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COLECCIÓN CONTRATIEMPO

Posthistoria
Historiografía y comunidad

Miguel Valderrama

Palinodia
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Registro de propiedad intelectual: N°145.178
ISBN: 956-8438-00-9

Editorial Palinodia
Teléfono: 664 1563
Mail: editorial@palinodia.cl

Diseño y diagramación: Paloma Castillo Mora


imagen de portada: Ansel Kiefer

Santiago de Chile, enero 2010

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A Luis Moulian, In memoriam

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6
En lenguaje heideggeriano podríamos decir que Auschwitz-
Chile constituye respecto de occidente la terrible revelación de su
esencia.
Patricio Marchant

Quizás la historia de la humanidad sea la historia de unas


cuantas metáforas
Jorge Luis Borges

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8
Agradecimientos

Hay, se dice, una huella autobiográfica en todo trazo de escri-


tura. Hay, también se dice, una experiencia de escritura que es cada
vez una experiencia de lectura. Entre estos dos “hay” se configura
aquello que comúnmente llamamos una herencia. Herencia vital, a
veces desgarradora, si atendemos a todo lo que en ella expone una
relación singular con el saber, una relación singular con la muerte.
Si, por cierto, singular. Si con esta palabra buscamos nombrar la
única relación que cada uno de nosotros mantiene, o podría man-
tener, con estas experiencias. Y, sin embargo, al exponer la singula-
ridad de estas experiencias bajo la protección y el resguardo de una
herencia, no hacemos otra cosa que reconocer una deuda infinita
con otros. Deuda que muchas veces no es sino el resultado doloro-
so de acontecimientos que sin duda alguna hubiéramos deseado no
haber vivido. Sobre esta herencia, y sobre la imposición testamen-
taria que ella impone, versa precisamente este libro. Por ello, la
urgencia y la necesidad del rodeo. Sobre todo aquí, en el lugar don-
de uno está llamado a responder a una ofrenda, a agradecer con la
mención o el recuerdo a quienes, de un modo u otro, en presencia
o en ausencia, participaron del trabajo de un pensamiento. Pero,
cómo responder con gratitud, cómo agradecer, cuando lo que cons-
tituye el motivo de respuesta aún esta por determinarse. Y, más

9
todavía, cómo responder cuando responder es ya imposible, cuan-
do la propia noción de comparecencia pareciera traicionar el en-
cuentro que ella busca concitar.
Es por esta razón que si en este lugar reclamo la presencia de
algunos nombres propios, lo hago sólo bajo el anhelo de que ellos
sostengan mi oración, bajo el deseo de que una y otra vez la auxi-
lien en su decir. En realidad, más que otra cosa, al citarlos lo que
anhelo es darles la palabra, es escuchar en silencio aquello que no
tendría jamás que olvidar. Entre todos estos nombres tendría que
citar en primer lugar a Luis Moulian. Aun cuando esta escucha sea
la más difícil de todas, la que, en principio, parecería imposible. Al
menos, tal y como yo quisiera que ella se diera. Al amparo y auxilio
de una hospitalidad ahora tan dolorosamente ausente.
Entre quienes que han leído o razonado diversos aspectos de las
ideas expuestas en este libro, quisiera destacar a María Eugenia
Horvitz. Pues, ella acogió con indulgencia una primera versión de
estás páginas. A sus comentarios se debe, en parte, la estructura defi-
nitiva del libro. Fuera de la disciplina, como quien dice en sus fron-
teras, he discutido la “época” con amigos y amigas que adscriben
genéricamente sus discursos al dominio de la tradición crítica. Discu-
sión apasionada que bajo el imperio de lo político hace mención a los
límites y problemas que parecen estar implicados tras la denomina-
ción histórico-filosófica de la “época de la desaparición”. Los debates
en torno a esta noción, y al filosofema que la constituye, han sido
particularmente enriquecedores para mi pensamiento. Debo agrade-
cer, muy especialmente, a Juan Pablo Arancibia, Claudio Barrientos,
Alejandra Castillo, Carlos Ossa, Antonio Stecher e Iván Trujillo los
diálogos que he mantenido sobre estas cuestiones y otras. A la lectura
sin concesiones de Alejandra Castillo debo, además, la meridiana cla-
ridad de algunos de los argumentos expuestos en este ensayo. Tam-

10
bién debo mencionar a Mauro Basaure, quien siempre se ha dado un
tiempo para leer y comentar mis escritos. En este caso, y pese a la
distancia, ello no fue una excepción.
Por último, agradezco al Programa MECESUP del Doctora-
do en Historia de la Universidad de Chile, que me favoreció con
una beca doctoral sin la cual hubiera sido muy difícil encontrar el
tiempo necesario para escribir este libro.

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Preámbulo

La escritura que aquí se ensaya quisiera ser una paráfrasis, el


resultado de una ardua labor de transcripción o traducción. Al modo
de “Pierre Ménard, autor del Quijote”, este ensayo fatiga la reescri-
tura de un libro ya escrito: Escépticos del sentido, de Eduardo Devés.
O, más propiamente, busca insistir en una de sus escenas de lectura:
la historia y la pérdida del sentido1. Insistencia personal, por cierto,
como toda lectura, obra de una repetición en acto. Y, sin embargo,
insistencia necesaria que trabaja en la historiografía aquellas escenas
que se resisten al comentario o al ejercicio de la repetición. Por
consiguiente, más que un examen de las tesis que se exponen a la
discusión en el proferimiento escéptico, y más allá de la propia
consideración del escepticismo como tropos adecuado a un estado
de saber posthistórico, el anacronismo deliberado que la repetición
de Escépticos del sentido intenta poner en escena, no tiene otra fina-
lidad que la de transliterar esa escritura auto-hetero-gráfica a una
zona cero de significación posthistórica de múltiples efectos. Al
menos, si es cierto que con la palabra posthistoria lo que se quiere
nombrar es una época que no está en condiciones de inscribir el
acontecimiento del que ella misma ha surgido, simplemente por-
que ese acontecimiento es un crimen colectivo que ha tenido y no

1
Eduardo Devés, Escépticos del sentido, Santiago, Nuestra América, 1984.

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ha tenido lugar2. Época de lo insepulto, grado cero de significación
constituido a partir de la imposible intersección entre catástrofe
histórica y epistemología de la historia. Pero, de igual modo, época
de una repetición imposible, suspensión encriptada de una insisten-
cia. De ahí que si “pensar en nuestra lengua es revolotear por el obje-
to”3, habría que decir que en el tiempo presente todo pensamiento es
un pensamiento de lo Real, es una forma de dar vueltas incesante-
mente en torno a la catástrofe y a la imposibilidad de su narración.
Respondiendo justamente a la lógica de esta insistencia, a la
ética de su pulsión, este ensayo se presenta como un comentario de
la catástrofe, como una descripción postrera de la condición pos-
thistórica del saber historiográfico. Arriesgando el énfasis, el argu-
mento que aquí se expone no es sino una nota al margen al estado
actual de suspensión del mundo reseñado en algunas estenografías
contemporáneas bajo el término de la época de la desaparición4.
Época de una desmesura, de un saber en demasía. Y, más exacta-
mente, de un cortocircuito, de una interrupción. Interrupción, en
primer lugar, de la experiencia histórica, y de las categorías de pen-
samiento a ella asociadas. Interrupción, en segundo lugar, del dis-
positivo narrativo que da sostén al conocimiento historiográfico, o
al menos a la infraestructura metafórica que lo constituye. Por esta
razón, bien podría decirse que la repetición escéptica no viene sino
a servir a una tarea de notificación de la catástrofe. Notificación

2
Jean-Louis Deotte, Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el museo, trad. Justo
Pastor Mellado, Santiago, Cuarto Propio, 1998.
3
Humberto Giannini, “Transitividad, lenguaje y metafísica”, Revista de filosofía,
Vol. VIII, N° 1, Universidad de Chile, Santiago, 1961, p. 41.
4
Véase, ampliamente, Alain Brossat y Jean-Louis Deotte (dirs.), L’époque de la
disparition. Politique et esthétique, Paris, L’Harmattan, 2000; y Alain Brossat y Jean-
Louis Deotte (dirs.), La mort dissoute. Disparition et spectralité, Paris, L’Harmattan,
2002.

14
que es sin duda un otro nombre para atestiguarla: aún cuando toda
atestiguación sea hoy imposible.
Precisamente, de esta imposibilidad trata también esta escri-
tura. De la imposibilidad de narrar o atestiguar la catástrofe. Aten-
diendo a la ruina del pensamiento que la catástrofe impone, lo que
se busca reconocer en otras palabras es el complicado juego de rela-
ciones establecido entre metáfora y concepto en la historiografía
moderna. Juego de relaciones capital, si se está de acuerdo en adver-
tir en las metáforas algo más que ornamentos retóricos o formas
imprecisas de pensamiento preconceptual; y si, al mismo tiempo,
se logra avisar las imágenes que constituyen al pensamiento histo-
riográfico, las figuras que organizan las funciones teoréticas y prag-
máticas de su profesión. Metáforas absolutas, al decir de Hans
Blumenberg5, formas de representación cataléptica que intentan
captar el objeto en sí mismo, dominándolo por entero, trayéndolo
a la presencia en la plenitud de sus concretas características. Pero, de
igual manera, elementos básicos del pensamiento, transferencias que
no se pueden reconducir a lo propio, a la logicidad y la definición.
Cabría advertir, sin embargo, contra todo apresuramiento de lectu-
ra, que lejos de suscribir una metaforología que busque reconocer
las “metáforas gastadas” que constituyen al pensamiento historio-
gráfico6, lo que las escenas de la catástrofe imponen es más bien el
comentario de la suspensión de la representación historiográfica.

5
Hans Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, trad. Jorge Pérez de Tudela,
Madrid, Trotta, 2003.
6
La propia ley de la suplementariedad trópica advertiría ya de las ilusiones y tram-
pas de tal proyecto metaforológico. Ley del concepto y su campo, advierte Jacques
Derrida, ‘mancha ciega’ que estructura un campo de visibilidad, ‘centro de sordera’
que organiza toda escucha. Jacques Derrida, “La mythologie blanche. La métaphore
dans le texte philosophique”, Marges de la philosophie, Paris, Minuit, 1972, pp.
247-324.

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Ensayo de la interrupción, no del desgaste. Ensayo de dar vueltas en
torno a la imposibilidad de la historia, de revolotear alrededor de la
experiencia de la destrucción de la experiencia.
Ahora bien, comenzar a elaborar una descripción de las metá-
foras del pensamiento historiográfico es comenzar, de algún modo,
a elaborar una descripción de la época de la desaparición. Descrip-
ción que no consiste en otra cosa que en poner al descubierto las
tramas de significación dentro de las cuales se elaboran los concep-
tos principales del pensamiento y la ciencia histórica moderna. Pues,
cabría conjeturar que el trabajo de la metáfora es desde siempre un
trabajo del concepto. Trabajo del nombre propio, de los nombres
propios que constituyen la historia, y del propio nombre de la his-
toria. Pero, fundamentalmente, trabajo del sentido, allí donde el
sentido refiere a un saber querer-decir el nombre y la significación
de la experiencia histórica. No ha de extrañar, por ello, que toda
poética de la historia se imponga la necesidad de reclamar para sí un
discurso sobre las propiedades y funciones de la metáfora al interior
de la declaración historiográfica. Necesidad fundamental, propia
de un tiempo que está fuera de quicio, y que parece avisar en el
concepto el resto óseo que da a la historia la posibilidad de recono-
cer en la metáfora una otra figura de la muerte.
Comenzar a elaborar una descripción de la época de la desapa-
rición, comenzar a establecer la catástrofe como catástrofe, impone,
por lo tanto, necesariamente, un trabajo de suspensión de estas “dos
muertes”, impone en otros términos un mandato testamentario
que exige prestar atención al comentario que reclama esta doble
interrupción del concepto y de la metáfora. Pues, de esta vigilia, de
esta detenida observancia, depende toda parálisis de la Historia.

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Del nombre

Se concederá que, desde el punto de vista del significado,


todo nombre es un discurso ya hecho.

Humberto Giannini, Desde las palabras

Hay en latín, recuerda Giorgio Agamben, dos palabras para re-


ferirse al testigo. La primera, testis, significa etimológicamente aquél
que se sitúa como tercero en un proceso o litigio entre dos partes
contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido
una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un aconteci-
miento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre
él1. La exigencia que el latín tiene aquí de distinción y claridad parece
obedecer a la necesidad de separar y distinguir dos funciones narrati-
vas comunes a las figuras del testigo y del testimonio, que aluden en
general a modos diferentes de tomar la palabra, y que en griego y en
español muchas veces aparecen o se encuentran transpuestas. La pri-
mera función, que habitualmente se asocia a la labor del testigo, co-

1
Giorgio Agamben, “El testigo”, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo.
Homo sacer III, trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Valencia, Pre-Textos, 2000, p. 15.

17
rresponde al establecimiento de los hechos en vistas a un proceso, a la
palabra como medio de prueba o declaración resolutoria en un juicio
o litigio. La segunda función corresponde, en cambio, a la figura del
superviviente, y atiende a la propia posibilidad de la palabra, al ejerci-
cio de la representación allí en donde ésta participa de la muerte.
La voluntad judicativa que la lengua latina expresa al distinguir
dos modos singulares de la testificación es negada, sin embargo, en el
trabajo y producción de la frase u oración historiográfica. Ésta, en
efecto, en tanto deriva su raíz del griego antiguo istoria, se esfuerza en
reunir y conciliar las dos funciones que el latín tan pacientemente
reserva a palabras distintas. Pues, si como declaración la frase histo-
riográfica busca asentar firmemente los hechos, establecer un juicio
neutral respecto de todo aquello que se le presenta a examen (testis),
como testimonio, en cambio, ella busca participar de una experien-
cia, salvaguardar la comunidad de sentido presente en toda vivencia
singular, en toda relación de una historia (superstes). Si de acuerdo a
un conocido esquema etimológico, histôr (istwr) es originalmente
el testigo ocular, aquel que ha visto, historia (istoria), igualmente, en
su vocación más esencial, es el acto de investigar, el proceso o indaga-
ción de los hechos verdaderos2. Así, coinciden en el término o voz
historia la función de una declaración de la experiencia, la determina-
ción de lo que siempre está ahí sin estar nunca ante los ojos, con la

2
Heródoto, el primer historiador en opinión de Cicerón, no disponía de una
palabra para la “Historia”. Utilizó el verbo istorein, pero no en el sentido de “narra-
ción histórica”. Como eidenai, “saber”, el vocablo istoria (historia) deriva de id-,
“ver”, y originalmente istwr (histôr) significa “testigo ocular”. Por tanto, istorein
tiene un doble sentido: “dar testimonio” e “inquirir”. Al respecto, Charles N.
Cochrane, Christianity and Clasical Culture, Nueva York, Oxford University Press,
1957, cap. 12. Similares consideraciones etimológicas sobre la palabra “historia”
pueden encontrarse en Jorge Lozano, El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987;
Jacques Le Goff, Pensar la historia, trad. Marta Vasallo, Barcelona, Paidós, 1991,
cap. 1.

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función de un juicio o sentencia, con la tarea que se impone exami-
nar y determinar aquello que es el caso.
La doble referencia al origen etimológico de la palabra histo-
ria, y más sutilmente, la advertencia de que ella deriva de un mis-
mo vector semántico constituido por la raíz histôr, no viene sino a
testimoniar, de un modo preciso y sistemático, la deuda que toda
epistemología de la historia guarda con aquello que genéricamente
se da a conocer bajo el nombre de la “cuestión griega”. Nombre que
designa menos la anfibología de un origen, que la hesitación de un
decir. Y cuya herencia abre, inscribe y delimita toda presentación
del saber histórico, toda búsqueda y determinación de la instancia
de enunciación de sus proposiciones. Así pues, y sin pretender ago-
tar los lugares en que se da a nombrar lo griego en el orden de la
reflexión historiográfica, cabría entonces declarar que atendiendo a
la deriva etimológica del vocablo historia (istoria), el problema griego
ya se deja anunciar en la misma actividad que designa la raíz semán-
tica de la expresión, y que no es otra que la acción o la profesión del
histôr. En la lengua de Heródoto, bien se sabe, histôr es ante todo
quien es capaz de ‘ver’. Es decir, aquél que, perteneciendo a la cosa,
estando dentro, a la vez es capaz de una distancia que no consiste en
estar en otra parte, sino que es sólo la distancia que hay en la posi-
bilidad misma de ‘ver’3. Pero, cabe interrogar, respondiendo al pro-

3
Obsérvese cómo en la presentación del histôr vuelve a aparecer la definición latina
de superviviente. Pues, y según Émile Benveniste, superstes, no es sólo “haber
sobrevivido a una desgracia, a la muerte”, sino también “haber pasado un aconte-
cimiento cualquiera y subsistir más allá de este acontecimiento”, por tanto, haber
sido “testigo”. O también, en un sentido más propio al aquí mentado, “que se
mantiene (stat) sobre (super) la cosa misma, que asiste allí: que esta presente”. Véase,
Émile Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas. I Economía, paren-
tesco, sociedad. II Poder, derecho, religión, trad. Mauro Armiño, Madrid, Taurus,
1983, p. 404.

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pio desafío que la etimología entabla, ¿posibilidad de quién?, ¿quién
ve?, ¿quién es aquél o aquélla que atestigua de la posibilidad de un
decir? Y, si ello fuera posible, ¿cuál sería la garantía de un decir que
se presenta así mismo como un querer-decir, como un querer sa-
ber-decir? La serie de preguntas que vienen a abrirse paso en la figu-
ra del vocablo histôr exigen una atenta y detenida consideración.
En el ensayo de reseñar el trabajo de lo “griego” que anuncia y
difiere toda representación historiográfica, toda metasemántica de su
enunciación, cabría traer aquí a la memoria aquella reflexión etimo-
lógica que Émile Benveniste desarrolló al momento de concluir su
análisis de la voz histôr en la Grecia antigua. Reflexión fundamental,
si se quiere, si al menos se acuerda en reconocer en ella la zona gris que
intercepta toda interrogación por la posibilidad de un decir y un te-
ner lugar en la historiografía. Pues, ciertamente, es quizás en Benve-
niste donde puede encontrarse el intento más sostenido y sistemático
de estabilización y neutralización de la diferencia de voces y figuras
que la palabra histôr hace suyas en su referencia primera. No ocultan-
do su azoro por la inestabilidad semántica del término, Benveniste
buscó justamente estabilizar el significado griego de la expresión for-
zándola a una disyunción imposible. De esta manera, y como si su
único propósito fuera pacificar aquella zona fronteriza que animaba
las representaciones del histôr en la Grecia arcaica, el lingüista francés
procedió a exponer el significado de la expresión bajo los términos de
una elección insoluble. En su referencia más originaria, preguntó Ben-
veniste, histôr significa testigo o juez4.
Atendiendo al reclamo que la interrogación entabla, la in-
vestigación contemporánea ha advertido en la Íliada dos sentidos
o usos contrapuestos de la expresión histôr. En efecto, en el docu-

4
Ibid., p. 340.

20
mento más antiguo de la lengua griega donde se registra el voca-
blo, la voz parece confundir las funciones del testimonio y la de-
claración. Se trata de versos que expresamente narran un cortocir-
cuito en lo común de la vida, que nombran bajo otras palabras un
estado de diferendo. Las escenas que describe el poema homérico
no sólo enseñan la referencia griega más originaria de la expre-
sión, sino que además la exponen atendiendo a todo aquello que
desestabiliza en ella la propiedad de un lugar de enunciación. La
primera escena se encuentra representada en el escudo de Aquiles,
que Hefesto ha forjado a petición de la diosa Tetis. El escudo
expone una contienda desarrollada en un mercado de ciudad en-
tre dos hombres que discuten sobre el rescate que ha de pagarse
por un homicidio. Uno, exponiendo el caso al pueblo, insiste en
haber pagado íntegramente el rescate. El otro, por el contrario,
niega haber recibido pago alguno. Los hombres reunidos en el
mercado apoyan las reclamaciones de uno y otro. Para solucionar
el conflicto se decide reclamar el concurso del histôr y de los an-
cianos de la ciudad5. Éstos, al sentarse en un círculo sagrado for-
mado por piedras pulimentadas, acogen el litigio y dan lugar a un
juicio público6. En el centro del círculo se encuentran deposita-
dos dos talentos de oro destinados para aquél que dictamine de
manera más recta. Invitados a juicio, los ancianos se levantan y
pronuncian por turno su dictamen7. La segunda escena transcurre
durante los funerales que Aquiles ha organizado en honor a Pa-
troclo. En el curso de una carrera de carruajes surge una disputa

5
Homero, Ilíada, XVIII, 501.
6
Para una discusión del carácter público del juicio, véase Louis Gernet, “La escena
judicial del ‘Escudo de Aquiles’”, Antropología de la Grecia antigua, trad. Moreno
Carrillo, Madrid, Taurus, 1981, pp. 190-194.
7
Homero, Ilíada, XVIII, 498-508.

