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La Democracia teledirigida

La propaganda es un oficio misterioso, críptico. No tiene padre porque nadie la ha querido


reconocer, aunque sí tiene múltiples putativos. A Edward Bernays le tocó la paternidad de una de
sus versiones respetables, las Relaciones Públicas. El intelectual austriaco era sobrino de Sigmund
Freud y gracias a él entendió –adelantándose a su tiempo–, que pulsiones inconscientes e
irracionales dominan buena parte de la conducta y las actitudes humanas. El raciocinio vendría a
ser una posibilidad.

De esa irracionalidad se desprende una regla elemental de la propaganda: esta no busca modificar
opiniones –las personas actuamos pasando por alto nuestra propia razón, por mucho que nos
disguste la idea–, sino suscitar acciones concretas.

En un momento importante de la lucha feminista por la igualdad de derechos, por citar una
campaña propagandística prototípica, Bernays logró asociar la libertad femenina con fumar
cigarrillos –costumbre reservada hasta entonces al género masculino–, y rompió con un estigma
social que limitaba el mercado potencial de su cliente tabacalero a solo una mitad del público
adulto. La operación consistió en reunir a mujeres en plazas y eventos sociales y fotografiarlas
fumando, para luego publicar esas fotos en los medios locales. Actrices famosas harían lo mismo
en filmes, transformando el disgusto en admiración y una costumbre reprochable en signo de
sofisticación.

Bernays aplicó los principios del psicoanálisis a las necesidades políticas de los hombres poderosos
de entonces. “…los tiempos han cambiado”, escribió hacia 1928, “El motor a vapor, la prensa
múltiple y la escuela pública, ese trío de la revolución industrial, ha tomado el poder de los reyes y
se lo ha dado a la gente (…) el sufragio y la escolaridad universales reforzaron la tendencia, y
finalmente, incluso la burguesía contempló con temor a la gente común. La masa había prometido
convertirse en rey. Hoy, sin embargo, una reacción ha tomado forma…”.

Esa reacción era la propaganda. Con ella, las élites podrían “moldear la mente de las masas”,
dirigiendo su “recién ganada fuerza” –aquella proveniente del reconocimiento de su lugar central
en la sociedad democrática y su derecho a dirigir su propio destino–, “en la dirección deseada”. La
opinión pública debía ser administrada. Sin esa “reacción” elitista, como notó el psicólogo
australiano Alex Carey, el poder de los dueños tradicionales de la humanidad se encontraría en
riesgo ante el empoderamiento del hombre común. Carey señalaba que el siglo XX se caracterizó
por “el crecimiento de la democracia, el crecimiento del poder corporativo y el crecimiento de la
propaganda como medio para proteger al poder corporativo de la democracia”.

Edward Bernays participó de la campaña propagandística para convencer al pueblo


estadounidense –que según varias versiones históricas era eminentemente pacifista–, de entrar en
la Primera Guerra Mundial, encargada por el gobierno de Woodrow Wilson. Bernays, que siempre
defendería el empleo “democrático” de la manipulación por parte de una élite, describió así la
hazaña: “Todo instrumento de persuasión y sugestión conocidos fueron empleados para vender
nuestros objetivos de guerra al pueblo americano”, explicó hacia mediados del siglo XX, “reportes
sobre alemanes representados como bestias y hunos fueron generalmente aceptados y las más
fantásticas historias de atrocidades fueron creídas”.
Las huestes del dictador libio Muamar Gadafi eran “proveídas de Viagra” para llevar a cabo
“violaciones masivas” de mujeres. Esa “fantástica historia de atrocidades” fue relatada por la
embajadora estadounidense Susan Rice en 2011 y repetida por varios medios masivos (como parte
de una larga retahíla de “fake news” difundida sin la ayuda de Rusia ni de las “peligrosas” redes
sociales), en la víspera de la invasión de Libia, ese año. La índole sexual de la historia tiene la
finalidad bastante patente de impresionar y suscitar una reacción visceral. Entre las técnicas se
incluye también la ya tradicional explotación de la imagen infantil, que tan fácilmente produce un
efecto emocional, inoculando selectivamente indignación y antagonismo en la opinión pública
para que una eventual agresión resulte tolerable. Peor aún: para que sea rabiosamente exigida. La
foto de la víctima propia o del aliado no tiene cabida en ninguna parte.

Los métodos de manipulación, lejos de ser develados y denunciados a través del tiempo, se pasan
por alto, tanto así que los medios masivos caen una y otra vez en ellos. Las investigaciones del
Parlamento Británico, con respecto a Libia en 2011, concluyeron en que los gobiernos de Francia e
Inglaterra actuaron en base a “inteligencia poco precisa”, “convirtiendo una intervención de
rescate de víctimas en una operación de cambio de régimen”, luego de “identificar erróneamente
una amenaza que había sido exagerada y que incluía elementos islamistas”. Todo muy familiar al
siglo XXI, que desgraciadamente ha visto varias agresiones llevarse a cabo bajo el mismo modus
operandi sin que la prensa ate cabos.

