De manera natural estamos dispuestos a ser solidarios cuando
alguien experimenta dolor. En ese momento surge una respuesta
espontánea: ir hacia el otro, hacia el que sufre y, desde luego,
hacer algo para aliviarlo.
De manera natural estamos dispuestos a ser solidarios cuando
alguien experimenta dolor. En ese momento surge una respuesta
espontánea: ir hacia el otro, hacia el que sufre y, desde luego,
hacer algo para aliviarlo.
De manera natural estamos dispuestos a ser solidarios cuando
alguien experimenta dolor. En ese momento surge una respuesta
espontánea: ir hacia el otro, hacia el que sufre y, desde luego,
hacer algo para aliviarlo.
De manera natural estamos dispuestos a ser solidarios cuando
alguien experimenta dolor. En ese momento surge una respuesta espontánea: ir hacia el otro, hacia el que sufre y, desde luego, hacer algo para aliviarlo. Sin embargo, hoy en día la mayoría de nosotros lo duda. No sabemos si seguir nuestro corazón, si estaremos en condiciones de ayudar, si será lo correcto, si nos corresponde hacerlo.
En esta situación, como en otras, nuestras formas culturales se
han encargado de desviar la sabiduría de la naturaleza.
Pero no solamente nos llenamos de recelo al intentar acercarnos
a quien tiene dolor. También cuando somos nosotros los que experimentamos vulnerabilidad o sufrimiento, vacilamos. No estamos seguros de poder recurrir a la solidaridad de otros.
Desde el simple hecho de alzar a un niño que llora, hasta
conmovernos con los millones de personas que deambulan por nuestro país y por el mundo con hambre y sin techo; desde sentirnos tristes porque la relación con un ser querido se vuelve conflictiva, hasta sentir dolor porque hemos perdido nuestras pertenencias y nuestra libertad… Todo nos llena de incertidumbre. No sabemos qué hacer.
Parece ser entonces, que para recuperar el sendero hacia la
relación de ayuda es necesario que, por un lado, encontremos una manera de ayudar sin ponernos en el rol de dominante -no podemos imponer nuestra voluntad al ser que pretendemos apoyar- y por el otro, es imperativo que podamos recibir ayuda sin perder nuestra dignidad y libertad. Desafortunadamente, ayudar se ha convertido en una posición de poder. Lo podemos ver en todos los niveles de la interacción humana. Las naciones poderosas condicionan el apoyo a las más necesitadas, bien en términos de fijar la manera en que deben administrar la ayuda, o que por lo menos se garantice que el acto de ayuda se convierte en un buen negocio.
En las familias se provee afectiva y económicamente a los hijos a
cambio de su obediencia en cosas simples como el corte de pelo o el modo de vestir; o en asuntos de la mayor importancia como la elección de pareja.
Y como si fuera poco, el engaño y el abuso han invadido los
espacios en los que ayudar y ser ayudado es natural. Es corriente saber que alguien mintió acerca de su verdadera necesidad y recibió ayuda, esto es que asaltó a otro en su buena fe. O, al contrario, que alguien que estaba ayudando cobró, por derecha, o de alguna forma non-sancta, su solidaridad.
Según estas maneras de pensar y de actuar, dar o recibir ayuda
puede conducirnos al terreno de la frustración en lugar de llevarnos a ser mejores seres humanos. Los que reciben ayuda pueden encontrarse haciendo concesiones en su dignidad y en su libre albedrío, mientras los que la dan pueden verse recibiendo desconfianza. Sin embargo, nada más lejano a la verdadera esencia de la relación de ayuda.
Con alguna frecuencia en la práctica terapéutica, escucho a las
personas decir: “Yo no creo en esto, a mí nadie me puede ayudar, vengo acá porque mi esposo o mi esposa quiere que yo venga, pero no creo que yo necesite a nadie para resolver mis problemas”.
Poco a poco, al ir conversando, lo que se hace claro es que el
sentirse vulnerable es una emoción que debe guardarse para sí mismo porque en algún momento de su vida aprendió que no se puede confiar en nadie. Pero al avanzar en la conversación esta persona descubre que nadie pretende decidir por él o por ella y así puede recibir alivio a su sufrimiento y hacer con su vida, con su situación, lo que decida en consciencia.
En otras oportunidades por el contrario, las personas se acercan
a la consulta deseosas de un consejo experto, queriendo que el terapeuta se haga cargo y les diga qué deben hacer para manejar el dolor de un hijo o los conflictos con el cónyuge.
Durante la conversación van viendo cómo lo importante es que
cada uno de ellos desarrolle las herramientas personales necesarias para resolver su situación. Van sintiendo cómo el terapeuta los puede acompañar a lo largo de un camino para descubrirse a sí mismos. Van verificando cómo en esta relación se cuida su autonomía y, finalmente, notan que esto es más importante que un consejo por experto que este sea.
Y es que toda ayuda solo es verdadera cuando conecta en el ser
humano, en un grupo o en una nación, sus recursos internos y abre la posibilidad para que estos sean plenamente utilizados.
Una de las maneras de reconocernos en nuestra verdadera
naturaleza es tener la oportunidad de ayudar y ser ayudados. Cuando somos solidarios y acompañamos a otro a despejar rutas hacia su auténtica realización y libre determinación, podemos notar la grandeza. Cuando podemos humildemente reconocer nuestra vulnerabilidad y recibir con gratitud y dignidad la ayuda, experimentamos la madurez. Pero lo más importante: solo cuando estas dos condiciones se cumplan, estaremos seguros de que estamos viviendo en un mundo donde lo esencial ocupa su verdadero lugar.