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La mirada Ontológica de Martín Heidegger

Rafael Echeverría, Ph.D.

La mayor contribución filosófica de Martin Heidegger (1889-1976), el filósofo más


importante del siglo XX, consiste, en nuestra opinión, en haber levantado lo que llamamos
la pregunta ontológica, la pregunta por el carácter de la realidad, y ofrecernos una respuesta
que corregía aquella que en el pasado nos habían ofrecido los antiguos metafísicos griegos.

Heidegger inicia su práctica filosófica como discípulo de Husserl (1859-1938). Ello implica
que, en un principio, asume la orientación fenomenológica de su maestro. Pronto, sin
embargo, le dará a ésta última un giro que progresivamente lo alejará de los planteamientos
de Husserl. Para éste, el foco de su atención estaba puesto en las experiencias de conciencia
o, si se quiere, en la conciencia de las experiencias. Heidegger intuye que el punto de partida
de la reflexión filosófica debiera ser anterior, de manera de situar la conciencia en las
condiciones existenciales que son inherentes a los seres humanos, condiciones desde las
cuales ella emerge y se configura de la manera como lo hace.

Como filósofo moderno, Heidegger suscribe la posición de que no observamos la realidad


tal cual ella es, como lo presumían los antiguos metafísicos, sino tal como ella se nos presenta
a los seres humanos. La pregunta ontológica por el carácter de la realidad, debe iniciarse
desde el ser humano, tal como lo habían reconocido, Descartes (1596-1650), Hume (1711-
1776) y Kant (1724-1804), hijos todos de la Modernidad.

En este sentido, es interesante establecer un contrapunto entre Descartes y Heidegger.


Descartes reconocía que su reflexión filosófica debía partir desde sí, desde su propia práctica.
Ello lo conducía a arrancar su concepción de su práctica reflexiva como filósofo. De allí que
una de sus primeras premisas sea “pienso, luego existo”.

Heidegger objeta ese punto partida. Desde su perspectiva, la práctica reflexiva del filósofo,
es una derivada de otras más concretas y cotidianas de los seres humanos. Ello implica que
es de estas últimas que es preciso arrancar y no de la aquella que arranca del pensar del
filósofo. Y eso es precisamente lo que hace. Como filósofo, se pone en el lugar de los seres
humanos comunes y corrientes, procurando determinar cómo éstos configuran la realidad.
En vez de colocarse en el lugar del filósofo, Heidegger opta por situarse en el lugar del
carpintero. Su análisis, a este respecto, se presenta en su obra más destacada, Ser y tiempo.

Heidegger sustenta su reflexión examinando lo que él llama el Dasein. Este es un término


que en alemán significa ser-ahí y que el filósofo concibe como ser-en-el-mundo o el ser en
su práctica cotidiana de existir. Para Heidegger el Dasein es la unidad básica de la que es
preciso partir y que se presenta, inicialmente, como una unidad indivisible.

Ello implica que, en un comienzo, no es posible separar al ser humano de su mundo. No hay
un ser humano que no lo traiga consigo, así como no hay un mundo que no se constituya en
relación a un ser humano. Existe por lo tanto una importante diferencia entre la noción de
mundo y las nociones de realidad exterior o, si se quiere, de universo físico. El primero, para
Heidegger, es un término que pertenece al dominio de la existencia humana. Es sólo luego
de haber aceptado la unidad del Dasein, del ser-en-el-mundo, que podemos ahora explorar el
tipo de ser que en tal mundo constituye y el tipo de mundo que emerge a partir del ser que
así lo constituye.

Uno de los atributos que Heidegger le confiere al Dasein es el que se trata de un ser que se
encuentra a sí mismo arrojado en la existencia, en un mundo ya en marcha, que impone
determinadas formas de conferir sentido, que es social y que está constituido en la historia.
El Dasein no escoge ser. El Dasein se encuentra ya siendo, existiendo, en un mundo que es
social e histórico; donde se imponen determinadas formas de conferir sentido y a partir de
las cuales el propio Dasein debe determinar el sentido de su existencia y de sí mismo. De allí
que, en el Dasein, ser y mundo se encuentren indisolublemente ligados.