Hacia el fomento deliberado de la estupidez

Un crítico de Bernays y sus artes oscuras era Everett D. Martin, escritor y psicólogo
contemporáneo de aquel, quien consideraba que, en ausencia de un sistema educativo adecuado,
una revolución en la tecnología de la información hacía posible influenciar a hombres y mujeres
ignorantes con medias verdades. Lo señaló en la década del 20 del siglo pasado y hoy nos
encontramos ante una nueva revolución en la forma de internet, las redes sociales, los teléfonos
móviles y los cientos de aplicativos que segundo a segundo recopilan información sobre nosotros
para crear bases de datos más completas y técnicas de mercadeo más efectivas. Un “ojo de
Mordor” digital, obsesionado con delimitar hábitos y audiencias.

Everett Martin estaba preocupado por los métodos y “efectos últimos de la propaganda”. Uno de
los efectos de los métodos propagandistas, explicaba, consistía en “incrementar enormemente la
susceptibilidad del público a eslóganes, palabras de moda y medias verdades planteadas de
manera vulgar”. ¿Y de qué depende esta “susceptibilidad”? Naturalmente, de un intelecto poco
desarrollado, bajo un ataque constante dirigido a sus impulsos instintivos.

Para Bernays, la propaganda era el recurso que usaba la “minoría inteligente” para dirigir a la
masa, produciendo reacciones haciendo uso de “clichés” y “hábitos emocionales”. Bernays
reconocía que fue el “enorme éxito de la propaganda durante la guerra”, lo que abrió los ojos de la
“minoría inteligente, en todos los departamentos de la vida, a la posibilidad de regimentar la
mente del público”. Al respecto, Martin observó: “¡Precisamente! El propagandista ha aprendido a
aplicar una psicología de guerra a la consecución de cualquier tipo de fin (…) la inteligencia de la
comunidad es exhortada así a abandonar su rol histórico de mantener vivos los valores de la
civilización, y convirtiéndose en demagogo y sicofante, invitar a la ignorancia a cambio de vulgares
favores –lo que significa que el prejuicio y las bien conocidas debilidades de la naturaleza humana
han de ser explotadas y alentadas”. El éxito de la propaganda depende de qué tan idiota sea su
público objetivo, de qué tan susceptible sea al prejuicio racista, a la misoginia, al eslogan vacío, a
los lugares comunes, etc. Lo que significa, al mismo tiempo, que no hay propaganda “buena” ni
mucho menos “democrática”. La psique humana ha de reducirse a un proceso pavloviano.

La institucionalización de la Propaganda

Lo que podría llamarse el “Estado profundo” nace a fines de la década del 40, cuando el gobierno
de Harry Truman crea la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la Agencia Nacional de Seguridad
(NSA) y otras agencias ligadas al Ejecutivo norteamericano, que luego obtienen la facultad de
operar por fuera de cualquier supervisión significativa por parte de su Congreso y un presupuesto
virtualmente ilimitado, convirtiéndose en la fuerza subversiva internacional más poderosa de la
Historia.

La propaganda sería reconocida por las élites a las cuales servía Bernays como una herramienta de
gobierno absolutamente indispensable. Lo aprendido en las guerras mundiales se aplicaría a la
guerra cotidiana en tiempos de paz: manejar a la población, extraerle impuestos especiales para
interminables guerras y escaladas armamentísticas multimillonarias, para enviar a sus hijos a
nuevas guerras que debían parecer “justas”, para enseñarle a desear aquello que sus magnates
producían. Para asegurar ciertas políticas, sería indispensable “asustar de muerte a América” con
toda clase de terrores, como sus historiadores han notado. Los dueños de los grandes medios de
comunicación masiva colaboraron asumiendo la Guerra Fría como una condición especial que los
obligaba a apoyar a su gobierno en la manipulación masiva de sus conciudadanos y el mundo. Al
respecto, la investigadora Nancy Bernhard nota una interesante ironía: “Mientras los americanos
defendieron la transmisión comercial porque estaba libre de control gubernamental (al estilo)
comunista, los broadcasters comerciales voluntariamente colaboraron con los servicios
informativos del gobierno en el nombre del anticomunismo”.

La propia supervivencia de los medios masivos como grandes y lucrativos negocios se ha


encontrado siempre, por supuesto, ligada a la estabilidad de un sistema económico y político. Los
Sulzbergers, los Luces y los Grahams (los dueños tradicionales del New York Times, la revista Time
y el Washington Post, respectivamente) eran, pues, parte importante de una élite muy consciente
de sí misma y sus intereses “de clase”. Los cambios políticos y los movimientos sociales
amenazaban sus cuotas de poder tradicionales. Las masas, “habían prometido” –en palabras de
Bernays–, “convertirse en rey”.

Todos ellos colaboraron prestando sus corresponsalías para infiltrar espías en países extranjeros,
entregando puntualmente las filmaciones y entrevistas que sus reporteros reales, connotados y
con acceso, hacían en latitudes exóticas, a mandatarios extranjeros y personalidades fuera de los
límites de sus agentes de carrera. Aconsejando a la CIA sobre qué políticos, intelectuales,
científicos y periodistas extranjeros sería buenos “colaboradores”.

Continuaremos este breve ensayo en el siguiente número.

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