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I Concurso Literario

“Todos tenemos algo que contar”
Prólogo

Cuando se dice barrio no solemos pensar en sus límites jurisdiccio-


nales o en su bandera para identificarlo. Lo que los hace especiales
son las cosas que viven los vecinos día a día, sus personajes céle-
bres (el zapatero, el panadero, el pibe que se quedó a pesar de todo,
la verdulera de la esquina, tantos otros...); esa cortada de la historia,
incluso el aroma a cierta flor en primavera, cuidadosamente plantada
para alegrar el camino de los enamorados; ese lugar prohibido que
avergüenza, que duele en los más profundo, que se llena de pintadas
que no olvidan.
Esta antología compila testimonios (en forma de cuento o en forma
de poesía) de múltiples barrios, algunos de la Ciudad de Buenos Ai-
res, donde fue editado, e incluso de lugares lejanos como España y
México. De múltiples edades, nos escribieron adolescentes y abuelos
de 85 años. De esto deducimos que el concepto de barrio nos herma-
na, nos hace pensar en cosas que tenemos en común y trasciende
edades y culturas. Aportamos una nueva evidencia que nuestros veci-
nos, esos con los que acostumbrábamos a tomar mate y compartía-
mos un año nuevo siguen estando en el mismo lugar que antes. Qui-
zás retomar esas sanas costumbres depende de cada uno.
Nuestra intención no es juzgar, por eso intentamos publicar tanto
como nos fue posible. Dejamos a los lectores el juicio a cada escrito.
Por nuestra parte, creemos que si alguien lo escribió y le pareció boni-
to, es suficiente mérito para ser considerado.
Este libro propiamente, no tiene derechos de autor, CpT! alienta su
reproducción en cualquier forma. De todas formas, cada escrito es
propiedad de sus escritores y no nuestra.
Por último, agradecemos a todos los participantes e interesados
(que son participantes, pero de otra manera). Invitamos a visitar
nuestra página web (www.csptodos.blogspot.com) y a mandarnos co-
rreos electrónicos a csptodos@gmail.com
Hasta pronto y nos veremos en ese lugar que todos conocemos.
ÍNDICE

Una historia de amor.................................................6


Lo que les quedaba.........................................................6
San Ramón – Albos.....................................................7
La vida del barrio.......................................................7
Panadería..................................................................8
Garage.......................................................................8
Siempre otoño...........................................................9
Almagro.....................................................................11
El diario.....................................................................12
La salvación de todos...............................................13
Parrilla.......................................................................13
El malabarista...........................................................14
Villa Crespo, mi barrio..............................................17
Para mi amado nieto: Javier.....................................18
El viejo Tucu.............................................................18
Vida de porquería.....................................................20
Barrio nuevo.............................................................23
Amistad.....................................................................24
La estafa...................................................................26
La sastrería...............................................................30
La dama de los perros..............................................32
Mi barrio....................................................................35
Lleva por nombre crecer...........................................37
Barrio "La Unión"......................................................39
Marito, el Tubiano ....................................................40
La cortadita...............................................................42
Añoranzas.................................................................45
Solano.......................................................................46
Barrio de San Miguelito............................................48
Los duendes.............................................................50
El Colectivo...............................................................53
Vuelta al barrio..........................................................56
Montes de Oca.........................................................56
Candidato en las Chabolas......................................57
Lo bajo en lo alto......................................................58
El gorrión..................................................................58
El antiguo cañaveral.................................................61
Aquella nena en Villa Luro Norte..............................63
Inmensa ciudad, inmenso destino............................64
UNA HISTORIA DE AMOR
En un lejano pueblito de Italia ocurrió esta historia romántica, co-
mo la de Romeo y Julieta. Él se llamaba Rómulo y ella María, tenían
dieciocho años de edad los dos, se conocieron y se enamoraron.
María era la hija de una familia adinerada, él era hijo del sastre del
pueblo y era muy pobre, a raíz de esta diferencia social, la madre de
María se opuso a esta relación, y a partir de ahí prohibió a su hija
que se viera con Rómulo, y no la dejó salir más.
Pero estos adolescentes decidieron buscar la forma de encontrar-
se. Rómulo una noche se armó una larga escalera, porque María
dormía en una habitación del segundo piso, subió hasta la ventana y
se llevó a María a su casa, donde su mamá la tomó bajo su pro-
tección a María hasta que se casaran.
Contrajeron matrimonio el día de San Juan. Los padres de María
la desheredaron, pero esto no impidió que fueran muy felices.
Esta historia es verídica, eran los padres de Mario Besutti, que la
biblioteca del Club Cervantes lleva su nombre.
Los personajes de esta historia vivieron muchos años con sus hi-
jos en la calle Álvarez Jonte 5375.

Betty

LO QUE LES QUEDABA
Desposeídos de su piso por morosos, el hombre y la mujer habían
tenido que trasladar su residencia a un barrio de chabolas. Sólo les
quedaba la pobreza material y el otro. ¡El otro! Todo.

Germán Miras

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SAN RAMÓN – ALBOS
En la esquina del tablón
donde llueve la alegría,
se encomienda a San Ramón
la embarazada en su día.
Ya su bombo grita el Gol
de los Albos, energía,
penetrante como el Sol
que no pudo donde no podía:
y entre rincón y rincón,
golero desorientado,
mira airado al malón
que al balón, arrastrado,
lleva al centro del campo
festejando la ovación.

Sergio Agunin

LA VIDA DEL BARRIO
En la tienda de ultramarinos de enfrente de su casa, los alimentos
le costaban más caros que en el supermercado; pero a la mujer no le
importaba pagar un cinco o un diez por ciento más por los productos
de primera necesidad. Si cerraban las tiendas pequeñas, el barrio
perdería parte de su encanto. Y hay cosas en la vida que no tienen
precio. Y son las más valiosas.

Germán Miras

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PANADERÍA
La mano que amasa la masa
del pan felipe o la factura
es incapaz de tortura
y al calor del amor abraza.
Llevándote ya a tu casa
las masas finas o secas,
la pasta frola o fugazza,
torta, matzá, bombón o strudel,
pensá que la harina, hecha
con cualquiera de los cereales,
es trabajo de una cosecha,
que se perpetúa por edades;
ojalá Nadie quede excluido
de gozar de sus bondades.

Sergio Agunin

GARAGE
El Olimpo de aquellos dioses griegos
(Panteón idolátrico en desuso),
mudó sus roles palaciegos
en ejercicio de todos los abusos:
Garage Olimpo, garrote vil
que, febrilmente, trituraste
voluntades, con encomio fabril
desmembraste, mataste, aniquilaste,
torturando, de modo ruin
las esperanzas de cambio genuinas

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dejando al futuro sólo ruinas
(desaparecido, memoria de la gente)
paredes mudas del dolor final
recuerdos de un Pasado prepotente.

Sergio Agunin

SIEMPRE OTOÑO
En homenaje a Alfredo Pedro Rapisarda, mi esposo.
2 de mayo de 1980
Hoy hace diez años que te fuiste de mi vida. Me siento tan triste
desde entonces, pareciera que se hubiesen convertido en otoño to-
dos mis días.
Soy joven aún, pero me siento tan vieja y reseca por dentro. Tan
sin vida como las hojas que arrastra el viento por las calles de mi Vi-
lla Luro; mi existencia sin vos, no es la misma.
Hoy me he parado frente al espejo y he visto en mi rostro las
sombras de mis primeras arrugas y algunas canas en mi cabello, y...
¡Qué feo va a ser envejecer sin tu compañía!... Recuerdo los planes,
las promesas que nos hacíamos cuando eramos novios, sentados en
el banco de la plaza, de la plaza pegadita al Hospital Velez Sarsfield
¡Nuestra plaza! Debajo de aquel árbol de jacarandá que con sus flo-
res azules parecía haberle robado al cielo un pedacito de su inmensi-
dad. Nos prometíamos volver una vez por mes a ese sitio -aunque
fuéramos muy viejitos- para revivir nuestros días de noviazgo y mirar-
nos con el mismo amor y la misma emoción que nos mirábamos en-
tonces; pero sobre todas las cosas, envejecer juntos. Tomados de la
mano recorrer nuestro querido barrio con las cabezas plateadas por
el pasar de los años.. Cuando el sexo y la belleza exterior ya no
importaran, ya hubieran cumplido su ciclo y nos quedara lo auténtico,
el amor mutuo.
Nos prometíamos ser siempre jóvenes por dentro, porque nuestro
amor sería siempre el mismo, tan joven, tan fuerte, como el primer

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día.
Luego el casamiento ¡Cuánta alegría! ¡Cuánta felicidad! Luna de
miel. Mar ¡Vos y yo corriendo como chiquilines descalzos por la pla-
ya! Jugando en la arena caliente. Secando nuestros cuerpos al sol
que parecía de fuego aquel lugar.
Un año después, el nacimiento de nuestra hija. Las lágrimas de
felicidad te corrían por las mejillas cuando la tomaste por primera vez
entre tus brazos ¡Era tu hija, nuestra hija! Un ángel de ojos azules,
tan azules como las flores del árbol de nuestra plaza. Era la muñeca
que yo había soñado de niña, cuando jugaba a la mamá. Era una
muñeca nacida de un amor tan hermoso... pero, cuando cumplió su
primer añito y comenzó a decir su primera palabra: “Papá”... Dios te
alejó de mi vida para siempre. Ella seguía diciendo “Papá” y esa pa-
labra llegaba como una puñalada a mi corazón.
Vos ya no estabas con nosotras, te habías ido junto a Dios.
Hace diez años de todo eso, por eso he vuelto al banco de la pla-
za. A nuestra plaza, al banco de nuestras promesas. ¡Qué diferente
parecía todo! El jacarandá ya no tenía sus flores azules, la humedad
de la tarde lo hacía parecer lloroso y solitario. Ya nada era igual, ni yo
soy la misma. Vivo de recuerdo, de aquellos años de felicidad que
me ofreció la vida. Los dos años más hermosos de mi existencia. Lo
tenía todo, ahora “todo” es “nada”. Vivo para adentro pensando en
ese ayer en que me sentí mujer por primera vez en tus brazos, tu
mujer, mi esposo.
Cuantas cosas lindas y simples me brindaba la vida cotidiana,
cuando juntos tomábamos mate en el jardín de casa, embriagados
por el perfume que brotaba de la pérgola de jazmines blancos y pe-
queñitos. Cuando me traías una fresia robada del jardín de tu mamá.
Cuando me abrazabas y me desatabas el delantal jugando a la par
de nuestra hija. Cuando desayunábamos los dos solitos a las cuatro
y media de la mañana, yo te preparaba los panqueques con dulce de
leche que tanto te gustaban, vos ponías la radio portátil muy bajito,
para escuchar canciones románticas... Ese momento era todo
nuestro. Luego partías hacia el trabajo, besándome con la misma pa-
sión del primer día, y quedaba en mi boca ese sabor a tabaco que
permanecía hasta la hora de tu regreso.
Hoy se cumplen diez años que no estás. Sólo yo, el árbol de

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nuestra plaza, el banco solitario, la promesas esfumándose con el
viento del “otoño eterno” que llegó a mi vida desde que te marchaste
de ella. Y un ángel de ojos azules que tiene once años. Sólo pala-
bras. Sólo recuerdo. Sólo el otoño. ¡Siempre otoño!

Clara Lidia Gualda

ALMAGRO
Barrio añejo y olvidado
Almagro canta tu tango de ayer
mientras Gardel acompaña con su china criolla
y al dos por cuatro, vemos el amanecer.
mañanas en el Abasto, como un hormiguero
dame dinero, trabajo y fe
y El Banderín que se alza en Billinghurst y Guardia Vieja
con fútbol, política y un café.
adoquines untados en milongas
cuando el cielo nostálgico empieza a llover
bailan los recuerdos con sus spikas
y Cambalache predice lo que hoy vamos a ver.
Almagro ruidosa y apurada
¿Dónde quedó tu andar tranquilo?
ahora todos somos gacelas que vienen y van
desconfiando del reloj y del destino
Almagro de jinetes ciegos y caprichosos
menes que no ven más allá de su ventanal
que se tapan los oídos y no quieren escuchar.
lo que los demás tienen para cantar.
¡Ay Almagro!, si Troilo te viera
vestida de moda e intranquila
danzando sola por Corrientes

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Mientras la gran ciudad devora tus avenidas.
Dulce barrio que evoca distancias y melodías,
dulce ser, Almagro, existes y te recuerdan
Por una cabeza, por tu canción de ayer.

Alejandro Caminos

EL DIARIO
La tormenta pasó y dejó todo el barrio mojado. El aroma de las flo-
res y pinos era intenso, y las calles parecían agradecer que las
hubiera bañado con su agua fresca.
María miró por el ventanal, y sin poesía dijo “terminó de llover
aprovecharé para cumplir una tarea que no me gusta” y recordando a
su madre, que siempre tenía razón, agregó “cuanto antes co-
miences… antes terminas”
Sin tardar fue hasta el fuentón donde se había acumulado un poco
de agua de lluvia, y eligiendo un trapo limpio se dispuso a limpiar los
vidrios.
Mientras escurría el trapo además recordó “para que no te
queden empañados, debes pasarles papel”, causa por la que una
buena pila de diarios la acompañaba.
El primero quedó bien, el segundo también, el tercero mejor,
pero el cuarto se le empañaba.
“Si lo froto con más diarios, quizás…” Y sacó de la pila una
hoja doble.
Las fotos del diario la atraparon; eran las de la nota que hacía
un tiempo les habían hecho los de la Comisión de Fomento,
porque la casa era muy antigua y aunque guardaba su viejo
esplendor había quedado diferente a las otras, rodeada de árbo-
les y el jardín.
Sonrió, conocía esas caras, el parque, la casa. Todo. ¡Vaya si
los conocía!… vivía allí.

