada acerca del futuro, si no
entendemos la felicidad y la depresión. Pero esto no significa que tanto la depresión y la felicidad puedan ser
resueltas en el campo de lo político. Nadie está deprimido porque es consciente que no hay salida de la trampa. Eso
es desesperación, no depresión. Y la desesperación es una condición de la mente, no del corazón ni del cuerpo. La
desesperación (la ausencia de esperanza) no priva a nadie de energía, como lo hace la depresión. Incluso (el Papa)
Francisco lo dijo, en una fantástica conversación publicada en La Civiltà Cattolica inmediatamente después de su
elección para el Trono de San Pedro. Francisco dijo que la Iglesia es un hospital de campaña y que entre las virtudes
teologales ni la fe ni la esperanza son importantes. La caridad es importante, el abrazo, la caricia, la solidaridad.
La decisión de Mark se produce en un periodo en el que el campo social aparece absolutamente desesperado. Si
proyectamos materialísticamente el futuro desde lo que se inscribe en nuestro momento presente, vemos la tragedia
de la guerra, el racismo, Auschwitz reproducido en las costas mediterráneas, la explotación brutal de aquellos que
trabajan por un salario, la eliminación de los pueblos marginales (vean la demonetarización de la India o la agresión
fatal de la Unión Europea hacia el pueblo griego).
Mark Fisher explicó su sufrimiento en relación directa con la forma en la que él se percibía a sí mismo bajo la mirada
del otro, y dijo que se sentía “bueno para nada”. Somos cientos de millones que, como él, somos forzados a sentirnos
bien por nada porque no podemos acatar las demandas competitivas, a cambio de aquello por lo cual nuestra
identidad está socialmente certificada.
¿Cómo nos explicamos la depresión a nosotros mismos? Tratamos de darle un sentido, por ejemplo, un sentido
político. Y sin embargo el contenido de la depresión no tiene que ver con el sentido sino con la percepción de la
ausencia de sentido. Por tanto, como señalaba Hillmann, la depresión es una condición cercana a la Verdad, porque
es el momento en el que aprehendemos la no existencia del sentido. Pero la consciencia de la no existencia de sentido
no resulta en depresión cuando se tiene a las caricias de la solidaridad para construir una condición dialógica, una
en la que la no existencia de sentido sobre vida como la ilusión compartida de lo que llamamos mundo.
Bueno para nada es una expresión que nos vuelve a la dimensión de lo social. Nos vuelve tanto hacia las preguntas
que plantea el campo social como a las presiones identitarias que nos fuerzan a aspirar ser algo que no podemos ser.
Para explicar lo que es la depresión necesitamos comprender la impotencia, a saber, la incapacidad de actualizar
una potencialidad que, aunque inscrita en nuestro ser social y erótico, no se vuelve efectiva.
El núcleo profundo de la depresión consiste en la contracción física, en la incapacidad del cuerpo para tocar el
cuerpo del otro, para ser tocado por este. De ese contacto podemos extraer la certeza del significado, que ya no está
en el mundo sino en esa conexión táctil misma de mi piel con tu piel.
Mark Fisher escribió que las heridas que nos causan dolor son heridas de clase. Por ellas ocurre que nuestros cuerpos
se contraen, incapaces de relajarse cuando son tocados por el cuerpo del otro. Heridas de competencia, de
precariedad. Y aun así debemos preguntarnos si es posible ser feliz cuando la explotación nos amenaza y enfrentarse
a ella parece inevitable, cuando no vemos una forma de salida del capitalismo. Incluso cuando un demente criminal
y racista toma posesión de la bomba atómica, y amenaza con matarnos a todos.
Sí, es posible ser feliz. Incluso cuando no veamos una salida a la explotación y cuando el fascismo se extiende por
cada localidad del mundo.
La felicidad no es algo perteneciente a la mente intelectual, sino a la mente corpórea, a la emoción que abre el cuerpo
a una caricia. Ni la fe ni la esperanza, sino la caridad, para decirlo en un estilo que no es el mío. No es la consciencia
desesperada la que nos hace infelices, sino el efecto depresivo que tiene en nuestro cuerpo empático. El sufrimiento
social se vuelve él mismo depresión cuando nubla la capacidad de ser cuidado, acariciado. Y la apertura a recibir
una caricia no es solo la condición para la felicidad individual, sino también para la rebelión, para la autonomía
colectiva y la emancipación del trabajo asalariado.
La relación entre el deseo y la impotencia nos dice algo acerca de la depresión. Cuando decimos que necesitamos
transformar el sufrimiento que brota de la necesidad en un noi desiderante, en un “nosotros deseante” , decimos algo
obvio. La pregunta sin resolver está aquí mismo: ¿cómo transformamos el sufrimiento de las personas en necesidad
en un “nosotros deseante”?
Aquellos que glorifican el deseo como si fuese una fuerza “buena” no han entendido el punto. El deseo no es una
fuerza, sino un campo. Aun más, no es positivo en absoluto: puede, de hecho, ser cruel, malvado, enrevesado,
elusivo, destructivo y mortal. El deseo es la pro-tensión de un cuerpo hacia otro cuerpo, una pro-tensión que inventa
mundos y construye arquitecturas, carreteras, puertas o puentes, pero también abismos y profundidades. Así que
cuando el cuerpo individual o colectivo se ha vuelto incapaz de relajarse, de experimentar placer, cuando el respirar
se vuelve nerviosamente fragmentario, entonces es que transformamos el deseo en crueldad o elegimos no desear,
a saber, depresión
En los escritos de Mark Fisher que he leído hay ambas, la consciencia de una naturaleza histórica y social de la
depresión –el efecto doloroso del ‘there is no alternative’ (que en verdad significa que ‘there is no way out’) – y la
rabiosa conciencia de la inaccesibilidad al cuerpo del otro, esto es de una empatía que haga la solidaridad social
posible, la complicidad de la gente libre en contra del poder.
El asunto de la impotencia, y por tanto de la depresión, se ha vuelto el más importante de nuestro tiempo. La
presidencia de Obama ha sido el triunfo de la impotencia. Se presentó a sí mismo diciendo ‘yes, we can’ porque
sabía desde el principio que los estadounidenses quería oír que sí podían, incluso si la experiencia enseña que no
podemos hacer nada. No podemos detener la guerra, no podemos controlar el poder financiero, no podemos prohibir
a las personas comprar armas en las tiendas de abarrotes, no podemos hacer nada para calmar ni la ansia asesina del
pueblo blanco ni el fascismo creciente en el mundo. Obama ha inspirado tanto la demanda por solidaridad que no
encontró concreción como el resentimiento agresivo de aquellos que ingirieron toneladas de píldoras y votaron por
un racista con el fin de exorcizar su propia depresión.
Y aquí viene Trump, la concretización de la pesadilla más terrorífica y al mismo tiempo la realización de la pesadilla
racista de una humanidad que aspira a la violencia como la única forma de reparación de su miseria y su innombrable
depresión –como entendí yo leyendo a Jonathan Franzen. Mark prefirió encarar su fragilidad íntima con sinceridad.
Encontremos nuevas vías para sanar la depresión dominante sin morir. El comunismo es urgente porque es el único
tratamiento auténtico para un dolor que está contaminando el planeta no menos que el calentamiento global, no
menos que la bomba nuclear.
Saliendo del Castillo del Vampiro, por Mark Fisher
Traducción por I.M. Calderón
Publicado por Mark Fisher en The North Star, 22 de noviembre del 2013.
Este verano, consideré seriamente retirarme de cualquier involucramiento en política. Exhausto por el exceso de
trabajo, incapacitado para la actividad productiva, me encontré a mí mismo navegando a través de redes sociales,
sintiendo cómo mi depresión y mi agotamiento aumentaban.
El Twitter “de izquierdas” puede con frecuencia ser una zona desesperanzadora y miserable. A principios de año,
sucedieron algunas “tormentas de Twitter” de alto perfil, en la que figuras particulares que se identificaban con la
izquierda fueron “denunciadas” y condenadas. Lo que estas figuras habían dicho era algunas veces objetable; y sin
embargo, la forma en la que fueron personalmente vilipendiados y cazados dejó un horrible residuo: el hedor a
conciencia sucia y moralismo de caza de brujas. La razón por la que no me pronuncié en ninguno de estos incidentes,
estoy avergonzado de decirlo, era el miedo. Los abusadores estaban en otra parte del patio de juegos. No quise atraer
su atención hacia mí.
El abierto salvajismo de estos intercambios estuvo acompañado de algo más generalizado, y por esa razón quizás
más debilitante: una atmósfera de resentimiento mordaz. El objeto más frecuente de este resentimiento fue Owen
Jones, y los ataques a Jones- la persona con más responsabilidad en la creación de conciencia de clase en el Reino
Unido en los últimos años- fueron una de las razones por las que estuve tan abatido. Si esto pasa con un izquierdista
que, de hecho, está triunfando en llevar la lucha al terreno central de la vida británica, ¿por qué alguna otra persona
quisiera seguirlo en los medios masivos? ¿Es la única forma de evitar este sistema de abuso por goteo el mantenerse
en una posición de marginalidad impotente?
Una de las cosas que me sacó de este estupor depresivo fue asistir a la Asamblea del Pueblo en Ipswich, cerca de
donde vivo. La Asamblea del Pueblo había sido recibida con las usuales miradas de desprecio y desconfianza. Esta
era, se nos dijo, una maniobra inútil, en la que los izquierdistas que aparecían en los medios masivos, incluido Jones,
se engrandecían a sí mismos en una muestra más de la vertical cultura de la celebridad. Lo que en verdad pasaba en
la Asamblea en Ipswich era muy diferente a esa caricatura. La primera mitad de la noche –que terminó en un
vehemente discurso por parte de Owen Jones- ciertamente fue liderada por los oradores populares. Pero la segunda
mitad de la reunión mostró a activistas de la clase trabajadora de todo Suffolk hablando los unos con los otros,
apoyándose, compartiendo experiencias y estrategias. Lejos de ser otro ejemplo de izquierdismo jerárquico, la
Asamblea del Pueblo era un ejemplo de cómo lo vertical puede ser combinado con lo horizontal: el poder y el
carisma mediáticos pudieron atraer al recinto a personas que no habían estado antes en una reunión política, donde
pudiesen hablar y pensar estrategias con activistas ya experimentados. La atmósfera fue una de antirracismo y
antisexismo, pero refrescantemente libre de la sensación paralizadora de culpa y sospecha que flotaba suspendida
sobre el Twitter de izquierdas, como una niebla sofocante y agria.
Y luego está el asunto con Russell Brand. He sido un admirador de Brand desde hace mucho tiempo –uno de los
pocos comediantes famosos en la escena actual con una extracción social de clase trabajadora. En los últimos años
ha habido un aburguesamiento, gradual pero despiadado, de la comedia en televisión, con el absurdo, ultralujoso e
imbécil Michael McIntyre y una triste llovizna de oportunistas recién graduados dominando la escena.
Un día antes de la ahora famosa entrevista de Brand con Jeremy Paxman que fuera transmitida en Newsnight, había
visto su rutina de stand up “The Messiah Complex” (“El complejo del Mesías”) en Ipswich. El show era
insolentemente pro-inmigración, pro-comunista, anti-homofóbico, saturado con la inteligencia de la clase
trabajadora y sin miedo a mostrarla, y era queer en la forma en la que la cultura popular solía serlo (esto es, nada
que ver con la piedad identitaria y de cara amargada que se nos endilga por los moralizadores de la “izquierda” pos-
estructural). Malcolm X, el Che, la política como un desmantelamiento psicodélico de una realidad existente: esto
era el comunismo como algo agradable, atractivo y proletario, en vez de un sermón de dedo acusador.
La noche siguiente, era claro que la aparición de Brand había producido un momento de ruptura. Para algunos de
nosotros, el desmontaje forense que Brand hizo a Paxman era intensamente emotivo, milagroso; no puedo recordar
la última vez que a una persona cuyo origen social era el de la clase trabajadora se le dio el espacio para destruir de
manera tan consumada a un “superior” de clase usando la inteligencia y la razón. Este no era Johnny Rotten
injuriando a Bill Grundy –un acto de antagonismo que confirmó antes que retó a los estereotipos de clase. Brand
había burlado a Paxman –y el uso del humor era lo que había separado a Brand de la severidad de tanto
‘izquierdismo’. Brand hacía que las personas se sintieran bien consigo mismas; mientras que la izquierda
moralizadora se especializa en hacer sentir mal a la gente, y no está feliz hasta que sus cabezas están inclinadas por
la culpa y el autodesprecio.
La izquierda moralizadora rápidamente se aseguró de que la historia no fuera sobre la extraordinaria ruptura de
Brand de las débiles convenciones del “debate” en medios sociales, ni sobre su afirmación de que la revolución iba
a pasar (esto último pudo solo ser interpretado por la “izquierda” sorda, pequeño burguesa y narcisista como si
Brand dijera que él quería liderar la revolución –algo a lo que respondieron con el resentimiento típico: ‘no necesito
una celebridad arribista para guiarme”). Para los moralizadores, la historia dominante iba a ser sobre la conducta
personal de Brand- específicamente sobre su sexismo. En la febril atmósfera macartista fermentada por la izquierda
moralizadora, los comentarios -que solo pudieron ser interpretados como sexistas- implicaban que Brand era una
sexista, lo que además significó que Brand era un misógino. Cortado y frito, acabado, condenado.
