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EL RECHAZO DEL AMOR FILIAL.

EL PECADO

1. Introducción

El concepto de pecado alcanza dentro de la revelación un valor muy específico.


El rechazo de Dios como fin último alcanza un nuevo nivel en el rechazo explícito de
Cristo y del plan salvador de Dios. Obrar contra el plan de Dios: apartarse
conscientemente de Dios.

2. Revelación del pecado y sentido del pecado

La Revelación del sentido del pecado es progresiva, en una clara correlación


entre la revelación de Dios y la del pecado. Discurre entre la noción de pecado como
“falta” (errar) hasta la “ruptura interior con Dios” (que el AT calificará como
abominación). Tiene, por tanto, que ver con la presencia de un Dios que se da a sí
mismo, iluminando la gravedad que tiene su rechazo para la vida del hombre (vida
teologal del hombre).

Hoy, que no se cree, la pérdida del pecado adviene con la pérdida de la


referencia de Dios en la vida. Se pierde la relación de Dios con las acciones del hombre.
A la vez, se produce un círculo vicioso, porque alejarse de la conciencia es hacerlo
también de Dios, hasta el fenómeno moderno del vivir “como si Dios no existiera”
(diálogo Ratzinger / Habermas, y su contrarréplica de vivir “como si Dios existiera”;
cfr. también RP 18). Reconocimiento de un valor absoluto…

La moral moderna ha situado su eje en los resultados externos de las acciones, lo


que conlleva la subjetivización del pecado como mero sentimiento de culpa. De aquí se
ha derivado prácticamente que, o bien se reduce la experiencia cristiana a contenidos
positivos de superación, o como mucho al reconocimiento de los “límites” humanos o
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de las “experiencias negativas”, que no alcanzan el sentido objetivo del mal con las
características absolutas del pecado (respecto de la relación con Dios y de la
construcción de nosotros mismos como sujetos).

3. Notas de la experiencia antropológica de pecado

El uso “menor”, excusable, como “confidencial” que se hace del término pecado
en el lenguaje coloquial (“vivir en pecado”, “noche de pecado”), no oculta del todo la
dimensión grave, no ausente a la conciencia. Lo que parece oculto a la conciencia
emerge de ella como “sentimiento” o “conciencia” de pecado, como una ruptura interna,
un desajuste interior, una claudicación del ser íntimo de la persona que lo sitúa ante la
maldad y falsedad del trozo de realidad retratado. Por eso se tiende a quitarle
importancia. Se deja entrever que la esencia del pecado afecta a algo tan nuclear de la
persona que no es competencia nuestra marcarla como “pecado”.

La ética intentará quitarle toda connotación religiosa (“Yo mismo estrangulé al


estrangulador que se llama pecado”, dice Nietzsche), pero su fenómeno oculta siempre
la sombra de algo misterioso, presentimiento de una experiencia extrema interna de
datos indescifrables (la psicología profunda) que no deja de tener la cualidad de
infracción de algo “suprahumano”.

La primera concepción de este fenómeno del “pecado” es lo relacionado con el


“defecto”, “fallo”, “desorden”, con la connotación moral de ser “querido” (distinción
entre mera falta técnica y fallo moral, que afecta al fin moral proyectado y que está
conectado, a la vez, con el fin global, de la vida, de la existencia). Por tanto, el pecado
es una acción humana (algo “que se tiene”: “si fueráis ciegos, no tendriáis pecado” (Jn
9, 41), y que se puede dejar de “tener”) que está relacionada con la orientación al fin (y
al final, relacionada con la aspiración a un fin que no nos hemos puesto nosotros (el fin
último)).

También tiene que ver con el “desorden”: “no es otra cosa que permanecer por
debajo del bien que corresponde a cada uno según su naturaleza” (I-II, 109, 2, ad 2).
Aquí entra la explicación de que nadie peca con la fuerza íntegra de la voluntad, porque
el pecado acontece contra el impulso natural del que peca, y le hace no estar en plena
unidad consigo mismo (el dolor de los condenados, por eso, será también anti-natural
respecto de lo que en el fondo seguimos amando). «Estar totalmente de acuerdo consigo
mismo es algo que sólo logra quien hace el bien”, “si ha de ser posible que un hombre
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quiera lo “uno”, entonces ha de querer el bien” (Pieper). Eso es la pureza de corazón:


“querer del todo una sola cosa” (Kierkegaard).

Otra nota del pecado es su carácter irracional, actus contra rationem. Aspecto de
absurdez interna del pecado. El mal es alogon (Dionisio), falto de luz, que hace las
cosas confusas, contradictorias. Es, en ese sentido, “contra conciencia” en cuanto mejor
saber de uno mismo, contra el mejor conocimiento que podemos adquirir.

La nota distintiva del pecado, con todo, es la perturbación de la referencia al fin


último, o de algo que en cierto sentido es “contra Dios”, con su base natural de
sinsentido, irracionalidad y antinaturalidad. Ahora bien, la falta moral tiene una especie
de necesidad de ignorar su verdadero nombre, de resistirse a ser tratada como algo puro,
religioso (“contra ti, contra ti solo pequé”). Y es que “no podemos percatarnos de una
falta hasta que nos hemos liberado de ella” (Pieper). “Cuando hacemos el mal, no lo
conocemos (el mal), porque el mal se avergüenza de la luz” (Weil). “El bien se reconoce
sólo si se hace. El mal, sólo si no se hace” (Ratzinger).

