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MARÍA ANTONIETA

SOLÓRZANO
EL SENTIDO DE SENTIR

AYÚDATE, QUE YO TE AYUDARÉ

De manera natural estamos dispuestos a ser solidarios cuando


alguien experimenta dolor. En ese momento surge una respuesta
espontánea: ir hacia el otro, hacia el que sufre y, desde luego,
hacer algo para aliviarlo. Sin embargo, hoy en día la mayoría de
nosotros lo duda. No sabemos si seguir nuestro corazón, si
estaremos en condiciones de ayudar, si será lo correcto, si nos
corresponde hacerlo.

En esta situación, como en otras, nuestras formas culturales se


han encargado de desviar la sabiduría de la naturaleza.

Pero no solamente nos llenamos de recelo al intentar acercarnos


a quien tiene dolor. También cuando somos nosotros los que
experimentamos vulnerabilidad o sufrimiento, vacilamos. No
estamos seguros de poder recurrir a la solidaridad de otros.

Desde el simple hecho de alzar a un niño que llora, hasta


conmovernos con los millones de personas que deambulan por
nuestro país y por el mundo con hambre y sin techo; desde
sentirnos tristes porque la relación con un ser querido se vuelve
conflictiva, hasta sentir dolor porque hemos perdido nuestras
pertenencias y nuestra libertad… Todo nos llena de
incertidumbre. No sabemos qué hacer.

Parece ser entonces, que para recuperar el sendero hacia la


relación de ayuda es necesario que, por un lado, encontremos
una manera de ayudar sin ponernos en el rol de dominante -no
podemos imponer nuestra voluntad al ser que pretendemos
apoyar- y por el otro, es imperativo que podamos recibir ayuda
sin perder nuestra dignidad y libertad.
Desafortunadamente, ayudar se ha convertido en una posición de
poder. Lo podemos ver en todos los niveles de la interacción
humana. Las naciones poderosas condicionan el apoyo a las más
necesitadas, bien en términos de fijar la manera en que deben
administrar la ayuda, o que por lo menos se garantice que el acto
de ayuda se convierte en un buen negocio.

En las familias se provee afectiva y económicamente a los hijos a


cambio de su obediencia en cosas simples como el corte de pelo
o el modo de vestir; o en asuntos de la mayor importancia como
la elección de pareja.

Y como si fuera poco, el engaño y el abuso han invadido los


espacios en los que ayudar y ser ayudado es natural. Es corriente
saber que alguien mintió acerca de su verdadera necesidad y
recibió ayuda, esto es que asaltó a otro en su buena fe. O, al
contrario, que alguien que estaba ayudando cobró, por derecha,
o de alguna forma non-sancta, su solidaridad.

Según estas maneras de pensar y de actuar, dar o recibir ayuda


puede conducirnos al terreno de la frustración en lugar de
llevarnos a ser mejores seres humanos. Los que reciben ayuda
pueden encontrarse haciendo concesiones en su dignidad y en su
libre albedrío, mientras los que la dan pueden verse recibiendo
desconfianza. Sin embargo, nada más lejano a la verdadera
esencia de la relación de ayuda.

Con alguna frecuencia en la práctica terapéutica, escucho a las


personas decir: “Yo no creo en esto, a mí nadie me puede
ayudar, vengo acá porque mi esposo o mi esposa quiere que yo
venga, pero no creo que yo necesite a nadie para resolver mis
problemas”.

Poco a poco, al ir conversando, lo que se hace claro es que el


sentirse vulnerable es una emoción que debe guardarse para sí
mismo porque en algún momento de su vida aprendió que no se
puede confiar en nadie. Pero al avanzar en la conversación esta
persona descubre que nadie pretende decidir por él o por ella y
así puede recibir alivio a su sufrimiento y hacer con su vida, con
su situación, lo que decida en consciencia.

En otras oportunidades por el contrario, las personas se acercan


a la consulta deseosas de un consejo experto, queriendo que el
terapeuta se haga cargo y les diga qué deben hacer para manejar
el dolor de un hijo o los conflictos con el cónyuge.

Durante la conversación van viendo cómo lo importante es que


cada uno de ellos desarrolle las herramientas personales
necesarias para resolver su situación. Van sintiendo cómo el
terapeuta los puede acompañar a lo largo de un camino para
descubrirse a sí mismos. Van verificando cómo en esta relación
se cuida su autonomía y, finalmente, notan que esto es más
importante que un consejo por experto que este sea.

Y es que toda ayuda solo es verdadera cuando conecta en el ser


humano, en un grupo o en una nación, sus recursos internos y
abre la posibilidad para que estos sean plenamente utilizados.

Una de las maneras de reconocernos en nuestra verdadera


naturaleza es tener la oportunidad de ayudar y ser ayudados.
Cuando somos solidarios y acompañamos a otro a despejar rutas
hacia su auténtica realización y libre determinación, podemos
notar la grandeza. Cuando podemos humildemente reconocer
nuestra vulnerabilidad y recibir con gratitud y dignidad la ayuda,
experimentamos la madurez. Pero lo más importante: solo
cuando estas dos condiciones se cumplan, estaremos seguros de
que estamos viviendo en un mundo donde lo esencial ocupa su
verdadero lugar.

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