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El año de la volatilidad

Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos
lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros
más abiertos que nunca

Daniel Innerarity / 30 DIC 2018 - 11:07 CST

Sugiero que la palabra del año 2018 sea “volatilidad”, y su metáfora


las revueltas de los chalecos amarillos, tras las que no había ningún
sindicato ni coherencia reivindicativa y que tiene a su vez que ser
gestionada por un presidente de la República, Emmanuel Macron, que
no representa propiamente a un partido político sino a algo que
prefiere denominarse a sí mismo como un movimiento.

La volatilidad se manifiesta en impredecibilidad que hace fracasar a


las encuestas, inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria
y viralidad. Desde Trump, el Brexit y Vox parece que estamos
condenados a las sorpresas políticas, esos “accidentes normales”
(Charles Perow) que no obedecen ni a la causalidad ni a la casualidad
sino que forman parte de una nueva lógica que está todavía por
explorar. El resultado de todo ello es la constitución de un público con
la atención dispersa, la confianza dañada y en continua excitación.

Cuando Marx y Engels formularon aquella famosa sentencia de que


“todo lo sólido se evapora” estaban refiriéndose a un paisaje cultural y
político mucho más estable que el actual. Diagnosticaban un conflicto
entre dos fuerzas identificables como el capital y el trabajo, unas
contradicciones cuya resolución parecía apuntar en un sentido que era
posible anticipar. Comparado con el mundo descrito por la idea de
volatilidad, el vocablo “revolución” es un término conservador pues
presupone un orden que solo habría que subvertir. En una situación de
volatilidad, por el contrario, no hay nada estable arriba o abajo, ni
centro o periferia, y la distinción entre nosotros y ellos se torna
borrosa. Esta es la razón por la que, hablando con propiedad, ya no
hay revoluciones sino algo menos visible, menos épico, rotundo y
puntual; las transformaciones sociales no son la consecuencia de
acciones intencionales, planificadas o gobernadas y las degradaciones
de la democracia son más bien procesos de desvitalización; se parecen
más al resultado azaroso de la simple agregación de voluntades, donde
hay menos perversión que estupidez colectiva.

Nos encontramos en un mundo gaseoso y no en el mundo líquido que


Bauman contraponía a la geografía sólida de la modernidad. La idea
de liquidez no es suficientemente dinámica para explicar el paso de
los flujos a las burbujas. Lo gaseoso responde mejor a los
intercambios inmateriales, vaporosos y volátiles, muy alejados de las
realidades sólidas de eso que nostálgicamente denominamos
economía real. El mundo gaseoso, una imagen muy apropiada
también para describir la naturaleza cada vez más incontrolable de
determinados procesos sociales, el hecho de que todo el mundo
financiero y comunicativo se base más sobre la información “gaseosa”
que sobre la comprobación de hechos.

Vivimos en lo que el escritor francés Paul Valéry llamaba


un “régimen de sustituciones rápidas”
La primera manifestación de la volatilidad es de orden cognitivo. La
explosión de posibilidades informativas, el acceso generalizado a la
información o la profusión de datos son, al mismo tiempo y por los
mismos motivos, una liberación y una saturación. La
desintermediación produce una sobrecarga informativa en la medida
en que el aumento de los datos disponibles no es compensado con una
correspondiente capacidad de comprenderlos. Se podría hablar de una
“uberización de la verdad”, en el sentido de que cualquiera tiene
acceso a todo, una desprofesionalización del trabajo de la
información. Se debilitan los clásicos monopolios de la información,
desde la universidad hasta la prensa, en beneficio de las redes
sociales, pero en la medida en que no mejora nuestro control de la
explosión informativa el resultado es un individuo que puede caer en
la perplejidad o en la grata confirmación de sus prejuicios.
Se podría hablar de una “uberización de la verdad”, de una
desprofesionalización del trabajo de la información

La volatilidad afecta muy especialmente a la política. Venimos de una


democracia de partidos, que era la forma adecuada a una sociedad
estructurada establemente en clases sociales, destinadas a encontrar
una correspondencia en términos de representación. Al igual que otras
organizaciones sociales, los partidos eran organizaciones pesadas que
no se limitaban a gestionar los procesos institucionales de la
representación, sino que también incorporaban a sus estructuras áreas
enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores de modo
que pudieran asegurarse la previsibilidad de su comportamiento
político y electoral. Hoy tenemos una “democracia de las audiencias”
(Manin), es decir, una democracia en la que los partidos han sido de
alguna manera arrollados por esta volatilidad y actúan con
oportunismo en vez de estrategia, en correspondencia con un
comportamiento de los electores sin compromisos estables. Esos
individuos se sienten mal representados porque de hecho ya no son
representables a la vieja manera de un mundo estable; emiten señales
difusas que el sistema político no consigue identificar, elaborar y
representar adecuadamente. Por eso los partidos tienen grandes
dificultades para escuchar a sus votantes y entender, agregar o
procesar sus demandas.

No estaríamos en un entorno de tal volatilidad si no fuera porque el


tiempo se ha acelerado vertiginosamente. Vivimos en lo que Paul
Valéry llamaba un “régimen de sustituciones rápidas”. Qué poco
duran las promesas, el apoyo popular, las esperanzas colectivas e
incluso la ira, que se aplaca antes de que se hayan solucionado los
problemas que la causaban. En el carrusel político las cosas
“irrumpen”, pero también se desgastan rápidamente y desaparecen.

En un panorama acelerado se pierde, paradójicamente, la lógica de la


acción política, su capacidad de gobernar el cambio social. El
desconcierto puede dar lugar a la agitación improductiva o a la
indiferencia apática, nada que se parezca a la voluntad política clásica.
Se han debilitado las instituciones que otorgaban estabilidad a la
sociedad y que al mismo tiempo articulaban el cambio político. Por
eso puede darse la extraña situación de que en el régimen de la
volatilidad convivan la aceleración y el estancamiento. Tanto las
convulsiones emocionales como la indecisión obedecen a una
psicología sobrecargada de excitaciones y coinciden también en no
dar lugar a ninguna transformación efectiva de nuestras democracias.
Detrás de muchos fenómenos de indignación y protesta hay
estimulaciones que irritan pero no movilizan de manera organizada.

El gran problema político del mundo contemporáneo es cómo


organizar lo inestable sin renunciar a las ventajas de su
indeterminación y apertura. Tendremos que aprender a vivir con
menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados
imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que
nunca. No creo que haya una posibilidad de revertir esta situación,
que se ha convertido en aquello que tenemos que gobernar. En el
célebre lamento del Manifiesto comunista se percibe un tono de
nostalgia hacia un mundo más estructurado y ese mundo, entonces y
ahora, ha quedado atrás. La gran tarea de la inteligencia colectiva
consiste hoy en explorar las posibilidades de producir equilibrio en un
mundo más cercano al caos que al orden. Hemos de preguntarnos de
qué modo podemos regular esos nuevos espacios, hasta qué punto está
en nuestras manos proporcionar una cierta estabilidad, si podemos
corregir nuestra fijación en el presente y hacer del futuro el verdadero
foco de la acción política, cómo generamos confianza cuando los
otros son tan imprevisibles como nosotros, si es posible construir los
acuerdos necesarios en entornos de fragmentación política y
radicalización, en qué medida podemos mitigar el impacto social de lo
inevitable. De lo único que podemos estar ciertos es de que se
equivocan quienes aseguran que la política es una tarea simple o fácil.

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