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Hasta la entrada era hermosa y por allí pasó el auto. Eduardo
estacionó, tocó bocina y mirando el gran ventanal sonrió. Esperó un
momento, sabía que a su novia no le gustaba que la encontrara
“desarreglada”, por esa razón le daba tiempo para que se pintara los
labios y alisara el cabello.
Eduardo la quería igual sin pintura, pero para ella ese detalle era
muy importante, entonces la complacía aguardándola unos momen-
tos.
María sonrió. Eduardo y ella. Ella y Eduardo. ¡Cómo se amaban!
Sin dudas eran los novios del año. Sería ¡la Boda del Año! y la luna
de miel en Europa los esperaba.
¡Qué felicidad! Además era joven, sana, bonita... Y lo más
importante, lo tenía a Eduardo. Sí, lo amaba como nunca había ama-
do. ¿El la amaba? Seguro, se lo repetía a cada instante.
Nuevamente la bocina.
Respiró hondo, dobló la hoja del diario y la guardó. Con rabia
estrujó el trapo y frotó el vidrio, aunque esta vez sus ojos fueron
los empañados.
De pronto oyó desde lejos la voz de su madre,
− ¡Hija!, avisale a la señorita Delfina que el señor Eduardo la está
esperando.
María dejó el trapo, y guardó resignada su sueño, en el otro bolsi-
llo del delantal.

Ana María Labaronnie

LA SALVACIÓN DE TODOS
El transeúnte pasó casualmente por delante de un edificio en
el que se había declarado un espectacular incendio. Una mujer,
con un bebé en brazos, desde la ventana del segundo piso, pe-
día auxilio con unos gritos desgarradores. El hombre se había
metido en la boca del lobo por equivocación, pero la cosa ya no
tenía remedio. Estaba donde no debía estar, en una calle del ba-

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rrio marginal de la villa, frente a una casa envuelta en llamas en
la que una mujer con un niño en brazos pedía ayuda. Y sólo esta-
ba él para socorrerla. ¿Qué hacer? Dudó unos segundos, sólo
unos segundos, luego entró a la carrera en el edificio siniestrado.
El destino lo llamaba.
Aunque murió en el intento, sin salvar a la mujer y al niño, el
hombre salvó a todo el mundo. La Humanidad, enferma terminal,
aquel día volvió a la vida. Cuando agonizaba, un héroe anónimo
le administró una medicina milagrosa.
Germán Miras

PARRILLA
A metros del boulevard asfaltado,
coronado con un mástil desnudo,
al cual ni el tiránico tiempo pudo
conseguir enterrarlo en el pasado;
el mágico crepitar del carbón
Exhala partículas fulgurantes
que al igual que en las épocas distantes
maravilló al rústico Cromagnon.
El negro pizarrón escrito en tiza,
descansa sobre un tronco apoyado
invitando al manjar parrillero.
Esquina de barrio que sintetiza
escándalo para el peatón saciado
y paraíso, para el camionero.

Marcelo Nasra

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EL MALABARISTA
Pedro salió de su casa como lo hacía todos los días a las seis y
media de la mañana y se fue a la plaza del barrio, ahí lo esperaban
cinco vueltas de caminata y algunos ejercicios que le había reco-
mendado su médico de cabecera; cuando promediaba la tercera
vuelta vio que un perro sentado en uno de los bancos lo miraba, Pe-
dro le sonrió y él le movió la cola; Pedro siguió con su rutina sin dar-
se cuenta que el perro lo acompañaba, pero un ladrido muy suave y
casi como un quejido le advirtió de su compañía.
Los dos completaron las cinco vueltas y mientras él hacía sus esti-
radas de brazos y piernas, el perro se sentó y lo miró como si quisie-
se aprender esos incomprensibles malabarismos; Pedro empezó a
desandar las tres cuadras que lo llevarían a su casa, mirando de reo-
jo sobre su hombro derecho para ver si el perro lo seguía, pero no
fue así, dio la vuelta, miró hacia la plaza y lo vio sentado en el mismo
banco.
Ese día en el trabajo estuvo todo el tiempo pensando en su ami-
go, a la noche soñó con él y a la mañana siguiente se fue a la plaza
con la esperanza de encontrarlo; el perro estaba en el mismo banco
del día anterior y ni bien lo vio, empezó a mover la cola velozmente y
se puso al lado de Pedro para caminar junto a él. Cuando comenzó
con los acostumbrados ejercicios de elongación, el perro se sentó y
siguió con mucha atención el movimiento de sus brazos y piernas,
Pedro lo acarició y le pidió que lo acompañara a su casa, pero el pe-
rro se subió a su banco y se sentó.
Esa noche no pudo dormir bien, a cada rato se despertaba
buscando esos ojos brillantes, que lo habían despabilado de esa so-
ledad crónica que lo aquejaba desde hacía tanto tiempo; miraba in-
quieto el reloj esperando que las seis y media le dieran el permiso
para ir a la plaza, cada minuto parecía una pesada centuria y a las
seis y veinte, no aguantó más y se fue a la arbolada manzana
buscando el banco de su querido amigo, pero cuando llegó el perro
no estaba.
Pedro se angustió mucho y comenzó a caminar casi corriendo
alrededor de la plaza pero no lo encontró, volvió al banco vacío y se
sentó adoptando la pose del ausente; miró el reloj y vio que ya no te-
nía tiempo de ir a su casa para cambiarse, se subió a un taxi y antes
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de darle la dirección de su trabajo, le pidió al chofer que diese una
vuelta a la plaza muy despacio, porque se había desencontrado con
su amigo de toda la vida... pero fue en vano, él no estaba.
Los pensamientos de Pedro mientras trabajaba, volaban entre la
desesperación de no verlo nunca más, a la alegría de encontrarlo al
otro día; entre esos opuestos viajaban las hipótesis más variadas, co-
mo la de haberse reencontrado con su dueño, un accidente, la perre-
ra o quizás un nuevo amigo que hiciese mejor que él los ejercicios
matinales.
Cuando salió de la oficina se fue directo a la plaza y mientras ca-
minaba dando vueltas, sus ojos no hacían otra cosa que buscarlo;
cada cola que se movía creía verlo caminando a su lado y cada par
de ojos castaños que lo miraban, pensaba que eran los de él.
Pedro se fue muy despacio desandando una vez más las tres cua-
dras que lo separaban de su casa, era el destino que lo abandonaba
en ese momento tan especial de su vida, aunque en realidad su vida
no tenía nada de especial; lo único que lo alejaba de la cotidianeidad
era la salida vespertina de los sábados, cuando dejaba que sus pies
lo llevaran a donde ellos quisieran.
Pedro llegó a la esquina en donde vivía y su ánimo se despertó
bruscamente cuando lo vio sentado en el umbral de la puerta de su
casa, su cola despeinada se agitó velozmente para saludarlo, sus
ojos castaños lo miraron con infinita ternura y su boca entreabierta
esbozaba la más alegre de las sonrisas; se le acercó lentamente te-
miendo que se fuera pero el perro abandonando su postura, comen-
zó a saltar moviendo sus patas imitando a la perfección los ejercicios
malabarísticos que hacía todas las mañanas; Pedro no pudo conte-
ner su alegría y también empezó a agitar sus brazos y piernas de tal
forma, que chocó con el perro y terminó abrazado a él rodando por la
vereda.
Los dos entraron a la casa y Pedro le mostró las habitaciones, el
comedor, la cocina, el baño y el patio, lo miró fijamente y le dijo que a
partir de ese momento, también era su casa y que su nuevo nombre
sería... Malabarista; los ojos castaños lo miraron a Pedro y mientras
su cola despeinada se agitaba velozmente, su boca se entreabría
esbozando... la más alegre de las sonrisas.
Alberto Chara

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VILLA CRESPO, MI BARRIO
En las copas de los árboles, mágicas risas de niños.
El sol sobre la plaza triangular. La plaza de las murgas y el teatro
y el cine. La del canil, la canchita de fútbol, los juegos. Una plaza sin
rejas, gracias a la garra y el cuidado de los vecinos. Enfrente de la
plaza, la escuela. El Guernica en el frente de la escuela. La cultura y
la educación en la calle principal. Y para algunos la educación princi-
pal en la calle.
Calles de vecinas en las puertas. De puertas abiertas a zaguanes
en penumbras. Recuerdos de amores de otros tiempos. Y de perdo-
nes a destiempo. Ventanas al corazón. El aire con aroma a fatay, pi-
laf, gefilte fish, y asado y pastas y paella. La luna y sus suspiros.
Juegos de la infancia en la casa natal de Juan Gelman, que “habla
y deshabla con el hijito que el otoño desprendió”. La luna y sus puña-
les.
En el encuentro de las dos avenidas, la buena suerte con Pugliese
Pugliese Pugliese. El clavel rojo sobre el piano. El ronroneo del subte
debajo de los pies. Las piruetas en la vereda al compás de la Yumba.
La noche con luces en los ojos. Las sombras detrás de las estre-
llas. Miles de animales sangrantes en los cueros y las pieles de Muri-
llo. Y miles de niños sin abrigo.
Juntos, los ángeles y los demonios del cristo de las manos rotas.
Y la soledad de Adán Buenosayres, perdida en los bares de la zona.
En alguna mesa, el ruso, el árabe, el turco y el armenio. Con ellos el
abrazo solidario de sus pueblos enfrentados. En otra mesa Celedonio
Flores “rechiflao en su tristeza”. Y mano a mano “el gato con el míse-
ro ratón”.
Enfrente de la confitería Imperio las ilusiones traicionadas o no, en
el local del partido antiimperio.
Las voces olvidadas del conventillo de la paloma. El grito ahogado
del Maldonado. Desde la cancha, el murmullo de los trapos al viento.
Y el sonido grave del gol.
En el centro de la ciudad, mi barrio. El de las mágicas risas de ni-
ños en las copas de los árboles.

Cristina del Carmen Occhipinti

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PARA MI AMADO NIETO: JAVIER.
–Abuela tengo que decirte algo muy serio; pero no te asustes...
Soy ninja.
Así comenzó ese día la conversación, primero me preocupé,
después me puse seria y te pregunté si era bueno o malo. Tu
respuesta quedó en el pasado, junto con la salita del jardín de Infan-
tes de la Iglesia San Ramón Nonato, los golpes con la bicicleta en el
Pasaje Carlos Carranza y la escuela primaria Gendarmería Nacional.
Ahora me sorprendo con otras emociones, como el día que te le-
vantaste al amanecer para sacar el registro de conducir.
Las cosas son más importantes y las responsabilidades también,
igual tengo tus caricias de nieto, tus visitas y la miel de tu compañía.
Cuando fui a la entrega del Diploma de Secundaria, sentí la magia
de verte crecer.
Siempre le pido a Dios que te dé la inteligencia y la fuerza sufi-
ciente para que no te sorprendan las trampas de la vida, porque en el
rinconcito más oculto de mi corazón, vas a seguir siendo siempre mi
pequeño gran “Javiti” que me contó en secreto de confesión que era
ninja.
Te quiero con toda el alma.
La abuela Lala.
P.D. Cuando pase el tiempo, tal vez se borre mi cara de tu re-
cuerdo por eso te dejo esta Biblia y esta foto.

Ester García.

EL VIEJO TUCU
Entre dos prolijos fresnos, que coronaban la puerta de su casa, se
encontraba el banquito del viejo Tucu. A cualquier hora, hasta
cualquier noche de verano, el viejo se sentaba en su puerta como
guardián y terror de la cuadra. Su vereda era privada, nadie se atre-
vía a caminar por ella, los ojos del viejo te fulminaban creyéndote en
pecado mortal. Todo lo que tocaba su metro cuadrado, le pertenecía,

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pelotas, bolitas, perros, hormigas y culos de señoras.
Registrador de todos los acontecimientos de la cuadra, cuan reloj
fichador, conocía los horarios de cada uno, con quien salía, cuando
volvía, y los zapatos que llevaba ese día.
Cualquiera que quisiese saber sobre el paradero de algún vecino,
si no lo encontraba en su casa, recurrían al registrador viejo Tucu,
quien informaba con precisión inglesa, a pesar de no llevar reloj algu-
no, a que hora se había retirado de su hogar tal señora con su señor
marido, o con alguno de hijuelos, o cuando había pasado el lechero,
cartero, barrendero y colectivo de la línea 117.
El parecía detestar a los niños y adolescentes que compartíamos
su vecindad. Era un odio mutuo. Los pibes, porque pelota que pasa-
ba cerca de él, y ni que decir sobre su vereda (y menos aún si tenían
la terrible desgracia que el pelotazo entre en el pequeño patio de su
casa), pelota que desaparecía y no era devuelta hasta su completo
desinflamento o pinchadura. Inútiles eran los ruegos de los pibes,
inútiles y sordos a los oídos del viejo. La pelota aparecía, con suerte,
dos o tres días después inservible….
Las chicas, por su fama de “viejo verde”. Las adolescentes éra-
mos observadas con lascividad por el viejo Tucu, miradas babosas y
molestas a nuestra inocente virginidad.
Babosas y molestas también para las señoras madres nuestras,
hermanas nuestras, y cuantas mujeres pasaban por ahí.
Un buen día, el viejo enfermó, mucho tiempo estuvo ausente de
su banquito, las pelotas rebotaban alegres por todas las veredas sin
cuidado, las chicas íbamos y veníamos con nuestros patines, juegos
y minifaldas sin temor ni horror a ser miradas. Las señoras no tenían
información al día y detallada de los acontecimientos y horarios del
barrio, hasta los perros caminaban y meaban tranquilos su vereda…
el pasaje se puso solitario y feliz…
Pero como todo lo bueno dura poco, volvió, más flaco y sin ganas
de afeitarse todos los días, pero con una extraña manía, quizás fruto
de su memoria que comenzaba a desfallecer: se paraba en la esqui-
na, con papelito y lápiz, y anotaba. Se conjeturaba toda clase de co-
sas sobre las que escribía allí el viejo Tucu, los horarios que ya no
podía recordar por sí sólo, las patentes de los autos que pasaban, el
retraso de los colectivos, los números de la quiniela que nunca juga-
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ría. Obvio que nadie podía llegar a averiguar exactamente que escri-
bía en el papelito.
Pero corría ya el año 1983.

