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Cuentos

de los Hombres

Inmortales




Daniel Blink








© Daniel Blink
ISBN 978-84-606-9068-9
FCH Ediciones, 2015
@DanielBlink_es
Ilustración: Alicia Casaña



• LA FOTOGRAFÍA

• LA GALERÍA DE LOS MUERTOS

• EL CASO HIGGINS

• LOS NOVIOS

• UN BRINDIS POR HIGGINS

• DIARIO DE CATHY

• EL ANIVERSARIO

• CUENTA ATRÁS

• EL MAGNICIDA

• DIPLOMACIA

• TRASPLANTE

• ARMAGEDÓN

• EL CASO CLARKE

• TURISMO

• REY HILLMAN

• EVA





• LA FOTOGRAFÍA
Llamaban a la puerta, y Bob fue a abrir.
Había un hombre con maletín, traje oscuro y sombrero en el rellano.
—Buenos días —comenzó a decir—. Soy Edward Atkins, de la Compañía de
Reencarnaciones Atkins (e Hijos); en realidad…
—No me interesa, gracias —cortó Bob, cerrando la puerta.
Terminó de prepararse el café y fue con él hacia el comedor, disfrutando del
aroma.
Allí, sentado en su sillón favorito, con un aire amable y eficiente, estaba el
hombre del traje oscuro.
—¡Vaya! —exclamó Bob—. ¿Es que me he dejado la puerta abierta? Está
bien, no crea que va usted a amargarme el café; ¿le pongo uno?
—Sí, por favor —respondió el hombre, dejando el sombrero en un sofá—. Sin
azúcar, gracias.
Bob llevó otro café, pero tuvo problemas para encontrarle sitio en la mesita de
cristal, invadida por un maletín negro abierto y lleno de papeles.
El hombre retomó cortésmente las presentaciones.
—Me llamo Edward Atkins. Trabajo para la Compañía de Reencarnaciones
Atkins (e Hijos); en realidad yo no soy uno de los Atkins propietarios, se trata
únicamente de una feliz coincidencia.
—Ah —musitó Bob con aire ausente.
—Bien. Eh... No sé si sabe usted a qué nos dedicamos...
—Sí, lo sé, y le repito que no estoy interesado —atajó Bob, y sorbió de la taza
humeante; el toque justo de crema.
—Déjeme, al menos, hacerle una breve exposición de los servicios y
condiciones de nuestra firma...
—Ahórrese la historia, Atkins. Ustedes, previo pago de una inverosímil
cantidad de dinero, guardan mi ADN; a mi muerte, recogen y crionizan mi
cerebro. Con mi código genético engendran nada menos que un clon cien por
cien idéntico a mí; lo dejan crecer y, cuando alcance la edad que yo especifique
en el contrato, lo agarran del cuello, le sacan el cerebro, le colocan el mío y…
¡Bienvenido otra vez, Bob!
—En resumen, sí.
—¡Vamos, Atkins, no me haga reír! ¿En serio piensa que mi clon, un ser
humano a todos los efectos, dirá: «Oh, sí, denle mi cuerpo a ese tal Bob, faltaría
más»?
—Los clones no pueden negarse. Son una propiedad de la Compañía de
Reencarnaciones Atkins (e Hijos).
Bob rió.
—¡Ya! Y ¿qué opinan ellos de esa bonita teoría?
—No existen por naturaleza. Existen porque nosotros los hemos creado. Su
opinión al respecto no tiene ninguna relevancia legal.
—¡Oh, claro! Relevancia legal. Mire, Atkins, termine su café, que, dicho sea
de paso, me ha salido estupendo, y aproveche su tiempo tratando de convencer a
otro. Yo no soy tan bastardo.
—Pero, por favor, si me permitiera exponerle con más detalle las condiciones
de nuestro servicio…
—Repito que no me interesa.
—Es que en realidad, Bob, creo que sí le interesa.
Extrajo algo del maletín negro y se lo mostró.
Bob contempló, aterrado, su propia imagen sonriente en una fotografía vieja;
mucho más vieja que él.





• LA GALERÍA DE LOS MUERTOS
Anne Collins abrió los ojos y se sintió inmensamente feliz.
Lo recordó todo al instante, como si sólo hubiera dormido unas pocas horas:
Aquella incurable enfermedad de las células que nunca entendió muy bien, y la
elegida eutanasia por vía intravenosa, antes de que su cuerpo degenerara.
Después, lo que ya no vio pero debía haber ocurrido: Su criopreservación hasta
una futura época en que la enfermedad tuviera cura, y su reanimación en dicha
época.
Ni siquiera sentía rigidez alguna, tan sólo un maravilloso bienestar.
Incorporándose en la cama, reconoció perfectamente la habitación. Era la Sala
del Despertar y, salvo algún pequeño aparato y una iluminación diferente, estaba
idéntica a como la recordaba. No había ningún sonido. Se encontraba sola.
Miró sus manos, sus senos, su cuerpo joven y sano. Supo que ya no estaba
enferma.
Sintió ganas de llorar. ¡Y de correr! Corrió desnuda hacia la puerta batiente y
salió a la inmensa Galería del Descanso —como la llamaban en el folleto—, un
alto y luminoso túnel de más de doscientos metros, flanqueado del suelo al techo
por varias interminables hileras de cámaras, como ataúdes verticales.
Anne corrió hacia una en especial. ¡Sí! ¡Allí estaba, la suya, abierta de par en
par!
¡Y no sólo la suya! Varias otras cámaras estaban también recién abiertas.
—¡Hola! —gritó hacia la Galería—. ¿Hay alguien?
Su pregunta rebotó un instante con ecos metálicos, y desapareció. Silencio.
Anne, pletórica de emoción y curiosidad, corrió hacia el final del túnel.
«Parezco una niña» se dijo, sonriendo, y aminoró la marcha.
El paso leve de sus pies descalzos era el único sonido audible, discordante en
aquel solemne silencio. Anne se inquietó, aunque no había razón para ello.
Recorría con la mirada las cámaras del túnel, donde descansaban otros
crionizados.
¿Descansaban?... Mientras un electroencefalograma no dijese lo contrario,
toda aquella gente estaba muerta. Inconscientemente, Anne había ido suavizando
el golpe de sus pasos, y ahora caminaba casi de puntillas, apenas respirando.
¿No había cientos de muertos mirándola fijamente al pasar, a través de sus
losas de acero? Se le erizó el pelo en la nuca.
No podían estar mirando si estaban muertos, ¿verdad? Anne quería llamar a
alguien, pero pensó que si escuchaba un grito, aunque fuera suyo, se pondría
histérica.
Algo crujió a su espalda. Detrás, al fondo. Su sangre se heló un instante y su
respiración se detuvo. Apretó el paso sin volverse. El final de la Galería de los
Muertos aún estaba lejos. «Del Descanso. Galería del Descanso, Annie».
Pero allí nadie estaba descansando, sólo estaban muertos. Anne corría otra
vez, jadeando.
No eran muertos normales. ¿No había despertado ella? Aquellos muertos iban
a despertar. ¡Aquellos muertos iban a DESPERTAR! Ni por su vida habría vuelto
Anne la cabeza en aquel momento. Ya casi estaba al final. Había una puerta a la
izquierda del túnel. Anne se lanzó contra ella, creyendo que enloquecería si la
encontraba cerrada.
La puerta se abrió de golpe y Anne irrumpió a trompicones en una pequeña
sala de espera con una puerta roja al fondo, una ventana y cómodos sofás. Las
dimensiones de la habitación la relajaron al instante. Se dejó caer en uno de los
sillones, jadeante, sintiéndose tonta por lo que acababa de ocurrir; apoyó la
cabeza y sonrió, tranquilizándose.
La ventana. Anne sintió un escalofrío. Estaba oscuro; ese era el adjetivo que
se le vino a la cabeza, y no por la luz, aunque anochecía. De alguna manera, el
paisaje era oscuro. Un paisaje urbano, sí, pero por alguna razón...
Se incorporó, tratando de ver mejor. Estaba en un semisótano, y la ventana era
en realidad un tragaluz estrecho y horizontal, cercano al techo, que asomaba al
exterior a la altura del suelo de la calle.
Apenas permitía campo de visión, pero Anne pudo ver unos edificios
extraños, siniestros, desde luego no los que ella conociera.
No había coches, ni gente, ni apenas luces. En el centro de la plaza extendida
frente al tragaluz se alzaba una especie de monumento, por alguna razón
ominoso en el anochecer. Le recordaba algo.
—¡Señorita Collins! —La voz retumbó en su cabeza tras el largo silencio, y
Anne no pudo contener un grito—. ¡Señorita Collins! ¿Ya ha despertado?
¡Cuánto me alegro!
Era una enfermera, joven y sonriente, vestida con uniforme azul, que acababa
de entrar por la puerta del fondo. Se acercó a Anne sin dejar de hablar.
—Las mujeres siempre despiertan antes que los hombres. Por algo será, como
yo digo, ¿no?
Anne tenía aún el corazón en la boca, y no supo si responder a la pregunta,
presentarse o abrazar a la enfermera.
—Pero, por favor —continuó ésta—, venga conmigo; aún debe usted
permanecer en la Sala del Despertar —Y cogiendo a Anne del brazo, la llevó de
vuelta a la Galería.
Anne comprobó que ésta volvía a ser tan sólo un lugar tecnológicamente
especializado de un centro médico, y no el túnel del horror que ella acababa de
recorrer.
—Perdone... —acertó a decir—, perdone por ir así, pero no vi ropa que
ponerme.
—Oh, ya, bueno, no se preocupe. No solemos dejar ropa, porque tampoco
suponemos que la echen ustedes demasiado en falta... como es evidente.
Anne no entendió muy bien la respuesta, pero tampoco le importó. Por un
lado, estaba demasiado excitada como para preocuparse de los detalles; por otro,
aquella era una época diferente a la suya, y además la enfermera, aunque
simpática, no parecía muy brillante, así que podía tratarse de una frase mal
construida o algo así.
—¿Sabe usted cuánto tiempo he estado...?
—¿Congelada? ¡Buf! Casi siete mil años.
Anne rió, asombrada.
—¿Siete mil años? ¡Dios!
—No hable usted de Dios, señorita.
—¿Tanto tiempo ha costado encontrar remedio a mi enfermedad? Cuando
firmé, me aseguraron que en los siguientes cien años...
—...Y el remedio se encontró poco después de su criopreservación, señorita
Collins. Lo que tardó un poco más, unos tres mil años, fue aprender a revivir un
cadáver congelado sin dañarlo en absoluto.
—¡Vaya! No se me había ocurrido. Pero, ¿por qué no me despertaron
entonces, hace cuatro mil años?
—¡Qué pregunta! —La enfermera reía, mientras paseaban del brazo de vuelta
a la Sala—. ¡Pues porque estaba usted muerta, señorita Collins!
¿Otra frase mal construida? Anne se había perdido.
—Pero… ¡Podían despertarme!
—¡Despertar a un muerto! ¡Qué disparate! —replicó la enfermera, sin dejar su
tono amable ni su sonrisa—. No comprendo qué manera de ver las cosas tenían
en su época —diciendo esto, miró a Anne de arriba a abajo—, aunque me hago
una idea. Afortunadamente el mundo evolucionó mucho, señorita Collins; sobre
todo en el aspecto ético.
Anne estaba un poco mareada. Momentos antes caminaba del brazo de una
amiga y, de pronto, se sentía tan cómoda como si fuese cogida de una rata. Se
estremeció.
—Bueno... no comprendo muy bien lo que me dice pero, al margen de la
evolución ética de la sociedad, que no discuto, los médicos de esta empresa
estaban obligados por contrato a despertarme.
—¡Al margen de la ética! ¡Qué graciosa! —Y la enfermera, efectivamente,
reía—. No veo cómo podría existir nada al margen de la moral y la ética
correctas, querida. En cualquier caso, el último empleado de esta empresa murió
muchísimo antes de que fuera posible la reanimación criónica. Las instalaciones
siguen funcionando gracias al reactor, y podrían seguir otros diez mil años, antes
de que agote su carga; pero no será necesario, acabaremos pronto. Usted es de
las primeras, todavía despierta expectación.
—Entonces, ¿no trabaja en la empresa?
—¡Claro que no! Trabajo para el Gobernador de la ciudad, como todo el
mundo.
—Pero... pero entonces... he estado cuatro mil años congelada porque la ética
social no permitía despertarme...
—Desde luego.
—...y, sin embargo, ¡ahora lo han hecho!
La enfermera hizo el gesto de quien explica algo obvio.
—Porque hemos evolucionado todavía más, y ahora sabemos por fin cómo
tratar el tema de los crionizados.
Pasaron ante la cámara abierta de Anne, y entraron en la Sala del Despertar.
—También me han curado... ¿verdad? —preguntó Anne, confusa.
—¡Por supuesto! Debe usted asistir consciente y sana al proceso.
—¿Qué proceso?
—El suyo, claro.
Anne empezó a asustarse.
—Proceso ¿de qué? ¿Es que he hecho algo malo?
—¡Cielo Santo! —rió de nuevo la enfermera—. ¿Algo malo? ¡Lo dice como si
se tratara de una pequeña travesura! ¡Ha planificado su propia resurrección! ¡Ha
pactado y pagado por ella! ¡Ha blasfemado contra el Poder Creador! ¡Ha firmado
un pacto con el Maligno! ¿Y pregunta si ha hecho algo malo? Realmente tiene
usted valor, señorita Collins.
—¿Qué va a ocurrirme?
—Eso lo decidirá el Tribunal, aunque el resultado es previsible; a no ser que
pueda usted demostrar que no es una persona reanimada, claro —respondió la
enfermera, riendo su propia broma—. De momento, mejor espere aquí; tiene
comida de sobra en esa bandeja, y todo lo que pueda necesitar. Su proceso será
mañana mismo, probablemente. El de la anterior, la señora Pebbles, ha tenido
lugar hoy, y ya se conoce la sentencia.
—¿Cuál es?
—Descanse, señorita Collins. Descanse hasta mañana —dijo la enfermera, y
salió.
Anne abrió la puerta de nuevo.
—¡Enfermera!
—¿Sí?
—Perdón... ¿cómo se llama?
—Enfermera.
—Ah... Bueno, y ¿qué me dice de la gente que nos ha despertado? Ellos
también han...
—Ellos también serán procesados.
—Bien, y quienes les ordenaron despertarnos...
—Ellos son elegidos del Poder Creador, y sólo a Él corresponde juzgarlos.
—Entiendo —asintió Anne.
La enfermera se alejó.
Poco después Anne se envolvió en una sábana, a modo de túnica, y caminó
por la Galería hacia la sala de espera. Ahora llevaba dentro un miedo duro y
pesado, que hacía remoto el pánico infantil de su anterior paseo solitario entre
las hileras de losas de acero. Cruzó la puerta sin problemas, pero la siguiente
puerta, por supuesto, estaba cerrada.
Al girar vio movimiento por el tragaluz. No entraba sonido alguno, pero pudo
ver una muchedumbre dispersándose en la noche. Y allí, en medio de la plaza, el
oscuro monumento, que no era tal, sino un sucio poste sobre una pira de leña aún
humeante, con un cuerpo retorcido y negro atado a la base.
Anne volvió de nuevo sobre sus pasos, recorriendo otra vez, despacio y sola,
la Galería de los Muertos.







