You are on page 1of 84

Geografía Humana

Procesos, riesgos e incertidumbres en un


mundo globalizado

Juan Romero (coord.)

Editorial Ariel S.A

Barcelona, 2004

1ª edición

Colección: Ariel geografía

ISBN: 84-344-3479-2

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE

Preámbulo ................................................................................................................................................. 7

CAPÍTULO 1. En las puertas del siglo XXI, por Juan Romero González ............................................ 11

CAPÍTULO 2. La geografía para el siglo XXI, por José Ortega Valcárcel ........................................... 25

CAPÍTULO 3. La población mundial, por Joaquín Arango Vila-Belda ................................................ 55

CAPÍTULO 4. Globalización y nuevo (des)orden mundial, por Juan Romero y Joan


Nogué ............................................................................................................................. 101

CAPÍTULO 5. Cartografía de los cambios sociales y culturales, por Joan Nogué y Abel
Albet ............................................................................................................................... 159

CAPÍTULO 6. Globalización y organización espacial de la actividad económica, por Ricardo


Méndez Gutiérrez Del Valle ........................................................................................... 203

CAPÍTULO 7. El proceso de urbanización, por Oriol Nel-lo y Francesc Muñoz ................................. 255

CAPÍTULO 8. Los territorios rurales en el cambio de siglo, por Juan Romero y Joaquín
Farinós ............................................................................................................................ 333

CAPÍTULO 9. Crecimiento insostenible, desarrollo sostenible, por José M. Naredo .......................... 395

2
CAPÍTULO 3. LA POBLACIÓN MUNDIAL

por JOAQUÍN ARANGO VILA-BELDA


Universidad Complutense de Madrid

1. El crecimiento de la población en la historia. Una visión sucinta

Hace unos pocos años, cuando el siglo XX se acercaba a su fin, la población del mundo alcanzó la
imponente cifra de 6.000 millones de personas. De acuerdo con el anuncio de Naciones Unidas, tan
destacado acontecimiento habría tenido lugar el 12 de Octubre de 1999. Se trataba, desde luego, de un
anuncio de carácter simbólico, por cuanto resulta de todo punto imposible medir con tal exactitud el tamaño
de una población, especialmente la de todo el planeta. Poco importaba, sin embargo, que esa cifra se hubiera
alcanzado unos meses antes o después de la fecha escogida. Lo importante era llamar la atención sobre el
crecimiento de la población mundial y sus múltiples implicaciones; y un hito tan señalado como el que
supone sumar un nuevo millar de millones de personas proporcionaba una ocasión propicia para ello.
Un breve repaso a la cronología de los anteriores hitos, o, lo que es lo mismo, a las fechas
aproximadas en las que el tamaño de la población mundial sumó los anteriores millares de millones de
personas, puede proporcionar una primera aproximación a la peculiar dinámica de su crecimiento (cuadro
3.1).
Como pone de manifiesto el cuadro 3.1, la mitad del actual tamaño de la población mundial se ha
generado en los últimos cuarenta años; y cinco sextas partes del mismo, en el corto lapso de apenas dos
siglos. En otras palabras, hace cuarenta años el número de los humanos era sólo la mitad del actual; y hace
sólo doscientos, la sexta parte. El cuadro también revela que el número de años que la población humana ha
necesitado para añadir mil millones a su volumen ha tendido a reducirse conforme se acercaba al presente; y
pone de manifiesto que tardó muchísimo más en alcanzar los primeros mil millones que en sumar los cinco
millares siguientes. Por consiguiente, el cuadro apunta a la existencia de dos fases en la historia de la
población humana, separadas inicialmente por la fecha en la que se alcanzaron los primeros mil millones de
habitantes: una muy larga, de crecimiento lento, casi imperceptible, y otra muy corta, de crecimiento
acelerado, en forma de bola de nieve.

Cuadro 3.1. Algunos hitos en la historia de la población mundial

Años Tamaño de la población Número de años entre hitos sucesivos

1804 1.000 ¿
1927 2.000 123
1960 3.000 33
1974 4.000 14
1987 5.000 13
1999 6.000 12

Fácilmente se puede deducir que, desde el punto de vista del tamaño de la población mundial,
estamos viviendo un período excepcional: un tiempo en el que el número de los humanos se ha multiplicado
en forma inusitada. Para saber cuándo comenzó ese tiempo, cómo ha evolucionado, a qué factores se ha
debido, y qué cabe esperar en el próximo futuro, conviene dar un somero vistazo de conjunto a la historia de
la población humana, con la ayuda de unas cuantas cifras, un poco más numerosas que las del cuadro
anterior, e incluso no totalmente coincidentes con ellas, por provenir de estimaciones diferentes (cuadro 3.2).

3
La primera columna del cuadro 3.2 se compone de un cierto número de fechas escogidas por
significativas, simbólicas o meramente indicativas. La segunda ofrece el tamaño estimado de la población
mundial para cada una de ellas. La tercera recoge la tasa de crecimiento de esa misma población entre esa
fecha y la inmediatamente precedente. La cuarta columna, finalmente, presenta el número de años que
tardaría en duplicarse la población mundial si creciera a la tasa de crecimiento de ese momento. No hace
falta insistir en que las dos últimas columnas indican o ponen de manifiesto el ritmo o velocidad del
crecimiento en cada fase.
Por lo que hace a las fechas, la más difícil es la primera, que debería corresponder al punto de partida
de la historia que narra el cuadro 3.2, y que no es otro que el momento en que se sitúa la aparición de la
especie humana, diferenciada de sus antecesores. Esa fecha es, por supuesto, incierta y aproximada. De
hecho, varía a medida que nuevos descubrimientos arqueológicos y antropológicos retrotraen a fechas más
antiguas los vestigios humanos más remotos de los que se tiene noticia. En esta ocasión supondremos que la
especie humana se diferenció de sus predecesores hace dos millones de años, y que originariamente estuvo
compuesta por dos individuos, aunque lo más probable es que consistiese en un conjunto de bandas
itinerantes que contaban unos pocos miles de individuos. Las restantes cifras, para las siguientes fechas, ya
son estimaciones cuya verosimilitud aumenta a medida que nos aproximamos al presente.
En la maraña de cifras contenidas en el cuadro 3.2, especialmente en los indicadores recogidos en las
columnas tercera y cuarta, pueden reconocerse tres discontinuidades, tres cambios de ritmo, especialmente
llamativos. Son las que corresponden a los años 1750, 1950 y 1975. La primera es la que divide en dos
grandes fases la historia de la población humana: una larga y lenta, de crecimiento pausado, casi
imperceptible en el largo plazo; y una segunda breve y rápida. Puede decirse que el período excepcional
durante el cual la población del mundo adquirirá el grueso del volumen que tiene en la actualidad se inicia a
mediados del siglo XVIII –más bien a sus comienzos, si utilizáramos datos más desagregados–. Un ilustre
historiador de la medicina, Thomas McKeown, propuso acertadamente para este período la denominación de
«la era del Moderno Crecimiento de la Población» (MCP), por analogía con la expresión «Moderno
Crecimiento Económico» con la que los economistas designan a la era inaugurada por la Revolución
Industrial (McKeown, 1976).

Cuadro 3.2. Evolución del tamaño de la población mundial, fechas escogidas

Años necesarios
Tamaño de la población Tasa de
Año para duplicación
(en millones) crecimiento anual
a esa tasa
(en %)

–2.000.000 – – –
–8.000 8 0,00076 91.204
0 300 0,0453 1.530
1750 800 0,056 1.238
1800 1000 0,446 155
1850 1300 0,5255 132
1900 1700 0,535 129
1950 2500 0,771 90
1975 4100 1,979 35
2000 6000 1,523 46

Fuente: United Nations Population Division, World Population Prospects, New York, diversos años.

La segunda discontinuidad en la tasa de crecimiento de la población del mundo se produce en torno a


1950, y supone una marcada aceleración dentro del período de crecimiento sostenido que se acaba de
señalar. Por esas fechas, el ritmo de crecimiento de la población se triplica en relación al período anterior, y
consiguientemente se reduce drásticamente el número de años que tarda la población mundial en duplicar su
volumen. En consecuencia, la población mundial se triplica en tan sólo cuarenta años. Este crecimiento
vertiginoso, que convierte a la segunda mitad del siglo XX en el momento histórico de mayor crecimiento de

4
la población humana, es conocido entre los demógrafos como el «Rápido Crecimiento de la Población»
(RCP).
El «Rápido Crecimiento de la Población» aún está en curso, pero no va a durar mucho. Y aunque el
futuro es por definición imprevisible, éste es un pronóstico de los menos arriesgados que pueden formularse.
En efecto, hay dos poderosas razones para pensar que este excepcional período de crecimiento será de corta
duración. Por un lado, un crecimiento tan vertiginoso resultaría insostenible incluso en un corto período de
tiempo. Una sencilla operación aritmética, basada en la conocida ley de las progresiones geométricas, lo
pone de manifiesto sin lugar a dudas. Supongamos que la población mundial contaba 6000 millones de
habitantes en el año 2000, y que su tasa de crecimiento era de 1,4 % anual. Supongamos que esa tasa –muy
inferior al 2,1 % que llegó a conocer en los años setenta– se mantiene invariable. Una población que crece al
1,4 % se duplica cada 50 años aproximadamente. Los sucesivos tamaños de la población mundial a los que
conduciría esa tasa están recogidos en el cuadro 3.3.
No cabe duda de que la tasa de crecimiento actual depararía tamaños de población pronto
insostenibles. Hace treinta años, Ansley Coale propuso un sencillo ejercicio de este tipo, proyectando hacia
el futuro la tasa de crecimiento de la población mundial entonces vigente, 2 %, que supondría duplicaciones
cada 35 años. Su conclusión fue que, de continuar, en 700 años habría tres personas por metro cuadrado, y en
menos de 5000 años la población humana constituiría una masa que se expandiría a la velocidad de la luz.
Coale afirmaba entonces que ello no ocurriría, aunque no se sabía cómo no ocurriría (Coale, 1974).

Cuadro 3.3. Tamaño de la población mundial en fechas escogidas si desde el año 2000
creciera al 1,4 % anual

Años Tamaño de la población

2000 6.000
2050 12.000
2100 24.000
2150 48.000
2200 96.000
2250 192.000
2300 384.000

Ahora, y éste es el segundo argumento, sí lo sabemos: no ocurrirá porque la natalidad está


descendiendo a escala planetaria. La consiguiente desaceleración en la tasa de crecimiento ya ha comenzado,
impulsada por el declive de la fecundidad en el mundo menos desarrollado; de hecho, tal desaceleración,
claramente perceptible desde 1975, marca la tercera gran discontinuidad revelada por el cuadro 3.2. Desde
entonces, en apenas tres decenios, la tasa de crecimiento anual de la población mundial ha pasado de 2,1 a
1,3, una reducción de más de un tercio. Todos los indicios apuntan a la continuación de esa tendencia. Lo
que está en duda es sólo el ritmo al que se producirá y el tamaño en el que finalmente se estabilizará la
población mundial. De hecho, ésta continúa creciendo deprisa, por la inercia del crecimiento anterior,
manifiesta en el abultado tamaño de las cohortes en edad reproductiva, a causa de la elevada fecundidad
anterior. Esta inercia seguirá alimentando un crecimiento considerable durante algunos decenios, pero el
tamaño de la población mundial debería terminar por estabilizarse en algún momento de la segunda mitad
del siglo XXI. A lo dicho hay que añadir un factor tan imprevisto como desgraciado: en los primeros años
del siglo XXI, la mortalidad causada por el SIDA está adquiriendo proporciones tales como para contribuir a
la desaceleración del ritmo de crecimiento de la población mundial.
En consecuencia de todo ello, en el futuro se podrá percibir, con mayor claridad que en el presente,
que el moderno crecimiento de la población y, aún más, su fase de rápido crecimiento, habrán constituido un
período excepcional y transitorio en la historia humana. Cuando los historiadores del futuro miren hacia atrás
es probable que, entre otras denominaciones, otorguen a nuestro tiempo la de «Era del Crecimiento de la
Población». Habrá sido un crecimiento sostenido que comenzó en el siglo XVIII, se aceleró
extraordinariamente en la segunda mitad del siglo XX y que, después de ese breve interludio, volvió al
crecimiento pausado, aunque sobre bases muy diferentes a las del pasado. En otras palabras, la especie

5
humana habrá crecido lentamente durante miles de siglos, rápidamente durante dos y medio –entre 1700 y
1950– y aceleradamente durante apenas uno, desde mediados del XX a mediados del XXI.
Por consiguiente, vista en la larga perspectiva, en el crecimiento de la población humana en la
historia se pueden distinguir dos grandes fases, separadas por ese decisivo acontecimiento que fue la
Revolución industrial. A su vez, la segunda fase iniciada entonces puede subdividirse en tres subfases
significativas: desde mediados del XVIII hasta mediados del XX; de 1950 a 1975; y desde 1975 en adelante.
Tras constatarlo, conviene preguntarse por las causas que subyacen a esas divisiones. Afortunadamente, hay
una teoría que pretende explicarlas, y ser de validez universal.

LA TEORÍA DE LA TRANSICIÓN DEMOGRÁFICA

La denominada teoría de la Transición Demográfica, formulada en las décadas centrales del siglo
XX, sostiene que, como consecuencia del desarrollo económico, las poblaciones de los diferentes países y
regiones, y eventualmente la del planeta en su conjunto, experimentan una evolución que las conduce desde
un régimen demográfico presidido por altas tasas de mortalidad y natalidad a otro en el que ambas tasas son
bajas. El punto de partida es un equilibrio demográfico de alta presión y alto gasto humano: nacen muchos
individuos y mueren muchos; el de llegada, otro en el que tanto la presión como el gasto humano son bajos:
nacen pocos y mueren pocos. Entre uno y otro, en lo que constituye la transición propiamente dicha, se
produce un período de desequilibrio en el que la población crece deprisa, como consecuencia de la diferente
cronología en el descenso de las tasas vitales: la de mortalidad declina antes que la de natalidad, y ello es lo
que da lugar al período de desajuste entre ambas que se traduce en un crecimiento de la población mucho
más rápido que el habitual. Aunque de duración variable, ese desequilibrio, ingrediente decisivo de la teoría,
suele prolongarse durante unos cuantos decenios, hasta que el posterior declive de la natalidad termina por
restaurar el equilibrio, esta vez en niveles bajos.
En la descripción de la transición acostumbran a distinguirse cuatro estadios. En el primero, antes de
que se inicie la transición, tanto la mortalidad como la natalidad son muy elevadas, y la diferencia entre ellas
exigua y fluctuante. El factor decisivo, en gran medida ajeno a la voluntad humana y derivado sobre todo de
las malas condiciones de vida determinadas por el escaso desarrollo de la ciencia y la tecnología, es la alta
mortalidad. El segundo estadio –que se corresponde con el inicio de la transición propiamente dicha–
comienza con el descenso de la mortalidad, mientras la natalidad continúa elevada. Trascurrido algún
tiempo, generalmente unos decenios, la natalidad comienza a descender, mientras la mortalidad continúa
descendiendo. Es el tercer estadio. En el cuarto, ambas tasas vitales se estabilizan en niveles bajos, la
distancia entre ambas se reduce de nuevo y, en consecuencia, el crecimiento se atenúa. En este estadio se
supone que la natalidad fluctuará más que la mortalidad y devendrá la variable crítica.
En las versiones clásicas de la teoría, la autoría del cambio demográfico reside en el cambio de la
economía. En el primer estadio, o, si se prefiere, en la fase pretransicional, el factor decisivo es la alta
mortalidad. En esas condiciones, sólo una elevada fecundidad aseguraba la continuidad de las poblaciones.
Sin ella se hubieran extinguido; de hecho, no debieron ser pocos los pueblos que no consiguieron sobrevivir.
Esta dependencia vital militaba a favor de la alta fecundidad, como lo hacía también el elevado valor y
reducido coste de los hijos en economías predominantemente agrarias.

Figura 3.1. Las etapas clásicas de la transición demográfica

Fuente: http://www.prb.org
© 2003 Population Reference Bureau

6
El crecimiento económico moderno, impulsado por la industrialización, rompe esa dependencia y
libera potencial de crecimiento: y a la vez, al cambiar los modos de vida, genera condiciones que militan en
favor de la familia reducida. El control del crecimiento deja de residir en la mortalidad, y de ser externo,
sistémico; y pasa a la natalidad, y a los individuos. El cambio en los modos de vida decide el cambio de
comportamientos reproductivos.
En realidad, la pretendida teoría no es estrictamente tal, sino una gran generalización de base
histórica, derivada de la experiencia de los países que primero conocieron la industrialización, el crecimiento
económico moderno y los grandes cambios demográficos (Arango, 1985). Estos fueron, en primer lugar, los
situados en el cuadrante noroeste del continente europeo y algunas de sus prolongaciones ultramarinas en
Norteamérica y Australasia, y no mucho después los del sur y el este de Europa y Japón. La teoría de la
Transición Demográfica es, ante todo, una gran síntesis de la experiencia de estos países, y a grandes rasgos
resulta aceptable como tal, aunque las investigaciones de los historiadores obligan a revisar y matizar la
versión que del régimen demográfico antiguo da la teoría, así como de los inicios del cambio, y ponen de
manifiesto diferencias entre las diferentes experiencias nacionales y regionales. Como escribió Paul Demeny,
en el pasado las tasas eran altas; en el presente son bajas; en medio hay transición (Demeny, 1968).
De nuevo, conviene repasar someramente la historia para ver cómo se operó la transición en el
pasado y cómo se está produciendo en el presente. Antes de examinar las poblaciones contemporáneas,
conviene que veamos cómo se desarrolló la que podemos denominar la «primera transición demográfica», la
que tuvo lugar en los países del Norte –Europa occidental y algunas de sus prolongaciones ultramarinas–
entre mediados del XVIII y mediados del XX, para ver después lo que ha ocurrido en estos países una vez
concluida la transición y lo que está ocurriendo ahora en los países del Sur, los que están atravesando la
transición en nuestros días.

La primera transición demográfica

Como se ha dicho, la transición demográfica no se inició hasta tiempos recientes, hasta el siglo
XVIII. Hasta entonces, tanto la mortalidad como la natalidad eran muy elevadas, y la diferencia entre ellas
exigua, aunque fluctuante por las fuertes oscilaciones de la mortalidad. La esperanza de vida no solía superar
los 25 años. A ese bajo tenor contribuía destacadamente la mortalidad en los primeros años de la vida: la
mitad de los nacidos no llegaba a cumplir los cinco años. Las insuficiencias alimenticias y las malas
condiciones higiénicas y sanitarias deparaban una mortalidad elevada en los años normales; las hambrunas,
las guerras y las epidemias la convertían, esporádica pero recurrentemente, en catastrófica.
El elemento decisivo del régimen demográfico antiguo era la mortalidad: impedía que la población
creciera de forma sostenida, y obligaba a mantener altos niveles de natalidad, so pena de extinción del grupo.
Sin su modificación, ningún otro cambio hubiera sido posible. Daba lugar a un sistema homeostático,
autorregulado: cualquier descenso prolongado de la mortalidad deparaba antes o después un aumento de la
mortalidad extraordinaria, ya fuera por el equilibrio precario entre la población y los recursos, o por la acción
semi-independiente de los microorganismos patógenos. De ahí resultaban frecuentes oscilaciones, no pocas
veces bruscas. Por ello, el descenso de la mortalidad supuso el primer eslabón de la cadena de
transformaciones demográficas, y a la vez uno de los acontecimientos más decisivos en la historia de la
humanidad, del que han resultado miles de millones de años de vida adicional para la especie humana.
El cambio se inició a finales del siglo XVII o comienzos del XVIII en algunas zonas privilegiadas
del cuadrante noroeste del continente europeo. Los progresos de la agricultura y de los transportes y el
comercio de granos, y la enigmática desaparición de la peste de Europa occidental, desde 1720, estuvieron en
su raíz. Más tarde llegarían avances en higiene, gracias especialmente a la generalización de los vestidos de
algodón y a la invención del jabón, y sanidad pública, con la potabilización de las aguas y la construcción de
alcantarillas, esto último sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX. La contribución de
las mejoras médicas a la reducción de la mortalidad fue muy tardía (McKeown, 1976), y comenzó sobre todo
con la inoculación y la vacuna antivariólica, seguidas por prácticas antisépticas y finalmente el
descubrimiento de los microorganismos hechos posible por el microscopio.

