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CAPÍTULO IV

IDEOLOGÍA CONSERVADORA
1. LA DESACRALIZACIÓN DE LOS VALORES

Para entender la evolución de la América Latina en los últimos tiempos, es necesario


registrar primero el hecho de que los vocablos que tradicionalmente sirvieron para describir
los fenómenos de la vida social y política han tenido un cambio de significación y que ya no
representan lo mismo para todos como antes solía ocurrir, sino que están sometidos a
interpretaciones diversas, suscitadas intencionalmente.

Que una palabra cambie de significado ocurre con frecuencia, por la evolución de idiomas,
por la transformación de costumbres, por el adelanto de la tecnología. Sin embargo, lo que
ahora está ocurriendo en América Latina es el resultado de una ofensiva desestabilizadora de
los modos del lenguaje, como circunstancia coadyuvante de un proceso más vasto de
desestabilización institucional.

Se ha tolerado el uso de unas mismas palabras con significados distintos y antagónicos,


con lo que han perdido su capacidad definitoria. Términos tan esenciales y precisos como
democracia, libertad e igualdad dicen cosas diferentes según quien las use. Y ello ha
conducido a la desacralización de los mayores valores del sistema político occidental.
Cualquier forma de dictadura o de libertinaje puede ser tenida como una democracia;
cualquier régimen de coacción policiva pasa por una forma de libertad; la igualdad, claro, no
es ya la de oportunidades basadas en el mérito, sino una igualdad de resultado provocada por
el rasero totalitario.

Se ha advertido muchas veces que la coexistencia de dos sistemas políticos antagónicos,


uno de los cuales no admite sino la validez de las reglas de juego que lo favorecen, conduce
a un desequilibrio de las oportunidades. Dentro de la democracia, pueden ganar los
totalitarios; pero si ello ocurre, la situación es irreversible, porque en ese momento la
democracia deja de regir.

Sin embargo, las amenazas contra la democracia en la América Latina no provienen de


unos posibles ataques frontales, o de una confrontación de la opinión pública. Ninguna de
estas dos formas aparentan tener la dinámica guerrera en el primer caso o la eficacia
proselitista en el segundo, para conseguir un triunfo.


Conferencia ante los asistentes al Segundo Congreso de la Unión Democrática Internacional. Washington,
julio 24/85.
El peligro, ahora como antes, está en el desarme de la democracia, en su falta de confianza
y últimamente en la debilidad de sus propósitos. La coexistencia de la democracia con fuerzas
políticas antagónicas que participan en el juego democrático, le da a nuestro sistema de
libertad un carácter transitorio. Deja de ser una forma de gobierno, con pretensiones
perdurables, y se convierte en un experimento. Pierde así su capacidad de producir seguridad.

La coexistencia de la democracia con los valores de la anti-democracia es más explícita


en la América Latina que en Europa o en los Estados Unidos. En nuestra América, lo que
pudiera llamarse el consenso sobre lo fundamental, ha sido menos fuerte y empezó a
desaparecer mucho antes de que ello pueda ocurrir en las otras democracias de Occidente.
Hoy es tan débil ese acuerdo, que para merecer el muy apetecido calificativo de pluralista se
hace necesario aceptar que lo democrático y lo antidemocrático tienen, dentro de la
democracia, un valor igual, es decir una vigencia equivalente. Esto está en la raíz de la
pretensión de las guerrillas marxistas de conseguir una participación, así sea transitoria, en
el poder legítimo democrático.

Que la democracia se esté convirtiendo en Latinoamérica en un sistema transitorio y


experimental, es también el resultado de un cuestionamiento sistemático de la posición de
nuestro continente en el mundo, frente a la historia y la cultura. Se propone, con altanería,
que el continente latinoamericano busque su autenticidad. Eso presupone que nuestro ser
actual, heredero de la cultura occidental, es inauténtico. Es como decir que lo que somos es
el resultado de un imperialismo, y que hay otros valores por ahí, cuyo descubrimiento, o cuya
apropiación, no nos ha sido permitida.

Esta propuesta de que busquemos nuestra originalidad, conduce a que queramos ser
distintos de lo que somos. Tal pretensión se afianza en el supuesto de que nunca pudimos ser
lo que deberíamos haber sido, con lo cual se condena toda nuestra tradición cultural, todos
nuestros esfuerzos por establecer un sistema político democrático y toda nuestra evolución
social. Es la forma como se prepara una inconformidad sustancial, disfrazada de
nacionalismo, contra los valores que han servido para estructurar nuestra propia identidad.

El supuesto de la autenticidad de lo que somos, que no se demuestra sino que se presume,


nos está llevando en la América Latina a poner en duda nuestras afiliaciones históricas, y por
lo mismo, nuestras solidaridades básicas. Es el más vigoroso, el más profundo y acaso el más
peligroso asalto que hayan soportado nuestras instituciones. Las afiliaciones históricas
asaltadas son primordialmente las que conforman nuestra participación en la cultura
occidental: el concepto religioso básicamente cristiano, la libertad como condición de la
dignidad del hombre y las estructuras que han pretendido preservarla, el derecho como
expresión racional de la convivencia y donde la homogeneidad etnográfica lo permite, la
realidad lingüística de origen europeo. Todo ello ha sido cuestionado. Y todo ello
necesitamos pensarlo de nuevo para que no sea erosionado en un clima de indiferencia.

Porque el objetivo político de esta ofensiva es socavar las solidaridades que le permitirían
de nuestros países asumir una defensa no sólo consciente sino colectiva. ¿Si no tenemos unas
mismas raíces, ni hemos compartido con los países de Occidente nuestros valores, por qué
debemos esperar su solidaridad? ¿Por qué deben ellos esperar la nuestra? La gran tarea
política de nuestro tiempo consiste en renovar nuestras solidaridades, dándoles actualidad y
presencia y en no permitir que sean socavadas en nombre de una autenticidad desconocida
ante la cual tendrían que ser sacrificadas.