4. Ruptura de la Alianza y fidelidad de Dios

Comenzamos entonces el estudio del sentido religioso del pecado. La


terminología hebrea más usual para referirse al pecado es:

-Hatta’: falta. Fallar el objetivo, equivocarse (destino, perderse ante Dios). Se


traducirá al griego por hamartía.

-‘Awon: perversión. Curvarse (ámbito relacional de la Alianza, alejarse).


Traducción: iniquidad (anomía) o impiedad (asebeia).

-Pesha’: delito. Romper con. Hecho cometido y ruptura consiguiente.

Todos tienen en común la unidad de referencia teologal (relación con Dios), de


donde proviene también su valor de revelación. No indican tanto grados de maldad.
Incluyen una situación de libertad en la que se plantea la alternativa de elegir a Dios y
su Alianza o no (Dt: “escoge la vida y vivirás…”).

Es el sentido de la Alianza como pacto radical (recuérdese la “estipulación


general”) que da razón a los actos posteriores, medidos según las estipulaciones
particulares. Con la Alianza, Dios se ha “metido” en los actos del hombre y les
descubre un significado nuevo: su relación con Dios (verlo desde el Decálogo). Esto
hace del pecado un concepto eminentemente teologal.
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4.1 Etapas de la revelación del pecado en la Alianza

En el AT encontramos una clara correlación entre la Revelación de Dios y la


revelación del pecado, de modo que dependiendo de cómo se presenta Dios, se presenta
así el pecado. Esta revelación progresa paulatinamente hacia una concepción personal
del pecado.

-Pentateuco. Alianza y ruptura (idolatría). El prototipo es el becerro de oro.

-Deuteronomio. Dios como santo (qados): “sed santos como yo soy Santo”.
Santo se refiere a lo que Dios es, no a lo que hace: es el absolutamente otro,
representando la unidad de Dios, y el hombre como partícipe de su santidad. El pueblo
es santo porque vive para dar culto a Dios. Por eso el concepto es más ritual (dignidad
con la que hay que estar ante Dios) e impersonal (hay “cosas” y animales impuros), y la
noción más relacionada con la impureza. Pertenencia, además a un pueblo que debe ser
también puro (asamblea litúrgica que debe presentarse a Dios: sentido colectivo de
pecado y expulsión/exclusión por ello de la comunidad ante algún tipo de pecado).
Enlace con la tradición profética en la interpretación del castigo, en sentido pedagógico,
como llamada a la conversión y para comprobar lo que pasa lejos de Dios.

-Profetas: Misión de revelar el pecado como falta contra la voluntad divina de


“estar en justicia con Él” (ya no solo como impureza). Justicia es ajustarse a Dios, ser
justos ante Él. El pecado será la injusticia, en relación con un conocimiento moral de
Dios, que se puede perder porque el corazón puede llegar a no ver a Dios por el pecado,
hasta no apreciar siquiera su falta (ya se distingue en esta concepción un cierto valor
personal).

-La conciencia del pecado se manifiesta de modo especial durante la época del
Destierro, como situación de pérdida de las promesas de Dios y una vuelta a la antigua
esclavitud. El pueblo queda en el destierro porque ha pecado, y será en esta
circunstancia en la que se produce la revelación de Dios como misericordia. Con dos
términos fundamentales:

-Hesed (masc., fidelidad a sí mismo, hacia la promesa y a pesar de las rupturas).

-Rahamin (rahum) (fem.: “entrañas”, como una variante en femenino de la


fidelidad a sí mismo masculina: amor de madre que está unida con su hijo, como una
exigencia del corazón y una especie de necesidad interior).
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El reconocimiento del pecado tiene la connotación de engendrar de nuevo al


hombre, y darle nueva vida. El pecado entonces alcanza todo su valor en cuanto ruptura
con el Dios-misericordia, expresando un valor y una relación plenamente personal. El
bien que se juega es la unión con Dios (ya no solo cuestión ritual), y se comprende en
categorías personales como “corazón”, “volver a Dios”, como deseo de hacerlo, como
penitencia como signo y como voluntad de Dios de la conversión del hombre…

La referencia a un corazón circunciso o unido con Dios expresa la relación


íntima con Dios, en la que Él revela el misterio de sus entrañas. El pecado adquiere
entonces su valor absoluto, porque queda relacionado con la vida y la muerte: el que se
convierte alcanza la vida y el que queda en sus pecados muere. La misericordia revela el
pecado: la misericordia de Dios significa que Dios quiere destruir el pecado: no hay
misericordia sin reconocimiento de los pecados.

Pero ante este carácter absoluto del pecado hay una nueva acción divina
-misericordia- que lo saca de él. Sin esta acción precedente no merecemos el perdón de
los pecados. Las buenas obras no causan el perdón, aunque sí nos acercan a la
misericordia de Dios.

