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Disciplina eclesiástica: la exclusión de miembros

I. Derecho de disciplina
Una iglesia modelada conforme a las enseñanzas del Nuevo Testamento tiene no sólo el
derecho sino el deber de ejercer su disciplina entre sus propios miembros. Por disciplina
se entiende en general el proceso por el cual una iglesia prepara, educa y corrige a sus
miembros para el cumplimiento fiel de sus deberes cristianos. Todo lo que tienda a la
instrucción pública y privada de los miembros y, en general, al cultivo del espíritu para el
goce de una vida cristiana, forma parte de esa disciplina. Pero en sentido más y dado, se
entiende por disciplina la acción en que la iglesia ejerce sobre sus miembros que faltan al
pacto que aceptaron al unirse con ella.
Parte importante de la disciplina de una iglesia, es la exclusión de los miembros cuya vida
no corresponde a las máximas generales del Evangelio. No hay que negar que es acto
penoso y desagradable tener que excluir a un miembro de una comunidad cristiana. Por
esto es que muchos cristianos, aún buenos y piadosos, tratan a veces de evitarlo y hasta
proscribirlo de la disciplina eclesiástica. Pero debemos tener presente que al tratarse de
asuntos bíblicos, especialmente los referentes a las iglesias del Señor, no siempre
debemos obrar de acuerdo con nuestros sentimientos y simpatías de humanos, sino como
miembros conscientes y responsables de una iglesia encargada de los intereses más
sagrados en relación con el Evangelio.
La disciplina bíblica, administrada con equidad y con apego estricto a los principios de la
Palabra de Dios, es una de las cosas que más contribuyen para el adelanto, la pureza y el
bienestar de una iglesia.
La disciplina bíblica, administrada con equidad y con apego estricto a los principios de la
Palabra de Dios, es una de las cosas que más contribuyen para el adelanto, la pureza y el
bienestar de una iglesia. Por el contrario, la falta de disciplina, corrompería pronto a la
iglesia, dejando en su seno elementos malsanos, y paralizaría su poder en el mundo. No
puede ser más lamentable el estado de una iglesia que por negligencia, apatía o un falso
sentimiento de compasión, no ha puesto en ejercicio su disciplina y en consecuencia, ha
permitido que en su seno permanezcan y sean igualmente tratados así los cristianos
buenos y piadosos de vida pura, como los viciosos cuya vida es un constante reproche a la
causa del Evangelio. Una iglesia que ha relajado su disciplina hasta el grado de permitir
que en sus asuntos, de todo punto sagrados, tengan voz y voto los borrachos, los
adúlteros, los disolutos y los de vida abiertamente mundana, es una amenaza para la
integridad del Evangelio, y aun difícilmente podrá llamarse iglesia del Señor.
Pero una iglesia disciplinada, que vigila tanto la pureza de su doctrina, como la conducta
de sus miembros, conservará la paz, la santidad y el poder moral que tanto necesita para
desempeñar fielmente el noble y grande cometido que tiene. Será una bendición para la
comunidad en que exista, y en verdad llegará a ser luz del mundo y sal de la tierra.
A pesar de esto, hay quienes se opongan a que se ejerza la disciplina en las iglesias, y
exponen como razones: o que una iglesia no tiene poder para excluir miembros, o que no
es la voluntad del Señor que en ella (la iglesia) estén juntos los buenos y los malos. Citan
en apoyo de esta última teoría la parábola de la cizaña, en la que el Señor contestó a sus
siervos cuando le dijeron de la cizaña “¿y escriba y amos y la cojamos?” “no, porque
recogiendo la cizaña no arranquéis y también el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo
otro hasta la siega”. También necesitan la parábola de la red que cogió de toda suerte de
peces.
La primera teoría, referente a que la iglesia no tiene autoridad para excluir miembros, está
en abierta oposición con el espíritu y la letra misma del Evangelio. El Señor Jesucristo dio
a sus discípulos un proceso completo para el arreglo de las ofensas personales, y el último
paso de ese proceso fue este: “dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia tenle por un gentil
y un publicano”. La disciplina eclesiástica esta, pues, evidentemente sancionada por el
Señor. El apóstol Pablo, en el caso del miembro incestuoso de Corinto, instruye a la
iglesia, primero, para excluirlo de su seno, y más tarde, para restaurarlo ya arrepentido. (I
Cor. 5:1-5, 13; 2 Cor. 2:4, 5). Exhorta a los miembros de la iglesia a que se congreguen en
el nombre del Señor Jesucristo, y quiten de entre ellos al malvado. “Os he escrito”, agrega,
“que no os acompañéis con alguno que llamándose hermano fuere fornicario, o avaro, o
idólatra, o maldiciente, o ladrón”.
