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las veladas, a la luz de la Luna o al ful- las, en la veranda, eran la delicia de da campestre. La primavera se mar- z, acosada por el soplo ardiente de Jos primeros dfas de junio. Nos sentébamos en rue- do, después de la cena, a charlar, a rasguear la gui- tarra y a cantar canciones de amor. Lo que sabe una petenera cantada u ofda a mil leguas de la patria, no lo sospechan los que sin ha- ber salido del terrufio, suspiran por lo exético y se fingen un sentimentalismo de pega, ante lo que les llega de extranjis, sea lo que fuere. A nosotros, nos vena de abolengo la guitarra. Entre los més bien templados violines con que artistas de fama nos re- galaban los ofdos, de musica cldsica, el instrumento morisco, de que hoy muchos se avergitenzan, era el que nos convocaba, noche a noche, a recordar los tiempos idos y las ilusiones voladas para siempre. En una reunién cosmopolita, natural era que canciones, bailes y anécdotas lo fuesen también. Cada uno referfa su cuento, déndole vida con la forma narrativa, seguro de que le faltarfa interés re- citandolo en seco. No sé qué de insfpido y desmaya- do tiene la historia de los pueblos cuyas costumbres no conocemos, y de los cuales no hemos vivido la vida. Es menester vivir con ellos, hacernos a su ins- esos dias, 1 de las estre nuestta tempora‘ chaba a paso velo tinto y a su idiosincrasia, coparticipar de sus ideale, entender su lenguaje, por extrafio que parezea nuestro. Los animales nos llevan en esto la vent al Se entienden mejor entre sf, porque en todas em del mundo hace el borrego mé, canta el gall quiri-qui y rebuzna el pollino en la misma to, qui. Asi, aunque se los traslade de un extremo a ce mundo, nunca se sienten extranjeros entre was su especie. Cierta noche, la Luna asomé por encim, @ de un copo de nubes blanquecinas, precisamente punto en que, sobre la copa de un sicomoro, ag ci6 el tecolote que a diario visitaba nuestro Fie Mirénos atentamente y dejé ofr su triste sae Nada nos gust6 la serenata. Otras veces aie conformado con atisbarnos desde la rama i bia laurel lejano, sin regalarnos con ligubres metals - Sintiendo vergiienza de su propio terror : S ron todos disimularlo. Pusieron en juego dino artimafias. Una sefiora, miedosa como ella a ech4ndosela de guapa, dijo a la Conteh que nadie se lo preguntara: cae —A mf no me asusta ni el canto del tecolote ni la muerte. Si me muero antes que ustedes, vendré a contarles lo que hay por all4. iCreen ustedes que los muertos vuelven? iBien lo quisieran los pobrecitos! Don Antonio, un sesent6n muy cachazudo, na- cido y crecido en las misiones de la Alta California, recogié la observacién, diciendo: —Miren ustedes, mialmas; si los muertos vuel- ven del otro mundo o no, yo no sabria decirlo; pero cuando estan de cuerpo en cuanto a levantarse, ntan! presente... ivaya si se leva ~iLos ha visto usted, don Antonio? as Con estos ojos que me ha de comer lati — —A ver, cuente usted —suplicaron todos a sie rodilla. Aco™ Don Antonio descruz6 bien en la butaca, y colocé la guitarra sobre un mueble cercano. Hizo una gesticulacién que parecia querer juntar todos sus recuerdos, y hablo de esta nera: - -Yo nunca he salido de California. Aqui, en es- tas vastas soledades, no se conocié nunca el miedo, mientras no nos lo trajeron de todas partes del undo los buscadores de oro. Entonces, como se E paha y se mataba a tutiplén, el terror y el panico XX crecieron tan frondosos como los naranjos. Pero 0 esto es nuevo, ya lo he dicho, pues los califor- ia nos legitimos nunca tuvimos un pelo de collo- a Sin embargo... Oigan ustedes y créanme por es- Bei son cruces. ~Y las formé apoyando los |_” tas indices sobre los pulgares. — ? El ruedo se estreché. Cuando hubo cesado el ido de las sillas, al juntarse, prosiguié el viejo: e Hace mds, mucho més de cincuenta afios, que viviamos en las inmediaciones de San Bernardino, en un rancho que mi padre habia heredado del suy0, Y que, por su numeroso ganado, sus semente- ras de trigo y su extenso olivar, era codiciado por los aventureros que abordaban continuamente en Cali- fornia, siempre con miras de filibusterismo. Por ese tiempo, ni Sloat ni Jones habfan ense- fiado la oreja, mostrando el malévolo designio de arrebatar, a la nacion generosa que los hospedaba, este rico jir6n. Mi padre, cierto que no era muy lefdo, pero a hombre de bien y a patriota, no le iba en zaga nin- Buno; y, aunque en medio de nuestra existencia un nn nada nos hacfa falta, tampoco sos- oi Mos que se acercara el dfa en que habfamos Te i 2 . * : = oe en nuestra propia tierra. iQuién a ‘ Pojados de ¢ decir que nos verfamos més tarde des- ~» & todo lo que entonces, por cuidarlo, nos ete

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