LA TRANSICIÓN EPIDEMIOLÓGICA

Otra teoría –paralela a la de la transición demográfica, inspirada en ella y, como ésta, más bien una
gran generalización histórica– pretende sintetizar la evolución histórica de la mortalidad a partir de las causas

7
de muerte dominantes en cada momento: la llamada teoría de la Transición Epidemiológica, propuesta por
Abdel Omran (Omran, 1971). Se articula en tres estadios, cuya duración está igualmente relacionada con el
contexto económico y social. Las tres fases pueden resumirse como sigue:

1.º) la «era de las pestilencias y las hambrunas», caracterizada por una mortalidad alta y fluctuante y una
esperanza de vida entre los 20 y los 40 años; ha durado casi toda la historia humana.
2.º) la «era del retroceso de las pandemias»: aumenta el número de supervivientes, y la esperanza de vida
alcanza los 50 años.
3.º) la «era de las enfermedades degenerativas y auto-causadas»: las principales causas de muerte son
enfermedades crónicas ligadas al envejecimiento y otras ligadas a la modernización (derivadas de
accidentes, tabaquismo, alcoholismo o suicidios); la mortalidad es muy baja, y la esperanza de vida se
sitúa entre los 70 y los 80 años. La mortalidad deja de ser la variable demográfica determinante.

La utilidad del simple esquema de Omran reside en su capacidad de ordenar y pautar la evolución de
la mortalidad en la mayor parte del mundo. Al igual que la teoría de la Transición Demográfica, es una
generalización empírica inspirada en la experiencia de los países más desarrollados, los únicos que, cuando
escribió Omran, habían completado tal transición. Aunque no sin dificultades, resulta aplicable a
experiencias posteriores. Al principio de la transición el ritmo de progreso es lento, porque lo es la gestación
de los avances, y solo benefician a algunos segmentos de la población; luego se acelera, cuando los avances
simples y baratos se generalizan; y luego vuelve a ralentizarse, cuando se alcanzan niveles altos de
longevidad.
No es de extrañar, por ello, que los países pioneros del noroeste europeo y Norteamérica no
alcanzaran los 40 años de esperanza de vida hasta mediados del siglo XIX, y los 50 hasta inicios del XX. La
segunda etapa de la transición epidemiológica se prolongaría hasta mediados del siglo XX, cuando las
enfermedades infecciosas pudieron considerarse dominadas. Los países del sur y el este de Europa, y Japón,
siguieron el camino de los pioneros con un cierto retraso temporal, aunque por lo general el progreso de los
retrasados resultó más rápido que el de los primeros.

EL DESCENSO DE LA FECUNDIDAD

El impacto de las transformaciones socioeconómicas sobre la segunda tasa vital fue mucho más
tardío. El descenso secular de la fecundidad no se produciría hasta inicios del siglo XIX en el caso de
Francia, el gran adelantado, y hasta la segunda mitad del mismo en el caso de los que le siguieron.
En efecto, hasta hace muy poco, a lo largo de la Historia, la fecundidad ha sido incontrolada, con
excepciones menores y aisladas. Hasta el XVIII, la especie humana parecía programada para procrear al
máximo, como otras especies animales (Caldwell, 1994). La fecundidad media estaba en torno a seis o siete
hijos por mujer. Los factores que la alejaban del máximo biológico deben buscarse en la malnutrición, la
larga duración de la lactancia materna, los años que separaban la pubertad del matrimonio, la estrechísima
asociación entre fecundidad y nupcialidad y las viudedades prematuras sin segundas nupcias; y no en
elemento volitivo alguno. Dos razones muy poderosas contribuían a que no hubiese control de nacimientos:
la alta mortalidad, sobre todo la infantil –el aumento de hijos supervivientes será decisivo en el descenso de
la fecundidad– y el alto valor económico de los hijos en sociedades agrícolas. Sobre esos sustratos se erigían
entramados de normas sociales y religiosas que ensalzaban y prescribían la alta fecundidad.
Aparte de algunos grupos privilegiados –como la burguesía de Ginebra, o algunas minorías étnicas,
como las comunidades hebreas de algunas ciudades europeas–, que practicaron el control consciente de los
nacimientos desde fechas tan tempranas como el siglo XVI, o de algunas otras excepciones muy localizadas,
la fecundidad incontrolada fue la norma hasta inicios del XIX. Sin embargo, algunas zonas de Europa –más
precisamente las situadas al norte y al oeste de una línea imaginaria que conectaría San Petersburgo con
Trieste–, conocieron importantes reducciones del nivel de la natalidad, reduciéndola en promedio a poco más
de cinco hijos por mujer (Hajnal, 1965). Pero ello resultó de una estrategia que podría calificarse de
malthusiana, esto es, que actuaba sobre la nupcialidad y no sobre la fecundidad. En efecto, entre finales del
siglo XV y principios del XIX, en esa parte de Europa se generalizó una pauta de matrimonio muy tardío y
poco universal, caracterizada por una elevada edad al matrimonio y una alta proporción de célibes perpetuos.
Respondía a un complejo conjunto de razones, que iban desde el desarrollo de una nueva ética que primaba
el ahorro y la inversión a una cultura muy represiva de las emociones, pasando por la generalización de la
familia nuclear y por las implicaciones de niveles de supervivencia levemente crecientes. Ello contribuyó a

8
que el leve descenso de la mortalidad que se estaba produciendo en las zonas más evolucionadas de Europa
no diera lugar a un mayor crecimiento demográfico.
El verdadero cambio, el descenso de la fecundidad a través del control sistemático y generalizado de
los nacimientos, no empezaría hasta la Revolución Francesa a fines del XVIII. La novedad no se extendería a
áreas adyacentes hasta mediados del XIX, y a otros países punteros hasta 1870, y respondería ante todo a
reducciones en la mortalidad infantil y a un conjunto de cambios en los modos de vida, derivados de la
industrialización, la urbanización, y la ampliación de la escolarización, que cambian el sentido económico de
los hijos. A su vez, se vería facilitado por progresos en la tecnología del caucho que se produjeron por las
mismas fechas y facilitaron el control de las concepciones.
Esta vez se trató de un descenso que se podría calificar de neo-malthusiano, por operar sobre la
fecundidad y no sobre la nupcialidad por el contrario, permitiría que ésta volviese a una cierta normalidad.
Se produjo espontáneamente, en un clima adverso, cuando no hostil y con métodos anticonceptivos muy
primitivos. El control de nacimientos –como se llamaba entonces–, aunque ampliamente practicado, fue
frecuentemente denunciado como práctica nefanda e inmoral; y perseguidos los activistas y propagandistas
neo-malthusianos. Empezó en las ciudades y en las clases medias y se difundió siguiendo líneas culturales,
por difusión. El descenso se intensificó y extendió en el primer tercio del siglo XX. La fecundidad disminuyó
a alrededor de cuatro hijos por mujer a comienzos del siglo XX, y se situó en torno a los dos hijos por mujer
en el período de entreguerras. En los años de la Gran Depresión, algunos países, especialmente en
Centroeuropa, llegaron a alcanzar niveles inferiores a la tasa de reemplazo.
En los decenios centrales del siglo XX, la transición demográfica podía considerarse culminada en
los países del Norte. Tanto la mortalidad como la natalidad habían alcanzado niveles bajos. Sin embargo,
ésta última conocería un notable repunte en los años 50 y 60, especialmente intenso en Norteamérica, dando
lugar a lo que se conoció como el «baby boom». Durante algunos años se pudo pensar que esa recuperación
casaba mal con la teoría, y generar la impresión de que en el cuarto estadio la natalidad fluctuaría
fuertemente. Hoy sabemos que el baby-boom fue un fenómeno pasajero, una excepción transitoria, generada
por un conjunto de condiciones propicias en el excepcional contexto de vigoroso crecimiento económico,
pleno empleo y fuerte movilidad social que siguió a la posguerra. El declive de la fecundidad retomaría su
curso en los países desarrollados a partir de la segunda mitad de los anos sesenta.

TRANSICIÓN DEMOGRÁFICA Y DESARROLLO ECONÓMICO

Vista en perspectiva, en el caso de Europa y los otros países mencionados, la transición demográfica
siguió o acompañó al crecimiento económico moderno, y fue por ello muy gradual. El ritmo de crecimiento
de las diversas poblaciones europeas y asimiladas casi nunca superó el 1,5 % anual, una tasa considerable
entonces, pero muy alejada de las que conocerían después muchas poblaciones del llamado Tercer Mundo. Y
ello porque el descenso de la mortalidad fue más gradual que en la experiencia posterior, porque dependió de
los laboriosos progresos de la economía, la ciencia y la tecnología; y por el hecho de que la fecundidad pre-
transicional de los países europeos y asimilados al comienzo de su transición tendía a ser más reducida que la
de los países del Sur cuando iniciaron la suya. Además, Europa tuvo la fortuna histórica de disponer durante
su transición de la poderosa válvula despresurizadora que supuso la masiva emigración a los Nuevos
Mundos, una espita que permitió la exportación de hasta una tercera parte del crecimiento de su población, lo
que suavizó los impactos sociales del crecimiento demográfico en los momentos álgidos de la transición.
Como se ha dicho, esta experiencia histórica fue la que inspiró la teoría de la Transición
Demográfica, en su versión clásica. Conviene preguntarse si sirve para explicar lo que está ocurriendo en la
parte del mundo que no se benefició del crecimiento económico moderno, el metafórico Sur que comprende
el grueso de Asia, África y América Latina; lo que, por ser esta parte del mundo la mayoritaria –cinco sextas
partes de la población del planeta residen en ella–, es casi equivalente a lo que ocurre en el mundo en su
conjunto.
La respuesta no puede ser sino inicialmente afirmativa, por cuanto no puede caber duda de que la
mayor parte de los países del Sur, y por ende el mundo tomado como un todo, están atravesando una
transición demográfica. Pero no es menos cierto que, para ser aplicada a la realidad contemporánea, la teoría
requiere de ajustes y añadidos. La transición se está produciendo, pero sin que en la mayoría de los casos se
haya completado el desarrollo económico. No basta con éste para explicar el acelerado cambio demográfico
que está teniendo lugar desde mediados del siglo XX. Sin negar la influencia de los progresos, aún limitados,
que han tenido lugar en muchos países, y sin desconocer que el impacto demográfico relativo del cambio
socioeconómico es mucho mayor que en el pasado, la transición contemporánea no se entendería sin el

9
concurso de dos factores nuevos: el potencial transnacional de los avances médicos, higiénicos y sanitarios
en lo que respecta al descenso de la mortalidad; y las políticas de población por lo que hace al declive de la
fecundidad. Uno y otras resultan, claro está, de la influencia de los países del Norte, y del hecho de que
anteriormente se hubiera producido una transición. Por consiguiente, puede decirse que, en medida
considerable, la transición demográfica se ha extendido de los países más desarrollados a los menos
desarrollados, aunque con numerosas e importantes peculiaridades: y ello contribuye a explicar lo que
parecería contradecir un precepto clave de la teoría, el que predica que los cambios demográficos siguen al
desarrollo socioeconómico. Como consecuencia de esa influencia transnacional, no sólo la transición se está
produciendo en los países del Sur, sino que está teniendo lugar de un modo mucho más abrupto, rápido y
explosivo que en la experiencia del Norte. Es hora de acercarse a lo que está ocurriendo en nuestros días.

2. Población y territorios. Estructuras y tendencias demográficas en el mundo contemporáneo

Al igual que ocurre en otras facetas de la realidad, en el terreno demográfico el mundo


contemporáneo se caracteriza por profundas desigualdades y disparidades. Un somero examen de los
principales indicadores demográficos pone de manifiesto la existencia de realidades acusadamente
diferentes. Hay países, como Níger, cuya población crece al 3,5 % anual, lo que implica que su tamaño se
duplica cada 20 años, y países, como Rusia o Bulgaria, con tasas de crecimiento negativas que los abocan al
declive demográfico. Los niveles de mortalidad, medidos por la esperanza de vida al nacer, van desde los 34
años de Mozambique a los 81 de Japón. No menores son las diferencias en natalidad, desde los 8,0 hijos por
mujer de Níger y los 7.0 de Malí y Somalia a los 1,1 de Ucrania. Disparidades semejantes se observan en las
estructuras por edad: algunos países están profundamente inmersos en el proceso de envejecimiento de la
población mientras en otros aún es un fenómeno exótico. En los primeros uno de cada cinco es anciano; en
alguno de los segundos, uno de cada cincuenta. Los pesos se invierten, claro está, por lo que respecta a las
proporciones que suponen los menores de 15 años: desde constituir la mitad de la población en algunos
países africanos a suponer solo el 14 % en Italia y Grecia, o el 15 en España. Las diferencias se extienden a
otras facetas, como la edad al matrimonio o la universalidad de éste, la frecuencia de los divorcios o la
disolución de uniones, pero éstas resultan de más difícil síntesis e interpretación, por estar más afectadas por
diferencias culturales.

Figura 3.2. Población con menos de 15 años (en %). 2003

Fuente: Pison, G. (2003): Population et Sociétés, nº 392.


(http://www.ined.fr/publications/pop_et_soc/pes392/PES3992.html)
Elaboración: J. Romero

10
No obstante este elevado grado de diversidad, a grandes rasgos, y con los riesgos inherentes a toda
generalización, las poblaciones de los dos centenares largos de países en los que está dividido el mundo
pueden clasificarse en dos grandes grupos, tomando como criterio su situación en relación con la decisiva
transformación que constituye la transición demográfica. En virtud de ella, podemos agrupar por un lado a
las poblaciones en transición o transicionales y, por otro, a las que han completado la transición o post-
transicionales. También a grandes rasgos, esta división se corresponde en gran medida con la que, en virtud
de su grado de desarrollo, clasifica a los países del mundo en desarrollados y en vías de desarrollo, o más y
menos desarrollados o, en términos metafóricos, en Norte y Sur. Por supuesto, al igual que ocurre con esta
clasificación socioeconómica, la división de las poblaciones en transicionales y post-transicionales topa con
casos de difícil clasificación, por encontrarse muy próximos a la culminación de dicha transformación. Pero
la inmensa mayoría de las poblaciones nacionales son claramente ubicables dentro de uno u otro grupo.
La correspondencia de esta división demográfica con la socioeconómica es muy clara en el caso de
los países a los que inequívocamente se considera del Norte: todos ellos han completado la Transición
Demográfica, exhibiendo bajos niveles de mortalidad y natalidad. Ello es ante todo cierto de los clásicos
países del Norte: Europa occidental, Estados Unidos y Canadá, Australia y Nueva Zelanda, Japón y los que
en un día no lejano fueron denominados «nuevos países industriales»: Singapur, Corea del Sur, Taiwan y
Hong Kong, integrado éste último con un estatuto especial en la República Popular China.
Países de difícil clasificación son los productores de petróleo del Golfo Pérsico y los que hasta la
caída del muro formaban la región conocida como Europa del Este, e incluso alguno de América Latina. En
el primer caso se trata de países cuyos elevados niveles de renta los situarían en el Norte, pero que han
llegado a ellos por la riqueza derivada de la exportación de petróleo y no a través de procesos de desarrollo.
En todo caso, están lejos de haber completado la Transición Demográfica. Sus tendencias y estructuras
demográficas se parecen mucho más a los países del metafórico Sur, y así serán consideradas. En el extremo
opuesto se encuentra otro grupo de difícil clasificación, la Europa del Este, por su desarrollo interrumpido y
sus relativamente bajos, cuando no declinantes, niveles de renta y bienestar. Sin embargo, en términos
demográficos deben ser considerados post-transicionales. En todo caso, lo que en adelante se diga de las
poblaciones post-transicionales estará especialmente referido al grupo de países mencionados en primer
lugar.
La otra parte del mundo, la ampliamente mayoritaria, está inmersa en esa transformación decisiva
que es la transición demográfica, aunque en diversos estadios de la misma. La gran mayoría de los países de
este grupo muestran niveles descendentes de mortalidad y natalidad. Todos ellos son países menos
desarrollados o del Sur, calificados en las estadísticas de las Naciones unidas como países de nivel de renta
bajos o medio bajos. La mayoría de ellos están situados en Asia, África, América Latina y el Caribe; a su
vez, la mayoría de las poblaciones nacionales en esas regiones pertenecen a la categoría de las transicionales.
En todos los sentidos, incluyendo el demográfico, este segundo grupo es mucho más heterogéneo que el
anterior.
Las diferencias demográficas entre uno y otro grupo no se limitan a los niveles de mortalidad y
natalidad, sino que se extienden a las estructuras demográficas. A grandes rasgos, pueden describirse como
sigue (cuadro 3.4), añadiendo algunos rasgos no estrictamente demográficos:

Cuadro 3.4. Estructuras demográficas. Cuadro sinóptico de diferencias típicas

Poblaciones post-transicionales Poblaciones en transición


Lento crecimiento Rápido crecimiento
Baja fecundidad Alta o intermedia fecundidad
Baja mortalidad Mortalidad en descenso
Mortalidad infantil muy baja Mortalidad infantil aún elevada
Mortalidad maternal muy baja Mortalidad maternal aún elevada
Matrimonio tardío Matrimonio temprano
Elevada proporción de solteros Baja proporción de solteros
Alta divorcialidad Baja divorcialidad
Población envejecida Población joven
Tasa de dependencia en aumento Alta tasa de dependencia
Alto nivel de renta Bajo o medio-bajo nivel de renta
Baja proporción de la fuerza de trabajo en Elevada proporción de la fuerza de
agricultura trabajo en agricultura
Alto nivel de urbanización Bajo nivel de urbanización
Alta tasa de participación femenina en la Baja tasa de participación femenina en la

11
fuerza de trabajo fuerza de trabajo
Se trata de modelos arquetípicos, que consienten numerosas excepciones. Por ejemplo, en el caso de
las poblaciones transicionales, el rasgo de bajos niveles de urbanización no es aplicable a América Latina,
cuyos niveles de urbanización son comparables a los de las poblaciones post-transicionales. En el caso de las
estructuras demográficas de estas últimas habría que añadir como rasgos característicos la alta frecuencia de
cohabitación y las altas tasas de nacimientos extraconyugales. Pero hay muchas otras excepciones. Las
diferencias en las estructuras por edad y sexo se reflejan en las correspondientes pirámides de población.
Veamos más de cerca los rasgos y tendencias que caracterizan a uno y otro grupo. La razón de
comenzar por los que han completado la transición reside tanto en que ya han recorrido el camino que ahora
están recorriendo los segundos como en el hecho de que la experiencia histórica de aquéllos influye sobre la
de éstos.