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entre Ayax e Idomeneo. Se trata de una discusión sobre cuál es el
auriga que gobierna los caballos del carro que domina la carrera.
Los carruajes están todavía muy lejos de la llegada, y son difícil-
mente reconocibles por los espectadores. Idomeneo, jefe de los
cretenses, cree reconocer la figura de Diomenes en el carruaje que
lleva ventaja en la carrer Ayax, que no confía en la vista de Idome-
neo, y que cree por el contrario reconocer a la distancia la supre-
macía de Eumeleo, lo amonesta con rudeza acusándolo de hablar
con pasión sin saber en verdad lo que dice. Irritado por las pala-
bras de Ayax, Idomeneo reclama el juicio de Agamenón que como
histôr puede terciar en la disputa decidiendo sobre ellos8.
La interpretación de estos pasajes por parte de historiado-
res, juristas y etimologistas, no ha sido unitaria. Sumariamente
expuesta, y considerando cada una de las funciones que la repre-
sentación historiográfica ocupa en la guerra de apreciaciones, la
tradición de comentarios parece elaborarse a partir de dos orde-
nes generales de enunciación. Ordenes que expresan, a su modo, el
trabajo de una diferencia en cada una de las frases y palabras que
sostienen la glosa y la lógica del comentario, y que guardan, o al
menos declaran guardar, una fidelidad absoluta a todo aquello que
apenas se deja escuchar tras la disputa del nombre y la significación.
Una primera interpretación de los pasajes señalados, que ca-
bría identificar con El vocabulario de las instituciones indoeuropeas,
insiste en subrayar que histôr designa sólo la posición del testigo.
Según este orden de interpretación, la voz histôr debe entenderse,
primera y fundamentalmente, a partir del conjunto de locuciones y
registros propios de las lenguas de los pueblos indoeuropeos. Se-
gún ello, desde fecha antiquísima histôr “es testigo en tanto que

8
Ibid., XXIII, 486.

22
‘sabe’, pero, ante todo, en tanto que ha visto”9. Se le debe devolver
a histôr, afirma Benveniste, “toda su fuerza etimológica: no sola-
mente ‘que sepa’, sino propiamente que ‘vea’”10. Al analizar la esce-
na judicial del escudo de Aquiles, el lingüista francés observa, a
propósito de la confusa referencia al histôr que allí aparece, que no
hay que olvidar que hacer justicia en esta situación no consiste en
una operación intelectual que exija mediación o discusión. Antes
bien, ella consiste en la transmisión de fórmulas que convienen a
casos determinados, y en donde el papel del juez estriba en poseer-
las y aplicarlas. El juez, en este sentido, es quien junto con aplicar
estas fórmulas, vela al mismo tiempo por su conservación y trans-
misión11. Por ello, concluye Benveniste, en el contexto comentado
“el juez no es testigo”12.
Una interpretación divergente a la sostenida en El vocabulario
observa, por el contrario, en la voz histôr una necesaria convergen-
cia de las funciones del juicio y del testimonio. Según esta interpre-
tación, la voz del histôr reuniría en sí la palabra del juez y la del
testigo13. En tanto testigo de vista el histôr estaría habilitado para
decidir sobre los hechos. De acuerdo a este significado, las palabras
del histôr expresarían lo que ha visto, pero, en esa expresión, lo

9
Émile Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, op. cit., p. 340.
10
Ibid., p. 340.
11
Ibid., p. 302.
12
Ibid., p. 341.
13
Representativos de esta posición serían los trabajos de Bruno Snell y Emilio
Lledó. Así, según la opinión de este último, el testigo es al mismo tiempo juez, en la
medida que su palabra muestra verbalmente lo ya sucedido, “lo vuelve a recrear de
modo nuevo”. Al respecto, Emilio Lledó, Lenguaje e historia, Madrid, Ariel, 1978,
pp. 92-100. Snell, por su parte, afirma que en los pasajes de la Ilíada aludidos,
histôr (istwr) más que testigo, es aquí juez que decide. Véase, Bruno Snell, The
Discovery of the Mind in Greek Philosophy and Literature, trad. T. G. Rosenmeyer,
New York, Dover Publications, 1982, pp. 232 y ss.

23
pasado volvería a recrearse de modo nuevo. Sus palabras trascende-
rían la órbita neutral del conocimiento para adquirir el riesgo y la
responsabilidad del juicio. En apoyo de esta interpretación, se cita
aquel momento de la disputa entre Ayax e Idomeneo donde se
llama a Agamenón, en tanto testigo y juez, a decidir sobre las pre-
tensiones de verdad en disputa.
Hay todavía, por último, una interpretación que observa en
la figura del histôr la encarnación de una función social de la me-
moria, la figura de un guardián del pasado, de una especie de
hombre-testimonio14. Así, y discutiendo el momento judicial de
la disputa representada en el escudo de Aquiles, François Hartog
se pregunta: ¿El histôr es aquél que propone una resolución del
conflicto o bien solamente la garantía, el testimonio, por ahora y
para el futuro, de un acuerdo aceptado por las partes en virtud de
la sentencia recta formulada por uno de los ancianos?15 En opi-
nión de Hartog, la figura del histôr está aquí más cercana a un
hombre de memoria (mnemón) que al arbitro de una contienda
(arbiter). Especie de testigo público, la presencia del histôr indica-
ría el avenimiento en el derecho arcaico de una función de atesta-
ción, de una garantía social de la memoria16.

14
Entre otros, sostienen esta lectura, François Hartog, Le miroir d’Hérodote. Essai sur
la représentation de l’autre, Paris, Gallimard, 2001; y Louis Gernet, Antropología de
la Grecia antigua, op. cit., cap. 3.
15
François Hartog, “Le vieil Hérodote: De l’épopée a l’histoire”, Le miroir d’Hérodote,
op. cit., pp. 25 y 26.
16
Tal vez, cabría ver en esta posición cierta analogía con aquella otra acepción
de testigo que Agamben advierte en el latín. La de “auctor”. Así, según una
filiación que se remonta a fuentes como el Digesto o el Miles de Plauto, el
testigo, en tanto “auctor”, es aquel que con su testimonio autoriza una realidad
preexistente, que complementa con su palabra la realidad de un acto. Véase,
Giorgio Agamben, “El archivo y el testimonio”, Lo que queda de Auschwitz, op.
cit., pp. 155 y ss.

24
Tres interpretaciones rivales, tres figuras de discurso, tres mo-
dos distintivos de sostener y sostenerse en el decir. En cada uno de
ellos, el juez y el testigo parecen reclamar la primacía de la palabra,
el privilegio y la autoridad de un orden general de enunciación. La
tenaz insistencia de estas interpretaciones, y el mismo hecho de su
presentación, viene a revelar la heterogeneidad de nombres que pa-
recen autorizar toda frase o proposición historiográfica. De hecho,
se podría afirmar, y la insistencia aquí es necesaria, que el núcleo
semántico de la palabra historia, aquello que en ella define su singu-
laridad más propia, se estructura únicamente a partir de la invisible
zona de tangencia a que da lugar el diferendo de estas dos figuras de
discurso. No ha de extrañar, por ello, que la propia incertidumbre
que la etimología manifiesta al momento de repasar una y otra vez
la función del histôr en el texto homérico sea también la misma que
embarga a la frase historiográfica toda vez que ella repasa la iden-
tidad de sus proposiciones. La análoga convergencia de las fun-
ciones del testimonio y del enjuiciamiento en el núcleo semánti-
co de la palabra historia (istoria), no parece sino confirmar el esta-
do de hesitación que afecta a toda frase historiográfica al momen-
to de distinguir en su relato descripción y prescripción. Pero, y al
mismo tiempo, es sólo a partir de esta oscilación entre declara-
ción y testimonio, entre hechos y valoración, y, más genérica-
mente, entre testis y supertes, que ha podido llegar a imponerse en
la historiografía actual un cuestionamiento general a la lógica de
relaciones que la disciplina establece entre historia y memoria,
entre enjuiciamiento y atestiguación17.

17
A este cuestionamiento obedecen, precisamente, algunas de las reflexiones que el
historiador Gabriel Salazar ha dedicado en el último tiempo a las relaciones entre
memoria e historiografía. Consúltese, al respecto, Gabriel Salazar, La historia desde
abajo y desde dentro, Santiago, Universidad de Chile, 2003, especialmente los

25
Hoy, podría decirse, el nombre de este cuestionamiento gene-
ral es el de la “cuestión griega”, el de una determinación histórico-
filosófica que parece gobernar el régimen general de la enunciación
historiográfica, la transitividad elemental de sus proposiciones. Pues,
si hay algo así como una “cuestión griega” en la historiografía mo-
derna, si hay algo así como una problemática común al orden de
sus proposiciones, ella tiene que ver justamente con la relación que
la historia establece —o al menos declara establecer— con el nom-
bre que la autoriza, con el criptónimo que aprueba la dieta de su
escritura, el lugar y el oficio de su decir. En el límite, todavía, siem-
pre podría advertirse que si la formación de la pregunta por la lógi-
ca de la proposición historiográfica es deudora del vocablo griego,
del nombre y la serie de cuestiones en él inscritas, es porque ella
nunca ha sido ajena a aquello que en el nombre de la historia revela
un habla primordial, una mythos-logía, una religión.
Tal vez, por ello, por el conjunto de interrogantes que la pre-
gunta por el nombre de la historia enseña, habría que sustraerse
término a término a toda representación pura y simple de la “cues-
tión griega”. Habría que escapar a todo pensamiento o disyunción
que buscara imponer un término a la anfibología del vocablo, una
salida a la contradicción o hesitación de su decir. Habría que opo-
nerse, en otras palabras, a toda fórmula o prescripción que bajo la
apariencia de la claridad intentara resolver a toda prisa los términos
de una oposición juzgada imposible. Habría, por sobre todo, que
rechazar toda alternativa de elección, toda falsa decisión de lugar,
toda encrucijada liberadora.
Habida cuenta de la amplitud de esta cuestión, y de los límites
que ella impone a toda reflexión sobre la historia, convendría aquí
plantearla únicamente a partir de las figuras en las que ella se da a
nombrar, a partir de los nombres que enseñan su palabra. Nombres

26
que reclaman para sí el propio nombre de la historia y que expre-
san, desde el punto de vista del significado, un discurso ya hecho en
el litigio de voces de la declaración historiográfica.

27
28
Del juicio

Si la fuente es testimonio, el testimonio ‘huella’ y la huella


‘hecho histórico’, el juicio historiográfico refleja no otra cosa
que el ‘hecho histórico’.
Gabriel Salazar, El historiador y la
historiología filosófica

Todo acto propositivo es ya una forma de enjuiciamiento, ha


observado Humberto Giannini1. Toda declaración comporta en sí
una figura de ser, un modo de darse en la representación. La histo-
ria, forma declarativa por excelencia, es ella misma juicio, evalua-
ción, determinación. Ya sea en su aspecto más testimonial, ya sea en
su aspecto más deliberativo, la historia siempre está en situación de
enjuiciamiento. Pertenece a la estructura argumentativa de su dis-
curso un razonamiento que se basa en el modelo judicial. “El juez y
el historiador —ha escrito Carlo Ginzburg— tienen en común la
convicción de que es posible probar, según determinadas reglas,
que x ha hecho y: donde x puede designar tanto al protagonista,
aunque sea anónimo, de un acontecimiento histórico, como al su-

1
Humberto Giannini, La experiencia moral, Santiago, Editorial Universitaria, 1992:
“El enjuiciamiento”.

29
jeto de un procedimiento penal: e y, una acción cualquiera”2. En
otras palabras, jueces e historiadores, en su búsqueda de la verdad,
obedecen a un mismo régimen de conocimiento, responden a un
mismo orden de representación. Las nociones de “prueba” y de “ver-
dad”, insiste Ginzburg, son parte constitutiva de la operación his-
toriográfica3. Son ellas, y sólo ellas, las que determinan, en lo fun-
damental, tanto las características y el método de la investigación
histórica, como la propia posición y autoridad de la mirada histo-
riográfica en el mundo actual. La búsqueda de la verdad, y la nece-
sidad de presentar evidencias que justifiquen y avalen la decisión de
un decir que se juzga soberano, sitúan así la labor de jueces e histo-
riadores en un lugar de contigüidad extrema. Unos y otros son lla-
mados al espacio público a juzgar con serenidad e imparcialidad, a
obrar sine ira et studio, según la clásica expresión de Tácito.
Convertida en una seña distintiva de la modernidad, la com-
paración que se establece entre el juez y el historiador se basa en un
conjunto de analogías observadas en el orden de la lógica de la in-
vestigación. En virtud de estas analogías se ha llegado a advertir en
el proceso judicial “el único caso de experimento historiográfico”4,

2
Carlo Ginzburg, El juez y el historiador, trad. Alberto Clavería, Madrid, Muchnik,
1993, p. 104.
3
Ibid., p. 23.
4
Esta sugestiva analogía fue sugerida por Luigi Ferrajoli, a propósito del encendido
debate que en Italia se desarrolló a comienzos de los años noventa en torno al caso
de Adriano Sofri. Este caso tuvo la particularidad de juzgar un ‘acto terrorista’
ocurrido dieciocho años antes; el asesinato del comisario de policía de Milán Luigi
Calabresi. Proceso que se inició en 1988 a partir de la dudosa confesión de un
arrepentido, y de las acusaciones que éste entabló contra los antiguos dirigentes de
un grupo de extrema izquierda conocido como Lotta continua. Las circunstan-
cias de este caso aquí son relevantes. Carlo Ginzburg escribe El juez y el historia-
dor, precisamente, para defender la inocencia de su amigo Adriano Sofri; e impug-
nar la propia investigación y las consideraciones que llevaron a la Audiencia de
Milán a condenar en primera instancia a veintidós años de cárcel a Sofri y otros

30
el acontecimiento empírico ideal para un análisis y reconstrucción
de la compleja lógica de investigación de la ciencia histórica. Sólo
en él, se ha dicho, las fuentes actúan en vivo, no sólo porque son
asumidas directamente, sino también porque son confrontadas en-
tre sí, sometidas a exámenes cruzados, y autorizadas, según las cir-
cunstancias y la situación, a reproducir, como en una escena dramá-
tica, el acontecimiento investigado.
Así, y siguiendo una estricta ley de semejanzas y filiaciones, se
observa en la investigación histórica y en la investigación judicial
un mismo celo y probidad al momento de realizar la tarea de re-
construcción de los hechos. De igual modo, se reconoce en ambas
figuras de discurso una misma demora y empeño en la producción
de archivos y pruebas. Demora en un trabajo de recolección y aná-
lisis, de averiguación y registro, que es llevado a cabo a través de una
paciente búsqueda y clasificación de indicios, huellas, testimonios
y documentos. Escuchar a todas las partes, llamar a declarar a todo
aquél o aquélla que pueda entregar alguna información útil a la
instrucción del proceso. Ésta es la ley de indagación que define y
justifica la administración de la prueba en ambos procesos de inves-
tigación. Es, precisamente, sobre esta ley de la escucha y la distan-
cia, de la oposición y la valoración, que el juicio historiográfico y el
juicio judicial fundan el establecimiento de los hechos, sostienen la
fuerza de las pruebas, y acreditan la lógica de razonamiento que
presentan al eslabonar cada una de las descripciones y prescripcio-
nes que el conjunto de sus operaciones autoriza.
Es sólo en atención a esta acción común de enjuiciamiento,
que examina lo verdadero y lo falso, que establece y delimita res-

dirigentes de Lotta continua. Para la referencia arriba citada de Ferrajoli, véase


Ginzburg, El juez y el historiador, op. cit., p. 24.

31
ponsabilidades entre lo propio y lo ajeno, y que imparte justicia en
el sentido originario de ajustar o hacer patente la proporción de un
hecho, que ha podido advertirse la identidad que existe entre el
historiador y el juez5. La búsqueda de la imparcialidad, el apego a
las nociones de prueba y verdad, y el constante empeño en guardar
y defender una posición equidistante de los puntos y perspectivas
que se someten a examen, terminan por imponer en una y otra
figura de discurso la necesidad de una regla universal de resolución
de conflictos, la urgencia de un protocolo de conocimiento capaz
de dar respuesta a la exigencia de tener que establecer la realidad del
referente de todas y cada una de las proposiciones en disputa. Así
como el tribunal presupone que las partes que debe juzgar están en
posesión de algo común que intercambian o reclaman, de la misma
manera la historia presupone que los seres humanos que ella debe
conocer están en posesión de algo que comunican.
No que el historiador y el juez testimonien únicamente so-
bre la verdad de un bando u otro. Su finalidad es mayor. Si testi-
monian, si atestiguan esta oposición, lo hacen sólo para dar cuen-
ta de una transición, de una operación restauradora. Jueces e his-
toriadores, para decirlo con palabras de Jean-François Lyotard, si
testimonian de algo es de la operación de un paso, del tránsito de
un estado o situación de diferendo a un estado o situación de

5
Un examen crítico de las relaciones y diferencias entre estas figuras de discurso
puede encontrarse en Gabriel Salazar, “De la justicia estatal al tribunal de la historia
(Dictadura en Chile: 1973-1990)”, Encuentro XXI, Nº 6, Santiago, 1996, pp.
140-149. Una relación más reciente que revisa la discusión europea sobre el tema,
y que a diferencia de G. Salazar, se concentra menos en las limitaciones
epistemológicas de ambos procesos de investigación, y más en la lógica de la argu-
mentación y en los efectos a ella asociados, puede encontrarse en Paul Ricoeur,
“L’historien et le juge”, La memoire, l’histoire, l’oubli, Paris, Seuil, 2000, pp. 415-
435.

32
litigio6. En el eslabonamiento continuo de oraciones descriptivas
y prescriptivas, en el riesgo y peligro que toda declaración y esta-
blecimiento de la experiencia comporta, el historiador y el juez
construyen no sólo el privilegio de una mirada que se quiere so-
berana e imparcial, sino que además, y apoyándose en la propia
operación que los constituye en testigos de la división, constru-
yen la regla de juicio que les permite pasar de la separación a la
unidad. Regla que no está exenta de violencia, de una imposición
que fuerza la presentación de proposiciones bien formadas a par-
tir de las cuales se pueda representar la verdad de un referente, la
prueba de un estado de significación. Y ello es así porque la pro-
pia posibilidad de llamar verdadera o falsa a una afirmación des-
cansa en la convicción de que hay un mundo común y comunica-
ble7. La frase historiográfica, si ella es declarativa, tiene por objeto
principal decir algo verdadero o falso sobre un estado del mundo.
Su función referencial la lleva a demostrar continuamente que
siempre hay un mundo en común, que siempre es posible probar
la verdad del referente, aún cuando esa verdad no sea sino la des-
trucción de todo vínculo comunitario, la catástrofe de la historia.
En el acto de verbalizar conflictos civiles, además de presuponer
este mundo y de registrar sus divergencias puntuales, jueces e histo-
riadores buscan criterios comunes para superar las contradicciones y
las vacilaciones de significación propias de la experiencia histórica,
renovando así la dimensión comunitaria que subyace a toda transac-
ción social, a toda experiencia de un presente ético, de un tiempo
común y participativo. Del resultado de este trabajo no sólo depende
el continumm hermenéutico necesario a todo acto de comprensión

6
Jean-François Lyotard, Le Différend, Paris, Minuit, 1983.
7
Humberto Giannini, “Espacio civil y experiencia moral”, La experiencia moral,
op. cit., p. 72.