• EL CASO HIGGINS


I

Cole era el detective más barato de la ciudad, y aunque tenía todos los
complementos —un escritorio de madera con teléfono negro y flexo cromado,
muchos papeles manchados de café, un perchero, un ventilador en el techo, una
persiana veneciana metálica, una petaca, una barba de días, una secretaria que
siempre parece que sí pero al final no, y el cristal esmerilado de la puerta
impreso con:

Cole Jackson
DETECTIVE PRIVADO

en ajadas letras negras—, ello no justificaba que la señora Higgins,
sobradamente acaudalada, solicitara sus servicios.
—¿Que encuentre a su marido?
—O lo que quede de él, para hacer un entierro como Dios manda y que la
gente no hable.
—¿Cuánto hace que desapareció?
—Una semana —la señora Higgins acariciaba a su enorme gato blanco
peludo.
—¿Ha ido a la policía?
—¡Claro que no! Sólo faltaba eso, para que no haya otra comidilla en el club
de campo.
—¿Y si se ha largado?
—Me lo dice.
—¿Y si ha muerto?
—Me lo trae. No es que nos apreciáramos mucho pero su panteón ya está
pagado, ¿sabe? Con algo tendré que rellenarlo.
—Bien... ¿Puede decirle a este bicho que baje de mi mesa, por favor?
—No es un bicho, sino un gato de Angora.
—Ah, un gato de marca. ¡Mire qué gracioso! Vuelca los tinteros con la pericia
de los gatos vulgares.
—¡Amadeus! Ven aquí, no te manches.
—Respecto a mis...
—Cobre lo que le dé la gana, pero empiece a trabajar inmediatamente —
espetó la señora Higgins, poniéndose en pie y caminando hacia la puerta. Se
detuvo—. Ah, señor Jackson... si alguien llegara a saber que trabaja usted para
mí, haré que lo expatríen. Buenas tardes.
Y diciendo esto salió de la oficina con su gato y castigó las escaleras de
madera con sus tacones.
Poco después hubo un trote diferente y hacia arriba, y un chico de unos
dieciséis apareció en el despacho.
—¡Jim! —saludó Cole—. Llegas a tiempo.
Jim era, claro, el clásico chico ayudante del detective, con tirantes y gorra
plana de paño.
—No tendrá relación con la mujer elegante del sombrero y el gato, ¿verdad?
—preguntó.
—Precisamente.
—Oh, pues lo siento, señor. Su gato quería arañarme y le he pegado una
patada.
—¿A la señora?
—Al gato.
—Recuérdame que te suba el sueldo —Cole cogió su gabardina y su sombrero
—. ¡Vamos!
—¿Qué sueldo, señor?
—¡Molly! Jim y yo salimos.
Molly, la secretaria, los despidió con un vago gesto de la mano, sin levantar la
vista de la sección de ofertas de empleo del periódico.
—Y tú, Jim: te tengo dicho que no me llames señor. Llámame Cole.
—Sí, señor Cole. ¿Qué sueldo, señor Cole?
—Ponte la chaqueta, que hace frío.


II

Cole no tuvo muchos problemas para seguir la pista del pobre señor Higgins;
una visita a la policía y otra a un hospital le informaron de su muerte hacía una
semana en accidente de tráfico.
Al parecer salió ebrio de algún bar, cogió un coche que no era el suyo y trató
de enderezar una curva, pereciendo en el intento. No llevaba documentación
alguna pero el cuerpo, salvo por el golpe en la cabeza, estaba intacto, y Cole
supo por las fotos que se trataba de Higgins.
Pero, ¿dónde estaba el cuerpo? Pues, por lo visto, crionizado. Lo único que el
señor Higgins llevaba encima era una placa metálica con un número colgada del
cuello, que lo identificaba como cliente de Emerson Suspensión de Vida, S.L., y
allí fue llevado de inmediato. Pero en Emerson la confidencialidad era absoluta,
por lo que tampoco entonces pudo averiguarse el nombre de la víctima. Se
esperaba la denuncia de los familiares, pero ésta no llegó.
Así que allí estaban Cole y Jim, observando el bajo edificio de ladrillo de
Emerson Suspensión de Vida, S.L. desde el otro lado de la calle. El instinto de
Cole, qué sería un detective sin algún instinto, le decía que aquello no daba
buena espina. Y el hecho de que el edificio compartiera manzana con la fábrica
de conservas BigMeat era como para hacer chistes de los peores.
Cole se caló el sombrero y dijo:
—Voy a entrar.
—Vale, señor Cole —Jim meaba en una pared.
Dos meadas más tarde, Cole estaba de vuelta. Caía una lluvia fina, una tapa
cercana en el asfalto dejaba salir vapor, e incluso pasó por allí uno de esos
coches oscuros con los faros encima de enormes guardabarros, estribos laterales
y una rueda de repuesto sobre el portón trasero; más no se puede pedir.
—¿Qué tal, señor Cole? —preguntó Jim.
—Mal. No confirman de ninguna manera que Higgins esté en sus cámaras.
Dicen que, de haberlo querido el cliente, la viuda ya lo sabría. Y, de cualquier
forma, insisten en que, en el caso de que ellos lo tuvieran, jamás podríamos
verlo, puesto que es imposible reabrir una cámara sellada sin estropear el
proceso.
—¿Y?
—No me convence. ¿Dónde están esas cámaras? Yo no he visto ninguna.
—Tal vez en los sótanos.
—Tal vez; pero la única escalera hacia el sótano terminaba en una sucia puerta
de almacén. Si están ahí, esta noche las veré.


