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La Anschluss

By Juan de Juan

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En el otoño de 1935, mientras los gobiernos españoles de derechas

naufragaban bajo el peso de los escándalos y la huida hacia adelante del tándem

Alcalá Zamora-Portela, un canciller volvía al trabajo. Se trataba de Kurt von

Schuschnigg, primer mandatario austríaco, que había pasado las semanas

anteriores confinado y como alelado.

En julio de aquel mismo año, durante unas vacaciones, la esposa de

Schuschnigg había fallecido en un accidente de automóvil. El canciller austríaco

había caído tras aquel suceso en esa situación que entonces se llamaba de

«postración moral» y que hoy tendemos a denominar con el término científico

«una depresión del carajo la vela». «Soy», dijo por aquel entonces Schuschnigg,

«un hombre perdido e incapaz de soportar las responsabilidades del Poder». En

realidad, durante todo aquel verano todo el mundo en Austria dio por cierto que

la primera vez que su canciller tuviese ánimos para levantar una pluma, sería

para firmar su dimisión. Y, sin embargo, estamos hablando del hombre que se

enfrentó a la peor de las situaciones en que se ha encontrado Austria como


nación, peor aún que perder la primera guerra mundial y ver

desmembrado su imperio. Yo sé que hay historiadores mil que escriben

libros tratando de convencer a sus lectores que la Historia es una dinámica

de gráficas sobre producción media de hierro e índices de precios

estimados; pero, en verdad, en la Historia importan mucho las personas.

En la Anschluss se enfrentaron un hombre en el ápex de su poder y su

empuje personal, Adolf Hitler; y un hombre derrotado personalmente, al

que además traicionaron sus cercanos: Kurt von Schuschnigg. No es tema

baladí.

Vamos a contar aquí el proceso de lo que la Historia conoce como

Anschluss porque nos interesa. A mí, como bloguero y a vosotros, como

lectores de este blog, porque no será nada difícil que muchos, o todos, de

vosotros, consideréis posible que el juego de iniciativas internacionales en

torno a la guerra civil española hubiese transcurrido de una manera

diferente a cómo se desarrolló. Yo, sin embargo, confieso que, en este

punto, tengo una visión fatalista. En torno a los apoyos, y no apoyos, que

obtuvo sobre todo el bando republicano, pasó lo que tenía que pasar (esto

quiere decir: lo que, en buena parte, los conspiradores esperaban que

pasase), y nada más. Nada, o casi nada, podría haber ocurrido de otra

manera. Hay dos grandes elementos que explican esta tesis. El primero,

que queda fuera del ámbito de estas notas, son las especiales

características del mapa geopolítico francés en aquel momento;

características que hacían literalmente imposible que las izquierdas


francesas se mostrasen comprensivas con nuestra II República. La segunda

gran razón, que hoy si toca, es Austria.

Tan importante es el tema austriaco para explicar en qué estaban las

potencias europeas a partir del otoño de 1935 que, en realidad, de aquel

historiador que escriba sobre la no intervención, sobre el juego de apoyos de los

bandos de nuestra guerra civil, y no hable de Austria, tiendo a pensar que no

tiene demasiada idea de lo que escribe.

En Viena, pues, hay un hombre destrozado. Y hay otro acojonado. Este

otro es Franz von Papen, embajador alemán en Viena. Von Papen, en 1935,

temía, más que por su futuro político, por su vida. Las cosas habían cambiado

mucho desde los días, en realidad no tan lejanos en el tiempo, en el que el

nacionalisocialismo había necesitado de él, del presidente Hindenburg y de Kurt

von Schleicher, para subirse a los hombros del poder.

Para entonces, otoño de 1935, Franz von Papen consideraba que su

nombramiento como embajador fuera de Alemania tal vez le había salvado la

vida; pero también sabía que Heinrich Himmler había petado su embajada de

espías que, además de vigilar a los austríacos, enviaban constantemente

informes a Berlín sobre él. Von Papen, como hemos dicho, sabía que se había

salvado por los pelos de la purga del 30 de junio del año anterior y de la limpieza

de bajos de toda la derecha conservadora alemana (no sólo del NSDAP, no sólo

de las SA) que había llevado a cabo Adolf Hitler. Es evidente que Von Papen no

había caído en esa movida, pero a menudo se olvida que dos de las personas
que fueron fusiladas durante aquel aquelarre de ultraderecha eran

secretarios suyos. Von Papen, además, sabía que una de las personas

más cercanas Hitler, Hermann Göring, nunca le perdonaría haber osado

competir con él para ser ministro-presidente de Prusia. Probablemente, el

embajador pensaba que sólo era cuestión de tiempo que los nazis se lo

llevasen por delante; a menos que saliese bien lo de Austria. De hecho,

la decisión de enviarle a él de embajador a Viena no pudo, en mi opinión,

proceder de otra persona que del propio Hitler. Adolf Hitler, ya lo he dicho

en estos comentarios, era un señor que estaba muy loco, era muy

sanguinario y todo eso. Pero no se le puede negar que tenía dos

habilidades muy importantes para un líder: una retórica electrizante que

mesmerizaba a sus audiencias; y una impresionante habilidad a la hora

de manejar los tiempos. La habilidad del pescador que sabe cuándo ha

de soltar sedal, cuándo recogerlo suavemente, cuándo tirar, para hacer

que sea el propio pez, su víctima, el que labre su desgracia. El canciller

alemán conocía bien a Von Papen y sabía que era un personaje de moral

más bien de cristal; sabía, por lo tanto, que estaba, y vivía, acojonado con

la idea de que un día llamasen de madrugada a su puerta y, lejos de ser

el lechero del que hablaba Churchill en su célebre definición de la

democracia, fuese la Gestapo de Quique Himmler. A todos los hombres

del entourage conservador alemán les pasaba con Hitler lo mismo que al

espectador de cine con Ridley Scott y su primerAlien. Uno comienza a ver

la película, aprende que hay un tipo que es el capitán de la nave que se

lleva casi todos los planos (ergo, concluimos, es el prota) y, pasada media

hora, va el bicho y se lo carga. A partir de ese momento, la película


acojona; acojona porque ya no sabemos quién se va a salvar, porque si ha

muerto el prota, cualquiera puede morir. A la derecha alemana que había

encumbrado a Hitler le pasaba lo mismo con éste y con Röhm. Si el jefe de las

SA había muerto masacrado en una celda, ¿quién podía decir que tuviese el

gaznate garantizado? Esto era lo que pensaba Papen y, lo que es más

importante, Hitler sabía que lo pensaba. Por eso lo envió a Austria; porque

pensaba anexionarse el país, y necesitaba tener al frente de su diplomacia a un

tipo que estuviese dispuesto a morderle el culo a un oso Kodiak por conseguirlo.

El problema para el Sito CaraPapen es que la cosa no iba bien. En el

otoño de 1935, Von Papen llevaba ya un año trabajándose a la alta sociedad y

a la clase política vienesas, con escasos éxitos. Ni siquiera había logrado un

acercamiento con la iglesia católica del país, misión ésta para la que claramente

había sido elegido teniendo en cuenta su perfil.

Berlín necesitaba llevarse bien con Viena. En el corto plazo, para así

rebajar las dudas de la iglesia católica germanoparlante hacia los intereses,

dialéctica y objetivos del nacionalsocialismo; y, en el largo plazo, para poder

tragársela, como por otra parte Hitler había deseado y formulado desde que tuvo

capacidad de desear o formular algo en serio (es evidente que, para Hitler, él

mismo era el ejemplo de que Austria y Alemania tenían que ser la misma nación.

Ambas eran, como diría Ramiro Ledesma, una unidad de destino en lo universal).

Austria no se negaba a estas buenas relaciones, a pesar de la gran cagada del

golpe de Estado y el asesinato del canciller Dollfuss (del que apenas hablaremos

más que esta cita, para intentar transmitirle al lector con eficiencia la idea que
mucho más importante fue lo que ocurrió después). Eso sí, Viena ponía

una condición irrenunciable: su independencia. Austria firmaría acuerdos,

se mutualizaría con Alemania si era lo que el Reich deseaba. Pero en

modo alguno dejaría de ser Austria. O sea, justo lo contrario de lo que

Hitler quería. Papen tenía, pues, un problema, y gordo. Austria no estaba

dispuesta a hacer toda su política exterior depender de la alianza con un

país gobernado por un partido que en su propio país era ilegal (bueno:

para ser más exactos, que había intentado hacerse con el poder por la

violencia). Y, además, tampoco quería tener un solo amigo en Europa,

porque tenía serios vínculos comprometidos con Italia (apoyados en el

llamado Frente de Stresa, esto es el pacto firmado en abril de aquel año

por Francia, Inglaterra e Italia, en el sentido de conservar los términos de

Locarno y afirmar explícitamente la independencia de Austria).

En realidad, la Biblia de las relaciones exteriores austríacas era el

denominado sistema de protocolos de Roma, esto es el conjunto de

acuerdos firmados el 17 de marzo de 1934 entre Benito Mussolini, el

canciller Dollfuss y el jefe de gobierno húngaro Gyula Gömbös. Los

protocolos de Roma fueron una reacción a la llegada de Adolf Hitler al

poder y el intento de crear una entente propia en Europa Central,

diferenciada de Berlín. En la práctica, eran unos papeles que suponían

que dos enanos, Austria y Hungría, se colocaban debajo del paraguas de

una supuesta potencia europea: Italia. Todo, en la vigencia de los

protocolos, dependía de la actitud de Roma y del Palacio Venecia. De

hecho, sólo los necios creen que la argamasa que unió a Hitler y Mussolini
fueron sus comunes convicciones fascistas; Alemania hizo mucho por conseguir

que Italia cambiase de bando, y casi nada de lo que hizo tuvo contenido

ideológico.

En aquel otoño de 1935, en cuando Schuschnigg estuvo en condiciones

de escuchar despachos de trabajo, Franz von Papen lo atacó, ya bastante

presionado por Berlín para conseguir algo, ofreciéndole la posibilidad de firmar

un pacto bilateral entre Austria y el Reich. Eso sí, confesó, cuando el austríaco

lo presionó, que hablaba a título personal, pues no tenía encargo oficial de iniciar

las negociaciones ni de Konstantin von Neurath, ministro de Asuntos Exteriores

del Reich; ni, mucho menos, del Reichsführer, Adolf Hitler.

La conversación tuvo lugar en los pasillos del teatro donde la Filarmónica

de Viena, esa misma orquesta que deleita al mundo con los valses de Año

Nuevo, estaba interpretando el concierto de inauguración de la temporada de

invierno 1935-1936. El momento fue cuidadosamente escogido en Berlín. En

aquel instante, todavía era posible que las potencias occidentales decidiesen no

achantarse ante los movimientos del Duce en Abisinia, que hubiese guerra entre

algunos de los países europeos a causa de la cuestión etíope. Hitler sabía que

un ruido de sables que se dirigiese hacia Roma debilitaba automáticamente a

Austria (al primo de Zumosol de los protocolos de Roma le salían competidores

en el patio; competidores que, asimismo, eran cofirmantes del frente de Stresa),

y por eso ordenó a Von Papen que diese el paso, eso sí, sin comprometer su

propia palabra. Como vemos, de nuevo el dominio de los tiempos.


Hitler, esto es cosa bien sabida, tenía dos preocupaciones, una en

cada fachada de su casa: Francia, y la URSS. Stalin, cuando menos de

momento, no tocaba pito en 1935. La cuestión era mantener una

supremacía militar respecto de Francia, y para eso era necesario, como

le había dicho al Führer el general Werner von Fritsch, entonces uno de

sus principales estrategas, «cubrir el flanco amenazado».

Ese concepto de «flanco amenazado», en un teórico terreno natural

de Alemania como es Europa Central, venía provocado por las probables

complicaciones provocadas por el imperialismo romano en Abisinia, así

como los pactos franco-soviético y, sobre todo, franco-checoslovaco (de

alguna manera, todo en la preguerra mundial lo condiciona el acuerdo

estratégico entre Checoslovaquia y Francia, fruto del papel de árbitro de

Europa, un poco al modo de Estados Unidos con el mundo actual, que

París se autoconcedió tras la Gran Guerra).

La llegada al poder del NSDAP en Alemania había provocado un

rosario de iniciativas tendentes a aislarlo en Europa central, lo cual

equivale a decir no dejar que Hitler sintiese que su flanco oriental estaba

resuelto; motivo por el cual se habían firmado los protocolos de Roma

(que generaban una especie de entente en la parte sur del área, con Italia

de mamporrero, además de ligar la cuestión del futuro de Yugoslavia a la

voluntad de los firmantes, y no de Hitler).Asimismo, por esa razón se había

creado el frente de Stresa (en buena parte, también provocado por la

hostilidad del canciller alemán hacia Locarno), y Francia se había


apresurado a sentar sus reales en la zona pactando con los checoslovacos un

acuerdo de asistencia mutua que habría de dar tantos problemas en 1938, y que

venía tácitamente avalado por el hecho de que Inglaterra tenía el compromiso

moral de seguirlo aunque no lo hubiese firmado (cosa que no hizo en el 38, como

sabemos, convirtiéndolo en papel mojado ante las mismas narices del presidente

Benes). La acción de Etiopía tenía la potencialidad de cambiar todo este

esquema (tal vez ahora el lector entienda por qué las potencias occidentales

fueron tan tibias y, a la postre, le dejaron hacer a Mussolini), de revolver un río

donde Hitler estaba deseando tirar su caña.

La intención de Berlín era triple: trabajar para que las tensiones entre Italia

y Francia/Inglaterra no se atenuasen; no hacer nada para provocar más

reacciones de Francia en Europa Central de las que ya había concretado; y, aun

así, conseguir algún tipo de ventaja. Esto pasaba, pues, por acercar a Austria a

su círculo, pero haciéndolo de forma de que no provocase el pánico en las

cancillerías occidentales.

Hitler decidió llevar a cabo esos objetivos de una forma bastante

temeraria, ya que venían a coincidir con la incipiente preparación de la

reocupación militar de Renania y la denuncia del tratado de Locarno; acciones

ambas que, aun en su fase de proyecto, habían despertado el miedo tanto en la

Wilhelmstrasse de Berlín (Ministerio de Asuntos Exteriores), como en la

Bendlerstrasse (Ministerio de la Guerra).


La tibia reacción de las potencias era algo que se mascaba en el

ambiente, sobre todo al calor de lo que estaba pasando con Etiopía. Este

tendría un efecto eléctrico en los edificios gubernamentales de los

Estados de Europa central, los cuales, inmediatamente, comenzaron a

sentirse inermes ante la pujanza alemana, máxime si, como ya se

comenzaba a hablar, además Berlín llegaba a algún tipo de colaboración

con Roma. La primera fue la Polonia del coronel Beck, que rápidamente

buscó elementos de acuerdo con Alemania. Pero detrás fueron

Yugoslavia, Bélgica, Rumanía, Suiza…

… y, cómo no, Austria.

El año 1936, que tan resonantes recuerdos nos presenta a los

españoles, fue también muy importante para Austria. Los primeros tres o

cuatro primeros meses de esta anualidad marcan el punto en el cual el

conservadurismo en el poder en Austria, nominalmente en el marco de un

sistema democrático parlamentario pero en la realidad en un sistema

semiautoritario, llega a la conclusión de que puede llegar a un pacto con

Hitler que le permita preservar su identidad. Dos factores fundamentales

colaboraron para construir esta errónea convicción. Los siguientes

párrafos están destinados a apuntarlos.

Durante las primeras quince semanas de aquel año, el canciller

Schusschnigg resumió buena parte de su actividad en diversos

encuentros con los altos representantes de la embajada italiana en Viena,


todos ellos hombres de confianza de Mussolini, que le prometían, una otra vez,

que el acercamiento, cada vez más evidente, entre Roma y Berlín, no afectaba

en nada a la cuestión austríaca.

La opinión informada y experta del pequeño país, sin embargo, sabía que

no era así. Cualquier persona medianamente informada y con los pies en la tierra

sabía que desde enero de 1935, es decir el referendo por el cual el pueblo del

Sarre votó volver a ser alemán, la política del NSDAP en el oeste de Europa

había, como escribiría el general Franco, alcanzado sus últimos objetivos. Ahora,

a los alemanes les quedaba el este, que era donde estaban los teatros de su

Anchluss,de su Lebensraun, y de todos los elementos que alimentaban el

imperialismo nacionalsocialista, una vez que la expansión colonial, que había

sido uno de los fulminantes de la primera guerra mundial, había, por así decirlo,

pasado geopolíticamente de moda.

En este proceso, y a pesar de la decidida apuesta de los socialcatólicos

del Volksbund por el mantenimiento en el Sarre del estatus de la Sociedad de

Naciones, el poder austríaco había permanecido neutral. La base de esa

neutralidad, de esa indiferencia hacia el cambio de prioridades del Führer, era el

desconocimiento básico que los austríacos tenían del político de Linz y,

consecuentemente, una prueba más de lo fácilmente que erraban al juzgarlo. El

Sarre, pensaban los austríacos, había sido alemán hasta 1918, y Austria nunca

había sido alemana; Austria, de hecho, había sido el centro de una potencia en

condiciones de competir, o aliarse, con la propia Alemania, y más antigua que

ésta como nación. Así pues, los políticos austríacos en el poder, cuando eran
conminados a pensar de que el tema del Sarre podría acabar siendo el

tema de Austria, contestaban, más o menos, con esa famosa frase de

Felipe González: «constato que no me afecta».

La seguridad de los austríacos tenía, además, mucho que ver con

el fracaso del putsch de la era Dollfuss que, en su opinión, había supuesto

para Hitler una derrota parecida a la de 1923 (y no deja de tener coña el

símil, porque si es verdad que Hitler fue derrotado en su golpe de Estado

de 1923, encarcelado y tal, no lo es menos, y esto es algo que los analistas

austríacos tenían delante de sus narices, que había sido capaz de renacer

de sus cenizas y conquistar el poder). Lo cierto es que la muerte de

Dollfuss es una buena expresión de ese concepto de autoayuda que dice

que en la vida hay que errar y saber aprender de los fallos; porque había

servido para que Hitler cambiase de táctica, tratando de tener cerca a

Austria; pero no de objetivo. El 25 de julio de 1934, cuando la montó

leoparda en Viena, el Führer quería anexionarse Austria; y en marzo de

1936, también.

Hitler, como es bien sabido, reaccionó a la victoria del Sarre,

esperada por todos de alguna manera, con su célebre decisión de marzo

de 1935 en el sentido de repudiar las cláusulas de índole militar del tratado

de Versalles. A eso seguiría la remilitarización de Renania y, finalmente,

en marzo de 1936, la denuncia de las condiciones militares establecidas

en el tratado de Locarno. A todo esto, sin embargo, Viena asistió con

afectada indiferencia.
El Kurt von Schusschnigg que partió, a finales de marzo, hacia la capital

de Italia, con la intención de atender a una conferencia de los países signatarios

de los protocolos de Roma, era un canciller ampliamente deseoso de llegar a un

acuerdo con Alemania para firmar un pacto de colaboración mutua. Sentía que

Italia era cada vez más tenue, que Alemania era cada vez más fuerte y

descarada, y que las dos verdaderas columnas del status quo europeo creado

tras la primera guerra mundial: Francia e Inglaterra, eran dos maulas. Estaba

totalmente convencido de que podía negociar con los nacionalsocialistas una

solución que hiciese de Austria un pasillo por el que pasarían los nazis cantando

Die Fahne Hoch camino de Checoslovaquia, Rumania y toda la pesca, mientras

ellos seguían manteniendo su identidad, su independencia y su todo.

Pero, además, había otro factor. Porque Schusschnigg no era nada feliz

dependiendo de Italia, en buena parte por razones internas.

Mussolini había convocado aquella conferencia de Roma para convencer

a los co-signatarios de que, a pesar de la cuestioncilla de Etiopía, seguían siendo

amigos para siempre means you’ll always be my friend. El Duce italiano les

repetía a los representantes internacionales que no había renunciado a tener

una presencia geopolítica a las orillas del Danubio e, incluso, de cuando en

cuando, incluso permitía que se sugiriese que el verdadero interés de Inglaterra,

que no era otro que garantizarse que, en caso de guerra, podría atacar el flanco

occidental alemán desde Italia, era negociable. Londres, sin embargo, no

tragaba ese anzuelo. En 1936, Mussolini llevaba ya más de una década al frente
de Italia, y eso quiere decir que mucha gente en Europa, y desde luego el

Foreign Office, tenía ya una idea cabal de lo que valía su palabra (hecho

éste, por cierto, que Hitler tuvo también siempre claro; en puridad, en

posible que las únicas personas con las que Mussolini se portase de forma

totalmente recta, honrando los compromisos que adquirió, fueran los

conspiradores españoles de derecha que querían derribar la II República).

Los ingleses seguían presionando para que se aprobasen

sanciones contra Italia, e incluso el embargo del petróleo. En Francia, por

su parte, el gobierno proclive a la entente con Italia, presidido por Pierre

Laval, había caído, y ahora se encontraba al frente del consejo Albert

Sarraut; éste, sin embargo, no estaba para asuntos internacionales, pues

bastante tenía con intentar ganar las elecciones con un margen suficiente

como para poder crear un gobierno puramente de izquierdas. Mussolini

sabía que esto último era posible, como sabía, en el momento de la

conferencia, que en España había subido al poder un Frente Popular que

se radicalizaría hacia la izquierda progresivamente, por mucho que

Manuel Azaña lo vendiese con un gobierno de centro con Rita Irasema de

ministra del Interior. Esta confluencia en dos países tan cercanos a su

patio le desazonaba, y era por eso que decidió que tenía que hacer gala

de distanciamiento respecto de Berlín; y, para escenificar tal cosa, escogió

sus intereses en el Danubio y, sobre todo, la cuestión austríaca.

[Espero que entiendas, lector, tras repasar las últimas líneas, que

si pensamos en la ucronía de que Francia se hubiese implicado de hoz y


coz a favor de la República en la guerra civil española, la reacción de Mussolini

habría sido, no enviar más soldados o más aviones o tal, sino denunciar que

Francia, con ese movimiento, estaba rompiendo el frente de Stresa y

traicionando el espíritu de los protocolos de Roma. Una situación que París en

general, y las izquierdas políticas francesas muy en particular, no se podían

permitir por lo que pudiera suponer de distanciamiento con Londres y,

consecuentemente, debilitamiento de su posición geopolítica frente a Alemania,

por no hablar de que la fortísima oposición de derechas habría encontrado

muchos argumentos para encenderle el pelo al Elíseo, al palacio de Matignon, al

Quay d’Orsay y hasta al Moulin Rouge. Lo cual me lleva cuando menos a mí a

la conclusión de que la indiferencia gabacha ante la guerra civil española fue una

actitud impitoyable].

Cuando el canciller austriaco le comentó al Duce que estaba pensando en

una normalización de relaciones con Alemania (como decía Gila en su sketch

del pailán con boina: me habréis matao al canciller, pero me he reído…),

Mussolini casi le da un beso de tornillo glossy, glossy, de la [fingida] alegría que

le dio. En una reacción muy típica de Mussolini, se engalló frente al vienés,

dándoselas de que Hitler se lo debía todo («si ha superado su aislamiento

internacional ha sido gracias a mí», le dijo con un par) y se ofreció a mediar,

como siempre. La mediación de Italia es lo mejor que puedes tener, le dijo,

porque «estos tipos de Londres y París no han sido capaces de ponerme de

rodillas».
El Duce había olido la traición. Se puso muy contento, sí, pero en

realidad la confesión de Schusschnigg le sentó como un tiro en el testículo

izquierdo. Suponía que Austria parecía virar para salirse de su perímetro

de influencia y eso, obviamente, no le gustó, porque Mussolini necesitaba

ser muro de carga en la cuestión austríaca para conseguir lo que

realmente buscaba, esto es que Londres y París le respetasen y le

buscasen como aliado.

La conversación, además, no le gustó demasiado a Schusschnigg,

dado que estaba buscando precisamente lo que Mussolini había

sospechado. Él, personalmente, no gustaba del fascismo italiano; pero,

además, sabía que en la sociedad austríaca había densas capas de

personas que tenían el mismo sentimiento; y que él, como canciller, tenía

un problema gordo con los grupos políticos proitalianos (expresión que

utilizaremos aquí para designar el profascismo italiano; porque, amigo

lector, si eres de ésos que piensas que el fascismo es Uno, Grande y

Libre, y que, en consecuencia, quien es promussoliniano ya es, per se,

pronazi, o te lo quitas de la cabeza o dejas de leer estos posts, porque no

vas a entender nada).

La organización más cercana al fascismo italiano en Austria era la

Heimwehr, un proyecto puesto en marcha por el sacerdote y político

socialcristiano Ignaz Seipel para crear un contrapoder a la

socialdemocracia y, sobre todo, la Schutzbund, una organización

paramilitar de corte marxista. En principio, pues, no se trataba de un


conglomerado sociopolítico fascista; pero dada su misión, pronto la eclosión del

fascismo italiano lo proveyó de un catón en el que mirarse. Consecuentemente,

la Heimwehr viró rápidamente hacia soluciones teóricas de corte fascista.

Por su parte, el partido socialcristiano propiamente dicho tenía demasiada

debilidad en votos como para poder aspirar a gobernar el país, que era lo que

habría necesitado Von Schusschnigg para poder apoyarse en otro que no fuese

la Heimwehr. Por otra parte, no que olvidar que en Austria existían, a pesar de

la agitada Historia reciente, formaciones políticas, como la Gran Alemania o el

Landbund o Partido Agrario, que propugnaban la inmediata fusión con el Reich.

El conglomerado de fuerzas sociales y políticas germanistas había

logrado un éxito en 1931, cuando el policía y breve canciller Johann Shober logró

iniciar negociaciones con el ministro germano de Asuntos Exteriores Julius

Curtius, para crear una unión aduanera entre ambos países; proyecto que, sin

embargo, fue vetado por Italia, Francia e Inglaterra.

A la muerte de Seipel, incluso antes, el Heimwehr fue colocado bajo la

dirección del príncipe Ernst Rüdiger von Starhemberg, que era decididamente

más proitaliano que proalemán. Fue el príncipe, y su distancia respecto de Berlín,

quien puso la Heimwehr al servicio del malhadado canciller Dollfuss, que

necesitaba tener un contrapoder a la creciente influencia del Landbund y la Gran

Alemania. Fue la organización inicialmente impulsada por el cura Seipel la que

hizo posible que Dollfuss convirtiese un régimen parlamentario en algo muy

parecido al franquismo, para que nos entendamos.


Esto, sin embargo, había pasado en 1934, y tal. En 1936, cuando

el canciller Schusschnigg estaba rumiando la famosa oferta de Von Papen

en la sala de conciertos, ya tenía bastante claro que no le quedaba otra

que prescindir de los Heimwehren como apoyo gubernamental. Además,

ya el príncipe Starhemberg había tenido que limpiar su organización de

un ala peligrosamente cercana a los camisas pardas: la de Emil Fey.

Sólo había dos organizaciones que le plantasen cara a la

Heimwehr: las izquierdas y la Iglesia católica. Por lo que respecta a las

primeras, habían sido severamente castigadas tras la insurrección

socialista de febrero de 1934. En cuando a la segunda, eran varios los

teólogos católicos que habían advertido contra la fascistización de Austria,

a través de diversas tomas de posición de las cuales la más famosa es el

llamado Programa de Linz. Además, desde la propia jerarquía existía una

resistencia al proceso, encabezada por el arzobispo de Linz, Johannes

Maria Gföllner. Asimismo, hay que tener en cuenta que la Heimwehr tenía

el problema del directo enfrentamiento entre su principesco jefe y la

segunda figura del Estado austríaco, el burgomaestre de Viena, el anciano

Richard Schmitz. Por último, el príncipe tenía un acérrimo enemigo más

en el propio gabinete, en la persona del ministro de Asuntos Sociales,

Josef Dobretsberger, un cristiano progresista con el que las tenía

dobladas en las sesiones del consejo de ministros.