33
histórica, sino que también depende el éxito de la propia operación
de enjuiciamiento que toda declaración historiográfica supone. Pues,
si según un reconocido principio hermenéutico el testimonio está al
servicio del juicio, ello sólo es posible a condición de que el juicio
esté al servicio de la comunidad. Juzgar es zanjar una cuestión, recuer-
da Paul Ricoeur8. Pero también, en un nivel más arqueológico, juz-
gar es reconocer la dimensión comunitaria que subyace a todo orden
social, a todo estado de significación.
Sólo a partir de esta doble determinación del juicio historio-
gráfico y del juicio judicial, puede entenderse luego que juzgar sea,
para ambas figuras de discurso, ante todo determinar el ser del otro,
conformar en la interpretación aquello que se presenta a examen,
concebir la verdad de todo conocimiento como “justicia”, como
orden que una fuerza establece entre los hechos, asignando a cada
aspecto y elemento un lugar en la jerarquía del mundo. Pero, de
igual modo, y al mismo tiempo, juzgar es también para ambas
figuras de discurso finalizar un relato, terminar el encadenamiento
de hechos que satisfacen el significado de una transacción. Y es esto,
precisamente, lo que ocurre cada vez que se enjuicia. La justifica-
ción de quien enjuicia consiste en reconstituir o en contar objetiva-
mente las cosas a fin de inducir a que otros “fallen” de la misma
manera, de acuerdo a la comprehensión del significado de la histo-
ria. Lo que se juzga y justifica no es la crónica de los hechos, sino la
razón profunda, la ley de tales actos. Juzgar, en este sentido, es vali-
dar un significado vinculante, es reintegrar o reconducir una pro-
posición a un sistema de significaciones compartidas9.

8
Paul Ricoeur, “El acto de juzgar”, Lo justo, trad. Carlos Gardini, Santiago, Edito-
rial Jurídica de Chile, 1997, pp. 183-189.
9
Para el argumento del enjuiciamiento y la justificación, Humberto Giannini, Del bien
que se espera y del bien que se debe, Santiago, Dolmen ediciones, 1997, cap. III, V y VI.

34
De lo anterior se deduce que si todo razonamiento judicial
requiere para su establecimiento de un principio de configuración
narrativa, del mismo modo, todo razonamiento historiográfico
requiere para su cumplimiento de la afirmación de un juicio. El
razonamiento historiográfico, al igual que el razonamiento judi-
cial, describe lo que sucedió por medio de narraciones, y al hacerlo
se encuentra implicado en algo que se podría denominar “dar una
interpretación”, de modo que la narración misma es una forma de
organizar las cosas y, por ello, siempre va “más allá de lo dado”10.
Este ir “más allá de lo dado” en la interpretación es, precisamente, el
nombre más general que se suele dar a la actividad del juicio, a la
operación de enjuiciamiento. Así como la descripción completa de
un acontecimiento supone, por hipótesis, una organización narra-
tiva, y la propia organización narrativa no es posible sin “un factor
inexpugnablemente subjetivo”11, del mismo modo el enjuiciamiento
sólo es posible a condición de una narración histórica capaz de res-
taurar la comunidad y su sujeto de consentimiento.
Todo acto de enjuiciamiento expresa, en otras palabras, una
reconstrucción narrativa de los hechos pasados. Esta reconstrucción
no sólo quiere elaborar una significación compartida del enjuicia-
miento, no sólo busca ratificar y justificar públicamente la sobera-
nía de un decir que se declara ajustado a su referencia, sino que
pretende, además, sancionar en su cumplimiento la realización de
una acción, la conclusión de una situación, la determinación de una
historia. Ahora bien, esta pretensión conclusiva del juicio judicial

10
Aquí no hago sino parafrasear la expresión que Danto utiliza al momento de
discutir el principio de organización narrativa de la oración historiográfica. Véase,
Arthur C. Danto, “History and Chronicle”, Analytical Philosophy of History,
Cambridge, Cambridge University Press, 1968, p. 142.
11
Ibid., p. 141.

35
es también la pretensión conclusiva del juicio histórico. La opera-
ción historiográfica, al igual que la operación judicial, se estructura
sobre el supuesto narrativo del cumplimiento de la significación.
En todas sus diligencias, la historiografía se comporta como si los
sucesos, con toda la fuerza de sus diferencias, pudieran terminarse,
como si existiera en ellos el reclamo por una palabra última, como
si la finalidad principal del relato no fuera otra que la de tener fin,
que la de imponer e imponerse un término. De allí, que más allá de
las diferencias que separan a la declaración judicial de la declaración
historiográfica, y que se refieren fundamentalmente a la naturaleza
provisional o determinada de la “cosa juzgada”12, siempre es posible
sostener un punto de convergencia entre una y otra posición enun-
ciativa. Esta zona de contacto, este espacio fronterizo donde se
mezclan identidades, atiende a la posición narrativa que ambas fun-
ciones enunciativas ocupan al interior del relato. Expresado de un
modo taxativo, tanto jueces e historiadores cuando analizan los
hechos que se les presentan a examen, lo hacen reclamando el tiem-
po y lugar del último narrador, de la última instancia enunciativa.
Todo historiador ocupa el papel del último historiador, todo juez
ocupa el papel del último juez.
Más aún, la relación de lugar se presenta de un modo tan de-
terminada, que atendiendo a la singularidad de su posición enun-
ciativa, cabría todavía advertir la existencia de un delicado nexo
entre enjuiciamiento y final de relato, entre justicia e historia. Con
el objeto de remarcar este nexo, o al menos revisar su existencia,
convendría examinar con algún detenimiento aquella reflexión con-
temporánea que se ha dado a la tarea de identificar las oraciones
tipo del relato histórico. Ello, en el entendido de que sólo una

12
Paul Ricoeur, “L’historien et le juge”, op. cit., pp. 420 y ss.

36
investigación de las oraciones nucleares comunes a toda descripción
histórica haría visible la íntima posición enunciativa que parecen
compartir las figuras de discurso señaladas con los nombres del juez
y el historiador. Así, y de acuerdo al dictum de una hipótesis que se
quiere genérica sobre el enjuiciamiento, un análisis de las oraciones
más típicas de las descripciones históricas terminaría por revelar la
común estructura de significación que subyace al relato histórico y
al relato judicial. Esta estructura, en tanto significación temporal
de un cumplimiento, se encontraría en la base de todas aquellas
narraciones organizadas desde el tiempo de un “futuro anterior”.
Si en el trabajo diario de jueces e historiadores los relatos cons-
tituyen el contexto natural donde los acontecimientos adquieren
sentido, si en el desarrollo de sus pesquisas el orden de interroga-
ción es siempre el orden de una pregunta que sólo puede ser res-
pondida en el contexto de un relato, ello es así únicamente por la
necesidad común que ambas figuras de discurso tienen de situar los
acontecimientos de que se ocupan, de inscribir el significado de los
hechos en una estructura temporal mayor de significación. Es, pre-
cisamente, esta estructura mayor de significación, esta disposición
narrativa a la conclusión de un relato, a un fin de historia, la que da
significado a los acontecimientos. Sin esta estructura mayor de sig-
nificación todos los hechos descritos del mundo como todas las
proposiciones del lenguaje aparecerían situadas en un mismo nivel.
Tácito, anotó alguna vez Jorge Luis Borges, no percibió la Cruci-
fixión, a pesar de que la consignó en su libro. Preguntar por la
significación de un acontecimiento, en el sentido histórico o jurídi-
co del término, es así preguntar algo que sólo puede ser respondido
en el contexto de una historia, en la conclusión de una narración.
Naturalmente, para que esto sea posible, para que la declara-
ción historiográfica y la declaración judicial puedan llevar a térmi-

37
no su común necesidad de conclusión, es preciso que el conjunto
de sus narraciones se ordene según el principio temporal de un fu-
turo anterior. Esto significa, en otras palabras, que ambas declara-
ciones, en tanto actos de enjuiciamiento, apelan a una misma es-
tructura oracional de significación, a un mismo “tipo” de oraciones
toda vez que organizan o estructuran el orden de sus discursos. Para
precisar esta observación, para clarificar el nexo aquí establecido
entre tiempo y narración, conviene revisar con algún detenimiento
aquella reflexión contemporánea que se ha dado a la tarea de iden-
tificar las oraciones tipo del discurso historiográfico. Ello, en el
sobrentendido de que todo análisis que atienda a la naturaleza con-
clusiva de la declaración historiográfica y la declaración judicial,
debe primeramente preguntarse por el nexo entre tiempo y narra-
ción que ambas declaraciones comparten.
Revisar con algún detenimiento la estructura nuclear de la na-
rración historiográfica exige, sin duda, confrontar aquella reflexión
contemporánea que ha pensado con mayor demora el nexo entre
tiempo y narración en el dominio de la historia. Esta reflexión es la
desarrollada por Arthur Danto en Analytical Philosophy of History.
Concuerdan en esto filósofos e historiadores. Unos y otros ven ahí
el lugar en donde se presenta el examen más sistemático elaborado
hasta el momento de la estructura nuclear del discurso histórico.
Espacio privilegiado de una operación de paso, momento de con-
vergencia en el campo de la historiografía de la tradición herme-
néutica y la tradición analítica, la atracción que genera Analytical
Philosophy of History deriva de los presupuestos epistemológicos
que animan su programa de investigación. Expuestos sumariamen-
te, estos presupuestos pueden ser enseñados bajo la hipótesis de que
la estructura de las oraciones nucleares del discurso historiográfico
determinaría de un modo tan particular el concepto moderno de

38
historia, que su investigación habría de indicar algunos de los ras-
gos epistemológicos principales de la operación historiográfica.
De acuerdo a los resultados de un análisis hoy clásico, las ora-
ciones más típicas que se presentarían en los escritos históricos, aque-
llas que diferenciarían la escritura de la historia de otras formas riva-
les de escritura temporal, serían las “oraciones narrativas”13. Estas
oraciones tendrían la característica general de ser oraciones que se
refieren a dos estados temporales diversos, aunque sólo describen el
primero de ellos. Su utilización sugeriría una característica diferen-
ciadora del conocimiento histórico. Así, por ejemplo: “La unidad
Popular, indecisa entre la toma del poder y la negociación, vivía en
ascuas, cada vez más dividida y cada vez con menos margen real de
maniobra. Ya desde la crisis de octubre de 1972 sus estrategias po-
líticas eran ilusiones”14. Esta oración presupone al menos el conoci-
miento del decurso de los sucesos relevantes que llevarán al trágico
fin de la Unidad popular el 11 de septiembre de 1973. De allí que
esta oración no podría haber sido formulada por observador algu-
no de los acontecimientos políticos chilenos en 1972. Los predica-
dos con que se expone narrativamente un suceso, exigen la ocurren-
cia de sucesos posteriores a cuya luz el primer evento aparece ex-
puesto como un suceso histórico. Es por ello que la descripción
histórica de un acontecimiento se distingue claramente de todas
aquellas otras descripciones del acontecimiento que pudieran ha-
berse hecho en el momento mismo en que ocurrió.
Con el objeto de distinguir de forma aún más clara y precisa la
descripción propia de la “oración narrativa” de cualquier otro tipo

13
Arthur C. Danto, “Narrative Sentences”, Analytical Philosophy of History, op. cit.,
pp. 143-181.
14
Tomo este enunciado, como un ejemplo de “oración narrativa”, de Tomás Moulian,
Chile actual. Anatomía de un mito, Santiago, Lom Ediciones, 1997, p. 167.

39
de descripción completa de un acontecimiento, Danto introducirá
en el análisis la imagen de una narración ideal de los estados del
mundo. Para ello ideará la figura de un “cronista ideal” capaz de
tomar nota en un lenguaje observacional de todo aquello que suce-
de en el momento que sucede. Esta especie de narrador omniscien-
te tendría el don de la transcripción instantánea: cualquier cosa que
sucediera a lo largo de todo el borde progresivo del pasado sería
consignada por él, tal como sucedería, en la forma en que sucede-
ría. El cronista ideal no se encontraría en el futuro respecto de los
acontecimientos que constituyen su objeto, sino en una suerte de
presente intemporal, como “testigo absoluto” de todo acontecer.
Las descripciones de que se ocuparía esta narración ideal estarían
construidas de tal modo que no podrían ser erróneas. Borrones y
correcciones estarían así excluidos de esta especie de relación abso-
luta del presente. Todas las afirmaciones que la crónica comprende-
ría tendrían la característica de ser descripciones completas y verda-
deras de determinados estados y acontecimientos del mundo. Y, no
obstante, precisamente por ello, la crónica ideal aunque ofreciera
todos los datos, aunque elaborara descripciones plenas de los acon-
tecimientos, no daría cuenta del sentido histórico de lo sucedido.
La descripción exhaustiva de un estado del mundo no satisface
las necesidades de la historia, porque existe una clase de descripciones
de un acontecimiento cualquiera que no pueden ser realizadas por
testigo alguno15. Estas descripciones, al basarse en un conocimiento
futuro de todo lo que pasó, necesaria y sistemáticamente, tendrían
que estar excluidas de la crónica ideal. Pues, debido a su propia posi-
ción enunciativa, le estaría vedado al cronista ideal el conocimiento
del futuro de lo que relata y, por tanto, le estaría prohibido utilizar en

15
Arthur C. Danto, “Narrative Sentences”, op. cit., p. 151.

40
sus descripciones oraciones que contengan “verbos proyectos”, es de-
cir oraciones que describan acciones en el tiempo. El cronista ideal
sería incapaz, por consiguiente, de describir acciones intencionales,
pues ello presupondría la anticipación de sucesos allende el instante
de observación. De igual modo, sería incapaz de establecer relaciones
causales, pues entonces un suceso tendría que poder ser descrito re-
trospectivamente: la observación de un suceso que sigue en el tiempo
es necesaria para identificar un suceso precedente como causa suya. El
autor omnisciente de esta crónica del mundo histórico no podría
narrar ni una sola historia, porque las relaciones entre sucesos con
índices temporales distintos necesariamente escaparían a su observa-
ción. En otras palabras, el laborioso amanuense que esta relación ab-
soluta imagina no podría ver el principio, crisis y final de una trama
de acción porque, sencillamente, no podría ponerse a sí mismo en el
punto de vista del término de una acción, no podría asumir el lugar y
la posición soberana del narrador último de la historia. Falto de un
conocimiento del futuro al testigo ideal ni siquiera le estaría dado el
derecho de escribir oraciones del tipo: “Ya desde la crisis de octubre
de 1972 las estrategias políticas de la Unidad Popular eran ilusiones”.
Estas oraciones suponen un conocimiento de estados o acciones fu-
turas a partir de los cuales se hace posible describir la significación de
estados o acciones anteriores. Este conocimiento del futuro, de un
futuro que tiene la forma verbal de un “futuro anterior”, constituiría
el rasgo distintivo de las oraciones históricas. Este conocimiento de
estados futuros de acciones pasadas constituiría, al mismo tiempo, el
rasgo distintivo de las operaciones epistemológicas supuestas en la
declaración judicial16. Rasgo distintivo que reclama, por cierto, una

16
Una amplia discusión de los problemas epistemológicos derivados de los razona-
mientos probatorios del proceso penal, que toma en cuenta parcialmente la dimen-

41
estructura de significación necesaria a una ley de conclusión, a un
estado de cumplimiento. Él impone, aquí y allá, a jueces e historia-
dores, la declaración soberana de un saber decir necesario al tiempo
de un futuro anterior.
De allí que siempre se pueda aseverar, contra la orientación
general de Analytical Philosophy of History, que sólo a partir de la
afirmación de un lugar de enjuiciamiento, sólo a partir de un pun-
to de cierre o de clausura del relato, se hace posible la escritura y el
decir de la historia. Si la historiografía requiere de un desplazamiento
o distancia entre aquello de lo que versa y el lugar desde el que
escribe, si precisa considerar la relación entre pasado y presente bajo
el modo de la sucesión, de la correlación, del efecto y de la disyun-
ción, es porque impera en ella un tono apocalíptico, un imperativo
de orden que la lleva a juzgar la relevancia de los hechos de acuerdo
a una estructura de acción, a un fin de historia. Es por ello, por este
fin de historia, que la historiografía dice más, irremediablemente
muchísimo más, de lo que la referencia al pasado la autoriza. Al
presentar los hechos, al imponer una saturación a la significación
del relato, la escritura de la historia no se limita tan sólo a decir algo
sobre el pasado, no se conforma únicamente con registrar lo suce-
dido, sino que, avanzando un paso más allá, introduce subrepticia-
mente en el relato una identidad judicativa entre referencia y signi-
ficación, entre descripción y prescripción.
Más, sin embargo, para que se complete el círculo, para
que se ordenen en perfecta lógica las identidades de discurso ya
trazadas, y para que, en definitiva, tomen cuerpo todos los valo-
res a ellas asociados, es necesario presentar todavía una última

sión narrativa común a la sentencia y a la fundamentación judicial, puede verse en


Luigi Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. Juan Bayón,
Madrid, Trotta, 1995, apartado 10.

42
zona de contacto entre la declaración historiográfica y la decla-
ración judicial. Zona de confines, o de yuxtaposición extrema si
se quiere, ella parece gobernar la coincidencia última, y acaso
fundamental, que existe entre ambas declaraciones transitivas,
entre ambas “materias de uso público”17. Pues, es sólo en virtud
de ella que las figuras de discurso reseñadas tras los nombres del
juez y el historiador renuevan el triple pacto científico, narrati-
vo y político al que la democracia las sujeta. Triple pacto que da
lugar a un orden de representación ligado a la ciudad y que tiene
en la declaración historiográfica y la declaración judicial su espa-
cio de confirmación esencial. En razón de este pacto, y de lo que
ahí se autoriza, jueces e historiadores hacen valer “el peso de su
parecer profesional” y la “soberanía de su opinión ciudadana” al
momento de atender al reclamo de justicia que la comunidad
les dirige18. Acogiendo la carga explosiva de este reclamo, bien
podría afirmarse que si a la época de Heródoto se la acostumbra
caracterizar a partir de la primera ligazón que en las Historias se
establece entre historia y democracia, de igual modo, debería
caracterizarse la época contemporánea a partir de la imposible
relación que todo testimonio de la catástrofe establece entre his-
toria y justicia 19. Relación imposible, se sabe, desde el momen-

17
María Eugenia Horvitz, “La solidaridad perdida entre historiografía y sociedad”,
Revista de Crítica Cultural, N°22, Santiago, 2001, p. 29.
18
Las palabras entrecomilladas pertenecen al Manifiesto de historiadores. El Mani-
fiesto, cabe recordar, es la reacción de un número importante de historiadores nacio-
nales a la ‘Carta a los chilenos’, escrita a fines de 1998 por el ex dictador Augusto
Pinochet, durante su detención en Londres. El Manifiesto es también, más amplia-
mente, uno de los signos visibles de la querella de los historiadores por la memoria
del pasado nacional. Sergio Grez y Gabriel Salazar (comps.), Manifiesto de historia-
dores, Santiago, Lom Ediciones, 1999.
19
En el debate historiográfico contemporáneo ha sido Yosef Hachim Yerushalmi
quien con mayor claridad y audacia ha planteado esta inquietante identidad. Si

43
to que todo testimonio reclama la experiencia de un presente
ético, de un tiempo común y participativo.
Aquella paradoja que Roland Barthes creyó reconocer en la
escritura de Heródoto, y que consistía en observar que lo anotado
por el historiador procedía de lo observable, pero que lo observable
no era sino aquello digno de memoria, es decir digno de ser anota-
do, termina por revelar aquí, ya tarde y sin proponérselo, el secreto
más íntimo de la escritura de la historia, el impulso mítico de su
producción. Secreto de habitar un mundo en común, mythos de
compartir la experiencia de ser con otros. Sólo bajo este impulso,
podría decirse, sólo bajo el animus de esta invocación, el historia-
dor ha podido declarar que “si la fuente es testimonio, el testimo-
nio huella y la huella hecho histórico, el juicio historiográfico refle-
ja no otra cosa que el ‘hecho histórico”20.

bien, y como es usual en sus intervenciones, lo ha hecho sólo bajo el recurso de la


elipsis, bajo una interrogación que busca avanzar un gesto que únicamente se
quiere indicativo. Así, y casi al finalizar una alocución presentada al coloquio sobre
“Usos del olvido”, realizado en París en 1987, el viejo historiador de la memoria
judía se atrevió a preguntar sino sería posible que el antónimo del olvido no fuera
la memoria sino la justicia. Con esta palabra, con su auxilio, Yerushalmi parecía
querer levantar una protesta ante un coloquio cuyo título no dejaba de provocar en
él una cierta resistencia, una negación determinada a sostener la palabra. “¿’Usos del
olvido’? Una voz interior me cuchichea: ‘¿Te puedes imaginar la celebración de un
coloquio con este título, en Praga o Santiago de Chile?...”. Al mismo tiempo, con el
auxilio de esta palabra, Yerushalmi parecía reclamar, a su vez, por la pérdida de una
“comunidad de valores” capaz de transformar la historia en memoria, en potencia y
facultad de “transmisión”. Al respecto, Yosef H. Yerushalmi, “Reflexiones sobre el
olvido”, Nicole Loraux y otros, Usos del olvido, trad. Irene Agoff, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1989, pp.13-26.
20
Gabriel Salazar, El historiador y la historiología filosófica, Santiago, Memoria de
Prueba, Instituto Pedagógico, Universidad de Chile, 1963, p. 4.