III

Cole, el rey del disfraz, se coló en Emerson aquella noche con el servicio de
limpieza. Jim seguía sus pasos desde el exterior gracias a un micrófono oculto de
pésima calidad.
El sótano resultó ser, efectivamente, un triste almacén sin desratizar. Cole
encontró la «Sala de Criopreservación» en el último piso, y pudo ocultarse allí
hasta la mañana siguiente. Jim dormitó en un callejón.
Aquella misma mañana Cole tuvo el privilegio de asistir desde su escondite a
toda una Suspensión Criónica.
Varios altos cargos de la compañía, incluido el señor Emerson, así como
algunos hombres con uniformes blancos, entraron en la Sala acompañando a un
muerto en su ataúd, rodeado de familiares de luto.
Se dijeron unas palabras, y se introdujo el cuerpo, un hombre de unos
cincuenta años, desnudo, corpulento, en la cámara.
—¡Adiós, Al! —gritó la viuda—. ¡Acuérdate de nosotros cuando despiertes!
Los hombres de uniforme blanco pusieron en marcha la máquina, y enormes
siseos y chorros de vapor llenaron la estancia.
Hubo algunas toses y lágrimas.
Después, más toses y más vapor.
Al final todo el mundo tosía de manera salvaje, tuberculosa, con caras rojas y
desencajadas; también Cole, aunque nadie le prestó atención.
Por fin la máquina pareció tranquilizarse, y las toses volvieron a su cauce
normal.
—Les ruego disculpen las molestias —dijo el señor Emerson—, pero todo
forma parte del proceso. Por el momento, el cuerpo debe reposar un tiempo, y
después será trasladado a su propia cámara personal, donde permanecerá hasta el
día en que pueda ser reanimado. Ahora, si me acompañan, terminaremos de
resolver los términos económicos...
Directivos, familiares y técnicos abandonaron la sala, a excepción de uno de
estos últimos, que miró al resto alejarse a través del ojo de buey de la puerta.
Tras esperar un rato, fue hacia la máquina. Pulsó un botón. Cole pudo oír un
mecanismo activándose en alguna parte, como un motor que aumenta sus
revoluciones. El hombre tiró hacia abajo de una enorme palanca. Hubo un ruido,
seguido de un golpe lejano. El sonido del motor se hizo más líquido un instante,
luego continuó inmutable. El hombre puso la palanca en su posición original,
volvió a pulsar el botón y se marchó encendiendo un cigarrillo, mientras el ruido
cesaba poco a poco.
Cole, pensando de nuevo en la BigMeat, vomitó alegremente sobre las
baldosas.
En la calle, y ante el repertorio de sonidos incomprensibles, Jim trataba de
arreglar el receptor, aunque el receptor funcionaba bien.
Por fin, Cole se recompuso un poco y fue hasta la máquina. Abrió la puerta.
No había nada dentro. Tiró de la palanca: el suelo del interior se abrió en
forma de trampilla doble sobre un tubo descendente con leve forma de embudo.
Varios metros más abajo una turbina ocupaba todo el diámetro del tubo,
salpicada de viscosidades sanguinolentas.
—Ya que está ahí, pulse el botón, por favor —dijo el señor Emerson a
espaldas de Cole.
Tenía una pistola, y estaba moralmente respaldado por cuatro tipos de
uniforme blanco.
Dado que Cole insistía en negarse, al final tuvieron que encender ellos mismos
el triturador. También les costó lo suyo introducir a Cole por la puerta de la
máquina: se agarraba con brazos, piernas y orejas a cualquier reborde. Incluso se
cogió de la palanca, cerrando la trampilla; pero al final estuvo dentro, y le
cerraron la puerta en la cara (literalmente).
Después, abrieron la trampilla.
Aun así Cole no era un cuerpo muerto, sino una garrapata viva; colocándose
en una posición absurda logró presionar cuerpo y extremidades contra los lados
de la pequeña cámara, evitando caer cuando se abrió el suelo. Allí abajo
bramaba el triturador. Los hombres de Emerson abrieron la puerta de la máquina
para ver por qué no hacía aquello ruido de triturar, y se encontraron a Cole
encajado en el hueco, aspecto de araña, rechinando los dientes con ojos
desorbitados. Sudaba. Los hombres se miraron y rieron.
Volvieron a cerrar la puerta.
—¡Ya caerás, amigo! —oyó Cole a través del ruido del triturador; y sí,
efectivamente, resbalaba poco a poco en la oscuridad hacia el bramido de abajo.
Pronto el túnel se estrechó, y Cole pudo frenarse con la espalda contra un lado
del tubo y los pies contra el otro. Aunque no dejaba de resbalar, ahora tenía las
manos libres. Sacó su revólver y, afianzándose, disparó varias veces hacia abajo,
contra la turbina. El tubo se llenó de estampidos ensordecedores; las balas
chispearon contra las aspas, sin detenerlas; una rebotó hacia arriba empotrándose
en la pantorrilla de Cole, que sumó su alarido al coro general. El revólver cayó, y
el triturador se lo tragó sin rechistar. Cole resbalaba más deprisa. Las aspas
rugían justo bajo sus pies. De pronto, el triturador fue perdiendo revoluciones.
Con un esfuerzo supremo, Cole frenó un instante. Todo se detuvo.
En la oscuridad, Cole cayó exhausto sobre las aspas ahora inmóviles.
Jim había cortado el suministro eléctrico desde la calle. En realidad llevaba
rato tratando de hacerlo y, después de pelear con la caja distribuidora intentando
comprenderla, al final se había decidido por las tijeras de podar y el cable gordo.
Dentro del edificio hubo momentos de confusión, y Cole, linterna en mano,
aprovechó para escabullirse entre las filas de enormes aspas acuchilladoras. Aún
hoy, varias cicatrices dan fe de ello.
Justo bajo el triturador, el túnel formaba un amplio codo para terminar, casi
horizontal, sobre una cinta transportadora parada que enfilaba directamente hacia
la BigMeat. Había una trampilla para los trozos grandes y, como Cole era un
trozo grande, se metió por allí, yendo a parar al eficaz sistema de alcantarillado,
orgullo de la ciudad.
Por fin salió a la luz del día, levantando una tapa circular en medio de la calle,
bajo la lluvia, gritando de dolor y de asco. Un policía estaba deteniendo a Jim
por vandalismo, y Cole cojeó hacia él.
—¡Un momento, agente! —gritó—. ¡El chico trabaja conmigo!
El policía giró la cabeza, vio a Cole y se desmayó.
—¡Señor Cole! ¡Está vivo!... ¿Está vivo?
—No lo sé, Jim, voy al hospital a que me lo confirmen. Tú avisa a la policía...
a otra distinta de la que está en el suelo, y cuéntales lo que pasa ahí dentro.
Luego, vete a casa a descansar.
—Sí, señor Cole.
—¡Ah! Y llama a Molly para decirle que estamos bien.
—Claro.
—Y... Jim, gracias. Recuérdame que te suba el sueldo.
—Desde luego, señor Cole. Descuide.


IV

Con las fechas de envasado de la BigMeat y de la crionización silvestre del
pobre señor Higgins, no fue difícil encontrar las latas en que éste reposaba,
mezclado con carne de buey.
Llegó a pensarse en abrirlas, pero al final se consideró más decoroso
enterrarlas tal y como estaban, con sus coloridas etiquetas del buey sonriente,
dentro del ataúd que se depositó en el panteón de la familia.
Su doliente viuda guardó una de las latas en una urna funeraria, y colocó ésta
sobre la repisa de la chimenea de la mansión Higgins.
Cole no se hizo más rico ni más famoso, y tampoco se acostó con Molly, ni
Jim tuvo aumento de sueldo; pero tampoco se llevaron peor, que siempre es algo.
Emerson trataba de escapar del cerco policial por el tubo del triturador, cuando
la compañía eléctrica reparó el corte de suministro.









• LOS NOVIOS
A sus noventa y tres años, Constance era la más joven de las mujeres sentadas
a la mesa de bridge. Tal vez por ello las demás tendían a perdonar sus
ocasionales ensoñaciones infantiles.
—¡Constance, querida! —tembló una voz—. ¿Vuelves con nosotras, o hemos
de buscar otra compañera?
—¿Eh? —Constance volvió la mirada de la ventana hacia los rostros vetustos,
que la observaban sobre las cartas y el tapetito primoroso—. ¡Oh, disculpad,
amigas! ¡Cuánto lo siento, no sé dónde tengo hoy la cabeza!
Todas rieron suavemente.
—¡De todas formas —graznó Margaret— va siendo hora de dejarlo, si
queremos llegar a tiempo para el té!
—¡Oh, cielos! —Camille acababa de consultar el carillón de la pared—. ¡Tan
tarde! ¡Apresurémonos, sería horrible perderse el té!
Efectivamente, la puntualidad del servicio en la Residencia era proverbial, y
jamás se servía té frío.
Pero Constance no parecía demasiado apurada; llevaba todo el día con un
cosquilleo en la nuca y una suave desazón. Alguna parte de ella, muy pequeña y
muy dentro, estaba esperando algo.
El aviso llegó cuando acababan de entrar en el comedor e iban a sentarse a la
mesa.
—Constance, tienes una visita —le dijo la jefa de enfermeras.
Un chico de dieciocho años, vestido con vaqueros y camiseta, con el pelo
largo, apareció en la puerta del comedor. Llevaba un ramo de flores preciosas.
Los ojos de Constance se llenaron de lágrimas. El chico corrió, y Constance
también casi corrió. Se abrazaron. El comedor entero observaba la escena en
sepulcral silencio.
Al fin, Margaret comprendió.
—¡Es Johnny! —exclamó—. ¡Cielo santo, es Johnny!
Todo el mundo sabía quién era Johnny. Constance llevaba setenta y cinco años
esperándole, sin conocer otro hombre, desde que él sufriera un paro cardíaco y
fuera crionizado hasta la mejora de la tecnología médica. Se habían jurado amor
eterno.
El comedor estalló en aplausos y vítores achacosos: los novios se estaban
besando.

La ceremonia de boda fue maravillosa. Se celebró en la misma Residencia, y
Constance y Johnny estaban elegantísimos, ella con una corona de flores, y él
con un esmoquin del bisnieto de su hermano.
Y aunque la madre de Constance, que tenía ciento trece años, se había opuesto
en principio a la boda, argumentando que aquel chico no tenía posición alguna,
al final lloró como la que más y, tras la ceremonia, abrazó al novio.
—¡Cuida de mi niña, Johnny! —le dijo entre sollozos.

Johnny y Constance recorrieron medio mundo en su luna de miel, y a la vuelta
se instalaron en una bonita casa de las afueras. Pero el matrimonio no acabó de
funcionar y, dos años después de la boda, Constance se fugó con su ginecólogo.
Johnny se fue a una comuna a hacer conserva.











• UN BRINDIS POR HIGGINS
La señora Higgins tenía parte de su difunto marido dentro de una lata de
conserva de carne de buey, sobre la repisa de la chimenea, en una bonita urna
funeraria.
Un domingo no quedaba en la despensa ni rastro de comida para Amadeus, su
queridísimo Angora. La señora Higgins abrió la lata de la urna y la vació en el
plato de Amadeus.
Cole Jackson, el detective que había desentrañado la misteriosa desaparición
del marido, se enteró del asunto por terceros y, desde entonces, ninguna Navidad
olvida enviar a la señora Higgins una tarjeta de felicitación con obscenidades
asombrosas.
Y en su despacho, a solas, vació una petaca de buen whisky a la salud del
pobre señor Higgins.













• DIARIO DE CATHY

8 de Mayo:

Mamá lleva todo el día llorando.
Ayer hizo lo mismo.
Yo también he llorado mucho.
Papá se ha marchado con unos señores que no conozco.
Papá y mamá hablaron mucho rato.
Papá decía que ya lo sabían desde el principio que algún día tenía que pasar.
Mamá decía que ahora no tiene valor ahora no ahora no.
Yo creía que iban a hacerle daño a mi papá pero se ha ido andando con los
señores y nadie le ha pegado ni nada.
Pero he llorado porque mamá llora y porque ahora la casa es muy grande.



9 de Mayo:

En el colegio me han dicho los otros niños que a mi papá le van a poner la
cabeza de un hombre igual que él pero que está muerto.
Yo creo que es mentira porque nadie es igual que mi papá.



10 de Mayo:

¡Mi papá ha vuelto a casa!
Me alegré mucho cuando lo vi y lloré como antes pero distinto.
Mamá también se alegró y lloró mucho.
Dice papá que la otra cabeza estaba mal y que le han dejado en paz y que
puede ser mi papá para siempre.
He estado todo el día muy contenta pero ahora menos porque la casa aún es
muy grande.



16 de Mayo:

Llevo muchos días sin escribir porque no sabía qué poner.
Papá sigue en casa y hace como siempre y mamá hace que está muy contenta
pero yo no.
Mi papá se reía más antes y mi mamá menos que ahora y a mí me gustaba más
antes.
Mi casa me da miedo y mi papá me da miedo.
Si se lo cuento a mamá me sonríe y me dice anda tontita pero yo creo que un
señor muerto está solo y a lo mejor no quiere estar solo y por la noche a veces
lloro.



17 de Mayo:

He matado a mi papá con un cuchillo grande.
Mamá se ha puesto triste pero no ha llorado.
Ahora me va a ayudar a limpiar la sangre de las tapas de mi diario.
La casa aún es grande y aún da miedo.















• EL ANIVERSARIO
La ciudad entera, alborozada y bulliciosa, se apretujaba por las calles bajo el
sol de mediodía hacia la plaza del Ayuntamiento. Todo el mundo reía, o cantaba,
o berreaba, mejor o peor; todo el mundo llevaba camisetas y globos
conmemorativos. Las distintas mareas iban confluyendo poco a poco en la gran
muchedumbre de la plaza, ante el impresionante escenario montado frente al
Ayuntamiento. Allí arriba, el Alcalde, flanqueado por docenas de funcionarios de
ocupación imprecisa, se aprestaba para el discurso y la apoteosis.
El Aniversario de la ciudad. Y sería él, y no ningún otro Alcalde, ni anterior ni
posterior, quien se fotografiara con el primer crionizado que iba a reanimarse en
aquella ciudad; un hombre que llevaba muchísimo tiempo congelado, nadie
estaba seguro de cuánto. Un hombre que traería conocimientos y saludos de
épocas remotas; y que sería despertado allí mismo, sobre el escenario, junto al
Alcalde, ante cientos de miles de ciudadanos exultantes a los que dirigiría sus
primeras palabras, pese a los consejos en contra de ciertos médicos aguafiestas.
El Alcalde hizo su discurso, gran discurso por cierto, que no conviene
reproducir aquí despojado de la magia del momento, y recibió una larga y
entusiasta ovación. Después, junto con varias personalidades, se acercó a la
cámara cubierta de coloridas guirnaldas donde reposaba el hombre; cortó una
cinta ante los mandos, manipuló varios controles con el toque justo de
ceremonia, y abrió la compuerta.
Allí estaba el hombre. Abrió los ojos, parpadeó y salió a la luz.
La plaza reventó en hurras y bravos atronadores. El Alcalde engordó varios
kilos en aquel momento. Por su parte, el hombre, que parecía comprender lo que
estaba pasando, empezó a saludar y sonreír. Después empezó a dejar de sonreír.
Luego empezó a pudrirse. El sol despiadado abrasó sus ojos y ennegreció su
piel. El aire de la ciudad desintegró sus bronquios. Millones de bacilos se
cebaron salvajemente en su cuerpo durante los pocos segundos que se mantuvo
en pie.
Los restos corrompidos del hombre se desplomaron laciamente ante las
boquiabiertas personalidades del estrado.
Se hizo un silencio expectante y decepcionado entre la multitud.
—Tal vez los matasanos tenían razón, después de todo —dijo por fin el
Alcalde, moviendo tristemente su tentáculo.

