Explicamos todo esto porque es importante para entender por qué Kurt

von Schusschnigg llegó a pensar que un acuerdo con Alemania sería tan

positivo, y a la vez tan fácil. Recapitulando: creía que Hitler siempre respetaría

la histórica independencia nacional austríaca y, además, lo veía como una

medida necesaria para poder abordar la defenestración de la Heimswehr del

gobierno, lo cual quiere decir recortar la capacidad de influencia italiana en

Austria, porque aquella organización era el principal baluarte que tenía el

fascismo de camisa negra en el país.

Como se ve, todo el montaje dependía de que Hitler fuese menos

tocapelotas que Mussolini. Visto en la distancia de la Historia, parece de chiste.

Los primeros contactos entre Von Papen y Von Schuschnigg habían

comenzado, realmente, apenas un poco antes del famoso concierto en el que se

sacó por primera vez la idea de un pacto sólido entre ambas naciones. En

realidad, Von Papen conoció al canciller austríaco el 1 de mayo de 1935, durante

la fiesta de la Constitución. Viejo y hábil diplomático, Papen supo excitar, a un

tiempo, el germanismo de Von Schuschnigg y sus enormes ganas de deshacer

su pacto de gobierno con el príncipe Starhemberg.

Von Schuschnigg, en todo caso, no era ningún tonto. La información de

que disponía, y la actitud del embajador alemán, le hicieron sospechar, desde el

primer momento, que Berlín consideraba un eventual acuerdo con Viena como

un caballo de Troya. Sin embargo, probablemente obsesionado con la idea de

que Mussolini era quien resultaba realmente peligroso (porque a toro pasado es
muy fácil escribir las cosas; pero la Historia de la preparación de la

segunda guerra mundial no se puede escribir ni entender sin la cantidad

de veces, y la cantidad de personas, que despreciaron a Adolf Hitler como

un pobre diablo que, a la larga, sería incapaz de agredir a nadie), se creía

en la capacidad de firmar a un acuerdo que otorgase una posición sólida

a Austria en el concierto europeo; acuerdo que luego él sería capaz de

revolver a su favor. Ni siquiera el famoso gesto de Berlín, en lo peor de

sus relaciones con Austria, de imponer una tasa impagable de 1.000

marcos a los turistas que cruzasen a Austria (medida que arruinó a los

pueblos alpinos), le percató de lo contrario.

El gran punto de fricción, en cualquier caso, era el

nacionalsocialismo austríaco. Von Schuschnigg estaba dispuesto a tomar

medidas que fuesen agradables para los ultranacionalistas y los

pangermanistas austríacos; pero no a los nacionalsocialistas. Por mucho

que lo intentó Von Papen, no logró ganarlo a la idea de que permitiese la

entrada de algún personaje nacionalsocialista en el gobierno austríaco. A

lo más a lo que se mostraba dispuesto era a otorgar sitiales en el consejo

de ministros a personajes conocidos por su nacionalismo exacerbado,

como el militar Edmund Glaise-Hostenau (quien, de todas formas,

acabaría sintiendo una Perturbación en la Fuerza, siguiendo la llamada

del Lado Oscuro, convirtiéndose en la mano derecha de Arthur Seyss-

Ynquart, y siendo, a la postre, general del ejército alemán durante la

guerra).
En la nómina de negociadores y de personas que estaban en el secreto,

no hay que olvidar a Guido Schmidt, entonces un prometedor diplomático oriundo

de Voralberg que ocupaba la dirección general adjunta del gabinete del jefe del

Estado austríaco, Wilhelm Miklas; pero que, al mismo tiempo, era probablemente

el político mejor relacionado en asuntos diplomáticos y exteriores en toda la

Administración austríaca. Miklas estaba acostumbrado a discutir hasta la

guarnición de los filetes con Schmidt, lo cual convertía a éste en el tercer hombre

mejor informado de Austria, después del propio Von Schuschnigg, y de Hitler.

Ambos pesos pesados de la política danubiana, Von Schuschnigg y

Schmidt, visitaron a Mussolini en su finca de Rocca della Caminate, en junio de

1936. El Duce los recibió en su despacho de trabajo, casi tan ampuloso como el

que poseía en el Palazzo Venecia, y de un excelente buen humor, tal y como

solía estar en aquellos tiempos casi todo el día. Tras soltar una serie de polladas

sobre aquel lugar de la Romaña que tanto amaba y sobre la casa que ocupaba,

se arrancó a hablar de la situación mundial. No se cortó un pelo a la hora de

decirle a los austríacos que consideraba el conflicto por Etiopía como agua

pasada, que había conseguido conservar su importancia continental y que, de

hecho, estaba seguro de estar a punto de llegar a acuerdos permanentes muy

provechosos con sus vecinos de continente, especialmente con Londres. Se

preocupó mucho en dejar claro a sus interlocutores que todos aquéllos que lo

consideraban un simple anexo de Hitler se equivocaban. Con esa retórica tan

suya, el romañés coqueteaba sin ambages con la idea de que, en realidad, fuese

el cabo alemán el que iba a rebufo de su bicicleta.


Von Schuschnigg lo vio tan sobrado que pensó que era el mejor

momento de compartir con él su proyecto tan querido: alcanzar un

acuerdo con Berlín que sirviese para normalizar las relaciones entre

ambos países. Un acuerdo basado en la asunción, por parte alemana, de

la independencia austríaca y la no intervención del NSDAP en la política

vienesa. A cambio, ambos países sintonizarían la misma onda en asuntos

exteriores.

El acuerdo, prosiguieron los austríacos, serviría para eliminar de

Europa central un elemento de tensión ilógico que hacía ver el sistema de

los protocolos de Roma como una entente antialemana. Era necesario,

prosiguieron los danubianos, hacer todo aquello para reforzar en el área

la resistencia contra la URSS, toda vez que ésta parecía estar

consiguiendo éxitos parciales: primero, con el gobierno del Frente Popular

en Francia; y, segundo, con el que llevaba el mismo nombre en España.

Con aquel acuerdo, Italia podría ocuparse de África sin preocuparse de

Europa. Von Schuschnigg informó a Mussolini, en los términos más

categóricos que supo, de que en todo momento se le había dejado claro

al gobierno alemán que los protocolos de Roma eran intocables, porque

suponían una red de ayuda que en el futuro seguiría siendo necesaria

para Austria.

En suma, venían a solicitar que Roma auspiciase el acuerdo entre

Berlín y Viena, para así consolidarlo.


Los austríacos, probablemente, esperaban sinceramente una reacción

positiva del Duce. Pero se llevaron una sorpresa. Calcularon mal. Tres meses

antes de aquel encuentro, a Mussolini le parecía cojonudo un acuerdo

austrogermano, como medio para presionar a las potencias occidentales,

Inglaterra y Francia, creando un espacio cercano a Hitler en Europa central. Pero

ahora que los conflictos de Italia, sobre todo con Londres, se habían enfriado, y

las posibilidades de algún tipo de acuerdo se reputaban más cercanas, ya no le

parecía tan buena idea. Mussolini sabía bien que el levantamiento de las

sanciones de la Sociedad de Naciones contra Italia era cosa decidida, y que los

ingleses manejaban la posibilidad de retrotraer las medidas especiales de

vigilancia y seguridad en el Mediterráneo. Londres, París y Bruselas parecían

cada vez más proclives a negociar un nuevo Locarno. En tal situación,

encabronar a Londres era la peor de las ideas posible.

Sin embargo, todo eso, o más bien la participación de Italia en todo eso,

de igual a igual con el resto de grandes potencias, pasaba porque las potencias

occidentales tuviesen la sensación de que podían usar a Mussolini como

contrapoder de Hitler en Europa central. Si se firmaba un acuerdo entre Austria

y Alemania con el beneplácito de Italia, toda esa sensación se iba al carajo, y

Mussolini podía olvidarse del papel de árbitro de Europa con el que soñaba.

Lo que más cabreaba a Mussolini, además, es que, a pesar de tener todas

esas potísimas razones, no podía negarse al acuerdo; eso habría supuesto

malquistarse con Berlín, y necesitaba la amistad con Hitler para jugar en las

reuniones internacionales al juego de «me necesitáis, muchachos». El


movimiento de Von Schuschnigg, de hecho, le obligaba a quitarse la

careta, y a elegir; y su elección tenía que ser Hitler, no por ideología, como

muchos piensan, sino por simple y pura geopolítica.

Así pues, Mussolini les dio a los austríacos un montón de buenas

palabras, pero pronunciadas con una frialdad tal que a ninguna persona

versada en lenguaje gestual diplomático le dejaban de demostrar que todo

lo que le contaban le sentaba a cuerno quemado.

El 8 de julio de 1936 fue la fecha escogida por el gobierno austríaco

para oficializar su luna de miel con Berlín. Ante un coro de periodistas

extranjeros, el ticket Schuschnigg/Schmidt, acompañado por Richard

Schmitz, burgomaestre de Viena, y del director del departamento político

del ministerio de Asuntos Exteriores, Homborstel, entre otros, anunció

oficialmente, por primera vez, la conclusión inminente de un tratado con

el III Reich. En una circular confidencial que envió a sus embajadas, el

canciller austríaco declaraba que dicho tratado incluiría en su clausulado

el reconocimiento explícito e indubitado de la independencia de Austria; el

compromiso alemán de no inmiscuirse en los asuntos austríacos; la

aceptación de la condición sustancial de los protocolos de Roma. Y que,

por último, «el nacionalsocialismo no podría ser un factor político en

Austria». Todo compromiso a favor del NSDAP era la vaga promesa de

una amnistía de los militantes que se encontrasen encarcelados.


Visto con la distancia del tiempo, cabe preguntarse exactamente para qué

pensaba Schuschnigg que iba a firmar Hitler un acuerdo de estas características.

En la tarde del día siguiente, 9 de julio, Schuschnigg ofreció una nueva

conferencia de prensa. La razón de esta segunda convocatoria, en la que se hizo

arropar por un ejército de periodistas oficiales, era, probablemente, Ernst Karl

Winter, vice-burgomaestre de Viena y, en ese momento, quizá la persona, dentro

de los círculos gubernamentales, más opuesta a un acuerdo con Alemania.

Horas antes, ambos habían tenido una conversación en la que Winter vaticinó

las mayores catástrofes interiores y exteriores para Austria si se firmaba dicho

acuerdo. Ambos políticos habían terminado muy malamente. Ahora,

Schuschnigg sabía que Winter preparaba un folleto contra el acuerdo, en el que,

entre otras cosas, proponía la instauración de un régimen monárquico de fuerte

contenido social que permitiese el acuerdo y la reconciliación con las izquierdas.

Este tipo de movimientos aceleró el proceso de perfeccionamiento del pacto con

los germanos, que ya de por sí había sido acelerado, sobre todo, por Guido

Schmidt tras el encuentro con Mussolini, porque en el mismo los austríacos

habían quedado convencidos de que el romañés no se opondría oficialmente al

pacto; pero, al mismo tiempo, era capaz de mover hilos para bombardearlo por

debajo de la mesa.

La presión de Winter no hizo sino exigir que las cosas fuesen más rápido

aún, y el 11 de julio, finalmente, el acuerdo austroalemán fue publicado.


Existen testimonios sobrados de cómo se recibió el acuerdo de 11

de julio de 1936 en Viena y en Berlín. Por lo que se refiere a la primera de

las ciudades, Von Schuchsnigg, en varias conversaciones que han

quedado registradas en los recuerdos de sus interlocutores, venía a decir

lo siguiente: «Desde ahora, las relaciones entre Austria y Alemania han

quedado fijadas de forma definitiva. El III Reich ha reconocido la

independencia de Austria, por lo que la creación del décimo land alemán

ha quedado totalmente fuera de la agenda de la campaña contra los

tratados de paz, que Hitler considera impuestos por la fuerza e inmorales.

Hitler ha ofrecido generosamente al mundo un conjunto de tratados de

garantía bilateral. Su posición geopolítica no le permitirá considerar papel

mojado el primer tratado de este tipo que ha firmado, excepción hecha de

la convención con Polonia, que en realidad es un armisticio».

En Berlín, mientras tanto, no cabían en sí del gozo. El entourage

de Hitler no hacía sino repetir que aquel acuerdo no era el final de nada,

sino el comienzo. Incluso había importantes elementos del partido nazi

que consideraban innecesario pelear por la Anschluss de Austria. Con el

tiempo, pensaban, bastaría con que las políticas interior y exterior del país

fuesen dictadas desde Berlín.

Lo realmente importante, en todo caso, es que ambas partes

hacían interpretaciones distintas, en algunos puntos incluso radicalmente

opuestas, de lo que habían firmado.


[¿Qué lección nos importa a nosotros, los españoles, de lo aquí contado?

Lo que debemos de tener claro es que exactamente una semana antes de que

se produjese el golpe de Estado militar de Mola/Sanjurjo, al que finalmente haría

una OPA el general Franco, a lo que estaba el mundo era a otra cosa. Era a la

novedad que suponía que la relación de fuerzas diplomática en Europa Central

hubiese cambiado radicalmente. Hitler, que todavía no se había apiolado

Checoslovaquia, llegaba a un acuerdo con Austria que hacía sospechar a las

potencias occidentales, no ya la Anschluss finalmente producida, pero sí, desde

luego, el alineamiento de Berlín y Viena, esto es la obtención de un nuevo aliado

en el ámbito internacional para Hitler, que lo hacía más fuerte en el ámbito

europeo como para forzar un nuevo Locarno (un nuevo Versalles, digamos para

quienes tienen una visión más simplista del ascenso del nazismo alemán y su

relación con la primera guerra mundial) y, consecuentemente, cambiar la

relación de fuerzas en el continente en un giro casi copernicano.

Esto ocurría, además, en un momento en el que la URSS no podía

considerarse un aliado sólido, hecho éste que bien se demostraría tres años

después con el pacto Molotov-Ribentropp; así pues, esa visión naïf de la que

vive una parte de la historiografía española desde hace décadas, que amalgama

a todas las fuerzas políticas a la izquierda de la CEDA en la sinécdoque «fuerzas

democráticas», estaba lejos de ser cierta en el ámbito de las diferentes naciones

que apoyaban a unos y a otros. En Europa estaba muy lejos de existir un Frente

Popular de naciones. De hecho, Inglaterra y Francia, en ese momento, estaban

mucho más cerca de entenderse con Mussolini que con Stalin; y, si no fue así,

fue por lo bien que jugó sus cartas Adolf Hitler, entre otros sitios, en Austia.
El cambio en la relación de fuerzas Europa se produjo, como digo,

exactamente una semana antes de estallar la guerra civil española. Esto

hace que lo que los políticos republicanos creían que podía pasar,

demandaron en sus memorias, y han criticado ácidamente sus turiferarios

desde entonces, esto es que Inglaterra y Francia se embarcasen en un

decidido apoyo de la República española con armas e incluso tropas, por

aquello de defender la democracia española (ellos, que estaban

considerando seriamente llegar a acuerdos sólidos con la «democracia

italiana»), resultaba imposible. Las llamadas potencias europeas

occidentales recelaban de que, de hacerlo así, en realidad estuviesen

haciéndole el caldo gordo a la URSS, de cuyas intenciones nadie estaba

seguro de esta orilla del Don hasta Cádiz. Y, sobre todo, estaban mucho

más interesadas en reasentar equilibrios ahora en peligro en Europa

Central, y ese objetivo mayor les movía a ser notablemente cautos en

cada movimiento.]

La prensa austríaca del 12 de julio destacaba unánimemente, tras

haber sido adecuadamente «trabajada» por la Cancillería, que el acuerdo

suponía que el movimiento nacionalsocialista ilegal de Austria estaba

condenado. En un efecto parecido al que podría haber introducido en el

bando republicano de la guerra civil española el pacto Molotov-Ribentropp

de haber continuado la guerra entonces, la prensa austríaca se jactaba

del hecho de que, manteniendo planes insurreccionales contra el Estado,

el nacionalsocialismo local no sólo se convertía en un traidor a su país,


sino al propio Hitler. Esta interpretación de la opinión publicada era incluso más

ciegamente optimista entre las elites gobernantes, que de hecho estaban

convencidas de que el nacionalsocialismo alpino, tras el acuerdo, se

despoblaría.

El 22 de julio llegó la primera consecuencia del acuerdo: fue permitida la

venta en Austria de los periódicos alemanes Essener National-Zeitung (el

periódico controlado por Göring), Deutsche Algemeine Zeitung, Berliner-Boersen

Zeitung, Berliner Tagblatt y Leipziger Neuesten Nachrichten. A estos venía a

unirse el Frankfurter Zeitung, que nunca había sido prohibido. Por su parte,

Alemania abrió sus fronteras a la entrada del Wiener Zeitung, así como Wiener

Neues Journal, la edición vienesa de la Volkszeitung, el Grazer y la Linger

Tagespost, más la Neue Freie Presse, que ya estaba autorizada.

Ese mismo día, además, el gobierno austríaco proclama la amnistía

prometida en el acuerdo. Quedaban en prisión 224 nacionalsocialistas que se

enfrentaban a cargos por terrorismo, fundamentalmente relacionados con el

golpe de 25 de julio de 1934 y la muerte de Dollfuss y once militantes socialistas.

Contra lo que pensaba la Cancillería de que los nacionalsocialistas austríacos

estaban de capa caída y lo sabían, montaron la mundial a la salida de los presos

de la cárcel; celebración a la que, sin cortarse un pelo, dieron el tono de primera

victoria de una serie de las mismas por venir.

El 29 de julio, la antorcha olímpica, camino de Berlín donde el miembro

negro de los untermenschen Jessie Owens se la metería a Hitler por el orto, pasó
por Austria en su breve periplo desde Olimpia. Este paso fue enmarcado

dentro de una enorme celebración deportiva, una especie de

demostración sindical callejera sólo que sin Franco, que, en realidad, por

simple y pura dominación, se convirtió en una demostración

nacionalsocialista. Fue tan brutal la exhibición de músculo militante y

social de los nazis austríacos que el Frente Patriótico tuvo que organizar

una movida dos días después para demostrar su propia fuerza. Para

entonces, el gobierno austríaco había comenzado a caerse del guindo del

buenismo interpretativo y había decidido suspender sine die la aplicación

de la amnistía, cuando menos en los arrestos que habían sido ordenados

pero todavía estaban pendientes.

Los pastoriles dirigentes austríacos, siempre dispuestos a creer

que las relaciones internacionales son algo que dirigen a pachas Rita

Irasema y Teresa Rabal, no pueden decir que no tuviesen pruebas

fehacientes de cómo se estaba tomando aquel acuerdo del otro lado de

la frontera implicada. Recibieron, por ejemplo, un informe de la

Studentenschaft, la organización estudiantil nazi, algo así como el SEU

del NDSAP, en la que interpretaba el acuerdo afirmando que «el Reich no

reconoce con el tratado otra cosa que la situación efectiva actual. Dicho

acuerdo es una necesidad política. Francia no puede inmiscuirse en los

asuntos de Alemania relacionados con la Anschluss, como ha hecho

constantemente en el pasado. El odio de la prensa austríaca contra

Alemania ha sido yugulado, lo cual es extremadamente importante.

Interiormente, el canciller Schuschnigg se encuentra en la misma


situación en la que se encontró Seipel. La cuestión de los refugiados y de los

encarcelados le da la impresión de una victoria pírrica. El combate, por lo tanto,

continúa. El paso próximo es una Austria independiente y nacionalsocialista». El

papel continuaba estableciendo como gran objetivo del acuerdo y su desarrollo

la lucha por la unidad alemana en contra del «catolicismo político en todas sus

formas»; hasta el punto de afirmar que «el verdadero enemigo sigue siendo el

Vaticano, ese Jano Bifronte». ¡Ah, los tiempos en que una organización

estudiantil incluía en un comunicado una referencia a Jano Bifronte, esperando

ser entendida por sus lectores! 

De hecho, en las semanas siguientes al acuerdo los nacionalsocialistas

austríacos, conscientes de que su movimiento era sometido a vigilancia estrecha

por el ministro del Interior, Neustätter Stürmer, y de que, al tiempo, necesitaban

hacer sombra al Frente Patriótico, crearon una asociación pantalla, la Asociación

Popular Social Alemana. El canciller Schuschnigg se asustó mucho ante la

pujanza de la asociación y los indicios bien claros de que estaba en connivencia

total con el III Reich, por lo que decidió impedir su legalización. Sin embargo, era

consciente de la debilidad de su posición; de que necesitaba encontrar nuevos

aliados en el gobierno.

Fue entonces cuando se fijó en el denominado Grupo Leopold.

Tras el golpe de Estado de 1934, del que el nacionalsocialismo austríaco

salió barrido y en ciernes de desaparecer, tres hombres, los tres internados en

el campo de concentración de Wöllersdorf, hicieron planes para resucitarlo. Eran


el capitán Josef Leopold, el doctor Leopold Tavs y el doctor Hugo Jury.

Leopold fue liberado a principios de 1936, y los otros dos se beneficiaron

de la amnistía de julio.

El capitán Leopold, que se había formado como ingeniero militar,

hizo la primera guerra en el ejército imperial, al parecer con buena nota.

Tras la misma, se había inscrito en la organización socialdemócrata del

ejército, donde trabajaría con el entonces ex ministro Julius Deutsch.

Recibió entonces el grado de capitán, en atención a sus servicios y

condecoraciones, porque la verdad es que nunca había conseguido pasar

el examen necesario para ser oficial. Su progresiva desilusión de las

izquierdas lo colocó en los brazos del nacionalsocialismo, en el que pasó

a militar en 1925. Su actividad política acabó costándole su expulsión del

ejército federal. El partido, para compensarle, le otorgó un mandato en la

dieta provincial de Baja Austria, así como un escaño en la dieta federal.

Tavs, por su parte, había nacido en el país de los Sudetes, y era

químico, aunque finalmente se colocó de funcionario. Nacionalsocialista

de primera hora, presidió la organización nazi de funcionarios, aunque,

finalmente, su militancia le costaría el puesto de trabajador del Estado.

Tavs y Konrad Heinlein, el presidente del Partido de los Alemanes del País

de los Sudetes, eran amigos íntimos.

Por último, Hugo Jury era un médico de Sankt-Pölten, y había sido

consejero municipal de dicha ciudad en representación de los


cristianosociales. También era un nacionalsocialista de primera hora, tan primera

hora que formó el primer grupo local nazi en Austria, en 1923, en compañía de

un farmacéutico (ah, la química…) llamado Rentmeister.

Tras la firma de los acuerdos de julio, el Grupo Leopold, ya todos en la

calle, se pone a currar. Los tres fundan el denominado Grupo de los Siete,

destinado a articular la acción legal del nacionalsocialismo austríaco, al que se

unen un periodista que firmaba Inder Mauer, y que ya había tenido relaciones

con Von Papen; el mariscal de campo del ejército austrohúngaro Karl Freiherr

von Bardolff; el profesor universitario Oswald Menghin, de procedencia católica,

que había sido rector de la universidad de Viena y era en ella catedrático de

Prehistoria; y Odilo Globotschnigg, que acabaría siendo gauleiter de la región de

Viena.

Todos ellos estuvieron implicados en la fundación de la Asociación

Popular Social Alemana, durante la cual el gobierno austríaco comenzó a pensar

que tal vez se trataba de un grupo de gente con el que se podía negociar. El

ministro Stürmer era partidario de este acercamiento, así pues, finalmente, el 12

de febrero de 1937, fueron recibidos por el canciller Schuschnigg.

A la entrevista, el canciller había convocado al propio Stürmer; al

comisario de Viena, Skubl; y a dos estrechos colabores suyos, llamados Bartl y

Sturminger. El Comité de los Siete estaba representado por Jury y Menghin, pero

no fueron solos, porque se hicieron acompañar por un representante más de

fuera del grupo, que se llamaba, os sonará, Arthur Seyss-Ynquart. El capitán


Leopold no entró en la sala, aunque se quedó en la antecámara. Fue

llamado dentro una sola vez, para que el canciller lo conociese.

Durante ese breve encuentro, Josef Leopold prometió al canciller

que los nacionalsocialistas estarían muy quietecitos durante la visita a

Viena de Konstantin von Neurath, ministro del Reich. Pero, en realidad, la

que montaron fue más bestia que la del paso de la antorcha olímpica. Por

su parte, el canciller aseveró en la reunión que no tenía intención de dar

marcha atrás en la prohibición de la Asociación Popular Social Alemana,

pero que se avenía a permitir la actuación del Grupo de los Siete, al que

reconocía de facto. Se comprometía, además, a colocar en todas las

sedes del Frente Patriótico personas de enlace que garantizasen la

actuación coordinada del FP con los nacionales. También aceptó una

modificación de la Ley de Seguridad del Estado, así como a hacer todo lo

posible por reiniciar la amnistía (había 145 encarcelados todavía) y a no

perseguir los delitos leves. Se revisarían los casos de los funcionarios

nacionalsocialistas despedidos, así como los estudiantes superiores. No

sólo eso, sino que se avino a revisar la situación de aquellos funcionarios

que los nacionalsocialistas consideraban demasiado contrarios a ellos.

Como se puede ver, los nazis austríacos renunciaron a una picota

y, a cambio, se llevaron el resto del frutero.

Tras aquel acuerdo, el denominado Comité de los Siete se

establece en el centro de Viena, en un inmueble de la Teinfalstrasse. No


se puede decir que los nazis austríacos se escondan. En su sede, todos portan

libremente el uniforme pardo del partido nacionalsocialista y, muy cerca de la

misma, en una trastienda de la Helferstorferstrasse, establecen un verdadero

comité ejecutivo del NSDAP alemán del que forman parte nazis destacados

como los doctores Jury y Menghin, Inder Mauer, el ex presiente del Senado

Manlicher; un tipo llamado Wolfsegger que era gauleiter de Carintia; un ingeniero

llamado Erich Kaltenbrunner, paisano de Hitler, jefe de las SS local; y un viejo

oficial del ejército, el mayor Jäger, que organiza tanto las SA como las SS en

Austria, por segunda vez tras las que existieron antes de 1934. En la

Teinfalstrasse se instaló una imprenta, de la que salía el Österreichische

Beobachter, órgano oficial del partido.

Todos estos activistas no daban en absoluto la impresión, como sostenía

el discurso oficial austríaco, de haber sido abandonados por Berlín tras los

acuerdos de julio de 1936. De hecho, apenas unas semanas después de dichos

acuerdos, la policía había detenido a un tipo, un ingeniero llamadlo Woitsche,

bajo la acusación de ser un terrorista nazi. Según afloraron las investigaciones,

Woitsche había pasado buena parte de su vida en Chile, realizando propaganda

nacionalsocialista en las nutridas comunidades alemana y austríaca del país.

Había vuelto a Viena con la intención de matar al canciller Schuchsnigg. Los

planes que se le intervinieron hablaban de matarlo cuando visitase la tumba de

su mujer, o bien usando un avión para dejar caer una bomba sobre la cancillería.

El interrogatorio e investigación de este ingeniero y de la pequeña (y peripatética)

tropa que había reclutado para llevar sus acciones llevó directamente a los

servicios de propaganda del NSDAP en Berlín y, finalmente, a la mismísima


central de dicho partido. La policía, es sabido, entregó al canciller un

dossier completo. Pero Schuchsnigg se lo guardó.

Asimismo, en aquellos meses se descubrió un servicio de correos

que se instrumentaba a través de un club deportivo aparentemente

neutral. En Salzburgo, se descubrió que los ferrocarriles alemanes

utilizaban sus convoyes para introducir en Austria literatura

nacionalsocialista. En el otoño de 1937, en la localidad fronteriza de

Scharding, en la Austria alpina, la policía incautó un vehículo petado de

propaganda nazi, que estaba conducido por dos hombres de las SS

alemanas. El coche resultó ser propiedad del burgomaestre de Passau,

en Baviera.