3. Más allá de la transición demográfica: las poblaciones post-transicionales

Como ya se ha dicho, las poblaciones post-transicionales son las propias de los países del Norte,
caracterizados por altos niveles de renta y bienestar. La mayoría de ellos alcanzaron el cuarto y último
estadio de la transición en las décadas centrales del siglo XX. Sin embargo, tanto la mortalidad como la
natalidad siguen evolucionando sin cesar, y con ellas las formas de familia, las estructuras de hogar y los
patrones de convivencia. Y las consecuencias de esa evolución no son menores de las que tuvieron los
grandes cambios de la época de la transición. El estado estacionario que parecía constituir la estación
Terminus de la transición demográfica ha demostrado estar lleno de vida. Tampoco aquí se ha producido el
fin de la historia.
Sin desconocer algunas diferencias relevantes entre países a las que se aludirá más adelante, las
estructuras y tendencias demográficas de las poblaciones post-transicionales muestran una considerable
similitud básica.

Figura 3.3. Distribución por edades de la Población Mundial

Fuente: United Nations, World Population Prospects: The 2002 Revision (medium scenario), 2003.
(http://www.prb.org)
© 2003 Population Referente Bureau

Las características más destacadas son subsumibles en cinco rúbricas: lento crecimiento de la población,
cuando no estancamiento; baja mortalidad y elevada esperanza de vida; envejecimiento de la población; baja
fecundidad y débil nupcialidad; e inmigración del exterior. Conviene examinarlos sucesivamente. El último
rasgo será tratado transversalmente en el apartado dedicado a las migraciones internacionales.

1. Lento crecimiento de la población. Constituye el primer rasgo definitorio de las poblaciones de los
países más desarrollados. Es también el más sencillo y el que menos comentario merece, puesto que es el

12
mero resultado de los llamados componentes del cambio demográfico –natalidad, mortalidad y
migraciones–, con los que no puede competir en vastedad y profundidad de implicaciones. El crecimiento
vegetativo o natural va desde 0,5 % en Norteamérica y Australasia a -0,2 % en el conjunto de Europa. No
pocos países registran tasas negativas. Si en algunos de ellos crece la población, ello resulta
exclusivamente de la inmigración. No es de extrañar que el peso demográfico del Norte tienda
constantemente a disminuir en el conjunto, en contraste con su peso económico, político y militar.
2. Baja mortalidad. La baja mortalidad o, lo que es lo mismo, la elevada esperanza de vida, y la
consiguiente prolongación de la vida a edades avanzadas es el segundo rasgo característico de las
poblaciones de los países más desarrollados. Tres de cada cuatro hombres y nueve de cada diez mujeres
viven más de 65 años. Vista en perspectiva histórica, la longevidad masiva constituye una gran novedad.
Antes, llegar a la vejez era privilegio de una minoría robusta; ahora se ha generalizado. La muerte se está
convirtiendo en un asunto de viejos. Cada vez son más numerosos los miembros de las sociedades avanzadas
que se adentran en la terra incognita que supone la vida a edades muy avanzadas.
La explicación de esta longevidad generalizada reside ante todo en la eliminación casi total de las
muertes tempranas, gracias al control de las enfermedades transmisibles y, más en general, a la mejora
secular de la alimentación y las condiciones de vida y a los progresos de la medicina. A mediados del siglo
XX, los países más desarrollados habían superado el segundo estadio de la transición epidemiológica. Desde
entonces, la mayoría de los fallecimientos se produce por enfermedades, desórdenes o quebrantos derivados
del deterioro del organismo por el paso de los años, las llamada enfermedades degenerativas.
Las principales causas de muerte son, por este orden, las enfermedades del aparato circulatorio, los
tumores malignos y las enfermedades crónicas y respiratorias. Les sigue un conjunto de causas externas,
entre las que destacan los accidentes de automóvil. Por el contrario, las enfermedades infecciosas y
parasitarias, las muertes perinatales y neonatales y las relacionadas con la reproducción suponen una
proporción muy reducida de los fallecimientos.
En el último tercio del siglo XX se han registrados éxitos crecientes en la lucha para postergar la
aparición de las enfermedades degenerativas y retrasar su letalidad, en especial las cardiovasculares. Más
recientemente han empezado a registrarse significativas reducciones en la incidencia de algunos tipos de
cáncer, tanto por la acción preventiva –en especial la reducción del tabaquismo y las revisiones periódicas–
como por mejoras en los tratamientos. Todo ello está afectando especialmente a la mortalidad a edades
medias y avanzadas. Aunque otras enfermedades han cobrado mayor importancia relativa, las ganancias en
longevidad han sido constantes. En los cuarenta años transcurridos entre 1955 y 1995, la esperanza de vida
del conjunto de los países desarrollados ha pasado de 65 a 75 años, lo que supone una ganancia de un año
cada cuatro.
El mejor indicador de los niveles de mortalidad propios de una sociedad es la esperanza de vida al
nacer, que refleja en forma sintética las condiciones de salud de una población. Más precisamente, indica los
años que viviría una persona media que experimentase a lo largo de su vida las probabilidades de
supervivencia a las diferentes edades que tienen actualmente los componentes de esa población. Presenta la
doble ventaja de sintetizar esas condiciones en una sola cifra, expresada en una unidad tan fácil de
comprender como los años, y de ser inmune a las distorsiones que en otros indicadores introduce la
estructura por edad de la población.
En nuestros días, según datos de 2003, la esperanza de vida de la mayoría de los países desarrollados
está entre 70 y 80 años. Los niveles más altos se encuentran en Japón y Hong Kong, con 81 años, pero en el
grueso de los países más desarrollados la esperanza de vida supera los 77. Son notables las diferencias entre
mujeres y hombres: las primeras viven en promedio entre cinco y siete años más. La mortalidad infantil –los
fallecidos antes de cumplir el primer año– se ha reducido a una fracción infinitesimal de lo que fue en el
pasado: de 62 por mil en 1950 a menos de 7, y frecuentemente de 5, por mil. En algunos países se han
alcanzado niveles mínimos, que apenas admitirán reducciones ulteriores.
Aunque difíciles por las cotas alcanzadas, los progresos en la lucha contra la muerte han llevado a
algunos autores a sugerir la conveniencia de añadir un cuarto estadio al esquema de la transición
epidemiológica: la «era de las enfermedades degenerativas pospuestas» (Olshansky y Ault, 1986). En la
medida en que la lucha contra tales dolencias siga teniendo éxito, y no cabe sino augurarlo, la esperanza de
vida seguirá progresando, sobre todo a edades medias y avanzadas.
Ello suscita la pregunta de hasta dónde puede progresar la esperanza de vida.
Se discute si existe un límite biológico; y si, de haberlo, está cercano o lejano.
A la pregunta se ofrecen dos respuestas, representadas por otras tantas escuelas de pensamiento al
respecto. La primera, propuesta por la llamada «escuela de los límites naturales» y basada en nociones de
índole biológica y genética, sugiere que la esperanza de vida se está acercando a un techo biológico inherente

13
a la especie, cercano a los 85 años. Las especies tienen una duración de vida, genéticamente determinada,
relacionada con el aseguramiento de su reproducción, y no pueden ir mucho más allá. En consecuencia, el
aumento de la duración de la vida va inexorablemente acompañado de deterioro en la calidad de vida de los
mayores (Mertens, 1994).
La segunda respuesta procede de la denominada «escuela de la vida prolongada», defendida por
demógrafos y epidemiólogos, y sostiene que, de existir un límite, aún está lejano. Su relativo optimismo
encuentra base en el argumento de que la supervivencia no sólo depende de factores biológicos sino, además,
de otros en los que hay margen para progresar. Los más destacados son: comportamientos más seguros y
estilos de vida más sanos; mejor calidad del aire, del agua y, más ampliamente, del ambiente; y mayor y
mejor asistencia sanitaria. En consecuencia, la prolongación de la vida puede ir acompañada del
mantenimiento de una calidad de vida básica aceptable. Se puede llegar a edades muy avanzadas sin
experimentar grave deterioro y discapacidades severas. Contrariamente a lo que sostiene la posición
pesimista, la esperanza de vida sin discapacidad progresa paralelamente a la esperanza de vida (Mertens,
1994).
Como se ve, la cuestión no carece de implicaciones prácticas. La principal implicación tiene que ver
con los efectos de la longevidad sobre la calidad de vida de los mayores. Y la pregunta capital inquiere
acerca de si la prolongación de la vida va acompañada del alargamiento del tiempo vivido con una calidad de
vida suficiente o no. De ahí que se haya abierto camino la noción de «esperanza de vida con salud o sin
discapacidad», que tiene mucho que ver con conceptos tan relevantes como autosuficiencia, autonomía y
satisfacción con la vida. Las respuestas a los nuevos interrogantes suscitados por la generalización y
prolongación de la longevidad no son simples ni inequívocas. La experiencia de los dos o tres últimos
decenios proporciona argumentos sólidos tanto a la visión optimista como a la pesimista.
3. El envejecimiento de la población y sus implicaciones económicas y sociales. El naciente siglo XXI
ha recibido, entre otras etiquetas, la denominación de «el siglo del envejecimiento de la población». Ello
refleja tanto la importancia otorgada al envejecimiento –justamente, pues constituye uno de los procesos de
cambio social más influyentes y de más vastas repercusiones– como su rápido avance. De nuevo, se trata de
un proceso muy reciente y novedoso. Hasta hace muy poco, todas las sociedades humanas han sido
eminentemente jóvenes, por cuanto jóvenes eran la gran mayoría de sus componentes. Sólo en el curso del
siglo XX, y especialmente en su último tercio, algunas poblaciones, las post-transicionales, han empezado a
envejecer de forma significativa. Se puede pronosticar con seguridad que en el próximo futuro el
envejecimiento adquirirá en éstas proporciones masivas, y que el mundo en su conjunto se embarcará en un
proceso que globalmente se encuentra en sus estadios iniciales. Ello ocurrirá –ya está ocurriendo– a mayor
velocidad que en el pasado: lo que antes tardaba un siglo en producirse sucede ahora en veinte años. En todo
caso, sea cual sea la evolución futura, en las sociedades del metafórico Norte la estructura por edades de la
población ya ha experimentado una drástica e irreversible transformación.
Por envejecimiento de la población se entiende el aumento de la proporción que los mayores
suponen del total de la población. En las poblaciones post-transicionales, esta proporción está en torno al
15%, acercándose al 20 en Italia, Grecia y Japón. También supone, obviamente, la elevación de la edad
media de la población. Por ejemplo, en Europa la edad mediana era 31 años en 1950, subió a 38 en 2000 y se
calcula que alcanzará los 43 en 2025. También envejece la población activa, al aumentar el peso de la
fracción 45-65 en el conjunto. Finalmente, envejece la propia población mayor: los mayores de 75 suponen
una creciente proporción dentro de ellas, y lo mismo ocurre con los mayores de 85.
En las sociedades post-transicionales, el envejecimiento conocerá una fuerte aceleración en el curso
del primer tercio del siglo XXI, a medida que las generaciones abultadas nacidas en los años del baby-boom
alcancen la edad de jubilación. Antes de mediados del siglo XXI, uno de cada tres habitantes formará parte
del segmento que denominamos los mayores.
La determinación de la edad que se utiliza como umbral para la medición del envejecimiento es
convencional. Se trata de una construcción social, no de una determinación biológica. La edad más
frecuentemente adoptada son los 65 años, por ser la edad de jubilación legal en numerosos países. El uso de
una sola línea divisoria cada vez parece menos adecuado, porque el segmento de los mayores es más amplio,
prolongado y heterogéneo. Se hace necesaria una mayor desagregación: por lo menos una que distinga a los
que podemos considerar los «mayores jóvenes» –por ejemplo, los que tienen entre 65 y 80 años, de los
«mayores viejos»–, los que han superado esta edad (Mertens, 1994). La noción de la «tercera edad» es cada
vez más insuficiente para capturar la complejidad de esa estación de la vida. Por otra parte, las mejoras
generalizadas en el estado de salud determinan que la edad de 65 años cada vez se corresponda menos con la
de ingreso en la vejez biológica.

14
En nuestros días, el envejecimiento de la población resulta tanto del descenso de la natalidad como
del de la mortalidad. El primero estrecha los escalones inferiores de la pirámide; el segundo engrosa los
superiores. Hasta hace poco el primordial era el primero, el envejecimiento por abajo, pero cada vez es más
importante el envejecimiento por arriba. Y dado que no son previsibles cambios sustanciales en estos
poderosos motores, la tendencia al envejecimiento puede considerarse casi irreversible.
Puede decirse que cada uno de estos factores causales confiere una naturaleza o alma al
envejecimiento, y de cada una deriva un conjunto de implicaciones. La primera, consustancial a la propia
definición de envejecimiento de la población como aumento de la proporción que suponen los mayores, es de
naturaleza estadística y proporcional. Resulta sobre todo de una natalidad desfalleciente, aunque también esté
contribuyendo a ella el descenso de la mortalidad. Afecta sobre todo a las relaciones intergeneracionales, al
entrañar cambios en los pesos tradicionales de las generaciones. En su virtud, eleva la tasa de dependencia de
los mayores y correlativamente disminuye la de los menores, generalmente menos costosa.
La mayor implicación de este cambio, y la que más atención atrae, es la que tiene sobre la
financiación de las pensiones. Resulta de la disminución del ratio entre ocupados y jubilados, o entre
cotizantes y pensionistas, que a su vez deriva de la cambiante proporción entre el número de personas en
edad de trabajar y el de las que han superado la edad de jubilación. Ese ratio, que antaño era de cuatro o
cinco a uno, lleva camino de reducirse a la mitad en fechas tan cercanas como 2025 ó 2030. En virtud de ese
cambio se viene pronosticando desde hace años la imposibilidad de financiar las pensiones a los niveles
actuales, cuando no la insolvencia de los sistemas de bienestar. Ciertamente, el coste de pensiones, calculado
como el esfuerzo fiscal necesario para financiarlo (Bongaarts 2004), ha crecido fuertemente en los últimos
decenios. En los sistemas de financiación de las pensiones conocidos como sistemas de reparto, en los que
los actuales activos pagan las pensiones de los actuales jubilados, el dilema se establece entre cuotas más
elevadas o pensiones recortadas, generalmente modificando los criterios de cálculo de las mismas; o una
combinación de ambas.
Las apelaciones, a veces interesadas, a cambiar el sistema de financiación –del de reparto al de
capitalización– chocan con dificultades, en especial los costes añadidos que de ello se derivarían para los
actuales cotizantes, sobre los que recaería una doble carga. En algunos países se están ensayando fórmulas
híbridas. Teóricamente, la ecuación podría resolverse, o atenuarse su desequilibrio, a través de la reducción
del desempleo, de la elevación de la edad de jubilación efectiva, del aumento de las tasas de participación en
la fuerza de trabajo de algunos grupos –los jóvenes, las mujeres y los trabajadores de más edad– y del
concurso de la inmigración; en suma, aumentando el tamaño de la población ocupada y el número de
cotizantes y, en el caso de la edad de jubilación, reduciendo a la vez el de preceptores. Por otro lado, las
continuadas ganancias en productividad de los trabajadores deberían disminuir el peso relativo de la carga.
Pero en la realidad es improbable que estas opciones resuelvan por sí solas los dilemas derivados del impacto
de las tendencias demográficas sobre la financiación de las pensiones.
Esta poderosa implicación es sin duda la que más atención atrae, pero no es la única. Otras derivan la
segunda alma del envejecimiento, ésta de naturaleza absoluta y biológica. Se trata de las consecuencias del
aumento del volumen de la población anciana, resultante de la inusitada prolongación de la vida que se ha
producido durante los últimos decenios. Los cambios en la mortalidad de los ancianos suponen un fuerte
aumento de las necesidades sanitarias y sociales, que tienen implicaciones importantes sobre el sistema
sanitario y la seguridad social, en costes, en personal y en organización social. Estas implicaciones están
deviniendo una importante cuestión en el terreno de las políticas sociales. Los costes sanitarios, incluyendo
los farmacéuticos, de los mayores, son varias veces superiores a los del resto de la población; y se
incrementan especialmente cuando se acerca la muerte, en los dos últimos años de la vida. Sufragar este
gasto será cada vez más difícil, a medida que progrese el envejecimiento, máxime si se tiene en cuenta que
aumenta más deprisa que el producto de la economía y que los precios sanitarios crecen más que el índice de
precios al consumo. Los tratamientos cada vez son más costosos, y cada vez se aplican a más pacientes. Por
ello, los gobiernos estudian, cuando no aplican, esquemas de participación directa de los pacientes en el pago
de los servicios recibidos, a pesar de la impopularidad de tales fórmulas. Además del gasto público, también
se incrementa el que recae sobre las familias, tanto por el pago de residencias privadas como por la gravosa
prestación de cuidados informales que frecuentemente suponen un elevado stress y cuantiosos sacrificios. En
esta perspectiva, la tendencia a reducción del tamaño de las familias se compadece mal con la tendencia al
aumento de la duración de la vida.
En suma, las implicaciones y consecuencias del envejecimiento para los sistemas sanitarios y de
protección social son formidables. Más ampliamente, requerirán grandes adaptaciones sociales. Las
consecuencias serán especialmente devastadoras en países, como los del Este de Europa, que combinan una
natalidad extremadamente baja con graves limitaciones en los recursos disponibles para la protección social.

15
4. Baja fecundidad y débil nupcialidad. El segundo rasgo determinante, junto con la baja mortalidad, de
las poblaciones post-transicionales es una fecundidad muy baja, persistentemente por debajo del nivel de
reemplazo de 2,1 hijos por mujer. En el conjunto de Europa, la fecundidad no supera las dos terceras partes
de ese nivel. Eso quiere decir que, de mantenerse, y sin contar con el efecto de la inmigración, en el medio
plazo cada generación sería un tercio menor que la de sus progenitores. Y conviene añadir que el potencial
de la inmigración para paliar ese déficit es muy limitado, salvo que el volumen de los flujos fuera muy
superior al de los actuales. En algunos países la fecundidad apenas supera la mitad del nivel de reemplazo.
La fecundidad extremadamente baja es especialmente característica del continente europeo, alcanzando los
niveles más exiguos en sus flancos sur y este.
A estos bajos niveles se ha llegado en el curso de lo que puede denominarse segundo declive de la
fecundidad, el que se inició en los países pioneros tras los años del baby-boom, a finales de la década de
1960. En la Europa del Sur este declive comenzó aproximadamente un decenio más tarde, al igual que había
ocurrido con el baby-boom. En Europa occidental la baja fecundidad parece estabilizada, registrando leves
fluctuaciones. Por el contrario, en el Este de Europa el declive se ha intensificado tras la caída de los
regímenes comunistas.
Estos niveles de fecundidad son difícilmente sostenibles en el medio plazo. No sólo abocan a las
poblaciones que los experimentan a su eventual contracción, sino que resultan en rápido envejecimiento e
introducen profundas alteraciones en la estructura por edades.
Una parte del descenso se explica por el retraso en la edad a la maternidad, lo que está produciendo
un efecto calendario. Como este retraso no puede prolongarse indefinidamente, cabe pensar que la eventual
cancelación del efecto calendario deparará niveles algo más elevados de fecundidad, aunque seguramente
alejados del nivel de reemplazo.
Desde el punto de vista del tamaño de la familia, el descenso ha resultado de la fuerte disminución de
los hijos de rango tres y superior, y del aumento de la proporción de familias y mujeres sin hijos. El rango
más frecuente sigue siendo dos, pero ha aumentado mucho la proporción de las mujeres que sólo tienen uno
o ninguno y se ha reducido la de las que tiene tres o más. Este punto de vista puede ayudar a comprender las
complejas razones que subyacen a la baja fecundidad persistente.