A la iglesia de Roma escribía el mismo apóstol: “Os ruego, hermanos, que miréis por los
que causan disensiones o escándalos contrarios a la doctrina que habéis aprendido y
apartaos de ellos”. Rom. 16:17. A los cristianos de la iglesia de Tesalónica, les recomienda
que se “aparten de todo hermano que anduvieres fuera de orden”. 2 Tes. 3:6. La disciplina
eclesiástica queda, también, evidentemente sancionada por la enseñanza apostólica.
Hacer observar el Dr. Harvey en su obra titulada The Church (La Iglesia) que en las
epístolas dirigidas en la revelación a las siete iglesias de Asia, el Señor hace responsable
a cada iglesia, como un cuerpo, tanto de la doctrina como de la disciplina de la misma. “Es
evidente”, agrega, “que el derecho de disciplina—exclusión y restauración de miembros—
claramente concedido a la iglesia como un cuerpo, abarca también el derecho de
admisión. Porque a ninguna iglesia pudiera hacérsele propiamente responsable de su
carácter y de sus actos, si no tuviera derecho sobre la puerta de la entrada”.
Es, pues, claro que una iglesia organizada conforme al modelo del Nuevo Testamento,
tiene derecho tanto de recibir a sus propios miembros, como de excluir a los que falten a
su pacto y disciplina.
En cuanto al argumento basado en las parábolas y citadas, baste decir que el Señor no se
refirió en ellas a la iglesia, sino a la obra general de su reino en este mundo. En la
explicación de la primera de ellas dijo claramente: “el campo es el mundo”. Luego, si el
campo es el mundo, no es ni puede ser la iglesia. Evidentemente se refiere el Señor a la
mezcla inevitable que hay en el mundo de buenos y malos, y a la separación final que
habrá en “aquel gran día”. En esas parábolas no se mencionan ni la iglesia ni la disciplina,
ni siquiera se hace alusión a ellas.
Una iglesia, repetimos, tiene no sólo el derecho, sino el supremo deber de ejercer la
disciplina en sus propios miembros, velando así tanto por la pureza de su doctrina, como
por la de su propia vida espiritual.
II. La disciplina aplicada
Considerada la primera parte del asunto, detengámonos por unos momentos en la
segunda, que no es menos importante, y que bien pudiéramos llamar “la disciplina
aplicada”. Punto muy delicado es este. Nunca debe procederse con ligereza en la
exclusión de un miembro. Cuando alguna se vea en el caso necesario excluir a uno de sus
miembros, que sea con plena justificación de causa, y después de haber dado todos los
pasos indicados en el Evangelio.
Las iglesias del gobierno popular e independiente, como las bautistas obran libre e
independientemente de cualquiera otra corporación o autoridad humana. Se rigen por las
leyes del Nuevo Testamento y reconocen sólo a Cristo como su Jefe, ante quien son
responsables de sus actos. Según esta teoría de gobierno, la acción de la iglesia es final.
Ninguna potencia civil o eclesiástica puede anularla. No teniendo, pues, apelación a las
decisiones de la iglesia, debe cuidarse con mucha más razón de que sean justas e
imparciales. Los derechos de un miembro de iglesia son sagrados, y en ningún caso ha de
ser una iglesia del Señor la que viole esos derechos. Por lo mismo, ninguna iglesia debería
admitir acusación contra alguno de sus miembros, sin estar bien cierta de que la acusación
es justa y de que el acusador ha dado los pasos que prescribe el Evangelio, antes de
presentarla a la iglesia. Presentada en esta forma, la iglesia aún debe proceder con
moderación, si bien con firmeza una vez cerciorada de que la acusación está justificada,
pero dando antes al acusado amplia oportunidad de hacer su defensa, si lo desea.
Para evitar la ligereza en estos asuntos, nuestras reglas de orden prescriben sabiamente:
“A ningún miembro ausente se les censurará ni excluirá en la misma sesión en que haya
sido acusado”. “Se les citará, si se pudiere, para que comparezca en la próxima sesión de
la iglesia, en la que tendrá derecho de hablar en su propia defensa”. Pero también
advierten que “cuando un miembro no difiere satisfacción a la iglesia en los cargos que se
le hagan, o se negare con perversidad a comparecer delante de ella, cuando se le cite,
será excluido”.