Finalmente, la policía acabó por descubrir la trastienda de la

Helfersortferstrasse. Pero el comité ilegal del NSDAP austríaco todo lo

que tuvo que hacer fue mudarse a la Teinfalstrasse, a un tiro de lapo. Muy

cerca había otro centro nazi semiclandestino, el Club Alemán. En este

club fue donde se labró la elite nacionalsocialista que acabaría tomando

el poder en la época de Seyss-Ynquart, desplazando al Grupo de los

Siete.

De todas formas, en aquel entonces la verdadera persona de

confianza de Hitler en Viena era el mayor de la Armada Federal Hubert

Klausner; el verdadero responsable ante Berlín de la expansión del

nacionalsocialismo en Austria. Klausner se las arregló para conseguir en


las afueras de Viena, en Hütteldorf-Hacking, unos terrenos donde las SS podían

realizar ejercicios clandestinos de instrucción. Obviamente, desfilar y tirar con

armas no es algo que se pueda ocultar: la policía estaba perfectamente enterada.

Como lo estaba de la muy eficiente estructura de correo que finalmente fueron

capaces de montar los nazis, con la colaboración de Konrad Heinlein y de un

ciudadano alemán, Thiemen von Adlersflucht, y dos hermanos checos llamados

Dubsky.

Como también tenían resuelta la financiación, fundamentalmente a través

del ejecutivo Hermann Neubacher, que se las arreglaba para utilizar las filiales

de empresas alemanas para hacer llegar dinero a la organización. Neubacher,

de hecho, había comenzado siendo socialdemócrata. En los tiempos en los que

éstos gobernaban Austria, había sido director general de la Gesiba

(Gemeinnützige Siedlungs und Bauge-sellschaft); así como presidente de la

sección austríaca de la organización, de inspiración socialdemócrata, Deutsch-

Österreichische Volksbund o asociación popular austro-alemana. Entre febrero

y julio de 1934, sin embargo, se convirtió al nacionalsocialismo. Estuvo preso un

corto periodo en Woellersdorf, pero luego fue nombrado director de la Detag,

Deutsche Teerfarben und Chemikalien Handels Aktielgesselschaft, que era filial

de la IG Farben, desde donde coordinaba toda la tesorería del Partido.

A partir del momento en que estas personas llegaron al acuerdo con el

canciller que les garantizó la semilibertad, comenzaron a organizar una

manifestación tras otra, así como una peregrinación constante de técnicos,

científicos y artistas alemanes, que iban a Viena a dar conferencias. Y no fue


ésta la única invasión. En virtud de los acuerdos de 1936, la propaganda

nazi descarada estaba prohibida en Austria pero, sin embargo, a los

alemanes que cruzasen la frontera les estaba permitido utilizar la

simbología nazi y, muy especialmente, la cruz gamada. Como

consecuencia de esta cláusula, el Reich comenzó a organizar una

auténtica horda de «turistas» alemanes, que comenzaron a inundar

Austria, y muy especialmente Viena, casi desde el día que los acuerdos

fueron firmados. Y todos ellos llevaban la esvástica hasta en las orejas.

Además, la norma del acuerdo se demostró totalmente inútil. Pronto se

dieron casos en los que la policía paraba vehículos con matrícula

austríaca que portaban cruces gamadas. Al realizar las comprobaciones,

se encontraban con que los viajeros del vehículo eran alemanes, por lo

que les tenía que dejar irse, no sin que los germanos protestasen

violentamente. Finalmente, al poco tiempo la policía dejó de parar a los

coches que llevasen los símbolos nazis, fuesen de donde fuesen. Como

consecuencia, los nazis austríacos pudieron llevar la esvástica sin ser

molestados.

Y, ¿qué pensaba Schuchsnigg? Pues, si nos hemos de fiar por lo

que afirmó en una reunión del Frente Patriótico en los primeros meses de

1937, cuando fue increpado por un militante a causa de la desvergüenza

de los nazis austríacos, todavía pensaba que sería capaz de trabajarse a

los nacionalsocialistas moderados, y volverlos contra los más extremos.

Estaba convencido el canciller, o le habían contado labios interesados, de

que, por mucho que el nazismo alemán quisiera aparecer como


monolítico, en realidad estaba dividido entre el NSDAP-Göring, aglutinador de la

alta sociedad prusiana; y el NSDAP-Goebbels/Rosemberg/Himmler/Ley, más

radical. No sólo creía Schuchsnigg que eso era así, sino que además estaba

convencido de que el ala moderada estaba a punto de ganarse la confianza de

Hitler. También creía en la utilidad de colocar en su gobierno elementos cercanos

a los nacionalsocialistas, como es el caso de Edmund Glaise-Horstenau. Sin

embargo, todo lo que consiguió con esos movimientos fue complicarse más las

cosas a la larga.

Habría que escribir un libro, algún día, sobre todas las tonterías que

mucha gente pensó, soñó y dijo durante los años previos a la segunda guerra

mundial sobre Hitler; y que quedaron enterradas, a toro pasado, bajo la losa del

categórico «yo siempre fui antinazi».

En medio de un entorno cada vez más débil, caracterizado no sólo por la

presión de los nazis sino también las tensiones entre los políticos nacionales que

apoyaban al canciller, éste decidió dar algunos pasos para pacificar las cosas.

Se decidió por el grupo de Seyss-Ynquart que, en ese momento, estaba

preconizando la integración del nazismo en la legalidad. Seyss, que fue

nombrado para el Consejo de Estado, ofrecía la ventaja de su conocida filiación

católica, además de favorable a una tendencia nacionalsocialista puramente

austríaca, que concebía Austria como una especie de «segundo Estado

alemán», pero al fin y a la postre independiente.


A través de negociaciones que nunca fueron fáciles, austríacos y

alemanes lograron, en enero de 1937, firmar un acuerdo económico que,

realidad, nunca llegó a tener una aplicación real total. Ni el regreso de los

alemanes ni el incremento de los intercambios comerciales entre los dos

países se acabó produciendo como predecían los acuerdos. Y es

importante este dato porque fue oro molido para la propaganda

nacionalsocialista en el sentido de que los acuerdos de julio del 36 habían

sido insuficientes, y que había que ir más allá.

La razón de aquel fracaso fue la voluntad del canciller Schuschnigg,

aconsejado por el presidente del banco central Kienböck, de no aceptar

el acuerdo de intercambio masivo de mercancías que proponían los

alemanes. Este tipo de acuerdo habría sido muy beneficioso para la

agricultura austríaca pero, sin embargo, habría sacrificado el resto de la

economía del país. Además, en aquel entonces Austria, como por cierto

le había ocurrido a España hasta poco tiempo atrás, tenía una moneda

notablemente sólida.

Inmediatamente después del asesinato del canciller Dollfuss, en el

golpe de Estado nacionalsocialista de 25 de julio de 1934, muchas fuerzas

sociales y personas habían propuesto al canciller la celebración de un

referendo que confirmase la independencia de Austria. Schuschnigg

había decidido no llevar a cabo ese proyecto. Para el canciller, la dificultad

del proceso estaba en encontrar algún tipo de idea (esto es, la pregunta

de la consulta) que pudiese molar a todas las diferentes sensibilidades del


país. Sin embargo, tras el acuerdo de 1936, y en parte porque la idea del

plebiscito era también muy utilizada por los nazis, en el entorno del poder en

en Austria la idea volvió a surgir como una posibilidad lógica. La Constitucion de

Dollfuss preveía la figura del referendo indirecto u orgánico, esto es votado no

por las personas sino por corporaciones; pero esto presentaba un problema

claro, por la posibilidad que le daría a los nacionalsocialistas de utilizar algunas

de dichas corporaciones como caballos de Troya en los que introducirse para

condicionar el resultado de referendo. Tanto es así que el propio canciller ya tuvo

que sugerir, en un discurso pronunciado en Graz el 5 de marzo de 1937, la

decisión de no permitir nuevos adherentes para el Frente Patriótico; medida que

fue finalmente anunciada en septiembre de ese año. El tema es mucho más

importante de lo que nos podamos imaginar hoy: de hecho, una de las

condiciones del ultimátum del Berchtesgadenn fue la apertura del Frente

Patriótico a nuevos miembros nazis.

Todo este conjunto de informaciones deviene en un retrato bastante

aproximado de la debilidad con que Austria abordó el acuerdo con Alemania.

Debilidad que le haría pensar, a finales de 1937, que Hitler quería más, y que

acabaría por dar nuevos pasos en la dirección que siempre había deseado.

En enero de 1937, el canciller Kurt von Schuschnigg recibió el primer

informe serio que le colocó en la convicción de que Hitler no se iba a parar en el

acuerdo de julio de 1936. Se trataba de un memorando de la industria westfalo-

renania; un informe que, por otra parte, tanto Schacht como Von Papen habían

conocido antes de ser enviado a Viena (así estaba el tema).


El análisis era demoledor: Alemania avanzaba a marchas forzadas

hacia una guerra a gran escala, tal vez con uno, tal vez con dos frentes; y

necesitaba mucho más de lo que tenía. La política de autarquía (que fue,

por cierto, copiada por Franco, también con resultados más que

discutibles) no había funcionado. Alemania necesitaba sacar de algún

lado entre un 25% y un 30% más de PIB del que tenía. Lebensraun en

estado puro. Con lo que tenía Alemania por sí misma, ni siquiera teniendo

una cosecha récord conseguiría tener cereales panificables en volumen

suficiente como para alimentar a su gente. Su déficit en materias primas

se estimaba, según la materia, entre el 40% y el 60% de las necesidades

totales. La necesidad era muy importante en hierro (y lo sería, iniciada la

guerra, en wolframio, razón por la cual la restricción de ventas a Hitler

sería la primera reivindicación estadounidense frente a Franco, a cambio

de la gasolina que España necesitaba). Alemania tenía aluminio en

suficiencia, pero sólo disponía de los dos tercios de zinc que necesitaba,

la mitad del plomo y, ojo, como mucho el 15% del cobre que necesitaba

(tal vez este dato ayude al lector a entender la casi constante corriente de

simpatía entre Alemania y Chile en aquellos tiempos). Carecía de estaño,

de níquel, de cromo y, como hemos dicho, de wolframio. Si hablamos de

gasolina, las necesidades eran tan perentorias que resuelven por sí solas

las dudas de por qué decidió Hitler abrir el frente oriental. Algo

importantísimo para la guerra: su dependencia del exterior para el caucho

era de un unsurmountable 85%. Esquilmando los bosques tiroleses a toda


hostia, estimaban los técnicos westfalo-renanos, Alemania podía llegar a

producir la mitad de la celulosa que necesitaba.

El crecimiento preguerra germano había sido financiado por el gobierno

mediante la emisión de deuda (supongo que suena) que había sido absorbida

por los bancos (también suena) y las empresas. Pero como quiera que una parte

importantísima de la maquinaria industrial y constructora alemana estaba

dedicada a elementos improductivos para la economía en general (armamento y

fortificaciones), los títulos no se habían comunicado al circuito monetario, no se

había generado inflación, pero tampoco actividad. En esa situación, los bancos

compraban deuda contra reservas: literalmente, se estaban comiendo los

ahorros de los alemanes para colocarlos en papelitos. Por otra parte, el diktat de

la autarquía, que al fin y al cabo suponía no importar cosas que la economía y la

gente necesitaban, sí que había elevado el coste de la vida, en torno a un 35%,

empobreciendo a los asalariados.

La salida de libro en una situación así es: restricción presupuestaria y

devaluación de la moneda. Pero Hitler no se podía permitir lo primero y no podía

hacer lo segundo, con un marco como el que tenía, que no tenía reservas de oro

que lo respaldasen; y, sobre todo, el fantasma de la hiperinflación, que en aquel

momento tan sólo los alemanes aun sin destetar desconocían.

Aquella Alemania tenía un funcionario por cada doce ciudadanos; uno por

cada ocho si se hacían bien las cuentas, esto es sumando a los servidores

públicos todos los integrantes de los diversos staff del NSDAP. El país recaudaba
de sus contribuyentes 60.000 millones de marcos, de los que dedicaba

más de 20.000 al funcionamiento de sus diversas burocracias.

Pero había otra salida, claro: la guerra.

Es bien sabido que la Alemania de 1937, como la de 1939, no

estaba totalmente preparada para la guerra. La construcción de la

maquinaria militar no estaba terminada, y el país no contaba con las

reservas de todo tipo que necesitaba para poder conllevar un

enfrentamiento bélico. A esto se unía la experiencia de la guerra de

España, que, para muchos militares alemanes con las neuronas

razonablemente amuebladas, venía a demostrar que el axioma de que

disponiendo de superioridad en carros de combate y aviones la guerra

estaba tirada, resultaba ser falso. Además, las grandes maniobras

realizadas por el ejército en el otoño de 1937 habían provocado nuevas

dudas. El uso de bencina sintética había reducido la eficacia de las

unidades motorizadas.

A la cortedad de las reservas había que unir la cortedad de

oficiales. La falta de los mismos queda clara en las decisiones tomadas

por el Estado nazi en aquellos de recortar un año los estudios en los

Gimnasios, así como permitir el acceso a las escuelas de oficiales desde

el mismo bachillerato. En medio de aquel shortage, a Hitler no se le ocurrió

otra cosa, en 1937, que decretar la arianización de los mandos del ejército,
lo que provocó una violentísima discusión entre él y el general Von Blomberg, su

ministro de la Guerra.

Todas estas noticias, que podían mover a cierta tranquilidad e incluso

optimismo en Londres, eran, sin embargo, muy preocupantes para Viena: venían

a querer decir que lo lógico para Alemania, si quería ganar mercados, materias

y poder, era atreverse con los peces chicos. Si Berlín decidía comerse a Viena,

la única esperanza real de ésta era que Italia no lo permitiera, en defensa de sus

posiciones geopolíticas alpinas. Pero, tras las únicas conversaciones con el

Duce, tras su progresivo acercamiento a Hitler, Von Schusschnigg ya no las tenía

todas consigo.

Los austríacos no olvidaban que Von Blomberg había puesto tres

condiciones para que Alemania pudiese afrontar una guerra a gran escala: una,

estar seguros de una oposición frontal polaca al paso por su territorio de tropas

rusas; dos, estar seguros de la actitud de Italia; y tres, poder disponer de los

recursos naturales e industriales de la Europa oriental y sudoriental.

A esto había que añadir la política de cierto acercamiento que los

alemanes practicaban respecto de las democracias occidentales. El barón Von

Neurath y su secretario de Estado Von Mackensen creían posible llegar a un

acuerdo colonial con Francia, a cambio de garantías en el continente por un

periodo de unos diez años (suficiente para construir la armada que quería Hitler).

Además, hay que tener en cuenta que el excelente resultado que estaban dando

en la guerra civil española las baterías antiaéreas alemanas prácticamente


reducía a cero las posibilidades de Francia de actuar si se ejercitaba

alguna presión contra Checoslovaquia.

En el caso de Inglaterra, sin embargo, la actuación de Joachim von

Ribentropp como embajador no había sido la mejor del mundo, así pues

las cosas estaban un tanto emputecidas. La obstinación del futuro ministro

nazi había enfangado la cuestión colonial, que había terminado por

naufragar en el momento en que el Duce había decidido apoyar los

postulados germanos.

A finales de 1937, el gobierno austríaco recibió informes fidedignos

de que Austria estaba en el centro de los problemas internos existentes

en Alemania entre el ejército y las clases conservadoras por un lado, y el

NSDAP y sus unidades por otra. Las SS y otras unidades hitlerianas

querían una invasión inmediata del país, mientras que los mandos

militares se mostraban contrarios a la Anschluss.

La cosa venía de algo antes, cuando menos medio año. En el

verano de aquel año de 1937, Franz von Papen había acabado de

improviso sus vacaciones para volver a Viena. A través de su secretario

Von Kletterer (no he podido encontrar su nombre; pero casi me apostaría

a que se llamaba Klemens, como su antepasado, tal vez su padre, que

también era diplomático y que pereció en medio de una merienda de

chinos, esto es durante la rebelión de los bóxers) comunicó a Guido

Schmidt y a altos mandos militares que deseaba reunirse con ellos. Von
Papen era, claramente, del partido de los mandos militares alemanes, y buscaba

aliados en Austria para su pelea de poder en Alemania.

Von Papen decidió trabajarse a Schmidt, probablemente porque

consideraba a Von Schuschnigg demasiado renuente o terco, y porque Guido

mostraba ya cierta capacidad de comprensión hacia los nacionalsocialistas. De

hecho, le facilitó varios viajes a Alemania, a la mansión de Hermann Göring, ya

que ambos, Papen y Schmidt, estaban convencidos de que podía atraer al

jerarca nazi al partido militar contra la invasión de Austria. Y, de hecho, la

conversión funcionó por un tiempo, hasta 1938. Hasta entonces, Göring era un

firme partidario de la colaboración estrecha entre Alemania y Austria, para que

el segundo de los países aportase sus materias primas y su ayuda logística

frente a Checoslovaquia. La táctica le funcionó… a los alemanes. Guido Schmidt

creía estar manipulando a los nazis; pero eran ellos los que lo manipulaban a él.

Enseñándole la zanahoria de un acuerdo con Hitler vía Göring que luego nunca

se produciría, los nacionalsocialistas consiguieron que Schmidt bombardease

literalmente todos los intentos de Von Schuschnigg de llegar a entendimiento con

otros países de Europa oriental.

La clave de la movida es Göring. El número 2 del gobierno había montado

un plan económico cuatrienal de colaboración entre Austria y Alemania que fue

recibido con hostilidad por los industriales germanos, que despreciaban al

pígnico nazi por creerse la Polla de Montoya de los planificaciones financieros

del mundo mundial. Esto lo desalentó bastante. Y lo que terminó por

encabronarlo del todo fue ser informado del indisimulado desprecio hacia su
sabiduría militar con que se lo juzgaba en los cuartos de banderas del

ejército teutón. Así las cosas, Göring abandonó el partido militar, se

convirtió en un converso del radicalismo nazi, y a principios de 1938 fue

él quien comenzó a comerle la oreja a Hitler con que se tenía que pulir

Austria sí o sí.

Releo las notas ya escritas en tomas pasadas de esta serie,

querido lector, y, la verdad, no estoy nada seguro de estar transmitiéndote

con eficiencia la importancia que jugó en la Anschluss la persona de Guido

Schmidt. En cuestiones de relaciones exteriores, y muy especialmente en

cuestiones de relaciones con Berlín, el canciller Kurt von Schuschnigg fue,

siempre, un reo de Schmidt, que primero fue quien sabía, después fue

quien además tenía los contactos, para acabar siendo quien, en realidad,

controlaba lo que estaba pasando.

Resulta difícil, o por lo menos a mí me resulta difícil, poder decir

cuál es el momento en el que Guido Schmidt dejó de creer en la

posibilidad de una Austria independiente y comenzó a trabajar para su

integración en el III Reich. Pero lo que está claro, siempre para mí, es que

hubo dos etapas. Hubo un momento en el que Guido Schmidt pensó que

podía conseguir que Austria no fuese absorbida por Alemania, aunque

sabía muy bien que eso pasaba por hacer algunas de las cosas que Berlín

esperaba de Viena. Y la principal de ellas era Checoslovaquia.


Desde marzo de 1936, remilitarización de la Renania, parecía estar claro

que las potencias europeas no estaban dispuestas a hacer de todo, de todo, para

impedirle a Adolf Hitler sus acciones. A partir de ese momento, y es por eso que

en julio se firmó el acuerdo con los austríacos, en Europa Central se vio con

claridad que el canciller alemán acabaría atacando. La cuestión es si atacaría a

Austria, o a Checoslovaquia. Y los políticos austríacos en el poder, muy

especialmente Schmidt, llegaron a la conclusión de que la mejor forma de evitar

el peligro de ser invadidos sería invadir ellos.

Desde 1936, Austria fue discretamente sondeada sobre su proclividad a

participar en una invasión de Checoslovaquia. Para entonces, Berlín estaba ya

presionando fuertemente al regente Horthy para que Hungría se uniese a esa

acción. Con todo, era Austria, le explicaba Schmidt a su jefe, la que tenía mayor

interés en participar en una acción así, por una simple acción de supervivencia,

pues así garantizaría que el foco de las ambiciones nacionalsocialistas se

dirigiese hacia otro lugar. Italia, le había dicho Göring a Schmidt durante sus

frecuentes entrevistas, había dado su consentimiento tácito a la operación.

Un elemento de la ecuación, de no menor importancia, era el

distanciamiento entre Roma y Belgrado, que operaba en contra de los intereses

de Francia en la zona. París, en efecto, hubiera querido tejer una red de alianzas

(como la que tenía con Polonia) en la zona para así enviar a Hitler el mensaje de

que era peligroso jugar en el avispero centroeuropeo. Sin embargo, para ello

necesitaba un acercamiento de Yugoslavia hacia Mussolini, basado en intereses

comunes en el área danubiana, que supondría un enfriamiento de las relaciones


entre Belgrado y Berlín. Sin embargo, el consejo de ministros yugoslavo

decidió jugar a la equidistancia entre ambos polos fascistas, taponando

con ello las posibilidades de realizar una alianza estrecha con Francia.

Tanto Yugoslavia como, al fin y a la postre, Rumania, acabarían

negándose a la conclusión de pactos de asistencia mutua con Francia.

Para Alemania, como es bien sabido, Praga era la llave que, una

vez poseída, le abriría las puertas de los cereales húngaros, el petróleo

rumano y, al fin y a la postre, la posibilidad de jugar el gran juego contra

Inglaterra en el Oriente Próximo. Mussolini, por su parte, aceptaba

tácitamente, como hemos dicho, los planes de su cada vez más aliado,

pero seguía sosteniendo sus propios intereses en la zona, lo cual pasaba

por seguir afirmando, cuando menos formalmente, su defensa de la

independencia austríaca. Mussolini, que tenía una enorme facilidad para

concebir en su cabeza extrañas alianzas casi imposibles, soñaba, muy

especialmente tras la caída de Titulesco, con acercarse a Rumanía hasta

conseguir construir una entente de este país con Hungría, que se

convertiría, en su obvio beneficio, en una especie de corresponsal suyo

en la zona. Si conseguía eso, ya podía viajar a París y a Londres a pedir,

porque sería colmado. Máxime teniendo en cuenta que, como ya hemos

insinuado, Francia, en otro momento una potencia que había dado y

quitado en la zona, se había quedado en la misma sin más aliado que

Checoslovaquia.
[Inciso: a esto es a lo que estaba jugando Mussolini en realidad; y ésta era

la mano que le vigilaban Londres y París. El envío a España del general Roatta,

el CTV y todas esas cosas, a luchar con Franco, no era en modo alguno el

principal elemento de la ecuación. Este factor es uno más de los que suelen

olvidar los que se piensan que la implicación de potencias europeas a favor de

la República estaba requetechupada.]

Los problemas de Francia en la zona eran tales, tal era su aislamiento,

que no le quedaba otra que buscar un acercamiento con Italia [no obstante que

sedicentes historiadores y opinadores contemporáneos sostengan, con dos de

pipas, que podía haberse implicado a favor del bando republicano en la guerra

civil; esto es, luchar contra Mussolini al mismo tiempo que buscaba su alianza].

Al gobierno galo le parecía factible calentarle la oreja a Mussolini (hombre de

orejas habitualmente tibias) con la posibilidad de ser el muñidor de una entente

de naciones de lo que hoy conocemos como Europa del Este contra el

imperialismo alemán.

En el otoño de 1936, mientras el gobierno republicano las pasaba canutas

y Madrid pendía de un hilo y [dato importante, que no se cita mucho] en Francia

se producía un rosario de huelgas de la hueva, Berlín entendió que era el

momento de proponerle al canciller Von Schuschnigg que participase en un plan

para merendarse Checoslovaquia. Les fueron ofrecidas las regiones

meridionales de Bohemia como caramelo. Alemania se quedaría con el resto de

Bohemia, Moravia y una parte de Eslovaquia, más concretamente la región de

Zips. Hungría recuperaría Eslovaquia, con la única excepción de la región


mentada. Polonia, por su parte, se quedaría con la Rusia subcarpática, la

Alta Silesia, y Teschen, una región petada de gentes de origen polaco que

había sido atribuida a Checoslovaquia en los tratados de paz de

posguerra.

Tropas motorizadas austríacas realizarían la invasión propiamente

dicha desde el sur hacia Praga, mientras que los alemanes entrarían por

Silesia, mientras que los húngaros entrarían por los valles del Waag. El

ministro de Exteriores húngaro, Kalman de Kanya, se oponía como gato

panza arriba al plan, convencido de que alguien iría en auxilio de

Checoslovaquia. Tras el encuentro de Horthy con Hitler en

Berchtesgaden, en el que se habló largo y tendido de la partición de

Checoslovaquia, De Kanya dimitió por dos veces.

En el curso de la conferencia de los signatarios de los protocolos

de Roma, celebrada en noviembre de 1936, se volvió a hablar de la

partición de Checoslovaquia. Allí Von Schuschnigg se mostró contrario a

la participación austríaca, por las mismas razones por las que De Kanya

se oponía. Contrariamente a la opinión de Guido Schmidt, el canciller

pensaba que llevar a cabo aquella operación, lejos de blindar a Austria

contra una agresión, la colocaría la siguiente en la lista; pues Hitler,

dominando Bohemia, tendría toda Europa central a sus pies.

Como uno era canciller y el otro no, finalmente prevaleció la opinión

de Von Schuschnigg. Con ello, Austria labró su perdición (y hay que


reconocer que en esto acertó Schmidt, bien informado por Göring), pues todo lo

que consiguió violentando el proyecto de una invasión coordinada de

Checoslovaquia fue que los planes diseñados para la misma fuesen, finalmente,

aplicados en su territorio.

Sin embargo, hay que decir que, con este gesto, es muy probable que

Austria le diese a los aliados la victoria en la segunda guerra mundial. Sí, como

suena. Porque el gesto de Von Schuschnigg obligó a Alemania a retrasar su

expansión hacia el este, hacerla más pausada, más política. Tuvo que invertir

más tiempo en ello, y eso quiere decir que otorgó un tiempo precioso para el

rearme de Inglaterra.

[Porque Inglaterra no estaba en condiciones de entrar en una guerra

entonces. Por mucho que los analistas de salón, desde el balcón del siglo XXI,

sigan preguntándose, mientras se dan golpes de pecho, cómo es que no ayudó

al bando republicano español en la guerra civil.]

En noviembre de 1937, el Partido Radical francés celebró su congreso y

en él su miembro, y ministro de Asuntos Exteriores, Yvon Delbos, hizo su famosa

declaración afirmando que Francia cumpliría sus compromisos respecto de

Checoslovaquia. Aquel congreso, de alguna manera, clavó el penúltimo clavo en

el ataúd donde fue enterrada la intervención en favor de la República por parte

de las potencias democráticas. Quedaba prístinamente claro para todo el mundo

lo que ya lo era para cualquier persona medianamente informada desde el mismo

día que se había firmado el pacto germanoaustríaco: lo que realmente importaba


en las cancillerías europeas era el este de Europa, y a esto era a lo que

estaban dispuestos a dedicar sus esfuerzos, entre otras cosas porque era

la última ocasión que les quedaba para hacer de Mussolini un líder alejado

del nazismo.

Días después del congreso, el propio ministerio francés le aclaró al

gobierno austríaco, que para ello había hecho las oportunas consultas,

que su planteamiento era honrar sus compromisos con Checoslovaquia

cualquiera que fuese la forma de la agresión que sufriese el país. Con

estas ideas en la cabeza, Guido Schmidt, en su calidad de responsable

de los asuntos extranjeros, escribió en diciembre una carta a Göring, que

había sido demandada por éste, tomando posición en el tema de la posible

invasión de Checoslovaquia con ayuda de los austríacos. La respuesta

fue: no. Y, con casi total seguridad, cuando Göring se presentó en el

despacho de su jefe con aquella cara, Hitler decidió invadir Austria algún

día.