Es cierto que Brand, como cualquiera de nosotros, debería responder por su comportamiento y por el lenguaje que
usa. Pero tal cuestionamiento debería ocurrir en una atmósfera de camaradería y solidaridad, y probablemente no
en público en primera instancia –aunque cuando Mehdi Hasan lo cuestionó por sexismo, Brand mostró exactamente
el tipo de humildad acompañada de buen humor que estaba ausente de los rostros de piedra de quienes lo juzgaban:
“No creo que sea sexista, pero recuerdo a mi abuela, la persona más amorosa que he conocido, que era racista, y no
creo que ella lo supiera. No sé si tengo algún tipo de resaca cultural, sé que tengo un gran amor por el lenguaje
proletario, palabras como “cariño” (“darling”) o “avecita” (“bird”), así que si las mujeres creen que soy sexista ellas
están en una mejor posición para juzgarme que yo mismo, así que trabajaré en ello”.
La intervención de Brand no fue un intento de liderazgo; fue una inspiración, un llamado a las armas. Y al menos
yo sí fui inspirado por este llamado. Donde unos meses antes me habría mantenido en silencio mientras los
moralizadores de la izquierda posh sometían a Brand a sus cortes arbitrarias y sus asesinatos de personajes –con
“evidencia” usualmente prestada de la prensa de derechas, siempre dispuesta a dar una mano- esta vez estaba
preparado para hacerles frente. La respuesta a Brand rápidamente se volvió tan significante como la misma
entrevista con Paxman. Como señaló Laura Oldfield Ford, este fue un momento clarificador. Y una de las cosas que
me clarificó fue la forma en la que, en años recientes, mucha de la autodenominada “izquierda” ha suprimido la
cuestión de clase.
La conciencia de clase es frágil y fugaz. La pequeña burguesía que domina la academia y la industria cultural tiene
todo tipo de sutiles deflexiones y preempciones que previenen que el tema siguiera salga a la luz, y si pasa, si sale
a la luz, le hacen a uno pensar que es de una impertinencia terrible, una falta de etiqueta, mencionarlo. He estado
hablando ya en eventos de izquierda, anticapitalistas, por años, pero raramente he hablado –o se me ha pedido
hablar- sobre la clase en público.
Pero, una vez la clase había reaparecido, era imposible no verla en todos lados en la respuesta al affaire Brand.
Brand fue rápidamente juzgado y/o cuestionado por al menos tres personas de izquierda que provenían de escuelas
privadas. Otros nos dijeron que Brand no podía ser realmente de la clase trabajadora, porque era un millonario. Es
alarmante cuántos “izquierdistas” parecían estar fundamentalmente de acuerdo con el sentido detrás de la pregunta
de Paxman: “¿qué le da a esta persona de clase trabajadora la autoridad para hablar?”. Es también alarmante,
angustioso de hecho, que parezcan pensar que la clase trabajadora debería mantenerse en la pobreza, oscuridad e
impotencia para que no pierdan su “autenticidad”.
Alguien me pasó una publicación escrita sobre Brand en Facebook. No sé quien es el individuo que la escribió, y
no me gustaría nombrarlo. Lo que es importante es que la publicación era sintomática de un conjunto de actitudes
snob y condescendientes que, aparentemente, está bien exhibir al mismo tiempo que uno se denomina de izquierda.
Todo el tono era terriblemente prepotente, como si fuese un maestro evaluando el trabajo de un niño, o un psiquiatra
examinando a un paciente. Brand, aparentemente, es ‘claramente inestable en extremo… una mala relación o un
revés en su carrera lo separan de volver a colapsar en una adicción a las drogas o peor”. Aunque la persona afirma
que a ellos “de hecho les gusta bastante [Brand]”, nunca se les hubiera ocurrido que Brand pudiese ser “inestable”
justamente por esta suerte de “valoración” condescendiente y de falsa trascendencia de la “izquierda” burguesa. Hay
también una acotación sorprendente pero reveladora donde el individuo se refiere de manera casual a la “educación
irregular [y] los lapsus vocales acompañados de muecas característicos de los autodidactas” –con los que, este
individuo comentaba generosamente, “no tengo ningún problema en absoluto”-¡qué bueno de su parte! Este no es
un burócrata colonial escribiendo sobre sus intentos de enseñar a algunos “nativos” el lenguaje inglés en el siglo
XIX, o un director de escuela victoriano en alguna institución privada describiendo a un niño becado, sino un
“izquierdista” escribiendo hace unas semanas.
¿A dónde ir desde aquí? Primero que nada, es necesario identificar las características de los discursos y deseos que
nos han llevado a este pasaje sombrío y desmoralizante, donde la clase ha desaparecido, pero el moralismo está en
todos lados, donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes –y no porque estemos
aterrorizados por la derecha, sino porque hemos permitido que modos de subjetividad burgueses contaminen nuestro
movimiento. Creo que hay dos configuraciones discursivo-libidinales que nos han traído a esta situación. Se llaman
a sí mismas de izquierda, pero –como dejó en claro el episodio con Brand- son en muchas formas un signo de que
la izquierda –definida como un agente en la lucha de clases- no ha hecho sino desaparecer.
Dentro del Castillo del Vampiro
La primera configuración es la que llegué a llamar el “Castillo del Vampiro”. El Castillo del Vampiro se especializa
en propagar la culpa. Está impulsado por un deseo clerical de excomulgar y condenar, un deseo académico-pedante
de ser el primero que sea visto apuntando un error y un deseo hípster de ser parte del grupo de moda. El peligro de
atacar el Castillo del Vampiro es que puede parecer como si –y hará todo lo posible para reforzar este pensamiento-
uno también estuviese atacando las luchas contra el racismo, el sexismo, el heterosexismo. Pero lejos de ser la única
expresión legítima de tales luchas, el Castillo del Vampiro se puede entender mejor como una perversión burguesa-
liberal y una apropiación de la energía de estos movimientos. El Castillo del Vampiro nació en el momento en que
la lucha por no definirse bajo categorías identitarias se volvió la búsqueda por que estas ‘identidades’ sean
reconocidas por un Gran Otro burgués.
El privilegio que ciertamente disfruto como hombre blanco consiste, en parte, en mi no conciencia de mi etnicidad
y mi género, y es una experiencia reveladora y aleccionadora la de ocasionalmente darme cuenta de estos puntos
ciegos. Pero, en vez de buscar un mundo en el que todos alcancen la liberación frente a la clasificación identitaria,
el Castillo del Vampiro busca acorralar a las personas en campos identitarios, en los que siempre son definidas en
términos fijados por el poder dominante, lisiadas por la autoconciencia y aisladas por una lógica de solipsismo que
insiste en que no podemos entendernos los unos a los otros a menos que pertenezcamos al mismo grupo identitario.
He notado una mecanismo mágico y fascinante de inversión de la proyección de la desaprobación, en el que la pura
mención de la clase es ahora automáticamente asumida como si uno estuviese tratando de degradar la importancia
de la raza y el género. De hecho, el caso es exactamente lo opuesto, en tanto el Castillo del Vampiro utiliza una
comprensión de la raza y el género que es en última instancia liberal para ofuscar la categoría de clase. En todas
estas absurdas y traumáticas “tormentas de Twitter” sobre el privilegio que ocurrieron antes este año, fue notable el
hecho de que la discusión sobre el privilegio de clase estuvo enteramente ausente. La tarea, como siempre, se
mantiene en la articulación de clase, género y raza –pero el movimiento fundacional del Castillo del Vampiro es la
des-articulación de la categoría de clase de las otras categorías.
El problema que el Castillo del Vampiro trataba de solucionar cuando se originó era este: ¿cómo mantienes una
inmensa riqueza y poder al mismo tiempo que apareces como una víctima, marginal y oposicional? La solución ya
estaba allí –en la Iglesia Cristiana. Así que el CV ha recurrido a todas las estrategias infernales, patologías oscuras
e instrumentos de tortura psicológica que el Cristianismo inventó, y que Nietzsche describió en La Genealogía de
la Moral. El clero de la conciencia sucia, este nido de devotos propagadores de la culpa, es exactamente lo que
Nietzsche predijo cuando señaló que algo peor que el Cristianismo ya estaba en camino. Ahora, aquí está…
El Castillo del Vampiro se alimenta de la energía, las ansiedades y vulnerabilidades de los jóvenes estudiantes, pero
más que nada vive a través de la conversión del sufrimiento de grupos particulares –mientras más “marginales”
mejor- en capital académico. Las figuras más alabadas en el Castillo del Vampiro son aquellos que avizoraron un
nuevo mercado del sufrimiento –aquellos que pueden encontrar un grupo más oprimido y subyugado que cualquier
otro previamente explotado se encontrarán a sí mismos promovidos en sus rangos bastante rápido.
La primera ley del Castillo del Vampiro es: individualiza y privatiza todo. Mientras que en teoría afirma estar
a favor de la crítica estructural, en la práctica nunca se enfoca en nada excepto en el comportamiento individual.
Algunos de estos tipos de la clase obrera no están terriblemente bien educados, y pueden ser bastante groseros en
algunas ocasiones. Recuerda: condenar a los individuos es siempre más importante que prestar atención a las
estructuras impersonales. La clase actual dominante propaga ideologías de individualismo, al tiempo que tiende a
actuar como clase (mucho de lo que llamamos “conspiraciones” no es sino la clase dominante mostrando solidaridad
de clase). El CV, como sirvientes incautos de la clase dominante, hace lo opuesto: habla de “solidaridad” y
“colectividad” de la boca para afuera, al tiempo que actúa siempre como si las categorías individualistas impuestas
por el poder realmente se sostuviesen. En tanto que son pequeñoburgueses en esencia, los miembros del Castillo del
Vampiro son intensamente competitivos, pero esta competencia se reprime en la típica manera pasivo agresiva de
la burguesía. Lo que los mantiene unidos no es la solidaridad, sino el miedo mutuo –el miedo de ser ellos mismos
los próximos en ser rechazados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo del Vampiro es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles.
No debe haber ligereza, y ciertamente no debe haber humor. El humor, por definición, no es serio, ¿cierto? El
pensamiento es trabajo duro, para gente con voces sofisticadas y ceños fruncidos. Donde haya confianza, siembra
escepticismo. Di: no seas apresurado, tenemos que pensar más profundamente esto. Recuerda: tener convicciones
es opresivo, y puede terminar en gulags.
La tercera ley del Castillo del Vampiro es: propaga tanta culpa como puedas. Mientras más culpa, mejor. Las
personas deben sentirse mal: es una señal de que entienden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de
clase si te sientes culpable sobre el privilegio y haces a otros, en una posición de clase subordinada a la tuya, sentirse
también culpables. Realizas buenas obras para los pobres, también, ¿verdad?
La cuarta ley del Castillo del Vampiro es: esencializa. Mientras que la fluidez de la identidad, pluralidad y
multiplicidad son siempre afirmadas en defensa de los miembros del CV –parcialmente para cubrir su propio
trasfondo adinerado, privilegiado o de asimilación burguesa- el enemigo siempre debe ser esencializado. En tanto
los deseos que animan al CV son en gran medida los deseos de los clérigos de excomulgar y condenar, tiene que
haber una fuerte distinción entre el Bien y el Mal, con este último esencializado. Nótese la táctica. X ha hecho un
comentario/ se ha comportado en una forma particular –estos comentarios/ este comportamiento podría ser
interpretado como transfóbico/ sexista, etc. Hasta ahora, OK. Pero es el siguiente movimiento el que es la sorpresa.
X luego es definido como transfóbico/ sexista, etc. Toda su identidad acaba definiéndose por un solo comentario
equivocado o un error en su comportamiento. Una vez que el Castillo del Vampiro ha concitado su cacería de brujas,
la víctima (frecuentemente de extracción social obrera, y no familiarizado con las formas de etiqueta pasivo agresiva
de la burguesía) puede, ya de manera fiable, ser presionado hasta perder sus cabales, reafirmando así su posición
como paria, y por último pasando a ser consumido en medio de una gula frenética.
La quinta ley del Castillo del Vampiro: piensa como un liberal (porque eres uno de ellos). El trabajo del CV,
constantemente acumulando indignación reactiva, consiste en señalar sin cesar lo vociferantemente obvio: el capital
se comporta como el capital (¡eso no es muy bueno!), los aparatos represivos del estado son represivos, ¡debemos
protestar!
Neo-anarchy in the UK
La segunda formación libidinal es la neoanarquía. Por neoanarquistas definitivamente no me refiero a los anarquistas
o sindicalistas involucrados en la organización de espacios de trabajo de verdad, tal como la Solidarity Federation
(Federación de la Solidaridad). Me refiero en cambio a aquellos que se identifican como anarquistas pero cuyo
involucramiento en la política se extiende poco más allá de protestas estudiantiles y ocupaciones, y comentar en
Twitter. Como los habitantes del Castillo del Vampiro, los neoanarquistas usualmente vienen de un contexto
pequeñoburgués, si es que no de algún lugar con mayores privilegios de clase.