Explicaciones de la baja fecundidad

Las principales son de índole económica y sociológica. La económica aplica un marco coste-
beneficio a la reproducción humana. Las decisiones en materia reproductiva son fruto de un cálculo de costes
y beneficios. Si el coste de los hijos, en relación con otros bienes, aumenta, disminuye la cantidad adquirida.
La baja fecundidad contemporánea es consecuencia de cambios en los modos de vida que aumentan
el coste de los hijos, y el coste oportunidad para los padres –esto es, lo que se deja de ganar por no hacer algo
distinto–, y disminuyen sus beneficios. La baja natalidad se explica sencillamente por el hecho de que los
costes de los hijos han crecido más que los beneficios que aportan. Muy importante es el coste oportunidad
que supone el tiempo que requiere su crianza. Ese coste, que recae generalmente sobre las madres, ha
aumentado fuertemente a medida que las mujeres alcanzaban niveles educativos más elevados y se
incorporaban al mercado de trabajo. Al contrario de lo que ocurría en el pasado, en las sociedades más
desarrolladas criar hijos resulta cada vez más caro, mientras los beneficios que suponen han quedado
prácticamente reducidos al plano afectivo. La importancia de este tipo de beneficio no ha disminuido, tal vez
al contrario, pero para conseguirlo no hace falta tener muchos hijos. En el lenguaje de la economía puede
decirse que el equilibrio entre costes y beneficios se alcanza a un nivel mucho más bajo de fecundidad
(Becker, 1981).
La teoría económica de la fecundidad ha recibido numerosas críticas, tanto por su parcialidad y
simplicidad como por la dificultad y artificiosidad de aplicar una lógica mercantil a un asunto tan complejo y
multifacético como la reproducción. Tratar a los hijos como un bien de consumo entre otros supone forzar
mucho la analogía. Ello no obstante, el paradigma no carece de sentido y utilidad. Los costes y beneficios
derivados de tener y criar hijos son cualquier cosa menos irrelevantes.
Y contribuyen a generar un cierto conflicto entre la lógica colectiva y la individual, entre las
necesidades sociales en materia de fecundidad y las posibilidades y conveniencias individuales de las que su
realización depende.
Una explicación diferente, pero complementaria, es la que se propone desde la perspectiva socio-
cultural. La baja fecundidad contemporánea –y, como se verá otros importantes cambios conexos en el
terreno de las estructuras familiares y las formas de convivencia– es resultado de un profundo cambio

16
cultural que ha modificado las orientaciones, preferencias y actitudes de los individuos y, tras ello, los
valores colectivos dominantes y las normas sociales. Esa profunda mutación, iniciada en algunas sociedades
occidentales a finales del siglo XIX ha corrido paralela al proceso de secularización (Lestaeghe, 1983); y ha
conocido un fuerte impulso en los tres últimos decenios del siglo XX, íntimamente asociado al otro pilar del
cambio cultural, el desarrollo del individualismo secular. La combinación de ambos ha supuesto el
progresivo desarrollo de la autonomía normativa, que implica que es el propio individuo, y no instancias
externas, quien decide qué es o no bueno y conveniente; y que lo hace buscando su desarrollo personal o
autorrealización y orientado al disfrute de los derechos y posibilidades que se le ofrecen. El declive de la
fecundidad se explica en gran medida por el desarrollo de la autonomía normativa, que sigue a una
progresiva atenuación de los controles sociales, va acompañado de la pérdida de peso económico y social de
la familia y resulta en la extensión de comportamientos antes considerados como no-conformistas. A la
erosión de los controles normativos tradicionales ha contribuido decisivamente el impacto sobre los modos,
estilos de vida y entornos de procesos de cambio social tan influyentes como la urbanización y la
industrialización. Ello ha contribuido a hacer aceptables la cohabitación, la fecundidad extramarital,
comportamientos sexuales no-conformistas, el aborto y la eutanasia (Preston, 1986).
Finalmente, no puede dejarse de mencionar, complementariamente a las que anteceden, una
explicación instrumental: las grandes mejoras en tecnología anticonceptiva que se producen desde principios
de los años sesenta, especialmente tras la comercialización de los anticonceptivos hormonales, han hecho
mucho más fácil que antaño el control de la fecundidad.

Actividad femenina y cambio demográfico

Un determinante de primer orden en el descenso de la fecundidad, cuya continuación a su vez se ha


visto facilitada por éste, es el fuerte aumento de la participación femenina en la fuerza de trabajo que se ha
registrado en los últimos decenios en las sociedades más desarrolladas. Es a la vez causa y consecuencia de
los grandes cambios culturales que han corrido paralelos a las transformaciones demográficas, y es factor
decisivo en la elevación del coste oportunidad de las mujeres. Merece, por todo ello, mención especial.
Las tasas de actividad femenina han registrado notables aumentos desde finales de la década de los
sesenta. En no pocos países se han duplicado. En Norteamérica y los países nórdicos, las tasas de
participación femenina en la fuerza de trabajo son similares a las de los hombres. En otros países europeos
aún tienen margen para crecer; y son más bajas en la Europa del sur, excluyendo a Portugal. El grueso del
incremento se ha debido al fuerte aumento en la participación del grupo de edad 25-44. La gran diferencia
con el pasado es que en nuestros días el matrimonio, o la entrada en una unión estable, y la maternidad no
conllevan el abandono de la actividad, entendida como actividad remunerada fuera del hogar. En
consecuencia, la mayor parte de las madres de familia, al menos las que tienen menos de tres hijos, siguen
trabajando. Ha cambiado la curva de actividad por edad.
El aumento de la actividad femenina es resultado de los grandes avances en la educación de las
mujeres, del cambio de valores, del creciente igualitarismo en el plano de las relaciones interpersonales, de
cambiantes expectativas y de aspiraciones de mayor autonomía. Es requisito para igualdad y protección ante
divorcio y frente a desempleo del marido. En muchos países ha sido muy importante el aumento del empleo
a tiempo parcial: para muchas mujeres ha constituido una fórmula de compromiso entre la carrera
profesional y la vida familiar.
En el largo plazo, no cabe duda de que la extensión de la actividad femenina ha estado estrechamente
asociada al descenso de la fecundidad, en una relación de causalidad bidireccional. En nuestros días, esa
relación es más compleja e incierta. Baste recordar que, entre los países desarrollados, los que exhiben las
más elevadas tasas de actividad femenina –como Estados Unidos y los escandinavos– son también, en
general, los que tienen más alta fecundidad. Lo contrario ocurre en Italia y España, donde tanto las tasas de
actividad como las de fecundidad son bajas. Por eso el impacto de la actividad sobre la fecundidad es difícil
de determinar, excepto que aquélla es infrecuente en el caso de mujeres con tres o más hijos. En cada país
tienen más hijos las inactivas, y menos las activas desempleadas, pero entre países parece haber una relación
positiva entre tasa de actividad y fecundidad, seguramente mediada por tasa de ocupación.
El conjunto de cambios económicos, sociales y culturales que están en la raíz de la baja fecundidad
contemporánea también han contribuido decisivamente a otros cambios muy relacionados con ésta, en la
formación y disolución de hogares, en las estructuras familiares, los tipos de hogares y las formas de
convivencia. Junto con el segundo declive de la fecundidad, cambios tales como el retraso en la edad al

17
matrimonio y las tendencias al aumento de la cohabitación, de la fecundidad extramarital y de la disolución
de uniones han sido sintetizados en la expresión «segunda transición demográfica» (Van de Kaa, 1987).

La segunda transición demográfica

El término es analógico, y no debe tomarse al pie de la letra. Más que de una transición en sentido
estricto se trata de un conjunto de cambios y tendencias interrelacionados en el terreno de la fecundidad y las
pautas de convivencia que están ocurriendo una vez concluida la transición demográfica por antonomasia.
El primero de ellos es un fuerte declive de la nupcialidad, perceptible desde la década de los sesenta.
Las causas directas de la disminución del número de matrimonios residen en la elevación de la edad al
matrimonio y en el aumento del número de los que nunca lo contraen, lo que se traduce en una mayor
proporción de solteros. A su vez, el retraso de la edad al matrimonio se explica por el fuerte aumento de la
cohabitación y, más en general, por un «síndrome de retraso» generalizado, especialmente acusado en el sur
de Europa, que supone una mayor tardanza en recorrer los sucesivos estadios del ciclo de vida: en la
emancipación o salida del hogar paterno, la entrada en la fuerza de trabajo, la entrada en una unión estable, la
reproducción, y, más ampliamente, la adopción de decisiones trascendentes.
Paralela a ese declive corre una fuerte alza en la cohabitación o, si se prefiere, en la formación de
uniones consensuales. Aunque difícil de medir, la tendencia es especialmente fuerte desde mediados de los
años ochenta. Las uniones consensuales son muy frecuentes, especialmente entre los jóvenes, en el norte de
Europa y en Norteamérica, y menos, aunque en aumento, en el sur de Europa. En algunos países, la mayor
parte de los matrimonios han ido precedidos de cohabitación. Muchas uniones consensuales desembocan en
el matrimonio, pero a edades más tardías que en el pasado; y cada vez es mayor la proporción de las que no
lo hacen. Las uniones consensuales constituyen una faceta tan frecuente del paisaje social de la mayor parte
de las sociedades avanzadas que muchos países se han sentido en la necesidad de regularlo legalmente.
Una consecuencia de la cohabitación, y a la vez otro rasgo característico de las poblaciones post-
transicionales, es un fuerte aumento en los nacimientos extraconyugales o de parejas no casadas,
especialmente desde mediados de los años setenta. De una proporción inferior al 10 % se ha pasado a otra
varias veces superior. En algunos países, uno de cada dos nacimientos tiene lugar fuera del matrimonio, y
otros se acercan a esas proporciones. Junto con el aumento de la cohabitación, y al igual que para ésta, ha
sido decisivo el cambio cultural: antes los hijos nacidos fuera del matrimonio eran denominados ilegítimos,
incluso legalmente, y ahora no padecen estima alguno.
Otra de las tendencias agrupadas en la noción de segunda transición demográfica es el aumento de la
divorcialidad o, más ampliamente, de la disolución de uniones. El inicio de esta tendencia puede fecharse en
los inicios de la década de los sesenta. Hasta entonces, en los países donde estaba legalmente reconocido el
divorcio, alrededor de uno de cada diez matrimonios terminaba en él. Desde entonces, la frecuencia se ha
duplicado o triplicado. Por lo que hace a las uniones consensuales, el cálculo de la frecuencia de disoluciones
es más difícil, por razones de opacidad estadística, pero cabe sospechar que sea superior a la matrimonial.
Alguien ha calculado que la frecuencia es entre dos y cinco veces mayor que la conyugal (Comunidad
Europea, 1994 y 1995).
La primera y más simple explicación de la creciente divorcialidad reside en los cambios legislativos
que han hecho más fácil el divorcio. Antes las legislaciones estipulaban unas cuantas causas de divorcio,
como el adulterio o la crueldad mental, y éste sólo se admitía si se probaba que se había producido uno de los
supuestos tasados. En nuestros días, la mayor parte de los divorcios se producen por mutuo acuerdo, no se
requiere que haya un culpable y tiende a reducirse al mínimo la intervención judicial. Ello refleja una
transformación decisiva: el divorcio es un asunto privado que sólo compete a los cónyuges, aunque produzca
consecuencias públicas. Estos son libres de decidir, como son libres de organizar sus vidas como mejor les
convenga. Las formas de convivencia, incluido el matrimonio, se inscriben en la esfera privada, y la
intervención de los poderes públicos en ésta es crecientemente vista como una interferencia indebida. Los
cambios legislativos no han hecho sino sancionar los cambios operados en las costumbres y los valores.
Estos últimos han sido decisivos: el profundo cambio acaecido en el status de las mujeres y en las relaciones
entre hombres y mujeres, el creciente igualitarismo en las relaciones familiares, el desarrollo de
orientaciones personales hacia la autorrealización han contribuido a cambiar el significado del matrimonio.
Como decisivo ha sido el aumento de la autonomía de las mujeres, hecho posible entre otras razones por su
masiva incorporación al trabajo.
El descenso de la fecundidad, la mayor longevidad, el diferencial de mortalidad entre mujeres y
hombres y la mayor frecuencia en la disolución de uniones han resultado en una fuerte reducción del tamaño

18
medio de los hogares –actualmente inferior a tres en la Unión Europa antes de la última ampliación–y en el
aumento de su número. Y se asiste a una creciente diversidad en los tipos y formas de hogares. La mayoría
siguen siendo familiares, pero la proporción de hogares no familiares es considerable y va en aumento.
Dentro de los primeros, la gran mayoría son unifamiliares, y más de la mitad de ellos están formados por una
familia con hijos. Pero aumentan las proporciones de hogares familiares sin hijos y, más importante por sus
posibles implicaciones sociales, los monoparentales con hijos, encabezados mayoritariamente por mujeres.
También crece la proporción de «hogares reconstituidos», formados por personas que proceden de
matrimonios anteriores disueltos y que frecuentemente aportan hijos anteriores al nuevo hogar. Entre los
hogares no familiares, la tendencia más relevante es el fuerte aumento de hogares unipersonales. En algún
país ya representan un tercio del total. Una alta proporción de ellos está constituido por viudas. La diversidad
descrita es igualmente predicable, mutatis mutandis, de las formas de familia.
Todos estos cambios apuntan a lo que Georges Tapinos sintetizó como «un nuevo modelo familiar, o
incluso un nuevo régimen demográfico, caracterizado por el control de la fecundidad, que resulta ahora de
las decisiones personales, una modificación del ciclo de vida de las parejas, marcado a la vez por el
alargamiento de la duración de la vida en común sin hijos, el alargamiento –para las mujeres– de la vida sin
cónyuge, y una transformación de la relación entre las generaciones» (Tapinos, 1996). Como consecuencia
de ello, las biografías o trayectorias personales se han hecho mucho más diversas que en el pasado: en
nuestros días es mucho más probable pasar a lo largo de la vida por un mayor número de uniones,
posiblemente de distinto tipo –consensuales, matrimoniales o reconstituidas–.

Diferencias entre las poblaciones post-transicionales

Entre ellas existen similitudes suficientes como para agruparlas y tratarlas como una categoría
relativamente homogénea. Las generalizaciones y la caracterización que anteceden son básicamente
aplicables a todas ellas, con los necesarios matices. Pero existen algunas diferencias relevantes. En el terreno
de la fecundidad, algunos países tienen tasas próximas al nivel de reemplazo, mientras las de otros están muy
por debajo del mismo. Entre los primeros destacan sobre todo Estados Unidos y Francia; la mayor parte de
los segundos se encuentra en Europa meridional y oriental. En áreas próximas a la fecundidad, se observan
acusadas diferencias en nupcialidad y, en general, en todas las facetas que tienen que ver con el status de las
mujeres entre los países occidentales, por un lado, y Japón y los otros asiáticos, por otro.
Dentro de Europa, se observan diferencias importantes entre la Europa occidental y la oriental. La
más llamativa y relevante es la observable en el terreno de la mortalidad. Las diferencias en esperanza de
vida llegan a ser de hasta diez años. En tiempos recientes, y no tan recientes, en algunos países de la región
se ha registrado un gravísimo retroceso, sin precedentes en tiempos de paz, aparte de los causados por el
SIDA. Rusia (65 años de esperanza de vida), Ucrania (68) y otras repúblicas ex soviéticas pierden terreno
desde los años sesenta: entonces su esperanza de vida era similar a la de Japón; hoy es inferior en 16 años,
habiendo sido claramente superada por la de China (Anderson, 1997). Recorrieron satisfactoriamente el
segundo tramo de la transición epidemiológica, el de la lucha contra las enfermedades infecciosas, pero se
estancaron en el inicio de la tercera, habiendo conocido agudas crisis de mortalidad. Otras diferencias que
distinguen al Este respecto del Oeste de Europa, tomados en conjunto, son la más temprana edad al
matrimonio, el más limitado acceso a medios de anticoncepción, la muy superior frecuencia de abortos y el
signo migratorio.
Finalmente, dentro de Europa occidental, llama la atención la generalmente más baja fecundidad de
la Europa del sur, pese a que los otros indicadores de los cambios asociados con la segunda transición
demográfica registren menor intensidad.
5. Inmigración internacional. Es otro de los rasgos característicos de las poblaciones post-
transicionales. Todas ellas son receptoras netas de inmigración internacional Por lo general, constituye el
principal factor del crecimiento de la población, pero otros efectos demográficos tienden a ser limitados.
Mucho más relevantes son los impactos económicos, sociales y políticos de la inmigración. Será tratada más
adelante.

4. La transición demográfica en los países menos desarrollados

A mediados del siglo XX, cuando la transición demográfica se estaba completando en los países del
Norte, había general acuerdo en que transcurrirá mucho tiempo antes de que se extendiera a los del Sur,

19
porque para ello era necesario que se produjera el desarrollo económico, y éste no parecía cercano. Hasta
entonces, persistían en la mayor parte del mundo estructuras demográficas pre-transicionales, presididas por
elevadas tasas de mortalidad y natalidad, y los indicios de cambio eran escasos, fuera de algunas excepciones
aisladas. Seguramente nadie sospechaba que se estaba en el umbral del cambio, de uno de los cambios más
trascendentales que ha conocido la humanidad en toda su historia: uno que, entre otras muchas
consecuencias, ha multiplicado por más de tres el número de los humanos en menos de medio siglo.
Sin embargo, el cambio ocurrió, y fue tan inesperado como vigoroso; y mucho más abrupto y rápido
que el que había tenido lugar en los países más desarrollados. En su virtud, en los albores del siglo XXI, la
práctica totalidad de los países menos desarrollados se encuentran embarcados de lleno en la transición
demográfica; algunos incluso la han completado, o están muy cerca de su culminación.
El primer y principal resultado ha sido el fenomenal crecimiento examinado más arriba, lo que
popularmente se conoció como «la explosión demográfica». Este crecimiento está en curso de
desaceleración, hasta el punto de que algunas voces se han precipitado a hablar, no sin hipérbole, de
implosión demográfica, por contraste con la anterior explosión (Eberstadt, 2001). Sin embargo, el potencial
de crecimiento está lejos de haberse agotado: aún se plasma en cuantiosas adiciones anuales a la población
mundial. De hecho, del ritmo al que se desarrolle la transición demográfica en los próximos decenios
dependerá en considerable medida el futuro del mundo.
Este crecimiento sin precedentes ha resultado de la mutación operada en uno sólo de los
componentes del cambio demográfico: la mortalidad. Aunque la natalidad pudo aumentar ligeramente al
comienzo de esta transición, en el conjunto del período, y especialmente desde la década de los setenta, se ha
reducido sustancialmente. Por lo que hace al tercer componente del cambio demográfico, las migraciones,
apenas han influido en el crecimiento; y en la escasísima medida en que lo han hecho ha sido para aligerarlo
levemente vía emigración.