Para Heidegger otro de los atributos del Dasein es ser “un ser que, en su ser, se le va el ser”.
Muchos se sentirán desalentados al escuchar esa frase que tiene la apariencia de una
“jerigonza filosófica”, de un extraño gargarismo. Pero tomémosla con benevolencia y
examinemos lo que el filósofo busca expresar. Traduzcamos esa hermética frase al sentido
común. Con ella, Heidegger procura señalarnos que el ser humano es un ser que se ve
obligado a hacerse cargo de su ser, sin lo cual su ser corre el peligro de desintegrarse, de dejar
de ser. De no hacerse cargo de su ser, éste “se le va”.

Ya Blaise Pascal (1623-1662) nos había advertido que la grandeza del ser humano consistía
en saberse miserable. Heidegger sigue esa misma línea de reflexión. El ser humano se sabe
inmensamente precario y vulnerable y está obligado a reconocer que, de no hacerse cargo de
sí mismo, pierde su ser. El ser humano vive con conciencia del peligro de su muerte y ello le
impone hacerse responsable de su existencia. Esto, según Heidegger, es un rasgo propio del
Dasein.

Ello implica que la relación del ser humano con su mundo está atravesada por este imperativo
de tener que hacerse cargo de sí mismo. Esto lo vemos expresarse de distintas formas en la
filosofía de Heidegger. Por un lado, a través de su reconocimiento de que a los seres humanos
las cosas “nos importan”, “nos preocupan”, “nos inquietan”. No nos da lo mismo lo que pase
y vivimos con conciencia de esta suerte de desasosiego que surge de la necesidad de hacernos
cargo del ser que somos.

Por otro lado, esta misma idea dará cuenta de una noción que es central en la filosofía de
Heidegger. Ella se expresa en el término alemán Sorge. Se trata de un término de no fácil
traducción al castellano. Ello no sucede en inglés que lo traduce por “concern”, aquello que
nos concierne. En castellano tenemos el verbo concernir, pero carecemos del sustantivo
correspondiente. Una manera habitual de traducirlo ha sido como “preocupación”. Pero
siempre me he sentido incómodo con esta traducción, pues le confiere al término alemán de
Sorge una carga negativa, que en mi parecer lo distorsiona. En razón de ello, he preferido
traducirlo como inquietud, término que considero menos negativo.

La noción de inquietud está relacionada con otras nociones que le son solidarias. Baruch
Spinoza (1632-1677) nos hablaba de “deseo”. Pero podemos hablar también de interés, de
búsqueda de satisfacción, etc. Lo que cabe destacar es el hecho de que nuestra mirada al
mundo no es una mirada neutral, sino siempre una mirada interesada. A partir de este
reconocimiento, queda descartada la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad.
Por el contrario, accedemos a la realidad a través de interpretaciones en las que las
inquietudes y los intereses de los seres humanos y la realidad se yuxtaponen en una co-
participación mutua, cuyo resultado es el mundo que los seres humanos configuran y en el
que participan.

El mundo que configuramos lo constituimos en razón de nuestras inquietudes. Nuestra


mirada está atravesada por nuestras inquietudes. Nuestras interpretaciones y las acciones que
en él emprendemos, conllevan esta dimensión de tener que hacernos cargo de nosotros
mismos y de nuestras inquietudes que surgen a partir de ello. Esto representa una premisa
central de la filosofía de Heidegger.

¿De dónde provienen esas inquietudes? En primer lugar, del imperativo antes mencionado
de tener que hacernos cargo de nuestra existencia, de esa relación concreta que todo ser
requiere establecer con su mundo para “preservar” el ser, la vida, como nos diría Spinoza.
Pero, tales inquietudes asumen formas y expresiones muy diversas las que simultáneamente
remiten a las condiciones históricas y sociales en las que los seres humanos se desenvuelven.
Es a partir de la sociedad, de su cultura, de su tiempo, de las clases sociales a los que los
individuos pertenecen, que ellos articulan sus inquietudes. Los individuos, nos advierte
Heidegger, son seres sociales e históricos y para comprender cómo ellos comprenden su
existencia, configuran sus mundos y se desenvuelven en ellos, es preciso desentrañar sus
condiciones históricas y sociales.