Son también sorprendentemente jóvenes: en sus veintes o, máximo, a inicios de sus treinta, y lo que alimenta su
posición neoanarquista es un horizonte histórico limitado: los neoanarquistas no han experimentado sino el realismo
capitalista. Para el momento en que los neoanarquistas habían asumido su conciencia política –y muchos de ellos la
han asumido recientemente de manera notoria, dado el nivel de fanfarronería alcista que muestran algunas veces- el
Partido Laborista se había vuelto un caparazón blairista, implementando políticas neoliberales con una pequeña
dosis de justicia social al lado. Pero el problema con el neoanarquismo es que irreflexivamente refleja este momento
histórico antes que ofrece algún escape de él. Olvida (o quizás genuinamente no es consciente de) el rol del Partido
Laborista en la nacionalización de las principales industrias y servicios públicos o en la fundación del Servicio de
Salud Nacional. Los neoanarquistas afirmarán que “la política parlamentaria nunca cambió nada” o que “el Partido
Laborista siempre fue inútil”, mientras acuden a protestas por el Sistema Nacional de Salud, o retuitean quejas sobre
el desmantelamiento de lo que sobrevive del estado de Bienestar. Hay una extraña regla implícita en esto: está bien
protestar en contra de lo que el parlamento ha hecho, pero no está bien ingresar al parlamento o a los medios masivos
para intentar organizar el cambio desde allí. Los medios masivos deben ser desdeñados, pero debemos ver la BBC
Question Time y quejarnos de ella en Twitter. El purismo se yuxtapone al fatalismo, mejor no estar en forma alguna
tentado por la corrupción de lo masivo, mejor “resistir” inútilmente que arriesgarse a terminar con las manos
manchadas.
No es sorprendente entonces que tantos neoanarquistas terminen dando la impresión de estar deprimidos. Esta
depresión es sin duda reforzada por las ansiedades de la vida del posgrado, en tanto, como el Castillo del Vampiro,
el neoanarquismo encuentra su lugar natural en las universidades, y es usualmente propagado por aquellos
estudiando para sus exámenes de posgrado, o aquellos que recientemente se han graduado de ello.
¿Qué hacer?
¿Por qué estas dos configuraciones han aflorado? La primera razón es que el capital les ha permitido prosperar
porque sirve a sus intereses. El capital sometió a la clase trabajadora organizada al descomponer la conciencia de
clase, al viciosamente subyugar a los sindicatos obreros al tiempo en que seducían a las “familias trabajadoras” para
que se identificaran con sus propios, estrechamente definidos intereses en vez de los intereses de la clase más amplia;
¿pero por qué le preocuparía al capital una “izquierda” que reemplace la política de clase con un individualismo
moralista, y que, lejos de construir solidaridad, propaga el miedo y la inseguridad?
La segunda razón es lo que Jodi Dean ha denominado como “capitalismo comunicativo”. Puede haber sido posible
ignorar el Castillo del Vampiro y a los neoanarquistas si no fuese por el ciberespacio capitalista. El moralismo
devoto del Castillo del Vampiro ha sido una característica de cierta “izquierda” por muchos años –pero, si uno no
era parte de esa iglesia particular, sus sermones podían ser evitados. Las redes sociales implican que este ya no es
el caso, y que hay poca protección frente a las patologías psíquicas propagadas por estos discursos.
¿Entonces qué podemos hacer ahora? Primero que nada, es imperativo rechazar el identitarianismo, y reconocer que
no hay identidades, solo deseos, intereses e identificaciones. Parte de la importancia del proyecto británico de los
estudios culturales – como lo ha revelado de manera tan poderosa y emotiva la instalación The Unfinished
Conversation de John Akomfrah (actualmente en el Tate Britain) y su filme The Stuart Hall Project- era la de
resistirse al esencialismo identitario. En vez de paralizar a las personas en cadenas de equivalencia ya existentes, el
punto era tratar cualquier articulación como provisional y plástica. Nuevas articulaciones pueden ser creadas
siempre. Nadie es esencialmente “algo”. Tristemente, la derecha actúa sobe este punto de manera más efectiva que
la izquierda. La izquierda burguesa-identitaria sabe cómo propagar la culpa y conducir una cacería de brujas, pero
no sabe cómo tener conversos. Pero eso, después de todo, no es el punto. El objetivo no es popularizar una posición
izquierdista, o ganar personas para la causa, sino mantenerse en una posición de superioridad de élite, pero ahora
con superioridad de clase redoblada por la superioridad moral también. “¿Cómo te atreves a hablar? –¡nosotros
hablamos por aquellos que sufren!”.
Pero el rechazo al identitarianismo puede ser solo logrado a través de la reafirmación de la clase. Una izquierda que
no tiene a la clase como núcleo puede ser considerada solamente como un grupo de presión liberal. La conciencia
de clase siempre es doble: involucra una conocimiento simultáneo de la posición particular que ocupamos en la
estructura de clase. Debe recordarse que el objetivo de nuestra lucha no es el reconocimiento por parte de la
burguesía, ni siquiera la destrucción de la burguesía en sí misma. Es la estructura de clase –una estructura que hiere
a todos, incluso a quienes se benefician materialmente de ella- la que debe ser destruida. Los intereses de la clase
trabajadora son los intereses de todos; los intereses de la burguesía son los intereses del capital, que son los intereses
de nadie. Nuestra lucha debe dirigirse a la construcción de un mundo nuevo y sorprendente, no a la preservación de
identidades perfiladas y distorsionadas por el capital.
Si nos resulta como una tarea abrumadora e intimidante, es porque lo es. Pero podemos empezar a comprometernos
en muchas actividades prefigurativas ahora mismo. De hecho, tales actividades irían más allá de la prefiguración –
podrían empezar un círculo virtuoso, una profecía autocumplida en la que los modos de subjetividad burgueses
fueran desmantelados y una nueva universalidad se empiece a construir a sí misma. Necesitamos aprender, o
reaprender, cómo construir camaradería y solidaridad en vez de hacerle el trabajo al capital al condenar y abusar
entre nosotros mismos. Esto no significa, por supuesto, que debemos siempre estar de acuerdo- al contrario, debemos
crear las condiciones en donde el desacuerdo pueda tener lugar sin miedo a la exclusión o excomulgación.
Necesitamos pensar muy estratégicamente cuál será el uso de las redes sociales –recordando siempre que, a pesar
del igualitarismo de las redes sociales reclamado por los ingenieros libidinales del capital, este es territorio enemigo,
dedicado a la reproducción del capital. Pero esto no significa que no podamos ocupar el terreno y empezar a usarlo
con propósitos de producción de conciencia de clase. Debemos romper con el “debate” propuesto por el capitalismo
comunicativo, en el que el capital está incesantemente engatusándonos para participar, y recordar que estamos
involucrados en una lucha de clase. La meta no es “ser” un activista, sino ayudar a la clase trabajadora a activar –y
transformarse- a sí misma. Fuera del Castillo del Vampiro, todo es posible.
Capitalismo contemporáneo y destrucción de la conciencia colectiva
Mark Fisher
Voy a hablar del capitalismo y de la conciencia. Algunos de vosotros habéis leído mi libro El realismo capitalista
/1. ¿De qué trata? De un concepto, o más bien de una creencia, según el cual el capitalismo es el único sistema
económico realista. De hecho, no es exactamente así porque en su vida cotidiana la gente no se preocupa ni del
capitalismo ni de la idea de que sea el único sistema viable. De hecho, la única manera de pensar el realismo
capitalista es en términos de deflacción de la conciencia.
Por decir las cosas de forma esquemática y brutal, voy a presentar de esta manera el desarrollo del realismo
capitalista: es la percepción creciente de las relaciones sociales, de las concepciones y de las formas de subjetividad
capitalista como inevitables, imposibles de erradicar. Su difusión está directamente correlacionada con el reflujo del
concepto de conciencia en el seno mismo de la cultura. Hay que aprehender el neoliberalismo no como él mismo se
presenta, en términos de libertad individual, sino como una estrategia dirigida directamente a la destrucción de las
formas de conciencia en pleno desarrollo durante el crucial período de los años 1968.
Tres formas de conciencia interactuaban entonces de manera fascinante, productiva y extremadamente peligrosa
para el capital.
Conciencia de clase
La primera es la conciencia de clase. Si viajáis en el tiempo, de los años 1970 a la actualidad, notaréis que las clases
han desaparecido de la escena política como concepto básico. Ahora bien, ellas estaban insertas en los modelos
sociopolíticos dominantes, tanto en Europa como en los Estados Unidos. La socialdemocracia británica y europea
había encarnado una especie de concordato entre el capital y el trabajo, que dejaba entender que existían distintos
intereses de clase: éstos debían ser conciliados de una u otra manera. La New Deal en los Estados Unidos era del
mismo orden.
Desde entonces hemos asistido a la eliminación del concepto de clase, o más bien a la eliminación de la conciencia
de clase, que desde luego no tiene nada que ver con la eliminación de las relaciones de clase. Este nuevo reparto
está bien expresado en la fórmula de Wendy Brown: “resentimiento de clase sin conciencia de clase”. También
explica el eco que encontró el libro de Owen Jones La demonización de la clase obrera (2012), completamente
justo. Así es, nos enfrentamos a formas de odio, de humillación y subordinación de clase, pero sin las instancias que
antes existían para combatirlos, y sin las formas de conciencia de clase para oponerse.
Estos mecanismos estaban muy extendidos hasta los años 1970. Estoy pensando evidentemente en los sindicatos,
pero también en todo otro tipo de mecanismos de socialización o de autoeducación de la clase obrera. La
mercantilización de la formación y su fragmentación han podido contribuir a absorber y a subyugar estas instancias
en pleno desarrollo. Ahora bien, el neoliberalismo, cuando apareció, pretendía destruir brutalmente la conciencia de
clase y sus principales marcos portadores, como los sindicatos, para favorecer el individualismo. El resultado de
ello es una desocialización, que se ha podido observar también en la vida de los lugares de encuentro populares,
como los pubs. A medida que cada interior individual estaba más densamente conectado (TV satélite, smart phones,
etc.), el espacio público exterior era percibido como más patológico.
El declive de la conciencia de clase, de sus marcos portadores y de sus infraestructuras no es un accidente, sino el
resultado de una política deliberada. David Graeber /2 tiene razón al insistir en el acento puesto por los Global
Leaders en las modalidades de subordinación de clase que han sido, aún más que los nuevos productos financieros,
uno de los principales artículos de exportación de Inglaterra.
Conciencia ácida
La conciencia psicodélica fue una de las formas de conciencia que más se desarrolló, en combinación con las otras,
en los años 1968. Tenemos que volver a pensar en el carácter particular del mundo de aquellos años. Se trata de una
forma de conciencia que se relaciona claramente con el uso de las drogas alucinógenas, específicamente el LSD, el
“ácido”, pero que se extendió mucho más allá de éstas y de quienes recurrían a las mismas. Se trata de una relación
entre experiencia y pensamiento, vehiculizada sobre todo por los Beatles −y nada ha sido más popular que los
Beatles−, pretendiendo animar a la gente para que experimentaran al máximo.
Para la conciencia psicodélica, la noción clave es la plasticidad de la realidad, justo lo contrario de su fijeza, su
permanencia y su inmutabilidad, que sólo nos dejaría la opción de adaptarnos, como pretende el realismo capitalista.
Os guste o no, no se puede hacer nada, y tenéis que resignaros. Así, las cosas son lo que son, y sólo pueden empeorar.
Tenéis que conservar el trabajo, aceptar un horario de trabajo más largo, más responsabilidades. ¿No os gusta? A
nadie le gusta, pero hay que aceptarlo. El modelo para este tipo de soluciones es el prototipo mismo del empresario
en el actual estadio del capitalismo.
Este tipo de fatalismo, de resignación, tan extendidos, y del que nadie es verdaderamente responsable porque se
produce a un nivel sistémico, pretende eliminar toda conciencia de la plasticidad de lo real. Es evidente que los
“trips” con ayuda de drogas psicodélicas hacían volver a esta extraordinaria plasticidad de las cosas, extrayendo a
sus usuarios de la realidad dominante del momento y mostrándola como provisional, como una forma posible de
organización de lo real. Bien entendido, el uso extendido de estas drogas no conducía a la revolución, pero suscitaba
una especie de impaciencia. Con la contra-cultura de los años 1960, se podía evadir muy rápido de la realidad
dominante, y considerar que el orden establecido no iba a durar, y que se abrirían nuevas vías.
Lo que necesitamos hoy es paciencia revolucionaria, pero en aquel período dominaba la impaciencia. Todas las
estructuras históricas estratificadas que habían dominado la vida humana hasta entonces podían ser disueltas en el
espacio de una generación. Aunque éste no ha sido el caso, porque resultaron mucho más tenaces. Por su parte, la
derecha apostó por las estructuras más nocivas, que se han impuesto, y que necesitarán un largo proceso para ser
desmanteladas.
Incubadoras de conciencia
La tercera forma de conciencia en desarrollarse en los años 1968, que el neoliberalismo ha debido también erradicar,
ha sido teorizada y practicada por el feminismo socialista. Se la podría situar bajo la rúbrica de las teorías y prácticas
que pretenden la toma de conciencia colectiva. Los individuos son citados a hablar de sus sensaciones, pero ponen
estas sensaciones en relación con estructuras. Así, juntándose, pronto descubren que tienen problemas comunes, y
que si se les atribuye la responsabilidad, y si se sienten incapaces de resolverlos, es porque los problemas remiten a
estructuras, típicamente al patriarcado y al capitalismo, y a su imbricación, que afectan a muchos aspectos de la
vida.
Por medio de este rodeo, se hacía posible contemplar una actividad revolucionaria que fuera más allá del modelo
leninista standard, el cual tiende a focalizarse sobre el trabajo dependiente, sobre los asalariados de fábrica, etc.,
cuya importancia ya entonces disminuía, pero que ocupaba aún un lugar melancólico en el trabajo político de la
extrema izquierda. En esta nueva perspectiva de toma de conciencia, la cuestión del trabajo revestía una
significación mucho más global, al incluir las actividades domésticas, la reproducción social y todo lo que era
necesario para la continuación de la existencia colectiva, más allá de la producción mercantil. Una parte de la fuerza
de estas incubadoras de conciencia residía en su contagio molecular: cualquier grupo de gente podía comprometerse
en dichos procesos.