EL DESCENSO DE LA MORTALIDAD EN EL MUNDO EN DESARROLLO

Hasta mediados del siglo XX, el descenso de la mortalidad estuvo limitado a los países del Norte,
creándose por ello grandes disparidades internacionales. No se extendió a los del Sur hasta bien entrada la
década de 1940, pero desde entonces lo ha hecho en forma acelerada. El factor determinante fue la
importación de vacunas, antibióticos, insecticidas y medidas de higiene pública que en los países del Norte
habían tardado decenios en desarrollarse. Todo ello resultó en un rápido retroceso de las enfermedades
infecciosas y parasitarias.
Desde entonces, el progreso ha sido continuo. La esperanza de vida del conjunto del mundo en
desarrollo ha experimentado un progreso espectacular en la segunda mitad del siglo XX, pasando de 43 a 64
años, una ganancia de 21 en tan sólo 50. En ese tiempo se ha reducido considerablemente la distancia que en
este terreno le separaba del mundo más desarrollado. Al tiempo, ha aumentado la disparidad dentro del Sur.
Decisiva ha sido la reducción de mortalidad infantil y juvenil: en el conjunto de los países menos
desarrollados, mientras en 1950 tres de cada diez nacidos no llegaban a cumplir los cinco años, ahora sólo
muere uno antes de esa edad. Pero la mortalidad se ha reducido a todas las edades. Incluso los más
desfavorecidos tienen indicadores de mortalidad no muy alejados de los que los países más avanzados tenían
hace un siglo, al menos si excluimos los más afectados por la epidemia de SIDA.
A comienzos del siglo XXI, la esperanza de vida supera los 60 años en la mayoría de los países del
Sur, y en muchos de ellos los 70; en algunos no se distingue de las alcanzadas por los países del Norte. El
grueso de ellos se encuentra en la segunda fase de la transición epidemiológica, la del retroceso de las
enfermedades epidémicas, pero algunos ya la han superado, mientras otros apenas la han alcanzado o
experimental grandes dificultades para progresar dentro de ella. En el conjunto de este heterogéneo grupo,
las enfermedades infecciosas y parasitarias, aunque en retroceso, siguen constituyendo claramente la primera
causa de muerte. Sumadas a las perinatales y las maternales, dan cuenta aproximadamente de la mitad de las
muertes, mientras las degenerativas suponen entre un cuarto y un tercio del total. Desde este punto de vista,
la elevada esperanza de vida alcanzada por un número muy considerable de países en desarrollo se explica
porque han dominado el grueso de las enfermedades transmisibles y aún no han alcanzado los niveles de
incidencia de las cardiovasculares y los tumores malignos de los países del Norte.
Las desigualdades ante la muerte llegan a ser abismales, incluso dentro de una misma región, como
las que separan la esperanza de vida de Costa Rica (79 años) y Haití (51), Sri Lanka (72) y Bangladesh (59),
o Cabo Verde (69) y Costa de Marfil (43) y Sierra Leona (43). Por grandes regiones, América Latina (71) y
Asia (67) se caracterizan por niveles elevados de longevidad, no obstante algunas excepciones; en África

20
(52), en general, son más bajos, y no sólo porque extensas zonas se vean gravísimamente golpeadas por la
pandemia de SIDA. En ellas se encuentran los países con más alta mortalidad del planeta, tales como
Zambia, Angola, Rwanda, Malawi, Zimbabwe, Botswana o Mozambique. En algunos de ellos, la esperanza
de vida ha descendido por debajo de los 40 años.
La lucha contra las enfermedades transmisibles se está revelando difícil en amplias zonas de África
y, en menor medida, Asia. Las más importantes son la malaria, la tuberculosis, las diarreas, las paperas y,
cada vez más, el SIDA. Pero muchas otras también causan la muerte o graves quebrantos al organismo. La
explicación de su elevada prevalencia se encuentra ante todo en la persistencia de malas condiciones de vida
y en las deficiencias de los sistemas sanitarios, sin soslayar el impacto de los conflictos armados. Entre los
principales factores estructurales responsables se cuentan la malnutrición, que afecta a una quinta parte de la
población mundial; el limitado acceso a agua potable y apta para la higiene personal; el limitado acceso a
servicios de salud y la insuficiente inmunización, especialmente infantil. Aunque no todas, la mayor parte de
las muertes causadas serían evitables –por inmunización, purificación de las aguas, comportamientos seguros
e higiene personal–, o curables con los tratamientos adecuados (Olshansky et al. 1997).
A la persistencia de enfermedades clásicas se añade la aparición de nuevas, lo que pone de
manifiesto el dinamismo de la vida microbiológica. En el último cuarto de siglo se está produciendo una
auténtica resurgencia de las enfermedades infecciosas y parasitarias, habiéndose registrado una treintena de
enfermedades nuevas o de cepas modificadas. La más devastadora de ellas, pero ni muchos menos la única,
es la pandemia de SIDA, pero también merecen mención el virus del Ébola, la legionella, nuevas formas de
hepatitis, meningitis y tuberculosis y, más recientemente, el SARS. Algunas de las nuevas cepas son
resistentes a los fármacos. Todo ello ha resultado, en algunos países, en retrocesos de la esperanza de vida.
La transición epidemiológica se está revelando menos lineal de lo que inicialmente se pensó.
Entre las causas de la resurgencia se citan la urbanización acelerada; el contacto con microbios que
sólo afectaban a plantas y animales por la creciente presencia humana en zonas remotas; la extensión de los
hábitats de mosquitos y otros artrópodos vectores por el cambio climático, el efecto difusor que supone el
turismo y la acrecentada circulación de personas y la creación de cepas resistentes a antibióticos y pesticidas
por nuevas prácticas agrícolas y médicas; todo ello facilitado por las crisis experimentadas por los sistemas
sanitarios en varios países, a su vez sometidos a fuerte stress por el impacto de algunas de las nuevas
enfermedades (Olshansky et al. 1997).

Figura 3.4. Las desigualdades ante la muerte

Fuente: Pison, G. (2003): Population et Sociétés, Nº 392


Elaboración: J. Romero

21
EL DESCENSO DE LA FECUNDIDAD EN LOS PAÍSES EN DESARROLLO Y EL DEBATE
INTERNACIONAL SOBRE EL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN Y EL DESARROLLO

Si el descenso de la mortalidad en los países menos desarrollados constituyó una sorpresa, más aún
lo fue el de la fecundidad. Y fue saludada con alborozo, por cuanto vino a disipar gradualmente el acendrado
pesimismo, incluso los temores apocalípticos, con los que durante el tercer cuarto del siglo XX, en buena
parte del mundo, se vivió el rápido crecimiento de la población que se había iniciado tras la segunda guerra
mundial. En ese lapso de tiempo el ritmo de crecimiento de la población mundial se había ido acelerando
hasta superar, a comienzos de los años setenta, la tasa de 2% anual. Como se ha dicho, una población que
crece a esa tasa se duplica cada 35 años; y ya se ha aludido a las consecuencias insoportables que hubiera
deparado en no muy largo plazo. Había conciencia de que se trataba de una dinámica insostenible, pero no se
sabía cómo detenerla. Ello dio lugar a un sostenido e intenso debate en la comunidad internacional.
El rápido crecimiento de la población empezó a ser claramente perceptible en la década de los
cincuenta. El abrupto descenso de la mortalidad no iba acompañado de descenso alguno de la natalidad,
corroborando las enseñanzas de la teoría de la Transición Demográfica. Pronto empezaron a expresarse los
temores a la sobrepoblación, y comenzó a hablarse de una explosión demográfica. El conocido ecologista
Paul Erlich acuñaría, en un famoso e influyente libro en el que llegaba a preconizarse la coerción para
conseguir el descenso de lo fecundidad, la expresión «la bomba de la población» (Erhlich, 1968).
La alarma es tanto más aguda cuanto que no se perciben soluciones. No cabe esperar al desarrollo,
porque ello llevaría décadas. La ausencia de desarrollo y el obstáculo al mismo generado por el rápido
crecimiento de la población forman un formidable círculo vicioso. La otra solución propuesta, que adopta la
denominación tranquilizadora de planificación familiar, no parece viable, puesto que en las sociedades
agrícolas del Sur no se ha producido el cambio en el valor económico de los hijos, que constituye la mayor
motivación para el cambio en los comportamientos reproductivos. Además se desconfía de la posibilidad de
generalizar el uso de medios anticonceptivos en sociedades y poblaciones tradicionales con altos niveles de
analfabetismo.
No obstante, muchos autores llegan a la conclusión de que no se puede esperar, y de que sólo cabe
una opción, la de los llamados programas o políticas de población. La planificación aparece como la única
opción. De hecho, algunos gobiernos, encabezados por el de la India, el país que genera las mayores
preocupaciones, ya han puesto en marcha, desde 1951, un programa nacional de planificación familiar. Otros
gobiernos le seguirán en la década siguiente. Otros factores favorables serán el descubrimiento de los
anticonceptivos hormonales –la famosa «píldora»– y la financiación ofrecida a los programas por
importantes fundaciones y el banco Mundial.
La cuestión se politiza fuertemente, en un mundo polarizado en dos bloques que libran una guerra
fría, acompañados en la periferia por un creciente número de países, en mayoría excoloniales, que pronto se
organizarán en el movimiento conocido como No-Alineados. La planificación familiar levanta fuertes
resistencias, recibiendo acusaciones de ser instrumento del imperialismo, asustado por la posibilidad de que
el rápido crecimiento de la población genere en el Tercer Mundo condiciones propicias para el desarrollo de
movimientos revolucionarios.
La cuestión se instala entre las prioridades de la comunidad internacional. Ello se debe al hecho de
que el rápido crecimiento de la población mundial y el principal factor para su reducción, el descenso de la
fecundidad, fueran considerados desde fecha temprana como cuestiones mundiales que interesaban
intensamente a la comunidad internacional. No es de extrañar que ello diera lugar a un prolongado debate,
desarrollado, con frecuencia de manera enfervorizada, en un contexto internacional fuertemente politizado e
ideologizado. Hitos especialmente significativos e influyentes del debate han sido las grandes Conferencias
Internacionales de Población y Desarrollo organizadas por las Naciones Unidas en Bucarest (1974), Ciudad
de México (1984) y El Cairo (1994). En estas conferencias se confrontaron las ideologías existentes al
respecto, se conformaron las ideas o paradigmas dominantes en cada momento y se aprobaron los Planes de
Acción de la comunidad internacional para los años venideros. Al adoptarlos plasman el consenso
internacional dominante en cada momento.
La primera, la conferencia de Bucarest de 1974 no fue el éxito que cabía esperar para la causa de la
población. Por el contrario, los partidarios de anteponer el desarrollo a las políticas de población se
impusieron claramente. La planificación familiar no recibió el reconocimiento esperado, aunque se aprobó en
tanto que derecho de las parejas y los individuos a decidir libremente el tamaño y el espaciamiento de su
descendencia. Los programas de planificación familiar sólo son aceptables si se integran en políticas de
desarrollo y se subordinan a éstas. La denuncia de coerciones y abusos en algunos programas de

22
planificación familiar, principalmente en China e India, habían debilitado su causa. Además, los primeros
indicios de reducción de la fecundidad en algunos países y los éxitos de la llamada Revolución Verde en la
agricultura de otros habían disminuido el sentimiento de alarma (Hodgson y Watkins, 1997).
Diez años después, todo habrá cambiado. Del clima de confrontación se pasa al de consenso: en la
conferencia celebrada en México en 1984, la síntesis de desarrollo con planificación familiar es masivamente
aprobada. Emerge un nuevo consenso. Las políticas de población son parte del desarrollo. Se rompe la
anterior antinomia entre unas y otro. Se reconoce la legitimidad y eficacia de los programas de población. Lo
que importa es que éstos eviten cualquier coerción, sean libremente elegidos por los usuarios, que en ellos se
de amplia participación a la comunidad local y que se reconozca el papel central que corresponde a las
mujeres. Este consenso se ve favorecido por cambios en el escenario político internacional, pero, sobre todo,
refleja el éxito indiscutible de las políticas de población desde la década precedente.
En efecto, desde 1970 la fecundidad empieza a disminuir en grandes países de América Latina, como
Brasil, Colombia, Venezuela o Chile. En Asia ocurre lo mismo con los «nuevos países industriales» y Sri
Lanka. El indicio determinante, que no deja lugar a dudas acerca de la amplitud del cambio, es el declive de
la fecundidad en grandes países como Indonesia y Thailandia, que apenas se han iniciado en el camino del
desarrollo (Caldwell, 1994). Desde entonces la evolución ha sido rápida, y el descenso se ha extendido a la
mayoría de los países, con muy contadas excepciones. El panorama actual es muy diferente del de hace unos
pocos decenios: la famosa «bomba» no se ha desactivado del todo, pero lleva camino de hacerlo: la
fecundidad se ha reducido de 6 a menos de 3 hijos por mujer, en menos de 30 años.
En efecto, la fecundidad agregada mundial ha descendido por debajo de los tres hijos por mujer, lo
que supone que se ha recorrido mucho más de la mitad del camino que conduce al nivel de reemplazo. No
pocos países del Sur tienen tasas de fecundidad por debajo del mismo. Entre ellos se encuentran China y los
países industriales del Este de Asia, algunos países insulares del Caribe, incluyendo Cuba y Puerto Rico, y
algunas islas del océano Indico, como Reunión, Mauricio y Seychelles. Otros países están muy cerca del
nivel de reemplazo, como Sri Lanka. El conjunto de América Latina tiene niveles cercanos a 3, con algunas
excepciones (Bolivia, Haití y algunos países centroamericanos). En África del Norte la fecundidad tiende a
estar por debajo de cuatro, y en el Maghreb por debajo de tres. Entre cuatro y cinco se sitúan la mayor parte.
El promedio de Asia meridional es 3,3, mientras en Asia occidental se ha bajado de cuatro. Por encima de
cinco, o incluso de seis, se encuentran importantes países como Pakistán, Irán, Arabia, Jordania, Siria y
algunos países del Golfo Pérsico.
La fecundidad es generalmente mucho más alta en África al sur del Sahara, por encima de cinco
hijos por mujer, superando los seis en África central. El cambio se ha iniciado en Kenia, y está más avanzado
en el África meridional.
Ese gran cambio subyace al profundo cambio de paradigma y de lenguaje que caracterizó a la
Conferencia Internacional de Población y Desarrollo celebrada en El Cairo en 1994, junto con algunos
cambios operados en la política internacional. En 2004 no se ha convocado la nueva conferencia sobre la
población y el desarrollo que hubiera debido tener lugar de haberse mantenido la periodicidad decenal. El
hecho de que tal convocatoria no esté en la agenda de las Naciones Unidas y no sea previsible constituye un
testimonio de la magnitud de los cambios ocurridos en las realidades que subyacían a la cuestión de la
población.

23
Figura 3.5. Índice sintético de fecundidad (hijos por mujer) (2003)

Fuente: Pison, G. (2003): Population et Sociétés, Nº 392.


Elaboración: J. Romero

5. Las migraciones: causas y consecuencias. Migraciones y globalización. Redistribución de la


población y urbanización

Las migraciones constituyen uno de los tres componentes del cambio demográfico, al lado de
natalidad y mortalidad. Se trata de un componente que interactúa bidireccionalmente con los otros dos,
especialmente con la natalidad. Por lo tanto, respecto de la población –más precisamente, de su crecimiento,
de la natalidad y de la estructura por edades, que son las variables más relevantes en las que aquélla se
desagrega a estos efectos–, las migraciones son a la vez causa y consecuencia, variable dependiente e
independiente. En las sociedades receptoras de inmigración, ésta es en parte consecuencia de las condiciones
demográficas, porque puede estar inducida por el lento crecimiento de la población, por la baja fecundidad y
por una estructura de edades en proceso de envejecimiento, en la medida en que estos factores resulten en
una desfalleciente oferta de trabajo; y es causa del cambio demográfico porque contribuye al crecimiento de
la población y porque, en alguna medida –variable, pero generalmente reducida y pasajera–, es susceptible
de elevar la fecundidad agregada y atenuar limitadamente el envejecimiento de la población.
En las sociedades de origen de los emigrantes, el cuadro es prácticamente el inverso del anterior. La
emigración es en parte consecuencia de las condiciones demográficas, porque puede estar inducida por el
rápido crecimiento de la población, por la alta fecundidad y por una estructura de edades en la que abundan
los jóvenes: todo ello suele hacer difícil proporcionar empleo y vivienda para las cuantiosas cohortes que
tratan de ingresar en un saturado mercado de trabajo, exige inversiones meramente reproductivas y desborda
las infraestructuras sociales, en la medida en que existen. La emigración puede contribuir a la persistencia de
una fecundidad elevada, por constituir una cierta alternativa a su reducción, o puede inducir a su declive; y,
finalmente, contribuye al envejecimiento de la población, al estrechar los escalones centrales de la pirámide.
Este último efecto, y alguno de los anteriores, resultan de la habitual selectividad de las migraciones,
especialmente por edad y sexo. Se dice que las migraciones son selectivas porque en ellas no participan en
igual medida todos los segmentos de la población. Por lo general, tienden a primar los jóvenes adultos,
aunque en nuestros días, en las sociedades más prósperas, sean también notables los flujos de jubilados.
También son selectivas por sexo, pero en este caso la generalización es más difícil. En el pasado podía
afirmarse que los hombres tendían a predominar en las migraciones de larga distancia y las mujeres en las de
corta, pero ello ya no aplicable a nuestros días. Ahora la composición por sexo de los flujos depende de
características de las sociedades de origen y, más aún, del tipo de puestos de trabajo disponibles en los de

24
destino. Son frecuentes las asimetrías por sexo en los flujos y, en términos muy generales, puede decirse que
se asiste a una creciente participación de las mujeres en los mismos, cada vez más en forma autónoma, sin
seguir a otros familiares. Las migraciones también son selectivas por estrato social, niveles educativos y
determinadas características personales. Acostumbra a ser más acusada en los primeros estadios del ciclo
migratorio, cuando es mayor el predominio de jóvenes adultos, y disminuye más tarde, a medida que
aumentan los flujos por reagrupación familiar.
Además de impactos demográficos, las migraciones producen efectos económicos y sociales. De
hecho, éstos suelen importar más que los demográficos. Las migraciones son un componente del cambio
demográfico, pero su importancia desborda con mucho los límites de éste.