• CUENTA ATRÁS
—¿Qué máquina del tiempo? ¿Qué tiene que ver nada de esto con una
máquina del tiempo?
—Insisto, señor Norton, en que tal denominación no es sino un símil grosero.
El viaje a través del tiempo ha sido un mito recurrente a través de la Historia y
de las civilizaciones. Se fantaseó con él por motivos de simple curiosidad
morbosa, o religiosos, filosóficos, científicos… Éstos últimos son los que a mí
me interesan, sin duda.
—Sin duda, pero ¿me interesan a mí?
—¿Cómo podrían no interesarle? ¡Romper definitivamente la barrera de la
dimensión temporal! ¿No daría usted un brazo, un ojo, SU VIDA, por ser el
pionero?
—¿Tengo que responder?
—¡Yo iría de inmediato!
—Hágalo.
—¡Imposible! Debo quedarme al mando de todo el experimento. Sólo yo
estoy capacitado.
—Me lo temía.
—La criónica nos abrió las puertas del viaje al futuro. Ahora estamos a punto
de completar el círculo, solucionando por fin el viaje al pasado.
Tim Norton se estremeció en su silla.
—Ni mencione el tema de la criónica, doctor; me produce escalofríos.
—Tranquilo, no se trata de eso. Ese es el camino hacia delante. Pero esta vez
iremos a contracorriente.
—Está bien, veamos. ¿Cómo funciona su idea?
—Bueno… será difícil hacerme entender. Usted carece de la base teórica
necesaria, y yo no soy muy bueno hablando fuera del círculo de cerebros
privilegiados que me rodea a diario. ¿Cree usted en la dualidad onda-partícula?
—Si lo dicen los libros…
—Bien, digamos entonces que su cuerpo es un remolino de energía,
materializada por un determinado nivel de vibración. Usted es energía a cámara
lenta. La sopa cósmica se remansa en algunos puntos de la corriente, formando
partículas; seres y cosas.
—¿Está seguro de eso?
—Tenemos razones para pensar que podemos estar en lo cierto.
—Ya veo.
—Por otra parte, está el Tiempo. Se supone que el Tiempo tiene una sola
dirección, en su imbricación con las tres dimensiones de nuestro Espacio. Es
teóricamente imposible un salto hacia atrás, porque no hay Tiempo detrás, sólo
delante.
—¿Entonces?
—Mi equipo y yo creemos que esa idea es inexacta.
—Con «su equipo», ¿se refiere a ese ejército de becarios que he visto en la
sala de control?
—Le garantizo que se trata de verdaderos genios en cada uno de sus campos,
señor Norton.
—Genios y sobrios, porque no tienen edad para beber… Doble garantía.
—Como le iba diciendo, creemos que el vendaval de energía del Espacio
arrastra al elástico Tiempo, incluso en los lentos niveles donde esa energía se
condensa en materia. Creemos que no conocemos niveles de condensación
mayores que la materia porque si existen, no están aquí con nosotros; pero si
somos capaces de hacer bajar aún más la resonancia, de aumentar la
condensación en uno de esos remolinos de energía… podemos hacer que deje de
estirar del Tiempo, y que éste, por lo que respecta a esa singularidad, se detenga
o incluso vuelva atrás.
—¿No se supone que el tiempo se detiene cuando uno viaja a la velocidad de
la luz? Luego hay que ir deprisa, no despacio.
—Nuestro objetivo no es ralentizar ni detener el Tiempo, sino saltar a su
espalda, ir a donde aún no existe. No queremos hacer ganar velocidad a la
materia de su cuerpo, señor Norton, porque no hablamos de velocidad, sino de
algo así como el tono. Precisamente, un objeto a la velocidad de la luz es más
grave en su tono y más objeto que nunca, dentro de nuestro espacio: su masa es
inmensa. Yo pretendo hacerlo a usted aún más grave, mediante métodos de
generación de Campo que me resulta imposible explicarle ahora mismo; entre
otras cosas porque son altísimo Secreto de Estado, como puede figurarse.
—Lo que puedo figurarme es que no sobreviviré pesando millones de
toneladas.
—No, no. La materia no puede aumentar su masa aún más allá de ese punto y
seguir aquí. Debe pasar a otro estado, tiene que ir a otra parte. Ahí queremos
enviarlo, señor Norton, y traerlo de vuelta. Y creemos que, durante ese tiempo,
usted seguirá siendo, de algún modo… usted.
—¿Y por qué no usar un autómata?
—No sirve. Hemos desarrollado el sistema para seres vivos. Con objetos
inanimados el problema es sutilmente diferente, y no hay presupuesto para cubrir
todos los flancos. Decidimos escoger el camino principal; después, lo demás
vendrá solo.
—Insisto en mi problema de peso. Para llegar a ese tono 3, primero tendré que
pasar por el 2, ¿no? Justo donde están mis toneladas.
—Nada de eso. Se aplicarán variaciones cuánticas a los niveles de
condensación de la energía que compone su masa, señor Norton. Usted alcanzará
el estado 3 sin pasar nunca por el 2.
—Creía que la cuántica era cosa de micropartículas, y no de cobayas de
ochenta kilos.
—Existe la sospecha de que incluso las galaxias se desplazan con variaciones
cuánticas de velocidad. ¿Qué le parece? Al fin y al cabo, una galaxia no deja de
ser una partícula, a escala cósmica.
—¿Cómo que una partícula? Entonces, ¿qué somos nosotros?
—Lamentablemente, no tengo místicos en mi plantilla.
—Mire, envíen a un simio o algo así, ¿no le parece más lógico?
—Y ¿qué hacemos después? ¿Preguntarle si realmente ha viajado hacia atrás
en el Tiempo?
—Lo siento, de veras. El experimento me parece fascinante, pero no cuenten
conmigo. Estaré atento a los periódicos.
—Por favor, señor Norton, reflexione. Piense usted en las contrapartidas:
conmutación de la pena, libertad condicional…
—Gracias, pero no quiero participar.
—Esto no es una encuesta de opinión, Tim —intervino por primera vez el
Alcaide—. Es sólo una reunión informativa. Firma los malditos papeles de una
vez; o no los firmes, me es indiferente. El resultado será el mismo.
Cayó un silencio pesado como una lápida. Sin mover los labios Tim rezó,
porque supo que el Alcaide acababa de matarle.

Desde fuera parecía un edificio poco excitante de catorce plantas, pero no
había ningún edificio: sólo la Máquina, envuelta en un camuflaje arquitectónico
de hormigón y ventanas ciegas. Y dentro de la Máquina, sólo un hombre
desnudo que apretaba los dientes para no llorar. Las personas normales estaban a
salvo en una construcción cercana, pequeña por comparación, rodeadas de la
más delirantemente avanzada tecnología, décadas por delante de la opinión
pública.
El hombre desnudo tuvo una visita.
—¿Qué hace aquí, Alcaide? —preguntó.
—He venido para despedirte con cariño, Tim.
—Bien, estoy en pelotas, así que aproveche la ocasión.
—Buen viaje, Tim. Pásalo bien. Y procura no volver, ¿de acuerdo?
—Ojalá tenga la oportunidad de restregarle mi condicional por la cara,
Alcaide.
—Tim, me paso tu condicional por donde tú sabes. Si se te ocurre sobrevivir,
te juro que te cargaré algo. Lo que sea. Puedo hacerlo. Vas a pasarte el resto de
tu vida en la cárcel, Tim. Quiero el prestigio de mi colaboración en esta mierda,
pero no voy a consentir que ningún recluso mío acabe pavoneándose por la calle,
convertido en un héroe.
El Alcaide salió, y Tim volvió a quedarse solo.
Un altavoz avisó de que iban a lanzarlo. Comenzó una cuenta atrás. Había
catorce plantas de monstruosidad metálica sobre él, sí; y otras ciento treinta
debajo, según le habían dicho. Todas rugieron de golpe. Tim lloró.

Tim estaba vivo. Algo debía haber fallado, porque se había ido la luz. Bueno,
la luz y el sonido. Se esforzó en ver algo. Trató de gritar, pero le fue
curiosamente imposible. Por fin, se dio cuenta de que no tocaba el suelo. Porque
no había suelo, ni paredes. Tim se asustó y se excitó, cuando supo que todo iba
según lo previsto.
¿Según lo previsto? ¿Es que aquello era el pasado? Esperaba haberse
encontrado en otra época; ver a Napoleón, o algo así. Pero todo estaba vacío.
Tim sólo estaba seguro de estar allí; o, al menos, de estar.
Aunque ni siquiera podía tocarse a sí mismo.
Allí no había nada.
Nada en absoluto. Con la energía formando materia en otro lugar de la
existencia, nada deambulaba por allí, salvo el afortunado de Tim.
No sabía si el experimento iba bien. Tal vez aquello no era el pasado. Y si lo
era, entonces las leyes de la física ya habían estado por allí, y no dejaban nada
detrás.
Tal vez su propia conciencia estaba a punto de deshilacharse en el vacío.
¿Por qué no lo llamaban ya de vuelta?
¿Podían hacerlo?
No estaba solo.
Al contrario, estaba estorbando, tan espeso era el movimiento a su alrededor.
Ahora podía… percibirlo. Él era casi un quiste en una corriente firme. Inmensa.
Tim intentaba no moverse. La corriente le rodeaba y pasaba de largo. O mejor
dicho, las corrientes. Lo entendía, lo estaba entendiendo. Algo así como burbujas
ascendiendo en el agua.
Burbujas ¿de qué? ¿Pretiempo? ¿Premateria?
Allí iba la corriente que sustentaba la propia existencia de la Máquina, en «su»
realidad. Y las corrientes de los técnicos que ahora mismo controlaban el
experimento. Las de cada brizna de hierba que crecía alrededor del edificio.
Millones de otras corrientes difíciles de seguir.
Tim sentía que era capaz de interferir en aquel flujo, y se concentraba al
máximo en evitar hacerlo. Allí estaba también su propia corriente, que terminaba
en él mismo en lugar de emerger como las otras. Y la del Alcaide.

La Máquina aún rugía. Tim estaba helado, jadeaba. No soportaba la luz. Un
grupo de técnicos entró atropelladamente, dando voces.
—¡Está aquí!
—¡Ha vuelto!
—¡Funciona! ¡Funciona!
—¿Qué ha visto? ¡Vamos, cuéntenoslo!
—¡Señores, por favor! ¡Señores! ¡El señor Norton necesita recuperarse! Por
favor, salgan ahora, déjennos solos unos minutos. Pronto podrán hablar con él.
Los técnicos salieron, murmurando excitados.
Tim se miraba y se tocaba, feliz de poder hacerlo. No tenía pelo ni uñas.
—No se preocupe, señor Norton, le volverán a salir. ¿Qué tal se encuentra?
—Parece que bien… ¿Ha ido todo como esperaban?
—¡Supongo! Dígamelo usted.
—Bueno, la verdad es que… no parecía exactamente el pasado.
—Bien, bien, habrá que analizar minuciosamente los datos. Tenemos para
varios años. Por cierto, enhorabuena: se ha ganado usted la libertad. Le traigo yo
mismo los papeles. Una lástima lo del Alcaide.
—¿El Alcaide?
—¡Sí! Una especie de ataque al corazón, o algo parecido. Buen trabajo. Al fin
y al cabo parece que sí era, de algún modo, el pasado.



