La iglesia debe proceder no con severidad judicial, sino con espíritu de mansedumbre, y
con propósito de restaurar
No debe olvidarse, sin embargo, que al dar este último paso, la iglesia debe proceder no
con severidad judicial, sino con espíritu de mansedumbre, y con propósito de restaurar al
que yerra. Tampoco se ha de tratar un caso de disciplina con los ánimos excitados, pues
aunque se llegue en lo general a una conclusión justa, el procedimiento puede ser
opresivo e injusto para el acusado, y suele por lo tanto causar un mal mayor que el que
trata de remediar.
Las faltas que requieren la disciplina correctiva, prácticamente pueden reducirse a dos: las
ofensas privadas o personales, y las públicas o generales.
Para el arreglo de las ofensas personales debe seguirse estrictamente el procedimiento
dado por el Señor en Mateo 18:15-17: “Por tanto si tu hermano pecare contra ti, ve y
redargúyele entre ti y él solo: si te oyere, ganado has a tu hermano. Mas si no te oyere,
toma aún contigo uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra.
Y si no oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia tenle por un gentil y un
publicano”.
En este sabio procedimiento se marcan distintamente tres pasos que deben darse en el
asunto. 1. La entrevista personal entre ofendido y ofensor. 2. Una segunda entrevista en
presencia de uno o dos testigos. 3. Presentación del asunto a la iglesia.
Notemos algunas cosas importantes que deben tenerse en cuenta: 1. El Señor impone a
los ofendidos la obligación de ver al ofensor y buscar con él la reconciliación. No se dice
que puede o no hacerlo. Es su obligación, y si no lo hace puede convertirse en ofensor. 2.
Si tal es la obligación del ofendido, mayor es lógicamente la del ofensor de buscar a su
hermano ofendido y darle amplia satisfacción. 3. El asunto no se ha de publicar mientras
no se ponga en conocimiento de la iglesia. El que lo publique está expuesto a convertirse
en ofensor. 4. Llegado el asunto a la iglesia, debe procederse con la moderación y la
equidad a que se ha hecho referencia.
En ningún caso debe omitirse este procedimiento para el arreglo de las ofensas
personales.
Las ofensas públicas son de carácter más general; son las que se califican de reproche
para la iglesia y de deshonra para la causa del Evangelio. Las constituyen los diversos
casos de inmoralidad, la embriaguez, la herejía, la índole contenciosa, las faltas al pacto,
la persistencia violación del orden de la iglesia, etc.
Posteriormente deberán darse los pasos necesarios para conseguir que el ofensor se
arrepienta y sea restaurado
No por ser estas ofensas de carácter general deben tolerarse o dejarse pasar inadvertidas.
El procedimiento que generalmente se sigue para arreglarlas es este: 1. El miembro a
cuyo conocimiento llegue la falta debe visitar o escribir al acusado, diciendo de lo que se
dice de él, y si llega a cerciorarse de que la falta es cierta, deberá instarle a que la evite o
hacer la reconciliación debida, empeñándose en ello como si se tratara de las ofensas
personales. 2. No dando resultado este paso, debe ponerse el asunto en conocimiento del
pastor y los diáconos de la iglesia, y con la ayuda de ellos procurar en lo posible remediar
el mal, sin darle más publicidad. 3. Si con este segundo paso tampoco se consigue el
resultado que se busca, y la ofensa se ha hecho pública sirviendo de reproche y causa de
escándalo para el Evangelio, debe presentarse a la iglesia con las pruebas
correspondientes, para que ésta resuelva lo que convenga en el caso. 4. En los casos
ordinarios, si el miembro que es acusado confesare voluntariamente su yerro a la iglesia y
mostrar de arrepentimiento, cesarán los procedimientos contra él. Pero en los casos de
inmoralidad grave flagrante, embriaguez habitual y otros que causen escándalo, procede la
exclusión inmediata, no obstante la confesión y las promesas de enmienda del
acusado. Posteriormente deberán darse los pasos necesarios para conseguir que el
ofensor se arrepienta y sea restaurado, si con su conducta posterior demuestra ser digno
de volver a la iglesia.
Puede verse por las consideraciones que anteceden, cuán importante es la disciplina
eclesiástica. Una iglesia que usa sabiamente su disciplina, promoverá el adelanto y
bienestar de sus miembros, y conservará dentro de ella misma el orden, la pureza y la
santidad que debe tener como “iglesia del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad”.
(El autor de este artículo simplemente aparece como “A.T.”)
El Bautista 1919
http://www.literaturabautista.com/disciplina-eclesiastica-la-exclusion-de-miembros

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