Separar ,entonces, el concepto de pecado del de Alianza es entender el pecado


simplemente como obrar contra la conciencia. Se “privatiza” entonces el pecado,
separándolo de la relación personal, y queda reducido a la “culpa”. Dios entonces revela
solo tu culpabilidad pero no salva. La conciencia siempre acusa y también Dios nos
busca para acusarnos. Esto sucede cuando se separa la culpa de una historia de amor
personal.

Se ha dado, pues, una larga y progresiva revelación de cómo a Dios le afecta la


acción del hombre, hasta llegar a esta condición moral individual.

-De ahí se pasará al estudio subjetivo del pecado: aspecto de la culpabilidad


personal (tentación y decisión), del consentimiento y de la libertad. El pecado no es
irresistible (aunque hay que luchar contra él: «¿Por qué andas irritado y por qué se ha
abatido tu rostro? No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Pero si no obras bien, el
pecado está acechando a la puerta, como fiera que te codicia, y a quien tienes que
dominar» (Gn 4, 6-7)), ni es Dios quien tienta, sino la concupiscencia, el desorden en el
guiar el deseo.
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-Importancia de la confesión de los pecados: llega a institucionalizarse en los


Salmos. No para revelar algo a Dios, o acceder a Él, sino para humillarse ante Él por lo
cometido, y expresar la aversión interior al pecado y el arrepentimiento ante lo hecho.
Aparece el dolor (contrición: contero, golpear hasta romper en pedazos).

4.2 Prototipos de pecados

1Co 10, 6-10: Tres fundamentales.

-Idolatría. Ruptura directa con Dios. Desde el becerro de oro, primera idolatría,
queda revelado que vivir solamente de cosas es una idolatría.

-Fornicación o adulterio. Comparación con el amor de Dios y con la transmisión


de la vida.

-Mentira. La palabra adquiere un valor especial donde no hay escritura, por eso
faltar a la palabra es un gran pecado. El pecado se entiende también como vivir en la
falsedad, y una “acción falsa” se entiende como una mentira. Lo que se hace tiene, pues,
también un valor ante Dios. Pecar supone una desconfianza, una sospecha ante Dios,
alejando el corazón de Dios. La mentira acaba imponiéndose por la fuerza
(disimulación, connivencia con el mal, cambio de nombre a los pecados…).

Estos pecados tienen valor de signo para señalar bienes determinados que el
hombre tiende a absolutizar.

Como conclusión, “el pecado dice siempre relación a Dios y a su Alianza en un


proceso de profundización del significado del pecado a medida que se conoce mejor la
revelación de Dios”. La revelación del pecado está incluida en la revelación de la
relación intrínseca entre los actos del hombre y la misericordia divina. La misericordia
de Dios no deja el pecado impune, sino que lo vence. Donde hay misericordia, el mal
acaba por rendirse (Teresa: “antes os cansaréis vosotros de pecar, que yo de
perdonaros”; Crisóstomo: “¿Señor, qué más te puedo dar? ¡Tus pecados!”). Se recibe un
amor nuevo, una nueva creación desde las entrañas de la misericordia divina. Es un don
diverso de la mera compasión o tolerancia con el pecado, o con un concepto de
misericordia entendido simplemente como “no imputación” del pecado. Se trata, por el
contrario, de recuperar el amor originario por el reconocimiento del mal y la penitencia.

Se ha descubierto, pues, una dinámica interpersonal de Dios y su misericordia


(no misericordia mecánica que no se fija en el pecado). La Revelación tampoco se ha
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centrado en el juicio y en el castigo, que no curan, sino en el amor nuevo que se recibe
con el arrepentimiento de la penitencia. El núcleo de la Revelación sobre el pecado es el
Amor de Dios que busca una comunión que debe ser aceptada y desarrollada.

5. Mysterium pietatis (amor filial) del NT

El rechazo que supone el pecado pone en cuestión el plan de Dios. Pero el


significado profundo de la Alianza encierra una esperanza última: en ese mismo plan
hay una respuesta al rechazo del hombre: una nueva entrega de Dios. La Revelación de
la Alianza culmina en la revelación de la Alianza con Cristo. Al “misterio del pecado”
(2Tes 2, 7), le sigue un “misterio de piedad” (1Tm 3, 16), verdadero principio operante
en el designio salvífico de Dios.

Este misterio se funda en el per-don como don nuevo y perfecto. Ante el rechazo
del “don de sí” de Dios (donde el castigo sólo llega a la acción externa, el perdón llega a
la raíz personal de la ruptura, al restablecimiento de la relación), Dios se da de nuevo
(no condonación de la deuda, no remisión de la ofensa, sino nueva donación), por un
amor nuevo que une de nuevo a Dios.

Refiriéndose sin duda a este misterio, también San Juan, con su lenguaje característico
diferente del de San Pablo, pudo escribir que «todo el nacido de Dios no peca, sino que
el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca». En esta afirmación de San Juan
hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha
recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por
consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al
hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no
pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo
texto. Pero poco antes escribía: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la
simiente de Dios permanece en él» (1Jn 3, 9). Si por esta «simiente de Dios» nos
referimos —como proponen algunos comentaristas— a Jesús, el Hijo de Dios, entonces
podemos decir que para no pecar —o para liberarse del pecado— el cristiano dispone
de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es
misterio de piedad (RP, 20).