En el seno de los movimientos más interesantes de los años 1970 en los Estados Unidos −el Black Power, la contra-
cultura, los sindicatos, etc.− surgían nuevas formas de socialismo democrático. Por ello el neoliberalismo se
organizó para conjurar el espectro del socialismo democrático o del comunismo libertario. El momento clave del
giro hacia el neoliberalismo fue el aplastamiento del gobierno Allende en Chile. ¿Por qué? Porque representaba todo
aquello que temía el capital, porque no se trataba ya del estereotipo soviético de un monolito funcionando al modo
estalinista top-down, burocrático y triste. En Chile, había tomado cuerpo el círculo socialista internet Cybersyn,
apuntando a un poder descentralizado, un poder de los trabajadores y trabajadoras y a una democracia en los lugares
de trabajo /3. Y había también los presiones de socialismo democrático en los Estados Unidos, en Europa y en otros
sitios. Este debía ser paralizado, ser eliminado, incluso como simple proyecto.
Todo lo que he citado hasta aquí sobre la conciencia se refiere a su poder transformador. Una elevación de la
conciencia no conduce sólo al reconocimiento de hechos ya presentes. Cuando la gente desarrolla una conciencia
de grupo, una conciencia de clase, no sólo percibe de forma pasiva algo que ya está ahí, sino que se constituye como
grupo y, por ello, comienza ya a cambiar “el mundo”. Su conciencia es inmediatamente transformadora, y una
conciencia que se mueve se convierte también en el motor de otros cambios.
Ingeniería de lo real
Dichos mecanismos de toma de conciencia sólo se refieren a determinadas prácticas de grupo. Las culturas
populares, en particular la contra-cultura de los años 1968, también han sido vectores de toma de conciencia. En
parte por esa razón el capital ha debido desarrollar una estrategia, que he denominado la “ingeniería de gentes”, o
“ingeniería de la realidad”. Comprende todos esos mecanismos del tipo Public Relations, publicidad, estrategias de
marca, que el capital ha desarrollado de manera intensiva en los años 1970 y 1980 con el fin de cercar los espacios
de conciencia en expansión. ¿Para qué podían servir, ya que nadie, literalmente nadie, era convencido por las Public
Relations? Habría hecho falta ser un imbécil para adherirse a eso. Y sin embargo estos mecanismos han jugado su
papel.
Se nos dice: “A Upper Crust le apasionan los bocadillos” /4. Evidentemente, nadie está apasionado por los bocadillos
y a nadie engañan con eso, pero el slogan actúa, cualquiera que sea su función. Y hay peores que los sandwichs de
Upper Crust. Estás en una estación y os piden 6 libras por una baguette. Toda tu experiencia te lleva a decir que ese
bocadillo está seco y detestable, y lo es cada vez, pero a pesar de todo lo compras, porque tiene buen aspecto. No
crees en ello, y sin embargo dudas de lo que sabes. Ahora bien, la conciencia no puede progresar cuando no se tiene
confianza en lo que se siente. Se puede sentir lo que se sabe y saber lo que se siente, sin quedar bloqueado sobre sus
sentimientos, pero ligándolos a sus causas concretas.
Uno de los mejores medios para definir la pérdida de conciencia es la ansiedad, la producción de ansiedad. Si eres
ansioso, eso puede bastar para controlarte. El problema clave del capital, puesto particularmente en evidencia por la
contra-cultura, es cómo volver a llevar de nuevo a la gente al trabajo. La contra-cultura había puesto en el centro de
su discurso el odio al trabajo: no más lunes miserables para nadie. La idea de que “no tengo intención de trabajar y
debo dejar de preocuparme” era el elemento clave de la contra-cultura. Los capitalistas temían que la clase obrera
se volviera hippie a gran escala, y eso era un serio peligro.
Con el neoliberalismo, el horizonte de un individualismo apremiante ha sustituido al del socialismo democrático.
Pero este individualismo exige un control constante para prohibir cualquier nueva elevación de la conciencia. En
efecto, cuando la gente se reúne, siempre puede desarrollar una conciencia colectiva superando ese miserable
individualismo atormentado que les enmarca. Precisamente en esta encrucijada nos encontramos hoy.
Explotación y promoción de sí
En lo fundamental, pienso que vivimos una forma de explotación capitalista, o de sobreexplotación capitalista, que
no es sólo una explotación mercantil. En cierta medida podemos considerar con nostalgia el período de explotación
mercantil. Porque cuando el capitalismo estaba ligado a la explotación mercantil, reinaba una forma de explotación
dialéctica, en la que la mercancía implicaba necesariamente trabajadores: éstos debían producir, y había que
explotarlos para producir. La mercancía estaba separada de los trabajadores, era extraída de su trabajo. Ahora
conocemos una forma de explotación más directa, que no toma la forma de la mercancía sino de la promoción
¿Por qué puedes verte forzado a trabajar por nada, en particular si estás en el sector cultural? Porque puedes
promocionarte: es la remuneración por la promoción. Y este imperativo de promocionarnos en todo momento se
convierte en una segunda naturaleza, semi-esencializada, en particular a través del rodeo de las redes sociales, etc.
Es algo en lo que no pensamos. Este mecanismo conduce al fantasma de un capital que podría pasar totalmente de
los trabajadores, puesto que es él quien les hace un servicio proporcionándoles un trabajo. Como el trabajo permite
acercentar el “capital de reputación”, los capitalistas nos prestan servicio dándonos un trabajo. Y no hay que esperar
además que sea remunerado.
Esta es la lógica del momento, aunque no creo que sea sostenible durante mucho tiempo más. Ha alcanzado una
cima, una especie de nivel distópico, y en pocos años se podrá ver hasta qué punto el período que atravesamos hoy
día era espantoso. Basta con considerar el grado de dominio del capital sobre las esferas de nuestro tiempo y de
nuestra consciencia, hecho posible por los recientes desarrollos tecnológicos. Cuando los smart phones no existían,
el capital no podía administrarnos y controlarnos 24/24 horas y 7/7 días. Esa plataforma lo ha hecho posible.
Desde luego que no es el único uso del smart phone, pero el capital nos lo da prácticamente por nada, porque permite
esta forma de sobreexplotación en la cual los hombres y las mujeres nunca son liberados del trabajo, del espectro
del trabajo o del espectro de la ansiedad. Pero desde luego, esto no quiere decir que todo el mundo tenga trabajo: la
clave de este mecanismo no residen tanto en el trabajo como en la viabilidad misma del trabajo. La diferencia entre
la persona que no tiene empleo y la que trabaja tiende así a reducirse.
Miedo de que falte algo
La cuestión de la conciencia está relacionada con la cuestión del tiempo. Ahora bien, una forma de pánico ansioso
por el tiempo ha sido instaurada por el capital −en particular en Inglaterra, que es la líder en la materia−. Todos
nosotros sentimos, cada vez más, que no tenemos tiempo para hacer nada. Estamos constantemente apresurados,
agitados. El único momento en que no estamos ansiosos por tener que hacer otra cosa, es cuando sabemos que
debemos hacer otra cosa. El “espasmo” digital de los smart phones y “el miedo de que falte algo” (FOMO − fear of
missing out) son el aspecto post-hedonista /5.
El otro aspecto es el temor de haber olvidado algunas obligaciones. Pensad en la imagen estereotipada del tiempo
de la contra-cultura psicodélica: el tiempo se dilata, se ralentiza a medida que se disipan las urgencias, abriéndose
un tiempo de lucidez, bajo diferentes formas de “viajes”. ¿Cuál es la naturaleza ideológica de esta pesadilla que
vivimos hoy en Gran Bretaña, en 2016? La de una constante ansiedad, dominada por las urgencias. ¿A qué se
parecen las pesadillas de ansiedad? Son estas cosas que tenéis que hacer, aunque no lleguéis ya a pensar en nada
más. Y desde luego, una vez que hayáis hecho esas cosas, os caen otras encima y olvidáis cuáles eran las anteriores.
Y vuestra vida entera se convierte en una serie de urgencias encajadas las unas en las otras.
El objetivo estratégico impone esta forma de tiempo: el de una perpetua actividad desprovista de función. Hay gente
cuya actividad consiste en hacernos desear eso: son los empresarios de la “calidad”. En realidad, esta fatiga crónica
no pretende ningún objetivo económico. David Graeber tiene de nuevo razón cuando afirma que el neoliberalismo
no es una estrategia económica, sino ante todo una estrategia política. El espectro de este tiempo es obsesivo, porque
pretende subordinar a los trabajadores y destruir cualquier uso alternativo del tiempo −generoso y sin presión. Desde
ese momento, detestan hasta tal punto su trabajo que prefieren el paro.
Así el capital organiza un odio a la gente de la ayuda social de manera que la posibilidad de una vida más allá de
esta pesadilla ansiosa e insoportable no pueda ya hacerse en ninguna parte. Inglaterra ha ido tan lejos en esa
dirección, a comienzos de este siglo 21, que ha llegado, más que ninguna otra sociedad en la historia, a erradicar
esta posibilidad. Ese es el motor de los avances de la derecha, que le permite organizar a la gente contra sus intereses.
Desde luego es una mala noticia.
¿El alba de una nueva ola?
El capital, el neoliberalismo, nos dicen: “es culpa vuestra”. El mensaje difundido por los medios de comunicación
es que podemos ser lo que queramos, y que si somos pobres o sin empleo es porque no hemos trabajado lo
suficientemente duro, y que por tanto es culpa nuestra. Es también el mensaje de las formas dominantes de terapia
mental que el capitalismo ha intentado imponer: si nos sentimos deprimidos, es que no hemos trabajado duro.
La buena noticia es que todo esto está hundiéndose y que se pueden ver los síntomas de este hundimiento a nuestro
alrededor. Las certidumbres se borran, para lo bueno y para lo malo. El centro político se desvanece, y en parte por
ello los capitalistas experimentan un profundo pánico. Esa parte es que saben que el centro, que habían concebido
como un punto permanente de apoyo, se ha hundido ahora, y que no volverá nunca. Lo malo es que este temblor de
tierra ha conducido a la emergencia de la extrema derecha. En particular, “la crisis de los migrantes” ha hecho surgir
el espectro terrorífico de lo peor que ha habido en la historia europea.
Sin embargo, lo que se ha producido en Grecia, en España, en Escocia, e incluso en Gran Bretaña con Jeremy
Corbyn, constituye una ruptura, una resocialización en condiciones de desocialización radical. El fenómeno Corbyn
ha revelado que hay gente a la que le gusta reunirse fuera de sus casas. Con tales desarrollos, nuestra consciencia
está recuperando lo mejor, por el simple hecho de poder decirse que si hemos tenido vidas de mierda, no es nuestra
culpa. La gente desarrolla sus propias estrategias y nuevas estructuras.
Se ha producido una cosa completamente nueva: desde 2008 la izquierda ha aprendido cosas, mientras que la
derecha no parece haber aprendido nada más. Durante toda mi vida, la derecha había estado siempre por delante.
Pero desde hace siete u ocho años, no ha aprendido nada. Nuevas formaciones políticas, nuevos pensamientos,
nuevas organizaciones están naciendo a la izquierda. Syriza no lo ha conseguido y ha podido ser vencida. Corbyn
también puede ser derrotado. Pero creo que se puede tener confianza en el hecho de que estos fenómenos están
ligados entre sí, y que no habría habido Corbyn sin Syriza, y que si Corbyn es vencido, emergerá alguna otra cosa.
Estamos en el umbral de una nueva ola, en la que podemos comenzar a surfear para ir hacia el postcapitalismo.
23/2/2016
Notas:
1/ Mark Fisher, Capitalist Realism: Is there no alternative? Winchester: ZeroBooks. 2009
2/ David Graeber es un antropólogo, militante anarquista londinense, muy activo en el movimiento Occupy Wall
Street. Ha escrito Des fins du capitalisme: Possibilités I, París, Payot, 2014.
3/ El proyecto Cybersyn consistía en crear a través de la utilización de un ordenador las condiciones marco de la
gestión de las empresas nuevamente nacionalizadas; Eden Medina, “The cybersyn Revolution”, Jacobin, abril 2015
(https://www.jacobinmag.com)
4/ Upper Crust es una cadena de tiendas de bocadillos.
5/ FOMO se refiere al síndrome de ansiedad social que afecta en particular a los usuarios de las redes sociales y que
se caracteriza por el temor a perderse un acontecimiento importante.
“Pesimismo de las emociones, optimismo del acto”, Mark Fisher, 2006
Originalmente publicado el 24 de febrero del 2006 como “Optimism of the act” en k-punk, blog del fenecido crítico
cultural Mark Fisher.

Hubo una respuesta pensada a mi último par de artículos en What in the Hell, lo que me da la oportunidad de matizar
un poco mi posición.
Primero que nada, quiero señalar que mi pesimismo no fue una consecuencia de ver A Grin without a Cat. La
crudeza que la publicación registraba surgió del contraste entre lo que el show mostraba y mis recientes experiencias
en el trabajo. Era el punto hasta el cual el filme resultaba inspirador lo que ponía en relieve (en uno miserable) a
las actuales dificultades de organizar o incluso avizorar cualquier salida de la asfixiante jaula burocrática de la
‘tercera vía’: incluso las fallas de los 60s y los 70s pertenecieron a una atmósfera de expectativas infladas que parece
estar totalmente desfasada frente a los magros horizontes actuales.