44
De la comprensión

Una pasión domina e ilumina nuestros estudios: ‘compren-


der’. No digamos que el buen historiador está por encima
de las pasiones; cuando menos tiene ésa. No ocultemos que
es una palabra cargada de dificultades, pero también de
esperanza. Palabra, sobre todo llena de amistad.
Marc Bloch, Introducción a la historia

A la figura ilustrada del juicio y del tribunal de la historia, la


historiografía actual opone la convicción de que la “experiencia” es
ya una interpretación y algo que requiere al mismo tiempo ser in-
terpretado, opone, en otros términos, la profesión de un decir, la
ética de un deseo. “No, el historiador no es un juez. Ni siquiera un
juez de instrucción”1. La búsqueda de una palabra capaz de abrirse
al reclamo de una experiencia ajena, al enigma de las vidas hundidas
en el archivo, es la búsqueda de un “buen decir”, es la exploración
por una declaración soberana capaz de responder a la llamada del
otro, a la experiencia de su testimonio. Es, precisamente, esta recla-
mación del otro, esta búsqueda de la experiencia pasada, y la íntima
convicción de que ya esa búsqueda es en sí una violencia que ame-

1
Lucien Febvre, Combates por la historia, trad. Francisco Fernández Buey, Barcelo-
na, Ariel, 1986, p. 167.

45
naza amagar la presencia que ella misma reclama, la que advierte
que al historiador sólo le está permitido describir las cosas tal y
como en realidad sucedieron. Narrar los acontecimientos, “contar
lo que fue”, según la clásica expresión de Ranke.
El imperio de la narración que insta a los historiadores a bo-
rrar su rostro de la superficie de los hechos se ordena según un ideal
de objetividad que busca preservar la experiencia del tiempo y del
olvido. Esta conservación de la experiencia es preservación de la
vivencia singular, registro y representación de su acontecimiento.
De este esfuerzo de mantención de la experiencia pasada da testi-
monio la etimología griega de la palabra historia, que en su étimo
más antiguo define la identidad historiográfica a partir de la mirada
y la narración. “Ver”, “indagar” y “testimoniar” constituyen desde
un principio propiedades privativas a todo saber recto de la histo-
ria. Sin embargo, en aras de preservar la singularidad de la experien-
cia vivida, y en atención al riesgo inscrito en la etimología que so-
porta y habilita su saber, la historia ha buscado conjurar desde un
comienzo toda posición de enunciación que la sitúe en el lugar y en
la función de un “tribunal de los infiernos”2. Abocada a declarar la
experiencia, a hacer profesión de lo vivido, la escritura de la historia
suspende el juicio en favor de la representación de lo acontecido,
apela a la potencia dislocadora contenida en la alteridad de lo pasa-
do. Escribir para desaparecer, ceder a la llamada del otro el nombre
propio, imponerse la sentencia del “en ti más que en mí” parece ser
la forma principal con que la conciencia historiográfica moderna
ha respondido a la norma de escritura que impone todo saber y
registro de la experiencia. La misma ambigüedad de la noción de

2
Tomo esta figura de Marc Bloch, Introducción a la historia, trad. Max Aub y Pablo
Gonzalez Casanova, México, Fondo de Cultura Económica, 1952.

46
representación, esencial al trabajo historiográfico contemporáneo, ya
denuncia en el juego de presencia/ausencia que la constituye el rasgo
común de toda práctica historiográfica de inscripción de la experien-
cia. Esta inusual percepción de la fragilidad de la experiencia, y más
allá, de la propia función dislocadora de la alteridad del pasado, se
encuentra claramente expresada en aquella observación del oficio que
advierte que “para penetrar en una conciencia extraña, separada de
nosotros por un intervalo de varias generaciones, hay que despojarse,
casi, del propio yo”3. La tarea de comprender, el esfuerzo continuo
por diferir el juicio en pro de los acontecimientos, es siempre la tarea
de un discurso que busca asumir el discurso del otro, que busca hacer
la experiencia de una experiencia otra.
Testimoniar la experiencia, dar fe de ella, nombrar la posibili-
dad de una experiencia de la experiencia, es ya reconocer, desde un
comienzo, que todo registro, toda representación de la alteridad de
lo pasado, se constituye necesariamente sobre el enigma de una pér-
dida de significación, sobre una fuga de sentido que marca toda
relación con lo pretérito, toda reserva de la historia. Pero, sobre
todo, en un nivel más fundamental, testimoniar la experiencia, dar
cuenta de lo vivido, comprender el pasado en su radical alteridad,
es postular una vivencia común, una “fantasía compartida”, en cuya
escena es posible recrear la experiencia del otro en su sentido origi-
nal. Es arriesgar, en condensada imagen, una iluminación del ser del
otro a partir de un encuentro en la palabra, a partir del riesgo y la
responsabilidad de su escucha. Únicamente postulando esta comu-
nidad de diálogo, únicamente anticipando la amistad anunciada en
la extraña cita de esta comunicación diferida, puede llegar a decirse
que la historia habla (a través de) la voz del otro, y cosa que es más

3
Ibid., p. 110.

47
difícil de afirmar, que los muertos viven en cada palabra que los
reclama. Sin embargo, y aún cuando esto pueda parecer una con-
tradicción, testimoniar la experiencia, hacer profesión de ella, es a
un tiempo reconocer la fragilidad y labilidad de la misma, es en el
límite hacer la experiencia de la destrucción de la experiencia. Sólo
teniendo esto en cuenta, sólo respondiendo a la ética de esta escri-
tura, al deseo de su decir, es posible comprender aquella vieja obse-
sión de la historiografía moderna por desmontar toda figura retóri-
ca del juicio histórico, toda posición de enunciación articulada a
partir del intercambio de lugares entre el juez y el historiador.
“Durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una especie
de juez de los Infiernos, encargado de distribuir elogios y censuras
a los héroes muertos”4. La figura del juez de los infiernos, del
juicio final de la historia, es sin duda una figura apocalíptica, pero
es también, en un nivel más arqueológico, una figura del presente
absoluto, una manera de confirmar los derechos de una actuali-
dad soberana por sobre las pretensiones y reivindicaciones de una
experiencia pasada. A esta confiada figura del juicio histórico, la
historiografía actual opone la convicción de que la “experiencia”
es ya una interpretación y algo que requiere al mismo tiempo ser
interpretado, opone, en otros términos, la vocación de un decir,
la ética de un deseo.
Tal vez por ello, por lo que demanda a la pasión de la historia,
a la ética de su escritura, sea “la recreación de la experiencia pasada”
la inscripción que mejor expresa el deber del oficio historiográfico,
la ley y la norma bajo la cual trabaja su escritura. Inscripción polé-
mica, por cierto, afirmación de una escritura en cuyo seno parece
habitar el reclamo de “una historia/historiografía de la autoidentifi-

4
Ibid., p. 109.

48
cación histórico/carnal con el Otro”5. Ya sea por fidelidad a la expe-
riencia pasada, o por la espera de su significación, esta inscripción
presenta el oficio de historiar como un tipo de actividad autobio-
gráfica en donde “el otro” no es sino “uno mismo”6. Actividad de
una reactualización, de una reefectuación de la experiencia acaecida,
o más propiamente de un re-enactment si se ha de reconocer los
derechos de Collingwood sobre la inscripción7. Pero también, y
más fundamentalmente, actividad de solidaridad con un pasado
trunco que reclama existencia, identificación riesgoza con un otro
que en su presencia/ausencia demanda una cierta dislocación de sí,
una voladura del yo capaz de generar un secreto vínculo entre gene-
raciones. Es, precisamente, atendiendo a la urgencia de este víncu-
lo, al reclamo de esta cita, que ha podido llegar a describirse la labor
historiográfica como la actividad de un medium, como aquella in-
tercesión mediadora que trae a presencia el pasado para reclamar “la
posibilidad que todos sean todo lo que son”8.

5
María Angélica Illanes, “La historiografía ‘popular’: una epistemología de ‘mujer’.
Chile década de 1980", Solar. Estudios latinoamericanos, Nº 1, Santiago, 1994, p. 23.
6
Ibid., p. 24.
7
Parafraseamos aquí la traducción castellana de la tesis de R. G. Collinwgood que
observa que el deber del historiador es “recrear en su mente la experiencia pasada”.
En el original, sin embargo, se observa un matiz que cabe aquí consignar: “the
history of thought, and therefore all history, is the re-enactment of past thought in
the historian’s own mind”. Collingwood, con esta arriesgada afirmación, no hace
más que retomar y afinar, en otros términos, la teoría diltheyana de la comprensión.
Comprender, en efecto, en la huella de la tradición hermenéutica, es aquí el objeti-
vo principal del historiador. Véase, para la observación de R. G. Collingwood, The
Idea of History, Oxford, Oxford University Press, 1994, p. 215. Para un análisis de
la relación de Collingwood con el romanticismo alemán, Hans-Georg Gadamer,
“Introduction to Denken, the german traslation of An Autobiography”, Colligwood
Studies, Vol. 1, Londres, 1992, pp. 9-13.
8
“Eso es, en el fondo Historiografía: mayéutica, la mayéutica de los tiempos ‘que se
olvidan’ y de los seres y los hechos ‘que se quedan’ enclavados en ‘su’ tiempo,
imposibilitados para ‘proseguir’. Lo que se distiende en largas estelas temporales es

49
Ahora bien, en tanto guarda y alerta de una práctica de escritura,
en tanto vigilia de una obra, esta inscripción es ya medida y enjuicia-
miento de un deseo, prenda y garantía de un decir. Pues, tras el impe-
rativo de “recrear la experiencia pasada” no sólo se encuentra un afán
de identificación absoluta con el otro, un anhelo imposible, y tal vez
teológico, de redención de lo pasado. También se muestra allí, en la
fuerza que la declaración comporta, la búsqueda de una hermandad
más primaria, el deseo de una identificación absoluta con el otro a
partir de la experiencia diferida de su significación.
Esta identificación absoluta con el otro, esta escena primaria de
“comunión fraterna”, ha sido pensada en la historiografía moderna
bajo el signo de la comprensión. Es sólo a partir de este signo o
metáfora de lugar que la historia ha podido pensar su relación con lo
pretérito. Historia, cabe recordar, en uno de sus sentidos etimológi-
cos primarios, nombra precisamente un estado de disponibilidad,
una sumisión a lo inesperado, una apertura a lo ajeno, en donde se
supera la propia subjetividad9. Es, justamente, este estado de expecta-
ción el que intenta nombrar la palabra comprensión. Pues, com-
prender es inicialmente responder por alguien. En su sentido origi-
nal, apunta Hans-Georg Gadamer, la palabra se refiere a aquél que es
abogado ante un tribunal. Es quién entiende a su parte. “Representa a
su cliente, responde por él, y no es que repita lo que éste le haya

reunido aquí, en el lugar de los seres cognoscentes; la Historiografía puede decir:


‘todos están hoy aquí todo lo que son’ (...) es preciso que el pasado regrese hasta
ahora, para que todos sean todo lo que son”, Gabriel Salazar, El historiador y la
historiología filosófica, Santiago, Memoria de Prueba, Instituto Pedagógico, Uni-
versidad de Chile, 1963, p. 16.
9
Traducción libre de la palabra istoria. Pero también fiel al universo semántico que
parece gobernar la frase historiográfica. En el debate contemporáneo, se debe a
Ricoeur el mérito y riesgo de esta “traducción”. Véase, al respecto, Paul Ricoeur,
“Objetividad y subjetividad en historia”, Historia y verdad, trad. Alfonso Ortiz
García, Madrid, Ediciones Encuentro, 1990, p. 32.

50
apuntado o dictado, sino que habla en su lugar. Pero a su vez, esto
significa que habla desde sí mismo como si fuera otro y dirigiéndose
a los otros”10. No que reproduce sin más sus palabras, pues en un
sentido más pleno comprender no significa únicamente defender el
asunto de otro exhaustivamente ante un tribunal o ante quién quiera
que sea, sino más bien, significa, en un sentido esencial, “dejar valer
en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a
hacer valer contra mí”11. Atendiendo a esta operación de descentra-
miento del sujeto, a esta voladura del yo, se ha llegado a presentar la
lógica de la declaración historiográfica como una lógica de la alteri-
dad, como el signo o la figura distintiva de la heterología. La historia,
según esta inscripción, ocupa un lugar entre las palabras y las cosas
sólo enunciable a partir de la llamada y la invocación del otro.
Esta relación de la historia con la alteridad del pasado se esta-
blece, sin embargo, únicamente a partir de la materialidad signifi-
cante de restos, testimonios, documentos y monumentos. Se tiene
la costumbre —afirma Johann Gustav Droysen en su Histórica—
de designar tales materiales con el nombre de fuentes. El conoci-
miento histórico es así siempre un conocimiento por huellas, esta-
blecido a través de la mediación de las fuentes. Y ello en tal grado
que se ha llegado a expresar que “sin documentos no hay historia”.
Decir que la historia es un conocimiento por huellas es apelar a la
materialidad significante de un pasado que permanece preservado
en la marca y el registro, en el testimonio y la narración. Pero, de
igual modo, y tal vez de una manera aún más radical, decir que la
10
Hans-Georg Gadamer, “Romanticismo temprano, hermenéutica,
deconstructivismo”, El giro hermenéutico, trad. Arturo Parada, Madrid, Cátedra,
1998, p. 61.
11
Hans-Georg Gadamer, “El concepto de la experiencia y la esencia de la experien-
cia hermenéutica”, Verdad y método I, trad. Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito,
Salamanca, Ediciones Sigueme, 1988, p. 438.

51
historia es un conocimiento por huellas es advertir que ella es siem-
pre diálogo, relación a la palabra de un otro, travesía y riesgo de una
escucha. La huella, así representada, es captada por la declaración
historiográfica bajo las señas metafóricas del texto y la legibilidad,
de la diferencia y la alteridad. Si toda historia trata, directa o indi-
rectamente, de experiencias propias o de otros, si el presupuesto de
narratividad es constitutivo de las propias experiencias y de las aje-
nas, y si este presupuesto domina el análisis de la moderna historio-
grafía, cabe suponer entonces que los modos de configurar las his-
torias o de elaborarlas epistemológicamente están íntimamente de-
terminados por los propios modos de narrar dichas experiencias.
Esta precipitación de la historia en una poética del saber historio-
gráfico esta lejos de agotar, sin embargo, la experiencia histórica en
un número limitado de estrategias tropológicas de interpretación.
Antes bien, pareciera ser constitutivo de toda narración de la expe-
riencia, y de toda experiencia como narración, un sentimiento de
pérdida, un cierto estado de deuda frente a la posibilidad de apre-
hender la experiencia del otro en su sentido original. Esta experien-
cia de pérdida, o de ruina de la representación, sólo es conjurada en
el trabajo historiográfico a través de las figuras de la “huella” y de la
“marca”, de la escritura y de la inscripción. ¿Qué entendemos por
documentos sino una huella —ha escrito Marc Bloch—, es decir,
la marca que ha dejado un fenómeno, que nuestros sentidos pue-
den percibir?12 Las nociones de “huella” y “marca” reenvían así cons-
tantemente el trabajo historiográfico al lugar de las metáforas del
texto y la legibilidad, de la diferencia y la alteridad. Al menos, a
aquellos lugares donde estas metáforas nombran una fijación del
discurso, donde ellas señalan un principio de legibilidad del otro,

12
Marc Bloch, op. cit., p. 47.

52
una holladura de significación. En tanto figuras de lo legible, en
tanto figuras del texto, la “huella” y la “marca” son también, al mis-
mo tiempo, figuras del otro, señas de una presencia ausente a partir
de la cual se constituye el discurso historiográfico. Es únicamente
desde la experiencia de esta falta de ser del otro que la escritura de la
historia subsiste. El propio mantenimiento de la distancia tempo-
ral entre presente y pasado, entre lo uno y lo otro, no viene sino a
sancionar el estado de interrupción que continuamente amenaza a
toda comprensión histórica. Esta interrupción del continuum her-
menéutico de la historia, esta borradura permanente de la legibili-
dad de toda huella, es la que anuncia justamente la irreductible
alteridad del otro, la diferencia de su figura.
Así, a la posibilidad de suspensión de la relación de comprensión,
a la probabilidad de su interrupción, la escritura de la historia contrapo-
ne la atracción del archivo, la pasión por el registro. Resistiendo a la
totalidad de aquello que se deja anunciar en las figuras de la muerte y el
olvido, la historia reivindica en otros términos la profesión de una
escucha, la búsqueda infinita del testimonio de una presencia.
Hay aquí, en toda esta toma de partido por la experiencia del
otro, por la verdad de su testimonio, una toma de partido por lo
pasado que es, a su vez, en lo que allí hay de apertura y justificación,
una toma de partido por el presente, por la experiencia de un tiempo
común. Pues, a fin de cuentas, como bien ha advertido Humberto
Giannini, tiempo común es sólo el presente, tiempo esencialmente
ético, en cuanto común y participativo. En un sentido literal y bási-
co, “tiempo de un encuentro que anula la temporalidad en que este
encuentro ocurre y pasa”13. Especie de presente absoluto —prolon-

13
Humberto Giannini, La ‘reflexión cotidiana’. Hacia una arqueología de la expe-
riencia, Santiago, Editorial Universitaria, 1999, p. 152.