Maricel Beatriz D'Alessandro

VIDA DE PORQUERÍA
Son las 8 de la mañana. La helada aún cubre los pastos y vere-
das. Pese al frío, Daniel que tiene 10 años, sale a pedir dinero y
buscar comida. Vive en una villa del conurbano, en el barrio de La
Matanza, cerca de toda la mugre, las ratas, las enfermedades.
Vestido con una vieja campera, tres pulóveres agujereados, un
sacón hasta las rodillas, bufanda de lana, medias remendadas y
viejas zapatillas de goma, camina 20 cuadras hasta la estación del
tren, donde toma uno para la capital, colgado del estribo, para no
pagar pasaje.
Durante 10 horas caminará por las calles pidiendo una moneda
para comer y revolviendo tachos de basura en busca de comida que
va juntando en una bolsa para llevar a su casa, así comerán sus
hermanitos y padres. Mamá cuida de los niños. Papá, sin trabajo,
duerme o mira la televisión robada que le compró al Rata, por unos
pesos a pagar en cuotas, y enganchado a la corriente eléctrica que
no paga, por supuesto.
Pasan las horas. El cansancio lo abruma. La bolsa pesa un mon-
tón y él ha comido bastante bien de los residuos encontrados.
Sentado en un dintel piensa. Si acá todos trabajan, porque mi vie-
jo no lo consigue. Tengo ganas de no volver más, pero si no lo hago,
lo van a mandar a Miguelito, que solo tiene 9 años, y me lo van a ma-
tar por unas monedas.
¡Que vida de porquería!, piensa angustiado.
Y sigue la recorrida hasta volver al tren. Allí se ata la bolsa al
hombro y brazo izquierdo para no perderla, se sienta en el estribo de
la puerta del tren y se abraza con el derecho al pasamanos para no
caerse si lo empuja algún apurado.

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Llega a la villa arrastrando los pies cansados, sucio y transpirado.
Al entrar le paga 2 monedas de un peso al Sordo López, cobrador de
la mafia de la villa.
A dos cuadras de su casa lo espera, como siempre, el Pelusa Rin-
cón, golpeado por su padre borracho, que come ansioso lo que Da-
niel le da de su bolsa.
− Tomá Pelusa, guárdame estas dos monedas en la media,
–musita Daniel– hasta después de cenar. Te espero como siempre en
el almacén de Don Chicho.
− Bueno Daniel, allí te veo. Gracias por la comida.
Llega al rancho de chapas y cartón que le hace de casa. Entra y
se para al lado de la mesa. Deja la bolsa de comida y saca de sus
bolsillos pesos y monedas que arroja sobre la mesa. Cuando termina
se sienta a descansar y charlar con sus hermanitos, mientras su pa-
drastro salta de la cama, junta los pesos y sale disparado al boliche a
comprar vino y cigarrillos. Su madre recoge las monedas para
comprar leche a los niños, mientras reparte las sobras de la bolsa,
que devoran con gran apetito por ser la única comida del día.
¡Que vida de porquería! vuelve a pensar Daniel. Con un suspiro
se levanta y sale sin decir palabra. En la esquina del almacén de Don
Chicho están sus amigos. Sentados, con la espalda apoyada en la
pared, charlan y se pasan noticias.
− Viste, –dice el Zurdo Gainza– esta mañana mataron al Chirola de
la villa Espeche. Fue a afanar a un súper coreano con dos
adultos. Mientras él les sacaba los celulares a los clientes, los
otros limpiaron las cajas y salieron disparados, dejándolo solo.
Cuando se dio cuenta salió corriendo y la policía que llegaba le
metió 2 o 3 tiros por la espalda.
− Eso pasa por ser tan tarado –dijo el Mingo–. Los adultos siempre
se salvan ellos y te dejan colgado para que la pagues vos.
Llega el Rulo Barroso, pelo ensortijado, de unos 15 años, adicto y
vendedor de drogas. Todos le dan dos pesos y reciben un paco. Ha-
ce el negocio y se va.
El Piojo saca una pipa y encendedor y comienzan a fumar por tur-
no su paco diario. No hay apuro, total no tienen nada que hacer,
salvo perder el tiempo sin hacer nada.

21
Cuando le llega el turno, Daniel prende su paco y aspira fuerte,
profundo, dos, tres veces para sentir el golpe que abre el cerebro, to-
do lo borra, desaparece el dolor, la angustia, el cansancio. Comparte
una pitada al Pelusa, que le guarda los dos pesos en secreto, para
que no se los saque su padrastro.
Ahora todo es silencio. El cerebro vacío, sin importarle nada de
nada.
Sin recuerdos. Sin penas. Sin dolor. Sin miedos. Vacío, muy vacío.
Como un fantasma aparece el Sucio Ramírez. Se sienta frente a
ellos, los mira con una gran sonrisa boba. La saliva le cae por la
barbilla y emite sonidos guturales que quieren ser palabras. Las
manos le tiemblan y abanican el aire como si cazara mariposas al
vuelo.
− ¿ Y a este que le pasó? –pregunta Daniel.
− A este le pasó –contesta el Pelado Campa– que esta ido, reloco
el pobre.
− También –acota el Piojo– se fumaba como diez pacos por día. Le
quedó el cerebro refrito. Se va a morir cualquier día de estos.
Nadie más habla. Todos piensan que tarado el tipo. Pero tampoco
nadie piensa que en poco tiempo ellos se fumaran dos pacos. Y lue-
go 3 y luego más, y terminaran con el cerebro quemado, como si fue-
ra un simple seso frito. Ni que también se morirán sin pena ni gloria,
y sin que nadie los ayude.
Pobres muchachos, olvidados del mundo. Para todos… será una
vida de porquería, piensa Daniel, mientras aspira el humo del paco,
comprado con dos monedas robadas a la familia.

Edgardo Luis Molinari Tommasi

22
BARRIO NUEVO
El llanto de un bebé, larga letanía
de dolor insondable por falta de pan
llena la noche aciaga del barrio
conventillo universal de razas
que parlan el cocoliche.

Pared descascarada, portal ruinoso


techos de chapa, gotean la pieza
si llueve en el viejo arrabal.
Salame, queso, vino y gritos
de dolor de mujer golpeada.

Nada tan malo como un marido


borracho, con hambre de ser alguien
en esta sociedad despareja.

Pobre pueblo bárbaro, sin educación


que llena canchas de football y
aplaude soeces y rapiñeros políticos
por un choripan de comité.

El viejo barrio ya se fue


Solo queda el esqueleto
y la nueva generación.

El llanto de un bebé llena


la noche, donde se roba
la vida de un jubilado
que abrió la puerta para
ofrecer un vaso de agua
por pura caridad... no más.
Edgardo Luis Molinari Tommasi
23
AMISTAD
Llegar a una gran ciudad a los catorce años, luego de haber vivido
en un campo de provincia, donde araba, sembraba, cosechaba el
maíz, carneaba la oveja, ordeñaba, iba al pueblo veinte kilómetros a
realizar las compras en sulky, montaba caballo propio y usaba cuchi-
llo a la cintura, es un trasplante bastante traumático para un mucha-
cho, aunque sea física y mentalmente adulto por el tipo de vida reali-
zada.
Dejar todo lo querido, los amigos, el caballo, los perros que me
acompañaban a cazar en el monte, los gatos que calentaban los pies
en la cama durante el invierno, fue muy duro. Y para completarla mis
padres compraron un almacén de ramos generales, en el barrio de
La Perla, en Mar del Plata, Pcia. de Buenos Aires. Así que pasé de
peón de campo a vendedor de mostrador y a repartir mercaderías a
domicilio, suplantando el sulky por un triciclo con cajonera.
Como mi madre quería que estudiara, allí fui yo al Colegio Nacio-
nal. Nuevos compañeros, a los que les caí muy en gracia por mi
cantito provinciano. Creo que muchos de ellos nunca habían visto
una vaca viva. Pero me adapté. Y de a poco aparecieron los futuros
amigos. Con los que tienes más afinidad. Como el Edgar, el
estudioso, con lentes de gruesos vidrios por miopía congénita. El
Chicho, grandote y rubio, gran jugador de football. Vicente, que se
fue a la escuela de Mecánica Naval. Y el Cachito, alto, pintón,
especialista en chicas y en la mesa de billar, un vago cantor de
tangos en una orquesta típica. Y otros, que solo fueron amigos, pero
no íntimos, como son los verdaderos amigos. Los que se cuentan
todo. Los que se ayudan, apoyan y ponen oreja. Todos jóvenes con
grandes deseos de vivir y disfrutar de la amistad.
Fueron ellos los que contuvieron mi dolor por el desarraigo. En
especial Cachito, tal vez por ser un bohemio de ley y tener noche, co-
mo decía él. Me ingresó a la noche, al billar, a las chicas, a los salo-
nes de baile y tango. Es decir, me hizo más fácil vivir en ciudad.
Y comenzamos los cinco a recorrer los años. Terminamos el Na-
cional, fuimos a la Universidad. Siempre amigos. Siempre unidos por
esa sensación transparente de amistad. Nos recibimos y volvimos to-
dos a trabajar en nuestra nueva profesión. Los cuatro menos Cachi-
to.
24
Este dejo de estudiar, se fue a trabajar y a seguir cantando
tangos. Y siendo mi amigo del alma. Siempre en el mismo barrio, al
cual volví al terminar mi carrera de Doctor en Medicina.
Siempre juntos. Nos pusimos de novios casi al mismo tiempo. Nos
casamos con un año de diferencia. Nuestros hijos nacieron con un
año de diferencia y son muy buenos amigos en la actualidad. Las
esposas se hicieron muy amigas y con ellas viajamos de vacaciones,
a ver todas las carreras de turismo de carretera, a festejar cumplea-
ños con grandes asados, el casamiento de los hijos, el nacimiento de
los nietos.
A despedir los padres de cada uno cuando partieron al más allá,
haciendo menos doloroso el dolor de la perdida, secando las lágri-
mas, abrazándonos fuerte y dando esa palabra de aliento tan nece-
saria para aceptar lo ocurrido. Amistad pura. De hermanos en la vida.
Ahora Cachito es el Cacho. Y yo soy el Tito. Y hace unos días, en
una tarde tranquila, sin viento ni ruidos, cuando el sol se acostaba
despacito, y lento se moría el día en fulgor de colores, Cacho y yo,
sentados en viejas reposeras, en la galería de la vieja casona,
después de una larga mateada, mirábamos sin ver el jardín florido,
donde una anciana y enorme magnolia perfumaba el patio.
Un largo silencio. Un largo tiempo sin palabras nos acompaña. De
esos tiempos donde no hace falta hablar para tener en comunión las
almas.
Donde la amistad se hace fuerte, por el solo hecho de sentarse
juntos a pensar y sentir pasar el tiempo, sin emitir palabras ni soni-
dos. Meditando para adentro cada uno, sintiendo los dos el momento
vital de solo vivir.
Que plenitud de placer intrínseco nos llena la vida, estando juntos,
sin hablar, mientras transcurre el tiempo, que envidia nuestra
amistad.
Sintiendo que sesenta años de amistad es mucho tiempo.
Pero vaya que ha sido…un viaje hermoso.

Edgardo Luis Molinari Tommasi

25
LA ESTAFA.
− ¡Llegamos! – exclamó con su extraña alegría después de que
atravesáramos los arbustos y termináramos en un vecindario
algo extraño.
− ¿En dónde estamos? – le pregunté confundido.
Pero no me contestó. Se fue riendo a donde estaba el gran grupo
de gente, dejándome solo en un lugar que para mí era totalmente
exótico. Empecé a observar detenidamente a las personas. Eran to-
dos jóvenes como yo, pero a diferencia de mí, sus labios se inclina-
ban en una gran sonrisa mostrando sus relucientes dientes. Sus mi-
radas parecían infectadas por esa felicidad extrema, al igual que sus
cuerpos moviéndose al compás de la música.
Su vestimenta era llamativa; ajustada y con colores fosforescentes
o metalizados. Sus peinados también los acompañaban, hasta algu-
nos parecían romper las leyes de gravedad y la mayoría tenían
también colores insólitos.
Pero en ese ambiente no desentonaban. La luna brillaba en la
oscuridad de la noche, al igual que ellos, las calles estaban plagadas
con carteles extravagantes con frases alentadoras y los faroles a los
costados iluminaban con más colores. Misteriosamente, no pasaban
autos por estas calles y en las veredas, los bares atraían a las perso-
nas.
Aunque este ambiente parecía muy extraño, al fusionarse con las
personas de las mismas cualidades formaban una armonía difícil de
romper.
Pero allí me encontraba yo, confundido e impresionado a la
misma vez; ¡Qué cantidad de jóvenes bailaban! Siguiendo todos el
ritmo de la música, se movían de manera despareja, cada un en su
propio mundo, agitando las manos por el aire y por qué no también
saltando. Los movimientos suaves de las curvas de las mujeres me
invitaban a acercarme a ellas, pero en ese momento me encontraba
demasiado desorientado y también algo molesto como para poder
aceptar esa tentadora invitación.
Dentro de mí empezó a crecer un odio hacia ellos. Entre esa mú-
sica chillona y material y su alegría infantilmente tonta e inexplicable
me resultaba imposible soportar ese lugar.