Y sin embargo… este pesimismo es más emocional que intelectual. Intelectualmente hablando, hay razones enormes
para ser optimistas, ya que, como he enfatizado repetidas veces, el realismo capitalista no es verdaderamente
‘realista’. Hay un sinnúmero de razones –económicas, ecológicas, por no mencionar la políticas- sobre por qué el
capitalismo en su modo actual no es sostenible. El realismo capitalista se entiende mejor no como una proyección
de ‘lo que de verdad puede pasar’ sino como una constelación que produce ciertos afectos y cogniciones (negativas).
Pero un evento genuino es uno que rompe con lo que es pensable y posible. Lo inimaginable es lo que ocurre. Como
observó Foucault en ‘Nietzsche, Genealogía, Historia’, la Historia se mueve por cortes repentinos y sacudidas
impredecibles en vez de por suaves progresiones, una observación que es corroborada por el surgimiento del
realismo capitalista mismo. Solo hay que retraernos a un año como 1975, cuando el neoliberalismo no podría haber
parecido menos ‘realista’.
Pero –no es necesario decirlo- el neoliberalismo no surgió de la nada. Fue un resultado de una pensamiento
deliberado y sistemático sobre cómo romper a la clase obrera y reafirmar al capital. Debemos aprender las lecciones
de cómo éste logró que lo imposible ocurriese. El eslogan debe ser: ‘pesimismo de las emociones, optimismo del
acto’.
Un paralelo con la depresión clínica puede ser instructivo aquí. En casos particularmente agudos de depresión, se
reconoce que ninguna intervención verbal o terapéutica logrará llegar al paciente. El único remedio efectivo será
hacer cosas, incluso si el paciente, al momento, cree que cualquier acto es inútil y no tiene sentido. Pero ‘pasar por
el movimiento’ del acto es un prerrequisito esencial para el desarrollo de la convicción ‘en el corazón’. Muy como
el famoso argumento de Pascal en su apuesta, la convicción le sigue a la conducta y no al contrario. De manera
similar, la única salida de la depresión cultural es ahora el actuar como si las cosas pudiesen ser diferentes.
Hay algunas cosas más que quiero decir –sobre el capitalismo y lo nuevo, y sobre la relación de lo anterior con lo
que está sucediendo ahora en el trabajo- pero tendré que dejarlo para otra publicación.
Star Wars: vendido desde el principio
¿Significa la adquisición de Lucasfilm por parte de Disney que Star Wars se ha “ vendido” ? ¿Puede la franquicia
de Star Wars conservar su alma ahora que ha sido absorbida en un conglomerado empresarial? Es difícil creer que
estas cuestiones se estén planteando seriamente. Star Wars se había vendido desde un principio, y ésa viene a ser la
única cosa notable respecto a esta franquicia de una deprimente mediocridad.
La llegada de Star Wars señaló la plena absorción de la antigua contracultura en un nuevo flujo dominante. Al igual
que Steven Spielberg, George Lucas era coetáneo de Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, que habían producido
algunas de las grandes películas norteamericanas de los años 70. Entre los films anteriores del mismo Lucas figuraba
la curiosidad distópica THX 1138. Pero la película más famosa de Lucas anunciaba una situación inminente en la
que el cine dominante en Norteamérica se volvería cada vez más insulso, y se haría imposible imaginar que se
hicieran de nuevo películas de la calidad de El padrino o Taxi Driver.
Según Walter Murch, montador de Apocalypse Now, Lucas había querido realizar Apocalypse Now, pero le habían
persuadido de que era demasiado controvertida, de modo que decidió "situar la esencia de la historia en el espacio
exterior y realizarla en una galaxia de hace mucho tiempo y muy, muy lejana". Star Wars fue la "versión
transubstanciada [de Lucas] de Apocalypse Now. El grupo rebelde lo formaban los norvietnamitas y el Imperio eran
los EE.UU." Por supuesto, en el momento en que la película la explotó ideológicamente Ronald Reagan, se le dio
la vuelta a todo: ahora eran los EE.UU. los intrépidos rebeldes, que hacían frente al "imperio del mal" de los
soviéticos.
En términos de la película misma, no hay mucho que fuera muy nuevo en Star Wars. Star Wars fue un proyecto
rompedor para el tipo de pastiche monumentalista que se ha convertido en convencional en la cultura homogénea
de taquillazos de Hollywood en cuya invención, quizás más que ninguna otra película, Star Wars desempeñó su
papel. El teórico Fredric Jameson citaba Star Wars como ejemplo del film de nostalgia postmoderno: un renuevo
de "la serie de la tarde de los sábados al estilo de Buck Rogers", que los jóvenes podían disfrutar como si fuera
nueva, mientras que un público de más edad podía satisfacer su deseo de revivir formas familiares de su propia
juventud. Todo lo que Star Wars añadía a la fórmula era un cierto espectáculo: el espectáculo de la tecnología, por
medio del último grito entonces de los efectos especiales y, por supuesto, el espectáculo de su propio éxito, que se
convirtió en parte de la experiencia de la película.
Si bien el énfasis en los efectos se convirtió en una catástrofe para la ciencia-ficción, fue un alivio para la cultura
capitalista de la que Star Wars se convirtió en símbolo. El capitalismo tardío ya no puede producir nuevas ideas,
pero puede conseguir mejoras tecnológicas. Sólo que, de todos modos, Star Wars no pertenecía realmente al género
de ciencia-ficción. JG Ballard se refería mordazmente a la película como "hobbits en el espacio", y así como Star
Wars le hacía un guiño a la maniquea pantomima de Tolkien, abría igualmente camino al tedio épico de las
adaptaciones de El señor de los anillos por parte de Peter Jackson.
Lo que hizo Star Wars fue inventar un nuevo género de mercancía. Lo que se vendía no era una película en particular
sino todo un mundo, un sistema de ficción que podía añadirse in aeternum (mediante secuelas, precuelas, novelas,
y toda una serie de productos anejos o “ tie-ins” ). Escritores como Tolkien y H.P. Lovecraft habían inventado esos
universos, pero la franquicia de Star Wars fue la primera en mercantilizar de modo autoconsciente un mundo
inventado a escala comercial masiva.
Las películas se convirtieron en umbrales de entrada al universo de Star Wars, que pronto quedó definido tanto por
la comercialización que rodea a las cintas como por las películas mismas. El éxito de los juguetes supuso una
sorpresa hasta para aquellos implicados en la película. Kenner, en aquel entonces una pequeña empresa, adquirió
los derechos de las figuras de Star Wars a finales de 1976, pocos meses antes del estreno en cines de la película en
el verano de 1977. Una demanda imprevista y sin antecedentes pronto sobrepasó la oferta, y padres y niños no
pudieron encontrar las figuras de acción en las tiendas de juguetes hasta la Navidad de 1977. Todo esto parece hoy
bastante pintoresco, en un momento en que la comercialización que rodea a los taquillazos cinematográficos se
sincroniza con un nivel militar de organización, y se incrementa con toda una batería de publicidad y despliegue de
relaciones públicas. Pero fue el fenómeno de Star Wars el que nos dio a probar por vez primera esta clase de
sobresaturación de mercancías producto de una película.
Por eso es ridículo preguntar si se vendió Star Wars. Star Wars fue quien nos enseñó lo que de veras significa
venderse.
NO MÁS PLACERES: JOY DIVISION
Si Joy Division importa hoy más que nunca es porque ha captado el espíritu depresivo de nuestro tiempo. Escuchen
Joy Division hoy y tendrán la ineludible impresión de que el grupo estaba catatónicamente conectando con nuestro
presente, su futuro. Desde el comienzo, su obra estuvo ensombrecida por una profunda aprensión, una sensación de
que el futuro estaba clausurado, de que todas las certezas se habían disuelto, de que solo había una creciente
melancolía por delante. Se ha vuelto cada vez más claro que 1979 y 1980, los años con los que siempre será
identificada la banda, fueron el umbral de una época: el momento en que todo un mundo (socialdemócrata, fordista,
industrial) se volvió obsoleto, y en el que los contornos de un nuevo mundo (neoliberal, consumista, informático)
empezaron a mostrarse. Este es, por supuesto, un juicio retrospectivo; los quiebres raramente son experimentados
como tales en su propio período. Pero los setenta ejercen una fascinación particular ahora que estamos atrapados en
el nuevo mundo; un mundo que Deleuze, utilizando una palabra que sería asociada a Joy Division, llamó “sociedad
de control”. La década de 1970 es el tiempo antes del cambio, un tiempo a la vez más amable y más severo que el
actual. Hace mucho que han sido destruidas las formas de la seguridad (social) dadas por sentado entonces, pero
también los despiadados prejuicios que circulaban libremente se han vuelto inaceptables. Las condiciones que
permitieron la existencia de un grupo como Joy Division se han evaporado; pero también lo ha hecho cierta textura
gris y lúgubre de la vida cotidiana en Gran Bretaña, un país que parecía haber abandonado a regañadientes el
racionamiento.
A comienzos de este siglo, la década de 1970 quedó tan lejos como para transformarse en un escenario para el
drama, y Joy Division formó parte de ese decorado. Así apareció en 24 Hour Party People (2002), de Michael
Winterbottom. El grupo era poco más que una anécdota en la película, el primer capítulo en la historia de Factory
Records y su genial y bufonesco director, Tony Wilson. Joy Division ocupó el centro de la escena en Control (2007),
de Anton Corbijn, pero el film no consiguió conectar realmente. Para los que conocían la historia, era un viaje
familiar; para los no-iniciados, sin embargo, la película no transmitía suficientemente el poder hechizante de la
banda. Nos llevaba a través de la historia, pero nunca nos sumergía en la vorágine, no nos hacía sentir por qué era
relevante. Quizás esto haya sido inevitable. El rock depende crucialmente de un cuerpo particular y de una voz
particular y de la misteriosa relación entre ambos. Control no consiguió sobreponerse a la falta del cuerpo y la voz
de Ian Curtis y terminó siendo un artístico karaoke naturalista; los actores simulaban los acordes, imitaban los
movimientos de Curtis, pero no podían fraguar el torbellino de su carisma, ni congregar el involuntario arte
nigromántico que transformó algunas simples estructuras musicales en un expresionismo feroz, un portal al exterior.
Para conseguir eso, se necesitaban las secuencias del grupo mientras tocaba en vivo, el sonido de los discos. Y por
ello, de los tres films en los que aparece la banda, el documental Joy Division (2007), de Grant Gee, armado a partir
de fragmentos de super-8, presentaciones en la televisión, nuevas entrevistas y viejas imágenes de la Manchester de
posguerra, fue el que más efectivamente nos transportó de regreso a esa época desaparecida. El film de Gee
comienza con un epígrafe extraído de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la Modernidad, de
Marshall Berman: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría,
crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que
tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. (1) Si Control intentó conjurar la presencia del grupo, pero nos
dejó solamente un calco, un contorno, Joy Division se organiza alrededor de un vívido sentido de pérdida.
Conscientemente, el film se vuelve un estudio de un tiempo y un lugar que hoy ya no existen. Joy Division es un
listado de lugares y personas desaparecidos, muchas de ellas ya muertas, no solo Curtis, sino también el manager
de la banda Rob Gretton, el productor Martin Hannett y, por supuesto, Tony Wilson. El golpe maestro de la película,
su momento más electrizante, el sonido de un hombre muerto que vaga en la tierra de los muertos: un viejo cassette
con el registro rechinante de Ian Curtis mientras era hipnotizado y conducido a una “regresión a vidas pasadas”.
Viajé a lo largo y a lo ancho de muchos tiempos diferentes. Una voz lenta y dificultosa que conecta con algo frío y
remoto. “¿Cuántos años tienes?”, “28”, un intercambio que se vuelve mucho más escalofriante porque sabemos que
Curtis moriría a los 23 años.
ASILOS A PUERTAS ABIERTAS
Conocí a Joy Division en 1982, así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Cuando los escuché por primera
vez a los 14 años, fue como ese momento de In the Mouth of Madness [En la boca del miedo], de John Carpenter,
en el que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción, en la que está inmerso. Toda mi vida
futura aparecía intensamente compactada en esas imágenes sonoras: Ballard, Burroughs, dub, disco, gótico,
antidepresivos, hospitales psiquiátricos, sobredosis, muñecas cortadas. Demasiados estímulos como para siquiera
comenzar a asimilarlos. Si ni ellos mismos entendían lo que estaban haciendo, ¿cómo podría haberlo hecho yo?
New Order, más que ninguna otra banda, intentó huir del mausoleo de Joy Division, y solo en 1990 conseguiría
escapar de él. La canción de la Copa del Mundo de Inglaterra, con la participación del receloso actor Keith Allen,
un hombre que personifica como nadie el masculinismo cotidiano de la cultura superficial británica de fines de los
ochenta y comienzos de los noventa, constituyó un consumado acto de desublimación. Finalmente, esto fue lo que
Kodwo Eshun denominó “el precio por escapar de la ansiedad de la influencia (de la influencia de ellos mismos)”.
En Movement, el primer álbum de New Order, la banda todavía sufría de estrés postraumático, congelada en un
trance apenas comunicativo (“The noise that surrounds me/ so loud in my head…” [El ruido que me rodea/ tan
fuerte en mi cabeza…]).