LAS MIGRACIONES INTERNACIONALES EN LA HISTORIA

La especie humana es una especie migratoria. Cualquier momento del pasado, cuando se conoce
cabalmente, pone de manifiesto un considerable trasiego de individuos movidos por una infinidad de
motivos, entre los cuales suele ser denominador común el deseo de mejorar su suerte. Pero si ello es cierto,
no lo es menos que en cada época han sido diferentes, en las causas que las motivan, las principales
modalidades que revisten, las consecuencias que entrañan, la significación que se les atribuye y las
emociones que suscitan. Las de nuestros días son marcadamente diferentes a las de cualquier época anterior,
tanto que permiten hablar de una nueva era en la historia de las migraciones internacionales. Y de las
características que revisten y del contexto histórico en el que se producen derivan su extraordinaria
relevancia y las grandes implicaciones que justamente se les atribuyen.
No es fácil decidir hasta dónde hay que remontarse en la historia para encontrar los antecedentes
directos de nuestro tiempo en la esfera de la movilidad humana. Una primera opción podría ser la llamada
Edad Moderna, el período del capitalismo comercial comprendido entre los siglos XVI y XVIII. Argumentos
a favor de esa decisión serían, por un lado, el crecimiento de las ciudades hecho posible casi exclusivamente
por la constante recepción de inmigración; y, por otro, la creación, por primera vez en la historia, de un
sistema mundial de intercambios de predominio europeo, en lo que puede considerarse primer episodio de
globalización, y que requeriría migraciones de larga distancia para su funcionamiento. Si bien tales
migraciones distaron de ser masivas –se estiman en unos tres millones los europeos que partieron del Viejo
Continente en esos tres siglos para instalarse en los Nuevos Mundos– su impacto fue duradero. Como en otro
sentido lo fue el más trágico y caudaloso flujo humano de esa época, el tráfico de esclavos, que llevó
mediante la más atroz coerción a entre 12 y 15 millones de africanos a trabajar a otras tierras,
preferentemente en las América. Entre otras muchas huellas, de esa migración forzosa quedaría un profundo
impacto en la etnicidad del continente americano.
También hubo migraciones de larga distancia en el período del capitalismo comercial (diversas
formas), o en el de la «expansión de Europa», o de la primera globalización. Pero no podían ser de masas,
aunque fueran muy importantes para la formación del sistema mundial de predominio europeo, y por el
impacto que, sobre la etnicidad de las Américas, tuvo la importación forzosa de esclavos.
Una segunda opción, seguramente preferible, es la de situar esos antecedentes directos en la llamada
era de las migraciones de masas, coincidente a grandes rasgos con la era industrial. A favor de esta opción
podría aducirse el carácter masivo que desde entonces revisten las migraciones, la contribución de éstas a la
formación de las modernas sociedades industriales a través de lo que los economistas denominan «cambio
estructural» y el hecho de haber dado lugar a un modelo de migraciones internacionales que estuvo vigente
hasta hace escasos decenios y del que todavía son herederos algunos grandes pauses receptores de
inmigración, como los de Norteamérica y Australasia.
La era de las migraciones de masas comienza con el industrialismo. Antes, la agricultura de
subsistencia y el atraso de los transportes las hacían imposibles. Había, desde luego, una constante
emigración campo-ciudad, por los mecanismos de atracción de las ciudades y por primar en ellas
sistemáticamente las muertes sobre los nacimientos, lo que las hacía crónicamente deficitarias en términos
demográficos. Sin ellas, las ciudades no hubieran podido sobrevivir, menos aún crecer. Pero su volumen
palidece ante el que se produciría en la era industrial. Y las migraciones de larga distancia eran minoritarias.
Las migraciones modernas, de masas, comienzan pues con la Revolución Industrial y las
revoluciones anejas, incluyendo la de los transportes, y lo hacen en Europa, el continente que primero las
experimenta. Durante varios siglos, la inmensa mayoría de los emigrantes, y los emigrantes por antonomasia,
serán europeos, tanto en desplazamientos internos como de larga distancia. En la raíz del gran salto en la

25
movilidad humana que se inicia en el siglo XIX están los cambios económicos derivados de las revoluciones
industrial y agrícola y los demográficos asociados a éstos que sintetizamos en la Transición Demográfica.
Por ello, las migraciones de la era industrial presentan dos vertientes: por un lado, las migraciones
internas campo-ciudad, derivadas del cambio estructural, esto es, de la disminución de la población empleada
en la agricultura y del aumento de la ocupada en la industria y los servicios, que se suma al tradicional déficit
demográfico de las ciudades; y, por otro, las transoceánicas, especialmente tras la generalización de la
navegación a vapor en la segunda mitad del siglo XIX, que revisten magnitudes desconocidas hasta entonces.
Ambas constituyen los mecanismos del éxodo rural y de su reverso, la urbanización: los que escapan
de un agro sin apenas oportunidades de vida acuden a ciudades que se industrializan o a núcleos industriales
o mineros que se urbanizan.
En la vertiente de larga distancia o internacional (en la medida en que esa noción no es un
anacronismo), las migraciones transoceánicas constituyen el antecedente inmediato de nuestra era, y
configuran un modelo clásico. Este empieza a cambiar tras la segunda guerra mundial, dando paso
progresivamente a una nueva era en las migraciones internacionales, que a falta de mejor denominación
podemos calificar como la era de la globalización contemporánea.

LAS MIGRACIONES INTERNACIONALES EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN

La nueva realidad migratoria que ha ido tomando forma en los últimos decenios del siglo XX es
resultado de un conjunto de grandes cambios históricos encadenados. El primero y más decisivo de ellos es
un profundo cambio en el mapa de las migraciones internacionales (Arango, 2003). Un nuevo mapa ha
sustituido al que estuvo vigente durante la era clásica de las migraciones de masas, la de las grandes
migraciones transoceánicas del siglo XIX y primera mitad del XX. Heredero directo del «sistema mundial de
predominio europeo», definido por Immanuel Wallerstein y configurado por la expansión de Europa desde el
siglo XVI, el mapa anterior estuvo vigente hasta bien pasada la segunda guerra mundial. El centro de
gravedad de ese sistema residía en el polo emisor, Europa. Nueve de cada diez emigrantes internacionales
partían del Viejo Continente para buscar fortuna en los Nuevos Mundos.
El primer hito en la configuración del nuevo panorama se registró en los años cincuenta del pasado
siglo, cuando unos cuantos países europeos, en su mayoría situados en el cuadrante noroccidental del
continente, cambiaron su tradicional signo emigratorio, en virtud de circunstancias excepcionales, y
empezaron a importar trabajadores foráneos, primero de sus ex-colonias –los que las habían tenido– y
enseguida de su periferia mediterránea.
Este fue un cambio histórico cuya trascendencia difícilmente puede ser exagerada: y ello por varias
razones. Por primera vez accedían a la condición de receptores de inmigración países con un fuerte pasado
emigrante, intensivos en trabajo y escasos en tierra, naciones formadas de antiguo, y reacias a la recepción de
migraciones de establecimiento. Buena prueba de ello es el hecho de que cuando, en un período de vigorosa
expansión económica, requirieron el concurso de mano de obra foránea para suplir sus carencias
demográficas, percibidas como transitorias, optaran por la importación de trabajadores temporales, a los que
designaron con el eufemismo de trabajadores invitados o guestworkers. Aunque contaba con el precedente
del Bracero Program adoptado en los Estados Unidos en los años de la segunda guerra, esta fórmula suponía
una ruptura histórica con el modelo de inmigración para asentamiento indefinido que había estado vigente
hasta entonces. Cancelado en Europa a mediados de los setenta, el modelo guestworker florece en nuestros
días en otras latitudes, principalmente en el Golfo Pérsico y Asia.
En segundo lugar, con la transición migratoria del noroeste europeo aparecía una segunda región
migratoria, tras la constituida por Norteamérica. Y, finalmente, como consecuencia de la misma, en los flujos
internacionales empezaron a predominar otros emigrantes distintos de los europeos, procedentes en su
mayoría de Asia, África y América Latina.
Simultánea y coincidentemente, en los años sesenta, y en parte por el influjo de los progresivos aires
de este histórico decenio, las puertas de algunos de los principales y más clásicos destinos ultramarinos
empiezan a abrirse, o a hacerlo más ampliamente, a inmigrantes no-europeos, hasta entonces minoritarios.
Hasta mediados de esa década, Australia y Canadá mantenían leyes de inmigración que respondían a la
ominosa expresión «white only». Desde entonces, la selección en base a criterios étnicos o raciales pasó a
considerarse incompatible con la sensibilidad moral y política de las sociedades democráticas. Algo parecido
ocurrió con la legislación basada en cuotas nacionales que hasta 1965 regía en Estados Unidos. Como
consecuencia de los consiguientes cambios legislativos, en Norteamérica empezaron a predominar los
inmigrantes latinoamericanos, caribeños y asiáticos, y en Australia estos últimos. Ello también resultó de la

26
menor afluencia de europeos, de la creciente preferencia por inmigrantes latinoamericanos en el caso de
Estados Unidos y de la reorientación de Australia hacia su nuevo rol de potencia regional, acorde con el
hecho de que casi dos tercios de sus mercados se encontraban ya en Asia.
Un tercer hito puede fecharse en la histórica coyuntura de 1973-74, tras la guerra de Yom Kippur y
la primera crisis del petróleo. En Europa la crisis puso el último clavo en el ataúd del periodo de inigualada
expansión que el economista Charles Kindleberger denominó supercrecimiento (Kindleberger 1968). El
cambio de coyuntura conllevó un cierre de fronteras que persiste hasta hoy. A su vez, ello precipitaría el fin
de la emigración masiva de la Europa meridional, y, trascurridos unos años, su cambio de signo, ampliando y
completando la región migratoria europea. Este cambio del sur de Europa supondrá la conversión de Europa
en un sistema mundial: las migraciones intraeuropeas dejarán paso a flujos Sur-Norte, y el predominio de los
europeos meridionales en las poblaciones inmigradas de sus vecinos más septentrionales dejará
gradualmente paso al de ciudadanos del llamado Tercer Mundo.
Pero lo que para occidente fue crisis del petróleo, para otros fue el inicio de una gran y sostenida
bonanza, de la que resultó, a los efectos que nos ocupan, el fenomenal enriquecimiento de algunos países
productores de crudo ribereños del Golfo Pérsico, encabezados por Arabia Saudí. Emergía así una nueva
región migratoria, llamada a registrar las más elevadas tasas de inmigración y las mayores proporciones de
extranjeros. Inicialmente los inmigrantes de la región fueron reclutados entre sus vecinos árabes, pero más
tarde las preferencias se desplazaron hacia el sur y el sudeste de Asia, para minimizar las posibilidades de
integración de los inmigrantes, a los que ni siquiera se les otorga tal consideración.
Finalmente, en el último cuarto del siglo ha ido tomando forma una nueva región migratoria, quizás
la más multiforme y dinámica de todas, en la ribera occidental del Pacifico. Al viejo destino constituido por
Australasia, que se asiatiza, y Nueva Zelanda, que se abre hacia las islas del Pacifico, se han añadido Japón –
de importancia creciente, y que también ve diversificarse las procedencias de sus inmigrantes–, los cuatro
tigres industriales y, más recientemente, Malaysia y Thailandia.
La adición de un elevadísimo número de países, de origen y de destino, al mapa mundial de las
migraciones internacionales se completa con una fuerte tendencia a la diversificación de rutas y conexiones
origen-destino. Si el mapa vigente en la era precedente podía fácilmente dibujarse con unas pocas flechas de
gran grosor que partían del Viejo Continente y desembocaban en los Nuevos Mundos, el actual,
incomparablemente más complejo, aparece cruzado por infinidad de líneas más delgadas que conectan
prácticamente cualquier punto del globo con cualquier otro.
Este conjunto de cambios ha supuesto la mundialización de las migraciones. Conviene utilizar este
término, y no el más usual, globalización, no tanto porque éste sea un anglicismo, ni porque aquél connote
más vívidamente lo que ambos designan, sino para evitar la presunción de una relación de causalidad que es
al menos discutible. Por globalización se entiende el desarrollo de un escenario o espacio mundial unificado,
y no cabe duda de que, aunque subsistan importantes barreras y reductos proteccionistas, ésta se ha
producido en ámbitos tales como la producción de bienes, el comercio y las finanzas, pero también las
comunicaciones, los transportes y la información. En todos los terrenos mencionados, el mundo es cada vez
más uno. Ello entraña la supresión de obstáculos y la liberalización de flujos y de intercambios.
Ello no ha ocurrido en lo que atañe a la libertad de circulación de las personas. Algunas de sus
principales modalidades están severamente restringidas, en especial las migraciones laborales y las que
conducen al establecimiento indefinido, precisamente las que eran preeminentes en el período anterior. En
nuestros días, la libertad de circulación es la excepción; la regulación y la restricción, la norma. La supresión
de barreras y la liberalización de flujos que son consustanciales a la globalización no se han extendido a las
migraciones internacionales.
Ello no obstante, las migraciones internacionales se han mundializado, en una medida inusitada. En
efecto, las migraciones internacionales de nuestros días tienen por escenario el planeta todo: las gentes van
de todas partes a todas partes. La mundialización de las migraciones internacionales puede verse como el
correlato de la globalización en el terreno de la movilidad humana, pero constituye una faceta de la
globalización distinta de las restantes. Recurriendo a un neologismo, se puede calificar de fronterizada. Es
decir, es una mundialización erizada de fronteras y de barreras, una mundialización que se ha producido a
pesar de éstas y no gracias a su eliminación; y con los costes y las implicaciones derivados de la superación
de tales obstáculos.

Implicaciones de la mundialización

27
Esta mundialización de las migraciones tiene grandes implicaciones, algunas directas y otras
indirectas. La primera es la conversión en países receptores de inmigración de sociedades tan diametralmente
opuestas a las clásicas como las actitudes que muestran hacia la inmigración. Hasta hace tan sólo medio
siglo, cinco países –Estados Unidos, Canadá, Argentina, Brasil y Australia–, todos ellos prolongaciones
ultramarinas de Europa, absorbían el grueso de los emigrantes que cruzaban fronteras internacionales. Los
cinco eran gigantes de dimensiones continentales, con grandes extensiones de tierras vírgenes que anhelaban
brazos que las pusieran en cultivo, y para los que la venida de los inmigrantes entrañaba la vertebración del
territorio, además de grandes economías de escala. Eran, además, países nuevos, en proceso de formación
nacional, hijos de la inmigración, construidos por sucesivas oleadas de inmigrantes.
Pues bien, en la segunda mitad del siglo XX, a la lista de países receptores se han añadido una
veintena de países europeos; media docena de países en el Golfo Pérsico; y otros tantos en la región del
Pacífico occidental. Todos ellos presentan características muy distintas a las de los tradicionales países de
inmigración. Son, por lo general, países de dimensiones reducidas, en cuyo pasado la población tuvo que
pugnar reiteradamente con recursos escasos; muchos de ellos estados viejos que hace siglos dejaron atrás la
fase de la construcción nacional; y, finalmente, sociedades presididas por concepciones excluyentes de la
nación y la nacionalidad.
El segundo cambio decisivo en el alumbramiento de la nueva realidad migratoria es la sustitución del
predominio numérico de los europeos en los flujos internacionales por el de africanos, asiáticos y
latinoamericanos. Y esa sustitución es más frecuente de lo que se cree: hasta mediados de los años sesenta
los europeos predominaban en todos los flujos migratorios internacionales importantes.
A su vez, este último cambio ha tenido considerables consecuencias en cadena. Las dos más
primigenias son, por un lado, la aparición de un gran desequilibrio entre oferta y demanda de inmigrantes,
por expresarlo en términos económicos, y por otro la multiculturalización y plurietnicización de las
sociedades receptoras. Por lo que hace a la primera, el número de candidatos a la emigración, y más aún el de
inmigrantes potenciales, se ha multiplicado, tanto por el aumento del número de países de origen como por el
fenomenal crecimiento demográfico que ha tenido lugar en el último medio siglo en Asia, África y América
Latina. Se puede decir que la oferta de trabajo emigrante ha devenido ilimitada.
Por el contrario, en el otro lado de la relación, la demanda de inmigrantes ha dejado de ser ilimitada,
como prácticamente lo fue durante la era de las grandes migraciones transoceánicas. No cabe duda de que
todas las economías desarrolladas desmandan de facto trabajo foráneo, y algunas también de iure. Pero la
demanda de inmigrantes, entendida como lo que los economistas denominan demanda solvente –en este caso
la capacidad efectiva de acogida de los países receptores o, en otras palabras, el número de inmigrantes que
los países receptores están dispuestos a aceptar–, se ha reducido considerablemente en el conjunto de los
países receptores, consecutivamente a la disminución relativa de la demanda de trabajo en general, tanto por
procesos de mecanización e intensificación de capital y tecnología como por una nueva división
internacional del trabajo que ha relegado las operaciones más intensivas en trabajo a países con niveles
salariales más bajos. Sin duda hay demanda de trabajo inmigrante, pero en general se sitúa en sectores donde
la tasa de beneficio depende de bajos salarios, por dificultades para aumentar la productividad, como
ejemplifican diversos tipos de servicios y actividades agrícolas. Y por ello es limitada en volumen. En
algunos países receptores, particularmente los del Golfo Pérsico y algunos asiáticos, la demanda sigue siendo
intensa, pero su magnitud no altera el desequilibrio a escala mundial. Si en el pasado era prácticamente
ilimitada la demanda, ahora lo es la oferta.
En segundo lugar, la mundialización de los flujos, la diversificación de orígenes y, en las principales
regiones receptoras, la sustitución del predominio numérico de los europeos por ciudadanos de Asia, África y
América Latina entraña una creciente heterogeneidad étnica en las sociedades receptoras, frente a la relativa
homogeneidad anterior. Ello está conduciendo, en un corto espacio de tiempo, a su conversión en sociedades
multiculturales y pluriétnicas, una transformación histórica de profundidad e implicaciones sin precedentes.
El paisaje social de Londres, París, Amsterdam o Berlín, y no digamos el de New York, Sydney o Toronto,
es radicalmente diferente del que existía tan sólo hace cincuenta años. Más de cuatro de cada diez residentes
en Toronto ha nacido en países distintos de Canadá; y la proporción asciende a tres de cada cuatro si a ellos
se añaden los nacidos en Canadá cuyo padre o madre vinieron de fuera. De Londres se dice que, cuando las
familias se reúnen en torno a la cena, se hablan más de trescientos idiomas. De Estados Unidos se ha podido
decir que por primera vez en la historia, un país tiene una población compuesta por todas las razas del
mundo, todas las religiones y todas las lenguas. Trágico reflejo de ello fue el hecho de que en los atentados
del 11 de Septiembre contra el World Trade Center perdieran la vida ciudadanos de 78 países.