26
¿Cómo podían estar tan alegres en una vida tan miserable como
la que presenciamos y vivimos en la actualidad? Seguro que eran de
esos consentidos que todavía no habían enfrentado la vida real. Pero
a todos nos llega el momento de sufrir, de estar solos en el mundo
sin nadie al lado ayudándonos. Quise escupirles mis pensamientos
en sus caras, apagar esa música y terminar su maldito baile extraño.
Pero, ¿qué estaba diciendo?
Parecía un viejo deprimido que disfrutaba ver la desgracia de
otros. Probablemente había empezado a crecer antes de lo que de-
bía. No era odio lo que sentía, sino envidia. Engañosa envidia de que
pudieran disfrutar de la vida y no como yo que ya estaba cansado de
ella.
Estos pensamientos me deprimieron más de lo que ya estaba. De-
cidí ir a buscar a mi mejor amigo, ese que me acompañaba siempre y
me hacía olvidar los malos momentos. Me acerqué a unos de los ba-
res y pedí cualquier bebida alcohólica que hubiera. Como era de
esperar me entregaron un líquido extraño, pero, ay, ¡alcohol!, ¡Cuán-
ta satisfacción nos da!
Un trago basta para poder consolarnos.
Mientras saboreaba esa extraña bebida, me detuve en un nuevo
descubrimiento. La piel de sus rostros estaba interrumpida por un ra-
ya que empezaba en sus orejas y, en las mujeres terminaba en las
comisuras de sus labios mientras que en los hombres acababa en el
párpado inferior. Tenía la forma de un rasguño, pero parecía estar in-
corporado a su piel, como un tatuaje, pero sin embargo se podía no-
tar que no lo era, y además eran de diferentes colores, como si las
personas estuvieran clasificadas.
− ¿Cómo la estás pasando?– reconocí a la joven que me había
arrastrado hasta allí.
− ¿Dónde estabas?– le pregunté ignorando su pregunta, probable-
mente perturbado.
− Tranquilizate, todo está bien acá. Simplemente dejá que tu
cuerpo conquiste tu mente.
Luego de ampliar su sonrisa, se perdió entre la gente dejándome
solo otra vez. Pude distinguir que también tenía las dos líneas, al
igual que todos los demás, pero atrás de su cuello; partían desde el

27
centro y se estiraban hacia cada uno de los costados.
No le presté mucha atención a este detalle y seguí embriagándo-
me. Entre copas se fueron desintegrando mis pensamientos para que
mi mente fuera invadida por ese ambiente. De repente todo me pare-
cía normal. Mis pies empezaron a marcar el ritmo de la música, para
que después mis piernas se contagiaran y para que termine con mis
brazos balanceándose por el aire. Mi cuerpo ya no me pertenecía. El
pasado se había destruido, las consecuencias y el futuro ya no
importunaban y el presente simplemente me decía que bailar era el
remedio y no la enfermedad. Me uní a los jóvenes alegres que me
aceptaron como si fuera uno de ellos, probablemente lo era. De pron-
to apareció otra vez la mujer que me había llevado allí –me gustaría
poder acordarme de su nombre– y no dijo nada.
Directamente se acercó a mí y posó su dedo en mi rostro. Supuse
que me estaba insertando esa raya que los demás tenían. Las perso-
nas alrededor mío empezaron a aplaudirme como bienvenida. Toda-
vía no sabía de qué color era la raya ni a qué era bienvenido, pero en
ese momento no me preocupé por eso y simplemente seguí bai-
lando. Total, la vida era larga.
Todos éramos amigos aunque no nos conociéramos y estábamos
felices y con más energía de la que creía que tenía. La vida era
hermosa y no existían las penas en ella. El amor era lo único que
importaba y el odio era una palabra que no estaba en el vocabulario
dentro de mi cabeza, al igual que enojo, la miseria, la tristeza, la sole-
dad y el dolor.
Mi mente parecía estar vacía. Es el día de hoy que todavía no en-
cuentro recuerdos específicos que me digan lo que pasó. Sólo sé
que más alcohol pasó por mi garganta y que las ondas de las muje-
res consiguieron finalmente conquistarme. Yo simplemente flotaba en
el ambiente y ya había abandonado mi cuerpo hacía mucho tiempo,
que ahora era independiente y yo ya no lo podía controlar. Pero yo
estaba teniendo un momento de despreocupación y no me percaté
de lo que me estaba ocurriendo, simplemente seguí disfrutando de la
vida, que para eso estaba. El tiempo estaba lleno de fascinación y
sensaciones placenteras. Mirar a esos rostros tan emocionados era
contagioso. Ver cómo los jóvenes aprendían a apreciar la vida, y aho-
ra yo era uno de ellos. Sí, vivir es algo maravilloso.

28
Entre canciones, colores y sonrisas bailaba yo. Mis pies se
movían con la melodía, pero un tropiezo puede arruinar el paraíso
entero en un instante. De repente mis pensamientos racionales
volvieron, por suerte, y me di cuenta de lo que estaba ocurriendo.
¿Dónde había estado tanto tiempo? Parecía como si me hubiera
despertado de un desmayo. Fue como si la música hubiera sido
silencio y los colores incoloros. ¿Por qué estaba yo entre esa gente
extraña, extremadamente radiante que tanto me molestaba? Me
sentí asfixiado por un momento. Miré alrededor mío y me encontré en
el medio de una ronda que giraba en torno a mí.
Pero antes de que tuviera tiempo para reaccionar, por tercera vez
volví a ver a la muchacha misteriosa que me dejaba siempre solo.
Rápidamente me separó del grupo de personas y me llevó cami-
nando velozmente hacia un costado donde no había nadie.
Adiviné que estaba enojada, pero sin embargo seguía sonriendo
como si no hubiera le hubiera ocurrido nada.
− Tenés que irte – me dijo – casi arruinás toda la armonía del lugar.
¿No ves lo felices que están todos? No te traje acá para que
andes deprimido.
− Pero no sé ni que es este lugar – llegué a interrumpir.
− ¿Todavía no lo adivinaste? Pensé que era que eras más inteli-
gente.
Siguió hablando, tensa y nerviosa, pero siempre con esa sonrisa
reluciente.
Evidentemente no controlaba sus palabras. Todavía me costaba
entender qué había hecho tan desastroso, como si hubiera ocasiona-
do un terremoto para que esta mujer, que parecía tan pacífica
cuando la conocí, se hubiera vuelto en unos pocos minutos algo
agresiva e irritada.
− Realmente creía que me ibas a servir en un futuro, pero veo que
me equivoqué.
Supongo que voy a usar a esa chica que llegó la semana pasada.
Sí, seguramente voy a necesitarla. Necesito a alguien que me ayude,
ya no puedo seguir haciendo esto yo sola.
Justo en ese momento, el suelo empezó a temblar, los edificios se
empezaron a derrumbar, y al lado mío, el rostro de la hermosa mujer

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extraña se desfiguró, luego todo su cuerpo empezó a temblar para fi-
nalmente hacer una pequeña explosión y terminar hecha líquida, co-
mo un simple charco de agua en el suelo. Miré a mí alrededor. Ella
no era la única afectada. Me miré a mí mismo. Ellos no eran los úni-
cos afectados.

Juana Giaimo

LA SASTRERÍA
Era jueves por la tarde, cuando José M. salió de la pensión en
búsqueda de una sastrería, porque debía conseguir un traje negro,
pues había sido citado desde el juzgado.
Caminó largo rato por un barrio completamente desconocido, ob-
servando casi con profundidad las casas bajas de construcción ro-
busta, acompañadas por enormes y viejos árboles, de los que caían
varias hojas ruidosas sobre un frío y deteriorado cemento.
Cuando decidió entrar en un mesón, ubicado justo en una esqui-
na, que parecía un lugar histórico, pidió un refresco y en el momento
en que el mozo le atendió, se le ocurrió preguntarle donde podía en-
contrar una sastrería.
El mozo le indicó que a pocas cuadras encontraría la mejor
sastrería del barrio.
Decidió dar por terminado el descanso, le pagó al mozo y justo
cuando traspasaba la puerta del mesón, uno de los empleados le di-
ce en voz alta:
− ¡Adiós señor! ¡y suerte mañana en el juzgado!
Tras lo cual José M. agradeció y cerró la puerta con lentitud diri-
giéndose hacia la sastrería, la mejor del barrio, pero sin dejar de pre-
guntarse como es que sabían lo del juzgado.
Sintió ganas de fumar. A pocos metros de su objetivo dio con un
kiosco que tenía un toldo de aluminio pintado de rojo, aunque
desgastado quizás por el tiempo y probablemente por la lluvia y el
sol.
Sació su vicio, apagó el cigarrillo con el pie izquierdo, pisándolo
30
con ganas, giró su cabeza para contemplar ese barrio, donde tan a
gusto se sentía, pues ese lugar lo había transportado por un instante
a su lejana infancia. Entró al sitio que estaba buscando desde que
salió de la pensión.
− Buenas tardes –dijo amablemente.
− Buenas tardes señor –dijo el sastre, un hombre mayor, bien vesti-
do y de una autoritaria voz.
− Aquí tengo lo que usted necesita –agregó el sastre enseñándole
varios trajes colgados en sus respectivas perchas.
− ¿Puedo mirar otros? –preguntó antes de elegir.
− ¡Desde luego!, señor.
Había detenido su mirada en uno que estaba arrumbado a un
costado, colgado de una percha rota.
Puede pasar al probador y…
– No se moleste –interrumpió José M. al sastre de quien notaba un
dejo de hostilidad – ya he comprendido lo que debo hacer.
Pasados unos minutos José M. sale del probador para que el
sastre realice ciertos arreglos
− Bueno por lo visto me dará usted un gran trabajo – mientras cla-
vaba alfileres en la tela del traje para ajustarlo.
− Discúlpeme, señor –dijo José M.
− En fin ¡párese derecho!, es decir, ¡firme! Con los brazos pegados
a los costados ¡La gente de baja estatura no debería llevar trajes!
Tendré que modificar este traje casi por completo –murmuraba el
sastre
− Perdón. Quizás debí elegir otro –aclaró José M.
− ¡No! Este está bien. Es muy elegante. ¡Me encanta! Lo felicito por
el buen gusto, ha usted elegido un maravilloso traje. Trabajaré to-
da la noche para que pueda disponer de él mañana mismo. ¡Con
toda seguridad va a impresionar a todos en el juzgado!
− ¿Cómo lo sabe? –preguntó José M.
− ¿Se refiere al juicio? –dijo el sastre haciéndose el distraído.
− ¡Sí! Desde luego.
− Señor, todos aquí sabemos que usted mañana deberá aperso-

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narse al juzgado y declarar ante el juez.
− Por su comentario deduzco entonces que me estaban espe-
rando. ¿No es así?
− Sí. Así es señor. Y ha llegado usted puntualmente al barrio.
− Además, y contrariamente a lo dicho hace un instante, entiendo
que de ninguna manera fui yo quien eligió este traje negro, el
cual, estaba en la última fila del perchero, como si cumpliese una
particular penitencia –dijo José M.
− ¡Buena observación! Y, dígame, entonces ¿cómo es que lo
eligió?
− Pues no fui yo. Fue él quien me eligió.

Gustavo Milione

LA DAMA DE LOS PERROS.
Del barrio Agustín Ferrari-Merlo
Cuando el sol rompe
el ajuar de la noche,
la dama de los perros despierta
junto al primer zorzal.

Busca sus espejuelos


en la penumbra,
y oye a sus perros reclamar.
Sonríe al reconocerlos
sabe por sus ladridos
cuál es cual...

Los alimenta primero


para no hacerlos desear,
sus perros son de la calle

32
están cansados de esperar.

Son más de una veintena


recogidos aquí y allá,
están los que no tienen alma
y los dejan recién nacidos
en su portal.

Custodiada por cinco guardias


recorre demasiadas cuadras
para comprar el pan,
sus sabuesos la protegen
como a la primera dama,
se juegan la vida por ella
sin meditar.

La dama de los perros recorre


el barrio Agustín Ferrari sin cesar,
en ocasiones me pregunto
si sabe a donde va,
tal vez detrás de sus ojos gastados
se esconde un profundo secreto
que ya no puede ocultar.

Más de seis décadas


la separan de su Jujuy natal,
soñar, viajar y amar
no la dejan regresar.

Hoy conocí su atelier


todo lo que toca se alivia,
con sus toscas manos
y agotadas pupilas.

33
En su taller
amasa el barro de los profetas,
y recubre con pócimas mágicas
el lienzo de la vida.

Toda existencia protege


como si fuera un Lama,
cada rincón es una cuna
donde reposan quebrantadas almas.

Felinos abandonados
dormitan en sus cajones,
amputados, tuertos y moribundos
forman su corte de noche.
Soledad de amor y pareja
la dama de los perros siente,
soledad compartida
con vidas desamparadas y dolientes.

Karma que arrastra de vidas pasadas


o hace el bien para cruzar el badén,
no he descifrado su suerte...
tal vez este pagando por adelantado
al botero de la muerte.

La dama de los perros de Ferrari


es una bofetada a la codicia,
es locura y cordura,
es la conciencia en absoluta libertad.

Miguel Ángel Figueiras Gimenez

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MI BARRIO
Juventud de barrio, juventud querida,
nos impuso los años, nos venció la vida.
Sábados de juego, domingos de cine
y día tras día la vida prosigue.

Recuerdas amiga, aquella niñez…,


nuestro sol de verano, amigo fue.
El de hoy… ya no es aquel barrio;
el de hoy… solo es un glosario.

Los años pasaron hoy solo hay recuerdos


las veredas de tierra, los saltos y juegos.
La extraña cuneta, aquel viejo puentecito
que parecía reír y de fuerte hacerse jovencito.

Cómo llamarle a nuestro barrio querido


Si lo llamo ternura se convertirá en nido,
Si lo llamo “9 de Julio” escuchará un arrullo
y cómo no sentirlo, si su nombre es orgullo.

Calles de tierra, sol y agua, nada más.


Te acuerdas amiga de aquel carnaval…
Y éste era un barrio con aires de ciudad.
No faltaba nada, nuestra calle era la humanidad.

Porque cuando uno es niño no ve más allá.


Porque este barrio se encargó de ser identidad.
El que no sienta este barrio en las venas
considérese desterrado de esta arena.

Porque nuestro corazón está hecho de barro,


porque nunca atamos las ilusiones al carro.
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Como el humilde obrero en su nido de obrero,
así se urdieron los sueños, como poemas de Homero.

Barrio “9 de Julio”, calle de mi niñez.