Cristo sí hace perfecta la dinámica de la donación divina, y encuentra en él una


respuesta humana al don de Dios. Cristo en cuanto hombre, pues, es el per-don de Dios.
Cristo es el principio que puede vencer el rechazo del hombre.
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5.1 Un amor que vence toda ofensa (Sinópticos)

Juan Bautista comienza con el reconocimiento del pecado y la llamada a pasar


del pecado a la acción de Cristo. Primeras palabras de Cristo (Mc 1, 15: “Convertíos”),
como su misión (contenidos básicos de su mensaje y vida): “llamar a los pecadores”
(Mc 9, 13). El pecado nace en el interior del hombre: referencia directa a su valor moral
(no solo ritual), a la necesidad de la redención del corazón. Jesús manifiesta su
misericordia con sus obras (milagros, para que sepan que tiene poder de perdonar los
pecados).

Lucas resalta en toda una sección de su Evangelio el tema de la misericordia:


Comidas con los pecadores, parábolas de encuentro (dracma, oveja) y unión de Dios
(hijo pródigo) que busca al hombre. En Hechos, el perdón de los pecados es un
contenido esencial que forma parte del kerigma evangélico: «Tenga, pues, por cierto,
toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros
habéis crucificado. Al oírle, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a
los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: “Arrepentíos
y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el
don del Espíritu Santo”» (Hch 2, 36-38).

San Juan y San Pablo. La revelación del pecado en la vida y misión de Cristo es
tal que supuso un cambio de la fe de Israel en lo que se denominará “misterio de la
Redención” como liberación de la esclavitud y rescate de los esclavos. Desde Cristo,
esta liberación es una salvación “real” que llega a la raíz del pecado: distinción entre
“pecado” (hamartía) y “pecados” (caídas, faltas, en los vocablos griegos): el hombre es
pecador antes incluso de la comisión libre de los pecados. El pecado tiene como signo la
realidad de los pecados.

En San Juan se habla del pecado en singular como el rechazo del mundo como
unidad a Dios, y su superación por un conocimiento íntimo de Dios, en un principio
interior que purifica al hombre. “No creer en Jesús” (Jn 16, 9) es su caracterización
fundamental del pecado, que no reconoce su misión ni su condición salvadora. Este
rechazo global se manifiesta en los pecados “simbólicos” de la mentira y el homicidio
como oposición a Cristo como Verdad y como Vida, y la superación de este odio por el
Espíritu. El Misterio pascual es, entonces, el juicio al pecado que lleva a la glorificación
del Hijo y revela la misericordia de Dios. La primera acción del hombre será la acogida
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fundamental de esta nueva presencia salvadora de Dios y la permanencia en esta


presencia renovadora (la vuelta continua a los medios de salvación)…

En San Pablo, el pecado se comprende también como lucha, porque este habita
siempre en el hombre (necesidad de la continua conversión centrada en Cristo por la
acción del Espíritu Santo), contra la posición gnóstica de que el perfecto sería impecable
al final del proceso de la purificación. Se supera así el peligro de la justificación por las
propias obras (Rm 3).

La teología de Juan y Pablo sobre el pecado es profundamente cristocéntrica y se


entiende en toda su realidad como el rechazo de la Persona y la obra de Cristo. Pablo
utiliza frecuentemente las “listas de pecados” (hasta 15 listas), que reflejan un influjo
estoico, pero a las que da sentido diverso: ruptura con el mismo Cristo (y vinculación
del pecado con la muerte como rechazo de la salvación). Negar los pecados es rechazar
a Cristo como Salvador. A la vez, solo el que se reconoce como pecador comprende
auténticamente el papel de Cristo en su conversión: murió “por mí”. No podemos
conocer a Cristo sin reconocer nuestros pecados, sin conocer que estamos salvados por
Él.

6. La realidad del pecado. Dimensiones y efectos

6.1 Definiciones de pecado

-El pecado, ofensa a Dios (CCE 1850). Es preciso comprender la analogía: no


es que el pecado pueda hacer mal a Dios o lesione su providencia. Se comprende desde
el rechazo del don de sí de Dios: no responder al don.

La Dominum et vivificantem de Juan Pablo II ha hablado de la “vulnerabilidad


de Dios”:

El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el
discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo "es invocado" para
"convencer al mundo en lo referente al pecado". Es invocado de modo definitivo a
través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar
el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es
posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las
profundidades de Dios.
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Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con


una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto
voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica
de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira
ya definitivamente "juzgada": mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado
de sospecha permanente, al mismo amor Creador y salvífico. El hombre ha seguido al
"padre de la mentira", poniéndose contra el Padre de la Vida y el Espíritu de la verdad.

El "convencer en lo referente al pecado" ¿no deberá, por tanto, significar también el


revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible en indecible, que,
como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión
antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de
la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el
pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta "ofensa", a este rechazo del
Espíritu que es amor y don en la intimidad inescrutable del Padre, del Verbo y del
Espíritu Santo?