• EL MAGNICIDA
Historia
Ejemplar
de
Tres Muertes
~
Samuel Gordon se moría. Llevaba dos años muriéndose, pero ahora el final
era inminente. Su incurable enfermedad iba a ahorrarle el resto de la cadena
perpetua. Un intolerable capricho de la naturaleza echaba por tierra la sentencia
que lo enterró vivo.
Pero los recursos de la Justicia son infinitos, cuando de amortizar deudas
sociales se trata. El hombre, ¿qué hombre?, ¡el monstruo! que había osado
asesinar a Su Excelencia Reverendérrima no tenía derecho a morirse ahora
tontamente. La decisión fue votada por unanimidad en el Consejo de Jueces:
Samuel Gordon sería criopreservado hasta cumplir íntegros en prisión, no ya la
perpetua, sino los mil doscientos treinta y un años y seis días que rezaba la
sentencia original. Así mismo, se decidió que yacer inerte en una cámara no
sería considerado signo de buena conducta ni, por tanto, susceptible de influir en
la reducción de la pena.
Una vez reanimado, el recluso quedaría libre de morirse a su gusto, si es que
no resultaba linchado a la salida de la prisión.
Samuel fue congelado a las puertas de la muerte.
~
Estaba en un hospital. Apenas había despertado, allí mismo, lo habían
trasladado en portentoso rally de camilla hasta un quirófano. Le dieron a tragar
una cápsula y le abrieron el pecho, mientras Samuel se lo miraba estupefacto.
Dos horas más tarde todo había terminado, y reposaba en una enorme habitación.
Tuvo el tiempo justo para comer algo antes de que unos treinta periodistas
invadieran el mundo, cegándole a flashazos y hablando todos exactamente a la
vez. Poco a poco la marea se fue abriendo, dejando paso a varios Altos
Funcionarios, muchos guardaespaldas, y un cuasi perfecto varón alto de pelo
blanco, gafas doradas y sonrisa carismática, que no podía ser otro que Su
Excelencia (una Excelencia distinta de la que Samuel había matado, claro).
—¡De veras es usted, señor Gordon! —le espetó Su Excelencia Pristinofúlgida
—. ¡Demonios, venga esa mano!
Samuel se la dio, cautelosamente. Estalló una tormenta de flashes.
—¡Oh, señor Gordon! ¡Si supiera cuánto he ansiado que llegara este
momento! ¡Cruzar mi destino con el del bienamado benefactor que...!
—Disculpe, Excelencia —interrumpió Samuel—, pero creo que aquí hay un
malentendido. Yo soy Samuel Gordon, el hombre que mató...
—¡El hombre que liberó al mundo de aquel embaucador maldito, aquel
oscurantista infernal!
—¿Qué? ¿Es que no es usted el sucesor?
—¡Sucesor en el cargo, sí! ¡Pero no ideológico, gracias a Dios y a usted! ¡Su
acto heroico, necesario e irreprochable, hizo decaer poco a poco a los
continuadores de la obra de aquel fantoche, que se perdieron sin su fanático
guía! ¡Los años de oscuridad, de gobierno de las mentes retorcidas y obtusas,
terminaron para dar paso a la nueva generación de corazones generosos, de
espíritus libres y emprendedores, aunque siempre prudentes, que…!
—¿Y eso fue hace mucho? —inquirió Samuel, acostumbrado ya a interrumpir
a Excelencias, bien en sus soflamas, bien en su devenir existencial.
—Hace bastante, sí.
—Pues, que yo sepa, he cumplido íntegra mi condena.
—Hombre, Samuel, muchacho, tenga en cuenta que resultaba mucho más
simbólico, de cara al pueblo llano, recibirlo y curar su dolencia coincidiendo con
el final de la terriblemente injusta…
—Bueno, simbólico, lo que se dice simbólico, le diré… ¿Qué es ese pitido?
Todo el mundo miró hacia la máquina que lo emitía. Un médico entró en
tromba, derribando Altos Funcionarios.
—¿Qué narices pasa? —preguntó elegantemente Su Señoría.
—Hay algún problema —dijo el médico, descompuesto—. Tal vez por el
tiempo transcurrido incubando la enfermedad, no lo sé.
Samuel ya había perdido el conocimiento.
—¡Bueno, pues arréglelo de una vez! ¿A qué espera?
—No sé si… lo intentaremos, pero… yo... Dios mío, ha entrado en coma.
~
El coma de Samuel Gordon se resistió tenazmente a todo tratamiento
conocido. No terminó hasta veinticinco años después. Para entonces Samuel
estaba ciego, y su cuerpo a duras penas le respondía, así que hubo de ser
trasladado en una unidad médica especial hasta el Palacio de Justicia, donde iba
a celebrarse el juicio.
—¡Póngase en pié el acusado! —ordenó Su Señoría.
Samuel lo hizo poco a poco, sin ayuda de nadie, rodeado por un silencio y un
odio brutales.
—Responda a las preguntas, acusado: ¿Es usted Samuel Gordon?
—¿No es una pregunta tonta?
—¡Le ordeno que responda!
—Sí, soy yo.
—¿Reconoce usted ser el hombre que, hace mil doscientos cincuenta y seis
años, tres meses y ocho días, asesinó cobardemente a Su Excelencia
Reverendérrima, crimen horrendo que llevó, con el paso de los años, al
desgobierno, el caos y la desaparición de la legitima Línea, ahora, gracias a
Dios, felizmente recuperada?
La Sala concentró todo su odio sobre Samuel, esperando la respuesta.
—Ya he pagado por aquello. Cumplí mi condena día por día.
—¡Eso no es suficiente! ¡Eso jamás podría ser suficiente! —estalló Su Señoría
—. Entonces aún no existía la sentencia que ahora vamos a imponerle, señor
Gordon: Este Tribunal le condena, de forma irrevocable, a muerte —El júbilo
fue salvaje, de extremo a extremo de la Sala; Su Señoría continuó: —Su cuerpo
será disuelto en ácido a la mayor brevedad posible; es decir, cuando se ejecuten
las demás sentencias de muerte en lista de espera que nos saturan. Mientras
tanto, ordeno que el reo no tenga derecho a disfrutar un sólo segundo de su
tiempo de vida. Será criopreservado en espera de su turno, y reanimado instantes
antes de morir. Esta sentencia es de aplicación inmediata.
Un severo golpe de martillo y Samuel fue, de nuevo, congelado.
~
Despertó. En medio de su oscuridad, Samuel percibía alrededor otro revuelo
similar al que había vivido en el hospital, tantos años atrás. Una nueva
Excelencia Pristinofúlgida le parloteaba, apretaba su mano y posaba junto a su
cama para las fotos. Samuel oía los flashes. Trataba de hablar, pero apenas si
podía respirar. Su enfermedad, el coma, las crionizaciones… Ahora no sólo
estaba ciego, sino casi impedido. Por fin, consiguió murmurar algo:
—Déjenme en paz —dijo; pero nadie le oyó.
Su Excelencia siempre hablaba más fuerte.
—¡Es, por tanto, nuestro sagrado deber —declamaba— premiar como se
merece la inconmensurable dedicación de este hombre a la sagrada protección
del Bien! ¡Un hombre abyectamente condenado a morir por nuestros funestos
predecesores! ¡También hoy condenamos a los hombres a morir, sí! ¡Pero a los
traidores! ¡A los asesinos! ¡A los seres de mente retorcida que no merecen vivir
entre gentes de bien! ¡Nunca a los héroes!
Samuel escuchó aplausos.
—Por favor, déjenme en paz…
—Ahora, mi muy admirado señor Gordon, no podemos hacer más por usted
que comunicarle la buena nueva de la anulación de su condena. Pero nuestros
mejores médicos calculan que en cincuenta o sesenta años será posible restaurar
en buena medida su maltrecho organismo, y permitirle llevar una vida casi
normal. ¿Qué digo, normal? ¡Una vida de Héroe! ¡Hasta entonces, esperará usted
cómodamente crionizado! ¿Qué le parece? ¿Feliz?
Samuel sonrió hacia Su Excelencia. A duras penas, se incorporó y empezó a
bajar de la cama.
—¡Señor Gordon! ¿A dónde va? —dijo un médico—. No le conviene
moverse, descanse…
—¡A mis brazos, Excelencia! —exclamó Samuel, en un supremo esfuerzo de
voz, avanzando a tientas. Tropezó, agarrándose a la chaqueta del hombre que lo
sostuvo.
La voz de Su Excelencia sonó detrás:
—Eh… señor Gordon... Tranquilo, estoy aquí. Ese es mi guardaespaldas.
Ustedes, los de la prensa, atentos. Por aquí, señor Gordon, muy bien...
Samuel trastabilló hasta Su Excelencia, abrazándose a él.
—¡Por fin! —exclamó.
Hubo más aplausos. Su Excelencia se giró hacia los periodistas.
—¡No se pierdan esto, amigos! —les dijo.
Samuel le voló la cabeza con el arma del guardaespaldas.
—Por fin —volvió a decir.





















• DIPLOMACIA
No parecía la sala aséptica y esterilizada de un centro criónico, sino más bien
un quirófano de campaña de cuando las guerras se hacían con hachas y mazas.
También olía asquerosamente, y Suzanne se preguntó por qué diablos despertaba
allí de su sueño de siglos.
De pronto, sintió su presencia. Se volvió. Era un hombre, sentado junto a su
camilla, que la miraba. Estaba horriblemente deformado.
Suzanne empezó a gritar.
El hombre se sobresaltó. Tenía el rostro hinchado, bulboso, con un ojo casi
fuera de la órbita y ciego, y el otro inyectado en sangre; la boca putrefacta y sin
dientes; el cuero cabelludo ampollado y apenas con unos mechones lacios.
Levantó una mano a medio despellejar y saludó:
—Hola, señorita. Bienvenida a la Estación Minera IB18842.
Suzanne continuaba soltando chillidos cortos y agudos.
El hombre siguió hablando.
—Verá —dijo—, como resultaba imposible hacer venir a profesionales hasta
este asteroide olvidado de Dios, la empresa se decidió por adquirirla a usted aún
congelada, y trasladarla aquí para ejercer como chica de compañía entre el
personal obrero.
Suzanne se estaba ahogando en su propio grito.
—Los muchachos esperan fuera —continuó el hombre—. Es que los gases de
la mina deforman un poco, ¿sabe? Por eso decidimos que yo le daría la
bienvenida, ya que soy el que menos tiempo lleva aquí. No queríamos asustarla.























• TRASPLANTE
DOCTOR: El organismo clónico receptor está listo. Cráneo abierto y vaciado.
¡Enfermera! Traiga el cerebro descongelado.

MÁQUINA TUBULAR: Burp-Brups-Uurgrgrgrbrrt.

ASISTENTE: Doctor, ¿qué hago con el otro cerebro?

DOCTOR: Deshágase de él, rápido.

TRITURADOR DE BASURAS: ¡BRAAAAAAAAARGTrrrrt!

DOCTOR: No salpique, haga el favor.

ENFERMERA 1: Doctor, se me ha caído el cerebro al suelo.

DOCTOR: No me lo ponga tan fácil, enfermera.

MÁQUINA DEL FONDO: Bilp-bilp, Bilp-bilp.

ENFERMERA 2: Yo lo recojo. Tenga, doctor.

DOCTOR: ¡Pero qué asco! Está lleno de pelusas. ¡Enfermera! Quédese
después del trabajo y friegue el piso.

ENFERMERA 1: ¡Já!

MÁQUINA CON MONITOR: Tzzzztztztztz.