De nuestra niñez, de nuestra amistad… así fue.
¿Te acuerdas calle, cuando el agua cubría tu sed?
¿Recuerdas barrio, la gente que te hizo, la que pulió tu red?

Se inundaban tus veredas, tus casas… y te amaban.


Porque fue tu corazón, tu corazón de barrio amigo,
el que educó esta miel, el que dio este abrigo.

¿Y te acuerdas calle, de nuestra barra de entonces?


Esos niños, que marcamos tu suelo de bronce.

De Patri, mi mejor amiga; te acuerdas de Néstor,


de Franco y su aparejo, la cuneta vieja y el city pool.

Hoy la arena de la calle es solo empedrado,


simple camino real de historias colmado.
La cuneta: salto mortal de nuestras piruetas,
ya no está, ni su agua sucia ni su silueta.

¿Te acuerdas, barrio, de tu cuarto de hospital?


Alto y erguido como una bandera… ya no está.
Y aquéllos caballos que aromaban sus calles,
que no te extrañe el que no los halles.

Y como dice el tango…”perdoná si al evocarte


se me pianta un lagrimón”…, porque de amarte
se me ha hecho tango… el alma.
y ser sangre en nuestra sangre es tu karma.

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En Bolívar, mi ciudad y tu ciudad, eres semilla;
en el corazón de tus hijos “9 de Julio”, nadie te humilla.
Porque eres del pueblo, solamente un barrio más,
y en nuestra arteria…, toda una ciudad.

Miriam Elisabet Genovese

LLEVA POR NOMBRE CRECER.
Desde que se supo en la barra que la familia del Carlos volvía a
mudarse al barrio, no se hablaba de otra cosa. Es que el Carlos
había dejado huella. Tres años más grande que todos, de carácter
fuerte y decisiones rápidas, era el líder indiscutido ese ese grupo de
chicos que deambulaban desde la hora de a siesta hasta que caía el
sol por las calles, veredas y la plaza del lugar.
Cuando se fue, a causa de un trabajo que el padre había conse-
guido en una localidad vecina, dejó un hueco que ninguno de ellos
pudo llenar. Las travesuras no tenían el mismo color, las amenazas a
los chicos del barrio vecino carecían de credibilidad y hasta los parti-
dos de fútbol en la placita parecían sosos.
La barra sin embargo no se separó, pero de todos modos, las ho-
ras juntos eran cada vez menos.
Algunos preferían antes de aburrirse, quedarse en sus hogares a
mirar televisión o jugar con la computadora.
Pero todo cambiaría ahora con el regreso del Carlos. El entu-
siasmo de los amigos de la infancia era tal que desde hacía una se-
mana que venían juntándose después de almorzar y no se iban a sus
casas, hasta que algún padre no se asomaba a llamarlos para la ce-
na.
Hacían planes, aventuraban nuevas travesuras y hasta hacían
conjeturas de cuán cambiado estaría el Carlos. Algunos decían que
tendría el pelo más largo, otros que ya andaría por el metro sesenta,
y no faltaba el que pronosticaba que estaría más gordo. Pero nadie
dudaba que todo volvería a ser como antes.

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Aquel sábado cuando vieron pasar por la calle que entraba al ba-
rrio al camión de la mudanza cargado de muebles, los chicos salieron
al trote en dirección de la casa donde siempre vivió el Carlos y que
desde la partida de la familia, ocupaban sus abuelos.
Dejaron sus bicicletas sobre el cordón de la vereda y se sentaron
a esperar la llegada del amigo.
No tardaron mucho en ver doblar hacia la casa, desde la calle
principal, la vieja furgoneta que le recordaban al padre de Carlos. Y
allí, en el asiento delantero, del lado del acompañante, estaba el Car-
los. ¡Si hasta parecía el mismo que se había ido! Ni un ápice distinto.
El mismo corte de pelo, la misma sonrisa, la confianza en la postura.
Era él y los chicos ya estaban de pie.
La furgoneta se detuvo y los amigos se acercaron a la puerta,
sonriendo al chico del otro lado de la ventanilla, que les devolvía la
sonrisa y los saludaba con la mano. Y llegó el momento. La puerta se
abrió y Carlos, un Carlos más alto de lo que recordaban, pero para
nada gordo, se apeó con la gracia de un ganador. Y de inmediato le
llovieron los abrazos.
– Gracias chicos, gracias – les decía a cada uno, devolviendo ge-
nerosamente cada abrazo.
– Dale Carlos, apurate en bajar tus cosas y vamos para la plaza –
le dijo el Willy, siempre impaciente.
Carlos sonrió. Esa sonrisa canchera que todos le recordaban, con
la que sobraba a los chicos del barrio vecino sin que se le moviera un
pelo. Los dientes blancos en fila, brillando con cierta picardía, la co-
misura estirada y los ojos acompañando con una mirada cómplice. El
Carlos estaba de nuevo en el barrio, no existía duda alguna.
Y el Carlos dijo:
– Vamos che, ya tengo 15 años. Vayan ustedes que todavía son
chicos. Yo ya tengo otras cosas en la cabeza. Pero les agradezco
que se hayan acordado de mí. Vayan, vayan, que acá tengo que ayu-
dar a mis viejos.
Los ojos tristes y sin comprender de los niños de la barra se fue-
ron alejando, mirando aún para atrás, esperando que el Carlos salie-
ra corriendo detrás de ellos y les dijera que todo era una broma, que
el iría con ellos. Pero el Carlos se había puesto a bajar valijas de la

38
parte trasera de la furgoneta y ni siquiera les dirigía la mirada.
La barrita se retiró en silencio y a medida que iban pasando por la
casa de alguno, este se iba metiendo dentro, desmembrándose el
grupo. De pronto, la barra ya no existía. Como la niñez y todo aquello
que perdemos en el camino sin entender por qué.

Ernesto Antonio Parrilla

BARRIO “LA UNIÓN”
Fue en una madrugada, cama humilde
con barrotes de bronce bien lustrados,
que se escuchó su queja y mi gemido,
en el tranquilo albor de aquel, mi barrio.
No sé porqué recuerdo mis principios
con tanta nitidez, como un retrato.
Aquella casa antigua con zaguán,
después un corredor largo y techado;
las plantas en maceta de mi abuela:
malvones, calagualas y geranios;
helechos y cretonas y miossotis
y el sol que bendecía nuestro patio.
La ventana de enormes celosías
con su balcón mirando el empedrado
de una calle tranquila, de las de antes,
de vecinos amigos, solidarios.
La vereda de grandes baldosones
era el lugar de juego de los párvulos.
Allí se compartía alegremente,
con generosa lealtad de barrio,
los sueños simples de los chiquilines;

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juguetes pobres y juguetes caros.
Las rondas y la mancha y la rayuela;
la muñeca cachetes colorados;
las tardes de payana y escondidas…
Las molestas semillas de los plátanos.
El barquillero sorteando ilusiones;
el organito de Giuseppe, el Tano;
el almacén de yapas generosas
y aquel afilador con su silbato.
Es por eso que hoy quiero recordarte
mi barrio de la Unión, mi viejo barrio.
Los corsos en la calle 8 de octubre,
los cabezudos grandes y malvados.
La Plaza de Deportes y aquel parque
donde gastaba el ímpetu guardado.
Fue en ese entorno que viví mi infancia,
montevideano barrio, gozo y llanto.
La vida me llevó hacia otros lares,
recorriendo ciudades, varios pagos,
pero siempre regreso a mis orígenes:
viejo barrio “La Unión”, querido barrio.
Delia Esther Fernández Cabo de Hernández.

MARITO,”EL TUBIANO”
Desde que éramos chicos, -allá en el montevideano Barrio de Co-
lón- Marito Carzoglio se destacaba por su intrincada y loca manera
de ver las cosas y consecuentemente, de actuar en la emergencia.
Nunca pude comprender el porqué de su permanente y maniático
andar con los cordones de los championes de tela desatados. Salía

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corriendo de la casa; al almacén de la esquina, a la farmacia de la
otra cuadra; o para ir a la escuela y siempre con los cordones al aire,
chicoteando para todos lados.
Y eso que intelectualmente no era ningún negado. Él sabía
perfectamente que en algún momento se iba a tropezar y segura-
mente el consiguiente porrazo agregaría un nuevo moretón a su bico-
lor pellejo.
De ahí que en el barrio le pusieran el apodo de “El Tubiano”.
También llegó a elaborar una técnica para minimizar daños que
perfeccionaba día a día. Aprendió a caer apoyándose en las palmas
de las manos como si fueran un resorte y a rodar sobre la espalda,
pero siempre se lastimaba las rodillas.
Cuando íbamos a la canchita del Colegio Pío o a la del Boca Lezi-
ca, a natación en la pileta del Olimpia o los domingos a la Playa Bu-
ceo, le notábamos las piernas a la miseria. Para peor nunca sus lasti-
maduras llegaron a cicatrizar completamente y de buena forma,
porque la caída cotidiana le reabría las heridas aún en más profundi-
dad y sangraba profusamente.
Llegamos a pensar que la manía se le iba a pasar de grande,
cuando alcanzara la mayoría de edad. No fue así, nos equivocamos.
Cuando cumplió 31, todavía usaba las “Converse” negras con tiritas
blancas, completamente desatadas. A los 50, también los “Nike” para
caminar, de lengüeta larga, resortes y burbujas de aire iban desata-
dos y eso que ahora se caía cada tres o cuatro días, porque entre
caída y caída permanecía acostado en recuperación por serios pro-
blemas de cadera y ambas rótulas.
Después no supe nada más de Marito.
Hasta hoy, que me enteré que se había casado, formado una inte-
resante familia y que recientemente se había mudado a Santa Lucía,
justo al barrio de la Estación de Ferrocarril, a una cuadra del parque
y del río, buscando paz y tranquilidad y fundamentalmente descanso
físico y mental.
También supe que justo el día de la reciente creciente, -esa que
fue la más rápida de los últimos 150 años- andaba caminando con
sus muletas por la orilla del Santa Lucía.
Lo pasaron en los informativos de radio y TV y fue primera plana

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en los diarios montevideanos: ”Hombre lisiado cae al río Santa Lucía
fuera de madre, desapareciendo en las aguas embravecidas. Aún lo
están buscando”…
Hace un rato hablé con la esposa, desesperada lógicamente por
la evidente pérdida. Intentaba confortarla y a la vez averiguar…
Me dijo que ese infausto día justamente estrenaba mocasines…

José Antonio Hernández Milan.

LA CORTADITA
− Le digo, doña Rita, en el callejón pasa de todo.
− ¿Pero qué es para vos de todo? Por la forma en que lo decís se
podría pensar que pasan cosas terribles, hasta que asesinan al
que se acerca.
− No sé, doña Rita, no sé, pero le digo que pasa de todo.
− Bueno, ya está bien, Remigito, andá para tu casa que tu mamá te
estará buscando.
La señora se apoya en el mango de la escoba con la que barre la
vereda. Ve alejarse al chico, luego gira la cabeza y se queda ob-
servando muy seria. Mira hacia enfrente con mucha atención.
La casa de doña Rita está ubicada exactamente frente de la entra-
da de una calle cortada, cuyo nombre oficial es Pasaje del Aromo y
es al que Remigito acusa de terrible y llama callejón.
Esta callecita es una de las tantas que existen en algunos barrios.
Casi todas ofrecen una misma impresión. Al ser las veredas y la
calzada más angostas que lo común hace que las puertas y ventanas
estén más cerca creando una suerte de intimidad, por lo que resultan
simpáticas y pintorescas.
La del barrio de doña Rita no escapa a esta descripción y la seño-
ra está casi orgullosa de vivir enfrente. Además ella conoce persona
por persona a los que la habitan.
Mirando hacia el pasaje piensa:
− Este Remigito es un diablo, mirá que llamar callejón a la que

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siempre fue para todos, “la cortadita”.
Doña Rita recorre con la mirada las puertas de las casas y ubica a
los vecinos. Allí vive Mariana la modista, al lado los Ferrari, un matri-
monio mayor que sale poco pero conoce los movimientos de la ve-
cindad porque se relevan frente a la ventana atisbando vida y mila-
gro.
Luego detiene su vista en una casa muy cuidada que siempre tie-
ne cerradas las persianas. Y se dice a si misma
− La pareja que se ha mudado hace poco me parece muy extraña,
en verdad no me gusta nada.
Con cara preocupada termina de barrer y entra a su casa. Al rato
abre la ventana y durante un tiempo observa, se podría decir que
espía.
Pasan los días y la señora continúa su vida de siempre, pero ha
agregado a su rutina la contemplación del pasaje. Se la ve pensativa
y algo preocupada.
Remigito está en la cortada con frecuencia. Aunque no vive allí,
usa las veredas y la calzada como pista para la bici o la patineta. Ca-
da conversación que se produce entre los vecinos lo tiene a él de
testigo no invitado. También suele pararse frente a las ventanas
abiertas y registrar palabras y hechos. Se podría decir que el chico
tiene espíritu investigador por no llamarlo curioso insoportable.
Doña Rita ha aumentado las visitas que suele hacer a las vecinas
de enfrente. Frecuenta la casa de Mariana con cualquier excusa.
Conversa con la señorita Otilia, una dama madura, jubilada, que ha-
biendo sido profesora de literatura continúa su vida entre libros y
además le gusta hablar sobre lo que está leyendo o escribiendo.
También se ha acercado con el pretexto de inquirir sobre su salud
a don Ramón Estévez, un señor gruñón y cascarrabias. Este vecino
le da una noticia que intranquiliza a la buena de doña Rita. Según
don Estévez, de la casa de la pareja extraña sacan unos paquetes
con mucho cuidado y los cargan en un auto negro.
Después de un respingo, la señora se dirige a la casa de los Fe-
rrari. Como al pasar indaga sobre estos paquetes. Los Ferrari corro-
boran la información, incluso le dicen que Mariana también fue a
buscar un paquete. Esta revelación colma la tranquilidad de la pobre

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mujer que ya no sabe qué pensar.
Doña Rita ha perdido la calma. No deja de cavilar sobre los he-
chos, no puede concebir que la inocente cortadita se haya
transformado en un callejón de delincuentes.
Al día siguiente, y después de una noche de insomnio, la señora
toma la decisión de investigar hasta las últimas consecuencias. Es
así que promediando la mañana cruza hacia el pasaje y según su
plan, empieza por tocar el timbre de la casa de Mariana.
− Buen día doña Rita – dice la modista al abrir la puerta.
− ¡Hola Mariana! Pasé a preguntar cómo sigue la confección de mi
vestido.
− Bien, aunque estoy un poco atrasada. Tuve un trabajo muy lindo
pero complicado: un traje de fiesta precioso, venga que se lo
muestro ya está terminado.
Mariana saca de un armario un vestido espléndido, tiene adornos
de pequeñas plumas contorneando ruedo y escote.
− ¡Es una belleza!
− Ya lo creo, gracias a la pareja de artesanos que vive al fondo de
la cortada.
− ¿Ellos?
− Si, son maravillosos, unos artistas, trabajan para modistos y
vestuaristas del país y del extranjero.
− ¿Esos que siempre tienen las persianas bajas?
− Claro, querida, deben tener mucho cuidado, al menor soplo de ai-
re las plumas se vuelan y se mezclan.
Doña Rita se queda muda, mueve la cabeza, agita las manos y se
va.
Mariana la mira asombrada, después cierra la puerta meneando la
cabeza.
La señora queda tiesa parada junto a la puerta de la modista, lue-
go comienza a andar.
Por la vereda de enfrente camina la señorita Otilia que al verla,
cruza para saludarla.
− ¡Hola doña Rita! Hace tiempo que no charlamos.