La cultura es el soporte desde el cual se establece la relación de los seres humanos con el
mundo. Ella provee una pre-comprensión, un pre-conocimiento que los seres humanos
configuran a través de sus interpretaciones. Todo conocimiento pre-supone, como condición
de posibilidad, un pre-conocimiento. Esta premisa será desarrollada posteriormente por la
hermenéutica, por la filosofía de los actos interpretativos y, muy particularmente por la
filosofía de Hans-Georg Gadamer (1900-2002), discípulo de Heidegger.

Sólo podemos conocer lo que previamente pre-conocíamos. Los supuestos, en vez de ser
considerados como un obstáculo del conocimiento, son vistos, por el contrario, como una
pre-condición necesaria de todo conocimiento. Dicho de otra forma, sólo observamos un
mundo si éste nos interesa previamente, si nos dirigimos a él confiados en que puede
proporcionarnos la satisfacción a nuestras inquietudes. No tenemos cómo abrirnos a lo que
nos es completamente ajeno, a lo que no logramos vincular a lo que nos inquieta. El proceso
de hacer sentido se sustenta inexorablemente en nuestras inquietudes.

La necesidad del Dasein de hacerse cargo de su ser, lo impulsa necesariamente hacia la


acción. Ello permite concebir la filosofía de Heidegger como una filosofía de la acción. La
acción es la manera concreta en la que los seres humanos nos hacemos cargo de nuestras
inquietudes. Pero esta relación permite ser invertida. Toda acción humana remite a una
inquietud. La acción es la manera como los seres humanos responden a sus inquietudes.
Dicho de otra forma, el sentido de toda acción humana, por lo tanto, está en la inquietud.
Esta relación entre la acción y la inquietud por un lado ilumina el carácter de la acción
humana, pero simultáneamente lo oscurece. La inquietud no es un “ente”, un algo, que
podamos identificar directamente. Nadie puede hacerlo, ni siquiera el sujeto mismo de la
acción. Toda inquietud siempre se configura como resultado de una acción interpretativa.
Ella no posee una existencia independiente ni mucho menos objetiva. Se trata tan sólo de un
punto de referencia a partir del cual podemos conferirle sentido a la acción. Y, como tal, ella
se revela como interpretación.

Al reconocerlo así, las inquietudes que un individuo – sujeto de las acciones en cuestión –
invoca para conferirle sentido a su actuar no son necesariamente más adecuadas que aquellas
que eventualmente otro pueda atribuirle.

A partir de la ontología desarrollada por Heidegger se cuestiona muy profundamente la


noción de una realidad objetiva tal como ella aparecía en el programa metafísico y en
múltiples otras filosofías posteriores que, de una u otra forma, siguen influidas por él. Con
Heidegger se consolida finalmente un tipo de ontología muy diferente de la metafísica. El
filósofo italiano Gianni Vattimo (1936) opone dos ontologías. Por un lado, la ontología
metafísica, sustentada en su correspondiente concepto de verdad, concebido como
correspondencia con una realidad objetiva. Por otro lado, la que denomina una ontología
hermenéutica, sustentada en el concepto de interpretaciones (desde el cual se habilitan
conceptos de verdad muy diferentes), que prescinden de la noción de realidad objetiva. En
esta segunda, tal pretensión de objetividad queda bloqueada desde un principio.

La filosofía de Heidegger arranca del pronunciamiento hecho previamente por Nietzsche de


que “no hay hechos, sólo interpretaciones”, para luego sostener “y también esto es una
interpretación”. Para Heidegger, el Dasein y, con él, los seres humanos, vivimos en mundos
interpretativos y no tenemos ninguna posibilidad de salir de ellos. Toda interpretación se
sustenta en interpretaciones y éstas, a su vez, se sustentan en interpretaciones, y así
sucesivamente, conformando tradiciones interpretativas que su suceden en el devenir del
tiempo histórico. No existe un punto inicial de partida, no hay otro punto de apoyo que las
propias interpretaciones. Por lo tanto, no hay fondo, no hay piedra de toque. El ser
trascendente de la metafísica que todo lo sustentaba se ha esfumado en el horizonte
heideggeriano. Esta postura ontológica no puede sino conferirle una importancia central al
lenguaje. El lenguaje, nos dirá Heidegger, es la morada del ser.