Otro factor cooperó para elevar los nervios de Berlín contra Viena,

y fueron los intentos repetidos por parte del gobierno austríaco de alcanzar

acuerdos con Praga y Budapest, que llevaron a Von Schuschnigg a

aceptar la idea de Mussolini (como casi todas las ideas del Duce en

política internacional, una cagada) de aceptar a Yugoslavia en los

protocolos de Roma, como le había explicado el propio Mussolini al

príncipe Starhemberg y había intentado conseguir en Venecia en la

primavera de aquel año. Aunque todos estos movimientos fuesen, no


pocas veces, más virtuales que reales, en Alemania sonaban a tentativas para

aislar al Reich. A menudo ocurre en la política, y no digamos en la geopolítica,

que las formas son tan importantes o más que el fondo.

Como decía, esto tenía más de virtual que de real. Por dos veces,

Mussolini le pidió a Von Schuschnigg que visitase Belgrado; por dos veces, el

canciller se negó con cajas destempladas. Y no era para menos, porque la

hostilidad hacia Austria en Yugoslavia era manifiesta, como probablemente es

lógico en un país escindido que veía en la vieja capital la muralla tras la cual se

escondían, huraños, los avejentados partidarios del antiguo imperio contra el

cual habían combatido serbios y montenegrinos. Cuando Yugoslavia, en medio

de una movida con varios incidentes de frontera, decidió expulsar a varios

ciudadanos austríacos de su país, Mussolini tuvo claro que esa entente entre

Austria y Yugoslavia que le podría haber convertido en el puto amo del Danubio

no se iba a producir.

Sin embargo, y a pesar de esta virtualidad, hubo cosas concretas que

lanzaron el mensaje claro a Hitler de que su montaje se podía ir por el desagüe

si no era rápido. El presidente checoslovaco Benes, y muy especialmente Milan

Hozda, que presidía el consejo de gobierno de Praga, eran, crecientemente

presionados como estaban por la cuestión de los sudetes, cada vez más

partidarios de intentar la creación de una especie de federación de países

danubianos, tomando como modelo los escandinavos. Kurt von Schuschnigg

apoyó la idea, bien que convencido de que los checos eran demasiado optimistas
sobre las posibilidades de convivir pacíficamente con el Reich. Fue, en

todo caso, otro movimiento que dejó bastante claro a Berlín que había de

actuar.

Vayamos un poco hacia atrás, por el momento. En el verano de

1933, el canciller Dollfuss, cada vez más irritado y temeroso a partes

iguales a causa de las campañas terroristas nacionalsocialistas, había

lanzado una serie de consultas a París, Londres y Roma sobre cuál sería

su actitud si, por cualquier circunstancia, (elegante eufemismo de «si

Alemania decidía atacarnos») Austria se veía obligada a solicitar el

amparo de la Sociedad de Naciones. De París se contestó que se acudiría

en dicha ayuda, en el marco de los acuerdos de Ginebra. Italia contestó

que no creía demasiado en la protección de los tratados de Ginebra, pero

que aun sin este paraguas actuaría en ayuda de Austria. Londres, por

último, había desaconsejado a Dollfus el solicitar amparo en la Sociedad

de Naciones contra las movidas inspiradas por el NSDAP alemán.

[Hagamos otro inciso, porque para hablar de la intervención o la no

intervención, no sólo hay que mirar los tiempos en los que ésta se podría

producir, sino sus precedentes. En el verano de 1933 no había estallado

todavía la guerra civil en España, pero no por eso quienes luego

estuvieron al frente de la misma en el bando republicano carecían de

capacidad analítica ni de acceso a información internacional de calidad, a

menos que sus embajadores se decidiesen a dar fiestas y poco más. Si

los gobernantes republicanos se hubiesen interesado por los temas


internacionales, cosa que cada vez hacían menos porque la dificilísima situación

del orden público interno, que colapsó en Casas Viejas, no se lo permitía (bueno,

y a algunos de ellos, semanas después, cuando empezó lo de «atención al disco

rojo», el Lenin español, la convergencia sociocomunista y bla, ya pasó

directamente a importarles un testículo), se habrían dado cuenta de lo que

venían a significar estas tres respuestas. A saber: que Francia tenía su foco

exterior puesto en Europa Central; que Italia jugaba claramente la carta de que,

en un momento dado, podría llegar a aliarse en la zona con las potencias

democráticas; y que Inglaterra no quería saber nada de posiciones que pudiesen

comprometerla; espíritu que sólo cambiaría cuando el pacto nazi-soviético dejó

claro que Hitler sólo tendría un frente que atender. Insisto: estas tres son

posiciones que eran bien claras casi 30 meses antes de que se produjese el

golpe de Estado del 18 de julio del 36. Da la impresión de que nadie en el Palacio

de Santa Cruz las analizó en serio; y así ha seguido el carrito rodando hasta el

día de hoy.]

De alguna manera, Francia esperó que el asesinato de Dollfuss hiciese

cambiar el punto de vista de Inglaterra, y girarla hacia posturas más categóricas

y amenazadoras para Berlín. Pero no fue así, first and foremost, porque

Inglaterra estaba desarmada en aquel momento; y también porque la Historia

también es una cosa de personas, y entonces el país no estaba gobernado

precisamente por las gentes más proclives a las posiciones ejecutivas. Este

inmovilismo blando de Inglaterra convenció a Austria de que su independencia

sólo podía ser garantizada por Italia, necesitada, se pensaba, de un territorio

tampón entre sus intereses en Trieste y el Brennero y la propia Alemania. El error


de los austríacos fue confiar demasiado en Mussolini, y, algunos de ellos,

en el propio Hitler que, pensaban, se había quedado tranquilo tras el

acuerdo de julio del 36. En pocas palabras, los austríacos acabarían por

volar sus puentes con París y Londres. A principios de 1937, cuando la

chulesca actitud de los nacionalsocialistas austríacos era ya evidente para

todos, el Quay d’Orsay abrigó el proyecto de una nueva declaración

francobritánica en apoyo de la independencia austríaca; y tal vez estéis

esperando que escriba que Londres no la quiso firmar, pero no es cierto.

Londres casi ni la conoció, porque quien paró ese golpe fue… Guido

Schmidt. Estaba en Londres para los fastos de la coronación y, al conocer

el proyecto, aseguró a todos sus interlocutores que Austria no estaba en

peligro y que no hacía falta, gracias. Aquel detalle vino a coincidir, más o

menos, con el momento en que el propio Kurt von Schuschnigg comenzó

a distanciar, hasta hacerlas raras, las entrevistas con los representantes

inglés y francés. Ni siquiera estuvo presente en las asambleas de la

Sociedad de Naciones de 1936 y 1937.

Alemania, por su parte, consumió buena parte del año 1937

tratando de conseguir de las potencias occidentales una declaración

expresa de no intervención en los asuntos de Centroeuropa. Los

alemanes aprovecharon la exposición internacional de París, celebrada

aquel año, para entrar en contacto estrecho con los políticos franceses.

Es en dicho año cuando el NSDAP comienza a situar en Francia a

diversos propagandistas defensores del nacionalsocialismo, difusores del

peligro judío internacional y esas cosas; política que viene combinada con
una especie de ofensiva de visitas al país galo; procesión que comenzó por la

economía, esto es con la visita de Schacht.

La verdad es que, durante aquellas jornadas, Alemania jugó a la

perfección el papel que sabía que los demás querían creer de ella, muy

especialmente los austríacos, que prácticamente habían inventado la teoría. Me

refiero a eso de que dentro del NSDAP había moderados y radicales, cuyas

diferencias podían llevarlos a una ruptura pronto. Engañaron a todo el mundo.

Ciertamente, en aquel verano de 1937 la proyectada visita a París del barón Von

Neurath no pudo producirse a causa de España, pues la polémica sobre la ayuda

alemana a Franco estaba en plena ebullición en Francia. Pero aquello no impidió

a su delegado de prensa, un tal Aschmann, visitar París e invitar oficialmente a

Pierre Comert, su colega en el Quai d’Orsay, a visitar Berlín.

La lista de altos cargos alemanes que aquel año 1937 visitaron el Sena

para repetir una y otra vez que Alemania deseaba la paz es larga: el general

Beck, jefe de Estado Mayor; Hanns Oberlindober, jefe de la organización

nacionalsocialista de excombatientes alemanes; Hans von Tschammer-Osten,

importante cargo del partido en materia deportiva; el secretario de Estado de la

cancillería del Reich, Hans Lammers; el secretario de Estado Miltch, mano

derecha de Göring; y, last but not least, un peso pesado del nazismo como Baldur

von Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas.

Todas estas personas, en sus visitas, se ocuparon de destacar lo poco

fiable que se estaba volviendo Italia, e insinuando la posibilidad de llegar a


acuerdos con Alemania. Según la República española y sus hagiógrafos,

lo que tenían que haber hecho los franceses era contestarles interviniendo

en España, o facilitándole armas a la República.

Por lo que respecta a Londres, ahora es caca escribir estas cosas

porque se escriben a toro pasado; pero lo cierto es que, en aquel año

1937, contemplaba como un escenario posible el logro de un

entendimiento con París y Berlín. Sólo teniendo en cuenta este elemento

se puede entender el consejo dado por sir Austen Chamberlain a Austria,

en el sentido de que lograse un entendimiento con Alemania. A finales de

julio de 1936, esto es después de haberse firmado el acuerdo

austrogermano [y, no se olvide, después de haber estallado la guerra civil

española], sir Robert Vansittart, subsecretario permanente del Foreign

Office, visitó Berlín. En septiembre de aquel mismo año, Lloyd George

tuvo una conversación de más de tres horas con Hitler y Ribentropp. Las

cosas quedaron claras tras el levantamiento de las sanciones a Italia. La

no intervención en España no fue más que un elemento más de esa

política, plenamente coherente con la misma.

Lo único que le interesaba a Inglaterra, como tal, de la guerra

española, era no comprometer su posición en el Mediterráneo, así como

la de Francia. Y esto es algo que el general Franco se guardó mucho de

dejar claro desde el minuto uno del partido.


Lo que mejor salió fue el acercamiento con Italia, hecho que levantó

grandes esperanzas para los austríacos, puesto que el interés de Roma por la

por la zona danubiana se reavivó rápidamente. Sin embargo, Inglaterra, en la

en la segunda mitad del 37, y a pesar de las torpezas de Ribentropp, decidió

seguir jugando la carta alemana. Fue un error de Neville Chamberlain que

Europa habría de pagar muy caro, pues el miedo que despertó en Mussolini este

acertamiento de que fuese él quien se quedase sin sitio en Europa Central acabó

moviéndolo casi definitivamente a la entente con Alemania.

Este año de 1937 es de gran importancia para entender muchas cosas.

Por eso, deberemos dedicarle todavía algunos párrafos más.

Tras una visita de lord Halifax a Berlín, el año 1937 comenzó a dar sus

últimas boqueadas en medio de una sensación generalizada en el continente de

que Hitler había decidido ya terminar con los temas austríaco y checoslovaco, a

cambio de lo cual había ofrecido a Inglaterra aparcar la cuestión colonial, y a

Francia renovar las declaraciones formales de paz. Los hombres del gobierno

nacionalsocialista hicieron llegar con claridad al Ejecutivo francés su

reivindicación de que una paz duradera sólo sería posible si Francia permanecía

detrás de la Línea Maginot y, consecuentemente, renunciaba a tener una política

activa en Europa central.

El 24 de noviembre se produjo en la Comisión de Asuntos Exteriores de

la Asamblea francesa una tormentosa sesión dedicada a Europa central. Los

diputados exigieron de los representantes gubernamentales informaciones


precisas sobre el motivo y resultados de la visita de Halifax; sobre la

actitud que mantendría Francia en un próximo encuentro con el gobierno

británico; y sobre el viaje que tenía preparado Yvon Delbos a los países

amigos de Europa central.

Delbos, como hacen muchas veces los políticos, se salió por la

tangente. Afirmó que el viaje de Halifax había sido meramente

«informativo» y que no tenía noticia de que hubiese dado ninguno de los

resultados que en ese momento contaba la prensa. Con declaración tan

torpe, lo único que consiguió es que todo el arco parlamentario (y la calle,

probablemente) llegase a la conclusión de que no se había enterado de

nada. Ernest Pezet, diputado demócrata popular y una de las voces

cantantes de aquel debate, disparó de frente y por derecho: Êtes-vous

d’avis, Monsieur le ministre, que la France et l’Angleterre ont aujourd’hui

comme alors l’obligation absolue de défendre l’independance

autrichienne?(¿es usted consciente, señor ministro, de que Francia e

Inglaterra tienen hoy como antes la obligación sin ambages de defender

la independencia austríaca?) Esta pregunta venía a significar las enormes

dudas sobre la actitud de las potencias occidentales que existían ya en

ese momento. Delbos contestó con un categórico c’est entierement mon

avis, pero no convenció a nadie, o a casi nadie. Aunque fuera más allá

aseverando que, en cumplimiento de los protocolos de Ginebra, Francia

e Inglaterra estaban de acuerdo en oponerse a la eventual celebración de

referendo en Austria.
La conferencia ministerial franco-inglesa de la que tanto se habló en la

Asamblea tuvo finalmente lugar los día 29 y 30 de noviembre. El día 2 de

diciembre, el Foreign Office informó de sus resultados al ministro de Austria en

Londres, que no es broma, pero se llamaba barón Frankenstein. Francia e

Inglaterra habían llegado a la conclusión de que los problemas que tenían con

Alemania no tenían más solución que una de carácter global. Esto quería decir,

por ejemplo, que la cuestión colonial no podía ni tratarse ni resolverse en sí

misma, sino que era necesario contemplarla en coordinación con el tema de la

paz en Europa.

Aun así, ambos países habían decidido realizar algunas gestiones frente

a los representantes de los territorios que habían sido colonias alemanas o

tenían ahora mismo poder sobre las mismas. Esto significaba hablar con la Unión

Sudafricana, Bélgica, Australia y Nueva Zelanda. Esto, en cualquier caso,

llevaría tiempo, y no se podía pensar en una oferta en corto plazo. Hitler, en este

sentido, no había hablado ante Halifax de una restitución total de las colonias un

día germanas, sino de un acuerdo suficiente que, por ejemplo, supusiese la

creación de una nueva colonia en África. El canciller alemán estaba pensando

en un territorio que incorporase una parte del Congo Belga y de la Angola

portuguesa.

Los franceses habían arrancado de los ingleses, durante aquel encuentro,

una declaración categórica en el sentido de que no contemplaban los problemas

de la Europa central como una moneda de cambio para otros asuntos que en

verdad sí que les interesaban. No obstante, la relativa frialdad con que Londres
contemplaba el problema de la zona (y que se vio clara en el conflicto de

Checoslovaquia) siguió ahí cuando se habló de acciones posibles.

vez más como otras muchas en este terreno, adoptó la postura de no

mancharse las manos. Su propuesta, que en todo caso fue positivamente

recibida por los franceses, fue que, en el marco de unas negociaciones

multilaterales entre las potencias y Alemania, ésta acabase aceptando por

escrito los compromisos adquiridos frente a Austria por el acuerdo de 11

de julio. De esta manera, la independencia de Austria pasaría a ser

materia de un tratado internacional firmado por Alemania. Como se ve, los

pasos que Inglaterra estaba dispuesta a dar, como tal, en este tema, eran

escasos.

Asimismo, Londres se mostraba solidaria con el problema

checoslovaco, aunque admitiendo que el país tendría que hacer

concesiones en el tema de los sudetes.

[Un elemento importante para nosotros de aquel encuentro

francobritánico, que debo recordar se celebraba en las últimas semanas

de 1937, es que durante el mismo el Foreign Office informó a los franceses

de que, tras la visita de Halifax a Berlín, Mussolini había reaccionado

solicitando negociaciones directas con Inglaterra, por lo que querían saber

cuál sería, en ese caso, la actitud de París. El Quay d’Orsay contestó que

no se opondría de forma alguna. Véase aquí cómo, en un momento tan

maduro para la guerra civil española como la pérdida del norte, que

probablemente hacía ya imposible la victoria republicana especialmente


después de que los nacionales se encontrasen el área industrial de Bilbao sin

mácula, todavía existía la posibilidad seria de que Londres y Roma abriesen, con

la complicidad de París, negociaciones diplomáticas. Por lo tanto, esa visión

simplista tipo «fascista se alía con fascista» está lejos de ser cierta. Si Italia

acabó entrando en guerra con Alemania fue por una serie de complejos cálculos,

no pocos de ellos erróneos, realizados por la pareja Mussolini-Ciano; cálculos en

los cuáles lo que habría de pasar en Austria ocupaba un lugar importante. Podría

haberse decidido por el otro bando; y ese «podría» cegaba, de hecho, toda

posibilidad de colaboración de las potencias democráticas con la República.]

Viena no sacó noticias muy optimistas de aquel encuentro diplomático.

Estaba claro que París y Londres querían meter el tema austríaco por un carrilito

internacional (multilateral, diríamos hoy); pero no estaba claro que estuvieran

dispuestos a poner lo que había que poner en caso de agresión militar de Hitler.

De hecho, el rey Boris de Bulgaria, de paso por Austria tras sendas visitas a

París y Londres, le confió a los hombres del gobierno austríaco su convicción de

que el gobierno británico no estaba en modo alguno dispuesto a intervenir a favor

de Checoslovaquia si era atacada por el Reich, incluso aunque Francia hiciese

lo propio. En el caso de Austria, mostraban mayor simpatía, pero sin llegar a

comprometer ni siquiera la punta de un pie. A finales de diciembre, el gobierno

inglés condecoró al ministro austríaco en Londres, razón por la cual fue recibido

por el rey Jorge. Éste, durante el protocolario encuentro, le preguntó a bocajarro

si era posible convocar un referendo en Austria para resolver el problema con

Alemania. El diplomático danubiano salió muy deprimido de aquella entrevista,


que venía a demostrar que la demanda hitleriana había calado en círculos

ingleses; y no en cualquier círculo precisamente.

Quedaba Francia, sí. Pero una cosa que demasiado a menudo

olvidan los analistas del pasado, e incluso los historiadores con título y

pedigree, es que la Francia que contemplamos entre 1930 y 1945 era,

más o menos, una jaula de grillos. El primer problema que tenía todo

gobierno francés, digamos, intervencionista o dispuesto a honrar los

compromisos de sus acuerdos de asistencia mutua, era el entourage

militar. Como bien demostrarían los mandos franceses cuando, cuatro

años después, Hitler fuese a por ellos, casi todos eran muy pesimistas

sobre las posibilidades de la armada francesa. Así lo eran Gamelin, o

Darlan. Si cuando Hitler se atrevió con Holanda y Bélgica permanecieron

congelados en sus puestos, cabe imaginar que a la hora de defender una

tierra remota, para llegar a la cual tenían que atravesar el territorio de su

enemigo, la cosa sería peor [y, de hecho, los historiadores, hagiógrafos y

mediopensionistas varios harían bien estudiando a fondo la Historia del

Estado Mayor francés durante los quince años citados, antes de escribir

una página sobre la no intervención]. En realidad, ellos no contaban con

atacar a Alemania con tropas francesas; contaban con la implicación de

su aliado ruso. Pero eso, como veremos en unos párrafos, tampoco era

posible.

Pero es que había más. En primer lugar, la ultraderecha francesa,

la de «mejor Hitler que el Frente Popular», obviamente no estaba a favor


de intervención alguna (como no lo estuvo cuando estalló la guerra). E, incluso,

no pocas personalidades de corte ideológico radical estaban en contra.

Los militares y políticos défaitistes franceses consideraban, y la verdad es

que erraban por poco si erraban, que todo lo que podría hacer París en favor de

Praga sería bombardear las zonas industriales westfalo-renanas; llegar más

lejos era algo imposible para la aviación gala, y con ello habría provocado una

respuesta de la aviación germana. En esas circunstancias, sabiendo como sabía

toda Europa [menos, por lo que se ve, los políticos republicanos españoles] que

Inglaterra no movería un dedo a menos que fuese violada la integridad territorial

francesa, los alemanes no tenían más que lanzar pepinos sin avanzar en tierra

para garantizarse que Inglaterra no lanzaría una guerra para la que, en todo

caso, en 1937 no estaba preparada pas du tout.

Pero… ¿y Hitler? En medio de esta merdé; en medio de las reticencias

inglesas, las dudas de Francia, y los fracasos de Italia para crear una entente

danubiana, ¿qué pensaba el canciller? Pues Hitler le había dicho a Halifax (lo

cual se supo de forma más o menos abierta a mediados de diciembre de 1937)

que no albergaba idea de agresión alguna contra Austria. Se contentaba, la dijo

al inglés (pocas veces un interlocutor estuvo más dispuesto a creer las palabras

que se le decían) que todo lo que quería era una aplicación estricta y a la letra

de los acuerdos de julio. Eso sí, a cambio de esta «concesión», Inglaterra y

Francia deberían reaccionar considerando tanto Austria como los montes

sudetes una zona de influencia alemana donde ellos no habrían de meterse. La

paz, dijo Hitler, pasaba por admitir este ámbito de competencia exclusiva y,
consecuentemente, lo que ambas potencias occidentales tenían que

decirle a Praga y Viena es que se entendiesen directamente con Berlín,

sin intermediarios. Quizá, insinuó, la solución habría de ser un referendo.

La indiscreción del rey Jorge es buena prueba de en qué medida los

ingleses se habían tragado aquel cebo.

El 2 de diciembre, Delbos comenzó su anunciada gira por los

países de Europa del este. Sus entrevistas no fueron lo que se dice un

camino de rosas. En Varsovia, el gobierno polaco aseveró que, igual que

había hecho tras la remilitarización de Renania, en el caso de ser Francia

agredida por Alemania sin mediar provocación, Polonia cumpliría las

previsiones de sus acuerdos de asistencia mutua. Sin embargo, en caso

de agresión alemana contra Checoslovaquia, así como una declaración

de guerra de Francia contra Alemania, el gobierno polaco consideraba

que no le vinculaba obligación alguna. Es bien sabido que Polonia sabía

que tenía cosas que ganar en una partición de Checoslovaquia; y, ante la

expectativa de beneficio, para ellos (como para cualquiera) no había

moralidad que valiese [lo cual no impide, por cierto, que el 99,9% de los

análisis históricos que se hacen en España sobre la cuestión de la

intervención se hagan en términos de moralidad; con lo que quedan muy

platónicos, pero bastante irreales]. De hecho, el general Beck le confesó

a Delbos que, en el caso de haber una agresión alemana a

Checoslovaquia, harían todo lo posible por construir un Frente Neutro del

que formarían parte ellos mismos, Austria, Hungría, Rumania y

Yugoslavia.
Los polacos, además, se negaban en redondo a cualquier colaboración

militar con los soviéticos (chicos listos; por listillos los acabarían masacrando en

Katyn). Y no eran los únicos: la misma respuesta recibió Delbos en Bucarest y

Belgrado. La cosa no era nada nueva. El rey Boris de Bulgaria ya le había dicho,

durante su visita en París, al presidente Lebrun que lo mejor que podía hacer el

Quai d’Orsay era olvidarse de la idea de que tropas rusas pudiesen cruzar

Rumania o Polonia para contrarrestar una agresión alemana.

Ybon Delbos volvió a París (19 de diciembre) con las cosas bastante

claras: Polonia no aceptaría nunca que Francia interviniese en sus relaciones

con Checoslovaquia; la convergencia rumanohúngara, en la que habían

confiado, era difícil. Y el primer ministro yugoslavo, Stoyadinovitch, no parecía

demasiado de fiar. En estas condiciones, no quedaba otra que hacer lo que

quería Londres: tratar de construir una reglamentación general europea, una

especie de reglas de convivencia meticulosamente estatuidas y firmadas por

todos. Lo cual pasaba por vincular a Italia a este proyecto [y, si esto era lo que

estaba en juego, ¿quién se arriesgaría a ponerlo en peligro vendiéndole aviones

o balas al Ejército Popular de la República?]

Unos pocos días después del regreso de Delbos, el político francés

compareció ante la comisión de Asuntos Exteriores de la Asamblea Nacional. En

unas pocas semanas, el espíritu del ministro francés había cambiado

radicalmente. En noviembre se había mostrado, como hemos explicado,

totalmente implicado en la garantía de la independencia austríaca. Esta vez, sin


embargo, declamó, con una voz monocorde, como si fuese la voz de un

robot telefónico de atención al cliente, que en Varsovia el coronel Beck le

había dicho que no albergaba ningún tipo de esperanza sobre el futuro de

Austria. El coronel polaco decía estar convencido de que la Anschluss era

un hecho que ya nadie podría parar y, de hecho, apostaba por la

primavera de 1938 para su producción.

Joseph Beck, con casi total seguridad, hizo aquellas afirmaciones

ante Delbos por indicación de Hitler. La jugada del canciller alemán fue

maestra. Con esa afirmación, Beck dio el primer martillazo sobre el

presunto muro de resistencia que Delbos había ido a construir. La

declaración polaca dejaba claro ante el ministro francés que Polonia (y

esto quería decir: también Hungría: Daranyi y De Kanya habían estado en

Berlín a finales de noviembre y, tras una escena durísima con Hitler a

cuenta de un congreso religioso en Budapest en el que el canciller había

prohibido la participación de católicos alemanes, y tras calmarse Hitler,

ambas partes habían llegado a la conclusión de que no tenían demandas

territoriales comunes, así pues la Anschluss ya les valía…) había decidido

jugar la carta de dejar hacer a Hitler para cobrarse esa comprensión en

forma de las partes de Checoslovaquia que ambicionaba. Polonia y

Hungría decididas a mirar cómo Alemania movilizaba sus divisiones sobre

Checoslovaquia y, eventualmente, Austria, significaba que la entente

danubiana se hacía imposible. Hitler necesitaba saber cuál podría ser la

reacción de Francia ante aquel fait accompli. Y el gesto de Delbos de

confesar las cosas en el Parlamento le enseñó que la férrea voluntad de


defender la independencia de Austria ya no lo era tanto. Con Francia reculando,

el futuro de Austria quedaba en manos de quien más quería Hitler que lo tuviera:

Mussolini.

Delbos, como ocurre siempre con los diplomáticos, tenía, desde luego,

buenas noticias. Polonia le había asegurado a Francia que, en caso de guerra,

combatirían a su lado; como también se lo aseveró Stoyadinovitch, el primer

ministro yugoslavo. En Rumania, el rey Carol le habra contado que Göbels y

Göring andaban a la gresca por la política danubiana y balcánica, y que Mussolini

estaba muy preocupado por la pujanza alemana en la zona.

Toda esta farfolla, sin embargo, no lograba esconder el verdadero

significado del viaje de Delbos: si Inglaterra le había encomendado, de alguna

manera, la construcción de un pacto danubiano, el francés volvía a París con

sólo dos participantes seguros: Checoslovaquia y Turquía.

La cosa estaba así: el húngaro Daranyi, durante su visita a Alemania de

noviembre de 1937, estuvo en casa de Göring, y en su salón pudo ver, ya, un

enorme mapa de Europa, en el que Austria ya no aparecía.

Roma era la única esperanza.

Italia tenía dos grandes intereses en el avispero austríaco: salvaguardar

su posición en el Adriático, centrada en la ciudad de Trier o Trieste; y no

retroceder en su influencia en el área alpina conocida como el Brennero.


Benito Mussolini, que ha pasado a la Historia como un fascista de

libro con todo merecimiento, tenía sin embargo otra cara en el plano

exterior. Tras lo de Abisinia, que estuvo a punto de salirle muy mal, había

practicado una política exterior basada en colaborar con las potencias de

la sociedad de naciones y, muy especialmente, cultivar la amistad con

Inglaterra; sin olvidar que, a pesar que ideológicamente eran como el agua

y el aceite, tenía unas relaciones más que amigables con Moscú.