53
gación indivisa de un estado de ser—, el tiempo común designa la
extensión no divisible del tiempo de la participación, nombra la jus-
tificación soberana de una experiencia de ser con otros a partir del
acto de la comprensión y la transgresión. De la transgresión como
alteración de la propia identidad por la presencia de un otro, pero
también, de la transgresión como narración de algo que adviene como
pura novedad de ser, como acontecimiento que irrumpe en el pre-
sente desde la alteridad de una experiencia ajena, fragmentada y dis-
persa en el tiempo. Sólo gracias a esta transgresión, sólo gracias a esta
especie de cortocircuito en lo común de la vida, la comprensión se
revela como riesgo y compromiso con la palabra de un otro, como
reclamo y reconocimiento de su escucha. Pues, en tanto parte consti-
tutiva del discurso, escuchar significa estar abierto a algo y predis-
puesto a un compromiso con su palabra. Escuchar es en otros térmi-
nos comprender.
Especie de actualización del principio freudiano que me recla-
ma advenir allí donde eso era, pero, de igual modo, acuñación del
principio inverso que demanda a eso advenir allí donde yo soy, la
comprensión es ya siempre estancia de una comunidad histórica,
temporalidad de la hospitalidad o la compatencia de una existencia
para otra. Pues, si la comprensión consiste en aquella dialéctica sin-
gular del sí mismo y el otro, si ella presupone en su ejercicio la
existencia de una amplia base de comunión fraterna, sin la cual no
se daría “esta disposición de ánimo que nos hace connaturales con
otro”14, cabe suponer de ella, entonces, más allá de toda alegación,
una nombradía vinculadora, una alopatía restauradora de la convi-
vencia y la comunión del ser-uno-con-otros. Comprender es así

14
H. I. Marrou, El conocimiento histórico, trad. García de la Mora, Barcelona, Labor,
1968, p. 73.

54
participar, y más ampliamente, comprender es sólo otro nombre
para designar la profesión de la historia. Al menos, donde la profe-
sión de su palabra resguarda una promesa de amistad, donde ella
resiste la teratología de una escritura que —al igual que el “ogro de
la leyenda”— gusta alimentarse de carne humana15. La compresión
se revela de este modo como una pasión de convivencia, como la
afirmación imperiosa de un tiempo en que se está en lo mismo, y
“sin el cual ninguna sociedad podría tenerse como tal aun cuando
elaborase muchos ‘proyectos’ en común”16. Es, precisamente, esta
experiencia de comunidad, de un tiempo común, la que constituye
el “absoluto empírico” de la historia, el “absoluto operante” a partir
del cual se construyen sus acuerdos y desacuerdos fundamentales17.
Representar infinitamente un ser en común, servir al impera-
tivo ético de una comunión fraternal, es la finalidad última que
persigue todo discurso y escritura de la historia. La cuestión de la
comunidad, del ser uno con otros, se revela así como la cuestión
fundamental a la que asiste toda operación historiográfica. Propo-
sición esencial, sin duda. Proposición válida para todo tiempo y
lugar donde la historia intente reclamar, sin reservas, una soberanía
del sujeto, una apropiación exhaustiva de la esencia humana como

15
“El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Allí donde huele carne
humana, sabe que está su presa”. En la traducción castellana de la Apologie, la
primera frase de la cita está suprimida. Esta supresión impide, por tanto, captar el
juego de semejanzas que Bloch intenta establecer entre la figura del ‘historiador’ y
la del ‘ogro’. Para su referencia original, Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou métier
d’historien, Paris, A. Colin, 1960, p. 4.
16
Humberto Giannini, “Tiempo y comunidad”, VV.AA., Proyecto Chile: Perspecti-
vas generales, Vol. I, Santiago, Mideplan, 1993.
17
La noción de “absoluto empírico” refiere a una obra temprana de Giannini, en
donde se observa en la cotidianidad del sentido de la experiencia humana, en la
experiencia común, el “absoluto empírico” que funda toda convivencia y promesa
de comunicación. Al respecto, Humberto Giannini, Reflexiones acerca de la convi-
vencia humana, Santiago, Universidad de Chile, 1965.

55
obra colectiva de un proyecto de sociedad. Será sólo con la moder-
nidad, sin embargo, donde la historia se fijará y a la vez se especifi-
cará conceptualmente como historia de la soberanía, como narra-
ción autobiográfica de una comunidad nacional. Únicamente a partir
de la determinación del tiempo presente como un tiempo de tran-
sición, y sólo con la autocomprensión normativa de lo moderno
como encarnación temporal del principio de la subjetividad, la de-
claración historiográfica se expondrá así misma como la profesión
de un decir, como la ordenación de un estado de palabra.
Dicho en otros términos, aquella mirada que observaba en la
historia una colección de ejemplos de moral, un compendio ejem-
plarizador de experiencias pasadas, y que caracterizaba en lo esencial
el topos clásico de la historia como maestra de vida, terminó por
ceder su lugar en la modernidad a una representación de la historia
como producción colectiva de un futuro indeterminado. Si la ex-
pectativa de futuro hasta mediados del siglo XVII estaba limitada
por el advenimiento del juicio final, en el que la injusticia terrenal
encontraría su compensación en el Apocalipsis del fin de los tiem-
pos, a partir del siglo XVIII, en cambio, cuando las realizaciones de
la ciencia y de la técnica parecen anunciar un espacio ilimitado de
nuevas posibilidades, comienza a configurarse una experiencia y una
reflexión sobre el futuro que ve en la historia aquel concepto cen-
tral capaz de asumir la responsabilidad del propio destino, y de
planificar las consecuencias de la acción18. La historia pasa a deter-
minarse, de este modo, modernamente como obra colectiva, como
un proceso superior a todas las historias individuales, caracterizado
por la planificación y el riesgo, la impredecibilidad y el cálculo.

18
Reinhard Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
trad. Norberto Smilg, Barcelona, Paidós, 1993.

56
Mientras que la historia magistra vitae se caracterizaba por reunir en
una expresión toda la experiencia realizada hasta entonces, de modo
tal, que ella no era sino un conjunto de sentencias ejemplares a
seguir, la concepción moderna de la historia, al tematizar en sí la
propia destrucción de todo espacio perdurable de experiencia, y al
abrirse al riesgo y travesía de un futuro incierto, no puede sino
caracterizar su posición enunciativa a partir de un cumplimiento
productor, a partir del despliegue totalizador del proyecto de una
voluntad colectiva.
Darse a la tarea de realizar una comunidad, darse el trabajo de
su cumplimiento, es sólo otra manera de nombrar el deber esencial
que en la modernidad distingue la profesión de la historia, la ética
de su decir. Y ello no sólo porque a la historia le está dado el man-
dato de anticipar la comunidad futura, de señalar la verdad última
de toda comunicación humana, sino porque ella es ya en el presen-
te —en tanto acto de comprensión y escritura— cumplimiento de
un deseo de comunión, aseguramiento de una experiencia en co-
mún. La propia idea de soberanía como aquel objeto que siempre
escapa a la representación, que nadie ha aferrado y que ninguno
aferrará, por la inconfesable razón de que no se deja poseer como
objeto, debe ser vista aquí sólo como otro momento negativo que
da impulso y dinamismo al proyecto moderno de la historia. In-
cluso, la originalidad de un pensamiento capaz de advertir que la
existencia de la nación está sujeta a la actualización y confirmación
continua de un ritual de consentimiento voluntario, no debe de ser
desvinculada de aquella otra que reconoce en la existencia del indi-
viduo la afirmación singular de una vida que se quiere auténtica.
Pues, hay allí, en esa doble notificación de la identidad de un sujeto
indiviso, en esa doble afirmación de una subjetividad que se quiere
soberana, una misma comprensión de la existencia, un idéntico jui-

57
cio de la subjetividad. A través de ella —de esta doble afirmación—
habla un modelo de representación del yo que parece responder a la
metafísica de un sujeto pleno, y que trata no ya de una singularidad
entendida subjetivamente, sino de una individualidad universal, que
debe actualizarse en cada momento y lugar, y donde todo proyecto
es ya siempre obra, voluntad de restauración.
La exigencia de un deber ser en común, el reclamo de una
destinación compartida, termina por revelarse así como la exigen-
cia de una obra infinita de representación de la subjetividad, como
la demanda continua por un proyecto político de restauración del
sujeto en la escritura. De allí, que atendiendo a esta función moder-
na de representación indivisa de la subjetividad, aún hoy pueda sos-
tenerse sin ambages que la cuestión de la soberanía es “la materia
última de que trata la Historia”19.
Política de la guarda y alerta de la memoria, política de una
recordación e instrucción, la declaración historiográfica es así menos
una narración que busca responder a la verdad de las vidas perdidas en
el archivo, que una narración que busca restituir el principio historio-
gráfico de la comunidad, el continuum hermenéutico de su com-
prensión y actualización. Pues, bien es sabido que pertenece a la es-
tructura hermenéutica de la comprensión servir al reconocimiento de
la comunidad. Comprender, recuerda Gadamer, es el riesgo de abrir-

19
La cita, en cuestión, expone el núcleo del Manifiesto de historiadores. Si bien, el
contexto de disputas en que se expone la declaración de los historiadores chilenos
permite entender y justificar esta apelación a la “soberanía de la comunidad nacio-
nal”, ella no agota los efectos de significación de dicha afirmación. Debe observarse
en la declaración las huellas genealógicas de una solidaridad más profunda, de
orden filosófico-historiográfico, entre subjetividad y comunidad, y entre comuni-
dad y Estado. Huellas que bien pueden señalarse como distintivas de toda
‘archipolítica’ moderna. Véase, para la referencia de la frase entrecomillada, Sergio
Grez y Gabriel Salazar (comps.), Manifiesto de historiadores, Santiago, Lom Edicio-
nes, 1999, p. 18.

58
se al otro. Pero también, en un nivel más arqueológico, comprender
es participar de la dimensión comunitaria que subyace a todo orden
social, es identificarse con la “fantasía compartida” que soporta toda
narración de un presente histórico.
Ahora bien, cabría preguntar si esta lógica historiográfica de
la comprensión puede restituir hoy, en su ejercicio, la unidad per-
dida de la comunidad que busca reclamar. Puede, en otras pala-
bras, afirmar la ley universal de la comunidad, su principio arcai-
co de legitimación, tras la catástrofe del texto histórico. Acaso le
estaría permitido a esta historia apelar a un principio común de
significación, a un orden de filiación indiscutido, en cuyo archivo
establecer, de un modo incontestable, la verdad de una historia
en tanto historia patria, en tanto “metafísica compendiada” de un
tiempo y de un ser-en-común20.

20
La definición del nacionalismo como “metafísica compendiada” la tomo en prés-
tamo de Humberto Giannini, “El nacionalismo como texto”, Revista de filosofía,
Vol. XIX, Nº 1, Universidad de Chile, Santiago, 1981, pp. 37-45.

59
60
De la verdad

Las lágrimas que brotaron involuntariamente fueron el llan-


to de hombres y mujeres, de diversas edades y orígenes, que
recordaron a sus caídos, a sus desaparecidos, a sus ausentes,
víctimas de un régimen que no dudó en usar todos los
medios para eliminar a sus enemigos. Lo más extraordinario
es que nadie se preguntó esa noche qué tenía que hacer
todo aquello con la Historia. Al parecer, coincidíamos con el
historiador en un hecho simple: que la historia es siempre
vida, es siempre libertad y es, para el historiador, un com-
promiso activo, militante, por el cual incluso se está dis-
puesto a perder la vida. Todo esto puede sonar a exagerado,
pero ahí están los cadáveres, las cicatrices y los sufrimientos
de muchos colegas de nuestro oficio.
Leonardo León, Los combates por la historia

Aquella vieja fórmula que definía a la historia como speculum


vitae humanae, y en cuyo asilo se amparaba la investigación para
reclamar la verdad, para buscarla sin partido ni polémica, ha termi-
nado por revelarse inservible a una conciencia historiográfica que
ha descubierto los peligros y desfiladeros del historicismo. El pos-
tulado científico de no tomar partido, en el sentido de la indepen-
dencia, de la abstención o de la neutralidad, el anhelo de alcanzar la
imparcialidad, de hacer justicia a los hechos, de dejar la palabra a las

61
partes para poner en relación mutua a todos los partidos o fuerzas
de un proceso, se ha derrumbado tras el descubrimiento de la pro-
pia implicancia del historiador en el mundo.
Si con Heródoto lo que se instaura en el relato histórico es
una forma de encadenamiento de la frase historiográfica, un modo
seguro de eslabonar juicio y testimonio, hechos y valoración, hoy,
podría decirse, hundidos y perdidos ya en la crisis del historicismo,
ese modo seguro de encastrar las piezas del trabajo historiográfico
ha dejado de ser una garantía estable de significación. La ilusión
referencial de un saber soberano, la confiada certeza que observaba
que en el oficio historiográfico lo que realmente importa es la ver-
dad, la verdad desnuda, ha cedido su lugar al juego de citas de la
biblioteca de Babel. El vértigo de la posición, la multiplicación
infinita de los puntos de mirada, y la propia autoconciencia de la
relatividad de toda perspectiva histórica, han terminado por impo-
ner una crisis en el sentido mismo de la historicidad. Al menos, en
aquello que en el término refiere a una comunidad de juicio, de
valoración universal, y que en su formulación primera parece remi-
tir a la oscura certeza de un sentido compartido de la existencia.
Pues, más allá de las querellas de escuela, es precisamente esta
catástrofe de lugar, esta imposibilidad de alcanzar un lugar en el
cual ser con otro1, la que expresa la ruina de toda conciencia histo-
riográfica moderna. La pérdida de una experiencia de ser con otros,
de una experiencia de ser-en-común, termina así por volver extra-
ños no sólo los vínculos que tiempo atrás unían historiografía y
comunidad, sino que además acaba por retratar esos vínculos como
la expresión de un linaje, como el cumplimiento de una voluntad.

1
Para un análisis de la lógica de determinaciones establecidas entre ‘lo común’ y el
‘sentido’, véase, Humberto Giannini, Metafísica del lenguaje, Santiago, Lom Edi-
ciones/Universidad Arcis, 1999: “Sentido y sin sentido”.

62
La catástrofe, en otras palabras, en tanto catástrofe de lugar, revela a
la conciencia historiográfica moderna la deuda que toda epistemo-
logía de la historia guarda con un pensamiento de la comunidad y,
más precisamente, con aquella trilogía testamentaria de “verdad,
justicia y reconciliación” que hasta ayer gobernó la profesión de su
escritura2. Hoy, podría decirse, la atestiguación de esta deuda es
mayor. Ella obliga a confesar e invertir aquella íntima relación que
Marc Bloch creyó reconocer entre cristianismo e historiografía, y a
cuyo amparo pareció hilvanarse la propia lógica de la proposición
histórica. La declaración es ya una cita familiar: “El cristianismo es
una religión de historiadores”. La confesión se encuentra en la pri-
mera página de la Apologie y viene a recordar a la disciplina una
filiación substancial con aquella religión que ha hecho de la historia
el lugar principal en donde se desarrolla el gran drama del pecado y
la redención. Religión cuyos dogmas fundamentales descansan so-
bre acontecimientos históricos y cuya doctrina enseña que el desti-
no de la humanidad es una larga aventura de salvación, de la cual
cada destino, cada ‘peregrinación’ individual, ofrece, a su vez, el
más preciado reflejo. La confesión igualmente advierte de la afir-
mación de un “nosotros”, del deseo común a historiadores y cristia-
nos de un sentido de historicidad, de una comunidad de destina-
ción. Es, precisamente, en el paso que comunica a estas dos figuras
de pensamiento, en la herencia común que conserva el patrimonio
de sus significaciones, donde bien puede afirmarse, extremando la
lógica filial, que si el cristianismo es una religión de historiadores es
solamente porque la historia es al mismo tiempo la historia de los

2
La fórmula, sorprendente, se encuentra en el Informe de la Comisión Nacional de
Verdad y Reconciliación. Ella, en tanto fórmula del perdón, fundamenta el conjun-
to de la investigación de la comisión. Al respecto, Informe de la Comisión Nacional
de Verdad y Reconciliación, Vol. 1, Tomo 2, Santiago, La Nación, 1991, p. 875.

63
cristianos. La inversión de los términos que animan la confesión de
Marc Bloch es aquí necesaria, desde el momento mismo en que se
da a nombrar, por medio de ella, el pensamiento de la comunidad
que está en la base de ambas profesiones. Únicamente a través de
esta inversión, únicamente a partir del reconocimiento de este do-
ble vínculo religioso, se expone la necesidad, propia a unos y otros,
del hecho de la comunidad.
Así, y de acuerdo a lo que aún se deja escuchar en el filo testimo-
nial de la confesión, la historiografía sólo ha podido preservar la comu-
nión de su palabra, la religión de su decir, a condición de sostener la
trilogía testamentaria de verdad, justicia y reconciliación3. Solamente a
partir de la administración de esta herencia, a partir de la diégesis de su
relato, la historia ha podido garantizar un sentido compartido de la
existencia, una valoración común del ser-uno-con-otros. Pues, si el sen-
tido expresa por definición aquello que de común hay en el reparto
que da lugar a la comunidad, si él nombra una determinada relación de
pertenencia y encuentro, es sólo a condición de una narración que lo
sostiene, que lo anima y auxilia toda vez que él se expone4.

3
La historiadora María Eugenia Horvitz ha advertido recientemente de la herencia
cristiana que subyace a todo reclamo de reconciliación. Véase, María Eugenia
Horvitz, “Debate historiográfico y pasado nacional”, Revista de Crítica Cultural, n°
27, Santiago, 2003, pp. 66-69. En el debate historiográfico contemporáneo, Carlo
Ginzburg es quien ha sostenido con mayor convicción la tesis que liga cristianismo
e historiografía. Tesis fundamental, que advierte que la moderna noción de ‘verdad
histórica’ ha sido elaborada a partir de un sentimiento de superioridad cristiana
frente a lo judío. Al respecto, Carlo Ginzburg, “Distancia y perspectiva. Dos metá-
foras”, Ojazos de madera. Nueve reflexiones sobre la distancia, trad. Alberto Clavería,
Barcelona, Península, 2000, pp. 183-205.
4
Véase, a propósito, Humberto Giannini, “Sufrimiento y esperanza en la historia”,
Revista de filosofía, Vol. XIV, n° 2, Universidad de Chile, Santiago, 1970, pp. 145-
157 (especialmente pp. 154-156). Más genéricamente, Gabriel Salazar, “Herman-
dades, fraternidades, comunidades”, Ana María Saavedra (ed.), DebatePaís/2000,
Santiago, Gobierno de Chile/Universidad de Chile, 2001, pp. 61-63.

64
Quizás por ello, por la amenaza que conlleva al modo de ser
histórico, el mayor peligro que acecha a toda religión de un decir, a
toda comunión de la palabra, no sea otro que aquel vinculado al
escepticismo del sentido, a aquella imposibilidad de dirimir los
valores y, en consecuencia, determinar la organización de la existen-
cia y su dirección. Si el sentido es lo común, por antonomasia, el
escepticismo del sentido es, por el contrario, la catástrofe de lugar,
la interrupción total de los significados propios a un mundo. Tal
vez por esta razón, por la cadena de asociaciones que esta escritura
evoca, por el tono apocalíptico del fin del fin del sentido que irre-
mediablemente la organización de su discurso reclama, la epokhé
escéptica no sea sino la conciencia consumada del historicismo. Ella
expondría la experiencia de una pérdida de la experiencia, la comu-
nicación de una interrupción de la comunicación. Pues, si como
afirma Humberto Giannini, el problema de la comunicación es
encontrar una experiencia común a partir de la cual la comunica-
ción se haga posible, esta experiencia de una experiencia de lo co-
municable estalla en fragmentos “cuando se viene a descubrir
—como sucede en nuestro tiempo— que los supuestos no son
comunes o no son significativos”5.
En otras palabras, si las distintas versiones del historicismo no
son sino modulaciones diversas de un modelo de verdad histórica
concebida a partir de las metáforas de la distancia y la perspectiva, y
si estas metáforas elaboran un trabajo de articulación de lo mutable
y lo inmutable, de lo inmanente y lo trascendente, de lo objetivo y
lo subjetivo, lo hacen sólo a condición de asegurar la unicidad de
un lugar propio, de declarar la superioridad de un nosotros. Así,

5
Humberto Giannini, “Sobre la tolerancia”, Reflexiones acerca de la convivencia
humana, Santiago, Universidad de Chile, 1965, p. 131.

65
nociones como punto de vista, perspectiva y compromiso con la
situación, no expresan únicamente la parcialidad que afecta necesa-
riamente a todo conocimiento histórico, sino que ellas, al mismo
tiempo, advierten además de la presencia de un espacio compartido
de experiencia, de la existencia de un ligamen de comunicación.
Gracias a esta experiencia común, y al soporte intersubjetivo que
reclama la producción de toda proposición histórica, la historio-
grafía ha podido preservar una idea mínima de verdad a salvo de las
paradojas que la propia condición de su saber le impone. Pues, si es
cierta aquella aserción epistemológica que observa en la historio-
grafía moderna la erección de una exigencia aporética de conoci-
miento, ligada a la doble necesidad de formular enunciados verda-
deros sobre el mundo histórico y admitir a su vez la relatividad de
esos mismos enunciados, lo es sólo en tanto ella viene a reafirmar la
validez de una experiencia colectiva de la historia, la actualidad de
un determinado modo de representación y justificación de la mis-
ma. Esta experiencia colectiva de la historia es en la modernidad la
experiencia del historicismo. Únicamente por medio de esta expe-
riencia la historiografía ha podido declarar que si bien, en lo esen-
cial, toda observación de los acontecimientos pasados se realiza des-
de un punto de vista determinado, o por lo menos condicionado
por la propia posición que la mirada necesariamente ocupa en la
historia, este reconocimiento no logra socavar, sin embargo, las pre-
tensiones de verdad que los enunciados históricos entablan. Ello,
en la medida que dichos enunciados se asocian a la idea de un cum-
plimiento productor, al despliegue totalizador del proyecto de una
voluntad colectiva, a la creación ininterrumpida de un mundo. Así,
y en un sentido más general, lo que termina siempre por aparecer
tras la experiencia moderna de la historia es la experiencia moderna
del mundo.