DOCTOR: ¡Vamos, vamos, vamos! Tengo que hacer otros tres antes de las
cinco.

ASISTENTE: ¿Piensa colocar el cerebro tal y como está?

DOCTOR: Aquí dentro no lo verá nadie. ¿Dónde está mi escalpelo?

MÁQUINA DEL FONDO: Bilp-bilp, Bilp... ¡BLEEBLEBLEE...!

ENFERMERA 1: Creo que se le ha caído dentro, doctor.

ASISTENTE: ¿No sería mejor sacar primero el cerebro, antes de remover con
la mano?

DOCTOR: No, ya está, ya… lo tengo.

MÁQUINA DEL FONDO: ¡...EEEEBLEBLEBLEEE...!

DOCTOR: Enfermera, patee ese maldito trasto.

PIÉ IMPACTANDO: ¡STUMP! ¡STUMP! ¡STUMP!

ASISTENTE: Doctor, este trasplante de cerebro es un asco. Creo que debería
trabajar con más calma y con guantes.

DOCTOR: ¿Calma? Dios invirtió seis días para hacer el mundo. ¿Por qué iba
yo a invertir más de seis minutos en un sólo hombre?

MÁQUINA DEL FONDO: ¡...EEEBLEBLEE...!

ASISTENTE: Usted no es un dios.

DOCTOR: Puedo ser igual de chapucero.

PIÉ IMPACTANDO: ¡STUMP! ¡STUMP!

ENFERMERA 2: Doctor, las grapas.

DOCTOR: Gracias.

GRAPADORA: ¡Klákata-Klákata-Klákata-CLOTCH!

DOCTOR: Maldito trasto... a ver... Ya está.

GRAPADORA: ¡Klákata-Klákata-Klákata-Klákata!

DOCTOR: ¡Voilà!

MÁQUINA DEL FONDO: ¡...BLEBLEBLEEE...!

ASISTENTE: Doctor, puedo denunciar...

DOCTOR: Enfermera, quite a este majadero de mi vista.

TRITURADOR DE BASURAS: ¡BRAFAGABROUGRATTTrrt!

PIÉ IMPACTANDO: ¡STUMP! ¡STUMP! ¡STUMP!

MÁQUINA DEL FONDO: ¡...EEEBLEBLEB...! Bilp-bilp, Bilp-bilp.

DOCTOR: ¡Vaya! ¡Qué paz! Enfermeras, el paciente está despertando;
acompáñenlo fuera. Voy a fumar un cigarrillo antes de proceder con el siguiente.

RELOJ: Tic-tac, tic-tac, tic-tac.

ENFERMERA 1: Perdón, ¿se puede?

DOCTOR: Pasen, pasen.

ENFERMERA 2: Verá doctor... hay algunas dificultades con el sujeto
intervenido.

DOCTOR: ¿Qué dificultades?

ENFERMERA 1: No sabe quién es, ni por qué está aquí. No comprende nada
de lo que le rodea.

ENFERMERA 2: Incluso habla de suicidio.

DOCTOR: Decididamente, soy un dios.

























• ARMAGEDÓN
No es que Jeremiah Thompson esperase ninguna fanfarria de trompetas a su
despertar, pero aquello era demasiado. Después de encontrarse solo, con todas
las instalaciones del centro criónico en funcionamiento pero desiertas, y subir a
la superficie, no pudo menos que enarcar las cejas significativamente ante lo que
vio.
Una auténtica muchedumbre lo rodeaba, a prudente distancia. Temblando en
la noche, miles de almas gritaban implorando el perdón divino, sin dejar de
apuntar sus cruces hacia Jeremiah. Escuchó disparates como: «¡No nos hagas
daño!», o «¡Apiádate de nuestros hijos!».
Jeremiah no creía que un hombre con aspecto de Papá Noel negro pudiera
causar aquel efecto. A lo mejor tenía alguna criatura monstruosa acechando tras
él. Se dio la vuelta, alarmado. Pues no. Vaya. Entonces era que, después de todo,
la crionización sí desmejoraba ostensiblemente el aspecto físico, malditos
médicos estafadores. Pero, ¿era para tanto? Volvió a mirar hacia los millares de
ojos desorbitados. Se había hecho el silencio.
—¿Hola? —saludó.
—¡No nos destruyas! —gritó alguien.
—Me llamo Jeremiah Thompson.
—¡Contén tu cólera!
—Verán, no acabo de comprender las costumbres locales; salgo ahora mismo
de una cámara que…
—¡Sí! ¡Eres el Seis Seis Seis!
—¿El qué?
—¡El hombre seiscientos sesenta y seis arrancado de las garras de la muerte!
—¿Y bien?
—¡La profecía lo dice! ¡Tú eres la encarnación de la Bestia! ¡El Príncipe
Oscuro, venido al mundo para destruir a la Humanidad!
—Hombre… —protestó Jeremiah, escondiendo la barriga.
—¡Danos más tiempo!
—¡Si! ¡Concédenos otra oportunidad!
—¡Te entregaremos lo que nos pidas! —si las plegarias no funcionan, siempre
queda la negociación honesta por cuenta propia—. ¿Quieres las reservas de oro
del mundo?
Jeremiah calculó un instante.
—¡Tanto peso! —dijo.
—¿Deseas un ejército de esclavos? Miles. Millones. Los que tú exijas.
—¿Para qué?
—¿Prefieres a todas las doncellas vírgenes del mundo?
—Bueno, hijo, a mi edad…
—Entonces, elige tú.
Jeremiah se encontró dudando. El mundo esperaba, expectante.
—¿Podría pescar?
—¿Pescar?
—Pescar peces.
—¿Peces?
—¿Aún es posible pescar peces?
Se formó un pequeño murmullo entre la multitud.
—¿Qué son peces?
—Unas cosas que viven en el agua.
—¿Hay cosas viviendo en el agua?
Un nuevo murmullo entre la multitud. Al final se pusieron de acuerdo y se
dirigieron de nuevo a Jeremiah.
—Podemos darte una isla. Una isla para ti, en medio del Pacífico, donde
puedas pescar. Y un barco. ¿Qué te parece?
—Trato hecho.
—¿Sí? ¿De veras? ¿Ya está? ¿Nos dejarás en paz?
—Desde luego.
El trato se cerró, y un gigantesco suspiro de alivio recorrió el mundo.

Meses después, Jeremiah pescaba tranquilamente en su isla del Pacífico,
sentado en un farallón rocoso, frente a la puesta de sol.
Sopló una leve brisa.
Una criatura que antes no estaba allí, con cuernos y rabo, se acercó por detrás
a Jeremiah.
—Buenas tardes —saludó—. ¿Es usted Jeremiah Thompson?
—Para servirle —respondió él, volviéndose y llevándose un sobresalto al ver
el aspecto del desconocido—. Oiga, ¿trabaja usted en una central nuclear?
—En realidad, soy Satán.
—¿Stan?
—No, Satán, el Maligno, el Príncipe de la Oscuridad.
—¡Vaya! ¡No me diga! ¡Qué sorpresa...! Siéntese, siéntese. Estaba pescando,
¿sabe?
—Ya veo —dijo Satán, acomodándose en la roca—. ¿Pican?
—Así así.
—Ah.
Se quedaron un rato mirando los reflejos del sol cobrizo sobre las aguas.
—Bueno, y ¿qué se le ofrece?
—Verá… es una historia larga. Yo vine aquí para celebrar el Apocalipsis,
¿sabe?
—¿Ya?
—¡Sí! Pero en reinos y ciudades, en calles y plazas, he sido tristemente
ignorado. Cuando gritaba quién era y a qué venía, la gente se rascaba la cabeza,
confusa, y me decían que el Maligno ya había llegado, y que estaba aquí,
pescando. Me miraban como a un turista despistado.
—Vaya.
—Ese ambiente es anticlimático para un Armagedón.
—Ya lo creo —admitió Jeremiah.
—En fin, que según no sé qué profecía, usted era yo, y ya le habían hecho
ofrendas para aplacar su ira.
—¡Oh, sí! Me regalaron esta isla. Y aquel barco de allí, en la cala —Jeremiah
señaló un velero que se balanceaba suavemente en las aguas tranquilas, con las
velas recogidas—. Es un barco muy bonito.
—Lo es —convino Satán, contemplándolo.
—¿De veras venía para destruir a la Humanidad? —preguntó Jeremiah.
—¡Destruir a la Humanidad! ¡Diablos, NO! ¿Qué iba a hacer yo el resto de mi
vida? No se imagina lo que significa ser inmortal.
—Pues no —reconoció Jeremiah.
—Sólo se trataba del periódico espectáculo de luces, para combatir el
estancamiento.
—Pero, ¿habría víctimas?
—Bueno… sí, claro. De otra forma, resultaría un Apocalipsis desangelado,
¿no?
—Me parece cruel.
—¡Claro que es cruel! ¡Soy Satán! —se defendió Satán—. Me hicieron así.
—¿Cómo que «lo hicieron así»? Hasta donde yo sé, usted fue creado ángel
luminoso y luego se torció. No me venga con esas.
—Sí, eso he oído yo también. Una historia muy conveniente.
—Parece abatido.
—Lo sé. Son muchos años a las espaldas. Menos mal que aún me puedo
sorprender… Aquí está usted, pescando en su isla.
—Sí, pero… —Jeremiah dudó un instante—. Tal vez no por mucho tiempo, si
revisan los cálculos.
—¿Qué cálculos?
—Bueno… yo soy el resucitado número seis seis seis, según ellos. Pero, ¿qué
hay de Jesús?
—¿Qué Jesús?
—El de Judea. Resulta que soy el seis seis siete. Podrían buscar al auténtico
seis seis seis y quitarme el barco, la isla y la caña.
Satán rió.
—No te preocupes, Jeremiah, no creo que cuenten con esa resurrección. Te
aseguro que separan con mucho cuidado su fe de sus creencias.
—Oye, de todas formas, y ya que hablamos de ello… ¿Tú lo sabes?
—¿El qué?
—Si ocurrió; si realmente… bueno, si hubo resurrección.
—No lo sé. No recuerdo bien aquella época. He sufrido tantos cambios…
Se quedaron otro rato paseando la vista sobre las aguas doradas.
—Y ¿pescas lo que vas a comer? ¿O te dedicas a esquilmar la bahía?
Jeremiah lo miró, sorprendido.
—¿Ahora me sales tiquismiquis?
—Sólo es una pregunta.
—Lo que voy a comer —zanjó Jeremiah, algo picado.
—No te enfades, hombre.
—Si no me enfado, pero es que vaya cuajo.
Miraron bailar en silencio el hilo de la caña, brillante sobre el mar en calma.
—Y tú, ¿has decidido por fin qué harás?
—Bueno… de momento, si no te molesta, me quedaré un rato más sentado
aquí, viéndote pescar.
—Claro —sonrió Jeremiah.
—Después, ya veremos.
Atardecía.



