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− Es verdad, – dice ésta, todavía confusa – ¿ de paseo?
− Voy a visitar a una amiga que está en cama y le llevo un libro pa-
ra que se entretenga.
− Eso está muy bien.
− Tiene un argumento maravilloso, estoy tan entusiasmada que ya
lo he leído tres veces y no hago más que hablar del libro con
quien me encuentre.
− Que interesante ¿Y cuál es el título?
− “El callejón de las ánimas” y le puedo asegurar que atrapa al
lector.
− ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que pasa?
La señorita. Otilia hace un ademán grandilocuente y dice:
− ¡Oh! En este callejón pasa de todo!
Doña Rita se bambolea estupefacta, con la boca abierta y sin una
palabra se aleja tomándose de las paredes.
Está por entrar a su casa cuando aparece corriendo Remigito.
− ¡Doña Rita tengo una noticia!
− ¡Remigito, no digas una sola palabra, te vas a tu casa y por favor
no salgas por un mes!

Luisa Vallejos

AÑORANZAS
Vieja calle de mi barrio con las veredas rotas, que aun hoy si-
guen igual. Cuantos recuerdos se agolpan en mi memoria de mi
niñez y juventud. En ese entonces todo eran juegos, la pelota de
trapo, las bolitas, el rango y mida y tantos otros que nos entrete-
nían al volver de la escuela hasta que anochecía, porque a esa
hora venía el vigilante de la esquina y nos mandaba a cada uno a
su casa Cierro los ojos y veo a doña María llamando al Beto a to-
mar la leche a las seis en punto, y siempre alguno de la barra se
colaba amparado por la sonrisa cómplice de ella.

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Luego la dorada juventud con los primeros amoríos adolescentes,
abrazados en algún zaguán, tratando de aprender eso del amor y se
me cruza por la mente Julieta, la hija de don Giuliano el zapatero de
la esquina, la que me dio el primer beso, despertando en mi las
hormonas adormecidas y por lo que fuimos ambos castigados.
En fin, recuerdos imborrables que llevo guardados en mi corazón
como el tesoro más preciado.
Algunos dicen que yo me fui del barrio ¡Macanas, si como diría Pi-
chuco yo siempre estoy volviendo!

Emir O. Fernández

SOLANO
Había escuchado hablar sobre un lugar donde Tiempo – Espacio
eran absorbidos por una extraña nebulosa que mezcla gente, épo-
cas, distancias. Donde las personas se olvidan por algunas horas de
sus orígenes y pertenencias. Donde se mixean umbrales y no es po-
sible adivinar donde empezaba una vida o una historia o varias
muertes…
Se dice que dos veces por semana, a primera mañana hasta la
siesta, la plebe se concentra en sus calles, hacinándola de colores,
formas, hedores, música.
Algunos equipando sus tiendas de baratijas en armazones de un
metro cuadrado, otros desparramando sobre la lona en el piso las de-
cenas de cacharros, las cientos de alhajas de diez centavos. Y otros,
los observadores y potenciales compradores dibujando, a fuerza de
tanto paseo, serpentinos angostos caminitos a cuyos laterales yacen
esparcidos los improvisados negocios, tirados como animales
muertos o colgados de sus estantes como la media res de los
frigoríficos.
Y era factible toparse con una subclase de tienda de repuestos
para coches, al lado del puestito de morcipán, que está contiguo a la
vendedora de corpiños, que se puso junto al de los quesos y
fiambres, que comparte el techito de lona con los que tiene ofertas de

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ropa para niños, adyacentes al panchero Julito, aledaño al verdulero
que ya está aturdido con la canción de su vecino, el evangelista, que
pone a cien la música cristiana que se confunde a lo lejos con la
cumbia barrial y el alegre chamamé de los “Paraguas”.
Argentinos, bolivianos, paraguayos, peruanos… Cada uno ofre-
ciendo a los gritos sus productos, distinguiéndose por el canto del
acento de sus voces.
Gallinas, zapatos, herramientas, indumentaria, ollas con locro, ce-
lulares, heladeras, computadoras, golosinas, bijouterie, mobiliario, ju-
guetes, antigüedades…
Y pequeñeces como frascos vacíos, tornillos y clavos, revistas de
diferentes índoles, pelucas, dvd de audio y películas apócrifas, ruedi-
tas, tiritas, trapitos, canicas…
Todo junto, todo mezclado, gente y elementos, en un compendio
bizarro.
Era imposible no tener deseos de conocer ese lugar!
Y hacia allá fui.
Varias cuadras antes de llegar, apenas pasando avenida Pasco, el
mundo empezaba a mutar.
Estaba ingresando a la dimensión paralela.
Ya se olía el humo de los asadores, la música popular, el murmullo
de la masa conversando, gritando, riendo.
Y prontamente me disipé entre ellos…
Cinco pesos me costó, de inmediato, nomás estacionar el auto.
Todo era mil veces potenciado a cualquier opinión que hubiese
escuchado.
Hasta las facciones humanas parecían diferentes.
Mis ojos enormes de asombro, mis codos raspados por otros co-
dos, mis pies por los caminos angostitos dibujando una huella más
entre millones, mis tímpanos crispados del volumen de los ritmos pú-
blicos, mi nariz invadida de aromas comestibles, mis sentidos eufóri-
cos, contagiados por tanta diversidad y sinfín de inexplicables
cuestiones.
Ahí estaba yo, entre pobres y ricos, feriantes y compradores, cui-
dadores y curiosos, honestos y ladrones, unidos por un rato, concu-

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rrentes de la simpática locura de invadir cuadras enteras de calles y
descampados en la fiesta semanal que los convoca.
Cuando me hube cansado de andar la feria y tras comprar algu-
nas minucias y sacudirme media docena de empanadas tucumanas
abandoné el singular espectáculo.
Me subí extasiado al coche para iniciar retorno nada más dese-
ando volver a verla.
Es que Solano te torna adicto a ella, a su inframundo. Y te tatúa
en la vista el rojo del Gauchito Gil y en la cabeza el carnaval de los li-
bres.
A medida que me alejo mengua su ritmo…
(Esperame que el miércoles regreso, he sido una más de tus con-
quistas…)

Gabriela Altamirano Moreyra

BARRIO DE SAN MIGUELITO
Estoy en la ciudad en que nací y crecí hasta los 18 años. Al
cumplirlos la dejé para estudiar lo que en ella no había. Cuando tomé
el autobús de mi partida, justo antes de subir su primer escalón, juré
volver apenas terminara los cuatro años de carrera: matemático. No
volví sino de paso, a visitar a amigos y familiares.
Treinta y cinco años después, estoy de visita fortuita por mi barrio.
Decido en mi único rato libre, caminar mis querencias, recorrerlas a
solas para derramar lágrimas largamente contenidas, cada vez que
se suelten.
Por alguna razón profunda y desconocida que se manifiesta en el
acto, empiezo por visitar a Doña Juanita Moreno, sobre la Calzada
de Guadalupe, porque su hermosa casa siempre tuvo el portón
abierto, con unos canarios como recepcionistas y un patio engalana-
do con plantas y macetas que invitaban a detenerse y admirarlo. En
algún lugar invisible, estaba ella, sabedora del arte de criarlos y dar-
nos el goce de escuchar sus trinos y para entretenernos con sus en-
cantos.

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Toco a su puerta y nadie me abre. Insisto tres veces más y el si-
lencio domina, no está la puerta abierta como antaño y el desasosie-
go me confunde. ¿Acaso ya no vive aquí?
Me acobardo ante esa posibilidad y continúo caminando sobre la
banqueta mientras deslizo mis dedos sobre las canteras rosas que
forran las fachadas y balcones de todas las casas vecinas. Son mías
como los sueños en que visito cada una de ellas, a treinta y tantos
largos años de dejar de pasar traveseando a su lado, comiendo jíca-
ma o manzana enchilada, como chamaco enfiestado.
Queda atrás su casa, aparentemente abandonada, nadie me ha
respondido, si acaso el golpe bruto del silencio que choca de frente
con mis recuerdos de alegres canarios.
Voy a esta casi tercera edad en años, acariciando entre mis dedos
los portones de mezquite, las aldabas leonadas y réplicas de delica-
das manos femeninas moldeadas en bronce, venidas de otras centu-
rias, que flanquean esta calzada y que pueblan mis paseos noctur-
nos desde una enorme distancia.
Sigo llorando, al no atreverme a visitar estas calles que me hicie-
ron feliz de niño y que me imponen pisarlas sin la misma inocencia.
Al final de la Calzada, justo al llegar al Santuario, veo salir de misa
a una señora en silla de ruedas llevada por su acompañante. Me
acerco y silbo, a la manera de Doña Juanita, esperanzado que sea
ella. ¡Responde a mi silbo! ¡Es ella! La abrazo y beso, en representa-
ción de sus canarios y cenzontles, de sus arreglos de plantas flore-
cientes en macetas de espejos.
¿Qué hago en otros lugares?

Miguel Angel Izquierdo Sánchez

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LOS DUENDES
El progreso había ido cubriendo con su mano indolente los últimos
baldíos de Barracas. Sólo en el recuerdo de los ancianos más memo-
riosos aún sobrevivían como en un sueño, el barrio de quintas y pajo-
nales, poblados de palomas y anguilas. Uno de ellos era Anselmo
Robbiatti, quien tenía una humilde casita sobre la calle Santa Elena,
vecina a un lote que tenía uno de los últimos baldíos vírgenes. Era la
zona más postergada del barrio y tal vez por esa razón todavía con-
servaba uno.
El lote era un vergel y estaba habitado por duendes que rara vez
se dejaban ver, a pesar de que su número se había incrementado
con el arribo de otros desalojados de predios vecinos. El lugar pare-
cía una quinta que se prolongaba naturalmente desde la casa de An-
selmo. El anciano la había cuidado con esmero desde su juventud y
en retribución, los gnomos le proveían al suelo fertilidad en abundan-
cia.
Una mañana en medio de un silencio dominical, Robbiatti escuchó
el motor de un automóvil que se detenía frente a su casa. Observó a
través de las celosías de la ventana y vio descender de un flamante
auto, a un hombre con aspecto arrogante. No tocó a su puerta, se di-
rigía al lote vacío. Robbiatti salió y el caballero lo miró desdeñosa-
mente, luego se dedicó a contemplar el lugar con una amplia sonrisa.
Anselmo notó el cambio en su expresión y al verlo observar un limo-
nero le dijo:
− ¿Vio que lindos limones? –le señaló Robbiatti–. Lleve los que
quiera. Va a ver cómo le van a gustar... son muy jugosos.
El señor se rió socarronamente y sin apartar la vista del árbol, le
dio una inesperada noticia:
− Gracias, pero no hace falta. Soy el nuevo dueño del lote.
El anciano tendió su mano amistosa y el nuevo propietario se la
estrechó con algo de desconfianza y marcado menosprecio. En los
días posteriores al encuentro con Robbiatti, el dueño del baldío, re-
gresó acompañado por un arquitecto que meticulosamente realizó un
relevamiento del tipo de suelo y de las dimensiones del lote.
El hombre tuvo la insólita sensación de que unas voces agudas y
estridentes le decían que no destruyera aquel lugar; siendo un

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hombre penosamente racional y enemigo de las supersticiones, de-
soyó las voces prosiguiendo con sus planes.
En vano trato Anselmo de pedirle, de suplicarle que dejara intacto
el lote. Ni siquiera sus cansadas lágrimas ablandaron aquel corazón.
Sepultando al último espacio virgen de la manzana. En pocas sema-
nas se levantó una fábrica gris sobre lo que había sido un pequeño
Edén, sepultando al último espacio virgen de la manzana.
Robbiatti pasó a ocupar sus días en la tarea banal de sentarse en
la puerta de calle a tomar mate y charlar con los vecinos que pasa-
ban. Al mes siguiente el médico del barrio dictaminó que el anciano
había fallecido como consecuencia de una insuficiencia cardiaca. To-
dos los vecinos sabían que en realidad, había sido de pena.
Después de poco tiempo, algunos pequeños incidentes inexplica-
bles comenzaron a tener lugar en el taller en los momentos en que
estaba vacío: pinceles tirados, latas de pintura que aparecían abolla-
das, rodillos rotos. Hechos que asustaron a los empleados y que el
patrón se encargó de minimizar.
Un viernes llegó un pedido grande de diversos productos. Cuando
todos se fueron, el dueño se decidió quedarse a controlar la merca-
dería. Anocheció. La luz de la luna llena apenas ingresaba como un
pálido reflejo por los vidrios sucios de la pequeña oficina. El dueño
estaba cotejando las boletas de proveedores que él consideraba po-
co confiables, sin más compañía que la de una botella de un cognac
que se había regalado a comienzos del otoño; el gato no contaba,
pare él era simplemente un caza ratones que tenía suelto por ahí y al
que nunca le había prodigado ni una mísera caricia.
Unos ruidos desacostumbrados lo alejaron un poco de la revisión
de la boleta de una entrega de chapas. Creyó que provenía de la ca-
sa abandonada del viejo. Salió a la terraza bajo la intensa luz lunar.
Se fijó si había algún movimiento en lo del finado Anselmo pero no
encontró nada. Todo era quietud. Más relajado volvió a su oficina a
terminar la tarea. Quince minutos más tarde sintió que unos ojos in-
quisidores lo observaban desde la ventana. Giró la cabeza y no vio
nada excepto una laboriosa araña de patas largas que estaba te-
jiendo su tela en el borde interno del marco. El periódico matutino
transformado en un cilindro compacto, puso fin a la incipiente telara-
ña y a su creadora.