66
No ha de extrañar, por tanto, que un Nietzsche historiador
declarara que la verdad es una suma de relaciones humanas que han
sido realzadas poética y retóricamente y que, después de un prolon-
gado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes6. La
verdad, de acuerdo al énfasis historicista que la sentencia genealógi-
ca aquí reclama, expresaría los valores perennes de la comunidad,
ella revelaría el interés y la voluntad de un cumplimiento siempre
productor, siempre en movimiento. Ahora bien, y la pregunta aquí
se impone, indagar por la verdad de una comunidad histórica es
también, en tanto inquisición historiadora, indagar por la memo-
ria de la misma, o más precisamente, por la política del olvido que
toda verdad histórica necesariamente comporta. “Solamente me-
diante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que
está en posesión de una ‘verdad’”7. La sentencia es provocadora.
Ella obliga a revisar y discutir una y otra vez las relaciones estableci-
das entre memoria y olvido al interior del trabajo historiográfico.
Pues, si la historiografía es ante todo un acto de escritura que busca
dar lugar a aquello que por principio se sustrae a la escena de repre-
sentación de los imaginarios y las frases, también es, al mismo tiem-
po, olvido de sí, olvido de ese olvido que es el propio acto de escri-
bir. De ahí que la escritura de la historia al presentarse como una
decisión de escribir la división, de narrar la violencia originaria que
la constituye, exteriorice, a su vez, sin saberlo, la imposibilidad de
lograr ese encuentro por el solo hecho de que ya ha decidido.

6
Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, trad. Luis Valdes,
Madrid, Tecnos, 2001, pp. 25-26. Para una discusión reciente de este célebre
pasaje en la tradición historiográfica, Carlo Ginzburg, “Introduction”, Rapports de
force. Histoire, rhétorique, preuve, trad. Jean-Pierre Bardos, Seuil/Gallimard, 2003,
pp. 13-42.
7
Nietzsche, Ibid., p. 21.

67
Todo esto, sin duda, se conoce demasiado bien. Y, sin embargo,
se sabe, en el sentido habitual de la expresión, que saber una cosa es
no tener necesidad de pensar en ella. No es casualidad, por eso mis-
mo, que cada vez que un historiador se ha visto enfrentado a la posi-
bilidad de esta imposibilidad absoluta no ha dejado de declarar que
sólo “menciona” aquello que es digno de ser mencionado, que sólo
responde al deber de memoria que la historia continuamente le recla-
ma. Pero, sin embargo, y aquí el recurso a la autoridad griega se im-
pone, ya desde las Historias de Heródoto “mencionar” es “recordar”, e
incluso, mas allá, “dar nombre”8. Las Historias, en efecto, no sólo
narran la experiencia de un desterrado obsesionado por el deber del
registro, no sólo representan la figura de un viajero aguijoneado por
la pulsión de la memoria. O al menos no relatan sólo eso. Las Histo-
rias siempre van más allá. Ellas buscan exponer la realidad de un refe-
rente, establecer la razón de un decir. Tal vez, por ello, por lo que este
exceso supone al análisis de la frase historiadora, cabría señalar aquí,
contra la interpretación corriente del lugar de Heródoto en la historia
de la historiografía moderna, que existen ya anticipadas en la narra-
ción herodoteana las reglas de concatenación de las proposiciones
heterogéneas que constituirán más tarde las reglas de juicio y de razo-
namiento de la narración historiográfica. Así, llevada a su límite, la
frase herodoteana haría evidente el hecho de que lo que está cada vez

8
“En griego, ‘mencionar’ es ‘recordar’ (mnesthênai), o incluso ‘dar nombre’
(epimnâsthai). Es decir, pura y simplemente, hablar”. Al respecto, Marcel Detienne,
La invención de la mitología, trad. Marco-Aurelio Galmarini, Barcelona, Península,
1985, p. 76. Émile Benveniste al respecto señala: “‘Mostrar’, ¿de qué manera?
¿Con el dedo? Rara vez estamos en este caso. En general, el sentido es ‘mostrar
verbalmente’, mediante la palabra. Esta primera precisión queda confirmada por
numerosos ejemplos de dís —en indoiranio por ‘enseñar’— lo cual equivale a
‘mostrar’ mediante la palabra, no mediante el gesto”. Véase, Émile Benveniste,
Vocabulario de las instituciones indoeuropeas. I Economía, parentesco, sociedad. II
Poder, derecho, religión, trad. Mauro Armiño, Madrid, Taurus, 1983, pp. 301-302.

68
en disputa o negociación es siempre el sentido de un referente. La
realidad no es aquello que se da a este o a aquel sujeto de enunciación.
La realidad es un estado del referente que resulta de efectuar procedi-
mientos de establecimiento de “aquello de que se habla” definidos
por un protocolo unánimemente aceptado y por la posibilidad que
cualquiera tiene de recomenzar y revisar dichos procedimientos tan-
tas veces como lo desee.
La necesidad de organizar un orden de discurso, de discipli-
nar la confirmación de un decir, termina así por exponer a la frase
historiográfica a aquella estructura de saber-de-un-no-saber pro-
pia a toda experiencia de un estar en común. Pues, en efecto, bien
podría afirmarse —parafraseando a Nietzsche— que solamente
mediante el olvido puede la historiografía alguna vez llegar a ima-
ginarse que está en posesión de una verdad. Contra la violencia de
un desgarro original, la frase historiográfica buscaría restablecer
los nombres perdidos de la comunidad, trabajaría en conjurar la
catástrofe de lugar que la escritura de la historia en todo momen-
to anuncia.
Ahora bien, si la verdad histórica es el resultado de un em-
plazamiento de lugar, si ella es la afirmación de aquello que hay
de común en la existencia, es sólo por el cumplimiento produc-
tor de su palabra, por el ininterrumpido religar de su decir. No ha
de extrañar, por ello, por la lógica de un contagio sin duda inevi-
table9, que si la palabra “historia” nombra una acción de perdonar
ya inscrita de antemano en la trilogía cristiana de la verdad, la
justicia y la reconciliación, la palabra “religión” nombra de igual

9
Al parecer nunca terminará de esclarecerse del todo el tipo de contagio y la lógica
de filiaciones que el quiasma infinito entre historia y religión anuncia. Al respecto,
Marc Bloch, Introducción a la historia, trad. Max Aub y Pablo Gonzalez Casanova,
México, Fondo de Cultura Económica, 1952, p. 29.

69
manera tanto la acción de recoger para volver a empezar (relege-
re), como el vínculo y la obligación, la deuda y la reunión (religa-
re). Es, justamente, sobre el efecto de esta doble identificación,
sobre la huella de esta doble vocación, que ha podido observarse
en ambos epónimos la herencia de una filiación común, la obra
de un cumplimiento. Pues, si la religión es ya siempre historia,
narración que reúne y sostiene una experiencia de ser en común,
la historia, de igual modo, es ya siempre religión, voluntad colec-
tiva de una obra en producción. Es en el cruce de estas dos pala-
bras, en el quiasma de una herencia que se quiere griega y cristia-
na, donde la historia ha buscado garantizar un sentido comparti-
do de la existencia, una valoración común del ser-uno-con-otros.
Por último, y una vez más, es todavía en la encrucijada de estas
dos expresiones, en la estacada de una experiencia profana y sagra-
da, donde viene a revelarse la función más singular del oficio de
historiar: la acción de religar el lazo social. A fin de cuentas, ¿qué
otra cosa narra el discurso historiográfico sino el re-comienzo (rele-
gere) de un decir, la ligazón (religare) de aquello que hay de común
en la existencia? Dicho esto, no debería extrañar que la historia sea
entonces, en todo momento, un cumplimiento soberano, la pro-
mesa de una “comunidad siempre en construcción”10.
Y, no obstante, contra la religión de un mundo, contra el infa-

10
Aquí no hacemos sino parafrasear una de las expresiones finales del Manifiesto de
historiadores. Expresiones que vienen a resumir el siguiente principio: “Nuestro
parecer es que la cuestión de la soberanía y de los derechos humanos es la materia
última, esencial, de que trata la Historia”. Habría, sin duda, mucho que decir sobre
la noción de soberanía mentada por los historiadores e historiadoras firmantes del
manifiesto. Habría, por sobre todo, que retomar la filiación teológico-secular arriba
explorada entre historia y cristianismo. Véase, tanto para la referencia de las expre-
siones entrecomilladas del manifiesto, como para la cita aquí intercalada, Sergio
Grez y Gabriel Salazar (comps.), Manifiesto de historiadores, Santiago, Lom Edicio-
nes, 1999, p. 18.

70
tigable evangelio de su cumplimiento, lo que se deja ya anunciar en
todo testimonio de la catástrofe es la suspensión de una experiencia
de ser en común, la parálisis de su relato. La catástrofe, en otras
palabras, es uno de los nombres posibles con que la época busca
aprehender aquel saber que ya sabe de la imposibilidad de la comu-
nidad, de la interrupción de un decir. Nombre que ha nacido de
una “tragedia desgarradora”11, de un crimen colectivo que ha tenido
y no ha tenido lugar, y que abre a la cuestión de aquellos que han
desaparecido y para los cuales no ha habido túmulo. Nombre de
una desmesura, la catástrofe es así el nombre que la reflexión con-
temporánea da a ese saber en demasía que se anuncia en toda inte-
rrupción de un mundo. Quizás por ello, por la desmesura que su
saber evoca, la catástrofe ha podido representarse a la historiografía
moderna como la conciencia consumada del historicismo.
Pero, y la pregunta tiene aquí la fuerza de una imposición,
¿qué sucede cuando la historiografía se expone a sí misma bajo la
figura de un exceso de saber? ¿Qué sucede cuando, a fin de cuentas,
testimoniar la verdad de la comunidad es imposible? Expuesta en
toda su universalidad la cuestión es relevante. Más aún cuando ella
parece impugnar la finalidad esencial del trabajo historiográfico.
Finalidad esencial que refiere tanto a la función restauradora de la
verdad histórica, como a la problemática escatológica de la deuda y
de la herencia que toda historiografía necesariamente establece en-
tre vivos y muertos. Atendiendo a la lógica de esta finalidad, Paul
Ricoeur ha creído reconocer una analogía entre la práctica historio-
gráfica y la práctica de la sepultura. La analogía apunta “no a un
lugar, a un cementerio, a un simple depósito de osamentas, sino a

11
Es la expresión usada por el Informe al momento de referirse a los hechos relata-
dos por la comisión. Al respecto, Informe de la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación, op. cit., p. 876.

71
un acto renovado de enterramiento”12. Especie de equivalente escri-
turario de la acción y el efecto de sepultar, la operación historiadora
buscaría separar, a través de una delicada operación de inscripción,
el pasado del presente, al mismo tiempo que aspiraría a reconstruir
ese pasado de manera de suscitar su resurrección continua. Por me-
dio de este trabajo, de un trabajo que evoca las figuras del memo-
rial y el monumento, del epitafio y la inscripción, la frase historio-
gráfica confirmaría no sólo la religión de un decir, la reunión de
una palabra, sino que además conjuraría todo aquello que en la
desaparición nombra la imposibilidad de un estado de escritura, la
dispersión del arkhé de la comunidad. A la manera de un ritual de
enterramiento, la narración historiográfica ofrecería a los muertos
del pasado una tierra y una tumba en la palabra, al mismo tiempo
que los serenaría al asignarles un lugar junto a los vivos. Un lugar
delimitado, por cierto, al modo de los cementerios, y cuya función
no sería otra que la de establecer negativamente un emplazamiento
para la vida. Igualmente, y como quien dice bajo otra luz, la escri-
tura de la historia al presentarse a sí misma forzosamente como un
acto de transmisión, como una experiencia esencial de reconoci-
miento, de (re)establecimiento del vínculo entre vivos y muertos,
terminaría por exponer a la verdad histórica como la expresión de
una voluntad de monumentalización. Se entiende. Si la tumba de-
signa el lugar necesariamente exacto del culto funerario es porque
también tiene por objeto transmitir a las generaciones siguientes el

12
Paul Ricoeur, “Retour sur un itinéraire: récapitulation”, La mémoire, l’histoire,
l’oubli, Paris, Editions du Seuil, 2000, p. 649. Cabrían aquí dos observaciones. La
primera, es la necesidad de precisar y aclarar la dependencia del análisis ricoeuriano
del trabajo de Michel de Certeau. La segunda observación, y por lo demás la
principal, es la necesidad de distinguir rigurosamente entre una concepción de la
historiografía como “escritura del duelo” de otra como “escritura sepultura”. Ello,
por la problemática del perdón allí comprometida.

72
recuerdo del difunto. De ahí su nombre monumentum: la tumba
es memorial. La historia, de igual manera, al presentarse como un
estado de no olvido, de continuidad testimonial respecto del ser de
la vida social, elaboraría no otra cosa que una comprensión de la
verdad como monumento, como declaración o memorial. Por esta
razón, pero no sólo por esta razón, para la historia testimoniar la
verdad es siempre religare, “recoger la dispersión que producen el
tiempo y el olvido”13.
Más, y si religar es ya imposible. Si, como lo documenta am-
pliamente la discusión historiográfica sobre el pasado nacional14,
ese espacio común de lo comunicable, esa experiencia de ser-uno-
con-otro, ha terminado por revelarse irrealizable tras la catástrofe
del texto histórico. Cómo testimoniar, cómo establecer la catástro-
fe cómo catástrofe, cuando ya no hay lugar a la palabra (a la palabra
tumbal), cuando toda sepultura se muestra ilusoria ante la desapa-
rición del cuerpo, ante la interrupción de toda experiencia de ser-
en-común. Y ¿cómo hacerlo en tanto historiador o historiadora?
Una respuesta se impone, desnuda, paradojal, aporética. Simple-

13
Humberto Giannini, “Verdad y memoria”, Nelly Richard (ed.), Políticas y estéti-
cas de la memoria, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2000, p. 239.
14
La discusión sobre el pasado nacional, o más precisamente sobre ‘el último medio
siglo de la historia de Chile’, ha sido en realidad una discusión sobre la verdad
histórica. Dicha discusión, por múltiples razones, ha hecho evidente una ‘crisis’ en
la disciplina y en los paradigmas que la soportan. Quizás, por la ejemplaridad de
esta discusión, pueda decirse de ella que expone en todas sus consecuencias el
oxímoron de una “comunidad desintegrada” —por usar un término caro a Gérard
Noiriel. De esta desintegración de la comunidad parece dar cuenta no sólo la
querella en torno al Manifiesto de historiadores, sino también la disputa que ha
surgido a propósito de la publicación de la Historia contemporánea de Chile, de
Gabriel Salazar y Julio Pinto. Así, para una presentación de las principales posicio-
nes que intervinieron en esta polémica, véase el dossier “Dos ángulos de la historia”,
publicado en Cuadernos de historia, n° 19, Universidad de Chile, Santiago, 1999,
pp. 265-290.

73
mente guardando fidelidad a lo que vela en todo aquello que los
nombres de la desaparición portan. Simplemente respondiendo a
la (h)ética de un testimonio imposible —que anuncia una fideli-
dad absoluta, al extremo del sufrimiento y la muerte. Precisamen-
te, a propósito de la estructura afirmativa del testimonio, la tradi-
ción teológica ha recordado que la raíz más propia de la palabra
testigo evoca una experiencia límite que sólo es posible reconocer
bajo la figura del mártir. Mártir en griego quiere decir testigo15. El
testigo es una presencia solitaria y a menudo desolada que atestigua
de lo in-archivable, de lo in-inscribible. Un hombre se convierte en
mártir porque antes es testigo. Pero para que un hombre pueda
llegar a convertirse en mártir, debe ser testigo hasta el final. Por ello
el testigo compromete enteramente su condición de sobreviviente
en el acto de atestiguar. Él se instituye en garante y guardián de la
memoria de un acontecimiento cuyo carácter no inscripto reclama,
justamente, una inscripción por venir. Quizás, por ello, el testigo es
un militante de la huella16. Pues, desde el momento que decide
manifestar no el testimonio, sino lo que queda del testimonio, no
la realidad, sino la metarrealidad que es la destrucción de la reali-
dad, el testigo es ya superficie de inscripción, huella. Pero, y al mis-
mo tiempo, lo es sólo en tanto figura de una desmesura, en tanto
saber insomne que no olvida la catástrofe que su exceso atesta17.

15
Véase, para esta delicada filiación filológica, Paul Ricoeur, “La hermenéutica del
testimonio”, Fe y filosofía. Problemas del lenguaje religioso, trad. Juan Carlos Gorlier,
Buenos Aires, Editoriales Almagesto & Docencia, 1990, p. 134.
16
Alain Brossat, “El testigo, el historiador y el juez”, Nelly Richard (ed.), Políticas y
estéticas de la memoria, op. cit., pp. 123-133.
17
De este saber en demasía, hoy da testimonio un historiador hebreo: Josef Hayim
Yerushalmi, “Dilemas modernos. La historiografía y sus descontentos”, Zajor. La
historia judía y la memoria judía, trad. A. Castaño y P. Villaseñor, Barcelona,
Anthropos, 2002, pp. 94-124.

74
Por todo ello, podría decirse, por la desmesura de este saber en
demasía, la historia es un compromiso militante, por el cual inclu-
so se está dispuesto a perder la vida18.

18
Cabría aquí observar, de manera sólo indicativa, cómo esta posibilidad de atesta-
ción al interior del trabajo historiográfico encuentra múltiples lugares de contacto
y sobrepujamiento con lo que Hayden White denomina —siguiendo a Berel Lang—
“escritura intransitiva” (intransitive writing). Escritura que, en última instancia,
vendría a desactivar las propias oposiciones que en el texto historiográfico organi-
zan los lugares del testigo y del historiador. Al respecto, Hayden White, “Historical
Emplotment and the Problem of Truth in Historical Representation”, Figural
Realism. Studies in the Mimesis Effect, Baltimore, The Johns Hopkins University
Press, 1999, pp. 27-42.

75
76
Del archivo

Un día, de golpe, tantos de nosotros perdimos la palabra,


perdimos totalmente la palabra (...) Destino, esa pérdida
total fue nuestra única posibilidad, nuestra única oportu-
nidad.
Patricio Marchant, Sobre árboles y madres

Si pertenece al sentido común de la situación político-filo-


sófica contemporánea afirmar que toda operación de compren-
sión histórica está ya, desde siempre, clavada a una pertenencia
destinal, aherrojada a un singular texto comunitario, cabe en-
tonces preguntarse si esta figura de juicio histórico puede hoy
soportar el peso de lo que significan en la historia aquellos ma-
teriales de la memoria que Hannah Arendt acertadamente ha
dado en llamar archivos del mal. Puede, en otras palabras, ope-
rar el modelo de la comprensión hermenéutica allí donde la ca-
tástrofe amenaza con destruir todo espacio de pertenencia sim-
bólica. Es posible sufrir de “mal de archivo”, de un padecimien-
to del archivo allí donde éste se nos hurta, cuando la tradición,
y la conciencia histórica por ella habilitada, se abandona al hun-
dimiento mismo de la idea de una historia común, cuando la
propia experiencia del ser nacional se enfrenta al colapso de la
unidad de referencias que la representaban fijada a un tiempo.