En la mejor entrevista que la banda dio –a Jon Savage, quince años después de la muerte de Curtis– quedó claro que
no tenían idea de lo que estaban haciendo, y tampoco ningún deseo de saberlo. Por miedo a destruir la magia, no
decían ni preguntaban nada sobre los hipercargados espasmos en trance de Curtis en el escenario, que eran a la vez
persuasivos e inquietantes, ni de sus letras sedantes y catatónicas, que tenían la misma cualidad. Eran nigromantes
involuntarios que habían encontrado la fórmula para conectar con las voces, aprendices sin un hechicero. Se veían
a sí mismos como golems sin sentido animados por la(s) visión(es) de Curtis. (Por ello, cuando Curtis murió, dijeron
que sentían que habían perdido sus ojos…)
Sobre todo, como es evidente, eran más que una banda pop, más que un entretenimiento, incluso aunque solo fuera
por el tipo de recepción de la audiencia. Sabemos todas las letras como si las hubiéramos escrito nosotros mismos,
seguimos sus pistas vagas, que conducían a todo tipo de habitaciones cada vez más oscuras; escuchar sus discos hoy
es como ponerse una ropa cómoda y familiar… ¿Pero quiénes somos “nosotros”? Bien, puede haber sido el último
“nosotros” del que toda una generación de todavía-no-hombres se sintió parte. Había una extraña universalidad
disponible para todos los devotos de Joy Division (siempre que fueras hombre, por supuesto).
Siempre que fueras hombre, por supuesto… La religión de Joy Division fue, de un modo consciente, una cosa de
varones. Deborah Curtis: “No sé si fue intencional o no, pero las novias y las esposas gradualmente dejaron de ir a
los recitales, excepto a los más cercanos, y ellos formaron un curioso vínculo emocional masculino. Parecía que los
chicos solo se divertían estando entre ellos”/ (2) No se permiten chicas…
Siendo la mujer de Curtis, a Deborah se le negó la entrada al jardín de los placeres del rock, y tampoco pudo
incorporarse al culto a la muerte que yace debajo del principio de placer. Solo se le permitió ordenar el desorden.
Si Joy Division era principalmente una banda de chicos, en “She’s Lost Control”, su canción más emblemática, Ian
Curtis proyectaba su propia epilepsia, la “enfermedad sagrada”, en un Otro femenino. Freud incluye los ataques
epilépticos –casualmente junto al cuerpo comprometido en la pasión sexual– entre los ejemplos de lo unheimlich,
lo no-hogareño, lo que es familiar pero de un modo extraño. Aquí lo orgánico es esclavizado por los ritmos
mecánicos de lo inorgánico; lo inanimado lleva la voz cantante, como ocurre siempre en la música de Joy Division.
“She’s Lost Control” es uno de los encuentros más explícitos del rock con el encanto mineral de lo inanimado. El
pulso del disco de Joy Division, escalofriante y muerto en vida, suena como si hubiera sido grabado dentro de los
circuitos sinápticos dañados del cerebro de alguien que está sufriendo un ataque; es la voz sepulcral y anhedónica
de Curtis, que le llega –como si fuera la voz de un Otro o unos Otros– a través de largos y lascivos ecos expresionistas
que perduran como una acre niebla ácida. “She’s Lost Control” atraviesa catalépticos agujeros negros de la
subjetividad al estilo de Poe, viaja ida y vuelta a la tierra de los muertos para confrontar el “borde del que no hay
escape”, viendo en los ataques pequeñas muertes (petit mals como petites morts) que ofrecen liberaciones
aterradoras pero excitantes de la identidad, más poderosas que cualquier orgasmo.
EN ESTA COLONIA
Traten de imaginar la Inglaterra de 1979 hoy…
Pre-vcr, pre-pc, pre-c4. Los teléfonos estaban lejos de ser ubicuos (creo que no tuvimos uno hasta alrededor de
1980). El consenso de posguerra se desintegraba en la televisión en blanco y negro.
Más que nadie, Joy Division transformó esa adustez en un uniforme que conscientemente transmitía una autenticidad
absoluta; la formalidad deliberadamente funcional de su ropa se escindía del antiglamour tribalizado del punk, ellos
eran, según las palabras de Deborah Curtis, “depresivos vestidos para la Depresión”. No en vano se llamaban
Warsaw [Varsovia] cuando comenzaron. Justamente era en ese Bloque Oriental de la mente, ese abismo de la
desesperación, donde se podía encontrar a estos chicos de la clase trabajadora que escribían canciones montados
sobre Dostoyevsky, Conrad, Kafka, Burroughs, Ballard; chicos que, sin siquiera pensarlo, eran modernistas
rigurosos que habrían desdeñado repetirse a sí mismos, que ni se preocupaban por desenterrar e imitar lo que había
sido hecho veinte o treinta años antes (en 1979, los sesenta no eran más que un reel de noticias de Pathé que se
desvanecía).
Mientras que la interpretación del dub de un grupo como PiL suena hoy demasiado trabajada y literal, Joy Division,
y también The Fall, suenan como el equivalente blanco e inglés del dub. Ambas bandas eran “negras” en las
prioridades y economías de su sonido, que era conducido por el ritmo y estaba repleto de bajos.
En 1979, el art rock todavía tenía una relación con la experimentación sonora del “Atlántico Negro”, según el
término de Paul Gilroy. Parece impensable hoy, pero el pop blanco de la época no era ajeno a la vanguardia, así que
un intercambio genuino era posible. Joy Division proveyó al Atlántico Negro de algunas ficciones sonoras que este
luego reutilizaría: basta con escuchar el extraordinario cover de Grace Jones de “She’s Lost Control”, o “I’ve Lost
Control” de Sleezy D, o incluso 808s and Heartbreak de Kanye West, con sus referencias en la tapa al diseño de
Peter Saville para “Blue Monday” y sus ecos de Atmosphere e “In a Lonely Place”. Por todo ello, la relación de Joy
Division con el pop negro fue mucho más fuerte que la de otros de sus colegas. La ruptura del postpunk con el rock
and roll lumpen punk consistió en gran parte en un ostentoso regreso-reivindicación del pop negro, especialmente
del funk y del dub. Nada de eso ocurría, al menos superficialmente, en el caso de Joy Division. Mientras que la
interpretación del dub de un grupo como PiL suena hoy demasiado trabajada y literal, Joy Division, y también The
Fall, suenan como el equivalente blanco e inglés del dub. Ambas bandas eran “negras” en las prioridades y
economías de su sonido, que era conducido por el ritmo y estaba repleto de bajos. No era dub en un sentido
meramente formal, sino como metodología: una legitimación que les permitía concebir la producción sonora en
términos de ingeniería abstracta. Pero Joy Division también tuvo relación con otro sonido “negro” supersintético y
artísticamente artificial: la música disco. Otra vez, fueron ellos, más que PiL, quienes fundaron el “death disco”.
Como le gusta señalar a Jon Savage, el enjambre de sonidos sintéticos de “Insight” parece salido de los álbumes de
música disco como “Knock on Wood”, de Amii Stewart.
El rol de Martin Hannett, un productor que debe ser considerado entre los más grandes del pop, no puede ser
subestimado. Fueron Hannett y Peter Saville, el diseñador de las tapas de la banda, quienes garantizaron que Joy
Division fuera más art que rock. La húmeda neblina hecha de insinuantes efectos de sonido de difícil escucha con
la que Hannett envolvía la mezcla, junto con los diseños despersonalizados de Saville, hicieron que el grupo pudiera
ser abordado no como una sumatoria de sujetos expresivos individuales, sino como una coherencia conceptual.
Fueron Hannett y Saville quienes transformaron a los insolentes neurománticos de Warsaw en cyberpunks.
UN DÍA TRAS OTRO
Joy Division conectó tanto no solo por lo que fue, sino por cuándo fue. Thatcher acababa de llegar, el largo invierno
gris de la reaganomía estaba en camino, la Guerra Fría todavía alimentaba nuestro inconsciente con pesadillas que
derretirían las retinas durante toda una vida.
Joy Division era el sonido de la veloz depresión de la cultura británica, el grito de una lenta y prolongada cancelación
neuronal. Desde 1956 –cuando el Primer Ministro Anthony Eden tomó anfetaminas durante toda la Crisis de Suez–
, pasando por el pop de los sesenta –que había comenzado con los Beatles en choque contra las paredes a causa de
los estimulantes en Hamburgo–, hasta el punk –que consumía speed como si no hubiera mañana–, Gran Bretaña ha
estado, en todo sentido, acelerándose. El speed es una droga conectiva, una droga acorde a un mundo en el que las
conexiones electrónicas proliferan locamente. Pero su efecto posterior es despiadado.
Massive serotonin depletion.
Energy crash.
Turn on your TV.
Turn down your pulse.
Turn away from it all.
It’s all getting
Too much.
La melancolía era la forma artística de Curtis, así como la psicosis era la de Mark E. Smith. Nada podría haber sido
más apropiado para el comienzo de Unknown Pleasures que una canción llamada “Disorder”, ya que la clave de Joy
Division era el “paisaje interior” ballardiano, la conexión entre la psicopatología individual y la anomia social. Los
dos significados del ataque nervioso, los dos significados de la depresión. Ese fue el modo en el que Sumner lo vio.
Como le explicó a Savage: “Había una gran sensación de comunidad donde vivíamos. Recuerdo las vacaciones de
verano de mi infancia: nos quedábamos despiertos hasta tarde, jugando en la calle, e incluso a la medianoche había
señoras mayores que hablaban entre ellas. Creo que lo que pasó en los sesenta fue que el ayuntamiento decidió que
no era una zona demasiado saludable y algo tenía que cambiar. Desafortunadamente, fue mi barrio el que cambió.
Nos mudaron del otro lado del río, a un bloque de torres. En ese momento pensé que era un cambio fantástico, pero
luego, por supuesto, me di cuenta de que fue un absoluto desastre. Y tuve muchos otros quiebres en mi vida. Así
que cuando la gente habla de la oscuridad en la música de Joy Division… a los 22 años ya tenía muchas pérdidas
en mi vida. El lugar en el que vivía, donde transcurrían mis recuerdos más felices, todo eso había desaparecido. Y
todo lo que quedaba era una fábrica de químicos. En ese momento me di cuenta de que nunca podría regresar a esa
felicidad. Ahí está el vacío”.
El final de la década de 1970 es un callejón sin salida. En él estaba Joy Division, con Curtis que hacía lo que la
mayoría de los hombres de la clase trabajadora todavía hacía: matrimonio temprano y un hijo…
Más que nadie, Joy Division transformó esa adustez en un uniforme que conscientemente transmitía una autenticidad
absoluta; la formalidad deliberadamente funcional de su ropa se escindía del antiglamour tribalizado del punk, ellos
eran, según las palabras de Deborah Curtis, “depresivos vestidos para la Depresión”.
Feel it closing in [Siéntelo acercarse]
Sumner nuevamente: “Cuando dejé la escuela y conseguí un trabajo, la vida real fue como un terrible mazazo. Mi
primer trabajo fue en el ayuntamiento de Salford, tenía que pegar sobres y enviar tarifas. Estaba encadenado en una
oficina horrible: todos los días, todas las semanas, todo el año, quizás con tres semanas de vacaciones por año. El
horror me envolvió. Así que la música de Joy Division es acerca de la muerte del optimismo y de la juventud”. Un
réquiem para una cultura joven condenada. “Here are the Young men/ the weight on their shoulders” [Aquí están
los hombres jóvenes/ con el peso sobre sus hombros], decían las famosas líneas de “Decades” en Closer. Los títulos
“New Dawn Fades” [El nuevo amanecer se desvanece] y Unknown Pleasures [Placeres desconocidos] podrían
también referir a las promesas traicionadas de la cultura joven. Sin embargo, lo que es remarcable de Joy Division
es la total aquiescencia con este fracaso, el modo en que, desde el comienzo, armaron un campamento antártico más
allá del principio de placer.
AJUSTA LOS MANDOS HACIA EL CORAZÓN DEL SOL NEGRO
Lo que impresionaba y perturbaba de Joy Division era la fijación de su negatividad. “Implacable” no es la palabra.
Sí, Lou Reed, Iggy, Morrison y Jagger habían incursionado en el nihilismo; pero incluso Iggy y Reed se habían
visto mejorados por el extraño momento de la euforia o, al menos, en su caso había alguna explicación para la
desgracia (frustración sexual, drogas). Lo que separaba a Joy Division de todos sus predecesores, incluso de los más
sombríos, era la falta de un objeto o causa evidente de su melancolía. (Esto es lo que hacía que fuera melancholia
más que melancolía, que siempre ha sido un deleite aceptable, sutilmente sublime, del que las personas disfrutan.)
Desde sus inicios (Robert Johnson, Sinatra), la música popular del siglo XX tuvo más que ver con la tristeza
masculina (y femenina) que con la euforia. Sin embargo, tanto en el caso del blusero como en el del crooner, hay,
al menos aparentemente, razones para el dolor. Como la desolación de Joy Division no tenía una causa específica,
ellos cruzaron la línea que separa el azul de la tristeza del negro de la depresión, pasando al “desierto y el páramo”
en el que ya nada produce ni alegría ni dolor. Cero afecto.