Mussolini, cómo no, aplaudió encantado la llegada del

nacionalsocialismo a Alemania. Para Italia, otra nación de importancia en

Europa abrazando el fascismo suponía reducir muy considerablemente el

riesgo de aislamiento. Pero Mussolini estaba lejos de querer cebar la

máquina que estalló en lo que conocemos como segunda guerra mundial.

Su verdadero sueño, como muchos de los suyos basado más en la ficción

que en la realidad, era construir una Europa con un tetrapoder (Inglaterra,

Francia, Alemania e Italia) en el que él jugase un papel arbitral que le

permitiese ser, no la primera potencia, pero sí la más necesaria.

Mussolini apoyó, sin ambages, los primeros escarceos alemanes

contra las potencias europeas, en 1933 y 1934; pero lo hizo menos por

convicción que por demostrarle a esas mismas potencias que lo

necesitaban.
En la primera entrevista entre Hitler y Mussolini, Stra 1934, Hitler no le

ocultó al italiano sus planes imperialistas. En ese momento, el italiano se dio

cuenta de que el III Reich le brindaba, por sí solo, una oportunidad de oro para

ser ese país árbitro internacional: el avispero danubiano.

La cosa tenía una lógica aplastante. Hitler tenía la intención, y cada vez

más tenía los medios, de sentar sus reales en el lecho del Danubio. Hacía falta

que alguien tratase de influir en el mismo terreno, para así contrapesarlo; y ese

alguien sólo podía ser Italia. El corolario de esta intención fueron los protocolos

de Roma.

Cuando Austria sufrió el golpe de Estado de 1934, Mussolini movilizó sus

divisiones en el Brennero. Es bastante difícil que no supiese que la cosa no

estaba lo suficientemente madura como para una victoria hitleriana en Austria;

lo hizo para decirle a Londres y París: «aquí estoy yo, y podéis confiar en mí».

Luego llegó su aventura africana, y el espectáculo, no muy agradable, de

encontrarse 52 estados en su contra en Ginebra. Para colmo, en 1936 los vientos

cambiaron en Francia, y un gobierno que había aceptado de muy mala gana la

posibilidad de sancionar a Italia por lo de Etiopía fue sustituido por otro del Frente

Popular, de signo bien distinto. Además, en España también una coalición de

izquierdas había ganado las elecciones [y pueden sin miedo los lectores de este

blog pensar que el gesto de Mussolini de ayudar a Franco tiene mucho más que

ver con romper esa posible entente Madrid/París que con pruritos ideológicos

anticomunistas, que al Duce le importaban más bien poco.] Fue este repentino
aislamiento el que hizo pensar a Roma que, en lugar de jugar a ser una

especie de contraversión del nacionalsocialismo, lo que tenía que hacer

era entenderse con él; porque, además, entendiéndose con Hitler,

acojonaba a las potencias occidentales, moviéndolas a pactar. En 1936,

tras el levantamiento de sanciones, todavía esperó un poco antes de

hacer nada. Pero diversas novedades, entre otras la creciente

colaboración francorrusa, le llevaron a decidirse.

Mussolini entró en la guerra de España a ganar por KO. Era,

realmente, lo que necesitaba: una victoria rápida que elevase en Madrid

a un nuevo posible aliado (acreedor, en realidad) y que le dejase las

manos libres para poder volver a diseñar una política de cierta

equidistancia entre los dos bloques que acabarían peleándose en la

guerra mundial. Los italianos entraron por Málaga con la intención de

darse un paseo militar hasta los Nuevos Ministerios, y por eso en

Guadalajara se llevaron el patinazo que se llevaron, para desesperación

del general Franco. La prolongación de la guerra civil española condenó

a Austria de la misma forma que la cuestión austríaca terminó por

condenar a la República española. Tener que implicarse cada vez más en

el conflicto supuso para Mussolini no tener las manos libres frente a Hitler,

que le reclamaba, cada vez más, que no se metiese en los temas del área

danubiana. Aun así, Mussolini todavía creía que podría salvar Austria para

sí.
El 25 de octubre de 1936, pocas semanas después del acuerdo entre

Alemania y Austria por lo tanto, el voluble conde Ciano voló a Berlín. Volvió

convencido de que lo mejor que podía hacer Italia era aliarse con Alemania. El 1

de noviembre, Mussolini pronunció su famoso discurso de Milán en el que

santificó la creación del eje Berlín-Roma. Aquel discurso activó todas las alarmas

en Viena. Aun así, en noviembre de 1937 [nunca nos cansaremos de afirmar la

importancia de este año], el Duce hizo llegar a Von Schuschnigg un memorando

con los puntos en los que, según él, consistía verdaderamente la alianza con

Berlín. Esto es:

 Ni Alemania ni Italia se unirán a un pacto que les puedan

ofrecer Inglaterra y Francia para desunirlos.

 Las dos potencias llevarán a cabo una política común en

España.

 En el futuro actuarán coordinadas frente a amenazas

comunistas.

 Italia defenderá las pretensiones coloniales alemanas.

En suma, Mussolini le dijo a los austríacos que la independencia de su

país era una conditio sine qua non para el funcionamiento del Eje. Fue, por lo

demás, una declaración dictada por los hechos, puesto que para entonces, y

desde el verano del 37, Mussolini estaba preocupado por una acción que no

había previsto. Con su capacidad limitada de entender los hechos

internacionales (mucho más limitada en su yerno), el Duce había creído que su

política de basculamiento entre Inglaterra y Alemania se iba a producir ceteris


paribus, esto es, que las otras partes no se moverían. Pero no había sido

así. Como ya hemos dicho, en aquel año de 1937, Berlín inicio una

ofensiva de visitas, sobre todo a París pero también a Londres, por parte

de germanos ilustres que, como vulgares zetapés, no hacían otra cosa

que hablar de paz, paz, paz… La jugada, ya lo hemos dicho, les salió

redonda, porque Inglaterra se tragó aquel anzuelo que quería tragarse, y

llegó a albergar ilusiones de poder llegar a un pacto con el III Reich; pacto

que, de producirse, reduciría a Italia a la condición de barrio periférico de

la potencia teutona.

Así estaban las cosas en diciembre de 1937, cuando el secretario

de Estado de Exteriores austríaco, Guido Schmidt, recibió un mensaje

confidencial de Anthony Eden, según el cual el Foreign Office tenía la casi

total certeza de que se avecinaba una nueva ofensiva alemana sobre

Austria.

El elemento fundamental que había dado vía libre a los alemanes

en Austria fue el progresivo desinflamiento de Italia en la cuestión

checoslovaca. La colaboración en España y el progresivo alejamiento de

Roma respecto de las potencias democráticas hacía cada vez más difícil

para Mussolini oponerse a los deseos de Hitler de entrar en Praga. Por lo

demás, entre los países de la zona que albergaban menos esperanzas en

el reparto del país, Yugoslavia y Rumania, el sentir era claro, y Berlín lo

percibía con nitidez, de que no estaban dispuestas a jugarse nada por

defender a Praga. Por lo que se refiere a Hungría y Polonia, ambos


países, atraídos por las posibilidades de expansión territorial que ofrecía la

operación, es obvio que no pondrían problema alguno. Ciertamente Hitler había

perdido la partida inicialmente jugada de conseguir que Polonia se aviniese a

realizar una campaña militar conjunta de invasión. Pero, sin embargo, había

conseguido lo que necesitaba al fin y al cabo, que no era otra cosa que la

negativa de polacos y rumanos para que tropas rusas, eventualmente, cruzasen

su territorio. Todo esto, sin tener en cuenta que, en realidad, Rusia, o mejor

deberíamos decir la URSS, estaba en aquel momento básicamente preocupada

por Japón, así pues no tenía mucho tiempo para pensar en esos asuntos. La

relativa neutralidad soviética anulaba cualquier posibilidad de actuación por parte

de Francia, que no la aventuraría sin la ayuda de Moscú. Y, en lo concerniente

a Inglaterra, todo el mundo en Europa conocía bien la escasa proclividad del

Foreign Office a la hora de mancharse las manos (hasta que llegó Tony Blair,

claro).

En la ecuación de Checoslovaquia sólo había una incógnita que seguía

siéndolo para los planes germanos: Austria debía colaborar. Esta es la razón por

la que el canciller quería invadirla y otros políticos nacionalsocialistas más tibios

preconizaban una especie de Anschluss fría, basada en el desarrollo pleno de

los acuerdos del 11 de julio y, por lo tanto, llevar hasta el extremo la

germanización de Austria, al estilo de lo que ya había propuesto Otto von

Bismarck: una alianza cara a la galería que fuese una fusión de facto.

Hay un factor más para la aceleración de los planes de invasión, que a

menudo se olvida. Se trata de Göring. Hermann Göring, tal vez por cultivar cierto
perfil de alto mando militar a la antigua, con conocimientos y práctica

diplomática, tendía casi siempre a ser algo más tibio que su Führer. En la

práctica, pues, solía actuar de contrapeso de algunas de las impaciencias

de su jefe. Pero en el tema de Austria cambió en los últimos meses de

1937. Una de las razones para ello pudo ser, desde luego, la sintonía que

encontró en Guido Schmidt, quien como ya hemos dicho lo visitó con

relativa frecuencia en aquel tiempo. Pero la segunda, y no menos

importante, era la necesidad de conseguir llevarse bien con el poder

nacionalsocialista.

Göring había sido nombrado Comisario Extraordinario del Führer

para la Ejecución del Plan Económico Cuatrienal; y, a finales de 1937,

llevaba esa tarea como el culo. Como otros muchos antes que él, y otros

muchos después, Göring creyó que la economía era una cosa que

obedecía los toques de corneta de «lo que es justo». Planificó, pues, lo

que la propaganda decía que los alemanes deseaban, y no se preocupó

demasiado de si tenía pasta para pagarlo. En consecuencia, la economía

alemana se le escapó de las manos, lo cual le provocó un enfrentamiento

moral con Schacht, mucho más ortodoxo que él. La clase patronal se le

puso en contra, y consiguió ganar para su partido al alto estado mayor

alemán; con lo que el viejo proyecto de Göring de convertirse en uno más

de la alta clase de militares hizo aguas.

Dentro de este caos, Göring cayó en la cuenta de que algunos de

los cuellos de botella de la economía alemana (porque Göring, como todo


el mundo, culpaba a factores exógenos de su propia estupidez), notablemente

su falta de materias primas y necesidad de productos agrícolas, se podían

solucionar si Austria quería, pues el país tenía excedentes de ambos. Sin

embargo, Von Schuschnigg siempre se había negado a activar esas cláusulas

del acuerdo de julio.

Así las cosas, Göring se endureció. Tanto, que cuando Guido Schmidt le

invitó, probablemente por un mero deseo de ser coleguita y tal, a una jornada de

caza en Austria, el alemán primero montó la mundial porque la cacería iba a

tomar parte en una región del país, Karwendel, donde sería fácil que nadie se

enterase, ni en Berlín ni en Viena, de que había estado allí; y después la volvió

a montar porque, decía, Austria no estaba dispuesta a aceptar que sus

camaradas (los nazis austríacos) lo vitoreasen libremente por las calles.

Fue por esta razón que don Hermann se convirtió en un apasionado

partidario de la intervención militar sobre Austria, a realizar antes de marzo de

1938 porque, decía, para el Reich era fundamental poder disponer de los

minerales de Estiria y la madera del Tirol.

Que Göring abrazase, con la fe del converso, el discurso Austria ens roba,

supuso una gran noticia para el señor que se encontraba en su casita de campo

de Obersalzberg, muy cerca de Berchtesgaden. Lo importante que era la

cuestión austríaca para Hitler lo deja bien claro el dato de que este tema, y la

cuestión judía, eran los dos únicos sobre los que nunca pedía consejo a su

entourage. Para Adolf Hitler, nacido en Austria al fin y al cabo, superar los montes
nevados que veía desde su porche y entrar en Austria era, nunca mejor

dicho, un casus belli. Y, además, el canciller austríaco, a pesar de que

todo el mundo pensase que lo de Checoslovaquia estaba hecho, sabía

que no podía invadir aquel país. La Reichswehr le había dejado bien claro

que el ejército alemán no estaba preparado para una guerra, y todavía

existían posibilidades de que estallase si daba ese paso. Por otra parte,

sobre la mesita del porche tenía Hitler un informe reciente, escrito por sus

servicios diplomáticos. Este informe decía que el polaco coronel Beck le

había dicho a Yvon Delbos (en parte porque los alemanes le habían

sugerido que lo soltase) que consideraba a Austria perdida y carne de

Anschluss; y, según el informe, Delbos no había reaccionado oponiendo

cortapisa o amenaza alguna. Toda la cuestión era acertar con el momento.

Y Hitler, por lo general, siempre acertaba. Más en concreto, Hitler pensaba

en su discurso ante el Reichstag del 30 de enero (quinto aniversario del

advenimiento de los nacionalsocialistas al poder) para sacar a pasear el

órdago a grande en Austria.

Mientras Hitler pensaba estas cosas entre juego y juego con su

impresionante pastor alemán (que fue envenenado justo antes del suicidio

de su dueño, en el búnker), el canciller Kurt von Schuschnigg no estaba

en su mejor momento, precisamente. La depreciación de diversas

monedas europeas había puesto en dificultades el comercio exterior del

país, la situación económica empeoraba y, con ello, el paro en el país. Lo

cual era una putada para el canciller, puesto que había prometido que

1938 sería el año del pleno empleo. Algunos colaboradores le insinuaban


la posibilidad de buscar una entente con los viejos enemigos socialdemócratas,

que pasaría por regular algunas de las principales reivindicaciones de las clases

trabajadoras. Sin embargo, él seguía creyendo más sencillo (lo era; lo que está

claro es que fuese mejor) un acercamiento con las derechas.

Sin embargo, los nacionalsocialistas austríacos cada vez honraban

menos los acuerdos de colaboración más o menos taimada alcanzados con el

gobierno. En Tirol y otras zonas, por ejemplo, ensayaban y llevaban a cabo

acercamientos con miembros y organizaciones de las Heimwehren, haciéndoles

ver que la acción nacionalsocialista era mucho más atractiva. Asimismo, ellos

mismos distribuían los rumores de posibles golpes nacionalsocialistas contra el

gobierno. En enero de 1938, los servicios secretos austríacos fueron advertidos

por la mismísima Reichswehr, en el sentido de que se preparaba un acto de

provocación modelo incendio del Reichstag. Se hablaba del asesinato del

agregado militar alemán en Viena o, incluso, del propio embajador Von Papen.

Asimismo, medios alemanes presionaban a Von Schuschnigg para que dimitiese

como canciller, para ser sustituido por una personalidad política de signo neutro,

con un vicepresidente nacionalsocialista, que contaría con Guido Schmidt como

principal asesor. Este nuevo gobierno organizaría un plebiscito como el que, por

cierto, para entonces defendía incluso la prensa británica.

En el sur de Baviera se hicieron pronto evidentes, en aquellas primeras

semanas de 1938, los movimientos de las formaciones paramilitares

nacionalsocialistas, tanto las SA como las SS. El gobierno austríaco recibió

informes fidedignos de que las milicias paramilitares locales, que se habían


refugiado en áreas de Alemania alejadas de la frontera, se estaban

moviendo hacia Baviera.

El NSDAP, o el Reich que para el caso es lo mismo, había

perfeccionado ya sus planes de invasión. Preveían la marcha de tres

columnas. La primera partiría de Reichenhall, pasaría la frontera por Lofer

y avanzaría hacia el Pizgau. La segunda saldría de Freilassing y se

marcaría como objetivo Salzburgo, avanzando luego por la Alta Austria

hasta fusionarse con la tercera columna en Linz. Esta tercera y última

columna saldría de Passau y, una vez unida a la segunda, marcharía

sobre Viena. Los efectivos de la Legión Austríaca estaban plenamente

motorizados, para poder realizar estas marchas en muchas mejores

condiciones que lo hicieron Mussolini, o Mao. Por último, la Gestapo

austríaca estaba ya plenamente organizada y preparada para empezar a

trabajar.

Todo estaba, pues, en perfecto estado de revista.

1938, que por supuesto es el año que sigue a este tan interesante

de 1937, es, para el Gobierno austríaco, el año en el que ya se tiene que

tomar absolutamente en serio todos los rumores y noticias en el sentido

de que los nacionalsocialistas están pensando en complotar contra su

autoridad.
Uno de los miembros de Los Siete, el doctor Tavs, aportará casi

inocentemente el motivo.

A principios de año, concede una entrevista a la revista yugoslava

Slovenski Glass en la que, el muy tontolaba, desvela con total naturalidad la

inmensa mayoría de las cosas que los nacionalsocialistas austríacos habían

pactado de boquilla con Von Schuschnigg. Obviamente, esto sitúa al canciller

entre la espada y la pared, y es por esto que el máximo mandatario del país

ordena al prefecto Skubl, secretario de Estado de Seguridad, que realice un

registro en la Teinfalstrasse.

Es obvio que los nacionalsocialistas no habían tomado precaución alguna

contra este tipo de acciones pues, aunque formalmente su vida pública estaba

prohibida, sabían bien, por el propio Von Schuschnigg, que no iban a ser

molestados. Por otra parte, ni se podían imaginar que Tavs iba a hacer el pollas

de aquella manera. Corolario: cuando la policía austríaca entró en el local,

encontró todo tipo de documentación clandestina. Una especie de papeles de

Sokoa a la teutona.

Uno de los principales elementos encontrados por la Policía fue toda la

documentación relativa a la relación entre la Teinfalstrasse y la

Helferstorferstrasse, esto es, entre los ilegales consentidos y los ilegales de

verdad. En los papeles intervenidos estaba toda la documentación sobre

organizaciones de combate, nombre y filiación de los correos, así como la

identificación precisa de quién o quiénes se responsabilizaban, en cada


provincia, de la dirección política del nacionalsocialismo. Lo que se dice

un mapa preciso del movimiento semiclandestino.

Con todo, lo más importante que apareció en el local fue lo que se

conoció como plan RH; que es un tema que no tiene nada que ver con

aquello que decía Arzallus del RH de los vascos, sino con la planificación

del golpe de gracia a una Austria independiente.

El Plan RH contaba con la producción de un ultimátum basado en

la renuencia de los austríacos a desarrollar los acuerdos de julio del 36.

Los nazis pensaban fijarse fundamentalmente en el famoso (famoso en

su día, se entiende) párrafo tercero de dicho acuerdo, que afirmaba la

alemanidad de Austria. La verdad es que fue una torpeza por parte de Von

Schuschnigg firmar aquel acuerdo sin casi fijarse en aquel párrafo, que

consideraba un mero texto introductorio de carácter decorativo. Cuando

se trata de política, no digamos ya de identidades nacionales, hasta el

texto más insulso puede ser importante; como, por otra parte, bien hemos

comprobado en nuestro predio muy recientemente con el gesto del

parlamento catalán de colocar la palabra nación en el preámbulo de un

Estatuto, esto es, pretendidamente también un texto meramente

cornucópico y sin valor jurídico alguno.

Para las gentes de Hitler, sin embargo, aquel párrafo tercero fue de

la máxima importancia desde el minuto uno después de la firma. De

hecho, como digo, su principal «percha» para sostener un ultimátum


contra el canciller era el hecho de que, según ellos, en múltiples declaraciones a

periódicos de todo el mundo, Von Schuchsnigg había dejado clara su traición a

los principios de este párrafo. Un hombre que rechaza la alemanidad de Austria

no está, decían, capacitado para dirigir un Estado alemán y, consecuentemente

(al loro que viene lo bueno), el pueblo alemán tenía la obligación moral de salir

en defensa de sus hermanos austríacos, oprimidos por un canciller antigermano.

Esto, por supuesto, no era inmiscuirse en los asuntos de un Estado soberano,

sino exigir el cumplimiento de las cláusulas de julio.

Una toma de posición, en términos imperativos, por parte del III Reich,

provocaría, tal era la esperanza de los nacionalsocialistas, la dimisión del

canciller Von Schuschnigg; la hipótesis no era nada descabellada pues,

verdaderamente, a principios de 1938 había que estar tolili para pensar que se

podía estar al frente de Austria una vez que Berlín te había puesto oficialmente

la proa. Paralelamente, el Reichswehr concentraría unidades motorizadas,

carros de combates e incluso aviones en la frontera; pero sin intervenir. Se

trabajaría a toda prisa para alcanzar un acuerdo con Yugoslavia que permitiese

colocar tropas también en esa frontera. El Plan RH era, en realidad, un plan de

invasión germano-yugoslavo, en el que Berlín había ofrecido a Belgrado el cebo

de que lo que se cocía en Austria era el regreso de los Habsburgo, lo que podía

provocar el intento de hacer renacer el Imperio. Hitler necesitaba esta

complicidad, porque no tenía nada clara la participación de sus propias Fuerzas

Armadas en la movida.
El Plan RH contaba con pillar a Italia demasiado preocupada con

otras cosas. Consideraban los nazis que Mussolini no tendría mucho que

decir a la caída del gobierno austríaco y su sustitución por un gabinete

presidido por un político neutro y con un vicecanciller y tres ministros

nazis. Seis meses después, el pájaro cuco desalojaría a todos los demás

pollitos del nido, el gobierno pasaría a ser plenamente nacionalsocialista

y entonces, sólo entonces, se convocaría un referendo, con resultado más

que previsible (porque los referendos, por lo general, siempre los gana

quien los convoca).

La documentación del Plan RH contenía dos listas ministeriales

distintas, pero en las dos se concedía el ministerio del Interior a Seyss-

Ynquart. Guido Schmidt retendría sus responsabilidades de Exteriores; y

un tercer filonazi, Glaise Hostenau, ocuparía un ministerio sin cartera que

le daría, a la vez, acceso a las deliberaciones gubernamentales y un

margen de actuación más que sobrado para poder actuar de enlace entre

los ejércitos austríaco y alemán.

El Plan RH se completaba con una serie de documentos

meticulosamente descriptivos de una serie de provocaciones que serían

impulsadas por los nazis para lubricar la campaña del ultimátum. Entre

ellas, figuraba el asesinato del mismísimo embajador Von Papen. En

realidad, en primer lugar los nazis austríacos habían elegido al agregado

militar, general Muff. Pero había sido Berlín quien había ordenado que el

objetivo se cambiase. Probablemente, Hitler esperaba matar, literalmente,


dos pájaros de un tiro. La sección del estandarte 89 de la SS ilegal austríaca,

con mucho la más activa, había sido ya designada para realizar el apiole. Ya se

habían agenciado para los terroristas unos uniformes de la Legión de Hierro,

cuerpo paramilitar creado por los legitimistas austríacos, a los que les iban a

cargar el mochuelo.

Antes de descubrirse los papeles, un Von Papen en plena fase de soltura

intestinal había ido a ver personalmente a Von Schuschnigg para pedirle

protección ante un complot contra él de la Legión de Hierro. El 5 de enero, y tras

haber sido denunciado por los nacionalsocialistas, la policía llegó a detener a un

ex nazi, ahora enlistado en la Legión, llamado Walter von Leubuscher, quien

sería el teórico asesino del embajador.

Von Papen quedó chupetizado cuando se enteró de lo que se estaba

tramando; sobre lo cual, pese a ser embajador en Viena, tenía información

apenas borrosa, si es que la tenía, ya que en el NSDAP no se fiaban de Von

Blomberg ni en general del ministerio de Asuntos Exteriores, al que reputaban

demasiado petado de viejos políticos de la derecha nacionalista alemana no

nacionalsocialista. Papen era partidario de la profundización de los acuerdos de

julio pero, probablemente por la distancia que, en todo caso, había tomado con

Berlín, no era consciente de cómo estaban cambiando las cosas en Alemania.

De cómo, paulatinamente, el nacionalsocialismo estaba colocando peones

importantísimos en el Ejército alemán, lo cual hacía que cada vez fuese menos

probable que los hombres de uniforme fuesen a contrapesar las claras


convicciones de Hitler en el sentido de que debía invadir Austria. Este

camino, sin embargo, era pedregoso.

El jefe militar germano, general Von Fritsch, estaba convencido de

que Heinrich Himmler preparaba un golpe contra él que llevaría a cabo la

Gestapo. Fritsch sabía de buena tinta (y es verdad, por cierto) que un

completo dossier sobre las personas con las que hablaba por teléfono o

se reunía había viajado hacía poco a Berchtesgaden; Hitler no confiaba

en él y tan sólo esperaba la eclosión de un general suficientemente

pronazi para sustituirlo. Y, como hemos explicado algunos párrafos más

arriba, ya no podía contar con la complicidad de Göring quien, por razones

propias, se había pasado al partido Hawk en lo que a Austria se refiere.

Schuschnigg reaccionó como tenía por costumbre: con cautela.

Para empezar, prohibió que la documentación incautada fuese publicada.

Eso sí, el 30 de enero, cuando se celebraba el aniversario de la llegada al

poder del NSDAP en Alemania (el día que Hitler debería haber planteado

el ultimátum a Viena; cosa que como veremos enseguida, no hizo), las

manifestaciones fueron prohibidas en Viena. Pero con este gesto se

cargó, sin querer, toda posibilidad de que las cosas fuesen de otra

manera.

Tras los registros policiales en Viena, el general Von Fritsch, en

soledad porque Von Blomberg estaba de luna de miel, creyó que era el

momento de «atacar» a Hitler. Convencerlo de que debía hacerle caso en


su principal reivindicación, que ya le había explicado a Blomberg, en el sentido

de que el Ejército necesitaba dos años sin conflictos para poder consolidarse.

Para ello contaba con que el escándalo de la Teinfalstrasse se conociese en todo

el mundo. Ni se le ocurrió que el canciller austríaco fuese a guardarse los

papeles. Pero eso mismo es lo que hizo.

Con el silencio de Schuschnigg, a Fritsch todo le salió mal. No sólo no se

encontró a Hitler escandalosamente crucificado en la prensa mundial por

golpista; sino que el suceso, al permanecer en secreto pero dar lugar a

represiones en Austria, favoreció al bando nazi, esto es Hess, Himmler, Göbels

y, ahora, también Göring, para reclamar «venganza para la Teinfalstrasse».-

Hitler, mientras tanto, dio orden desde Berchtesgaden de aplazar sine die

la sesión del Reichstag de 30 de enero, aquélla en la que habría de presentar el

ultimátum. Lógico. El Plan RH había sido descubierto. Hacía falta montar otra

estrategia. Ya no se podía acusar a Austria de haber violado el tratado; a Viena

le bastaría con airear dos o tres fotocopias.

Rudolf Hess fue a verle al Obersalzberg. El lugarteniente de Hitler era de

la opinión de que había que golpear. Esperar una señal de los

nacionalsolcialistas austríacos para invadir el país con las SS. Hitler, mucho más

inteligente que su amigo de celda, le corrigió: cualquier cosa que se haga, ya no

va a bastar la mera acción de presión del Partido. Para que lo entendiese su

interlocutor, y derrochando con él una paciencia que al resto del mundo le

negaba, le explicó: «puesto que lo previsto en el Plan RH ya no podremos


ejecutarlo clandestinamente, cualquier intervención nuestra provocaría

una guerra civil en Austria; y, si eso pasa, tendré en dos días al mundo

entero a mis espaldas».

[Inciso español. Valore el lector la forma bien diferente en que,

asimismo, valoraba Hitler dos hechos aparentemente iguales: el estallido

de sendas guerras civiles. Sabía que una guerra civil provocada por los

nazis en Austria generaría un conflicto internacional en el que todo el

mundo, también Italia, estaría en su contra de una forma u otra. Sin

embargo, año y medio antes se había metido de hoz y coz en otra guerra

civil, la española, sabiendo que nada de eso iba a ocurrir. Las razones

para esta diferencia son dos: una, la geopolítica: España no está donde

está Austria. Otra, la política a secas: por mucho que ahora queramos ver

en la guerra civil una «guerra en defensa de la democracia», en ese bando

democrático había importantísimos elementos muy poco democráticos,

con enormes sintonías con la URSS. Éste es el segundo factor que hacía

a España diferente de Austria; que hacía que el problema austríaco fuese

un problema y el español, no.]