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Fue entonces cuando un ruido metálico lo sobresaltó. Pensó que
el gato había tirado alguno de los tachos de pintura que alguno de los
peones se había olvidado de guardar. Cuando quiso encender la luz
de la planta baja, se dio cuenta que no había electricidad. Regresó al
escritorio y encendió una lámpara de querosén. Bajó con precaución
por la escalera maldiciendo al gato, pero no lo encontró. De pronto, le
pareció ver una sombra que velozmente se movió en la pared, cerca
de la esquina vacía.
Se acercó un poco y le pareció ver una rata. Un lata vacía de cin-
co litros se movió delatando algo que se ocultaba detrás. Cuando la
corrió, no pudo creer lo que veía. Había un enanito que media cerca
de quince centímetros y llevaba un gorro verde. Su feo rostro denota-
ba enojo; su boca emitió un sonido horrible y entonces el dueño del
lugar, sintió que un olor a aguarrás provenía desde el suelo, el piso
estaba cubierto de aguarrás.
Cuando miró al rincón el gnomo ya no estaba. El duende produjo
un chillido que provino desde el techo y un coro de enanitos
respondió al unísono. El hombre levantó un poco la lámpara y pudo
ver tal cantidad de gnomos colgados de los tirantes del techo que era
imposible contarlos, se veían decididamente hostiles. Intentó escapar
pero se resbaló y cayó al piso empapándose de aguarrás.
Eran las seis de la mañana del día siguiente y los infatigables va-
lientes del cuartel de bomberos de La Boca que habían estado traba-
jando durante toda la madrugada, no conseguían extinguir el in-
cendio. Tuvieron que evacuar las casas y conventillos linderos; la
nueva fábrica se transformó en cenizas, el fuego voraz no la perdonó
y la derribó por completo. Los vecinos se llevaron las pocas chapas
que se podían reciclar, solo quedaban escombros.
Seis meses después, la exuberante naturaleza cubría de verde la
memoria de la fábrica infame.

Marcelo Nasra

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EL COLECTIVO
La campana de la iglesia ya había marcado las cinco de la tarde
cuando Nachito y sus compañeros salieron de la escuela. Cruzaron
el boulevard y se dispusieron a esperar el colectivo como lo hacían
regularmente; entreteniéndose con empujones e improperios recípro-
cos, ante la mirada desaprobatoria de las señoras que estaban por el
lugar. Luego de varios minutos y dos colectivos que prudentemente
pasaron de largo cuando vieron a esos pibes revoltosos, llegó uno
que se dignó a detenerse en la parada alborotada.
Subieron en manada. Algunos quisieron sacar el boleto, otros no,
pero no tuvieron más remedio, ante la mirada severa del chofer.
Después, el setenta arrancó.
A mitad de la siguiente cuadra, el conductor se dio cuenta que uno
de los chicos se había colado y entonces frenó con brusquedad. Se-
guramente había tenido un mal día, porque no era la primera vez que
alguien subía sin pagar; tal vez harto de la reiteración de lo mismo,
se sintió vejado en su dignidad e inteligencia. Lo cierto es que el
corpulento chofer se levantó del asiento y empezó a caminar por el
pasillo, violentamente tomó a Nachito de las solapas del guardapolvo
y lo miró de un modo severo diciéndole con una voz ronca, como de
ultratumba:
− Nunca subás sin sacar boleto.
Años más tarde Nachito -devenido en Ignacio- todavía conservaba
a un par de amigotes de la infancia. Los malos hábitos no fueron mo-
rigerados por el tiempo, sino que se potenciaron transformándolos en
delincuentes. Un día cualquiera Ignacio, Sebastián y El Gordo salie-
ron a ejercer el oficio. Todavía se veía la bruma invernal sobre la ave-
nida cuando llegaban al lugar. El Banco Nación, siempre custodiado,
quedaba casi en diagonal al negocio elegido, pero no les importaba.
Él y sus dos compinches cruzaron la avenida mirando discretamente
hacia todos lados. La vereda estaba casi vacía; en la frutería de al la-
do no había clientes. El Gordo se quedó como campana afuera del
locutorio, haciendo que contemplaba las manzanas que estaban en
el cajón más cercano.
Los detalles apenas perceptibles que existen en una situación
donde la adrenalina manda, distorsionan la visión de modo tal que

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uno no sabe realmente qué es real y tangible, y qué alucinatorio o
irreal. Cuando luego de robar Ignacio salió prácticamente empujado
por Sebastián, dos policías estaban cruzando en diagonal desde la
esquina del banco, corriendo hacia donde estaban ellos; Ignacio
también observó que un patrullero, con la agorera sirena encendida,
llegaba a toda velocidad hacia la escena del delito.
La mano inquieta del Gordo, quien había permanecido afuera del
negocio, apretó el gatillo dando comienzo a la balacera. Ignacio no
pudo abrir fuego por una razón que le resultaba desconocida. A su la-
do, Sebastián se sumó al enfrentamiento ocultándose parcialmente
detrás del pórtico de entrada de un edificio de departamentos, po-
niendo momentáneamente rodilla en tierra para cubrir la salida de los
otros dos cómplices.
El móvil policial se aproximaba pero los oficiales que se enfrenta-
ban con la banda de ladrones se tuvieron que parapetar dándoles
algo más de tiempo. Ignacio dio media vuelta y ya sin disparar esca-
pó lo más rápido que pudo. Al llegar a la esquina de Iriarte se percató
de que la sirena del patrullero ya no se escuchaba, y que las perso-
nas que allí estaban, esperaban tranquilamente junto a las vidrieras
de la farmacia en las paradas de colectivos.
Estaba muy agitado por la extenuante corrida, pero el inmenso
cielo azul de Avellaneda, que se veía por encima de la serpenteante
autopista, pareció sosegarlo lo suficiente como para pensar con la
claridad necesaria. Se puso debajo del escaparate de la farmacia, allí
donde sobresalía el logotipo circular de color verde donde resaltaba
una cruz blanca. Al momento llegaron sus otros dos compañeros ile-
sos. Los tres estaban juntos.
Era temprano; la sombra de la iglesia que quedaba en la esquina
de enfrente, cubría todo el ancho de la Avenida Montes de Oca. Al ra-
to escucharon el potente motor de un colectivo verde oliva que se
acercaba la parada. Ignacio astutamente creyó que la mejor huida
sería la menos espectacular; nada resultaría más conveniente que
subir al vehículo como pasajeros comunes y corrientes.
− Vamos a tomar el setenta. Tranquilos –dijo Ignacio.
Él subió primero de manera inmutable; se desplazó lentamente
por el pasillo sentándose luego en uno de los asientos simples que
tenía la ventanilla entreabierta.

54
El sudor frío y la ansiedad habían comenzado a menguar. Se
sorprendió de lo cerca que habían estado de ser atrapados y de có-
mo habían podido despistar a la policía tan fácilmente. Estaba pen-
sando en esto cuando se relajó, apoyando su frente sobre el paño de
vidrio de la ventanilla. En ese momento se dio vuelta para hacerle
una pregunta a Sebastián.
− ¿Los boletos?– dijo Ignacio.
− El chofer no me los dio. Me dijo que pasara –respondió Se-
bastián–. Así nomás.
Ignacio se percató de que todavía el colectivo no había reanudado
su marcha y se encontraban en la misma esquina de la farmacia. En-
tonces se puso de pie y disgustado fue a sacar los boletos y a repro-
charle al chofer su negativa. Sebastián lo siguió y cuando se paraba
notó que El Gordo no había subido. Cuando Ignacio llegó a donde
estaba el chofer se dirigió en un tono cortante:
− Tres boletos.
El chofer no le respondió. Ni siquiera se tomó la molestia de mirar-
lo. Parecía estar concentrado mirando al frente, con las manos firmes
sobre el volante y en la palanca de cambio.
− Tres boletos, te dije –reclamó Ignacio ofuscado.
− A donde van no necesitan boletos –replicó el chofer.
La voz grave y desagradable le sonó familiar. Luego de una breve
pausa que a Ignacio le pareció una eternidad, el colectivero giró su
cabeza para mirarlos. Ignacio se espantó. Era el mismo chofer que lo
había hecho descender del colectivo aquel día en que salieron de la
escuela.
Miraron por la puerta delantera del setenta que aún no arrancaba
y vieron sus propios cuerpos sin vida sobre el asfalto, vencidos por
las balas policiales; el tercer compinche se encontraba en el asiento
de atrás de un patrullero, esposado y con la cabeza tapada. Las
campanas de la iglesia sonaron como en una letanía. Luego el co-
lectivo partió.

Marcelo Nasra

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VUELTA AL BARRIO
Fatigando la entrañable vereda,
tras las huellas de la niñez perdida
quien dejó el barrio con la frente erguida
nada encontrará, porque nada queda.
Los años vividos, sólo ficción;
los mejores amigos de la infancia,
hoy desconocidos sin importancia;
cinismo del Tiempo sin compasión.
¡Qué daría por que ella le grite
ir a tomar la leche que se enfría!,
desde aquel umbral de la puerta abierta.
Vuelven las pasiones al escondite,
la última luz va dejando al día;
él, al umbral y a la cerrada puerta.

Marcelo Nasra

MONTES DE OCA
La larga línea divide la avenida
como un delgado hilo mostaza
que desde la alta barranca traza
los avatares del barrio, su vida.
Tantas facetas tiene Montes de Oca,
paradigma de vorágine urbana
que en momentos de la febril semana
su arrabalera calma trastoca.
Las columnas jónicas que sostienen
a la neoclásica Casa Cuna,
la incontable multitud de balcones,

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los bares y las celosías, que no tienen
en otra calle importancia alguna,
en ella son su esencia y sus blasones.

Marcelo Nasra

CANDIDATO EN LAS CHABOLAS
El candidato a primer ministro por el Partido Ultrademócrata deci-
dió visitar por sorpresa el barrio de chabolas de la capital, el lugar
donde malvivían hacinados los más pobres de entre los pobres de la
ciudad.
Las encuestas señalaban un empate técnico entre los dos
grandes partidos, y al director de campaña de los ultrademócratas se
le ocurrió una peregrina idea, en principio descartada con cierto
desdén, pero acogida con entusiasmo al cabo de unos minutos, en
cuanto las ventajas de la insólita iniciativa se perfilaron con nitidez en
la imaginación del líder del partido.
Rodeado por centenares de niños andrajosos y decenas de pe-
riodistas, el candidato trataba de reproducir su mejor sonrisa, la que
había ensayado múltiples veces delante del espejo de cuerpo entero
de la Escuela de Actores Ultrademócratas.
− ¿Alguna pregunta para nuestro futuro primer ministro? –pre-
guntó el jefe de campaña del candidato, dirigiéndose a los ni-
ños.
− ¿Tienen más chocolate? –preguntó un mocoso.
El jefe de campaña ordenó a un subordinado que repartiera más
chocolatinas entre los chiquillos.
− Otra pregunta, sólo una más. Esperan al primer ministro en otro
barrio.
− ¿Qué es eso? –preguntó un niño con la cabeza rapada al cero y
calzado con unas zapatillas deportivas desparejadas, una azul y
otra blanca, una más grande que la otra.

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− ¿A qué te refieres, chaval? ¿A esto? –inquirió el candidato, algo
azorado, señalándose su prominente nuez, la cual hoy se le
había olvidado ocultar bajo una bufanda.
− No, lo que tiene en el cuello de la camisa en forma de monigote.
− Se refiere a la corbata, primer ministro. Este crío no sabe lo que
es una corbata, ja, ja, ja…
El candidato ultrademócrata fulminó con la mirada a su jefe de
campaña.
–¿Y para qué sirve? –preguntó el niño rapado.
Germán Miras

LO BAJO EN LO ALTO
Vivía en el piso más bajo de los barrios bajos. Por eso sabía
tantas historias.
Todas desembocaban en la puerta de su casa. Él las acogía en su
hogar, les confería su toque personal y, luego, transformadas en
cuentos, el inquilino de las bajuras las devolvía a los vecinos de la
escalera, quienes, en cuanto las leían, volaban con la imaginación
alto, muy alto, tan alto, que algunos tocaban las estrellas.