• EL CASO CLARKE


I

Cole Jackson era el detective más barato de la ciudad, y aunque tenía un
despacho con todos los complementos, hoy había decidido quedarse en casa a
mimar la resaca.
En ello estaba cuando recibió una llamada de Molly, su secretaria.
—Cole, ¿estás ahí?
—Sí.
—Ven.
—No.
—Ahora.
—Voy.
Diez minutos después, tras comprobar que su coche no se había autoreparado
misteriosamente durante la noche, Cole se subió el cuello de la gabardina, se
caló el sombrero y salió a las calles mojadas. Seguía lloviendo, claro.
Había un taxi Chrysler amarillo detenido junto a la acera, con parrilla frontal
cromada, guardabarros con faros y rueda de repuesto sobre el parachoques
trasero. Cole subió, mostrando al taxista —japonés— un billete bastante
respetable y un plano de la ciudad con una «x» roja sobre su despacho. El taxi
despegó del suelo mientras sus guardabarros encerraban las ruedas en una
cápsula metálica circular, y se elevó en el aire, esquivando una vieja camioneta
Ford de reparto de leche que descendía. En un alarde de oportunidad escénica
acertaron a pasar ante el enorme panel publicitario móvil que cubría toda la
fachada del edificio cercano, justo cuando las láminas verticales que lo formaban
giraban una tras otra, clak-clak-clak-clak-clak, pasando de la imagen de una
geisha mostrando una píldora, a la de la geisha poniéndosela entre los labios.
Tras sobrevolar media ciudad, Cole logró escamotear hábilmente el billete
respetable y ofrecer al taxista otro mucho menos llamativo. El japonés,
agradecido, eyectó a su pasajero del taxi en pleno vuelo; pero, como éste había
previsto, ya se encontraban bastante cerca del asfalto, así que Cole sólo se
rompió un brazo.
Entró, llorando de dolor, en un ambulatorio privado de urgencias —tras una
persiana metálica en el callejón, debajo del neón de Lavandería Autoservicio—,
donde le hicieron un arreglo rápido y antihigiénico. A la hora de pagar Cole salió
corriendo, gabardina al viento, desoyendo los improperios y los disparos, y poco
después llegaba por fin a su despacho.
—¡Sí, es un brazo en cabestrillo! ¡Maldita sea, ¿qué demonios querías,
Molly?!
—¿A qué viene eso de «Maldita sea, qué demonios», Cole?
—¿Vas a enseñarme a estas alturas cómo habla un detective? Tú haz tu trabajo
y déjame a mí el mío.
—Pues empieza cuanto antes. Te han llamado de la Corporación Eternos
Inmortales. Quieren que vayas a hablar con ellos. Urgentísimamente, dijeron.
—¿«Eternos Inmortales» no es una redundancia?
—Es una empresa de criónica. Congelan cerebros, crean clones, matan clones,
recolocan cerebros.
—Sí, y son inmensamente ricos… ¿Por qué yo?
—¿Porque nadie te conoce? ¿Porque eres prescindible si algo sale mal?
¿Porque eres un paria irrelevante?
—¿Porque tengo talento?
—No creo.
—¿Que tenga talento?
—Que sea por eso.
—Gracias.
—Llegas tarde.
—Bien, voy para allá. Me llevo tu coche. Avisa a Jim y dile que se reúna allí
conmigo.
—No te llevas mi coche. Y recuerda que Jim ya no trabaja para ti.
—Vaya, cierto... ¿Tu paraguas?
—Si quieres, te dejo mi periódico.
—Muchas gracias, Molly.


II

Cole llegó empapado al imponente rascacielos de la C.E.I. Anunció a los
guardias del mostrador de recepción que venía a ver al Presidente, y estos lo
redujeron con rapidez. Poco después apareció tras las puertas del ascensor el Jefe
de Seguridad, que abroncó a sus subordinados con efusividad marcial, trufada de
salivazos, y los hombres, compungidos, dejaron a Cole sacar la cara de la
moqueta.
Lo cubrieron con su propia gabardina, llevándolo de nuevo al exterior del
edificio, bajo la lluvia; luego, por una calle lateral; después, por el callejón
trasero. Traspasaron una pequeña puerta de mantenimiento y bajaron por
escaleras metálicas hasta el tercer subterráneo, donde lo empujaron dentro de un
montacargas que pusieron en marcha, y desaparecieron mirando a ambos lados.
—Puede usted pasar, señor Jackson —le dijo una secretaria increíble pero
cierta cuando el montacargas se abrió en el piso setenta y cinco—. Sir Edgar le
está esperando.
Cole siguió a la secretaria por los pasillos mientras trataba de desliarse la
gabardina. Cuando levantó la cabeza ya estaba dentro de un inmenso despacho,
con la puerta cerrada tras él y ni rastro de la chica. Un anciano de piel clara y
vestuario oscuro, con aspecto de presidente pérfido de siniestra
megacorporación, se acercó a Cole alargando la mano.
—Soy Sir Edgar McDewar III. Pero puede usted llamarme simplemente Sir
Edgar, amigo Cole.
—Es un placer, Sir Edgar. Usted puede llamarme señor Jackson.
—Pase, pase, siéntese. Tenemos mucha prisa, Cole. Le ofrecería algo de
beber, si tuviéramos más tiempo y usted pudiera apreciarlo. ¿Fuma?
—Sí, gracias.
—Yo no. Y usted debería dejarlo. ¿Lleva un arma encima?
—Claro, pero creo que podré contenerme.
—Muéstremela.
Cole sacó el revólver de la funda bajo la chaqueta.
—Bien, creo que será suficiente —dijo Sir Edgar tras examinarlo.
—¿Suficiente?
—Le conviene estar preparado, amigo Cole. Va a enfrentarse con un… ser
completamente desequilibrado y enfermo.
—No comprendo a qué se refiere con «un ser».
—Me refiero a un clon. Uno de nuestra propiedad. SS3-90894H33, para ser
precisos.
—Bueno, llamémoslo clon a secas, si le parece.
—Bien, pues Clon se ha rebelado contra su destino.
—Como todo el mundo.
—Como todo el mundo con trastornos emocionales, amigo Cole. A Clon le ha
llegado la hora de ceder su cavidad craneal al cerebro que pagó por su creación,
y él se niega a aceptarlo con disciplina.
—Yo no soy psicólogo.
—Me importa un huevo la psicología, Cole. Si éste ha salido torcido, ya
haremos otro derecho. El problema es que Clon corretea por ahí, fuera de
control, está armado, y ha jurado asesinarme. Debe usted encontrarlo y
detenerlo. Sabemos dónde se esconde.
—Pues avisen a la policía.
—Este es un asunto interno de la Corporación. No queremos injerencias
externas, ni preguntas.
—¿Y su cuerpo de seguridad? ¿Para qué me necesitan a mí?
—Confiamos plenamente en su talento, amigo Cole.
—Ya veo.
—Eh… Cole… supongo que entiende que, si algo fuera mal, nosotros jamás
hemos hablado con usted.
—¿Y si fuera bien?
—¿Digamos, dos mil?
Cole rasgó el aire hacía la puerta del despacho, sujetándose el sombrero, con
la gabardina ondeando detrás.
—¡Habitación 36, pensión Monterrey, junto a los muelles, amigo Cole! —oyó
gritar a Sir Edgar—. ¡Y recuerde que es peligroso!


III

Cole, calado hasta los huesos, preguntó al recepcionista nocturno de la
pensión —gordo, calvo, camiseta sucia de tirantes etc.— por el huésped de la 36.
El hombre se aclaró la garganta, escupió el resultado en la moqueta, y vociferó
por el intercomunicador:
—¡A ver, tú, el clon renegado de la 36, un detective pregunta por ti!
Llegaron disparos por el hueco de la escalera, y Cole se escondió
heroicamente tras un acuario con peces muertos flotando. Clon atravesó el
vestíbulo como una exhalación mientras Cole ponía cara de alga. El
recepcionista se rascaba las trenzas de la axila, adormilado. Cole salió a la calle
persiguiendo a Clon, hasta llegar a una avenida principal llena de gente con
paraguas.
—¡Todo el mundo al suelo! ¡Soy policía! —gritó, y todo el mundo se echó al
suelo.
—¡Es mentira, no es policía! —gritó Clon, y todo el mundo se levantó
diciendo: «Ah, bueno…», para seguir paseando.
Cole disparó a Clon sin dejar de correr. Después de herir a varios transeúntes,
y ante la virulencia de los insultos, decidió dejarlo estar. Por su parte, Clon corría
de forma semiprofesional, así que se perdió en la noche.
Cole volvió a su apartamento para ducharse y dormir, pero le habían cortado el
agua por falta de pago, así que se bebió media botella de algo que encontró bajo
el fregadero, se cambió las vendas del brazo, y salió en busca de su confidente,
siguiendo el procedimiento detectivesco clásico que casi nunca le daba
resultados.
Por el camino se encontró con Jim.
—Buenas noches, señor Cole.
—¡Hola, Jim! ¿Qué haces por la calle tan tarde, y con esta lluvia?
—Bueno, pensé que este podía ser el momento justo para hacer una irrupción
dramáticamente apropiada en mitad de la aventura y ayudarlo en los peligros que
afronte, señor Cole.
—Caramba, es un bonito gesto, Jim; pero, a decir verdad, en este momento no
me haces falta para nada.
—Pues qué anticlímax todo, ¿no?
—Y encima, nos estamos calando.
—Bueno, entonces me voy a dormir. ¡Buenas noches!
—Buenas noches, Jim.
Poco después, Cole llegaba al Hearbeat in the Jazz Hole, el tugurio lleno de
humo donde «Flaggy», su confidente, formaba parte del mobiliario.
—Hola, Flaggy.
—Mmm.
—Necesito información.
—¿Mmm?
—Tengo dinero.
—Mmmm.
—Míralo.
—Ahá.
—Busco a un clon renegado de la C.E.I.
Flaggy frunció el ceño. Caviló un instante. Luego negó con la cabeza.
—Lo lamento, señor Jackson. Nada más lejos de mi intención que entorpecer
el fluido curso de sus sagaces pesquisas, pero debo asegurarle y le aseguro, muy
a pesar mío por otra parte, que no poseo, he poseído, ni tengo expectativas de
poseer en un futuro próximo información alguna relativa al problema concreto
que usted ha tenido la amabilidad de plantearme. Lamento profundamente el
contratiempo que de mi ignorancia pudiera derivarse para el feliz progreso de la
planificada estructura de su investigación, y le ruego, no obstante, que continúe
en el futuro contando con mi más absoluta colaboración para…
Un camarero del bar le rompió una botella en la cabeza mientras Cole lo
sujetaba por los brazos. Flaggy cayó al suelo.
—¡Uf! —resopló el camarero.
—Sí —dijo Cole.
—Por cierto, he oído que buscaba usted a uno de esos malditos clones
renegados. Tenga esto. ¡Acabe con esa plaga! —el camarero desapareció
rápidamente por una puerta de servicio, dejando sólo un papel con una dirección.
Cole lo siguió, pero al atravesar la puerta se encontró con un callejón oscuro,
lluvioso y vacío.


IV

Se detuvo, chorreando agua, frente a la dirección escrita en la nota. La
gabardina le pesaba toneladas. Había una pequeña puerta baja de metal oxidado,
con una mirilla rectangular. Cole llamó.
—¿Contraseña? —gritó una voz desde dentro.
—Eh… La he olvidado.
—¡Pero hombre, camarada! —dijo la voz—. ¿Cómo se te ocurre olvidar la
contraseña?
—Lo lamento, no volverá a ocurrir.
La mirilla se abrió, apareciendo en ella unos ojos azules. La voz suspiró, y
dijo:
—A ver, alma de cántaro, mírame a los ojos y júrame que eres un clon.
—Soy un clon —dijo Cole.
La puerta se abrió.
—Vale, vale, camarada, pasa. Pero que no se vuelva a repetir.
—Gracias.
Cole recorrió un largo pasillo hasta ir a dar a una enorme sala de reuniones,
donde cientos de personas acudían a una especie de mitin político. Un orador
vociferaba desde el estrado:
—¡…suficiente opresión y suficientes asesinatos! ¡Somos humanos, digan lo
que digan las empresas de clonación y las órdenes religiosas!
El público aplaudió y silbó.
—¡Y defenderemos nuestras vidas como humanos! —continuó el orador—.
¡Lo lamentará quien se cruce en nuestro camino! ¡¡Vamos a pelear!!
La multitud estaba enfervorecida. Cole vio a Clon gritando entre los puños
ondeantes.
—¡¡Vamos a hacer que nos odien tanto como nosotros los odiamos a ellos!!
El griterío en la sala se hizo ensordecedor. Cole volvió hacia la salida.
—¿Ya te vas, camarada? —le dijo el portero de los ojos azules.
—Sí… hoy no tengo ánimo revolucionario.
—Vale, hermano. Hasta otra.
—Hasta otra —respondió Cole, y salió a la calle. La puerta se cerró tras él.
El amanecer debía estar cerca, pero seguía lloviendo. Caminó por la acera,
levantando la vista de vez en cuando en busca de un taxista a quien estafar. Se
encontró a Clon.
—¡Clon! —gritó Cole, y desenfundó hábilmente enviando su revólver a varios
metros de distancia.
Clon ni siquiera se inmutó.
—No me llamo «Clon», Cole. Me llamo Clarke. David Clarke. Soy una
persona, como tú.
—Eres un terrorista.
—Nosotros sólo nos defendemos.
—¿Y tú te defiendes matando a Sir Edgar?
—¿Eso te dijo? Bueno, sabía que intentarían eliminarme, pero no que fueran a
contar esas historias sobre mí.
—A mí no me tienes que embaucar, yo sólo hago un trabajo. Entrégate, y en
paz.
—No puedo entregarme, Cole. Para nosotros no hay derechos, ni juicios. Tan
sólo una condena irrevocable, ya lo sabes. ¿Puedes imaginarte lo que significa
que un día vengan unos señores con traje a tu casa, te digan que tu vida es suya,
que tú sólo la tenías en depósito, y que debes devolvérsela de manera inmediata?
—No.
—Claro que no. Ese es el problema.
David y Cole se miraron en silencio.
—Haz lo que debas, Cole. Haz lo que debas.
David Clarke se alejó caminando sin mirar atrás, de vuelta a la reunión.
Cole lo siguió con la vista un instante; después soltó un bufido, recogió su
revólver de la acera encharcada, y emprendió el regreso a su apartamento.
Estaba amaneciendo. Llovía.