No hay calor en las entrañas de Joy Division. Sobrevivieron a “los problemas y los demonios de este mundo” con
la siniestra indiferencia del neurasténico. En “Insight”, Curtis cantó “I’ve lost the will to want more” [Perdí la
voluntad de querer más], pero no hay ningún indicio de que un deseo tal haya existido en primer lugar. Escuchen
por arriba las canciones de sus comienzos y fácilmente podrán confundir su tono con el gesto adusto de la furia
irritada del punk, pero, incluso entonces, parece que Curtis clama contra la injusticia o la corrupción solo para
utilizarlas como evidencia de una tesis que ya estaba firmemente establecida en su mente. La depresión es, después
de todo y sobre todo, una teoría sobre el mundo y la vida. La estupidez y la venalidad de los políticos (“Leaders of
Men”), la imbecilidad y la crueldad de la guerra (“Walked in Line”), son señaladas como pruebas de un caso contra
el mundo, contra la vida, que es tan abrumador, tan general, que hace que parezca superfluo apelar a una instancia
particular. De cualquier modo, Curtis no espera más de sí mismo que de los demás, sabe que no puede condenar
desde una superioridad moral: “I let them use you/ for their own ends” [dejé que te usaran/ para sus propios fines]
(“Shadowplay”); él deja que ocupes su lugar en el enfrentamiento (“Heart and Soul”).
Esta es la razón por la que Joy Division puede ser una droga sumamente peligrosa para los hombres jóvenes.
Pareciera que presentan La Verdad (se presentan a sí mismos como si eso hicieran). Su tema, después de todo, es la
depresión. No la tristeza ni la frustración, los estados deprimentes estándar del rock, sino la depresión: la depresión
cuya diferencia con la mera tristeza consiste en su declaración de haber descubierto La Verdad (final y sin adornos)
sobre la vida y el deseo.
El depresivo se experimenta a sí mismo aislado del mundo de la vida, de modo que su helada vida interior –o muerte
interior– sobrepasa todo; al mismo tiempo, se experimenta a sí mismo como una oquedad, completamente
despojado, una cáscara: no hay nada excepto el interior, pero el interior está vacío. Para el depresivo, los hábitos
anteriores del mundo de la vida parecen ser hoy, precisamente, un modo de simulación, una serie de gestos
pantomímicos (“a circus complete with all fools” [un circo lleno de tontos]) que ya no son más capaces de –y que
tampoco quieren– representar: nada tiene sentido, todo es una farsa.
El rol de Martin Hannett, un productor que debe ser considerado entre los más grandes del pop, no puede ser
subestimado. Fueron Hannett y Peter Saville, el diseñador de las tapas de la banda, quienes garantizaron que Joy
Division fuera más art que rock.
La depresión no es tristeza, ni siquiera un estado mental, es una (dis)posición (neuro)filosófica. Más allá de la
oscilación bipolar del pop entre la excitación evanescente y el hedonismo frustrado, más allá del mefistofelismo
miltoniano de Jagger, más allá del carnaval negativo de Iggy, más allá de la melancolía reptiliana propia de un
lounge lizard de Roxy Music, completamente más allá del principio del placer, Joy Division fue el más
schopenhaueriano de los grupos de rock, tanto es así que prácticamente nunca pertenecieron al rock. Dado que
desnudaron minuciosamente el motor libidinal del rock, sería mejor decir que fueron, tanto sonora como
libidinalmente, anti-rock. O quizás, como ellos mismos pensaron, fueron la verdad del rock, el rock despojado de
toda ilusión. (El depresivo siempre está convencido de una cosa: que no tiene ilusiones.) Lo que hace que Joy
Division sea tan schopenhaueriano es la dislocación entre el desapego de Curtis y la urgencia de la música, su
implacable resistencia a la tonta insaciabilidad del deseo vital, el beckettiano “debo continuar” experimentado por
el depresivo no como una positividad redentora, sino como el máximo horror, el deseo vital que asume
paradójicamente todas las desagradables propiedades de los muertos en vida (sin importar lo que hagas, nunca
podrás extinguirlos y ellos continúan regresando).
ACEPTA UN TRATO DESAFORTUNADO COMO UNA MALDICIÓN
Joy Division siguió a Schopenhauer a través del velo de Maya, salió al Jardín de las Delicias de Burroughs y se
atrevió a examinar los horrorosos engranajes que producen el mundo-como-apariencia. ¿Qué vieron allí? Solo lo
que todos los depresivos y todos los místicos siempre ven: el espasmo obsceno y muerto en vida de la Voluntad que
busca mantener la ilusión de que este objeto, el que está obsesionado con el ahora, la satisfará en un modo en el que
todos los otros objetos han fallado hasta el momento. Joy Division, con una sabiduría antigua (“Ian sonaba viejo,
como si hubiera vivido toda una vida en su juventud”, dice Deborah Curtis), una sabiduría que parece premamífera,
previda multicelular, preorgánica, vio a través de todos esos ardides reproducidos. Ese es el “Insight” que detuvo el
miedo de Curtis, la calma desesperación que apaga cualquier voluntad de querer más. Joy Division vio la vida como
la había visto el Poe de “El gusano conquistador”, como Ligotti la ve: como un baile de marionetas animadas, que
“Through a circle that ever returneth in/ To the self-same spot” [A través de un círculo/ siempre vuelve al mismo
lugar], una cadena de eventos sobredeterminada que realiza sus movimientos con una inevitabilidad despiadada.
Nosotros vemos ese film preescrito desde afuera, condenados a mirar los rollos mientras se agotan, tomándose
brutalmente su tiempo.
Las condiciones que permitieron la existencia de un grupo como Joy Division se han evaporado; pero también lo ha
hecho cierta textura gris y lúgubre de la vida cotidiana en Gran Bretaña, un país que parecía haber abandonado a
regañadientes el racionamiento.
Uno de mis estudiantes una vez escribió en un ensayo que simpatizaba con Schopenhauer cuando su equipo de
fútbol perdía. Pero los momentos verdaderamente schopenhauerianos son aquellos en los que alcanzamos nuestras
metas, concretamos los deseos más preciados de nuestro corazón, y nos sentimos engañados, vanos, no, más –¿o
menos?– que vanos, vacíos. Joy Division siempre sonó como si hubieran vivido demasiados de esos desoladores
vacíos, como si ya no pudieran ser traídos de vuelta al carrusel. Sabían que la saciedad no es sucedida por la tristeza,
sino que es ella misma, inmediatamente, tristeza. La saciedad es el punto en el que se enfrenta la revelación
existencial de que realmente no queríamos lo que parecíamos tan desesperados por tener, que nuestros deseos más
urgentes solo son un sucio truco vitalista para mantener el espectáculo en funcionamiento. Si “no puedes reemplazar
el miedo o la excitación de la persecución”, ¿por qué obligarte a ti mismo a buscar otra muerte vacía? ¿Por qué
continuar con la farsa?
La ontología depresiva es peligrosamente seductora porque, como la gemela zombi de una cierta sabiduría filosófica,
es una verdad a medias. Al retirarse de las vacías delicias del mundo de la vida, el depresivo sin darse cuenta se
encuentra a sí mismo en concordancia con la condición humana tan minuciosamente diagramada por un filósofo
como Spinoza: se ve a sí mismo como un consumidor serial de simulaciones vacías, un adicto enganchado con todo
tipo de embriagueces atenuadas, una marioneta de las pasiones. El depresivo ni siquiera tiene derecho al confort del
que disfruta el paranoico, ya que no puede creer que los hilos son manejados por alguien. Nada fluye, no hay
conectividad en el sistema nervioso del depresivo. “Watch from the wings as the scenes were replaying” [Miramos
desde los bastidores cómo las escenas se repetían], dicen las fatalistas líneas de “Decades”, y Curtis escribió sobre
la vida como un film preescrito con la certeza de hierro de un depresivo. Su voz –desde el comienzo terrorífica en
su fatalismo, en su aceptación de lo peor– suena como la voz de un hombre que ya está muerto, o que ha entrado en
un atroz estado de animación suspendida, una vida muerta por dentro. Suena prematuramente vieja, una voz que no
puede ser vinculada a ningún ser viviente, mucho menos a un hombre joven apenas en sus veinte.
UN ARMA CARGADA NO VA A LIBERARTE, ESO DIJISTE
“A loaded gun won’t set you free” [Un arma cargada no va a liberarte], cantó Curtis en “New Dawn Fades” de
Unknown Pleasures, pero no sonaba muy convencido. “Luego de reflexionar sobre la letra de ‘New Dawn Fades’”,
escribió Deborah Curtis, “le mencioné el tema a Ian, tratando de que me confirmara que eran solo palabras y no el
reflejo de sus verdaderos sentimientos. Fue una conversación unilateral. No quiso confirmar ni negar ninguno de
los puntos que planteé y se fue de la casa. Yo sí me quedé preguntándomelo a mí misma, pero no me sentía lo
suficientemente cercana a nadie como para comentar mis miedos. ¿Realmente se casó conmigo sabiendo que todavía
estaría buscando suicidarse a comienzos de sus veinte? ¿Por qué tener un hijo si no tenía la intención de estar ahí
para verlo crecer? ¿Había estado yo tan ajena a su infelicidad que se había visto forzado a escribir sobre ella?”. (3)
La lujuria masculina por la muerte siempre ha sido un subtexto del rock, pero antes de Joy Division había sido
contrabandeada al interior del rock bajo pretextos libidinosos, un perro negro en la ropa de un lobo –Tánatos
disfrazado de Eros–, o había sido cubierta con un maquillaje pantomímico. El suicidio era una garantía de
autenticidad, el signo más convincente de que ibas en serio. El suicidio tiene el poder de transfigurar la vida –con
todos sus desórdenes cotidianos, sus conflictos, sus ambivalencias, sus decepciones, sus asuntos sin terminar, “su
derroche y su fiebre y su calor”– en un mito helado, tan sólido, bien acabado y permanente como “el mármol y la
piedra” que Peter Saville simularía en el arte de los discos y que Curtis acariciaría en la letra de “In a Lonely Place”.
(“In a Lonely Place” era una canción de Curtis, pero fue grabada por New Order en un estado zombi de desorden
postraumático tras su muerte. Suena como si Curtis fuera un intruso en su propio funeral, de luto por su propia
muerte: “How I wish you were here with me now” [Cómo desearía que estuvieras aquí conmigo ahora].)
Joy Division fue el más schopenhaueriano de los grupos de rock, tanto es así que prácticamente nunca pertenecieron
al rock. Dado que desnudaron minuciosamente el motor libidinal del rock, sería mejor decir que fueron, tanto sonora
como libidinalmente, anti-rock. O quizás, como ellos mismos pensaron, fueron la verdad del rock, el rock despojado
de toda ilusión.
Los grandes debates sobre Joy Division –¿eran ángeles caídos o unos tipos ordinarios? ¿eran fascistas? ¿fue el
suicidio de Curtis inevitable o prevenible?– todos refieren a la relación entre Arte y Vida. Deberíamos resistir la
tentación de ser encantados por el hechizo de Lorelei de los Estético-Románticos (en otras palabras, nosotros, en la
medida en que lo éramos) o de los lumpen-empiristas. Los Estetas quieren el mundo prometido en las cubiertas de
los discos y en el sonido, un reino prístino en blanco y negro sin la mancha de los asquerosos compromisos y
bochornos de todos los días. Los empiristas insisten exactamente en lo contrario: en enraizar las canciones en lo
menos elevado de lo cotidiano y, lo más importante, en lo menos serio. “Ian era una risa, el resto de la banda eran
unos muchachos a los que les gustaba emborracharse, todo era muy divertido hasta que se les fue de las manos…”
Es importante resistir a ambos Joy Division a la vez: el Joy Division del Arte Puro, y el Joy Division que era “solo
una risa”. Ya que si la verdad de Joy Division es que eran unos muchachos [lads], entonces Joy Division también
tiene que ser la verdad de la cultura Lad. (4) Y así tendría que aparecer: debajo de toda la jovialidad de narices rojas
cargada de sedantes de las últimas dos décadas, las enfermedades mentales han crecido un 70% entre los
adolescentes. El suicido es todavía una de las causas de muerte más comunes entre los varones jóvenes.
Su tema, después de todo, es la depresión. No la tristeza ni la frustración, los estados deprimentes estándar del rock,
sino la depresión: la depresión cuya diferencia con la mera tristeza consiste en su declaración de haber descubierto
La Verdad (final y sin adornos) sobre la vida y el deseo.
“Entré sigilosamente en la casa de mis padres sin despertar a nadie y me quedé dormida segundos después de que
mi cabeza tocara la almohada. El siguiente sonido que escuché fue ‘This is the end, beautiful friend. This is the end,
my only friend, the end. I’ll never look into your eyes again…’ [Este es el fin, hermoso amigo. Este es el fin, mi
único amigo, el fin. Nunca volveré a mirar en tus ojos nuevamente…]. Sorprendida de escuchar “The End”, de The
Doors, me costó despertarme. Incluso dormida, sabía que era muy difícil que pasaran esa canción un domingo a la
mañana en Radio One. Pero no había ninguna radio, todo era un sueño.” (5)

// Notas
(1) Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Buenos Aires, Siglo
XXI, 1988.
(2) Deborah Curtis, Touching from a Distance. Ian Curtis y Joy Division, Buenos Aires, Dobra Robota, 2017.
(3) Deborah Curtis, ibíd.
(4) Subcultura británica inicialmente asociada con el movimiento britpop. Surgida a comienzos de los noventa, la
figura del “lad” era la de un joven de clase media que adopta actitudes estereotipadas que refuerzan prejuicios sobre
las clases trabajadoras (antiintelectualismo, alcoholismo, violencia y sexismo).
(5) Deborah Curtis, Touching from a Distance, op. cit.
