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Cuando se instaló el tren de alta velocidad entre La Plata y Constitución, el viaje que antiguamente

duraba más de una hora, se redujo a tan solo 25 minutos. Esto llevó a que los vendedores
ambulantes se agolparan, en una marejada constante y bulliciosa que rotaba por los vagones.

El método no había cambiado demasiado a través de los años. Cada uno entraba a su turno en el
vagón, exhibiendo su producto, y haciendo numerosas aclaraciones sobre su procedencia, frente a
las cuales, los pasajeros no tenían más opción que desconfiar.

Ramiro “el zurdo” Zunita viajaba desde Berazategui hasta Ringuelet para disputar un partido de
futbol contra el equipo del centro comunitario. Junto a él estaban dos de sus compañeros: Nicolás
(el dardo” Scaloni y Daniel Lambert (cuyo apodo dependería de su desempeño en aquel partido).
Los tres llevaban su equipo deportivo, camisetas con sus nombres, botines, canilleras y shorts.
Viajaban de esta manera, para evitar repetir el penoso incidente ocurrido en el encuentro anterior,
donde sus mochilas con mudas de ropa y billeteras, habían sido robadas por transeúntes, en una
conspiración que podría, o no, involucrar a sus rivales.

Su atuendo deportivo no llamaba la atención en lo más mínimo y, lo que es más, parecía sobrio en
comparación a los demás pasajeros. Sentados a su alrededor, un grupo de variadas edades lucia
apretados trajes de látex. Piezas enteras de los pies a la cabeza, que ocultaban el rostro con una
especie de antifaz, dejando solo la boca visible. Estaban de moda, y los colores más usuales oscilaban
entre el amarillo y el rosa chillón.

Un vendedor entró precipitadamente al vagón, cargando un canasto lleno de pequeñas cajas,


similares a empaques de medicamentos. Nicolás se entusiasmó al verlo, y explicó a sus amigos que
ese era un producto nuevo recién llegado al país. Se trataba de capsulas que contenían una bebida
destilada, más precisamente, cerveza.

Se extraía la mayor parte del agua de la bebida, obteniendo una jalea espesa y marrón, que luego
se sellaba en capsulas blandas. Al parecer, consumir una capsula, equivalía a tomar un litro de la
bebida tradicional. La capsula no debía ser masticada, puesto que el sabor del líquido era horrendo.

Nicolás propuso a sus compañeros comprarlas, puesto que, de todos modos, tenían planeado ir a
un bar con el equipo después del encuentro. Esta era, según él, una opción más barata y rápida.
Ramiro lo miró con el ceño fruncido, y se limitó a decir que todo aquello le parecía terrible.

Nicolás, como usualmente, se rio de ese comentario, y acusó a su compañero de ser “un viejo
quejoso”. El mismo era un fanático de las nuevas tendencias, la nueva ropa, la nueva tecnología. Lo
nuevo era bueno, por nuevo. Se sentía actual y conectado con el mundo.

Por otro lado, Ramiro rara vez alteraba sus hábitos. Amaba pocas cosas, y lo hacía con verdadera
intensidad. Cualquier nueva adquisición debía pasar un intenso proceso de cuestionamiento que
frustraría a cualquier griego. De hecho, su pasión más grande, y el trabajo de su vida estaban ligados
a una industria en decadencia. Era el propietario de una pequeña editorial independiente en
Berazategui, cuyo contrato más estable, era la emisión semanal de panfletos para el club de
observadores de aves de Quilmes. El trabajo más romántico que redituable, y con frecuencia lo
obligaba a pasear perros los fines de semana.
El siguiente vendedor no tuvo la delicadeza de esperar a que el tipo de las capsulas dejara el vagón.
Era difícil no prestarle atención. Llevaba un parlante colgando en su espalda, sonando a un volumen
escandaloso, y gritaba con aun más intensidad para ofrecer su producto. Nicolás volvió a observar
a Ramiro, con una sonrisa pícara, esperando su reacción. Sabía que el odiaba esa música.

Se trataba de un estilo nuevo, que las personalidades del arte tildaban de “minimalista y
transgresor”. La mayoría de las canciones se componían de una base de percusión bailable, guitarras
muy reverberantes y gemidos orgásmicos de intensidad variable. Sus autores solían mencionar que
el generó representaba la ruptura con los tabúes y la liberación sexual, al presentar grabaciones de
copulas reales que se llevaban a cabo en el estudio.

El ceño de Ramiro volvió a fruncirse. Nicolás rió, y remarcó que era un anciano que desdeñaba todo
lo nuevo. Sin embargo, eso no era del todo cierto, como se esforzó en aclarar Ramiro “No es porque
sea nuevo, es porque es espantoso”.

Como solía suceder, Nicolás evito caer en una interminable discusión sobre estética, con una suerte
de salida conciliadora. “a mucha gente le atrae, y sobre gustos no hay nada escrito”

Pero eso no era del todo cierto, como se los hizo notar Lambert, que escuchaba desde el asiento
trasero. Sus compañeros compañeros lo habían olvidado en el fragor de su contienda, pero el
permanecía atento, sentado junto a un sujeto envuelto en látex rosado, que rechinaba con cada
movimiento.

Lambert trabajaba en la biblioteca municipal de Gonet. Los pocos asistentes de aquella institución
al borde del cierre, lo consideraban un erudito. Lo era en cierta forma

Su carácter introvertido y su poco éxito en embates amorosos, lo hacían disponer de tiempo más
que suficiente para enfrascarse en densos debates literarios y políticos, con los jubilados que asistían
al club de ajedrez. Por ellos el sabía de un libro, desaparecido, considerado una curiosidad histórica.

Gandolfo Articoichea, autodenominado “poeta” de Boedo, había escrito y publicado en 1920, una
obra sencillamente titulada “sobre gustos”. Se trataba de un sinvergüenza, más recordado en el
barrio por sus peleas a cuchillo, y sus desmanes de ebrio melancólico, que por cualquier
contribución literaria real.

Sin embargo, entre arrebatos de indignación moral empapada en ginebra, había elaborado un
extenso volumen acerca de cómo algunos de sus contemporáneos, dilapidaban el buen nombre del
arte. Tal manuscrito había llegado a editarse, por acción de una comisión vecinal que, aunque poco
interesada en sus ideas, hallaba una enorme utilidad en mantenerlo ocupado.

Desde luego, el texto no había tenido gran impacto entre los tangueros reos y malhablados de su
escueto círculo social, más interesados en el amor de las meretrices que en la reflexión filosófica.

El libro, que intentaba ser expositivo, fracasaba generalmente en un mar de enunciados poéticos y
simples y llanas groserías. Sin embargo, los lectores atentos podrían pasar por alto los arrebatos y
las divagaciones, para encontrar una idea fuerte que recorría todo el escrito. Se atrevía a afirmar
que la exaltación del espíritu y la complejidad estética no debían dejarse de lado en pos del impacto
instantáneo.
Fue visto, como corresponde, como un reaccionario por los intelectuales del barrio. Aceptar tales
ideas implicaría renunciar a las dadivas artísticas que llegaban en cada barco desde Europa. Por lo
que se decidió que el autor debía ser ignorado y condenado al olvido

Después de 130 años, no se conocía a ciencia cierta la ubicación de cualquier copia, pero la tradición
oral había hecho sobrevivir de él, una leyenda que roza lo fantástico en términos filosóficos. Entre
la resaca y la borrachera (que eran los dos estados frecuentes del autor) Articoichea había
engendrado un sistema infalible e irrefutable que permitía separar el arte de la pretensión, lo osado,
de lo ridículo, el buen gusto, del malo.

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