Germán Miras

EL GORRIÓN
Hacía días que estaba convaleciente. Joaquín guardaba cama,
pero ya se le vencía el contrato y quería alquilar otro depósito, más
grande. Es que últimamente había prosperado y creía conveniente
buscar un nuevo lugar. Por esa razón, enviaba a su padre a
inspeccionar un inmueble muy barato que quedaba en la zona Sur.
Don Ricardo –así se llamaba el papá de Joaquín– era un hombre
activo. No tanto para escaparle a la soledad de la viudez sino porque
siempre lo había sido. Ya había cumplido más de ochenta años y aún
recordaba el nombre completo de cada uno de sus hijos, nietos y sus

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respectivos cumpleaños.
Al llegar al lugar, los recuerdos llegaron en tropel. Con un dejo de
nostalgia observó los cambios que infringe el despiadado tiempo,
pero sin dejarse abrumar por la vana melancolía fue directo al
depósito donde sería recibido por el arrendador. Después de un
formal apretón de manos, traspasaron el pesado portón de hierro y
pasaron a inspeccionar el lugar. Debido a su aspecto amable e
inofensivo, el dueño confiado se dirigió al interesado:
–Don Ricardo –dijo el locador–, mírelo tranquilo. Voy a casa a
buscar unos papeles. En un rato estoy de vuelta.
El anciano lo despidió y se quedó observando el inmueble. El
lugar apenas era reconocible. Antes había sido un impresionante club
donde se realizaban bailes memorables y ante sus ojos, era un triste
depósito vacío adornado por unos pocos cajones que dejó la
empresa de transporte que lo había alquilado hasta la quincena
anterior. Caminó por su parte más amplia, donde alguna vez hubo un
alegre salón, vio con melancolía que sus grandes dimensiones
acentuaban su sordidez. Resignado y con los ojos cubiertos de un
velo húmedo, atravesó el lugar lentamente silbando Melodía de
arrabal; de pronto, una voz que más que voz, era un eco; lo
acompañó entonando terceras. Se dio vuelta y lo vio. Era él. El
Gorrión.
–Maestro –exclamó Don Ricardo conmovido.
El Gorrión con una amplia sonrisa debajo del ala de su chambergo
arrabalero, tomó con sus jóvenes manos, las cansadas y trémulas
manos de Ricardo.
El Gorrión del Sur, había venido al mundo como Roberto
Hrycyszyn. Su impronunciable apellido mutaría cuando el Polaquito
atorrante se convirtió en un promisorio cantor de tangos románticos.
Supo que tenía talento y que llegaría lejos; pero también sabía que la
memoria oficial es ingrata con los artistas, por eso es que las
avenidas inmortalizan militares. Se pasó a llamar Roberto Melgar;
como la modesta cortada en donde había nacido, así se aseguraba
el reconocimiento ulterior. Tenía una voz aguda y dulce, de ahí el
apodo de Gorrión y los presentadores de la época los anunciaban
como “la voz que le canta al corazón”.
Don Ricardo lo miró a sus profundos ojos verdes y recordó
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aquella aciaga noche en donde perdió a su primer amor, Estercita.
Los Aliados habían triunfado y el fin de la guerra era motivo de
celebración en todo el mundo, inclusive en Barracas. Entonces, el
club más importante del barrio, recibía su hijo dilecto: Roberto
Melgar. Esa noche, nadie se quiso perder el extraordinario evento. El
joven Ricardo había llegado al baile acompañado por su novia y en el
momento en que la orquesta arrancó con la primera pieza, ahí nomás
se fueron a la pista de baile.
Desde un lugar cercano los observaba Pilar, una amiga de Ester a
quien él había rechazado. En el revolucionado club no cabía ni un
alfiler. Estercita sudaba tanto que después de tres piezas necesitó
dejar un rato solo a su novio, para ir a retocarse un poco. Pilar se
percató de la ausencia de su envidiada rival y aprovechó la
oportunidad para acercarse a Ricardo, quien también la había visto a
la distancia. Cuando estuvo frente a él, lo besó incomprensiblemente
en la mejilla. Los labios de rojo furioso le estamparon un beso
imborrable que provocó el enojo de Ricardo. La insidiosa Pilar se
disculpó y se fue. Cuando la amiga se alejó, Estercita regresaba.
Ricardo trató de ocultar la marca del lápiz labial, ya que intentar
limpiarlo sólo conseguiría exhibirlo en falta.
Tan enamorados bailaban que tenían la sensación de que la
música era sólo para ellos. En la mitad del concierto, cuando Melgar
estaba estrenando un nuevo tango llamado Rubí, Ricardo hizo un
movimiento descuidado y ella vio horrorizada el rouge delator. En
pleno baile, luego de un breve y encendido reproche, Estercita le
pegó un cachetazo que hizo detener a la orquesta. Fue tan
escandaloso el incidente que el cantor todavía lo recordaba.
–La verdad, es que pensé que era yeta –confesó El Gorrión–.
Desde entonces, no lo volví a cantar. Aunque era el que más me
gustaba.
Melgar bajó la mirada y pateó una piedrita con su elegante zapato
de charol bicolor. Don Ricardo se le acercó y le dio unas palmaditas
en el hombro diciéndole:
–Nunca más la volví a ver. Pero me sobrepuse, encontré una
buena mujer, formé una familia y tuve una vida muy feliz. No me
arrepiento de nada –admitió Don Ricardo.
Sin embargo, el cantor observó en su mirada cierta melancolía.
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Don Ricardo lo advirtió y anticipándose le dijo sonriendo:
–...pero que qué bueno que hubiera sido si la orquesta continuaba
tocando.
Melgar festejó su comentario y al rato caminó un poco
meditabundo. Luego lo miró nuevamente.
–Che, ¿querés que te cante Rubí? –preguntó El Gorrión.
–¿En serio? Me encantaría –respondió Ricardo alborozado.
Los primeros acordes comenzaron a sonar y al rato la voz del
Gorrión sonó mejor que nunca. Don Ricardo emocionado, apiló dos
cajones de madera vacíos que estaban cerca de él y se sentó.
Estaba extasiado escuchándolo.
El portón del depósito había quedado entornado; la música de
Roberto Melgar y su orquesta invadía la silenciosa calle. Al rato una
viejita, empujó con dificultad el portón de hierro y entró. Atraída por
ese recuerdo imborrable, Doña Ester no pudo resistirse. Se acercó a
donde estaba Ricardo y se paró frente a él. Tenía la misma edad que
el anciano, pero su corazón parecía tan joven como cuando se vieron
por última vez.
En medio del tango, justo cuando comenzaba el solo instrumental,
el cantor se dirigió a la pareja:
–Donde palpite un corazón, allí estará El Gorrión –recitó Roberto
Melgar.
Promediando la pieza, ella le dio un tierno beso en la mejilla de la
discordia. Luego se entrelazaron sin mediar palabra y finalizaron de
bailar ese bello tango. Apenas sesenta y dos años después.

Marcelo Nasra

EL ANTIGUO CAÑAVERAL
¿Le dan vergüenza ajena los shows callejeros de la calle
Corrientes? ¿Está harto de los símil gaucho promocionando parrillas
de dudosa calidad? Efectivamente, para conocer los verdaderos
argentinos, hay que venir a Las Cañitas.

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Aquí podrá encontrar la más variada fauna autóctona: desde
abuelitas como las de antes, hasta sus versiones más tuneadas.
Desde el más glamoroso “hotel boutique” hasta cantinas bien
porteñas (y un tanto decadentes).
El primer día en el novedoso pack turístico venimos a ofrecerle un
tour gastronómico que incluye restaurant cool en la calle Arguibel a
elección; continúa con un paseo de compras por sus variados
negocios, y más a la noche avistaje de cirugías plásticas.
El segundo día, para los amantes del tilinaje y la high-society (y
por qué no del Polo) iremos, justamente, al campo de polo, tanto a
ver el partido como a apreciar los atuendos “Agro-glam” de sus
distinguidos concurrentes y, si podemos acercarnos lo suficiente,
escuchar de cerca alguna guarrada proferida por los petiseros.
Si su fauna preferida, en cambio, es la de los jóvenes, tenemos
una buena opción extra: el recorrido escolar, que abarca desde las
chicas de los colegios de monjas, hasta los simpáticos bohemios de
las escuelas de arte y fotografía.
Sin embargo no queremos que usted se pierda la posibilidad de
interactuar con los locales; para esto organizaremos, si usted lo
desea, un debate político en los edificios militares y, como broche de
oro, una nueva rica nos contará cómo se siente viajar en un auto con
el que jamás soñó.
Sin descuidar los aspectos históricos y culturales, una diseñadora
independiente nos contará como de llamarse Palermo y Belgrano
pasó a ser, justamente, Las Cañitas, con nombre más cheto, lugar de
alarde de muchas personas, donde convive el exceso de joyería
dorada con la comida macrobiótica. Es opcional y muy recomendable
el curso de jerga local para no pasar por “grasa”.
El último día para concluir y a modo de despedida, una colorida
murga los hará bailar en la plaza Chenaut, y podrá llevarse como
recuerdo una bonita botella de cerveza vacía (de marca alemana, por
supuesto).

Chung Moo

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AQUELLA NENA EN VILLA LURO NORTE
Llueve, hoy no voy a la escuela. Tengo que hacer los deberes,
pero más me gusta mirar por la ventana que da a la calle. Vivir en la
esquina es como estar en el centro de una estrella de cuatro puntas,
desde acá alcanzo a ver dos.
Una punta es la de Virgilio, la de los carnavales. Cuando llegan
esos días los vecinos de la cuadra cortan la calle con una soga y se
arma el baile. Todos se disfrazan: los hombres se meten en la ropa
de las mujeres. Resultan cómicos con las piernas peludas y el
infaltable bigote que enmarca un corazón pintado de rouge. Las
vecinas usan las ropas de los maridos, esconden los rulos o las
trenzas en alguna gorra vieja y si es necesario se pintan bigotes y se
rellenan panzas. El año pasado mi tío Luis se disfrazó de bebé
¡Cómo nos reímos! Es tan divertido el corsito, como lo llamamos, que
una vez la Sociedad de Fomento perdió gente para los ocho grandes
bailes y se armó de lo lindo. Un camión de mudanzas cortó la soga
que marcaba el límite y entró desafiante al territorio carnavalero:
gritos, desbande, los chicos lloraban, después vinieron las piñas.
Algunos formaron un círculo para mirar, otros intentaron separar a los
que se peleaban hasta que llegó el autito de la policía y se terminó
todo.
La otra punta es la que va para Lope de Vega, la que me lleva a la
escuela que está al lado del Mercado, donde mi mamá compra los
pollos para los días de fiesta. Aunque vivo a una cuadra a veces llego
tarde, me doy cuenta cuando desde la calle oigo cantar: “Salve
Argentina bandera de mi patria…” Zas! Ya están formadas para
entrar, perdí el transportador y tengo que pasar por la librería de
Petronacci. Espero con otras chicas en el pasillo, frente a la puerta
de vidrio, sale la vice, escuchamos el sermón por la tardanza,
hacemos la promesa de que no se va a repetir y entramos.
Esa cuadra es la de los conventillos: “el grande” y “el del
portugués”, los chicos que viven allí juegan a la pelota en mi esquina,
se desafían con los del Pasaje Hungría o algún otro equipo del
barrio. A veces el partido se suspende porque la pelota entra en
alguna de las casa y los vecinos no siempre la devuelven, o los
chicos ven el autito que pasa por la otra cuadra y tienen que salir
corriendo.

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La mañana de un domingo cualquiera las vecinas tuvieron que
baldear las veredas, porque en “el grande” habían hecho un baile y
quedaron las baldosas manchadas de sangre, como recuerdo de
alguna pelea.
Muchos vecinos trabajan en los talleres que el Ferrocarril
Sarmiento tiene en Liniers, por las tardes llegan caminando con sus
mamelucos azules, vienen con la risa franca y las discusiones de
fútbol.
Me gusta el tren para viajar al centro, o a la vuelta cuando
tomamos el trencito que sale de la estación de Villa Luro y va hasta
Versalles.
Cuando el viento sopla del lado de Mataderos, llega el olor pesado
de los frigoríficos. Allá vive mi amigo Carlitos, a la gente no le gusta
que una chica sea amiga de un chico, pero a mi no me importa.
Además el que me dio un beso no fue él. Fue Tito un amigo suyo.
Mamá me dice que mañana iremos a visitarlo, ojala que la abuela
nos haga torrejas. ¡Son riquísimas!
¿Estará Tito? A lo mejor lo veo ¡Ufa! Estos soquetes que me
hacen parecer una nena.
Carlitos y yo siempre pelamos porque él es de Chicago y yo de
Vélez. Hoy llueve, mañana habrá barro para cruzar el puentecito del
Maldonado, llegar a Rivadavia y tomar el colectivo.
Mamá seca el patio y me llama, no tengo más remedio que hacer
los deberes, para colmo tengo cuentas de dividir que no me gustan.
La lluvia terminó, el sol la levanta de los charcos de la calle. Me
gusta la lluvia, las puntas de mi estrella se ven más brillantes.

Mery O.

INMENSA CIUDAD, INMENSO DESTINO
Párpados que no dejaban ver, cual rejas de un preso impiden su
libertad, se abrieron. El joven muchacho, oriundo de Buenos Aires, se
levantó de su pulcro y cómodo sommier, La felicidad irradiaba el
ambiente, el solo hecho de pensar en que se había inscripto para

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estudiar astronomía en el mejor instituto, sin tener que trabajar, con
todo pago por parte de sus padres lo enorgullecía, lo llenaba
completamente de satisfacción. Bajó al garage y como no tenía
ninguna tarea que realizar, decidió salir a pasear con su ostentoso
Peugeot que le había sido entregado por el simple hecho de cumplir
la mayoría de edad.
Despertó, entre sábanas viejas, con ese duro almohadón que
hacía más difíciles sus noches de paz. Ese único momento que tenía
para dejar reposar su cuerpo y dejar que sus temores se evaporen.
No acostumbrado a desayunar, se levantó entre los ruidos y llantos
de sus pequeños hermanos que lo aquejaban día a día, tomo su
golpeado y querido carrito, y se dispuso a comenzar su recorrido.
Mientras juntaba aquellos trozos inservibles para unos, y dorados
para él, se imaginaba que linda sería la vida si tan solo pudiese mirar
las estrellas, observarlas, estudiarlas, tal como había visto en esa
película…
Despertó.

Javier Secilio

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