Hitler, en todo caso, había llegado a la conclusión de que el Ejército

tenía que meterse en tema hasta el corvejón. En ese punto Hess,

lógicamente, contrapuso la renuencia de Fritsch, y de otros muchos

generales. Sin embargo, Hitler le contestó: lo de Austria tendrá que ser en

unas semanas. Ya he hablado con Göring y Göbels. Pero es necesario

que la oposición del ejército y de la Wilhelmstrasse (Exteriores) se acabe


de una vez. Acto seguido, le dijo a Hess: «ha llegado la hora y voy a hacer tabla

rasa. La dirección del Ejército y de la Wilhelmstrasse deben ser

nacionalsocialistas. Desde ahora, seré mi propio ministro de la Guerra.

Blomberg, Fritsch y sus acólitos deberán irse. He pensado en Von Ribentropp

para ministro de Exteriores».

Y terminó, entre dientes:

«En cuanto tenga al Ejército en la mano, le voy a decir un par de cosas a

ese Schuschnigg».

El 4 de febrero de 1938, el canciller Adolf Hitler procedió a realizar en el

ejército alemán la purga de generales demasiado poco nazis u obedientes que

le había anunciado días antes a Rudolf Hess. La operación siguió con la

jubilación anticipada de muchos de los miembros de la escala diplomática con

mayor experiencia, aunque también con más criterio. De una forma indirecta,

esta purga fue también contra algunos de los representantes de la gran industria

que, como siempre ocurre con el sector del dinero, no estaban muy tranquilos

con la perspectiva de una guerra; pues una guerra es una cosa que lo mismo la

ganas que la pierdes, y ése es un entorno vital en el que el gran capital no está

acostumbrado a moverse.

Tras aquella purga, y con una sociedad alemana entregada, Hitler podía

embarcarse en la labor de crear el ambiente necesario para defender la invasión

de Austria. Lo realmente alucinante es la forma, más que miope ciega del todo,
con que se recibieron en Viena estas noticias. Para los avezados analistas

de Von Schuschnigg, los hechos de Alemania demostraban que el

régimen tenía serias discrepancias internas, lo cual operaba como freno

objetivo contra cualquier tentación; y, además, el descabezamiento del

estamento militar provocaba que el Ejército fuese demasiado ineficaz,

además de necesitado de tiempo para digerir los cambios, por lo que, en

el peor de los casos, tardaría bastante tiempo en poder plantearse una

invasión. Eso sí, cambiaron bastante rápido de opinión; en cuanto leyeron

los periódicos.

Una de las víctimas de la deconstrucción de las administraciones

militar y diplomática alemanas practicada por Hitler fue Franz von Papen.

Este pobre personaje que se pasó tanto tiempo tratando de convencer a

los nazis de que podía pasar por un nazi sincero, y que a base de

intentarlo compartió su destino, fue llamado a Berlín; momento en el cual,

lógicamente, se abrió la incógnita de su sustituto.

Papen salió de Viena el 28 de enero. Al día siguiente, el consejero

de Estado Seyss-Ynquart, que cada vez más iba para portavoz del

nacionalsocialismo austríaco, salió en la misma dirección, pero antes se

confesó con el corresponsal de una agencia de prensa estadounidense.

Le dijo que todos los problemas del Grupo de los Siete se la pelaban. Que

él nunca había sido miembro de ese grupito. Se mostró en total sintonía

con el canciller, pero, dijo, existe un movimiento de cierto corte


separatista, que trabajaba constantemente para destruir la unidad

austroalemana.

Éstas y otras declaraciones que aparecieron en esos días en la prensa

llevaron a Von Schuschnigg a pensar algo que era totalmente correcto: que la

facción a la que pertenecía Von Papen, es decir aquélla que preconizaba una

profundización de los acuerdos de julio respetando la independencia austríaca,

había perdido. «Von Papen», dijo el canciller, «no es el hombre que nos puede

salvar».

Guido Schmidt, sin embargo, consideraba que la partida todavía no podía

darse por perdida. En su opinión, la limpieza realizada por Hitler no sería gratis.

Había puesto en su contra a las vertientes más conservadoras del Ejército y la

Administración alemanas. Además, recordaba, Austria disponía de la bomba con

espoleta retardada de los papeles de la Teinfalstrasse. Adecuadamente

manejados en el ámbito diplomático, aquellos papeles podían hacer mucho daño

a Hitler, aislándolo. Había que desechar una publicación prematura; era mucho

mejor que esa publicación se convirtiese en una amenaza permanente para los

nacionalsocialistas. La jugada de Schmidt venía a ser (o eso le decía a

Schuschnigg) utilizar esa presión para que Hitler acabase hablando en la sesión

del Reichstag a favor de la profundización de los acuerdos de julio.

Más o menos en aquel tiempo se anunció la vuelta de Von Papen a Viena;

pero no ya como embajador, sino en misión especial. No se sabía muy bien para

qué era esa misión, pero el 11 de febrero, el consejero de la embajada alemana


Stein le dijo a unas autoridades austríacas que Hitler ya había tomado la

decisión de exigirle a Austria una política exterior «totalmente conforme a

los acuerdos de julio, aunque dentro de los protocolos de Roma». Si el

gobierno austríaco no respondiera a satisfacción germana, continuó, el

Ejecutivo del Reich se reservaba las acciones a realizar.

Papen, en efecto, se dirigió a Guido Schmidt en términos muy

parecidos, casi calcados. Schmidt protestó por la acusación de infidelidad

de Austria. Pero, más allá, no está claro exactamente lo que le dijo, y en

qué medida eso que le dijo estaba sintonizado con su canciller y jefe. El

caso es que, a la vuelta de Von Papen a Berlín (y Papen nunca se habría

atrevido a mentirle a un Führer que, él lo sabía bien, a ratos hasta pensaba

en fusilarlo), Hitler fue por ahí contando a los suyos que Austria había

aceptado alinear su política exterior con los acuerdos del 11 de julio y a

ofrecer, como garantía de este cambio de actitud, una crisis ministerial

que favorecería a los elementos seudo, cuasi, proto, o

sesquinacionalsocialistas. También es un hecho que todo aquel mes de

febrero el principal consejero de Schmidt, llamado Wilhelm Wolf, lo pasó

en Berlín, sin que tampoco esté del todo claro a quién vio y qué tipo de

milongas les contó.

Una de las cosas que Von Papen había hecho en su misión

especial vienesa había sido darle la murga a Kurt von Schuschnigg en el

sentido de que tenía que ir a Berchtesgaden a ver a Hitler. El canciller

austríaco no quería hacer tal cosa, sobre todo porque eso suponía acabar
prácticamente con la multilateralidad del tema austríaco; situación en la que él

no podía hacer otra cosa que perder frente a una personalidad y un país tan

poderoso como Hitler y su Reich. Poco a poco, Schuschnigg fue fabricando su

renuente aceptación, y todos los indicios son de que no tenía la menor idea de

que iba hacia un ultimátum de Hitler; entre otras cosas porque no podía

imaginarse que la actitud alemana se había venido cociendo durante semanas

con la colaboración de Seyss-Ynquart, lógica; pero también, según todos los

indicios, de la menos lógica pareja formada por Schmidt y Wolf. Porque Guido

Schmidt, para entonces, se había convertido en la quinta columna nazi en el

gobierno austríaco; y aunque él decía que no se publicaban los papeles de

Teinfalstrasse porque hay que saber dominar los tiempos, en realidad lo que

estaba haciendo era bloquear la única acción que podía dañar los planes de los

nacionalsocialistas.

Schmidt hizo algo más: convenció a Von Schuschnigg de que Hitler le

debía una. De que el canciller alemán era consciente de que resultaba tributario

del gobierno austríaco por la elegancia con que había tratado el tema de los

papeles de la Teinfalstrasse. Que, en consecuencia, podía ir a Berchtesgaden

esperando poder cerrar con el Führer un acuerdo austroalemán sobre nuevas

bases. El discurso de Hitler ante el Reichstag había sido finalmente agendado

para el 20 de febrero. Si pudiera ir a verle y convencerle de que, en dichas

palabras, el Führer se refiriese a la independencia austríaca y se mantuviese

dentro del marco del 11 de julio, Von Schuschnigg tendría una gran victoria.
El 10 de febrero, el Frente Patriótico austríaco celebró un gran

baile, de los de Viena de toda la vida, en la Wiener Hofburg. Durante

aquella cita mundana, Von Schuschnigg departió con diversos

diplomáticos, a los que anunció que al día siguiente el secretario de

Estado Schmidt les enviaría un comunicado importante. Ese comunicado

se produjo como estaba previsto y, efectivamente, anunciaba que al día

siguiente, 12 de febrero, Kurt von Schuschnigg visitaría a Adolf Hitler en

Berchtesgaden. A los diplomáticos se les contó que era una convocatoria

para resolver los malentendidos producidos en los últimos meses, y que

el gobierno austríaco no tenía nada que temer, puesto que en la

negociación del encuentro había quedado claro que la independencia de

Austria no se discutiría.

No existe ni un solo dato en contra de la afirmación de que el Kurt

von Schuschnigg que salió hacia Alemania el día 12 de febrero de 1938

era un político absolutamente convencido de que había ganado. De que

su reivindicación fundamental: la independencia de Austria, se había

ganado ya antes de la reunión, en las instancias previas (dirigidas por

alguien que él no sabía le había traicionado). Es posible que el estado de

ánimo del canciller fuese hasta chulesco.

Ja. Y no queremos decir Ja, en alemán. Queremos decir Ja, en

castellano.
No hay manera de cuadrar todas las cosas que sabemos de este proceso

con las que no sabemos y podemos intuir sin aceptar la idea de que Guido

Schmidt traicionó a su canciller. En mi estado de conocimiento, no puedo deciros

con exactitud en qué momento el secretario de Estado de Exteriores decidió que

era mejor subirse a la ola del nacionalsocialismo. Lo que puedo daros es una

opinión personal. Yo creo que Schmidt comenzó a coquetear con el cambio de

bando a lo largo de todo el año 1937, en sus coloquios con Göring. Hermann

Göring era un vendedor de mantas de pelo, un encantador de serpientes, un

pígnico maniobrero tan típico que yo diría que es imposible que exista un partido

político en el que no haya un Göring (y, además, le vaya razonablemente bien.

Probablemente, el Göring auténtico nunca pensó que su jefe fuese a llevar las

cosas hasta un punto que acabase obligándole a él a suicidarse; pero a los

demás Görings de este mundo, como digo, les suele ir bastante bien). Como

encantador de serpientes que era, es probable (ojo, yo no lo puedo demostrar;

estoy elucubrando) que le contase a Schmidt dos milongas. Milonga Uno,

absolutamente falsa, yo soy la hostia de poderoso, el Führer come en mi mano

y hará lo que yo le diga en este tema; Milonga Dos, parcialmente cierta, el

NSDAP austríaco es una jaula de grillos, los del Grupo de Leopoldo están muy

mal de lo suyo, son de ese tipo de radicales de primera hora de los que luego te

tienes que deshacer, y de Seyss-Ynquart no me fío. Corolario: tú, que tienes un

prestigio internacional y que aparecerías como bisagra entre lo nuevo y lo viejo,

estás llamado a ser el archipámpano de este proceso.

Schmidt, es probable, sabía medir a Göring y, por lo tanto, difícilmente

caería en sus embrujos tan fácilmente. Para mí, lo que cambió la mentalidad del
secretario de Estado fue la visita de Yvon Delbos a la cuenca del Danubio,

y sus resultados (mejor: sus no-resultados). Cuando Delbos volvió a París

desdiciéndose elegantemente de los férreos compromisos que semanas

antes había jurado tener en el tablero europeo centrooriental; cuando se

hizo evidente que Hitler tenía razonablemente pactadas las actitudes de

Polonia, de Hungría y de Yugoslavia, para Schmidt se hizo claro que la

alternativa era seguir en el momio o morir, probablemente, en un paredón.

Entonces lo urdió todo, aunque para él, como para Hitler, el registro de la

Teinfalstrasse y el descubrimiento del Plan RH supuso un obstáculo

inesperado. Supongo (sigo suponiendo) que él pudo tener algo que ver en

el aplazamiento durante un mes del pleno del Reichstag donde Hitler

pensaba dar el aldabonazo austríaco; y lo supongo porque, como ya se

ha contado en estas notas, fue precisamente ese mes lo que él aprovechó

para mandar a su turiferario Wolf a Berlín a negociar. Hitler sabía, se lo

dijo a Hess, que tras el descubrimiento por la policía austríaca del Plan A,

era necesario urdir un Plan B; y resulta difícil de imaginar que lo hiciese a

espaldas de ese extraño emisario vienés que se había trasladado a su

casa.

En las seis u ocho primeras semanas del año 1938, Hitler lo tuvo

fácil. No tuvo sino que manejar la angustia de Schmidt, la naiveté de Von

Schuschnigg, el margen de maniobra obtenido tras la limpieza del Ejército

y la Wilhemstrasse, y las enormes ganas que tenía Von Papen de

agradarle para que no le pegase un tiro. Cada uno de los peones de este

tablero hizo exactamente el juego que él quería. Al milímetro.


El 12 de febrero de 1938 fue sábado. Los periódicos del domingo, en

Viena, se publicaron a base de generalidades, sin ofrecer ningún detalle

realmente preciso de la jornada histórica del día 12. Por su parte, los diarios

franceses e ingleses iban incluso más allá, sugiriendo una imposición de las tesis

austríacas. Todos los funcionarios exteriores austríacos habían recibido la

instrucción de referirse al encuentro casi con displicencia, otorgándole el trato de

encuentro de trámite dentro del lógico devenir de los acuerdos de julio. A la hora

del crepúsculo dominical, en las oficinas del poder en Viena se estaba a la

expectativa de conocer exactamente el minuto y resultado del encuentro, pero

en una ausencia total de inquietud. Sin embargo, entre las personas más

finamente agudas en su capacidad de análisis, la zozobra por la excesiva

tardanza que se tomaban las noticias en llegar fue acreciéndose.

Al final de la tarde, poco a poco, fue sabiéndose la verdad.

Se supo que Von Schuschnigg había vuelto a Viena para encerrarse en

su casa durante varias horas. No quería recibir a nadie, ni siquiera a sus amigos

más cercanos. Guido Schmidt había vuelto con él, decían, pálido y con gesto

grave, y, simple y llanamente, se había micronizado. A media tarde del domingo,

Schusschnigg había cogido el coche oficial para ir a ver al presidente Miklas. El

lunes por la mañana inició una larga serie de encuentros con todos los políticos

importantes del régimen austríaco, amén de otros, como el ministro italiano en

Viena.
Fue en esa mañana de lunes cuando se fue sabiendo la verdad. Lo que

Kurt von Shusschnigg se había encontrado en Berchtesgaden no había sido,

como esperaba, a un líder alemán mordiéndose el labio inferior y aceptando, con

renuencia, el fait accompli de la incapacidad por su parte de cercenar la libertad

austríaca. Lejos de ello, se había encontrado con un Adolf Hitler en estado puro,

como el que hemos visto en películas como El hundimiento o las imágenes

conservadas de sus discursos. El encuentro tuvo, según fuentes austríacas, un

«tono tumultuoso y exento de todo decoro diplomático»; lo cual, en cristiano,

quiere decir que Hitler se puso a gritar como una jineta a la que un mandril

estuviera dando electrochoques y a insultar a su interlocutor como sólo sabe

hacerlo quien ha vivido en los verdaderos bajos fondos de Viena. En el mismo

encuentro, los austríacos tuvieron conocimiento de los primeros movimientos de

tropas alemanas en la frontera bávara.

Los representantes francés e inglés en Viena fueron informados a media

mañana del lunes por Guido Schmidt. Una vez más, y el temita da como para

sospechar mucho, el responsable de la política exterior austríaca se distanciaba

del tono desesperado que adoptaba su jefe en ese momento en sus audiencias.

Les dijo a los diplomáticos occidentales que la situación era comprometida, pero

que él no tenía ninguna razón para pensar que lo peor (la invasión) fuese a

ocurrir. En su opinión, el ultimátum podría atemperarse con algunas concesiones

de política interior y un cambio de gobierno. Es absolutamente imposible que un

experimentado alto funcionario diplomático no supiese, en ese momento, que

estaba mintiendo. Es imposible que no conociese a Adolf Hitler.


Contemos un poquito escena a escena, lo que pasó en Berchtesgaden.

Adolf Hitler recibió en solitario al canciller Von Schuschnigg en su propio

gabinete de trabajo. Se le veía agitado y, de hecho, prescindió de las habituales

mandangas amables de la performance diplomática cuando le hizo pasar; ni

siquiera le ofreció un sillón para sentarse. En la antecámara quedaron Schmidt,

su secretario, Von Ribentropp, algunas personas del entourage diario del Führer,

y los generales Keitel, Reichenau y Sperrle.

Hitler comienza a hablar enseguida, sin permitir que su interlocutor lo

interrumpa o apostille. Su discurso versa de una larguísima nómina de

desencuentros, acusaciones y quejas sobre la actitud austríaca desde julio.

Formaba parte muy común de la estrategia de Hitler (no tardaría en usarla con

el checo Benes, sin ir más lejos) el acojonar a su rival dejándole claro que,

personalmente, le importaba un huevo. De haber dependido todo aquel asunto

sólo de él, le dijo a Von Shuschnigg, en ese momento no estarían hablando esas

dos personas; porque personalmente, continuó Hitler, no albergaba sentimiento

de amistad alguna, ni consideración de ningún calibre, hacia las personas que

ahora mismo gobernaban Austria. Se declaró, sin ambages, enemigo del sistema

de gobierno de Austria, del legitimismo austríaco y de las traiciones que, según

él, fraguaba con los enemigos de Alemania. Acusó al gobierno de infligir

sufrimientos sin fin a los hombres y mujeres de Austria (sí, lo dijo así; como si

fuesen vascos y vascas) que creían en él y habían depositado sus ilusiones en

el nacionalsocialismo.
Una vez enviada la Panzerdivision a laminar el campo de batalla, en

estrategia que también era común en él, Hitler pasó a la fase «en fin, aunque no

te lo mereces, he decidido darte una última oportunidad para que te comas el

Danonino». Eso sí, continuó, es la última vez que seré magnánimo.

Ante un repentinamente avejentado Kurt von Schusschnigg, que de

repente entendía el porqué de aquella cita y, sobre todo, el porqué de haberla

diseñado sin más testigos ni intervinientes, el magnánimo Adolf Hitler se ofreció

a «sacrificar sus sentimientos y convicciones», a cambio de que el acuerdo de

julio se aplicase sobre lo que llamó bases correctas. Sí, estaba dispuesto a

suprimir todo apoyo a los nacionalsocialistas austríacos. Pero a cambio de una

serie de condiciones que el gobierno austríaco debería cumplir, so pena de

procederse a la invasión efectiva del país. Más en concreto, la expresión fue

«realizar una ofensiva contra el sistema [de gobierno austríaco] y limpiarlo».

Ante dicha frase, el canciller austríaco hizo un gesto de protesta, que

generó el primer acceso de furia à la Adolf. Primero, comenzó a gritar como un

poseso: «¡Sí, limpiar, limpiar!». Lo hizo varias veces, antes de continuar: «Y,

usted, usted, usted ya lo verá... ¡también será laminado!». En ese momento,

Adolf Hitler estaba ya en esa fase, común en él, en el que su furia se

retroalimentaba. Son muchos los testimonios de que consumía muchas noches

con sus íntimos en largos monólogos de este estilo, en los que ya sólo se

escuchaba a sí mismo. Le colocó a Schuschnigg un largo discurso histórico-

filosófico sobre la misión de Alemania, que terminó con un definitivo, brutal: «Yo

fundaré un imperio de 80 millones de personas».


A eso siguió un discurso detrás del discurso, destinado a explicar qué le

esperaba a Austria si no aceptaba la que él definió como «mano pacífica» que

se le tendía. El ejército alemán sólo esperaba una orden (para hacer creíble este

afirmación era para lo que estaba Keitel en la antecámara; de hecho, Hitler acabó

haciéndole entrar en la sala para confirmar que no mentía) y la aviación podía

bombardear Viena en tan sólo unas horas. «Sólo tengo que pronunciar una

palabra», dijo también, «para movilizar a los nacionalsocialistas austríacos, ¡y le

aseguro que no serán medios lo que les falte!».

A eso siguió, ante el silencio consternado de Von Schuschnigg, otra

asonada de gritos, esta vez porque Hitler parecía haberse convencido a sí mismo

de que el austríaco no lo respetaba como debía. En un momento

verdaderamente teatral, se situó frente a él, y, usando poses muy de Chaplin en

El Gran Dictador, le espetó: «Pero, ¿es que no es usted consciente todavía de

encontrarse frente al más grande alemán que haya jamás conocido la Historia»?

Entonces regresó al tema de la descripción de sus fuerzas militares,

haciendo entrar, en cada caso, al general correspondiente para que le

contestase preguntas que, cuando menos en el parecer de Von Schusschnigg,

daban la impresión de estar previamente preparadas y ensayadas por

preguntador y preguntado.

Después de todo esto, Hitler invitó al canciller a retirarse a deliberar con

su gente.
En la antecámara, donde se oían los gritos y de vez en cuando se

distinguían palabras, el que peor lo pasó, al parecer, fue Von Ribentropp. Al fin

y al cabo, era el representante de la diplomacia alemana, y aquello era lo más

antidiplomático que se puede imaginar. Estuvo casi todo el rato rojo de

vergüenza, mientras un inocente ayuda de campo de Hitler trataba de convencer

a los austríacos de que aquellos accesos de ira le ocurrían a Hitler algunas

veces, pero no frecuentemente.

Con la larga lista de demandas alemanas en la mano, que Hitler se guardó

de entregar personalmente a Von Schuschnigg (se la dio un ayuda de campo),

el canciller se reunió con Schmidt. En ese momento ambos creían,

probablemente, que podrían elaborar una contrapropuesta. Sin embargo, poco

después Hitler mandó llamar al canciller y, cuando éste entrase en su gabinete

de nuevo, le comunicó, fríamente, que era fundamental adoptar ya una

resolución, sin la cual, en unas pocas horas, él tomaría «otras decisiones». Como

quiera que el austríaco estuviese algo más calmado y situado, Hitler se embarcó

en ponerse la venda antes que la herida y convencerlo de que no podría

conseguir ayuda de otras potencias. Inglaterra, le dijo, era un gigante con pies

de barro (no erraba demasiado Hitler; en ese momento, lo era). Y, sobre la gran

esperanza blanca austríaca, Mussolini, se explayó: «Ya sé, ya sé... usted piensa

en Mussolini. Yo admiro profundamente su persona y su obra y tengo con él una

solidaridad completa, mundial. Pero si hablamos de la capacidad militar de los

italianos, ésa es otra cuestión. Yo que usted no me haría ninguna ilusión sobre

esto. Si Mussolini quisiera ayudarles, algo que ciertamente no hará, me bastará


con 100.000 soldados alemanes no sólo para parar a los italianos en el Brennero,

sino para perseguirlos hasta Nápoles».

Voy a contestar a lo que estás pensando ahora mismo, lector. La

respuesta a tu pregunta es: sí, Benito Mussolini supo de estas palabras. Le

fueron referidas, en el Palazzo Venecia, por el ministro austríaco en Roma, unas

dos semanas después de la cita de Berchtesgaden. El Duce escuchó el relato

en silencio, mientras paseaba a grandes zancadas por su gabinete. Luego se

sentó y, acompañando cada palabra con golpes de dedo sobre la mesa, dijo:

«Yo se lo aseguro, el mejor ejército actual en Europa no es el alemán, ni tampoco

el italiano. El mejor ejército de Europa sigue siendo hoy el francés». Inteligente,

el muchacho.

Tras aquél monólogo-diálogo, Von Ribentropp y Schmidt fueron llamados

dentro del gabinete para comenzar las negociaciones propiamente dichas.

Una vez que los dos responsables de política exterior se encontraron

dentro del gabinete de Hitler comenzaron, como decíamos, las negociaciones

propiamente dichas. La principal dificultad de las negociaciones, en realidad, fue

la total indiferencia que mostró Hitler hacia los detalles de la misma. Él ya había

dicho lo que tenía que decir, y ya había anunciado lo que iba a hacer. En realidad,

todo lo que se estaba hablando en ese momento se la pelaba.

Las condiciones que aceptaron los austríacos fueron:


 Una amnistía inmediata a favor de los

nacionalsocialistas encarcelados.

 El nombramiento del consejero de Estado Seyss-

Ynquart, para entonces ya la voz y los ojos del NSDAP en Austria,

como ministro de la Seguridad Pública. Los alemanes exigieron,

con la boca pequeña, que se permitiese al capitán Leopoldo y el

doctor Tavs la entrada en Austria, de donde habían sido

expulsados.

 La anulación de una serie de medidas que se habían

tomado, recortando o eliminando privilegios y pensiones de

funcionarios que habían manifestado sus convicciones

nacionalsocialistas.

 El pase al retiro, si no inmediato en un plazo muy

breve de tiempo, del general Alfred Jansa, jefe de Estado Mayor

del Ejército austríaco. En realidad, lo que quería el Reich era el

cese del ministro de Defensa, general Zehmer, pero en esto los

austríacos se mostraron inflexibles.

 El nombramiento del consejero ministerial Wolf, mano

derecha de Schmidt, como jefe de comunicación del Gobierno.

Esta condición dejó patidifuso a Schuschnigg, que creía en Wolf y

no sabía nada de sus contactos en las oscuridades berlinesas.

 La colaboración entre los nacionalsocialistas y el

Frente Patriótico.
Las negociaciones fueron interrumpidas por un almuerzo que fue poco

más que un aperitivo (un efecto probablemente buscado por Hitler; se pasó todo

el breve rato de la colación llamando la atención sobre lo austero que era todo

en su guarida de mando). Tras ello, y con la hora del ultimátum a punto de caer,

se llegó al último acto de lo que difícilmente podríamos llamar negociación;

aunque justo es decir que, sabiendo como sabemos nosotros cómo se las

gastaron los germanos con los checos poco tiempo después, la verdad es que

los austríacos se podían dar con un canto en los piños.

Von Schuschnigg sacó una de esas cosas que ponían de los nervios a

Hitler, y que suelen estorbar a los totalitarios: la ley. Personalmente, dijo el

canciller, él estaba dispuesto a aceptar el programa de cesiones que habían

dibujado; pero la Constitución de su país obligaba a que quien realizase esa

aceptación fuese el presidente Miklas, no presente en la reunión. El argumento

terminó por convencer a Hitler, quien dio un nuevo plazo, hasta el 15 de febrero

a las seis de la tarde, para que el presidente de la nación diese su nihil obstat al

programa alemán.

El lunes 14, ya en Viena, Schuschnigg se dejó ver en una cena en honor

del cuerpo diplomático. Quienes estuvieron allí lo encontraron con un ánimo

suficiente como para especular que se había recuperado; pero se le veía

hondamente triste. No es de extrañar, en el caso de un hombre que ahora se

daba cuenta de que había sido, en buena parte, víctima de una conspiración,

una conspiración que empezó el lejano día que Franz von Papen se le acercó en

el intermedio de un concierto para comunicarle suavemente sus condolencias


por la muerte de su esposa; y una conspiración en la que habían

participado, de palabra, obra u omisión, personas a las que hasta aquel

domingo había considerado amigas y aliadas suyas.