La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de


Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios,
se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico,
reacciona hasta el punto de exclamar: "Estoy arrepentido de haber hecho al hombre".
Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra... y dijo el Señor: "me
pesa de haberlos hecho". Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que
siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este
inescrutable e indecible "dolor" de padre engendrará sobre todo la admirable
economía del amor redentor de Jesucristo, para que, por medio del misterio de la
piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado.
Para que prevalezca el "don"1.

-El pecado (San Agustín, Contra Faustum), toda acción, palabra o deseo
contra la ley eterna. Sustancia del pecado (acto malo) y razón formal (contra la ley
eterna). Se quiere evitar, de todos modos, un sentido legalista de la ley, en cuanto
desobediencia a un precepto, y se refiere, por eso, a la racionalidad de la ley (Ley
natural) como transgresión contra la luz de la verdad impresa en nosotros: contra la
racionalidad.

-La definición teológica del pecado incluye también la posibilidad de obrar mal
(capacidad de hacerlo) y la malicia de “ponerse” fuera del fin último. O sea, el pecado
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JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, 39 (18 de mayo de 1983).
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como desobediencia a Dios: rechazo de su voluntad, de su plan. Ver el rechazo dentro


de una relación filial, lo que radicaliza su malicia en cuanto rechazo de un amor paterno
que lo engendró: interrumpir la relación filial, vivir como si Él no existiera, borrándolo
de la existencia (RP 18).

6.2 Dimensiones: aversión a Dios, conversión a las creaturas

La realidad del pecado está inserta en la dinámica de la acción humana y tiene


una doble dimensión:

-maldad moral. El mal no consiste en las consecuencias del pecado, sino en el


mismo mal moral: elegir las cosas inciertas e inestables a las cosas divinas (Ag).

-bondad como bien aparente. El hombre se dirige desordenadamente a las


criaturas porque hay algo bueno en ellas, y por eso se admite una gradación en la
adhesión a ellas. El perdón perdonará la culpa, pero permanecerá el desorden. Por eso se
establece la necesidad de luchar contra el desorden y su raíz, viendo qué apegos y
elementos hay que purificar.

En la Escolástica el pecado se describirá como movimiento de la voluntad,


reverso auténtico del otro movimiento de relación con Dios que había sido la
conversión. Formalmente, el pecado es entonces una aversión a Dios (alejamiento de
Dios: aversio a Deo), en la materia de una atracción concreta (conversio ad creaturas).
El modo de querer esa atracción es el que puede apartar de Dios.

El pecado supone una desviación de la rectitud del querer contra la razón misma
del bien, que no puede entonces ordenarse al fin último. El pecado tiene su formalidad,
por tanto, en la intencionalidad propia del acto, no en su psicología (no se es presionado
y atraído por el pecado por habernos apartado interiormente de Dios: el rechazo consiste
precisamente en la intención de apartarnos de su relación en la vivencia de un bien
concreto).

O sea, el pecado es un desorden en la intención en su función de adecuar el


afecto a la acción, que acaba moviendo la voluntad contra Dios. Al final, se convierte en
una actuación contra rationem y en una aversio a Deo, por tanto.

Es un auténtico acto humano (no un “estado”): se escoge un acto que carece del
bien debido, de la ordenación recta al fin de la razón y de Dios. Pecar no es, pues, solo
elegir la separación formal de Dios (la intención primera no es separarse de Dios), sino
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elegir un bien de forma que rechaza el plan de Dios sobre la persona. El objeto del
acto no es la separación de Dios (aunque es una de sus dimensiones consentidas por la
voluntad humana, que sufre el influjo de la inclinación al mal, al bien parcial y
desordenado).

Incluso en el rechazo directo de Dios (lo cual, en principio, parece más un acto
diabólico que humano), lo que se elige primariamente es la propia excelencia
autosuficiente, e incluso ese acto de odio está motivado por un amor primero, aunque
desordenado, a sí mismo. De esta manera se salva el primordial aspecto de bien sobre
el pecado (de donde proviene el espacio para la esperanza y por el que vendrá su
vencimiento): venceremos el mal con la elección del verdadero bien (Cristo elegirá el
bien recto y excelente, logrando la comunión con Dios y la alegría de tal comunión)
(Rm 12, 21).

Los pecados se diversifican, por tanto, por los bienes que atraen de forma
dolosa. Se puede, pues, como terapia contra el pecado, identificar y luchar contra esta
inclinación perversa para poder sanarla, precisamente desde su condición material de
bien erróneo (desde su condición objetiva, no sólo impresión subjetiva o suceso
psicológico determinante). La penitencia, por eso, quiere sanar también las tendencias
torcidas, no sólo la culpa concreta, aunque precisamente por esta condición objetiva el
pecado no se vence de una vez para siempre. Lo que está claro es que el pecado
desordena objetivamente al hombre en sus dinamismos morales.

Eso le da un carácter objetivo que permite su tratamiento y su lucha: no es una


mera impresión subjetiva (“no sé qué me pasa, siempre es igual…”), lo que haría el
pecado incomprensible y finalmente obsesivo.

7. La desintegración del sujeto

Las ofensas alcanzan a Dios en la medida en que obramos contra nuestro propio
bien humano. El sujeto se hace malo, por actuar contra rationem. El pecado entonces
deforma la imagen de Dios, entenebrece la conciencia y el conocimiento del bien
(inteligencia) y deforma al hombre.