28
La multiculturalidad y su malestar

Una breve visita a cualquiera de las ciudades que más leguas han recorrido en el camino de la
multiculturalidad sugiere que ésta no carece de ventajas. Los inmigrantes han vivificado barrios decaídos y
han contribuido a la renovación de las artes, por no hablar de la gastronomía. En cuanto a la contribución que
los inmigrantes hacen a la economía, lo menos que se puede decir es que su concurso resulta imprescindible.
Pero sería erróneo deducir de ello que el acomodo de la diversidad es asunto fácil. Ni siquiera lo es
en las tradicionales sociedades receptoras de inmigración de Norteamérica o Australasia, donde aquélla ha
sido un mecanismo esencial en la construcción de las respectivas naciones. Incluso en éstas, quizás con la
excepción de Canadá, las orientaciones restrictivas son patentes, y la preocupación va en aumento,
especialmente en Estados Unidos, donde las actitudes populares tradicionalmente comprensivas hacia los
inmigrantes pueden estar cambiando significativamente en los últimos años como nunca lo hicieron antes.
Cada vez se manifiestan más temores a la supuesta inintegrabilidad de los nuevos inmigrantes. No debería
sorprender, por ello, que esta conversión sea particularmente difícil en Europa, donde un largo pasado
emigratorio y una tradición de concepciones exclusivistas de la nacionalidad han dejado poderosos sustratos
culturales que militan en contra de la plena incorporación de los inmigrantes a la sociedad. El temor a la
pérdida de homogeneidad o cohesión social y a la difuminación de la identidad nacional se ha instalado en
amplios segmentos de la sociedad europea, y dado voz a partidos que hacen del rechazo a la inmigración su
principal bandera.
Como consecuencia de todo ello, han cambiado acusadamente las actitudes hacia la inmigración. Si
bien a ésta nunca le han faltado enemigos, en el pasado tendía a prevalecer una valoración positiva de la
misma. Basta analizar la mitología dominante en el imaginario colectivo de las viejas sociedades receptoras
para confirmarlo. La principal preocupación en relación con la inmigración era asegurarse un suministro
abundante de trabajadores. Tanto su llegada como su integración en la sociedad como pobladores
permanentes se fomentaban activamente. Aunque no sólo, la inmigración era sobre todo vista como una
fuente de oportunidades, de vivificación económica, cultural y de todo orden, incluso como una bendición.
El magnate Andrew Carnegie la definió como, «un río de oro que fluye a nuestro país cada año».
Por el contrario, hoy en día la inmigración es vista ante todo como un problema que hay que
gestionar, mitigar o contener, cuando no combatir; como un problema y como un motivo de preocupación.
En algunos sitios se desea en cierto volumen, pero como necesidad temporal y localizada, no para su
asentamiento indefinido.

La era de las fronteras entrecerradas

A su vez, lo que antecede ha tenido por consecuencia la generalización de las políticas de control de
flujos, las restricciones sistemáticas a entradas y permanencias. Donde antes predominaban las acciones de
reclutamiento y la bienvenida a los recién llegados, reinan ahora el control y la restricción. Todos los países
receptores controlan y limitan la admisión de inmigrantes; algunos, además, los seleccionan. Las
limitaciones son tantas que alguien ha descrito nuestra época como «la era de la inmovilidad involuntaria».
El control de entradas y tráficos se ha erigido en preocupación preeminente de los gobiernos.
Sin embargo, diversas razones hacen difícil, cuando no inviable, en las sociedades democráticas, la
pretensión de limitar drásticamente los flujos de inmigración, y dificultan la de seleccionar a los deseados.
La primera deriva del hecho de que tales sociedades no pueden dejar de reconocer circunstancias que
habilitan a determinadas personas a establecerse en su territorio. Hay, sobre todo, dos grandes títulos
habilitantes: uno es el derecho a vivir en familia, que da lugar a los flujos conducentes a la reagrupación
familiar; el segundo es el derecho de asilo reconocido por la Convención de Ginebra de 1951, que obliga a
admitir a los que aducen persecución. Estas dos vías han determinado, por ejemplo, que los países europeos
hayan seguido recibiendo considerables flujos de inmigración, a pesar del cierre de las fronteras. En algunas
importantes regiones, las migraciones laborales, en términos formales, han dejado de ser predominantes;
ahora lo son las basadas en derechos o títulos habilitantes: la reunificación familiar y el asilo.
Y no hay fronteras que sean lo suficientemente compactas y tupidas como para carecer de poros. Por
ellos consigue pasar un número creciente de personas que cuentan con la suficiente motivación para
arriesgarse y arrostrar los costes de la inmigración irregular, contraviniendo las reglamentaciones y las
ordenanzas de los Estados receptores. Los países democráticos experimentan grandes dificultades para

29
controlar las fronteras y las permanencias, y para ejecutar el último instrumento de control que es la
expulsión de los inmigrantes irregulares. Además, en las sociedades desarrolladas existe demanda de trabajo
foráneo, y cuando demanda y oferta coinciden, la realidad tiende a imponerse sobre las leyes. La
contradicción entre la demanda de trabajo foráneo y las restricciones políticas a la entrada de inmigrantes ha
sido sintetizada en la literatura con la expresión estados versus mercados popularizada por James Hollifield,
que alude a la existencia de intereses contrapuestos entre la esfera política, sensible a la opinión pública y
preocupada por los intereses electorales, y la empresarial, preocupada ante todo por cubrir ventajosamente
sus necesidades laborales. Estos flujos irregulares forman, junto a la de familiares y a la de demandantes de
asilo, la trilogía de nuevos flujos que han sustituido a los tradicionales de la migración laboral y de
establecimiento.
No pocas de las dificultades que los países democráticos –a diferencia de los autocráticos–
experimentan para llevar a la práctica sus políticas restrictivas derivan precisamente de aquella condición,
reforzada por un influyente proceso de cambio histórico, operado grosso modo en el último medio siglo, y
tributario de un gradual progreso de la conciencia moral colectiva. Ello ha dado lugar a la gradual
emergencia de un conjunto de derechos internacionalmente reconocidos. En ocasiones, tales derechos
pueden ser esgrimidos por inmigrantes incluso contra la voluntad del Estado que los alberga. En no pocas
ocasiones, esas demandas han sido amparadas por tribunales de justicia. Aunque todavía limitado, este
progreso moral de las sociedades democráticas supone el reconocimiento de derechos que emanan de fuentes
distintas a la soberanía nacional y, al tiempo, una autolimitación por parte de estas sociedades que afecta de
manera importante a la eficacia de sus políticas de inmigración. El mismo progreso moral ha llevado al
reconocimiento de una cierta cuota de derechos a los inmigrantes irregulares, a proscribir las deportaciones
colectivas o a la judicialización de las órdenes de expulsión de extranjeros.
Más allá de su eficacia limitada, que ha creado, sobre todo en algunos países, una extendida
impresión ciudadana de que los Estados son incapaces de controlar sus fronteras, las políticas de control
generan considerables y crecientes costes, logísticos y de personal, y producen importantes consecuencias no
deseadas. En primer lugar, el deseo de esquivar las barreras desemboca en innumerables tragedias humanas.
Además, la proliferación de estos tráficos ha dado lugar al desarrollo de una poderosa industria de la
migración clandestina, generadora de beneficios astronómicos, comparables a los que depara el narcotráfico
o el tráfico de armas. Otra consecuencia no querida es la saturación de los cauces establecidos para la
demanda de asilo. Otra más, de naturaleza perversa, es su contribución a la fijación de los inmigrantes en el
territorio, reduciendo su propensión a la circulación: cuanto mayores son los costes de entrada, mayor es,
razonablemente, la inclinación del que ha conseguido entrar a quedarse y no arriesgarse a no poder volver a
entrar si sale. Además, las políticas restrictivas frecuentemente crean dificultades para satisfacer legalmente
la demanda de trabajo. Finalmente, una consecuencia inevitable de las políticas restrictivas y una faceta
crónica de la realidad inmigratoria contemporánea es la existencia de proporciones más o menos extensas de
inmigrantes irregulares, de la que derivan considerables dilemas, contradicciones y consecuencias no
deseadas.

Las dificultades de la integración

Otra característica de la nueva era, influida por los rasgos que revisten en nuestros días las
migraciones internacionales y el contexto histórico en el que se producen, es la creciente dificultad para la
plena incorporación de los inmigrantes y las minorías étnicas a las sociedades receptoras. A riesgo de incurrir
en generalización, puede decirse que en el pasado, la integración aparecía como el desenlace natural de la
inmigración, que ello se aceptaba por la sociedad receptora y que, en la mayoría de los casos, terminaba
produciéndose, en moldes asimilacionistas que nadie discutía. Y ello se producía espontáneamente, por la
acción ordinaria de la sociedad civil y del mercado de trabajo, sin intervención específica de los poderes
públicos.
Por el contrario, en nuestros días poderosos obstáculos se oponen a la integración, tanto que los
poderes públicos se sienten en la necesidad de promoverla mediante una amplia panoplia de políticas
públicas. Y, a pesar de ellas, las luces constituidas por experiencias felices coexisten con extensas sombras
de segregación, discriminación, exclusión social y xenofobia. A la extensión y persistencia de las sombras
contribuyen las adversas condiciones en las que se desenvuelven hoy en día los procesos de integración.
Entre ellas se cuentan, entre otras, el menor vigor del crecimiento económico en comparación con el de
épocas anteriores; la peor calidad relativa de buena parte de los empleos ocupados por los inmigrantes; las
menores oportunidades de movilidad social que de ello resultan; las fuertes reticencias de algunas sociedades

30
receptoras, entre ellas las europeas, a la plena incorporación de los inmigrantes a la sociedad y a la
comunidad política; y el clima social adverso creado por la fuerte prioridad otorgada a las políticas de control
y a la lucha contra la inmigración irregular.
Ello redunda en la generación de nuevas desigualdades y en la resurrección de fracturas sociales que
parecían en vías de superación. En no pocos países receptores, en nuestros días, la principal fractura social es
la que distingue a nacionales y extranjeros. El ideal de la ciudadanía universal fraguado en el tercer cuarto
del siglo XX –resultante de añadir los derechos socioeconómicos propios del Estado de Bienestar a los
derechos cívicos y a los derechos políticos que se habían ido conquistando anteriormente en las sociedades
democráticas– ha ido dejando paso en último cuarto a una escala de gradaciones de la ciudadanía. En el
primer escalón se sitúan los nacionales; luego vienen los naturalizados, los denizens o residentes indefinidos,
y los temporales; y, finalmente, los irregulares.
Otra novedad relativa, consecuencia tanto de cambios materiales –los espectaculares progresos
experimentados por transportes y comunicaciones, entre otros– como ideacionales, que han afectado a los
proyectos y estrategias migratorios, es el desarrollo creciente de espacios y comunidades transnacionales. En
lenguaje coloquial se alude a veces a esta emergente realidad contemporánea diciendo que los inmigrantes
tienen un pie en la sociedad de destino y el otro en la de origen, para aludir al hecho de que los lazos que los
inmigrantes mantienen con los lugares de origen son más fuertes que nunca. Los espacios sociales
transnacionales que de esas interacciones resultan tienen profundas implicaciones para la adaptación de los
inmigrantes y para las respectivas sociedades civiles, además de conllevar frecuentes demandas de doble
nacionalidad.

Implicaciones y dilemas

Las novedosas características que revisten las migraciones internacionales en nuestros días ayudan a
entender su extraordinaria significación y relevancia. El origen de ellas se encuentra en la mundialización de
los flujos. Por un lado, ello ha generado un desequilibrio entre oferta y demanda capaz por sí solo de arrojar
densas sombras sobre la viabilidad de la libre circulación. Por otro, ha entrañado un acusado cambio en las
procedencias de los inmigrantes y un marcado aumento en la heterogeneidad de los flujos. Uno y otro, a su
vez, están a la base de las profundas transformaciones experimentadas por el paisaje humano de las
sociedades receptoras, vividas con variables grados de malestar. De una valoración social
predominantemente positiva de la inmigración se ha pasado a su caracterización como problema. A ello ha
contribuido la conversión en receptores de países muy distintos de los clásicos. Todo ello ha resultado en la
generalización de políticas de control, de eficacia limitada, costes considerables y graves consecuencias no
deseadas. E incide desfavorablemente sobre las perspectivas de la integración y las actitudes hacia la misma.
Un contexto histórico menos propicio y una inserción laboral más desfavorable contribuyen a hacerla menos
fácil. El cambio cultural, y el desarrollo de fenómenos transnacionales también exigen modelos de
incorporación diferentes o drásticas adaptaciones de los existentes.
Todo ello entraña importantes implicaciones y dilemas. Para las democracias liberales, la sistemática
restricción de la libertad de circulación entra en abierta contradicción con su condición de sociedades
abiertas insertas en un mundo cada vez más interpenetrado y global y con su defensa de las libertades en
otros terrenos. Otra tensión conflictiva es la que enfrenta a inmigrantes y estados: a individuos que tienen
derecho a cambiar de país con estados que tienen derecho a decidir quiénes y cuántos entran. Esta
contraposición de derechos también podría verse como un conflicto entre los estados nacionales y la
globalización. Por su parte, el gradual desarrollo de un corpus de derechos desterritorializados, en el que
pueden ampararse los inmigrantes en contra de la voluntad del estado que los acoge, choca a veces con la
reivindicación de la soberanía nacional por parte de éste.
Además, las características contemporáneas de las migraciones internacionales sumen a los estados
democráticos en mares de contradicciones: entre las necesidades del mercado de trabajo y un clima social
reticente a la inmigración; entre el derecho a decidir quién entra e inevitables grados de tolerancia hacia
extensas áreas de irregularidad cronificadas; entre las exigencias de las políticas de control y las de sus
sistemas jurídicos garantistas; entre sus ideales de cohesión social e igualdad básica y la necesidad de una
cierta subclase que realice las tareas menos deseadas; entre el principio de la igualdad básica de derechos y
la necesidad de distinguir entre regulares e irregulares para que las políticas de control sean creíbles; entre
ese mismo principio y la condición desfavorecida de los irregulares; entre el ideal de la ciudadanía para todos
y la existencia de gradaciones en la misma. Además se enfrentan a nuevas o acrecentadas preocupaciones y
dilemas relacionados con la compatibilidad entre principios esenciales de la vida democrática –laicismo,

31
igualdad entre hombres y mujeres, derechos de los niños y los adolescentes– y prácticas culturales que los
vulneran.

32
Bibliografía

Anderson, D. (1997), «The Russian Mortality Crisis: Causes, Policy Responses, Lessons», IUSSP Policy and
Research Papers, 11, pp. 1-22.
Arango, J. (1980), «La teoría de la transición demográfica y la experiencia histórica», Revista Española de
Investigaciones Sociológicas, 10, pp. 169-198.
Arango, J. (2003), «Inmigración y diversidad humana. Una nueva era en las migraciones internacionales»,
Revista de Occidente, 268, pp. 5-21.
Becker, G. S. (1981), Treatise on the Family. Cambridge, Harvard University Press.
Bongaarts, J. (1986), «The Transition in Reproductive Behavior in the Third World», The Population Center,
Working Papers, n.° 125, pp. 1-29.
Bongaarts, J. (2004), «Population aging and the cost of public pensions», Population and Development
Review, 30, 1, pp. 1-24.
Bulatao, R.A. y J.B. Casterline, eds., (2001), Global Fertility Transition, New York, The Population
Council, 338 pp.
Coale, A.J. (1974), «The History of the Human Population», Scientific American (September 1974), pp. 15-
28.
Caldwell, J. (1994), «L'evolution de la fécondité et les causes de son déclin», Série de conférences sur la
population et le développement, Union Internationale pour I'Étude Scientifique de la Population,
Lieja, pp. 1-19.
Castles, S. y Miller, M. (2003), The Age of Migration. Londres, Palgrave.
CEE (Comisión Europea) (1994 y 1995), La situación demográfica en la Unión Europea. Bruselas: CEE.
Chasteland, J. C. y J. C. Chesnais (dirs.) (2002), La population du monde. Paris, INED, 768 pp.
Demeny, P. (1968), «Early Fertility Decline in Austria-Hungary: A Lesson in Demographic Transition»,
Daedalus (Spring 1968), pp. 518-529.
Dupâquier, J. (1999), La population mondiales au xx siècle. Paris, PUF, 128 pp.
Eberstadt, N. (2001), Foreign Policy, March-April 2001, pp. 42-53.
Erhlich, P. R. (1968), The Population Bomb. New York, A Sierra Club/ Ballantine Book, 201 pp.
Flinn, M. W. (1981), The European demographic System 1500-1820. Baltimore, The Johns Hopkins
University Press.
Golini, A. (2003), La popolazione del pianeta. Bolonia, II Mulino, 141 pp.
Hajnal, J. (1965), European Marriage Patterns in Perspective», en D.V. Glass y D.E.C. Eversley, eds.,
Population in History, Londres.
Hodgson, D. y S. C. Watkins (1997), «Feminists and neo-Malthusians: Past and present alliances»,
Population and Development Review, 23, 3, pp. 469-524.
Johnson, S. P. (1994), World Population – Turning the Tide. Three Decades of Progress. Londres,
Graham&Trotman/Martin Nijhoff, 387 pp.
Lesthaeghe, R. (1983), «A century of demographic and cultural change in Western Europe: An exploration
of underlying dimensions», Population and Development Review, 9, 3, pp. 411-435.
Livi Bacci, M. (1990), Historia mínima de la población mundial. Barcelona, Ariel, 222 pp.
Mcintosh, C. A. y J. L. Finkle (1995), «The Cairo Conference on Population and Development: A New
Paradigm?, Population and Development Review, 21, 2, pp. 223-260.
Mckeown, T. (1976), The Modern Rise of Population. Londres, Edward Arnold Publishers.
Mertens, W. (1994), «Health and Mortality Trends among Elderly Populations. Determinants and
Implications», IUSSP Policy and Research Papers, 3, pp. 1-31.
Olshansky, S. J., B. Carnes, R. G. Rogers y L. Smith, (1997), «Infectious Diseases. New and Ancient Threats
to World Health», Population Bulletin, 52, 2, pp. 1-51.
Olshansky, S. J. y A. B. Ault (1986), «The fourth stage of the epidemiologic transition: The age of delayed
degenerative diseases», Milbank Memorial Fund Quarterly, 64, 3. pp. 355-391.
Omran, A. R. (1971), «The epidemiologic transition: A theory of the epidemiology of population change»,
Milbank Memorial Fund Quarterly, 49, 4, pp. 509-538.
Pollak, R. A. y S. C. Watkins (1993), «Cultural and Economic Approaches to Fertility», Population and
Development Review, 19, 3, pp. 467-498.
Preston, S. H. (1986), «Changing values and falling birth rates», Population and Development Review, 12,
Supp. pp. 176-195.

33
Reher, D. (2004), «The Demographic Transition Revisited as a Global Process», Population, Space and
Place, 10, pp. 19-41.
Tapinos, G. (1996), Europe méditerranéenne et changements demographiques. Existe-t-il une spécificité des
pays du sud?. Torino, Edizioni della Fondazione Giovanni Agnelli, 91 pp.
Thumerelle, P. J. (1996), Las poblaciones del mundo. Madrid, Cátedra.
Van De Kaa, D. J. (1987), «Europe's Second Demographic Transition» , Population Bulletin, 42, 1, pp. 1-59.

