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Las Heras
Antología de 1° año (Unidad I)
EL LOBO CALUMNIADO
“El bosque era mi hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre trataba de
mantenerlo ordenado y limpio. Un día soleado, mientras estaba recogiendo las basuras
dejadas por unos turistas sentí unos pasos. Me escondí detrás de un árbol y vi llegar a una
niña vestida de una forma muy divertida: toda de rojo y su cabeza cubierta, como si no
quisieran que la viesen. Caminaba feliz y comenzó a cortar las flores de nuestro bosque,
sin pedir permiso a nadie, quizás ni se le ocurrió que estas flores no le pertenecían.
Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quién era, de dónde venía, a dónde iba,
a lo que ella me contestó, cantando y bailando, que iba a casa de su abuelita con una
canasta para el almuerzo. Me pareció una persona honesta, pero estaba en mi bosque
cortando flores. De repente, sin ningún remordimiento, mató a un mosquito que volaba
libremente, pues el bosque también era para él. Así que decidí darle una lección y
enseñarle lo serio que es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar a maltratar
a sus habitantes.
Ahora bien, la niña me agradaba y traté de prestarle atención, pero ella hizo otra
observación insultante acerca de mis ojos saltones. Comprenderán que empecé a sentirme
enojado. La niña mostraba una apariencia tierna y agradable, pero comenzaba a caerme
antipática. Sin embargo, pensé que debía poner la otra mejilla y le dije que mis ojos me
ayudaban a verla mejor. Pero su siguiente insulto sí me encolerizó. Siempre he tenido
problemas con mis grandes y feos dientes y esa niña hizo un comentario realmente
grosero.
Reconozco que debí haberme controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole
toda mi dentadura y gritándole que era así de grande para comérmela mejor. Ahora,
piensen Uds: ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa
niña empezó a correr por toda la habitación gritando mientras yo corría detrás suya
tratando de calmarla. Como tenía puesta la ropa de la abuelita y me molestaba para correr
me la quité, pero fue mucho peor. La niña gritó aún más. De repente la puerta se abrió y
apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo miré y comprendí que corría
peligro, así que salté por la ventana y escapé corriendo. Me gustaría decirles que éste es
el final del cuento, pero desgraciadamente no es así. La abuelita jamás contó mi parte de
la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz de que yo era un lobo malo
y peligroso. Todo el mundo comenzó a evitarme y a odiarme.
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Antología de 1° año (Unidad I)
Desconozco que le sucedió a esa niña tan antipática y vestida de forma tan rara, pero
si les puedo decir que yo nunca pude contar mi versión. Ahora ya la conocen…”
Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de
buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué
a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le
decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La
había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos,
tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo,
ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las
medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa
entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de
polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la
cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario.
La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. Me sacudí el polvo del camino y la saludé con respeto
y alegría. Caperucita hizo con su chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló
con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré
profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió
a mi saludo sin dejar de masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién
cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera
como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio.
Titubeando, le dije:
– Quiero regalarte una flor, niña linda.
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Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue
sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me
soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
– Mira mi reguero de lágrimas.
– ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
– No me caí.
– Así parece porque no te veo las heridas.
– Las heridas están en mi corazón –dije.
– Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala y me pareció ver en el polvo una
sangrienta herida. Volvió a alejarse sin despedirse.
Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era
descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
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Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza,
con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo
cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan
pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se
transformaba en ardor en el corazón.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura.
Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró
de verme.
– La receta funciona –dijo–. Voy a venderla, lobo feroz.
Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba
en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada
autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la
hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
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Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la
gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro
recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus
piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada
vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que
la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían,
y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que
parecía pollo.
Blanca y roja es la flor del irupé. Blanca como la pureza, roja como la sangre. Así eran
Morotí y Pitá, los amantes guaraníes. Morotí era la joven más hermosa de que se tuviera
memoria. Todos los jóvenes de la tribu sus- piraban por ella. Pero su corazón pertenecía
a Pitá, el guerrero. Daba gusto verlos pasear por la tarde a la orilla del río. Pitá era el más
fuerte y valiente de los jóvenes guaraníes, pero se sometía a los deseos de Morotí. Ella lo
amaba, pero era coqueta y caprichosa, y se sentía complacida sabiéndose dueña de la
voluntad del guerrero.
En uno de aquellos gozosos paseos por la ribera del Paraná que hacían junto a otros
jóvenes, los vio Ñandé Yará, el Gran Espíritu de las Aguas. Ofendido por la coquetería
de Morotí, decidió castigarla para que diese ejemplo a las otras jovencitas de la tribu, y le
inspiró una idea de la que pronto se arrepentiría...
Morotí se quitó la pulsera que adornaba su brazo y la arrojó a las oscuras aguas. Luego
le pidió a Pitá que la recuperara. Pitá no dudó un instante.
Como guerrero guaraní era un nadador excelente. Zambullirse en las tranqui- las aguas
y recobrar la joya le llevaría unos segundos. No le importaba cumplir con el capricho de
Morotí, cuando era tan sencillo de realizar. Tomándolo como un juego, se lanzó a buscar
el brazalete en el punto donde se había hundido.
Morotí, orgullosa del dominio que tenía sobre su prometido, se lo hizo notar a sus
amigos. Todos reían. Los guerreros, porque la prueba era sen- cilla, sin complicaciones,
y Pitá regresaría en unos instantes con la joya. Las muchachas, porque admiraban la forma
en que Pitá respondía sin pensar a los caprichos de su amada.
evidente que el guerrero no volvería, que había encontrado la muerte en los remolinos del
gran río, buscando en vano el brazalete de su novia.
Morotí no podía creer que la fuerza de Pitá se hubiera agotado luchando en la corriente.
Debía estar retenido por la hechicera del río, I Cuñá Payé. Si era así, Pitá estaba preso en
el fondo, en un palacio construido en oro y piedras preciosas, en una gran sala donde la
bruja lo dominaba con su seducción.
Tan clara era esta imagen en la mente de Morotí, que sin vacilar se arrojó al agua,
dispuesta a rescatarlo.
Si lo conseguía, borraría su culpa. Si caía ella también bajo el embrujo de I Cuñá Payé,
al menos moriría junto a su amado...
Sus acompañantes no reaccionaron a tiempo para impedírselo. Se quedaron mirando,
horrorizados, el lugar donde los amantes se habían hundido. Algunos corrieron al poblado
a dar aviso de la tragedia. El gran hechicero de la tribu practicó un exorcismo sobre las
aguas para vencer las fuerzas misteriosas que operaban allí. Pero pasó la noche, y el
amanecer los encontró en la orilla llorando la muerte de sus amigos. Ya comenzaban a
retirarse con tristeza, cuando vieron algo maravilloso subir a la superficie: una flor que se
abrió ante sus ojos con un suspiro.
Era una flor fragante, de hojas redondas que flotaban sobre el agua, tan grandes que
las aves y algunos mamíferos podían pararse sobre ellas sin hundirse. Los pétalos del
centro eran de un blanco deslumbrante, como la pureza de Morotí, y los envolvían
amorosamente unos pétalos rojos, como el corazón del valiente Pitá. Irupé, aquella flor,
nacida del arrepentimiento y del amor, había sido creada por el dios Tupá como
encarnación del alma de los enamorados.
EL RAPTO DE PERSÉFONE