El canciller se llevó aparte a los ministros francés, inglés e italiano

y les hizo un breve resumen de la reunión de Berchtesgaden, que casi le

había llevado a él al colapso. Hablando como si tuviese una canica en la

garganta que le impidiese expresarse, Schuschnigg acabó confesando

que nunca en el siglo XX, el jefe del Gobierno de una nación soberana

había tenido que soportar un trato tan mezquino y despreciativo (y no

mentía; eso sí, hasta aquella fecha, porque la marca sería prontamente

superada). Los diplomáticos sacaron enseguida a pasear el relativo

optimismo de Guido Schmidt, pero Schuschnigg les dejó claro que no lo

compartía. En su opinión, les dijo, Hitler le había dado un ultimátum,

acompañado del consejo de no tratar de procurarse el apoyo de las

potencias occidentales. Sin embargo, les dijo, él ya tenía claro que Austria

no podría librar aquella lucha por sí sola.

El martes por la mañana, mientras Hitler desayunaba sus verduritas

acostumbradas contando los segundos, tic tac, tic tac, que faltaban para

las seis de la tarde, Viena hervía de conversaciones, conciliábulos y

capillas. Entre las gentes informadas se supo rápidamente que tanto

Schuschnigg como Miklas estaban manejando la idea de dimitir. A

mediodía, el ministro francés en Viena se presentó en la Ballhausplatz

para expresarle al canciller el deseo de su gobierno de mantener la


independencia austríaca, y preguntarle si Francia podía hacer algo para aliviar

la situación; ese gesto, de pura elegancia diplomática exenta de significado real,

fue todo el apoyo que recibió Austria aquel día. El secretario de Schuschnigg,

Hornbostel, en ausencia del jefe del Gobierno, le contestó que muchas gracias,

pero que el ultimátum vencía en unas pocas horas, y que no veía qué podían

hacer.

Así las cosas, antes de llegar las seis de la tarde, Austria aceptó las

condiciones impuestas por el Reich. En los días siguientes, procedió a tomar las

medidas comprometidas en los acuerdos. Guido Schmidt, ya ministro de

Asuntos Exteriores, siguió jugando su juego. Dio instrucciones claras a sus

diplomáticos de transmitir tranquilidad, y por ejemplo el embajador en Londres,

el barón de Frankenstein, cumplió dicha labor tan bien que Neville Chamberlain

pudo ir a los Comunes a afirmar que Austria en modo alguno se sentía objeto de

un ultimátum, y que los acuerdos con Hitler habían sido libremente aceptados.

La pelota estaba ahora en el tejado de las grandes potencias.

Estas potencias europeas no reaccionaron de una forma parecida. Italia,

por una parte, estaba bastante más interesada por las acciones que había venido

realizando para acercarse a Londres, y que consideraba estaban a punto de dar

frutos. Por lo que se refiere a Francia, teniendo en cuenta su juego de alianzas,

las noticias sobre lo ocurrido en Berchtesgaden la inquietaron mucho; pero no

por Austria, sino por Checoslovaquia. La previsible caída de Austria suponía,

para París, la importantísima desaparición del proyecto de crear en el Este


europeo un frente antialemán, cuando menos un tridente Viena-Praga-

Budapest. Las autoridades francesas, sin embargo, mostraban una

cortedad de vista bastante grande al considerar, como consideraron, que

la independencia austríaca no estaba necesariamente en peligro, porque

el país, según consideraban ellos, tenía recursos suficientes para

enfrentarse a los embates del nacionalsocialismo. Por último, los

británicos, siempre tan poco proclives a pasar a la acción, adoptaron una

posición de wait and see, convencidos de que la cuestión austríaca

rompería el buen rollo entre Berlín y Roma. Además, su crisis de gobierno

pronto les colocaría en una difícil posición para tomar acciones relevantes.

El día 18, París movió ficha, proponiendo al Foreign Office una

toma de posición común sobre la materia, sobre la base de los siguientes

elementos:

 Ambos países afirman la necesidad imperiosa de que

se mantenga la independencia austríaca.

 Ambos países se reservan la posibilidad de decidir

que Austria, de hecho, ha entregado su soberanía tras la reunión

de Berchtesgaden.

 Todo acto de violencia en la zona por parte de

Alemania se encontrará con la «oposición enérgica» de ambos

países.
Anthony Eden era partidario de un movimiento muy parecido al que se

contiene en estos elementos. Sin embargo, Neville Chamberlain no era de esa

opinión. Para este político, la cuestión austríaca, y en general toda la Europa del

este, era un elemento colateral de un elemento mayor de mucha más

importancia, que eran las relaciones entre Londres y Roma [inciso español: si

para Chamberlain el tema de Austria era sólo una derivada del tema mayor

consistente en atraer a Roma a su redil estando como estaba Italia ayudando

descaradamente al bando nacionalista de la guerra civil, ¿cómo podía nadie

pensar que no iba a considerar dicha guerra civil española como un mero

elemento colateral del elemento colateral?].

El enfrentamiento entre ambas posiciones fue tan frontal y con ausencia

de términos medios, que acabó causando la caída de Eden. Chamberlain quería

prolongar las negociaciones con Italia unos tres meses, y simplemente no quería

ruidos durante ese tiempo. El apoyo británico al borrador francés habría sido un

barrito de paquidermo. Los chamberlainanos consideraban que, una vez

iniciados los contactos con Mussolini, éste, a cambio de conservar las ventajas

ofrecidas por Inglaterra, abrazaría la causa de la independencia austríaca [pero

ni siquiera aspiraban a que abandonase su política española, porque en España,

cuando menos, luchaba contra la URSS, algo que a Inglaterra ya le iba bien].

Pero lo cierto es que los ingleses ni siquiera colocaron el tema austríaco en la

agenda de temas a discutir con los italianos.

El Quai d'Orsay, a pesar de la caída de Eden, mantuvo su propuesta de

acción conjunta. Pero recibió pronto de lord Halifax, nuevo ministro de Asuntos
Exteriores, una negativa clara. Para ello, los ingleses se agarraron a la

versión interesadamente difundida por Schmitdt: que el acuerdo de

Berchtesgaden había sido eso: un acuerdo libremente consentido por

ambas partes. En la sesión de la Asamblea Nacional francesa de los días

25 y 26 de febrero, teóricamente dedicada a la política exterior pero

convertida en un monográfico sobre Austria, todos los partidos políticos

se pronunciaron demandando acciones en defensa de la independencia

austríaca. El 1 de marzo, el gobierno francés recibió un mensaje de

Eduard Benes solicitando la conservación de la independencia austríaca,

argumentando que lo contrario haría perder la confianza checoslovaca en

el apoyo francés y, consecuentemente, podía llevar al país a iniciar

negociaciones con Alemania. Este mensaje causó una viva impresión al

gobierno francés y provocó una nueva solicitud de entente dirigida a

Londres.

Llegaron mensajes de inquietud por el ultimátum de Berchtesgaden

de Atenas, de Sofía, de Budapest, reavivando la llama de una coalición

danubiana, y haciendo renacer en algunos países, como Hungría, las

acciones de represión del nacionalsocialismo local.

Todo esto, sin embargo, transcurrió sin movimientos de

importancia: muy especialmente, sin la esperada por casi todos toma de

posición conjunta de Francia e Inglaterra que era lo único que podría

haber acojonado algo a Hitler. Europa, pues, aceptó el ultimátum de

Berchtesgaden con muy poquita renuencia.


A Austria le quedaban dos telediarios.

El 15 de febrero, a las siete de la tarde, en el café Luitpold de Munich,

comenzó la celebración de la victoria por parte de los nacionalsocialistas

emigrados en Alemania. La verdad es que no todas las personas que se dejaron

ver por allí estaban muy felices. Los viejos miembros del grupo de la

Teinfaltstrasse, prácticamente todos ellos acogidos en Alemania, habían leído

adecuadamente la noticia de que Seyss-Ynquart iba a entrar en el gobierno

austríaco, y entendido que era muy probable que ni siquiera regresasen a Viena.

Leopoldo, Tavs e Inder Mauer sabían que, a poco que Austria se pusiera de

canto, Berlín cedería a la hora de permitir que no regresasen a Viena. De aquel

primer grupo sólo quedaban en Austria Jury, protegido por Menghin y

Globotschnigg. Hitler nunca les perdonó que permitiesen que la policía vienesa

se hiciese tan fácilmente con una documentación muy comprometedora que

podría haber dado al traste con la Anschluss si el gobierno austríaco la hubiese

manejado de otra manera (lo cual equivale, más o menos, a decir si se no se

hubiese dejado manipular por Guido Schmidt, valedor real de que dichos papeles

nunca viesen la luz).

El 20 de febrero, por fin, se produjo el discurso de Hitler ante el Reichstag.

Lo más importante de su alocución no fue lo que dijo, sino lo que no dijo. Porque

en ningún momento expresó su compromiso con los acuerdos de

Berchtesgaden, cuya tinta todavía estaba húmeda; y mucho menos, por

supuesto, afirmó su compromiso con la independencia de Austria. Esa misma


tarde, se celebró en la ciudad una reunión de jefes regionales (gauleiter)

del NSDAP, presidida por Rudolf Hess. Tomaron una merienda cena en

la que, sorpresivamente, apareció el canciller. En su discurso, el (casi)

siempre fiel Hess soltó una loa de la hostia sobre su jefe, del que, dijo,

había salvado a Alemania de una situación insostenible. Y es que así se

vio en Alemania el tema de Austria; como la feliz gestión por parte del

Führer de una situación que amenazaba la seguridad del país.

En las horas siguientes, comenzó la siguiente fase de la Anschluss:

unos 3.000 hombres de probada fe nacionalsocialista fueron instruidos

para inscribirse en el Frente Patriótico, así como en otras organizaciones

sociales legales austríacas. La misión de este movimiento era hacer

indiscutible a los ojos de cualquier observador la fe nacionalsocialista del

austríaco medio y, por lo tanto, sustentar así la idea de un dominio nazi

en el país, querido por la sociedad. La Gestapo de Munich, en paralelo,

comenzó a trazar planes para desplazar, en el momento necesario y con

toda urgencia, altos mandos a Viena.

En Viena, los nacionalsocialistas locales crearon, en la

Seitzergasse, una cosa que llamaron Oficina Alemana, con secciones de:

Trabajo, Asociaciones, Prensa, Cine, Teatro, y otras actividades de

impacto social. En otras palabras, se reinventó, en unas horas, la

Teinfalstrasse.
Seyss-Ynquart fue nombrado ministro del Interior el día 15 de febrero, y la

verdad es que no hizo el menor esfuerzo por disimular: al día siguiente, ya estaba

en Berlín, entrevistándose con Heinrich Himmler y Heydrich, en lo que se vendió

en Viena como un intento de coordinar las policías alemana y austríaca en la

lucha contra el comunismo. Lo increíble es que, a esas alturas, todavía Kurt von

Schuschnigg tuviese algunas ilusiones de poder controlarlo, dado que era

católico y, de hecho, miembro de la misma organización religiosa donde habían

militado él y Schmidt, la sección vienesa de las asociaciones y uniones federadas

de estudiantes católicos alemanes. Por lo visto, también se sentía relativamente

cercano a él porque ambos eran muy melómanos.

Melómano y todo, lo que Seyss-Ynquart había hecho en Berlín había sido

trazar con Himmler y Heydrich un meticuloso plan de trabajo para preparar a la

sociedad austríaca para el siguiente paso, que obviamente debería ser la

anexión. El plan diseñado tenía varios puntos:

 A partir de aquel mismo momento, los nacionalsocialistas

establecerían estrechas rutinas de espionaje y control sobre sus

principales adversarios.

 Elaboración de listas de personas sospechosas, con

indicación de sus circunstancias vitales.

 Provocar conflictos que justificasen el refuerzo de las

unidades, diríamos nosotros, político-sociales de la policía austríaca.

 Colocar personas fieles al partido en comisarías clave.


 Tomar medidas categóricas contra los periódicos

extranjeros hostiles al nacionalsocialismo.

 Proteger, en la medida de lo posible, a los alemanes

residentes en Austria.

 Ejecutar en la medida de lo posible la penetración

nacionalsocialista en la judicatura.

 Elevar un movimiento en Austria a favor del regreso

de los legionarios nazis expulsados del país, con los que se

constituirían las unidades auxiliares de la policía.

 En caso de tumultos, detener inmediatamente a los

jefes católicos, legitimistas y socialdemócratas.

 Como ya se ha citado, enviar a Viena, en «viaje de

estudios», a diversos altos mandos de la Gestapo.

Casi al día siguiente de esta entrevista, hordas de estudiantes y de

viajantes de comercio alemanes comenzaron a viajar a Austria. Aquella

invasión silenciosa fue tan brutal, que a finales de marzo la ocupación

hotelera en Viena era del 100%.

Comenzaron inmediatamente las manifestaciones

nacionalsocialistas, que tomaron como teatro, además de Viena, las

cabezas de territorio como Graz, Linz, Innsbruck, Salzburgo o Klavenfurth.

Especialmente Graz y Linz, ciudades ambas que tenían un pasado más

alemán, y que fueron convertidas, de hecho, en ciudades alemanas. El

canciller Von Schuschnigg, cuando los austracistas de aquellas ciudades


protestaron, quiso llegar a algún acuerdo; pero, con ese optimismo antropológico

que, la verdad, no se sabe de dónde había sacado, mandó con dicha misión a

Seyss-Ynquart, que de paso que «negociaba» con los nazis locales les pasaba

dinero y camisas pardas. Para entonces, diversas empresas austríacas se

habían pasado al bando nazi y estaban untando el movimiento, que contaba con

300.000 schillings. Pronto, lo que se percibió en Viena fue el peligro real de que

desde Graz y Linz se organizase una marcha sobre la capital, a la Mussolini (o

a la Mao, que eso de las marchas largas o largas marchas se ha dado mucho).

Para entonces, la embajada alemana en Viena ya no se cortaba de demostrar

su complicidad con el nacionalsocialismo local.

En diversas localidades de Estiria se colocaron carteles en los

escaparates de comercios judíos llamando al boicot de los mismos; la policía no

impidió ni una sola de estas pegadas. Las empresas comenzaron a despedir a

sus trabajadores hebreos.

Un día, un tipo llamado Buzzi, nacionalsocialista convencido y funcionario

del Banco de Austria, tomó una decisión bastante importante por sí mismo.

Cuando el gobernador de la entidad, Viktor Kienböck, le llamó la atención por

ello, se limitó a contestar, fríamente: «Ahora soy yo quien manda aquí». Cuando

el gobernador le terciase: «Pero está usted decidiendo en contra de los intereses

de Austria»; el otro contestó, simplemente: «¿Y los intereses de Alemania? ¿Es

que no los tenemos en cuenta?»


Escenas de muy parecido jaez se producirían allende y aquende

los despachos de la Administración Pública.

Kienböck, por cierto, dimitió el 18 de febrero.

Prácticamente de la noche a la mañana, Austria pasó de un

optimismo realista, basado en la convicción de que la sociedad austríaca

no era nazi, a un pesimismo total, en el que no se veía capaz de resistir.

Y el comienzo masivo de venta de capitales por los judíos terminó de

convencerlos. Los socialdemócratas, tapándose la nariz, dirigieron

mensajes a Von Schuschnigg, a mediados de febrero, indicándose, muy

acertadamente, que en apenas quince días no quedaría una sola persona

en Austria que tuviese ganas y redaños para oponerse a los nazis, o, si

los tuviese, estuviera fuera de la cárcel para hacerlo; y,

consecuentemente, le pedían una palabra y un llamamiento al que ellos

podrían responder. Para que nos hagamos una idea, esto es más o menos

como imaginarse a Pablo Iglesias haciendo una coalición con Rajoy para

repeler una invasión francesa. Von Schuschnigg, en principio, estaba ya

de biorritmo flojo, especialmente desde que había recibido informes sobre

la que había montado su ministro en Graz. Ahora su mantra era que esto

sólo lo podía arreglar Mussolini. Sin embargo, estos apoyos acabaron por

galvanizarlo, y fruto de esa mejora de su plan mental es su discurso del

24 de febrero, convocado y diseñado para responder al de Hitler cuatro

días antes. Discurso en el que pronunció una frase entonces famosa:

«¡Rojo, blanco y rojo hasta la muerte!»; que fue interpretada como una
llamada a la lucha, y que entusiasmó incluso a los socialistas. Fue, sin embargo,

un gesto cara a la galería. Horas después, la labor de zapa nacionalsocialista,

creando Estados dentro del Estado y manipulando la opinión pública, continuó,

nunca mejor dicho, impasible el alemán.

En Berlín, sobrados como estaban, habían cometido la enorme torpeza

de permitir la difusión radiada en directo del discurso de Schuschnigg.

Evidentemente, respondieron con rabia, arremetiendo contra el canciller

austríaco y apelándolo de traidor y mentiroso. Rápidamente, le dieron la vuelta

a la tortilla: Hitler había hecho un discurso conciliador (que ni modo), y

Schuschnigg le había contestado con uno de combate. Sin embargo, la

galvanización creada en Austria por el discurso del canciller había alcanzado a

sindicatos y a patronos, que organizaron una especie de referendo avant la lettre,

aprobando el 22 de febrero una moción que fue firmada por buena parte de los

empresarios y, en días siguientes, por centenares de miles de trabajadores.

Aquel apoyo fue el que llevó a Von Schuschnigg a pensar en disparar un

último cartucho. ¿Dices que Austria es Alemana?, parecía preguntarle a Hitler.

Muy bien: en ese caso, convoquemos un referendo, y a ver quién mea más lejos.

Un referendo nacional, junto con una altamente improbable reacción de

Italia que incluyese movimiento significativo de tropas en el Brennero, eran las

dos únicas cosas que Hitler podía temer de su plan de anexión de Austria. La

segunda, ya lo he dicho, la tenía razonablemente atada, aunque él sabía, casi

mejor que nadie, que el Duce era una persona muy difícil de prever en sus
reacciones. La primera no la esperaba, porque confiaba en sus terminales

no formalmente nazis en el gobierno austríaco, fundamentalmente Guido

Schmidt. Sin embargo Schmidt, y esto es una opinión personal más que

el fruto de una investigación con conclusiones, también tenía unos límites

como conspirador. Al contrario que Seyss-Ynquart, Leopoldo y el resto de

los nacionalsocialistas austríacos, que tenían, por así decirlo, descontada

la posibilidad de perder sus vidas en el caso de un enfrentamiento de

Austria con Hitler que ganase la primera (lo que pasa es que reputaban

esa posibilidad muy remota); al contrario que esta gente, digo, Schmidt

aspiraba a no morir, en el caso de una reacción antinazi, fusilado en las

tapias de un cuartel en el caso de vencer los legitimistas, o linchado en

los alrededores de su ministerio y de su casa, caso de producirse una

incontrolable reacción obrera. Fue ésta la razón, como digo à mon avis,

que justifica que Kurt von Schuschnigg, al fin y a la postre, acabase

manejando la hipótesis de un referendo, sin haber sido frenado con

anterioridad.

Sin embargo, la solución del referendo presentaba sus problemas

propios. El principal de ellos tiene que ver con el hecho de que los políticos

austríacos tenían claro que, en el caso que se dejase a su pueblo hablar,

lo más probable es que expresase algún deseo más que el de ser

independiente. Un referendo daría alas al fortísimo movimiento legitimista

existente en el país; legitimismo en el que, hay que reconocerlo, creía el

propio Von Schuschnigg, que sin ser un hausburgófilo declarado,

consideraba (un poco al modo de lo que considera, en España, mucho


monárquico malgré lui) que el regreso de la vieja dinastía era la única salida de

estabilidad para Austria. Sin embargo, la monarquía tenía el problema de que

justificaba, cuando menos en parte, la intervención alemana. Ya desde 1936, y

de forma muy fuerte desde el 37, los nazis, por boca sobre todo de Göring,

habían dejado claro que incluso tenían designadas las divisiones que entrarían

en territorio austríaco si se proclamaba la monarquía, «se trate», había llegado

a decir una vez el general, «de Otto de Habsburgo, o de cualquier otro». Entre

otras cosas, el Reich tenía firmado un protocolo con Yugoslavia que prevenía

precisamente la reinstauración de la monarquía austríaca (de la que los serbios,

obviamente, no querían ni oír hablar), por lo que es incluso probable que una

eventual invasión alemana tuviese la legitimidad de haber sido solicitada por un

tercero. A todo ello hay que añadir que en las cancillerías europeas la idea no

sonaba ni medio bien.

En estas circunstancias, el gobierno austríaco, que se veía impelido por

la propaganda y los discursos de sus enemigos a una situación de «o una cosa

o la otra» (o restauración o Anschluss), trataba por todos los medios de

convencer, y convencerse, de que era posible una estrategia «ni una cosa, ni la

otra». Tal fue el leiv motiv de su discurso en Eisenstadt, diseñado para aparecer

ante la diplomacia mundial como un político mesurado y realista; en un

porcentaje no menor del 80%, lo consiguió.

Los discursos, sin embargo, pertenecen al mundo de las ideas. En el

terreno real, y Schuschnigg lo tenía que saber, las cosas avanzaban cada vez

más hacia una fórmula o carne, o pescado. Entre otras cosas, porque un
necesario aliado de dicha restauración, el movimiento obrero y la

izquierda en general, a pesar de tener elementos con ideas legitimistas,

sólo estaba dispuesta a colaborar con fuerzas que, al fin y al cabo, habían

medio sustentado, en 1934, un régimen no democrático del que ellos no

habían sacado más que cardenales, por el objetivo mayor de la

independencia nacional. Lo cual también quiere decir que ni su apoyo era

eterno, ni tampoco resultaría barato.

No obstante todos estos problemas, Von Schuschnigg decidió,

claramente, jugar esta carta. Abrió la mano de la propaganda legitimista

en el país y, usando a Von Papen, amenazó veladamente a Hitler con

permitir la restauración. En su mente estaba construir en torno a él un

movimiento legitimista light, desprovisto pues de los elementos más

rancios y radicales del legitimismo, digamos, auténtico; movimiento con el

cual se presentaría ante la opinión pública mundial con una máscara más

aceptable.

El 17 de febrero, desde París, donde ya había girado a sus

mesnadas la instrucción de colaborar con las organizaciones obreras, el

emperador escribió a Von Schuschnigg. En ella, le conminaba a ser

consciente de la gran responsabilidad que tenía adquirida frente a la

sociedad austríaca. Desbarrando bastante con un lenguaje propio de

otros tiempos (algo que todavía haría, décadas después, Juan de Borbón

en alguna de sus cartitas a y sobre Franco), Otto de Habsburgo recordaba

que Austria (él quería decir: su familia) recogía las esencias del verdadero
germanismo, que había creado una comunidad de países germanoparlantes

amparados por la cristiandad, en lugar de lo que denominaba «experimentos

neopaganos», en referencia al III Reich. Llegaba a decir, en la carta, que Austria

tenía la responsabilidad de salvar a Alemania, que, la verdad, si te dicen que lo

escribió de coña, hasta te lo crees.

La carta, ya lo he insinuado, estaba fibrilada de esa desconexión

enfermiza con la realidad de la que, en nuestra Historia, han hecho gala casi

todos los jefes de la casa real carlista y bastantes de la borbónica. Y es que

crecer en palacios suntuosos donde todo el mundo te dice que tus flatulencias

no huelen y tienes que el pene largo de toda la nación (cosa que, en el caso de

Fernando VII, parece ser que era cierto) no es la mejor manera de enterarse de

qué va el mundo. Así, el emperador, en su misiva, era certero al anunciarle al

canciller futuras nuevas presiones de los nacionalsocialistas (la verdad, habría

que ser muy imbécil para no darse cuenta), pero a la hora de las soluciones, la

cosa ya era tan clarividente. Sucintamente, lo que Otto y su camarilla (siempre

hay una camarilla) habían pergeñado era la idea de que, siendo la restauración

imposible por el momento, el emperador ocupase la cancillería del Estado.

Schuschnigg le contestó el 2 de marzo con una carta en la que le venía a

decir que la política que llevaba él era la única posible en ese momento.

Coincidía en que la restauración en aquel momento era imposible y, en lo tocante

a las propuestas concretas, ni se molestó en analizarlas, menos en comentarlas.


El Estado austríaco no se quedó quieto. En aquellas semanas, se

apresuró a asegurarse una opinión positiva a la restauración en Austria;

positiva tuvo mucho que ver la actitud en este sentido de Checoslovaquia,

veía bien la idea, igual que el rey de Rumania, siempre que se hiciese

evidente su circunscripción a Austria. Por último, todas estas cancillerías

presionaban sobre Yugoslavia para que no hiciese movimientos

orquestales en la oscuridad con ese tema; muy concretamente, que no

cayese en la tentación de activar los protocolos con Berlín.

Avanzado marzo, todas las fuerzas proaustríacas: legitimistas,

cristianosociales, formaciones católicas y obreras, estaban convencidas

de que Hitler atacaría a Austria tras su visita a Roma; lo cual quería decir

que esperaban a los alemanes para principios de mayo. Ninguna de estas

organizaciones, a decir verdad, veía con buenos ojos la estrategia de

Schuschnigg, que amenazaba pero no daba y, sobre todo, se había

mostrado reacio a crear un frente único austríaco, que temía no controlar.

Sin embargo, estas fuerzas también se tenían que ir con cuidado, puesto

que si tumbaban a Schuschnigg, cosa que no podían hacer

democráticamente porque Austria no tenía un régimen democrático,

darían, paradójicamente, la excusa perfecta a Hitler, quien podría entrar

en Austria para ayudar a un gobierno con el que, al fin y al cabo, tenía

firmados pactos de amistad y cooperación. Éste fue, al fin y a la postre, el

obstáculo definitivo que impidió que se opusiese al nacionalsocialismo

una restauración monárquica.


Pero volvamos al plebiscito. Von Schuschnigg anunció a su gobierno su

intención de convocarlo en una reunión del gabinete que tuvo lugar a las siete

de la tarde del día 8 de marzo. Añadió que, tras el referendo sobre el estatus

nacional de Austria, sometería también la propia forma de gobierno del país. No

dio demasiadas pistas sobre la fecha en que pensaba, si es que pensaba en

alguna. La decisión la tomó al día siguiente, miércoles 9, fijando la consulta para

el domingo 13.

Lo que el canciller le dijo el día 8 a sus ministros es que él no consideraba

que Hitler se fuese a atrever a responder con una invasión o con un golpe de

Estado de los nacionalsocialistas austríacos. De hecho, frente a la opinión

pública internacional le costaría sostener su oposición, puesto que Berlín había

exigido el referendo varias veces en los últimos meses. El día crítico, decía, sería

el siguiente a la votación, lunes 14; porque en el mismo, con seguridad, los

nacionalsocialistas afirmarían la existencia de pucherazo, y tratarían de cambiar

el resultado de la votación por medios violentos.

La votación fue anunciada el día 9 por la tarde, en un discurso en

Innsbruck. La reacción inmediata fue muy positiva. La idea galvanizó a los grupos

políticos austríacos no nacionalsolcialistas y mesmerizó a la opinión pública

internacional. Berlín quedó sonado, y prueba de ello es que no emitió opinión

alguna, ni siquiera negativa. En el NSDAP austríaco, Seyss-Ynquart, a pelo puta,

elaboró tres posibles estrategias:


 Instruir a los nacionalsocialistas austríacos para votar

sí, desleyendo el carácter antinazi de la votación.

 Instruir a los nacionalsocialistas para abstenerse y

llevar a cabo acciones violentas que redujesen en lo posible la

participación y, con ello, la legitimidad del resultado.

 Generar una situación de terror e inseguridad general

que impidiese de facto la celebración de la consulta.

El ministro nazi se inclinaba por la primera. De hecho, conforme

pedía instrucciones a Berlín se ofrecía por carta al Frente Patriótico para

hablar el día 11 en la radio a favor del plebiscito.

La mala suerte, sin embargo, se cebó con Von Schuschnigg.

Aquella semana en la que había decidido anunciar y convocar el referendo

era, posiblemente, la peor posible. La misma tarde que él estaba en

Innsbruck anunciando la votación, en París ocurría algo de importancia

fundamentalísima para el proyecto: el gobierno Chautemps caía,

introduciendo a Francia en un proceso de inestabilidad y falta de mando.