77
La vivencia de una catástrofe histórica, de una especie de expe-
riencia límite capaz de anular todo juicio y comprensión de los
hechos pasados, ha terminado por consumar la propia idea histo-
riográfica de archivo. Al menos de lo que en ella hay de soporte o
prótesis de la memoria, de impresión o registro imaginario de una
vida y un tiempo en común. Pues, lo que se pone radicalmente en
cuestión tras la catástrofe es la afirmación inicial de un espacio de
identificaciones simbólicas, de un depósito de materiales de me-
moria a partir de los cuales aún sería posible actualizar narrativa-
mente la identidad de un ser-en-común. La cuestión del archivo,
de su existencia, y a través de ella de la propia memoria social de ese
modo habilitada, sería aquello que estaría en suspenso desde el
momento mismo en que la catástrofe pasa a ocupar el lugar del
texto en la escena historiográfica nacional. De ahí que frente al co-
lapso de la memoria social y su soporte, la historiografía no ha
podido sino sufrir de “mal de archivo”. Padecer de mal de archivo,
recuerda Jacques Derrida, es lanzarse hacia el registro con un deseo
compulsivo, repetitivo y nostálgico, de retorno al origen, al lugar
más arcaico del comienzo absoluto1. Aquel lugar de insistencia, el
lugar de la comunidad, es aquello que sin embargo se sustrae al
trabajo del archivo y a la ley de la memoria que su deseo habilita.
Únicamente a partir de la fidelidad que el archivo incita, única-
mente a partir de la promesa de su propensión ortográfica, la pro-
posición historiadora ha podido mantenerse fiel al deseo de restitu-
ción arcóntica que el registro reclama, ha podido reivindicar el lu-
gar que la promisión de una mimesis comunitaria celosamente guar-
da a su escritura. Pues, mal de archivo, a fin de cuentas, no es sino

1
Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, trad. Francisco Vidarte,
Madrid, Trotta, 1997.

78
el síntoma a partir del cual la historia apunta su exclusiva identifica-
ción con el arkhé de la comunidad, con aquella experiencia de ser-
en-común que es el alfa y omega de todo estado de escritura, de
toda firma nacional.
En su configuración técnica, archivológica e historiográfica, el
archivo nombra el fondo documental de un establecimiento. Y más
precisamente, describe un conjunto de documentos, sean cuales sean
sus formas o su soporte material, cuyo crecimiento se ha efectuado
de forma orgánica, y cuya conservación respeta ese crecimiento sin
desmembrarlo jamás. El archivo es en otros términos un depósito de
escritos, un conjunto de testimonios, un registro de huellas. Exterio-
ridad de un lugar, constitución de una instancia de autoridad y con-
signación, la condición del archivo es la de un almacenamiento de
impresiones y la de un desciframiento de las mismas. De ahí que
guardando fidelidad al sentido comportado en la técnica de su confi-
guración, Paul Ricoeur ha podido declarar que todo “archivo es escri-
tura”2. Incluso antes que la palabra archivo remita hacia el pasado, a
los indicios de la memoria consignada, a la fidelidad de la tradición,
su configuración técnica ya declara que su condición primordial es el
registro, que la función arcóntica de su decir sólo es posible a condi-
ción de la inscripción y la transcripción. El archivo, así reseñado, es el
hay de la representación. Pues, bien podría decirse, que retenido en su
consulta se ejercita el oficio de la lectura y la transcripción, de la re-
memoración y la copia. Tal vez, por ello, por el principio “mnemo-
técnico” que anima su configuración, por el delicado vínculo que ésta
exhibe entre técnica y memoria, entre logos y tekhné, el archivo es
ante todo huella muda y monumento, memoria a la vez viva y muerta,

2
Paul Ricoeur, “L’archive”, La mémoire, l´histoire, l´oubli, Paris, Seuil, 2000, p.
209.

79
a la vez madre y huérfana3. Sólo en la reserva de los depósitos de
archivo, se ha dicho, la historiografía alcanza la escritura que el regis-
tro o el documento celosamente guardan. Pero, y al mismo tiempo,
sólo en la reserva de estos depósitos, en el seno del archivo, es donde
la historiografía busca dar crédito a su querer decir, donde reclama
amparo a la orfandad de su escritura. Si la historia es un relato verda-
dero, los documentos constituyen su último medio de prueba. Úni-
camente ellos suplen la falta de palabra que afecta a la narración histó-
rica, cada vez que ésta precisa asumir la voz del otro “para mantener
su hálito y su existencia social”4.
Atendiendo, justamente, a la expresión retenida que las fuen-
tes documentales guardan la hermenéutica contemporánea ha creí-
do advertir en toda comprensión histórica una especie de filología a
gran escala5. Si el archivo es escritura, se entiende, si “no hay histo-
ria sin documentos”, el acceso al sentido de las voces mudas sólo es
posible a través de una labor de escucha similar a la que lleva a cabo
la filología en su trabajo con los textos. La interpretación en ambos
casos sólo se hace necesaria allí donde el sentido de un texto no se

3
Por supuesto, para el caso de la orfandad de la escritura aquí la referencia obligada
es siempre al Fedro de Platón. Para aquella otra asociación entre madre y escritura, y
entre madre y archivo, la referencia más importante es tal vez la historiadora Nicole
Loraux, y su trabajo sobre las madres en la ciudad antigua. Al respecto, Nicole
Loraux, Les mères en deuil, Paris, Seuil, 1990 (agradezco vivamente a Alejandra
Castillo que me señalase este libro).
4
Al historiador “no le es prohibido acercarse a los ‘sujetos’ que estudia, ni socializar
con ellos, ni interiorizarse en ellos. Como tampoco hablar o sentir ‘por’ ellos (pues,
en su mayoría, vivos o no, están en la historia, de alguna manera, mudos)”. Véase,
Gabriel Salazar, “Historia popular, Chile, siglo XIX: una experiencia teórica y
metodológica”, La historia desde abajo y desde dentro, Santiago, Universidad de
Chile, 2003, pp. 9-28 (ref. cit. p. 11).
5
Hans-Georg Gadamer, “El significado paradigmático de la hermenéutica jurídi-
ca”, Verdad y método I, trad. Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca,
Ediciones Sígueme, 1977, pp. 396-414.

80
comprende inmediatamente, allí donde no se puede confiar en lo
que un fenómeno manifiesta. Así, en la medida que el verdadero
objeto de la comprensión histórica no son los acontecimientos sino
su sentido, la pregunta que guía el trabajo historiográfico es siem-
pre una pregunta que busca interrogar por el significado de los acon-
tecimientos relatados, por la estructura que organiza la narración en
que se exponen necesariamente los hechos. La investigación histó-
rica, por todo ello, al igual que la investigación filológica, sólo co-
mienza una vez que se ha dejado de comprender inmediatamente,
una vez que se ha perdido el sentido mentado de los acontecimien-
tos. Buscando responder a esta singular inclinación del pensamien-
to historiográfico, al clinamen de su deseo, Marc Bloch se atrevió a
declarar precisamente que no ha habido un sólo historiador que,
como Ulises, no haya soñado alguna vez con poder alimentar las
sombras con sangre a fin de interrogarlas. Hay, que duda cabe, tras
esta inclinación o disposición a escuchar las voces silenciadas en el
archivo, la manifestación de un deseo mayor que busca reconocer
en el sentido la expresión más propia de la comunidad, la realiza-
ción más auténtica de la comunicación. La pregunta por el sentido,
de este modo, termina por revelar la cuestión fundamental que
subyace a toda interrogación histórica, a toda atención o escucha de
las voces pasadas.
En el ensayo de preservar la insistencia del nexo entre histo-
ria y filología cabría afirmar aquí que el sentido falta, y es esta
carencia la que desencadena las formas o figuras de la voluntad
hermenéutica. Todo comienza por una situación de pérdida, ex-
travío o sustracción desde la cual se yergue el deseo de recobrar lo
que se perdió o de encontrar lo que ya no está presente. De ahí,
que para el historiador y el filólogo la finalidad última de su labor
no sea otra que la de descifrar un sentido encubierto, que la de

81
responder al desafío que entabla la posibilidad de retomar una
comunicación siempre interrumpida con el otro. La filología y la
historia, en otras palabras, ante el abismo terrorífico o enloquece-
dor del sin sentido y la muerte, se esforzarían por oponer la fuerza
vincular de una conversación con lo que se juzga el otro de noso-
tros mismos. Esta posibilidad de la conversación es ya siempre la
posibilidad de un encuentro con el decir o el habla de un otro.
Encuentro que viene a descubrir en el texto el lugar principal de
conjunción entre presente y pasado, y que advierte en los signos
de su escritura la invitación de una alteridad a participar en el
riesgo y la travesía de una comunicación de lo incomunicable.
Pues, en efecto, tal y como es definido por la tradición herme-
néutica, el texto es un puente para comunicarse y a la vez una
barrera que limita y constriñe la posibilidad de la comunicación6.
En tanto impronta, en tanto huella, el texto representa no sólo
un sentido comprensible, sino también un sentido necesitado y
falto de comprensión. Pero, y al mismo tiempo, en tanto huella
o soporte de inscripción, el texto representa el testimonio más
auténtico de la presencia del otro, la prueba más elocuente de su
existencia y significación. Ante el texto o el documento, juzgan
en consonancia el filólogo y el historiador, sólo cabe el riesgo y la
disciplina del diálogo y la interrogación. Para uno y otro, para los
modos de atención y escucha que cada una de estas figuras de
saber simboliza, la comprensión de lo que el texto dice o no dice
es lo único que interesa. Este modo de presentar e interrogar los
6
Para la ampliación del concepto de texto en la tradición hermenéutica, Hans-
Georg Gadamer, “Texto e interpretación”, Verdad y método II, trad. Manuel
Olasagasti, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1992, pp. 319-347; y Paul Ricoeur,
“El modelo del texto: la acción significativa considerada como un texto”, Del texto
a la acción. Ensayos de hermenéutica II, trad. Pablo Corona, Buenos Aires, Fondo de
Cultura Económica, 2000, pp. 169-195.

82
textos supone, no obstante, que el significado que llega desde el
pasado habla siempre al presente y tiene que ser comprendido en
la mediación de ese diálogo7. Cuando alguien comprende lo que
otro dice, no se trata simplemente de algo mentado, sino de algo
compartido, de algo en común. Estar en la conversación es salir
de sí mismo, pensar con el otro y volver sobre sí mismo como
otro. Esta mediación participativa requiere necesariamente la ga-
rantía del archivo, requiere, en otros términos, la afirmación de
un vínculo monumental entre tradición y comunidad. Pues, pro-
piamente hablando, sólo en el archivo se constituye la reserva de
un pasado abierto al presente. La tarea de comprender e interpre-
tar, apunta en este sentido Hans-Georg Gadamer, sólo se da allí
donde algo está impuesto de forma que, como tal, es no abolible
y vinculante8. De acuerdo a ello, a la lógica hermenéutica que la
comprensión aquí reclama, todo aquel que lee un texto se en-
cuentra ya dentro del mismo desde el momento preciso en que
percibe o conforma su sentido en la lectura. De hecho, para los
modos de atención que la historia y la filología profesan, la acti-
vidad de la lectura no designa otra cosa que la participación y
convivencia en una experiencia de ser-en-común. Leer, por todo
esto, es obrar o trabajar por la representación. O, más propia-
mente, es otra manera de indagar en el archivo por las vidas que
ya no están presentes, por aquello que los seres humanos han pen-
sado alguna vez9. Indagación incesante, por cierto, febril, donde

7
Hans-Georg Gadamer, “El significado paradigmático de la hermenéutica jurídi-
ca”, op. cit., pp. 400-401.
8
Ibid., p. 401.
9
Arlette Farge, La atracción del archivo, trad. Anna Montero, Valencia, Edicions
Alfons el Magnanim, 1991. También, Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios,
trad. Carlos Catroppi, Barcelona, Gedisa, 1989.

83
la letra o el registro, la marca o la inscripción, son ya siempre el
testimonio y la prueba de la presencia de un otro. Pero, también,
indagación participativa, monumental, donde la interrogación y
el cuestionario son sólo el pretexto o la invitación a reanudar un
mundo en común, a proseguir de otro modo el coloquio infinito
entre vivos y muertos.
Únicamente a partir de la identidad entre historia y filología,
únicamente a partir de la afirmación de la tradición como aquel texto
polifónico que contiene la pluralidad de voces en las que el pasado
necesariamente se abre al presente, la hermenéutica contemporánea
ha podido llegar a advertir que la moderna investigación histórica no
es sólo búsqueda e indagación, sino también transmisión y media-
ción de tradiciones. Inútil insistir. Incluso en aquel momento en donde
la disciplina histórica parece combatir más abiertamente la preemi-
nencia del texto y del documento, incluso ahí donde la historiografía
busca presentarse como crítica documental, no hace sino otra cosa
que proseguir la tarea infinita de rememorar y reconciliar un ser-en-
común10. Así, expuesto bajo la luz del pensamiento hermenéutico, el
nexo que liga historia y filología termina por revelar el afán monu-
mental que subyace a toda lógica de escritura de la historia. Afán
extraordinario de una actualidad potencial que vendría a exponer a la
historiografía como un tipo singular de inscripción monumental,
como una técnica tipográfica de rememoración e instrucción11. Pues,

10
Paul Ricoeur, “La preuve documentaire”, La mémoire, l’histoire, l’oubli, op. cit.,
pp. 228 y ss.
11
Habría mucho que decir sobre la teoría de los “tipos historiográficos”. Habría, por
sobre todo, que interrogar detenidamente los supuestos y esquemas que constitu-
yen la matriz de esta tipografía. Así, para una primera caracterización de la ‘historia
de la historiografía’ como teoría tipografía de los sistemas de pensamiento histórico,
véase, José Luis Romero, “Los tipos historiográficos”, La historia y la vida, Buenos
Aires, Yerba Buena, 1945, pp. 87-101.

84
en lo esencial, ella compartiría con el monumento una vocación co-
mún de pertenencia, un mismo anhelo de mundo.
Tal vez, por ello, por la pasión que anima la insistencia de su
escritura, cabría afirmar aquí que toda práctica historiográfica, en
tanto práctica de inscripción, no sería sino la guardia y vigilia de un
proceso de rememoración e instrucción ya desde siempre domina-
do por el principio arcóntico de la comunidad. Principio de una
representación ininterrumpida, si al menos se está de acuerdo en
convenir que toda escritura de la historia, en tanto prótesis de ins-
trucción y recuerdo (en tanto monumentum), presupone un proce-
so fantasmático de identificación interminable con la esencia de la
comunidad, con la experiencia de un ser-en-común. Sin abusar de
la etimología, conviene advertir con Jacques Le Goff que en la pa-
labra monumento (monumentum) se dan cita o concurren signifi-
cados diversos que en conjunto parecen remontarse a la raíz indo-
europea men12. La partícula tiene más de un sentido que se encabal-
ga en sus determinaciones histórico semánticas. Mienta, entre otras
acepciones, la evocación y el recuerdo, la promesa y el anuncio. En
atención a esta cadena de significados, el monumento es un signo
del pasado y, más ampliamente, es un tipo singular de tecnología
federativa, la invención extraordinaria de una memoria engendrada
por el efecto de una técnica de inscripción. Quizás, por esta razón,
por el efecto tecnológico de esta ars memoriae, materializar o mo-
numentalizar ha sido siempre, en mayor o menor medida, hacer
grupo, hacer lugar, hacer durar. Monumentar es, en suma, organi-
zar el recuerdo y, por extensión, “avisar”, “iluminar”, “instruir”13.

12
Para una detallada discusión de la palabra ‘monumento’ al interior de la tradición
historiográfica, Jacques Le Goff, “Documento/monumento”, El orden de la memo-
ria, trad. Hugo Bauzá, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 227-239.
13
Ibid., p. 227.

85
Manteniéndose fiel a la didáctica de la etimología, Jean-François
Lyotard ha podido declarar justamente que “escribir es gritar alerta
o esbozar restos”14. La consigna es relevante. Ella busca llamar la
atención sobre la secreta afinidad que existe entre escritura y monu-
mento, entre sentido y gramma, entre huella y significación. En
tanto orden de discurso, la sentencia obliga a recordar igualmente
que toda inscripción, que toda puesta en trazos, al abrir un espacio
público de sentido, conserva al mismo tiempo el signo de un acon-
tecimiento pasado, o, más precisamente, lo produce como memo-
ria disponible, presentable, reactualizable. Al final, la escritura, y
fundamentalmente la escritura de la historia, acaba por exponerse
como prótesis de la memoria, como técnica elemental y primor-
dial de monumentalización y archivación.
Ahora bien, si esto es cierto, si toda escritura de la historia es a
su modo una práctica de inscripción monumental, si ella es obra de
una técnica de objetivación de la memoria cuyo modelo primor-
dial se encontraría ya inscrito en el mito platónico del nacimiento
de la escritura15, se haría necesario volver a interrogar con mayor
atención la definición misma de archivo. Al menos, en lo que en
ella nombra el lugar y la ley, el registro y la autoridad, la promesa y
la instrucción. Pues, si hay algo de verdad en aquella afirmación
que advierte que se escribe para no morir, en el caso de la historio-

14
Jean-François Lyotard, “Monument des possibles”, Moralités postmodernes, Paris,
Galilée, 1993, p. 148.
15
Dos nombres aquí se imponen, Jacques Derrida y Paul Ricoeur. El primero, por
el extraordinario ensayo dedicado a este punto. El segundo, por haber advertido a
las historiadoras e historiadores de la importancia del ensayo de Derrida para toda
discusión sobre la escritura de la historia. Al respecto, Jacques Derrida, “La farmacia
de Platón”, La diseminación, trad. José Martín Arancibia, Madrid, Fundamentos,
1997, especialmente pp. 110 y ss.; y, Paul Ricoeur, “L´histoire: remède ou poison?”,
La mémoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., pp. 175 y ss.

86
grafía, ello es así sólo a condición de la experiencia del registro, de la
certeza de que al menos en el espacio de su superficie, el archivo
confirmaría la promesa originaria de un ser-en-común.
En otras palabras, si se acuerda definir por archivo el fondo
documental de una institución, tendría que reconocerse, de igual
modo, que las condiciones de producción bajo las cuales se organi-
za el almacenamiento y la conservación de las huellas de lo ya di-
cho, corresponden genéricamente a las condiciones de producción
de sus enunciados. Esto, al menos, si tal y como quiere Jacques Le
Goff, es cierto que tras la habladuría libertina y parlanchina del
documento se encuentra la instrucción pedagógica y moralizadora
del monumento. La identidad que la crítica contemporánea parece
establecer así entre documento y monumento no viene sino a deve-
lar en otros términos la estructura elemental de distinciones y opo-
siciones que históricamente han constituido a la noción misma de
archivo. Estructura elemental de significación que encuentra en la
noción de ‘objetividad’ el valor fundamental que ha articulado un
singular régimen de producción de la realidad pasada, un orden y
una metódica determinada de enunciación de la Historia16. Y, no
obstante, la crítica en verdad no deja de ser paradójica. Pues, la
palabra documento porta desde su origen el signo de una instruc-
ción, el imperativo testamentario de una enseñanza. La denuncia
del contrasentido no impide considerar, sin embargo, a los escritos
del archivo como documentos, es decir, como registros o inscrip-

16
Para una reconstrucción historiográfica del campo semántico que constituye la
moderna noción de ‘Historia’, véase, Reinhart Koselleck, historia/Historia, trad.
Antonio Gómez Ramos, Madrid, Trotta, 2004. Lectura fundamental, por cierto,
que sin embargo debe ser complementada con Walter Mignolo, “El metatexto
historiográfico y la Historiografía indiana”, Modern Languages Notes, Vol. 96, N° 2,
The Johns Hopkins University, Baltimore, 1981, pp. 358-402.

87
ciones pasadas desprovistas de toda pretensión edificante, de todo
anhelo de ser-en-común.
Precisamente, atendiendo a este carácter de los enunciados
del archivo, al murmullo anónimo e irresponsable de su faz gesti-
culante, se ha llegado a presentar el archivo como un sistema de
relaciones que se constituye a partir de lo dicho y lo no dicho,
como un espacio finito y positivo de enunciación histórica. De
acuerdo a esta caracterización isomórfica del material documen-
tal, el archivo designaría el margen en que se recorta y delimita
cada toma concreta de palabra. Y, más ampliamente, nombraría
el sistema de funcionamiento de un campo enunciativo dado, la
regularidad que rige la aparición, actualidad y transformación de
un enunciado en una época histórica determinada. Empero, cabe
advertir, incluso aquí, en el lugar de los discursos anónimos y de
sus reglas de formación, el archivo no dejaría de insistir en la pro-
misión de una mímesis comunitaria, en el establecimiento de una
experiencia de ser-en-común. A partir de su registro, en efecto,
del espacio diferencial de inscripción que representa para todo
acto enunciativo, el archivo no cesaría de articular un régimen de
lo legible y lo decible, y más claramente aún, no renunciaría a
afirmar como propia una inscripción que ya siempre es monu-
mento, escultura de lo enunciable17.