Volvamos por un momento, a la idea inicial de que estamos compelidos a hacernos cargo del
ser que somos, que ello nos impulsa a la acción y que ésta última, remite a inquietudes que
buscan ser satisfechas. Desde esta perspectiva, se configura nuestra mirada al mundo. En
efecto, si aceptamos lo que acabamos de señalar podemos ahora comprender el carácter de
esa mirada. Ella se define por desplegar nuestra capacidad de observación del mundo viendo
en él recursos u obstáculos para la satisfacción de nuestras inquietudes. Se trata de una mirada
que posibilidades, oportunidades, problemas y amenazas, en lo que todo está puesto en
referencia a este imperativo de hacernos cargo. Ello le imprime al mundo humano un
inevitable sesgo utilitario.

Digámoslo de otra forma. Las casas, los caminos, las mesas, las sillas, las camas, los libros,
etc., que pueblan nuestra cotidianidad, sólo se conforman en cuanto tales a partir de nuestras
inquietudes de trasladarnos de un lugar a otro; de cobijarnos frente al frío, el calor, la lluvia
y el viento; de descansar; de sentirnos cómodos al comer y trabajar; de aprender y
entretenernos, etc. Fuera de la constelación de las inquietudes humanas, ninguno de esos
objetos existe. Es a partir de las inquietudes humanas y de la búsqueda de hacernos cargo de
nosotros mismos, que tales objetos se configuran como tales.

Pero ellos no sólo se configuran en nuestra mirada, también se configuran como productos
de nuestras acciones. No sólo los observamos así. De la mima manera, los producimos como
tales. A partir de esas mismas inquietudes, buscamos generarlos, para así apaciguarlas y
expandir nuestros niveles de satisfacción. Y no se trata de buscar la satisfacción de nuestras
necesidades. La noción de necesidad es objetivante. Supone que ella existe, de manera casi
independiente de quién la invoca. Al hablar, en cambio, de inquietudes estamos conscientes
de situarnos en un espacio interpretativo, abierto, sujeto a interpretaciones distintas de las
que hoy prevalecen. Nos permite inventar modalidades de hacernos cargo que previamente
no identificábamos. Nos abre a la construcción de nuevas inquietudes que proyectamos en el
futuro.

La noción de inquietud (Sorge) tiene otros efectos en nuestras formas de hacer sentido. Ellas
no sólo configuran el mundo de una determinada manera. Simultáneamente configuran la
manera como estamos en él y el carácter de lo que estamos haciendo. Los seres humanos
tenemos múltiples inquietudes y desde cada una de ellas nuestro quehacer permite ser
interpretado de manera diferente. Nuestras inquietudes hacen de claves interpretativas
distintas del sentido de lo que en un determinado momento estamos viviendo. Si alguien nos
preguntara qué estamos haciendo en un momento dado, daremos respuestas muy distintas de
acuerdo a la inquietud que escojamos para responder. Ello implica que nuestro
posicionamiento en el mundo, en un momento particular, no es uno, sino múltiple, de acuerdo
a la inquietud que utilicemos para determinarlo.

Me parece importante reiterar la centralidad de la noción de interpretación. Para ello opto por
apoyarme en una idea apuntada por Nietzsche: el que una interpretación se imponga sobre
otra no es función de su verdad, sino de su poder. Ello nos obliga a movernos en una dirección
que no suele ser habitual. ¿Qué significa poder? ¿Cómo se conjuga? Me inclino por hacerlo
en dos direcciones.

En primer lugar, entiendo poder como dominación o subordinación de unos individuos sobre
otros. En este sentido, hay interpretaciones que se imponen como expresión del interés de
poder que unos mantienen sobre los demás. Ello se acerca a la noción marxista de ideología,
a la noción gramsciana de hegemonía o a la separación que el propio Nietzsche hace entre
amos y esclavos o entre hombres libres y miembros del rebaño.