7.1 Las raíces: vicios y pecados capitales

Pecar no es elegir en el vacío, o elegir en absoluto desde una voluntad perversa.


La persona se expresa en todo el dinamismo de la acción, en una integración de
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dinamismos ordenados por la razón práctica hacia una acción excelente que comienza,
como ya sabemos, en sus elementos preelectivos (disposiciones, deseo de felicidad…).
No es solo, por eso, una decisión errónea. Surgen de un desorden interior. Esos afectos
desordenados se reiteran y el hombre se connaturaliza más inclinándose a cometerlos…

El vicio se caracteriza por la falta de racionalidad y por la mecanicidad de su


elección. Es un entorpecimiento de la mente. Si las virtudes se unen, los vicios se
multiplican y disgregan la unidad de los dinamismos.

En la tradición, la raíz del desorden del que brota el pecado se ha formulado de


diversos modos:

-concupiscencia: Las 3 concupiscencias (1Jn 2, 16): «Todo lo que hay en el


mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la
vida, no viene del Padre, sino del mundo»: bienes que atraen los deseos de los hombres,
que pueden ser fácilmente absolutizados y que rompen internamente al hombre:
satisfacción de los placeres, bienes exteriores que atraen a los ojos, exaltación personal:
(jactancia de las riquezas, vanidad y deseos inmoderados).

-los enemigos del alma. Demonio, mundo y carne.

-pecados capitales. No se llaman así por la importancia, sino por ser cabeza,
principios de los otros pecados. Proviene de la tradición cenobítica oriental ante la lucha
contra las tentaciones, donde se habla de atacar la raíz de los pecados: soberbia, envidia,
pereza (acidia), ira, gula, lujuria y avaricia. Expresan fracturas interiores del hombre
(sus deseos inmoderados que pueden esclavizar y degenerar al hombre). Como
inclinaciones están en todos.

-Pecado contra el Espíritu Santo: rechazo de Cristo, acusación de demoníaca a


la acción de Jesús y rechazo de la mediación de la gracia y de la penitencia eclesial.

7.2 División del pecado

El cristianismo tuvo que responder a la cuestión de que los miembros de la


Iglesia seguían siendo pecadores (la liberación del pecado no era completa): podían ser
infieles a la gracia recibida (en San Pablo, contra los gnósticos y la idea de
impecabilidad). Todos los pecados no son, sin embargo, iguales. Ya desde los escritos
patrísticos se trataba de determinar la lista de los pecados que constituían el camino de
la muerte o las tinieblas…
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Desde el principio de la tradición cristiana se reconoce que existe un pecado que


daña al cristiano hasta sacarlo del estado de gracia, hasta dejar de “ser grato a Dios”. La
aversio a Deo, como hemos visto, es lo formal del pecado, y de ahí surge esta división
teológica entre pecado mortal y venial y la determinación de la voluntad según la
materia grave o leve.

7.2.1 División teológica. Pecado mortal-venial (aversio a Deo: ruptura con


Dios)

Pecado como “muerte” en sentido figurado (expulsión del pueblo, muerte, vivir
fuera del plan de Dios). Ap 3, 1: “Tienes nombre de vivo pero estás muerto”; “tu
hermano estaba muerto” (Lc 15, 32); 1Jn 5, 16-17: «Si alguno ve a su hermano cometer
un pecado que no lleva a la muerte, ore y alcance vida para los que no pecan de muerte.
Hay un pecado de muerte (…) pero hay pecado que no es de muerte». Desde este texto
toma la expresión y extiende su uso Orígenes: “peccatum ad mortem o mortalem”,
señalando la dificultad de su división: «Sobre qué pecados no son de muerte, sino de
daño, pienso que no es fácil que un hombre lo pueda discernir, pues está escrito: “Quien
comprenderá los delitos?» (Orígenes, Hom. in Leviticum).

A partir de aquí se distinguió (por comparación): un pecado como la muerte del


alma y otro como su enfermedad (que se cura por el propio organismo: mientras el
pecado mortal necesita que alguien lo perdone, en el pecado venial se puede llegar a
merecer por sí mismo el perdón, “la venia”). El Sínodo cartaginense se refiere al pecado
“venial, minuta, leve, de daño”, como el del justo en el Padre nuestro: “perdónanos
nuestras deudas”.

En la época medieval se consagra esta distinción (en san Agustín aún no está
clara, pues creía que la acumulación de veniales podía provocar la muerte del alma).
Ricardo de San Víctor avanza en la clarificación conceptual a partir de la pena que
conlleva cada uno, temporal o perpetua, y añade otro criterio desde la objetividad del
pecado: pecado mortal será el que conlleva una gran corrupción propia, una grave lesión
al prójimo o un fuerte rechazo a Dios.

-Santo Tomás: Determina su diferencia desde la finalidad del acto mismo, desde
su propia ordenabilidad o principio interior: el mortal conduce a un defecto irreparable
por la destitución de algún principio: el principio de la vida como orden hacia el fin
15

último… Son así pecados irreparables. El otro es pecado por analogía, porque dispone e
inclina al mortal.