17
Gilles Deleuze, Foucault, trad. José Vazquéz, Barcelona, Paidós, 1987: “Los
estratos o formaciones históricas: Lo visible y lo enunciable (saber)”. Se debería a
Michel Foucault, en efecto, la formulación más rigurosa de esta nueva transforma-
ción del ‘documento’ en ‘monumento’. Transformación esencial, sin duda, que sin
embargo no busca ser otra cosa que una ‘rectificación’ metodológica del trabajo del
archivo. O, más propiamente, que busca anunciar, “jugando un poco con las
palabras”, que la historia es o debe ser arqueología, descripción intrínseca del monu-
mento. Véase, Michel Foucault, La arqueología del saber, trad. Aurelio Garzón,
México, Siglo XXI Editores, 1970: “Introducción”.

88
La historiografía, atrapada finalmente en el decir de su repre-
sentación, terminaría así por declarar que todo esto es verdad, que
en realidad ella no tiene otra función que la de recrear una experien-
cia-en-común, que la de trabajar por el establecimiento de un mun-
do. Incesantemente la escritura de la historia buscaría asegurar un
sentido capaz de superar las violencias y las divisiones del tiempo y
el olvido. Buscaría crear un teatro de referencias y de valores comu-
nes que garantizaran la unidad de una experiencia. Y no obstante,
con ello, con la gratuidad del gesto de la declaración de oficio, la
escritura de la historia no haría otra cosa que confesar inadvertida-
mente que su función principal es la de “evitar el retorno de la
división presente sobre la escena simbolizante”18.
Confesión de una función imposible, ya se sabe, cuando no
hay monumento capaz de establecer un emplazamiento común
para aquello que la catástrofe exhibe como lo expósito —como
aquel cuerpo intratable que advierte de la división en la escena
simbolizante.

18
Michel de Certeau, “La historia, ciencia y ficción”, Historia y psicoanálisis, trad.
Alfonso Mendiola, México, Universidad Iberoamericana, 1995, p. 57.

89
90
De la catástrofe

Sólo el fin de una época permite enunciar eso que la ha


hecho vivir, como si le hiciera falta morir para convertirse en
libro.
Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano

La catástrofe como tal, el hecho de su significación, en toda la


ejemplaridad de la autoconsumación del archivo, si bien se deja ya
anunciar en el reconocimiento heideggeriano del nacional socialis-
mo como exemplur exemplare de la esencia de toda política mo-
derna1, sólo llega a su término, al límite de su afirmación, en Chile,
tras el derrocamiento de la Unidad popular el 11 de septiembre de
1973. Sea porque los acontecimientos que siguieron al derroca-
miento del gobierno de Salvador Allende desbordan toda capaci-
dad colectiva de registro, sea porque la comprensión de estos mis-
mos hechos se anula al no existir modo alguno de acceder a su
sentido, lo cierto es que tras la experiencia del golpe de Estado de
1973 el soporte sociosimbólico que hacía posible una retórica de la

1
Habría que indicar, al menos, dos nombres para desarrollar in extenso esta afirma-
ción. El primero, Philippe Lacoue-Labarthe, La ficción de lo político. Heidegger, el
arte y la política, trad. Miguel Lancho, Madrid, Arena Libros, 2002; el segundo,
Giorgio Agamben, Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida, trad. Antonio
Gimeno Cuspidera, Valencia, Pre-Textos, 2003.

91
emancipación y una lógica de la hegemonía ha terminado por reve-
lar su límite interno. Chile, para expresarlo con las palabras de Pa-
tricio Marchant, paralizaría el metarrelato especulativo de la mo-
dernidad, lo volvería imposible en tanto afirmación patronímica
de una comunidad histórica de pertenencia y destinación2.
La catástrofe, en otros términos, sería aquella paradójica inte-
rrupción del sentido que hace posible narrar un estado de concien-
cia que ya no desea ni se identifica con una causa nacional, con una
historia fundada en la idea de una pertenencia y destinación co-
mún. La catástrofe, su mero hecho de significación al interior del
texto histórico, marcaría el fin de la ilusión archivística al anular
aquel espacio de identificación mayor que hacia posible a discursos
contradictorios referirse a una cosa común, hablar en un mismo
lenguaje y en un mismo nivel, desplegar en su semejanza múltiples
figuras de pensamiento, hacer la síntesis de lo no idéntico. Así, y
más allá de cierto tono apocalíptico propio a todo discurso del fin
del fin del sentido, la interrupción de la historia que el golpe nom-
bra expresaría la idea de una cierta autocancelación de la comuni-
dad en tanto superficie de inscripción mayor de la idea moderna de
emancipación social.
La destrucción del archivo, la súbita extrañeza con discursos
que de pronto han dejado de ser ya propios, tendría por resultado
la afirmación de una otra experiencia de la historia, de una expe-
riencia de la historia que referida a la ley del archivo, bien cabría
denominar postmoderna, o, más precisamente, en atención a lo
que en ella tacha la experiencia moderna de la historia, posthistórica.
Pues, si como afirma Michel Foucault, la descripción del archivo

2
Patricio Marchant, “Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende”,
Escritura y temblor, Santiago, Cuarto Propio, 2000, pp. 213-234.

92
despliega sus posibilidades únicamente desde el exterior de nuestro
propio lenguaje, en la orla extrema de un tiempo que avista todo
presente desde el signo de su alteridad, la descripción de las prácti-
cas especificadas en el elemento del archivo únicamente es posible
en tanto comentario de su catástrofe.
Ahora bien, si todo comentario de la catástrofe designa el tema
general de una descripción que interroga a las prácticas discursivas
del archivo, lo hace sólo a condición de representarse el mismo
como un comentario que trabaja al borde del acantilado, en el lí-
mite de unos ordenes y de unas prácticas que aunque en retirada
continúan modelando la historia y las declinaciones de lo moder-
no. El comentario de la catástrofe designa así solamente aquel lugar
de escritura que hace posible decir un imposible “no” a la estructura
que se critica, y que aún se habita íntimamente. Imposibilidad de la
negación, de la palabra y del rechazo, que lejos de representar un
fracaso cognitivo representa la propia (im)posibilidad de negar, en
sus mismos términos, el archivo en que habita todo discurso de la
crítica y de la representación3.
La catástrofe, en otras palabras, no es una huella o un registro
singular de la historia. No existe, contra todo lo que pueda creerse
un principio de archivación de la catástrofe, una especie de registro
primordial del hecho de la catástrofe. La idea compartida por una
cierta filosofía política patrimonial que ve en la catástrofe un punto

3
En el actual espacio historiográfico, tal vez sea el historiador indio Dipesh
Chakrabarty quién ha elaborado la reflexión más importante sobre la imposibili-
dad y la necesidad de rechazar las narrativas históricas de la modernidad. Imposibi-
lidad y necesidad asociada a una práctica de la resistencia y a una política de la
desesperación que él identifica bajo el proyecto de ‘provincializar Europa’. Véase, al
respecto, Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and
Historical Difference, New Yersey, Princeton University Press, 2000: “Postcoloniality
and the Artifice of History”.

93
ciego de significación, una superficie de inscripción singular en la
cual el hecho de la catástrofe aún podría registrarse bajo la figura de
unos “archivos del mal”, presupone que la catástrofe, en tanto traza
de significación, comporta en sí un mal de archivo que la obliga a la
ley de un revisionismo infinito, inscribiéndola y reintegrándola en
el régimen de proposiciones del discurso histórico, en la multiplici-
dad de lecturas y conflictos de las guerras historiográficas. La catás-
trofe, en tanto tal, no es reducible a una diferencia que pueda ser
nombrada por una operación histórica que al designarla como tra-
za, como un significado más de la red significante, buscará con ello
reinscribirla en la superficie paradojal de una historia de la reconci-
liación o la restauración nacional.
Quizás, por todo ello, el comentario de la catástrofe sólo ini-
cia su trabajo una vez consumada la vida del archivo, en el tiempo
de sobre vida que sucede a la catástrofe de un mundo. El archivo,
como bien ha recordado Patricio Marchant, sólo se insinúa a la
labor del comentario a partir de las figuras de la “desolación” y la
“desaparición”. Figuras de la parálisis y de lo negativo —”prestados
nombres” con que advertir la imposibilidad del nombre, la pérdida
de todo nombre4—, con las cuáles se debe comenzar a comentar la
destrucción de un mundo, la devastación absoluta de todo ser-en-
común, de toda experiencia de ser-uno-con-otro.
La catástrofe, en esta zona cero de la representación historio-
gráfica, vendría a designar aquel punto ciego que separa un archivo

4
Sobre la relación ‘pueblo y nombres’ en Marchant, véase el estudio introductorio
de Pablo Oyarzún y Willy Thayer a Escritura y temblor. Libro póstumo editado por
los filósofos mencionados, y que abarca un conjunto de textos escritos por Marchant
entre 1979 y 1990. Al respecto, Pablo Oyarzún y Willy Thayer, “Presentación:
Perdidas palabras, prestados nombres”, Patricio Marchant, Escritura y temblor, op.
cit., pp. 9-13.

94
de otro, que marca sin significar el fin de un mundo cuyo sentido
era posible preguntarse y cuyo contenido era susceptible de resumir
en un solo golpe de imagen.

95
96
Postcriptum

La huella de un “desaparecido”, la exposición de su recuerdo en


la fotografía de un rostro, confronta a la historia al abismo de su
verdad, baliza el lugar de una falta en la palabra plena de la autobio-
grafía nacional. De allí la necesidad, de allí el deber de negar toda
hermenéutica de la desaparición que intente reconciliar memoria e
historia, testimonio y comunidad de destinación. La figura del des-
aparecido, la impresión de su ausencia, no basta para conjurar la vio-
lenta denegación política de la autoconsumación del archivo moder-
no. Antes bien, ella puede devenir resto, fracción, diferencia con la
que reconstruir una historia de la buena y de la mala conciencia na-
cional. Una historia en la que todo olvido señalado es tomado como
una falta que conviene reparar mediante la tentativa altamente moral
de un momento conmemorativo. Una historia en la que todo nom-
bre de la desaparición deviene monumento, lugar de memoria. Espa-
cio colectivo de una reserva común, la escritura de la historia que la
monumentalización-de-la-desaparición parece habilitar no es otra que
aquella que reclama la restauración del arkhé, la representación de la
traza de una identidad esencial que en su presencia nombra el lugar y
la ley, el soporte y la autoridad, la consignación de una unidad ideal
de destinación supraindividual y el poder arcóntico de un Estado de
escritura, de una huella auto(bio)gráfica.

97
Figura de memoria, la monumentalización-de-la-desaparición
al restaurar el archivo nacional, restaura también la propia lógica de
autoinscripción del Estado moderno, restaura su cuerpo de letra, su
sistema de escritura. Sólo así, sólo a partir de esta lógica de la res-
tauración y la nominación, se puede llegar a entender que la auto-
inscripción sea siempre insistencia de historia, reconstrucción de
una escritura monumental que trabaja en conjurar los nombres de
la desaparición, auto(bio)grafía singular que busca obliterar todo
aquello que en la desaparición nombra la imposibilidad de un Esta-
do de escritura, la destrucción de la firma nacional.
La historia, y aquí la afirmación es esencial, en tanto espacio de
inscripción, se opone término a término a lo que se expone en las
figuras de la desaparición, a lo que en ellas anuncia un fracaso en su
escritura. El imperativo de escribir, de escribir la historia, se apoya en
una pérdida de voz y en una ausencia de lugar. De ahí, que nombrar el
olvido a través de una historia monumental es oponerse al signo de
Real comportado en la figura de la desaparición. La verdad de un des-
aparecido, insistencia de insistencias, nunca se encuentra allí donde se la
va a buscar. Ella impone superar las trampas de visión comportadas en
toda escena histórica, impone la afirmación de una lógica capaz de
identificar la mancha que marca la preexistencia de un dado-a-ver res-
pecto de lo visto en todo campo de representación. Impone la figura
del desplazamiento y de la perspectiva, la práctica de una mirada y de
una interpretación del espectro, allí donde este último da cuerpo a
aquello que escapa a la realidad simbólicamente estructurada.
La verdad de un desaparecido, si ha de ser dicha, ha de ser dicha
a un precio, pues, ella no puede convertirse en objeto de historia sin
afectar gravemente la práctica historiográfica y la ley de la presencia
que en ella impera. La verdad que ronda en toda escena de la desapa-
rición es una que aspira a lo Real, de allí la imposibilidad de decirla

98
toda, de allí la necesidad, de allí el deber de su escritura. Necesidad de
buen decir, necesidad de la historia. Y, sin embargo, representar los
espectros que moran en el “inconsciente fotográfico” de la época de la
desaparición es a un tiempo violentar la representación de la historia,
es traer a escena la catástrofe de su escritura. Las figuras de la desapa-
rición reclaman la quiebra del objeto central que la historia se asegura
por medio de la disciplina mnémica de la conmemoración. Ellas, en
sus espectros, figuran una violencia contra la letra de los historiado-
res, trabajan en la consumación de su escritura, ponen en acto una
(h)ética de su decir. La historia, y aquí la reiteración es esencial, en
tanto superficie de inscripción, se opone término a término a lo que
se expone en las figuras de la desaparición, a lo que en ellas anuncia un
olvido irreductible a los ejercicios de representación de su palabra.
Pues, como bien ha observado Michel de Certeau, la escritura de la
historia sólo se produce a partir de acontecimientos de los que ‘nada’
subsiste1. Marca de la falta de marca, la historia es siempre re-inscrip-
ción de una desaparición, marca que falta.
Si en las figuras de la desaparición se nombra un estado de
conciencia que ya no se identifica con la ley del archivo, con el
animus de una experiencia fundada en la idea de una pertenencia y
destinación común, si en ellas se elabora una estrategia escrituraria
extraña a los principios de producción de la política moderna, cabe
entonces esperar de su lectura una otra manera de dar respuesta a la
imposición testamentaria que nos reclama “escribir de otro modo”2.
¡Escribir de otro modo!...

Tarde o temprano, y virtualmente ya, siempre, aquí ahora

1
Michel de Certeau, L’écriture de l’histoire, Paris, Gallimard, 1975.
2
Patricio Marchant, “La hermana”, Sobre árboles y madres, Santiago, Gato Murr,
1984, p. 309.

99
100
Índice de nombres

Agamben, Giorgio: 17, 24, 91.


Agamenón: 22, 24.
Agoff, Irene: 44.
Agud Aparicio, Ana: 51, 80.
Allende, Salvador: 91, 92.
Aquiles: 21, 23, 24.
Arancibia, José Martín: 86.
Arancibia, Juan Pablo: 10.
Arendt, Hannah: 77.
Armiño, Mauro: 19, 68.
Aub, Max: 46, 69.
Ayax: 22, 24.
Bardos, Jean-Pierre: 67.
Barthes, Roland: 44.
Barrientos, Claudio: 10.
Basaure, Mauro: 11.
Bauzá, Hugo: 85.
Bayón, Juan: 41.
Benveniste, Émile: 19, 20, 23, 68.
Berel Lang: 75.
Bloch Marc: 45, 46, 52, 55, 63, 64, 69, 81.
Blumenberg, Hans: 15.

101
Borges, Jorge Luis: 7, 37.
Brossat, Alain: 14, 74.
Calabresi, Luigi: 30.
Castaño, A.: 74.
Castillo, Alejandra: 10, 80.
Catroppi, Carlos: 83.
Cicerón: 18.
Clavería, Alberto: 30, 64.
Cochrane, Charles N.: 18.
Collingwood, R. G.: 49.
Corona, Pablo: 82.
Chakrabarty, Dipesh: 93.
Danto, Arthur C.: 35, 38, 39, 40.
De Agapito, Rafael: 51, 80.
De Certeau, Michel: 72, 89, 91, 99.
Deleuze, Gilles: 88.
Deotte, Jean-Louis: 14.
Derrida, Jacques: 15, 78, 86.
Detienne, Marcel: 68.
Devés, Eduardo: 13.
Diomenes: 22.
Droysen Johann Gustav: 51.
Eumeleo: 22.
Farge, Arlette: 83.
Febvre, Lucien: 45.
Fernández Buey, Francisco: 45.
Ferrajoli, Luigi: 30, 31, 42.
Foucault, Michel: 88, 92.
Gadamer, Hans-Georg: 49, 50, 51, 80, 82, 83.
Galmarini, Marco-Aurelio: 68.

102
Gardini, Carlos: 34.
Garzón, Aurelio: 88.
Gernet, Louis: 21, 24.
Giannini, Humberto: 18, 21, 29, 33, 34, 53, 55, 59, 62, 64, 65,
73.
Ginzburg, Carlo: 29, 30, 31, 64, 67, 83.
Gimeno Cuspinera, Antonio: 17, 91.
Grez, Sergio: 43, 58, 70.
Gómez Ramos, Antonio: 87.
Gonzalez Casanova, Pablo: 46, 69.
Gorlier, Juan Carlos: 74.
Hartog, François: 24.
Hefesto: 21.
Heidegger, Martin: 91.
Heródoto: 18, 19, 24, 44, 62, 68.
Homero: 21.
Horvitz, María Eugenia: 10, 43, 64.
Idomeneo: 22, 24.
Illanes, María Angélica: 49.
Koselleck, Reinhard: 56, 87.
Lacoue-Labarthe, Philippe: 91.
Lancho, Miguel: 91.
León, Leonardo: 61.
Le Goff, Jacques: 18, 85, 87.
Loraux, Nicole: 44, 80.
Lozano, Jorge: 18.
Lyotard, Jean-François: 32, 33, 86.
Lledó, Emilio: 23.
Marchant, Patricio: 7, 77, 92, 94, 99.
Marrou, H. I.: 54.

103
Mendiola, Alfonso: 89.
Mellado, Justo Pastor: 14.
Mignolo, Walter: 87.
Montero, Anna: 83.
Moreno Carrillo: 21.
Moulian, Luis: 5, 10.
Moulian, Tomás: 39.
Nietzsche, Friedrich: 67, 69.
Noiriel, Gérard: 73.
Olasagasti, Manuel: 82.
Ortiz García, Alfonso: 50.
Ossa, Carlos: 10.
Oyarzún, Pablo: 94.
Parada, Arturo: 51.
Patroclo: 21.
Pérez de Tudela, Jorge: 15.
Pinochet, Augusto: 43.
Pinto, Julio: 73.
Platón: 80, 86.
Plauto: 24.
Ranke: 46.
Ricoeur, Paul: 32, 34, 36, 50, 71, 72, 74, 79, 82, 84, 86.
Richard, Nelly: 73, 74.
Romero, José Luis: 84.
Rosenmeyer, T. G.: 23.
Saavedra, Ana María: 64.
Salazar, Gabriel: 25, 29, 32, 43, 44, 50, 58, 64, 70, 73, 80.
Snell, Bruno: 23.
Smilg, Norberto: 56.
Sofri, Adriano: 30.

104
Stecher, Antonio: 10.
Tácito: 30.
Thayer, Willy: 94.
Tetis: 21.
Trujillo, Iván: 10.
Ulises: 81.
Valdes, Luis: 67.
Vasallo, Marta: 18.
Vazquéz, José: 88.
Vidarte, Francisco: 78.
Villaseñor, P.: 74.
White, Hayden: 75.
Yerushalmi, Yosef Hachim: 43, 44, 74.

105
106
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113
114
Índice

Agradecimientos 9

Preámbulo 13

Del nombre 17

Del juicio 29

De la comprensión 45

De la verdad 61

Del archivo 77

De la catástrofe 91

Postcriptum 97

Índice de nombres 101

Bibliografía 107

115
116

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