Pero, por otro lado, la noción de poder apunta a la capacidad de acción efectiva, a la capacidad
de generar resultados que generan niveles superiores de satisfacción y que son interpretados
como formas más eficaces de hacernos cargo. En esta segunda acepción la idea de
dominación o de subordinación no está necesariamente presente. Pues bien, es en ese doble
sentido que el poder es lo que determina que una interpretación se imponga sobre otra. La
noción metafísica de verdad pareciera sobrar.
Hay otros aspectos de la mirada ontológica de Heidegger que es preciso no olvidar.
Orientados por el imperativo de hacernos cargo y de satisfacer nuestras inquietudes, los seres
humanos cuando observamos el mundo, no vemos en él todo cuanto pueda estar presente.
Nuestra mirada no sólo transforma en recursos lo que puebla el mundo, en medios para
obstruir o satisfacer nuestras inquietudes, sino que suele simplemente prescindir de observar
todo cuando resulta indiferente a aquello y al sentido de la acción que estamos emprendiendo.
Lo que es indiferente a lo que buscamos deviene, nos dice Heidegger, transparente. Pasa casi
desapercibido.

Heidegger pone en cuestión la noción de que basta que algo esté presente para que pueda ser
observado. Sólo adquiere presencia lo que es relevante en nuestra búsqueda de hacernos
cargo. Pero basta que algo que previamente no veíamos se convierta (sea considerada) en
posibilidad o en obstáculo, para que adquiera la capacidad de lograr ser plenamente
observada. Demos un ejemplo clásico. Nos precipitamos por la escalera para buscar algo que
se encuentra en el segundo piso. Al subir por ella, prácticamente no observamos los
escalones. Tenemos sobre ellos un nivel de conciencia extremadamente bajo. Pero basta que
nos tropecemos, para que de inmediato se produzca un giro en nuestra conciencia y para que
los escalones que previamente eran transparentes ahora pasen a un primer nivel de la
conciencia.

Lo que hace que algo que previamente era transparente pase súbitamente a ese primer nivel
de la conciencia, es lo que Heidegger denomina un quiebre por cuanto, precisamente,
“rompe” la transparencia anterior. El quiebre altera el fluir en el que previamente nos
encontrábamos y trae consigo un mundo diferente a la conciencia. Uno de sus efectos más
importantes es que, a partir de tal quiebre, podemos ahora reorientar las acciones que
estábamos realizando previamente. En otras palabras, podemos ahora buscar formas
diferentes de hacernos cargo. El quiebre permite reorientar nuestras acciones. De la misma
manera, altera las inquietudes que antes nos orientaban. Lo que antes estaba en un espacio de
transparencia, ahora ocupa un espacio de presencia.

Un quiebre puede surgir de dos maneras diferentes. Por un lado, como expresión del mero
acontecer en un determinado proceso de hacernos cargo. Se rompe el escalón y ello produce
un quiebre. Aparece un obstáculo inesperado y ello constituye un quiebre. Pero los seres
humanos tenemos también el poder de “declarar” quiebres. De pararnos frente a lo antes
aceptábamos sin mayores problemas y declararlo “insatisfactorio”; de decir “basta” frente a
lo que antes nos resignábamos. De declarar “¡No más!”. Al hacerlo, abrimos un horizonte de
posibilidades diferente y podemos tomar acciones que nos conduzcan hacia un futuro
distinto, que interpretamos como un futuro mejor.

Vivir la vida haciéndonos cargo del ser que somos y proyectándolo hacia el futuro, equivale
a vivirla desde la autenticidad, aceptando su finitud y la inevitabilidad de la muerte. Ello es
la fuente del sentido de vivir. Los seres humanos, sin embargo, podemos optar por una vida
inauténtica, que le da la espalda a la facticidad de la existencia. Esta vida inauténtica da lugar
a un importante concepto de la filosofía de Heidegger: el concepto de das Man. Éste implica
una vida vivida desde el “se” y no desde la autenticidad del ser. De esta forma, optamos por
lo que “se” hace, nos vestimos como los demás “se” visten, estudiamos lo que “se” estudia,
leemos lo que “se” lee, etc. En rigor, delegamos en ese “se” impersonal el imperativo de
hacernos cargo del carácter único de nuestro propio ser. Con ello, conducimos una vida
vivida vicariamente, como espejo de la imagen que nos hacemos de los demás. No obstante,
frecuentemente, despertamos desde esta inautenticidad y nos vemos obligados a enfrentar a
ese ser que hemos descuidado.

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