-Trento: Confirma la distinción desde el valor moral de los actos, y no solo


como actitud ante Dios. Así, por el pecado mortal se pierde la gracia de la justificación,
aunque no la fe (sí en la infidelidad), por lo que se exige confesar todos los pecados
mortales (sin esta obligación para los veniales). Aunque en la tradición ha habido
diferencia en la terminología y en su valoración, negar esta división teológica
(consideración psicologista de la opción fundamental, por ejemplo) no hace caso a la
distinción de la propia revelación, que señala lo dramático de la vida del hombre fuera
del plan de Dios.

7.2.2 Pecado grave / leve (conversio ad creaturas: determinación de la voluntad


del hombre)

División antropológica que intenta aclarar la objetividad de la acción cometida.


Expresa la malicia del pecado (no hay un pecado más “mortal” que otro, pero sí los hay
más o menos graves ex obiecti). Está ligada al contenido intencional del acto, que puede
implicar o no a la persona en su totalidad o de modo gradual. Se valora aquí la rectitud
del acto como orden al fin último, donde el pecado grave “desordena” la persona hacia
el fin último y el leve simplemente es “no ordenable” a él.

7.2.3 Relación entre ambas divisiones: criterios de discernimiento

Pecado mortal: materia grave, realizada con plena advertencia y perfecto


consentimiento.

Por la necesidad de llegar a criterios objetivos para la determinación del pecado


mortal se acude al concepto de gravedad, hasta llegar a los actos intrínsecamente malos,
aquellos que por su contenido intencional implican un rechazo real de la caridad (o
afectan al bien total de la persona a través de los bienes relevantes para ella, como ya
estudiamos). La materia grave es lo objetivo, las materias en las que se supone un
desorden grave respecto del fin. “Existen actos que, por sí y en sí mismos,
independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos, por razón de
su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son
siempre culpa grave” (RP, 17, 12).
16

A este criterio objetivo se han de sumar además los criterios subjetivos (ex
subiecti), necesarios para poder llamar “agente” al sujeto: aquí se estudia la
involuntariedad (ignorancia o violencia) y se establecen las conocidas condiciones (VS
70, RP 17, 12; CCE 1857): materia grave, pleno conocimiento y consentimiento
deliberado. Las condiciones subjetivas no ponen o quitan maldad (materia), sino
expresan lo imperfecto de la acción, hasta poder hacer variar su objeto. Determinan de
qué modo está implicada la racionalidad de la persona en el acto, desordenando su
orientación hasta la separación de Dios.

-Pleno conocimiento: conciencia clara de realizar un acto (conciencia


psicológica: o sea, no en sueño, incapacidad o inadvertencia) en su valor moral
(conocimiento suficiente: conocer el valor moral negativo y su gravedad). En el caso de
una conciencia invenciblemente errónea, p.e., la persona ignora la maldad de su acto y
no comete entonces, aunque obre un mal grave en una acción consciente, un pecado
mortal.

Deliberado consentimiento: desde la intencionalidad propia de la acción (objeto


moral del acto, porque no existe una voluntariedad de mal ajena al objeto y su intención:
P. Abelardo: “no es condenable la voluntad de unirse a una mujer, sino el
consentimiento de la voluntad”). Por supuesto, aquí hay que contemplar los clásicos
impedimentos de la voluntariedad del acto, la violencia y el temor, en la medida en que
pueden llegar a eliminarla. Si no la eliminan totalmente, se cae en el pecado de
debilidad, por dificultad exterior o por inclinación viciosa, pero esta debilidad no exime
del pecado. El consentimiento de los pecados internos (pensamientos y deseos) se han
de valorar en los límites de la certeza moral en la que estos se mueven. Ya sabemos que
no se alcanzará nunca una certeza matemática. En principio, no se puede tener
consentimiento pleno en el ejercicio de otra actividad. Igualmente, no cometer el acto
exterior cuando guiado por los pensamientos o deseos es fácil de realizar, es también
señal de falta de consentimiento.

7.3 Triple división del pecado

Desde la angustia de la culpa y el temor excesivo a la facilidad de los pecados


mortales, algunos autores se han referido a otros criterios que provienen de la parte
subjetiva del sujeto para revelarnos algo sobre la intensidad de la acción y permitirnos
conocer mejor el auténtico valor de los actos.
17

Es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere


permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil
y repetidamente, como parece indicar a veces la “materia” misma de sus actos.
Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de
tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse
sucesivamente a Él mediante una penitencia sincera (VS 69).

Uno de estos criterios ha sido la opción fundamental negativa. Formulan que se


puede tomar una decisión deliberada en materia grave que no rompa la opción
fundamental (pecado grave pero no mortal): la materia indicaría sólo el campo de
gravedad, pero no más. Todo quedaría al criterio teológico de la decisión subjetiva de la
persona, sin criterio objetivo de determinación de la implicación de la persona en su
acto. Esto deja a la persona dentro de un estado de perplejidad, porque queda como
único criterio el psicologismo de la percepción interior y subjetiva del acto.

La corriente trascendental de la opción fundamental considera el pecado, al


máximo, como signo de la opción fundamental, pero queda muy indeterminada la
certeza de cometerlo. Quizás un acto pecaminoso puede valorarse como signo de un
cambio negativo (persona que empieza a perder su relación amistosa con Dios).