Enlaces en Internet sobre Población y Desarrollo:

www.un.org/esa/population
www.un.org/popin/
www.prb.org
www.unfpa.org/
www.europ.eu.int/comm/eurostat
www.oecd.org
unfpa/cipd/relacion.htm
www.undp.org/popin/icpd5reg.htm
www.plan2000.hn/links.htm
www.alter.org.pe/POBDES/recursos.htm
www.pangea.org/lynx/conferencies/onu

34
BH
, ES
i
x
ffiú
8F
3s
Ís
- ?i€iÉigEáAiiEÉ;É3ÉEi
gÉÉÉEE
z<
€.< ó.6
5
E *i E E eÉ E E ÉÉ{€!t; rH¡!SE Hü H Ét
v<7¡.!
:!\.,/
:EÉ :
: <o É
E :EÉiE EiiEEÉÉág¡€EÉg:E€Iáig
PO<
l6!>- s €itEg eEE€F rte; saü€gt AÉEtl¿
.6Y € IiEF¡ gEEi{ H; É E€5?EÉiÉEÉgEE
o< É Ea3a9ü+;E EEÉ FE lElifil E Ftlg¡
É ÉÉE€ i**;?-EEEáE€Hii€39;qg ::
<,1
\x
!E ;Eg sÉ€if€iEi€€aÉ¡i
E áE E{
á€E?E€
J g:E;qqÉeÉ:gEAEIE ii
g g€ g H
E Ei€Éi*¡es:s;;
; iÉ?iÉÉ¡gEiEg
E g3É€€iits EE€FEF aEáBEs€E
€ ?É a
I
E
gE€
EEá
.i 6Ee
E a:E
E ftN É
H i:E
5 üaa,
- E er5-ú
3 t €a!
P 6 oJ €
; i f;gaevt
É E Is¡
á EFH^
! f Eíq
E AF€E
E ¡ie í!¿
fiE E! Ei
cEiüÉ?
H E5 ¿gE

EáEÉle¡i¡Eg;Éiggi *
ts
;*¡EuiÉ?Ei€ÉgáÉ€ÉE ü
E *:cc s*tHgiiÉ€ i€¡É
{
'$áFE¡ÉEF;EÉiEiáiEÉ .E
-iÉÉEÉ'BÉÉáÉÉiI-gÉ€á
ÉiÉ'
iE**i
1 ii¡iÉiiigsitg lliiiiilggiii=ís ÉgÉ
ig€EEiEEEEBE
isasaEgiÉÉE?E*gg ¡H!iEgEifiiil
aÉiEEssresrÉi
E
EÉiiFiEBÉEiÉ
gÉggg;EáÉg''i
s E¡ÉEÉ;Ér;üE
gÉEg sgsiiiÉsgiarÉig
ái sÉÉÉBiiÉiáiE ági iÉgÉÉ É
\5
J
E
z
s
a
: E-
!rF
8E
5
"I !
¡ sg
i.!
¿
I
5
l) I
z
-S! o
3 tF
,iE
ñ
:
irdhdé
gg¡sáaÉÉgta
ái ÉtÉ;EE Ec€€ÉáE gEgiEi
EgEiEÉ:i ¡:EÉÉEÉÉÉ
gsslgigtisgsgsis gsgÉsÉggs
ig esiiíisggggiÉi
ÉÉágEiÉÉiI*gÉÉEiÉIiEÉEÉgÉÉÉági ÉEáÉÉEÉgíE
ig
P:
I*e
x\
F9- c\ -1 \o-
ttt-xf
3-i^
Ei*
&h-
E
!:
{iF
'tsü-.
tP F*
9-
'qt
.És
'Ét
v) F- ... €. <. o.qv) ó1 Q
E IIF
t t-
¡¡{ =\oh:r..¡:rtio\ó= q
E
R
É9 E"F" i¡
5¿
<i e€i g$,i sE É É Éi ÉE
á€
¿5
¿ñ
z
I
s
te
ó
(]
I 'i¡gg;gsggi**Ei'*Élg'€
()
€=z
o
Q
:F
5 E
z
q)
¡
o E
É
z
l¡, I¡E 6
€z t¡¡
(J I
ñ F z
z I
o ñ
ul z
z =
(J
N (J
,¡ E
z
I É
z
¡¡
a
'¿00¿ "Jt{ o :3$BnJ
L'tz L'Z t'z
MI 9'l rns ( .rra r!ry
T,L' 9,1
ovzn 4ut.uo
8'L L,O 8'19 L,LI o.r4Y
torrlalto Dddtñg
8'¿ loru,Prtto odürrx
00r I'Zf 0'¿l út4túI üy?urv
L,O 06t
ov.n ¿rptY ssün t¡ prr'¿nrro tuq .uoN ÑTDNO
{ 2oodtuñZ o.larg Dryluv Dry?uv nNll,sta
(%) IO0¿ ua t¿uotcúu.tztut oltttuo,lrP lDuotS.! o¿tr¡rnt sg € 9 o¡avn¡l
E E?ssisaggagÉtffiaiiEiilfififfilll l*iffiá
a\
N
¿iá
xñ ;oi
88
:5 i --,i
üsi
=^:
¡¡J
8ñ .!.1 38
-Y
é¡ r .i ci ci..i ..i c.¡ 6-i
¿3 i
<'$ *
A! ¡: XG $8 83
ti
u'€
ñ
f¡ igggaáigi
4¡ trI el
ES
<t EE
<':
o-s EEEEÉ€E[É
ET
>€
o
zg J
I E
"t
z
Y6
N n
¡¡l
o z
J ? z
E
,.¡
F1 q-
YE I= .EÉ E€É YE?
fEg EÉ -:s
o: b¡
:5
b=
- q.¡H E?
fEg ñt{¡
EEÉg xx Ei
ü3
É,EE Rfi3 H'.
I
z l¡¡
>tl "=EE
Etl Fr t
I ?t ;
EI s¡>tl ?Erl <d
?grr
. *Eá
rtl
o igglÉiÉáei
E c€"gEE$í SÉE
.5 E!.EüEFE EE;
E
tiggíiiÉEgls?ÍiÉasgiEEEI
lililiigligiiilHgsrliiHlsilgialg*ga
iÉt¡iaigis,itgáiigiatggÉgÉ¡gil¡¡!árg
I is¡lg, ¡
CHüC=ÁÉ
d
1\ \ q
FFsSEñ3S8r8 I
.o. .1 qqq \o- oq ó. .! 1<.
6*O\
old)v]
O.{\O
6-
6
+-
h E tE€ le E
,ñ* .i
R
IgEáEgg
!9
E
*i td
p 9f¡ -
.: o'-
F€ ü E EÉ E
vl*-
\ -1vI 1q q \o- F- vr dl úto:F" F"\o-1 ó- F- .l € E"EÉEÉfl
¿5 53Re;883RG8 I i+c¡ óhó ó o
<{ ¡s
=P
p$
Fi ri.i Fi \.t -:..: oi Fl v;.: ü Fi.-;..:
f 6\0
ñ.:(i
\ohrr ...i
É ñ
ó R
ZE
lt
5A
'E
*i €¡É¡?EIE
q, .--O Y e r *-
<s
<:
É;
*Sñ É F,z E E $f;i É
Xi
ññ
t o\-o\oúrñtt rc.i|- h
.d oi ci ñ ct .i + vi d..: n
\o
.i oóF o6ó ..¡
{ EÉEÉi:iE
!3
:: 8
-
F
Ri - .ioiF.i6 -.iÉcidüod d Foici oi F"j c¡ {
= E gE EIEÉÉÉ
z
I ? zE *3 EEAEI9áEÉá
'E :T
t o ?U,fr4
7
p uz5 ? 5ÉETEFEg
uia+4i{iqeqiqÉ cE+iqÉ+ii'+t ?d.f
o:Fe!¡5
a¡ EEE{¡E€

e.¡ -r v'"o.q6.\.ó,q.!..!vtó-a-r-o,.].qq€-q6-1qv.!1v1o"*"d.Io-6,v]e-vlF-.\!o..1\o.qqo.qv1vln"..in"n \o.
-.
9s
>3 ñ .{ ..¡ ..¡
9S
z-¿
E-E
aJ i
fE
ss- e E EE E
EB


R
EE É a E cá¡r -r áoI- =5 ¡ü h -
!
f:9 g.i
i : s ¡i É Fs S' ái egÉ ¡
E
^qÉ 3 É *É ¡ E r * ¡ s$ s ¡ E s i rs ; ¡ é FiE $ FÉ rg s ¡
it - ñ r di =oi 9 s ! : ¡ I r * 9 R ¡ $ É x F F F F R s 5 s s g É 3 5 n c ? ; $ + $ e g + e e e
Fi + úi
=
d
f:
út
zs
:s
NF
.q ..: ..: q c: - q v'! v'r !) v) o..1
SSEtEStssBSHSñgsgñEeñseF3€€cg3889gRñReexel=e838BBaa
..1 o. o: o. F]o, +- q - \o..q o: c) \o. c¡,
?, _o.
c]1l _*.
o: q. 1 é. €. ó. ¡: o.9 a :. *--
1 ? : I' t
'6
zü 664!*i.¡óé\óñ
oi+..j.i..:;.j
(J-:

>s
Za
R e ! * :E
i *.É - "- ;cñc S" s¡ e€*-3pu;¡-t".t
E
N:
t
gE
.Eu "e.
O\o g
()É É eE É ¿ ¡ ¡¡ É e= ¿ ¡ 3EE ; $s É¡ S i ¡ Éi É E ! É E 3 E ¡ E ¡e E s s 3Ps ñSÉ ,!i
g
(J

-i ó¡ Fi + i : r sr =gR¡ NRñnsn* ns; I ggF35ggI +sst +g+egg
ci dF oó oi i =
s
Eig5Éi3gEÉF
€É rÉiíi $É 2=
ÉeEgsgEÉ-Ei
-e?ÉÉEÉg¡E'€
I
I
z
o
U

!
E*
.E! t-h --l 39
-ñ.3 ltee
9*g
5E5

e
r
Á EF ri /
ÉE
.EF
_qó
c se
,EE;E i
'F9 Ilo
E.9 Í5 !t
4;
É F
ü8
99
.FF
-E ó-> 'ÍE ü úH
J
f
U
É
z

;e *á
I¡ t 'g*

a
(J
N o.

a
t G
s
:s
z .!l
o Ea
sts
o
I t
!t / FA¡
z / F9 !E
gs
I { ü*
I I
Q I I
6i9
'ó !t F,9 -é
:i
6
z
8
c.¡
t\
n.
u d
$

E
:
:
!
{
d
!
z
:
5
x
(\
EÉ E gAE;
áx
ÉÉ
¡F
t €
F*€E
E.¡E-
ái i b
í l¡€ F o
:i ¡iÍrD!¡

E:
ei
6 .eS €
tr
€r
¡
s I;ñ 'Í;3E
E۟e
oá P^.F
z
c:
.tg
g9 .= !¡ $ f EFIE
?
ó
tso E
€i E ¡ á€s€t
-t ;iiit¡EtE
I
t
I

i

E
3
.E ii É É
i;;: ^EáÉ€{
!áEáBii
t8
f¡ 3
= H;lE iE;H€EÉ
,ñ I I ia! €: ÉEBE
d.f EA E;EE
gittíg
Ilg*ga¡igglgglggÉlE,glÉgi
itÉt
iiHa?á
g
'i
s
:lÉ_ 3
¡;;€ágE;s?F
,835
É
ge
*lg ffil:i EH*s11 E
'i
s
- r€
En
g;g$Alti!ÉeE
€Í =
€?i*i É3ÉÉ ÉÉÉ
4
N^
s óP d
€.E E.E
¿ r:E
d
9S
Es
3-S-=-8-E
* 335r8S88S=
3R-64e e!€
;e.t'
I ¡
ဠ¡égH
ñi
a
g¿.:
;?EE
I
&g.qs-="Ee.aaR
':Qs'i
<: *
o-\o.oo.oo.o\o= :FTE
<: f; sEc
l(
¡¡¡ oñ.! o
n .". - 9.9
ó,- ü E eo S
:F añ pE ;¡
Ér -dú¡4..túrNC
-:{ct+vtctoicioi:
n\o_
€I3E 2^
3
*:
z: É EETC áó
?E H sE É
Es iulE ir E
2S ._ó
f* É-: eE= ü
F@hFO\.¡SOó^
ñd-idddoioioi:
l,o e E
HgÉE {
"E *
z¿
¡E :;Eü .i
€n
ñ:
<.6 ilEeá
¡
*"a ;
E Ee 8f ñ
5 \,/ ^
=¿ gRRES€RB8E e * *3.o ó
O
a
E EiE€
5E g3
*1
aiiifiiEl-¡gm1
lg#Hffi
ffi
gtÉÉmEffi
iÉ iE si ffi Eillffi E ap iE li
'#ug
i ÉIAÉE!g iiHlEgEEEgIIii€liEgI €iiiÉÉE
Ea'¡i Ei?sF.EtEsEüi€ liz s
E €t Ft c€*E€FFE15!uEi,E: R.i
*
R
I ñ..¡do.i.i
*$ Eaelea¡
a
igÉÉg3áÉ3siÉgEEgggÉii s

;;É iigEE É;;si;€ $i su*: i
a5
4;
:ü ,EÉF3T:É99ÉÉEEfrEaE{EáÉ ¡ SF
RT
rr E<

gÍFÉ5*iEáEÉgEH
(
x^n
(,9
¡d
E
€ É¡¡ü€;
€9 g: i
Es,E g ü¡ É É E:3s'a2 3 F* "" ¡

;9nsest
la
gÉ3gtÉmgsEii?EEgEagá
i
ó
4 'E

E É
q; rE É*'gÉE E:5riE !¡ g€,$
;ÉEEE3FfrE€?I!fiia[€iÉE
."
g

a. lQ ó
z
iY
:
g ;EeEFE!i9;.i:Ée3ñ'.ñ1:: u *iE¡¡i¡ i,i
!iS.EF.9.=E
.s P d o
:e!ü i F:
¡9o ó üÉoÉO¡ ÉÉsi ü;ÉtEÉE;ÉE iñEE€3 E XX€i8,iP
HiEE9 cEgg;g-q;UóÉ!= E
lÉÉÉ;ÉálqÉg
:Eliaagígli
'€Eg;¡itiie;
FO-O\O\OhO
-;-;ñ{.ivi-íR
a
Efi ÉáÉglfÉE Éí€E€E€EÉH iÉ E :€
$E
Fr\on-Fo\\ó
f..iñ-:diñoiñv1
eEg ;Éggiiff ÉasggEÉFá$ Éá ¡ roió\o66.o
s

1F-F-qo:clvtR
e ffi ig€Éi€Éi EEÉÉáEiági
*
i t\
9R9ñ=B+e:
E gÉi$iÉ€ÉEE n aÉ i dE
F
ÉÉá ÉgigÉÉÉg
gÉÉ
3ffiÉÉiÉ€ iE€iÉÉ$gÉá E ÉE i ¡$
É[ €. - €
u€ E
. É:E-ii¡Eag€.i,*aiEÉiÉÉis: E
'
;ÉuÉiaÉsF
si{EEi ;cE€gi;!*É
; F ÉF$gÉÉgÉEFÉg iÉÉiEiÉEÉÉ E€
iÉtEÉE
g
: i¡tgiÉÉEiig€ iÉÉEÉÉEÉi€ '$i*E '€' iÉ
*iEÉ¡IÉtE[g
z
:
E
8
<a
98
:s
>N
t: ¡
P
x!
^f *É5H3*E9srF issFsBFFR
>:
!!
<€
gilggggg gágg¡ggg gglga
,.. !
AP
<¡ r) !. 1v.: "t a -.o. 6- ó 6 -- _ _- ó- o! F F \o €
Ít
trs *
c¡ N o..l ó d.{ c{ - ; _.-j_a jcictcjdcicj
z*
().t
zi
fs
xi
>'t git ggiágsigÉgst
2.9
!5;=eF €€ 0"5 , .i
<;
B -.1 ñÉ€E$ÉÉÉFEiFSFESgEJF iÉ¡ siE ágs

rlt * ÉEqÉE€lirEEgÉ[$iF€i;É3ÉÉ
E gÉ*E;Éá¡*'ÉlI*EÉ€É'EIgEÉ
-*
E¡ v) I ó" N- oo. d.I v.l q.
oN.¡oo\o¡\o\r6N
F- .r .! .! d) -\o, !t- .{ n) 1 €- ..l *" .\L o"
01 :l\o\oFdóc\ór\oo-
ñE
.'i
É "-
!-
*s : .9_
É¡
X ?!ÉiÉágg€ÉEEEigEg
s¡ SFEFs;
n9 Es E3
ÉRi¡EsirgÉ€ ;iÉ i;s¡
i.¡ónh\aFÉc
6¡. o FÉ¡ag€sÉ$.BgiF
<€
ZE .1qÉ"o:oo.dln *-9.!
ss
>E Fa3
-óo\tso\o!anFo
rt
<!
?{ .EE -
* ¡P!
i-a
t
EI ÉÉÉgiEgsEs
-¡ Ss
t€ .jñc;+úi\dÉd;oict
I
f¡¡ Ése*s¿uÉ$sgíe
I -a q..!q.qc1!1€"o-\c!
óo.+NF\OOnO\ó rt.)o\oóFNaoóooo
ililaaiasáÉÉggggfi|
(-)
ú-E
* ¡ i,É -5=* E a? áo
.F¡ 5EÉ;9ÉEEHE
N
¡i
¡.s t¡¡ FSe¿E¿eÉEi*F:B tE*¡ÉaÉ¡ÉÉEi,,E-EuÉu
c\
k
d
P
z
É E
'6'
I &
,9 8!
E
.E

=E

e:
E
.E
e )lq
I
'; ¿
<si
Cr
ñ
g
E ¡i;áglgÉ¡gg lggigigigiigggÉ ggggiil ggggEáái
-
E ÉÉEgÉágaiÉEiÉiEiEiÉÉÉI
igfrE€E¡
69
9 óa- e
EiEÉ
48" eÉ

¡iÉEE
ÉÉ5€
ÉEE€E
I ¡ si?
É ; ás:E;¡
EgiÉ
!
9fll <ó6r üc ó-*
E; ca
n-¡ !
EÁ E É
ttttl EÉ3ÉEE;
,E:E;
E
! i
$"*,É a 3,€
z É
qA nÉ" B iÉEc€gá
HÉÉ
EeÉ

rirP
É=á ñÉF$¡
i it;:É€E
iI
PUE ee e$;;eE
I zoJ
sE gE
ü <zt¡J
o F(J É'EEEE€É
rtl rSi
g iFeÉFg
! rIEEÉec
ÉÉsF
ee;cÉsE
*9.5.5.5.r.5

: 3SÉüEéÉ
s ái¡Hs€E
t aut(ttaa
\o Illl Egssii
4:
'=: Gt:-=
N;: (r:.n
E
C
;i É*iÉis € iÉÉEÉÉet;Éetec:g*gg$iÉÉÉá!g!gglgg$¡
g iggsiiigaiilgiigiiiliallÉggaig
ÉTlgiE tgirláiigi
É glisEgáÉsgsai
íitlii ÉÉgigííagiagÉ¡giias l' sEEÉEE
.3 oo\r\ohnoó6F
!
r 3>
€ E,€ E€
E I iEiÁrEEt o
n : É* 5 5 o É; E.9
>i6üó3¿üñÉ
¡-. iNó!lh\oF@o\o
ü
E ÉF.4.6.8,:.é. E" fl
-OOoOOOOoo
-
E
E
-r¿ oo 3
rl9 ás" Pe
* E¡s-ÉÉFIE:E
n
ü --;ñ.i+rivtÉdtoi ct A
E
i É i
!l
EE E
;O
60.J 9
+i
FI
90
3tg
Éi' É€ {E
xl
Jl o¡
HgE
Ell 6¡
"
F ¡ ;É : : Hfl É
tt
tt
't];t't
\\\\\ 't
5 i'l
'1
59
Ea
't 'tdd
¡d
,€€gá
gflgtil
etd
.q.q
i*

di{
E.é
=t=::t:l
pa Et ca ot at
ÉÉá4,4
fEgs$i I tÉ
É S EE á i ?n É E
'6C?S-E 9
E á, E€ E 1 ut.5-suE ! E
E!EágEE€i=E*
¡+eÉgr-É
*:9 ÉE€¡€;it€
pH: 'D'
¡sB3aáIg8
I
gEÉÉE€
et€a
g gg
g gs
¡ig$is*si s$ rgc $ $ i¡

You might also like