Entrevista con Mark Fisher
Peio Aguirre

La reciente publicación del libro de Mark Fisher, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Caja Negra Editora,
2016), supone una sacudida teórica que nos informa de algunos de los males agudizados a partir de la crisis bancaria
de 2008 y la reorganización de los poderes neoliberales para entrar en una fase de capitalismo más agresiva si cabe.
Fisher, crítico musical y escritor británico, recurre a un conjunto de ejemplos culturales salidos de la televisión, el
cine, la literatura y la política para trazar los principales rasgos y mecanismos del realismo capitalista; el
desmantelamiento de los servicios públicos, la cultura del consumo, la expansión de la burocracia al sistema
educativo y los desordenes de atención, el estrés y la depresión que incapacitan al sujeto individual para cualquier
capacidad de agencia colectiva. El famoso eslogan de Margaret Thatcher, “No hay alternativa” al neoliberalismo
económico y el libre mercado, sirve a Mark Fisher para trazar el recorrido del realismo capitalista. En esta entrevista
le hemos preguntado por su libro de amplio recorrido que ahora se presenta en una cuidada edición.
Peio Aguirre: Esta traducción de Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (libro publicado originalmente en 2009)
se produce en un clima político global de extrema confusión. ¿Cómo ha cambiado el mundo en este lapso de tiempo?
O mejor todavía, ¿cómo definir sintéticamente al lector en lengua española qué es el realismo capitalista?
Mark Fisher: Siempre digo que el realismo capitalista es más fácil de identificar que de definir. La manera más
sencilla de definirlo es la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Pero el problema de definirlo de ese
modo está en que no es —no al menos en lo principal— una creencia que los individuos sostienen conscientemente.
Es más como un campo ideológico transpersonal, quizás más claramente manifiesto en la forma de un tipo de
aceptación fatalista en el dominio capitalista, una aceptación de que las demandas del capitalismo neoliberal son
“realistas” y, a la inversa, una idea de que cualquier alternativa a esta forma de capitalismo es inviable o impensable.
Otro modo de pensarlo tiene que ver con un tipo de deflación de la conciencia. El realismo capitalista es sólo posible
una vez varios grupos de conciencia (la conciencia de clase; la conciencia socialista-feminista y también la
conciencia psicodélica de la provisional y plástica naturaleza de cualquier cosa experimentada como “realista”) han
sido suprimidos.
Escribí el libro cuando una forma de realismo capitalista —el modo Clinton-Blair, establecido en los noventa y
consolidado en los dos mil— entraba en una crisis masiva. Desde entonces, hemos visto un modo más agresivo de
realismo capitalista, manifestado en los programas de austeridad impuestos en el despertar de la crisis del crédito.
Ahora hay signos de que esta segunda fase de realismo capitalista se está ejecutando con problemas. Estas dos fases
del realismo capitalista dependían del posicionamiento de una “zona central”, un sentido común alineado con los
instintos de la élite corporativa y los “expertos” financieros. La anterior zona central ya no se sostiene, se está
agrietando bajo la presión de la izquierda y la derecha. Los experimentos de izquierda en Europa —de Syriza a
Podemos y a Jeremy Corbyn en el Reino Unido— están soportando una presión extrema, y esto ha servido para
subrayar el enorme poder institucional que ha sostenido al realismo capitalista.
Peio: Recientemente ha habido una serie de intentos teóricos por nombrar el sistema actual, como si la propia
categoría de posmodernismo o posmodernidad, como la lógica cultural del capitalismo tardío tal como la definiera
Fredric Jameson, ya no sirviera o estuviera obsoleta. Se han acuñado los términos metamodernismo,
altermodernismo, etc. ¿Hay en tu obra una intención de definición sistémica o se trata más bien de un trabajo
ensayístico de corte subjetivo?
Mark: Bueno, veo el realismo capitalista como la próxima fase del posmodernismo que Jameson analizó tan bien.
El realismo capitalista es una clase de posmodernismo naturalizado. Lo que todavía era algo reseñable cuando
Jameson avanzó por primera vez sus tesis sobre el posmodernismo —la ubicuidad de los media capitalistas, la
dominación de todas las áreas de la vida y la conciencia por las categorías del marketing— es ahora algo que se da
por sentado.
Peio: La educación y la burocracia son dos de los temas que abordas en tu libro, ambos amparados en tu experiencia
como profesor de instituto. Lo que en el fondo se trasluce es una completa conquista de la salud mental por el
capitalismo, de los cuales la ansiedad y la depresión parecen sus síntomas más visibles… ¿Hay alguna alternativa a
sus efectos más inmediatos?
Mark: La primera cosa a destacar aquí es que la ansiedad y la depresión no son efectos accidentales o laterales del
actual sistema. Un cierto nivel de ansiedad, un cierto nivel de depresión; estos son altamente funcionales para la
forma dominante de capitalismo. La ansiedad es la inevitable respuesta a una precariedad generalizada. Es tanto un
arma del realismo capitalista y un fin en sí mismo. La ansiedad es en sí misma incapacitante: individualiza y
responsabiliza, precisamente tal y como el neoliberalismo en general lo hace. A fin de contemplar una alternativa a
esto, creo que necesitaríamos cuatro transformaciones fundamentales. La primera es un cambio de la precariedad a
la seguridad; una renta básica podría jugar un papel al generar este nuevo sentido de seguridad, pero requeriría de
cambios existenciales, un rechazo a la ética del trabajo y un diferente ritmo de vida de aquella impuesta por el
ciberespacio capitalista.
El segundo cambio es un rechazo de los valores neoliberales predeterminados. Como argumento en mi libro, el
realismo capitalista se impuso a través de lenguajes y comportamientos que se convirtieron en una segunda
naturaleza, prácticas y discursos aparentemente vacíos y lleno de lugares comunes que sirvieron para normalizar los
valores de la empresa capitalista y para hacer que cualquier alternativa a ellos —por ejemplo, los servicios
públicos— parezcan pintorescos y anticuados. Desafiar y desarraigar estos valores dados será fundamental si
queremos salir del realismo capitalista.
La tercera cosa es la producción de un nuevo sentido de la pertenencia. La izquierda habla de solidaridad pero la
derecha ha sido mejor en la producción de un sentido de pertenencia para sus seguidores, porque hace un
llamamiento a las formas confeccionadas de pertenencia (por lo general, nacionalismos reaccionarios) que se
mantienen unidos por el odio hacia un otro racializado. Tenemos que articular un sentido diferente, no identitario
de pertenencia, un sentido de pertenencia que tiene que ver con estar en un movimiento.
La cuarta cosa, y de ninguna manera la más insignificante, es un movimiento hacia la democracia en el trabajo.
Uno de los tropos que ganaron el reciente referéndum sobre la adhesión del Reino Unido a la Unión Europea para
la campaña del “Leave” fue “recuperar el control”. Por supuesto, esto se expresó en términos nacionalistas, pero el
lema resonó debido a la profunda sensación de privación y la impotencia que muchas personas sienten en el Reino
Unido neoliberal. Es crucial que sigamos apuntando a las fuentes reales de esta impotencia: no los extranjeros, sino
el capital global. Es igualmente crucial que articulemos la manera de poner las cosas bien, a través del desarrollo de
la conciencia grupal y la agencia colectiva.
Peio: He visto tu libro colocado en la sección de “economía” en librerías “especializadas” en pensamiento y cultura.
Tu bagaje es principalmente cultural; en concreto, eres crítico musical. ¿Piensas que se está produciendo una
“culturización” de la política a la par que una politización de la cultura?
Mark: Espero que no. No hace falta decir que la cultura es importante. Pero gran parte de la izquierda organizada
todavía pasa por alto el poder de la cultura, la forma en que las luchas hegemónicas no sólo pueden ser combatidas
en una arena política estrecha, sino en términos de lo que la gente consume, lo que escucha, las identificaciones que
forman y demás. Pero también hace falta decir que una lucha que se lleve a cabo sólo en el ámbito cultural no
obtendrá mucha tracción. Al mismo tiempo, sin embargo, la propia oposición entre “la cultura” y “la política” no es
especialmente útil. Es mejor decir que la cultura empapa la política: ¿qué política podría decirse que tiene lugar
fuera de la cultura?
Peio: Durante la década pasada, tu blog k-punk fue la punta de lanza para una comunidad crítica que discutía sobre
música, teoría y también política. Hace poco escuchaba a alguien decir que los blogs han sido un fracaso tan grande
como los zepelines. ¿En qué lugares se produce ahora mismo el disenso y la crítica, y cuáles son las posibilidades
de los llamados nuevos medios?
Mark: ¿Han sido los blogs un fracaso tan grande como los zepelines? Eso parece un poco hiperbólico para mí, sobre
todo porque, como dices, gran parte de mi influencia y reputación se construyó en la blogosfera. Sólo podría decirse
que los blogs fueron un fracaso tan grande como los zepelines teniendo en primer lugar unas expectativas exageradas
de los blogs. Hay que reconocer que muchas de las novedades más interesantes en la teoría y la filosofía de la última
década —desde el realismo especulativo al aceleracionismo— no habrían ocurrido sin los blogs. En un momento
determinado, los blogs proporcionan una velocidad de discurso que no puede ser igualada por ninguna otra red de
discurso. Al mismo tiempo, las solicitudes de nuevos medios de comunicación se han vuelto desproporcionadas. A
menudo comparo la relación entre los nuevos y los viejos medios de comunicación con la edad de un bebé que se
aferra a un anciano artrítico, pues no puede sostenerse sobre sus propios pies. En su mayor parte, sin embargo, si
las ideas desean tener mucha más tracción hegemónica, deben pasar a través de los medios de comunicación
“viejos”. Es obvio que ahora la hegemonía implica claramente un mosaico de medios impresos, difusión-transmisión
y medios online, con las diferentes velocidades y capacidades con las que cada una opera.
Peio: Tu siguiente libro, Ghosts of My Life. Writings on Depresion, Melancholia and Lost Futures (Zero Books,
2014), indaga en lo que denominas, siguiendo a Franco Berardi ‘Bifo’, la “lenta cancelación del futuro”, o lo que
viene a significar una dificultad para la invención y la creatividad genuinas. ¿Cuál es la diferencia con el eterno
retorno y la nostalgia ya diseccionados por el posmodernismo?
Mark: Ninguna en esencia. Mi argumento es simplemente que las características tales como el pastiche y la
apropiación eran remarcables y dignas de mención en la primera fase extravagante del posmodernismo, y que ahora
se dan por sentado. Cuando Jameson teorizó el posmodernismo todavía era posible sentir la comparación con la
modernidad, quizá sobre todo con lo que he llamado modernismo popular. Pero ahora el problema es que lo retro
se ha convertido en estándar, no hay prácticamente nada que no sea retro. Por lo que el fenómeno se ha vuelto
invisible, de un modo en que el posmodernismo “clásico” nunca lo fue.
Peio: Me gustaría preguntarte por Zero Books, una editorial que casi nace a la par de tu primer libro y que ha
evolucionado de una manera pasmosa. ¿Estamos viviendo un tiempo para la revitalización de la teoría crítica en los
márgenes o intersticios de la academia?
Mark: Creo que sí. Eso ha continuado con Repeater Books, la editorial con la que trabajo ahora y que está dirigida
por la mayoría de las personas clave que configuraron Zero. Sin duda, la aparición de para-espacios de pensamiento
fuera de la academia tiene mucho que ver con las asfixiante y altamente burocráticas condiciones en la educación
que he descrito en Realismo capitalista. Estos para-espacios son un producto de la frustración con esas condiciones.
Peio: Resulta inevitable preguntarte por la actual situación política en el Reino Unido y los efectos inmediatos del
Brexit. Resulta pertinente aquí aquel otro eslogan de Thatcher de 1979, “I want my money back!”, reclamando el
dinero que el Reino Unido había invertido en la primera Comunidad Económica Europea. ¿Qué horizonte se
vislumbra?
Mark: Es muy difícil de decir. Lo único que está claro es que un mes después de la votación los que hicieron campaña
por abandonar la Unión Europea no tenían ningún plan en absoluto para lo que ocurriría en caso de ganar. Parece
que el voto fue una especie de voto de protesta que salió mal. Como he dicho anteriormente, la campaña del “Leave”
atrajo el sentimiento de impotencia de la gente, una sensación de impotencia que se llevaron con ellos a la cabina
de votación, con el resultado de que muchos votantes se quedaron perplejos cuando en realidad ganaron. En cierto
modo, el voto del Brexit fue un voto contra el realismo capitalista. Los puntos de vista de los “expertos” y los
tecnócratas de la élite capitalista corporativa, interminablemente citados por la campaña de permanecer en la UE,
fueron visiblemente rechazados. Pero esto fue una sacudida del realismo capitalista a la política de la fantasía, una
fantasía cargada de lo que Paul Gilroy llama la “melancolía post-colonial”, una especie de melancolía que nunca ha
aceptado el fin del imperio. La retirada del realismo capitalista a la fantasía regresiva sugiere un futuro muy
desgraciado. Pero si la derecha abandona la modernidad en favor de este tipo de nostalgia política, ello despeja un
espacio para la izquierda para recuperar lo moderno. La modernidad que la izquierda debe defender es cosmopolita,
internacionalista, tecnológica y democrática. La izquierda debe decir que ofrece las únicas soluciones reales (en
contraposición a las fantasmáticas) al sentimiento de privación de derechos que la campaña del “Leave” utilizó de
manera tan oportunista. La única manera de “tomar el control” consiste, no en un flácido y recalentado nacionalismo,
sino en una democratización de la política y el trabajo. Tenemos que ser vistos para alinearnos con estos objetivos,
con esta visión.

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