El pecado como ruptura con Dios se explica mejor desde la primacía del don de
la gracia, que excede de tal modo las fuerzas del hombre que nunca se puede estar
seguro de no perderla (eso pasa también en la amistad: ¿existe seguridad de mantenerla
cuando se ha cumplido una infracción objetiva?). Además, toda falta grave no se
produce repentina o sorpresivamente, pues suele incluir una disposición anterior que ha
ido formando la comisión de pecados veniales. Ya estos pueden ser tenidos como signos
de la malicia de obrar “fuera de Dios” (relación de los pecados veniales deliberados y
los vicios adquiridos con el pecado mortal).

En conclusión,

“Esta división ternaria tiene su razón de ser a nivel fenomenológico y descriptivo, sin
embargo, a nivel teológico no se puede borrar la diferencia fundamental entre el sí y el
no a Dios” (Comisión Teológica Internacional, La reconciliación y la penitencia, 1982,
n. 293).

“Siempre queda firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el
pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural” (RP 17,
16).
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“Es la opción fundamental la que define, en último análisis, la disposición moral del
hombre, pero esta puede ser modificada radicalmente por actos particulares, con actos
anteriores más superficiales” (Declaración Persona humana, 10).

8. Evangelización y pecado

Acción de la Iglesia en el régimen de la Nueva Alianza: Revelación del pecado y


práctica penitencial para sanarlo: superación del pecado en la misericordia porque el
pecado ha sido vencido en Cristo.

En todo caso, no se puede partir de una concepción del pecado meramente como
culpa, que parece inevitable. Por el contrario, el punto de partida es la elección
fundamental de la fe en Cristo Redentor (fuera una moral centrada solo en la conciencia,
que acusa pero no cura) que inicia en un camino de fe en la presencia de Dios y en su
misericordia realizada en Cristo.

Desde aquí se entiende el sacramento de la Penitencia como la renovación del


don filial del bautismo (y el pecado como alejamiento de la casa del Padre: pérdida de la
dignidad y de los bienes de la casa). En toda la historia de la evangelización, ha habido
una asociación entre la enseñanza y el crecimiento moral de la Iglesia y la práctica del
sacramento de la penitencia (con diversos momentos de avance en los que se ha ido
tomando conciencia de sus elementos principales (penitencia, contrición y confesión
oral de los pecados): confesión anual (Concilio IV de Letrán), confesión por
devoción…).

En el ámbito de la enseñanza moral, siempre se ha dado el problema y peligro


del legalismo, unido a la conciencia excesivamente casuística. Trento, en este sentido, es
el quicio doctrinal sobre la doctrina sobre la penitencia: con la enumeración de los
elementos sustanciales en el perdón de los pecados: contrición, confesión y satisfacción:
Confesión vocal de todos los pecados mortales, y explicación de las circunstancias que
mudan la especie: “Explicarse en la confesión aquellas circunstancias que mudan la
especie del pecado”2. También formuló la división de los actos del penitente y del
confesor; contrición como acto de amor de amistad que supone la justificación (ahí se
fundamenta la reconciliación): no sólo recitar pecados externamente, sino búsqueda
verdadera de reconciliación. La falta de comprensión del conocimiento práctico puede

2
CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de sacramento poenitentiae, c. 5 (DH 1681).
19

llevar a una racionalización de la acusación de los pecados que busque una certeza
absoluta que no es propia de los actos morales (problema de los escrúpulos).

Dificultad en esto de los sistemas morales y de los excesos de una mala


casuística: función calculadora de la falta, aplazamiento de la absolución hasta que no
haya signos de conversión, práctica rutinaria y mecánica de la penitencia: más
reconocimiento oral que conversión (experiencia de confesiones poco eficaces por
incidencia en el fenómeno de la subjetivización de la culpa y la ansiedad psicológica,
pero no experiencia de conversión ni contenido real). Caída en el intimismo
(concentración en lo subjetivo, no en el camino de gracia y conversión objetivas que
supone. De este intimismo subjetivo procede la idea de la validez del “confesarse con
Dios”).

La evangelización acerca de la renovación del sacramento de la penitencia


conlleva esta superación del emotivismo ante el pecado por una nueva conciencia de
encuentro y conversión en Cristo a través del sacramento, lo que conlleva facilitar su
acceso y su vivencia. Esta práctica frecuente del sacramento implica acceder a un
auténtico conocimiento personal de los pecados y de sus raíces, de los vicios ya
arraigados, de inclinaciones particulares del carácter personal, que pueden introducir en
un camino de verdadero acompañamiento personal y de crecimiento, alejado del
voluntarismo y anclado en la importancia de los afectos y en la posibilidad de dirigirlos
en una dinámica creciente de virtudes. El confesor habrá de saber ayudar al penitente
para superar el desaliento de la repetición de pecados.

Hay que concluir siempre con una apelación a la esperanza como posibilidad de
cambio interior desde la sensación de esclavitud que deja el pecado: desesperación. Se
ha de proponer, entonces, un plan integrador de una práctica sacramental progresiva e
histórica, paralela a las situaciones personales y al crecimiento personal, con la
confianza en la acción misericordiosa de Dios por el Espíritu Santo.

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