V

Cole había solucionado el caso. Sabía dónde encontrar no sólo a David Clarke,
sino también a todos los demás clones renegados que estarían buscando muchas
otras compañías, además de la C.E.I.
Aquello iba a hacerle verdaderamente importante. Todo un golpe de efecto
para su carrera. Y si las palabras de Clarke habían podido tener algún sentido en
mitad de la lluvia, ahora lo estaban perdiendo por completo bajo el bendito
chorro de agua caliente de la ducha.
Al parecer, Jim se había pasado por el apartamento, trucando las llaves de
paso y arreglando el corte de agua aquella misma noche. Incluso había preparado
algo de comer y dejado el correo sobre la mesa, antes de marcharse. Cole pensó
que debería volver a contratar al chico, esta vez pagándole.
Salió de la ducha, se puso un tierno albornoz encima, y se derrumbó de placer
en el sofá. Desde aquella estratégica posición alcanzaba la bandeja de comida.
Bastante aceptable, por cierto. Descansaría un rato, y después iría a ver a Sir
Edgar. Tal vez discutiría sus honorarios al alza. Cogió otro bocado, arrastrando
los sobres del correo, que le cayeron encima. Cole los ojeó, ausente. Eran
facturas del banco, excepto uno de los sobres. De la Compañía Criónica
Supervivientes Continentales.
Lo abrió, intrigado.

Cole llamó a la puerta. La mirilla se abrió, y aparecieron en ella unos ojos
azules.
—Mírame a los ojos, y dime que eres un clon.
—Soy un clon —dijo Cole. Y entró.





























• TURISMO
—¿Ray?
—¿Sí, Pete?
—Esto es muy raro.
—Pues a la cama otra vez, y en paz.
—¿No quieres mirar tú por el periscopio?
—No. Vamos a congelarnos, que me está entrando hambre.
—Oye, es que hay un caos increíble, todo el mundo corre de acá para allá.
—¡Otra sociedad hiperestresada! ¡Cielo santo, qué hastío de evolución!
—Y el clima es horripilante.
—Razón de más para volver a dormir.
—Veo gente flotando ingrávida en el aire… tocando trompetas...
—Bueno, bueno, ya hemos visto muchas veces a la gente por el aire, no es
nada nuevo.
—Estos llevan alas.
—¿Alas?
—Sí.
—Uy. Mal asunto.
—¿Tú crees?
—¿Ves por ahí a cuatro jinetes?
—Ahora que lo dices, sí.
—¿Con pinta espantosa?
—Hombre, espantosa, no sé qué decirte... He visto pintas peores.
—Voy a preparar café.
—¿Cómo? ¿Es que no vamos a volver a la cámara?
—No creo que podamos, Pete.
—¿Que no podemos? ¿Vas a decirme que hasta aquí hemos llegado?
—¡No es culpa mía, Pete!
—¿Cómo que no? Cada vez que nos despertamos, al señorito no le gusta algo:
la primera vez, el aspecto de la ciudad; después, el aspecto de la gente; luego, el
aspecto de los bichos, más tarde, el aspecto del cielo.
—¡Estaba lloviendo!
—¿Y por eso hacía falta congelarse mil años? Mira a dónde hemos ido a parar
al final.
—Tú nunca te opusiste.
—Bueno, en realidad, lo mismo me daba una época que otra; por esperar un
poco más...
—No daba lo mismo, Pete. En el fondo, lo que queríamos era verlas todas.
Nunca habríamos parado.
—Vaya, pues ahora sí que nos han parado.
—Sí... ¿Con azúcar?
—¿El qué?
—El café.
—Ah, sí, gracias.
—Toma. Podríamos sentamos y echar una partida. Tal vez se olviden de
nosotros.
—Sí, claro. Negligencia burocrática, ¿no?
—Algo de eso. Tal vez nuestras almas, que aún no son casi de esta época,
proyecten un aura muy pequeña que escape a sus sensores.
—¿Sensores?
—O a sus perros, yo qué sé. Corta.
—¿Por aquí?
—Sí.
—¿En serio te parece este un buen día para hacer trampas, Ray?
—Tienes razón. Aquí están de nuevo, corta.
—Bien.
—¿Quieres carta?
—Umm... pues...
—No estás atento al juego, Pete.
—Es que están golpeando la puerta.
—Tú hazte el loco.
—Bueno, dame carta.
—¿Hay alguien ahí dentro?
—¡No!
—Te gano la mano, Ray. ¡Mira! Han dejado de llamar.
—Debe ser por la ausencia de malicia. Reparte.
—¿¿HAY ALGUIEN AHÍ DENTRO??
—Este parece un espíritu menos candoroso.
—Dame carta, Pete.
—Toma. Están echando abajo la puerta.
—Esto es irritante. ¡Y qué fastidio de luz cegadora!
—¿Tú crees que hemos sido malos, Ray?
—No sé, nunca lo he pensado.
—¿Y si nos separan?
—Silbaré. Oye, esta mano la he ganado yo.
—No puedo ver las cartas, Ray, lo veo todo blanco.
—Sí, claro, ahora escurre el bulto. ¡Oye, Pete, me están llevando!
—¡A mí también! ¡Te veré en el infierno!
—¿Humor negro ahora?
—¡Sujeta fuerte las cartas!
—¿Las cartas? ¡Me las han quitado!
—Ya empezamos.































• REY HILLMAN
El doctor Hillman ideó un revolucionario sistema de autoalimentación para el
generador de su cámara criónica, pero no lo compartió con el mundo.
Quería ser el último. El último ser humano sobre la faz de la Tierra, el último
y definitivo rey del mundo. Y gritarle al Cosmos y sus leyes naturales algo así
como: «¡Já!», seguido de un corte de mangas.
Efectivamente, diecisiete mil millones de años después no quedaban hombres
sobre el planeta, ni en ninguna otra parte de la Galaxia. Tampoco quedaban en la
Tierra plantas, ni gusanos, ni amebas. Aquella roca antaño bulliciosa se
precipitaba definitivamente contra el Sol.
Al doctor Hillman lo despertó el calor.

































• EVA
—Está todo listo. Lo último que hará este reactor, un minuto antes de
extinguirse para siempre, es despertarla a usted, señora.
—¿Cuándo ocurrirá? —preguntó Eva.
—Dentro de unos cien mil años, calculamos; es lo más lejos que podemos
llevarla.
El hombre de la Corporación dudó un instante.
—¿Realmente quiere hacerlo, señora? Nadie sabe lo que habrá allí. Tal vez
para entonces la humanidad se haya extinguido, o no quede atmósfera, o hayan
vuelto los dinosaurios...
—¿Dinosaurios? —rió Eva.
—Bueno, es un decir. Verá, sé que ha perdido a su familia, y que cree que
nada la ata aquí; pero aún es joven, y pienso...
—Gracias por preocuparse, pero ya he tomado la decisión.
—En ese caso, no queda más que decir. Buena suerte.
—Adiós —dijo Eva sonriendo.
—Adiós —dijo el hombre de la Corporación, y abandonó la sala.

Poco más de cien mil años después, la computadora, en los estertores del
reactor, activó la secuencia, y Eva volvió a la vida.
Se vistió y salió del pequeño búnker subterráneo, y respiró aire puro.
No había rastro de la ciudad. Estaba en una pradera inmensa de hierba alta con
algunos árboles, que se extendía hasta las brumosas montañas, a lo lejos.
El cielo estaba azul, y limpio, y había pájaros pequeños que raseaban la
hierba, y un hombre leyendo el periódico apoyado en una especie de huevo
metálico de varios metros.
—¿Taxi, señora? —ofreció el hombre del periódico, sonriente.
—¿Cómo? —se sorprendió Eva—. Un momento… verá, es que salgo ahora
mismo de...
—Lo sé, lo sé. La estaba esperando.
—¿Me esperaba a mí?
—Desde luego.
—Y ¿dónde está todo el mundo?
—Aquí no queda nadie, señora. Es usted la última.
—La última, ¿de qué?
—La última del planeta. Todos se han ido a otros lugares.
—¿No hay nadie en la Tierra? —Eva estaba un poco decepcionada.
—Salvo usted y yo, no. Sabíamos cuándo despertaría, y me enviaron a
buscarla. Era más fácil que llevarse el búnker.
—Oh.
—En diez o doce días, depende de las tormentas, estaremos en Mundo
Gemelo; desde allí, puede usted viajar a donde quiera. La galaxia es suya.
—Y... ¿no podría quedarme aquí?
—¿Quedarse aquí? ¿Sola?
—Creo que sí.
—¡Vaya! Si usted lo quiere así, no seré yo quien la obligue a venir, pero nunca
creí que...
—Lamento que haya tenido que hacer todo este viaje en balde, de veras...
—No se preocupe, señora. A mí me pagan por esto. ¿Seguro que quiere
quedarse?
—Sí.
—Mire, que me voy.
—¡Váyase! —dijo Eva, riendo.
—Me estoy yendo... —canturreó el hombre, desapareciendo dentro del huevo.
Volvió a asomarse.
—Me quedo —dijo Eva.
—¡Está bien! —suspiró el hombre—. ¡Hasta la vista!
Dio un par de vueltas de despedida con su aparato, y salió disparado hacia el
Sol. Eva se quedó sola.

Abrió una bolsa, sacó su flauta y empezó a tocar, sentada en la hierba.
La flauta despertó al viento, el viento a la montaña y la montaña al Dragón,
que se acercó a escuchar la música, y se enamoró de Eva —esas cosas pasan—.
Eva y el Dragón engendraron hijos y, con el tiempo, llenaron el mundo.
En los primeros años, un grupo de hombres regresó a la Tierra casualmente, y
cuando descubrieron a los hijos de Eva trataron de darles caza, abatirlos y llevar
a casa sus cabezas como trofeos. Pero cuando apareció Eva se sintieron
terriblemente avergonzados, pidieron disculpas, e invitaron a toda la familia a
visitarlos.
Fue así que, de tanto en tanto, una nave de hombres volvía a la Tierra y los
recogía para llevarlos a tomar el té aquí o allá, y siempre eran bien recibidos, y
cualquier familia respetable tenía en su vajilla barreños de cobre para los hijos
de Eva.
El Dragón, en cambio, salía poco, porque con los años se iba volviendo
perezoso.
Eva vivió en la Tierra hasta el final de sus días, y comió manzanas de todos
los árboles que encontró, y nadie le dijo nada.

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