No sólo eso: es que todos los indicios apuntaban a que el propio

Chautemps no estaría en el nuevo Ejecutivo; y, lo que es peor, tampoco

Delbos, su ministro de Asuntos Exteriores.

Mussolini, por su parte, había hecho lo que ya antes había hecho,

y después haría, en situaciones muy comprometidas en las que no sabía

propiamente que hacer: retirarse a Rocca della Caminate. Una delegación


austríaca que llegó a Roma fue prontamente informada de que no podría ver al

Duce. Dos años antes, cuando Von Schuschnigg había estado en Rocca,

Mussolini, enseñándole uno de los teléfonos de su central de comunicaciones,

le había dicho, campanudamente: «incluso aquí estaré siempre a disposición de

mis amigos austríacos». Pues ni allí, ni amigos, ni disposición, ni leches que lo

fundó. Como para fiarse de don Benito.

Quienes sí estaban reunidos eran los hombres de Berchtesgaden: Hitler,

Göbels, Göring, Ribentropp, Keitel, Brauchitsch, Reichenau, Hess y Himmler. El

problema está sobre la mesa: los austríacos están seguros de ganar el referendo

por un porcentaje aproximado del 75%, y Seyss-Ynquart confiesa que no sabe

qué hacer. Hitler, inmediatamente, cae en uno de sus frecuentes ataques de

cólera tupamara, y dice dos cosas: la primera, que a sus ojos la convocatoria del

referendo es una violación del acuerdo de Betchtesgaden (que, formalmente, se

podría incluso decir que tenía razón). Y, la segunda, más descarada y, por ello,

verdadera: «los austríacos votarán cuando nosotros queramos». Los referendos

se convocan para ganarlos. Hitler estaba diciendo, simplemente, que habría

referendo cuando él supiera que lo iba a ganar.

Göbels expresa su miedo de que Mussolini esté detrás de la audacia del

canciller austríaco. Pero Ribentropp lo duda. Para entonces, ya tiene informes

precisos de que los diplomáticos austríacos no le han podido ver en Rocca della

Caminate.
El rostro de Hitler se relaja: «entonces», dice, «todo está en orden:

crisis de gobierno en Francia, Mussolini quitándose de enmedio como ya

se quitó cuando los acuerdos de Berchtesgaden... demasiado para los

ingleses, que no nos molestarán».

Acto seguido, da instrucciones de poner en alerta las dos divisiones

emplazadas en la frontera, y pregunta a Himmler acerca de los planes

referentes a la policía. Himmler informa, orgulloso, de que la Gestapo

austríaca puede ser transferida urgentemente a Viena por avión... con la

protección de la Luftwaffe, tercia Göring, claro.

Los movimientos de tropas en la frontera se producen en la mañana

del viernes 11. Y ya no se parecen a unas maniobras. En Viena, mientras

tanto, el patriotismo austríaco está en las calles. Desde la mañana del

jueves, primera después del anuncio de Innsbruck, en cualquier rincón de

la ciudad hay un acto más o menos improvisado, o algún tipo de

manifestación. La sociedad vienesa vive ejemplos de solidaridad

trasclasista que emocionan a todos. El burgomaestre de Viena Richard

Smitz, miembro del Frente Patriótico y enemigo declarado de los

socialistas, es aclamado por estos en un mitin en el que dice: «Si ser

bolchevique es defender la independencia de Austria, yo soy el primer

bolchevique de este país».

Aquel jueves, Schuschnigg recibe en su gabinete, a petición de

ellos, a Seyss-Ynquart y Glaise-Horstenau. Ambos traen las últimas


reacciones de Berlín, en un día en el que los periódicos vespertinos de la capital

del Reich salen a la calle repletos de un lenguaje fuertemente amenazador hacia

Austria.

Comienza la entrevista en la que, por parte nacionalsocialista, sólo

hablará Seyss-Ynquart. Anuncia al canciller que es portador de un mensaje

«desagradable»; aunque, matiza, no son ellos quienes han creado la situación

que lo provoca. Continúa: «el plebiscito que has convocado, sin habérnoslo

consultado, es considerado entre nosotros como una verdadera provocación.

Está en contradicción con lo convenido en Berchtesgaden. A partir de ahí,

consideramos que estamos actuando en legítima defensa. Si a la una del

mediodía de hoy no se ha desconvocado la consulta, nos veremos obligados a

llamar a las masas de la población, es decir a la mayoría de los austríacos, para

que salgan a la calle a defenderse de la violencia que se comete contra ellos».

Tratando de dominar sus sentimientos y reacciones, Von Schuschnigg

responde afirmando que todo lo que ha escuchado es falso. «Tú lo sabes bien»,

le reprocha mirando directamente a Seyss-Ynquart, «puesto que has estado

dispuesto a hablar a favor de la votación». «Rechazo de plano», continúa el

canciller, «la afirmación de que el referendo se trata de una violación de

Berchtesgaden. A mí no me encontrarán nunca en el camino de la traición. Lo

acordado allí garantizó nuestra soberanía. Es la otra parte la que está faltando a

los acuerdos. No me gustaría, la verdad, estar en el sitio en el que estáis

vosotros, jugando, como austríacos, el papel que estáis jugando.»


Sin hacer caso de la acusación, nada velada, del canciller, Seyss-

Ynquart se limita a incidir de nuevo en el punto que le ha traído hasta ahí:

¿se anulará el referendo? Von Schuschnigg contesta, categóricamente,

que está dispuesto a negociar la forma en que se plantee la votación, por

ejemplo incluyendo una segunda pregunta que valore su gobierno; o la

celebración de un segundo referendo sobre dicho tema, en el que todas

las fuerzas políticas gozarán de libertad de expresión absoluta. Eso sí,

deja claro que la celebración de la votación no se negocia, porque no votar

sería el final de Austria. Los nacionalsocialistas se marchan, pues,

dejando claro que volverán a la hora convenida para ver si el canciller ha

cambiado de opinión.

Lo que Von Schuschnigg no sabe, en todo caso, es que en ese

mismo momento, en París, el embajador alemán en la plaza, Johannes

Bernard Graf von Welczeck (padre; que, por cierto, la Wikipedia dice que

murió en Marbella), está visitando en su despacho a Leon Blum, futuro

primer ministro. Utiliza la excusa de que todavía no había encontrado

tiempo para darle el pésame por la muerte de su mujer. El encuentro va

de otra cosa. En realidad, el barón Welczeck se hace el encontradizo para

poder explicar al francés los fuertes problemas de orden público que,

según él, se están produciendo en Austria, y que han aconsejado a Berlín

proceder a cerrar progresivamente la frontera.

Tras la entrevista con los nazis austríacos, el canciller Von

Schuschnigg se sumergió en un largo rato de reflexiones, tras el cual


solicitó que se contactase, como fuese, con Benito Mussolini. La comunicación

no fue posible, y no faltaron en su día testimonios en el sentido de que Guido

Schmidt hizo todo lo posible por bombardearla. En todo caso, de poco habría

servido la conversación, porque, para entonces, el Duce, en lo concerniente a

Austria, era preso de ese síndrome que se describe muy bien con ese adagio

según el cual no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.

Las organizaciones del Frente Patriótico, que eran dueñas de la calle,

supieron desde una hora antes del ultimátum nazi dado al canciller. Sin embargo,

recibieron orden de seguir haciendo propaganda de referendo, y nada más.

Hasta ese momento, Von Schuschnigg mostraba ante los suyos una

acometividad total; sin embargo, más o menos a esa misma hora, cuando

llegaron informes fidedignos de los movimientos de tropas alemanas en la

frontera, regresó a su habitual territorio de dudas. Finalmente, confesó a su gente

que era imposible; que el enemigo era demasiado fuerte, y la ayuda no llegaba

de parte alguna. Habría que anular el plebiscito. Hacia las dos, la noticia de esta

disposición se filtró a todas las fuerzas políticas.

La aceptación tácita del ultimátum de Seyss-Ynquart no tuvo otra utilidad

que moverle a hacer otro: a las cinco y media de la tarde, el canciller debería

haber dimitido. Tanto el canciller como el presidente de la nación rechazaron la

imposición.

Por extraño que pueda parecer, no fue hasta ese momento que lugares

como Londres y París tomaron conciencia de la gravedad de la situación. El


centro, increíblemente, fue París, una capital sin gobierno entrante y

donde eran los ministros del saliente los que se encargaban del día a día

de la Administración. Del Quay d'Orsay se envió un mensaje a Londres

para pulsar la posibilidad de una acción común. La respuesta fue negativa.

A continuación, la diplomacia francesa reclamó al conde Ciano una

entrevista urgente con su suegro. Ciano contestó: «si es para hablar de

Austria, no merece la pena». A eso de las cuatro de la tarde, París

cablegrafió a Viena la verdad: nadie se movería por ellos.

Más o menos a la hora que llegaba ese mensaje, un tal Wilhelm

Karl Keppler, extraño mensajero «comercial» enviado por Hitler a Viena

con urgencia y secreto, estaba recordándole a Von Schuschnigg el

ultimátum. El canciller respondió haciendo una llamada a Londres y París,

más o menos en estos términos: «Desde Berchtesgaden, me he

enfrentado a las amenazas de Alemania, sin haber recibido jamás una

sola palabra de las legaciones inglesa o francesa, en representación de

sus gobiernos. Me encuentro en la situación más crítica. Yo no puedo

hacerme responsable del derramamiento de sangre».

A las cinco de la tarde, un consejero de la embajada alemana

llamado Von Stein y un general de la misma, Wolfgang Muff, al que

recordaréis porque sus propios correligionarios querían asesinarlo para

montar bulla, pidieron audiencia con el canciller. La entrevista era para

prolongar hasta las siete y media de la tarde el ultimátum de dimisión y

formación de un gobierno Seyss-Ynquart. Para entonces, Hitler ya había


recibido telegramas de Rudolf Hess asegurándole que Mussolini no haría nada,

y que «serás dueño de Austria esta noche». De no aceptarse el ultimátum,

dijeron, la aviación alemana bombardearía Viena. Los nazis se ocuparon bien de

que el contenido de la conversación de supiese en la calle. Automáticamente,

las aceras se vaciaron, y los andenes se petaron.

Llegó un telegrama de París. Afirmaba que harían una nueva llamada a

Londres, que hacía falta ganar tiempo a cualquier coste. Por ello, Von

Schuschnigg decidió hacer una alocución radiada a las siete, que sonó

verdaderamente como el discurso de alguien que ha decidido ya dimitir. Sin

embargo, no lo había hecho. En realidad, se mostró tan cariacontecido y vencido

para ganar tiempo y, asimismo, tratar de ganarse el apoyo de la opinión pública

internacional, siempre dispuesta a decantarse a favor del más débil. Para ser

más concretos, lo que había pasado, hasta aquel momento, era que Miklas no

había aceptado la dimisión de Von Schuschnigg, y si había llamado a Seyss-

Ynquart, todo el mundo pensaba que para encargarle la formación de un nuevo

gobierno, había sido para exigirle control en las calles. El ministro del Interior,

suponemos que para cumplir esa misión, había hecho su propio discurso

radiofónico, llamando a la población a no oponerse a las tropas alemanas que

entrasen en Austria.

A eso de las siete y media de la tarde, hora del ultimátum, los militantes

nacionalsocialistas comenzaron a rodear la Cancillería. Una hora antes, estando

reunido el consejo de ministros, Seyss-Ynquart había recibido una extraña

llamada. Tras colgar, informó de que el burgomaestre de Viena estaba armando


a los obreros de la ciudad, y que en esas circunstancias «no quedaba

nada que discutir». Abandonó la reunión del Ejecutivo y comenzó, él

mismo, a organizar la reunión de militantes. Tiempo después, volvió al

gabinete para decir que los nazis se estaban levantando

«espontáneamente», y que de no dimitir Von Schuschnigg, sería la guerra

civil y la intervención alemana lo que ocurriría.

Los nazis, dirigidos por miembros experimentados de las SS y de

la Gestapo que habían viajado a Viena, tomaron rápidamente las calles,

que los patriotas habían dejado libres por temor al bombardeo. El ejército

no se hizo ver: Von Schuschnigg nunca lo habría movilizado, tan

obsesionado estaba con no pasar a la Historia como el instigador de una

carnicería.

A las ocho y media más o menos, todas las agencias de noticias

internacionales dieron la noticia de la dimisión del canciller, que fue

desmentida, una a una, ante todas las legaciones importantes. Pero para

entonces la ciudad era nacionalsocialista. Los nazis habían tomado

incluso la emisora de radio, que emitía marchas militares. Hitler no cumplió

su palabra, porque a las siete y media, pese a no haberse aceptado el

ultimátum, no se bombardeó Viena. Sin embargo, panzudos aviones de

transporte aterrizaban sin cesar en Aspern, el aeropuerto vienés; y

vomitaban de sus panzas a decenas, miles de cuadros de la SS y la

Gestapo. En la mayoría de las poblaciones medianas y pequeñas, los


nacionalsocialistas no encontraron oposición cuando se hicieron con las

comisarías.

A las once de la noche, finalmente Londres pareció mover ficha. Berlín

recibía una comunicación conjunta de Francia y de Inglaterra sobre la cuestión

austríaca. No deja de ser absurdamente coñuda esta iniciativa, pues coincide,

en la hora, con el momento en que el presidente Miklas decidió, finalmente, bajar

los brazos y nombrar a Seyss-Ynquart canciller. Para la Historia queda el dato

de que los últimos hombres que le habían empujado a ello habían sido el propio

Seyss-Ynquart, Glaise-Hostenau... y la pareja formada por Guido Schmidt y su

inseparable secretario, el inefable Wilhelm Wolf. Por supuesto Schmidt le dijo

que nombrar un gobierno nazi era la única manera de salvar la independencia

austríaca. Nunca sabremos a ciencia cierta si Miklas le creyó, aunque lo más

probable es que no.

En un gesto casi humorístico, Guido Schmidt rehusó ser ministro de

Asuntos Exteriores del nuevo gobierno.

A las cinco horas del sábado, todavía ni un solo soldado alemán había

entrado en Austria. Pero Heinrich Himmler, y el estado mayor de la Gestapo,

estaban en Viena desde la una. Toda la noche, Hitler había esperado hasta estar

completamente seguro que ninguna potencia extranjera haría nada. A las cinco

ya lo tuvo claro, y dio la orden.


El domingo se suponía que Hitler viajaría a Viena. Pero no lo hizo.

Esperaba la respuesta a un telegrama que había enviado a Mussolini. La

respuesta se demoró, pero llegó dejándole las manos libres. En el

que hizo esto, las potencias occidentales parecieron perder interés en el

tema de la adhesión. Hitler envió al jefe de su cancillería, Otto Lebrecht

Eduard Meissner, fino jurista, a Viena; en el avión, redactó la ley del

Anschluss.

Deutschland über alles!


Un epílogo español

He dicho al principio de estas notas que la importancia que tiene el relato

de la anexión de Austria por el III Reich es muy elevada para un lector español.

En el texto quedan algunas digresiones entre corchetes que, de por sí, ya fueron

escritas para ir justificando ante el lector esta conclusión. Aun así, algunas cosas

habría que decir, creo yo, sobre esta materia.

Descuidar la política exterior es un gran error para cualquier gobierno,

salvo que se trate solamente de algún microestado tipo Andorra, o tal. En los

años treinta del siglo XX, todavía estaba, en buena parte, vigente el viejo e

intrincado sistema de alianzas que había llevado a Europa a la Primera Guerra

Mundial. España, desde la conferencia de Algeciras celebrada a principios de

siglo, había asumido que no tenía gran cosa que decir en ese teatro y desde

entonces, descontando el tema marroquí, que era el único asunto internacional

que nos interesaba (aunque nosotros no lo considerábamos internacional), el

Estado español se despreocupó bastante los asuntos del mundo.

Como país neutral en la Gran Guerra, además, España pudo permitirse el

lujo, lujo que acabaría a la postre siendo una desgracia, de permanecer ajena a

los muchos desarrollos que supuso aquel armisticio, notablemente los tratados

de Trianon, Versalles y Locarno, de los que la opinión pública española supo

poco y la mayoría de los políticos, menos. Eran los tiempos en los que entre los

más brillantes intelectuales patrios se encontraban hombres como Unamuno,

que pudo levantar aquel famoso grito de «que inventen ellos». España

reflexionaba sobre sí misma, escuchando las homilías de sumos sacerdotes

como José Ortega y Gasset, que, la verdad, tenían sobre política internacional
apenas ideas demasiado epidérmicas, que no podían competir con el

dominio sobre la materia exhibido, no mucho tiempo antes, por un

Castelar.

La primera guerra mundial había sido un hecho de armas

traumático, muy mal terminado. De alguna manera, la segunda guerra

mundial, si uno se fija en su posguerra, se puede ver como la oportunidad

en la que quienes la ganaron no cometieron el error que habían cometido

en la primera. La segunda vez, no se pararon en la raya de Alemania, sino

que entraron, la hicieron suya, y la organizaron como querían. En todo

caso, el principal hecho de posguerra de la Gran Guerra no fue, como se

pueda pensar, la cuestión alemana: fue la cuestión danubiana.

El imperio austrohúngaro fue troceado malamente, diseñándose

unos Estados en los que pervivían serias disputas territoriales (polacos,

húngaros y alemanes viviendo en Checoslovaquia; rumanos y moldavos

añorando fronteras; yugoslavos artificialmente amalgamados,

desconfiando de todo el mundo) y que, además, con su nacimiento

cambiaron la estructura económica de Europa oriental, haciendo que

entrasen a jugar nuevos competidores que antes, dado que pertenecían

a una Zollverein imperial, no tenían que hacer tantos esfuerzos para

colocar sus productos. Se ha dicho, con bastante acierto, que en el inicio

del calentón ideológico del nazismo alemán se encuentra el odio hacia los

trabajadores checoslovacos, tan eficientes como los alemanes, pero que

hacían sus cosas por bastante menos dinero. Los chinos de la época,

pues.
Es obvio que los redactores de los acuerdos de la primera posguerra

mundial sabían que estaban cebando un avispero, pero no esperaban que se

excitase tan pronto y tan deprisa; esperaban que se fosilizase antes de que las

avispas volviesen a pensar en picar. La inesperada excitación es responsabilidad

de Benito Mussolini y Adolf Hitler. El guión de Locarno contaba con una Europa

bélicamente al ralentí, un statu quo colonial aceptado por todos, y un ejército-

gendarme, el francés, capaz de acojonar al cualquiera. Ninguna de las tres

premisas se cumplió. En realidad, ya no se habían cumplido antes de la llegada

de Hitler al poder; pero ésta, de alguna manera, fue la guinda del pastel.

El montaje hecho por los arquitectos de la Europa moderna partía de la

base de que los nuevos Estados creados con la cacharrería averiada del Imperio

tuviesen la ocasión de hacer dos cosas: una, consolidarse como naciones,

aglutinando a sus ciudadanos bajo una bandera, un himno y bla (provisión

excesivamente optimista, como bien demuestra el hecho de que, ¡setenta años

después!, los serbios siguiesen considerándose serbios, los bosnios bosnios,

etc.); dos, consolidar su fuerza como Estados capaces de mantenerse, y

defenderse, por sí mismos. Hitler cambió eso. Necesitado hasta la

desesperación de muchas de las cosas que se podían obtener de las minas, las

industrias, los pozos y los campos danubianos, el nacionalsocialismo alemán,

que además sabía que estratégicamente necesitaba colocar un tampón entre él

mismo y el comunismo soviético con el que sólo era cuestión de tiempo se diese

de leches, presentó inmediatamente su candidatura a ser la potencia de

referencia en la zona, aduciendo para ello el montón de gente que había en la

misma y que engullía cada mañana su Frühstück.


El desparpajo de Hitler hizo que, de repente, una idea que había

sido aceptada por todos sin existir en realidad prueba de ello, se

tambalease. Esa idea era la ilusión de que Francia podía ser el ente

defensor de todos esos territorios, que quedaban a tomar por saco de su

frontera; y que Inglaterra iba a implicarse deportivamente en la misión. Los

movimientos de Hitler en Renania, su actitud hacia Locarno, su rearme y,

para colmo, la aventura abisinia de los italianos, colocaron a eso que

llamamos «las potencias occidentales» ante el hecho inesperado de que

ni daban tanto miedo como pensaban, ni eran tan resolutivos como otros,

ellos mismos quizá, imaginaban.

En este orden de cosas, en dos países europeos, que son Francia

y España, se producen, casi al momento, fuertes movimientos electorales

hacia la izquierda. En España, hay manifestaciones en las calles, véanse

las fotos del primero de mayo del 36 por ejemplo, en las que se pasea el

retrato de Josif Stalin. O sea, las cosas van a peor. En el mayor agujero

negro de Europa, que es el Danubio, se avecina una pelea casi inevitable,

y en la otra esquina de Europa a los españoles se les ocurre hacer un

experimento filocomunista, u, hache, pe, u, hache, pe.

Es en estas circunstancias que, unos poquitos días antes de que la

guarnición se subleve en Melilla, Alemania y Austria firman un acuerdo

que supone el primer paso serio, constatable, mensurable y temible, de

Hitler en el-avispero-antes-llamado-Imperio.

Resulta lógico que casi ningún historiador español de la guerra civil

se acuerde de que apenas una semana antes de estallar el conflicto, se

estaba firmando ese acuerdo. Al fin y al cabo, para qué. Y, sin embargo,
sí hay una razón: la simple y pura razón de que, para los Estados europeos,

aquel acuerdo fue mucho más importante que una asonada militar en España

que, de todas formas, en su inicio parecía que el gobierno legal iba a poder

sofocar con no mucho esfuerzo.

Se puede hablar, escribir, opinar, sobre la guerra civil española sin decir

una palabra sobre la cuestión danubiana y los complicados apliques que generó

en la diplomacia europea de preguerra. Pero esa esquina de la Historia de la

guerra civil que es el tema de la no intervención francesa e inglesa, su bloqueo

a la II República, es connatural a este tema. Es muy importante entender que los

diplomáticos ingleses y franceses pensaban primero en el tema danubiano y

después, si quedaba margen, en el español. Resultaría de estúpidos quererse

creer que los embajadores españoles, los Azcárate y compañía, eran recibidos

antes que los representantes alemán, italiano, o austríaco.

El gran problema para la II República española no fue la Legión Cóndor

ni tal. El gran problema para la II República española fue la experiencia etíope

de Mussolini y, sobre todo, la que ya he escrito muchas veces era, en mi opinión,

la mayor virtud estratégica de Adolf Hitler: el dominio de los tiempos. El canciller

alemán sabía que Austria era una rana que tenía que hervir viva, razón por la

cual no le quedaba otra que echarla a la olla, a fuego muy bajo, y luego irlo

subiendo muy, muy lentamente, muy poco a poco. Juan Negrín habría

necesitado que Hitler agitase el avispero austríaco no más tarde de la primavera

de 1937, cuando él llegó al poder; pero en las notas que preceden a estos

párrafos ha quedado claro que no lo hizo, porque en dicho año estaba

embarcado en una operación de acoso y derribo, en la que le era de gran ayuda


lo muy fijos que estaban los ojos de Europa en la actuación de las tropas

italianas en… Abisinia.

Lo hemos dicho ya en estas notas. Benito Mussolini, que con

seguridad pensaba de sí mismo que una de las dos o tres mayores

inteligencias diplomáticas de la Historia del mundo mundial del hombre

humano, soñaba con una Europa formada por tres poderes de parecido

volumen: Inglaterra, Francia, y Alemania; a los que se uniría un cuarto

que, si bien no tenía los testículos del mismo tamaño, podía actuar de

árbitro o bisagra, puesto que se entendía con los dos gallos del gallinero.

Ése era él. Y el objetivo fundamental de la diplomacia inglesa, esto que

quede claro, cuando menos entre finales del 36 y Munich, era alimentar

esa hipótesis. Pedir a Inglaterra que permitiese el rearme de la República

supondría, para Londres, a la vez, poder ser acusada de ayudar a una

revolución de corte bolchevique, y poner en peligro la cordialidad con

Italia, arrojando a Mussolini a los brazos de Hitler, en un momento (1937)

en el que Inglaterra no podía ni soñar con agredir a alguien o, peor, ser

agredida.

El problema de mucha historiografía española es que tiende a

minimizar los problemas creados por las muchas fuerzas que, en el bando

republicano, optaron, una vez producido el 18 de julio, por hacer la

revolución al mismo tiempo que la guerra. A partir del gobierno Largo

Caballero, casi todos los portavoces de la República que políticamente

tenían perfiles asimilables a lo que estaban acostumbrados a ver los

diplomáticos ingleses, desaparecieron del escenario; para ser sustituidos

por gentes como Álvarez del Vayo, contra cuyo prestigio trabajaba hasta
el presidente Azaña. España se convirtió en un país en el que sacaban a la gente

de sus casas y la fusilaban en cunetas (las historias ocurrían; pero salían por la

frontera multiplicadas, como suele ocurrir siempre), y el Estado era incapaz de

impedir sucesos notablemente dañosos para su imagen exterior, como el inútil

asesinato del sucesor de Cristóbal Colón.

El hombre, da igual el nombre, que a partir del 20 de julio de 1936,

estuviese al cargo de la política del Foreign Office, se encontraba, pues: con un

avispero danubiano que necesitaba solucionar sin desenfundar la espada, para

lo cual necesitaba a Mussolini; y con un avispero español en el que no quedaba

nada claro que permitir desembarcar armas para la República en Plymouth no

acabase significando la elevación en España de un gobierno de los soviets.

Tantos y tantos historiadores se dan golpes de pecho preguntándose por qué se

produjo la no intervención y, la verdad, una cosa es que no se compartan las

razones, y otra distinta no verlas, o no entenderlas.

Francia lo tenía, si cabe, todavía más crudo. En primer lugar, por su

inestabilidad política. La sociedad francesa estaba muy lejos de entender una

actitud decididamente prorrepublicana por parte de un gobierno francés, por

mucho Frente Popular que se llamase. Pero es que, además, Francia, al revés

que Inglaterra, no tenía intereses en la cuenca del Danubio: tenía una alianza

militar. Si Inglaterra inició la segunda guerra mundial honrando sus compromisos

con Polonia, Francia los tenía con Checoslovaquia. No podía pensar en la ayuda

de Rusia porque el resto de los Estados de la zona jamás permitirían a tropas

soviéticas atravesarlos camino de la defensa de Praga. No podía movilizar sus

tropas más allá de sus fronteras porque sabía bien que la solidaridad inglesa se

refería únicamente a las agresiones que Francia pudiera sufrir dentro de sus
bordes. En esas circunstancias, Ybon Delbos intentó la coalición

danubiana, que fracasó porque, simple y llanamente, los diferentes

Estados del área tenían reivindicaciones pendientes que pensaban colmar

si había lío: o sea, como consecuencia de lo mal que se trazó el mapa de

la Europa de posguerra.

Francia necesitaba a Inglaterra, e Inglaterra necesitaba a Italia. Y

era de esto de lo que se hablaba en los conciliábulos de las embajadas;

no de la batalla de Teruel. Italia jugó esa baza hasta bien entrado el 38;

recuérdese que en los cabildeos de Munich todavía trató de representar

ese papel.

Austria, pues, es importante para entender por qué las cancillerías

europeas, que según alguna que otra historiografía estaban mirando a

España sin hacer nada, estaban mirando por su otra fachada, la fachada

oriental. No hacían nada en España porque lo que más les preocupaba

era qué hacer en Austria y en Checoslovaquia. Uno puede pensar que eso

no es verdad, y que toda la inacción mostrada entre 1936 y 1938 por los

teóricos amigos de la II República española fue algo que quienes la

cometieron se podrían haber planteado de otra manera. Pero, bueno: uno

puede pensar, también, que tiene un duende viviendo en su culo.

Por pensar, pensar, cada uno puede pensar lo que le dé la gana.

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