Que América Latina sea considerada en todo momento como parte integrante de la cultura
occidental no es sólo el reconocimiento de un resultado histórico sino la formulación de una
política. Quiere ello decir que los países desarrollados que fueron la cuna de esa cultura,
tienen con los pueblos en desarrollo de nuestra América características comunes y similitudes
que no sólo deben entrañar compromisos recíprocos sino que a un mismo tiempo hacen
posible el resurgimiento de esas solidaridades cuya existencia antes no se ponía en duda, pero
que ahora, sumergidas nuestras naciones en los conceptos generalizantes que cubren hoy al
Tercer Mundo, ya no se distinguen y por lo tanto no se aprecian.

No reconocer que existen esas solidaridades potenciales entre países que tienen una misma
ubicación cultural, es un desperdicio político, principalmente para los partidos democráticos
aquí reunidos, porque en esas raíces histórico-culturales se pueden encontrar los fundamentos
ideológicos para constituir alianzas que tengan vocación histórica.

Con la aceptación de que si nuestros criterios son similares y nuestros anhelos de progreso
tienen unos mismos motivos, se entenderán mejor los objetivos que adoptan los partidos
latinoamericanos como programas políticos. Y ello servirá también para que se comprenda
mejor la desproporción que existe entre los modelos de bienestar apetecidos por nuestros
pueblos y la incapacidad económica que ellos tienen para conseguirlos.

La recesión mundial de los últimos diez años produjo un empobrecimiento de la América


Latina, porque a un mismo tiempo se suspendieron las corrientes de inversión de capital y se
desnivelaron los términos de intercambio. Nuestras naciones se vieron ante la perspectiva
forzosa de reducir sustancialmente su nivel de vida, lo cual de nuevo las colocaba a nivel de
países de otros continentes, muchos de ellos recién emancipados, y que apenas estaban
accediendo a la civilización y a sus formas de bienestar. Ese drástico empobrecimiento
significaba para las sociedades de la América Latina un retroceso histórico y un nuevo
distanciamiento sustancial de las formas de vida occidentales. Eso entrañaba también, un
deterioro de las bases sociales en que venía fundándose nuestro sistema democrático.
El endeudamiento de los países latinos no se explica como una falta de precauciones de
los banqueros ni como un exceso de astucia de los países favorecidos con los empréstitos.
Puede y debe tener una interpretación más honda, fundada en fenómenos históricos y sociales
de mucha significación.

Tampoco se puede resolver la crisis financiera suponiendo que ella obedece


exclusivamente a una falta de liquidez. En Colombia, donde los gobiernos procedieron con
prudencia y mantuvieron un índice de endeudamiento más bajo que el de muchos de nuestros
países vecinos, el tema es manejable ante la opinión pública. Nuestro país se enorgullece de
haber cumplido todas sus obligaciones, de haber cubierto el pago no sólo de los intereses sino
del principal, y ha hecho esfuerzos meritorios para reconstruir su crédito externo, maltratado
injustamente por medidas restrictivas que se aplicaron globalmente contra todos los deudores
de la región, sin distinciones y por lo tanto, sin equidad. Es nuestro propósito no provocar
asociaciones de deudores que tiendan a crear en este campo hechos cumplidos, ni participar
en ellas, porque consideramos que esto impediría llegar a los acuerdos necesarios para
regularizar situaciones tan difíciles como las que repetidamente se presentan. Nos preocupa,
sin embargo, que las características agobiantes, que en muchos casos existen, sirvan de
elemento publicitario para quienes, desde fuera del mundo democrático, como hoy está
ocurriendo, quieran convocar el descontento de los países pobres. Estos agitadores
adquirirían mucha influencia, si el problema del endeudamiento se desplazara del campo de
la voluntad, donde todavía se halla, al terreno de la imposibilidad, a donde puede llegar si las
cifras de la deuda y de su servicio siguen aumentando.

El Partido Conservador colombiano es el más antiguo de los que llevan ese nombre en
nuestro hemisferio. Su tradición arranca de la experiencia política de Bolívar, cuando se
constituyó el Estado independiente después de la guerra de Independencia. Se estableció
como organización jerárquica y electoral en 1849 y desde entonces ha mantenido una estricta
lealtad a los principios democráticos y al Estado de derecho. Su influencia consagró la actual
Constitución, que tendrá en 1986 cien años de vigencia, convirtiéndose así, en una de las más
antiguas del mundo. El Partido Conservador ha conseguido gobernar en Colombia por más
tiempo que ninguna otra fuerza política y mantiene hoy unos efectivos electorales crecientes.

Nuestra democracia, sin embargo, está también amenazada por el terrorismo y por hallarse
situada ahora en medio del conflicto Este-Oeste, y por lo tanto sometida a la presión
desestabilizadora que hemos descrito. Como nuestro partido mantiene una decidida vocación
popular, su problema único para conservar el apoyo de la opinión pública es la falta de
crecimiento económico provocada por las consecuencias de la depresión mundial. A
diferencia de los países que consideramos desarrollados, los que no lo son necesitan, para
sostener un régimen democrático de tipo occidental, un crecimiento del Producto Interno
Bruto que permita mantener una economía en expansión. Esa expansión es lo que permite
conservar la esperanza del pueblo.
El Partido Conservador de Colombia cree poder aportar a la Unión Democrática
Internacional una prolongada experiencia para que en un próximo futuro puedan ingresar a
esta organización otras fuerzas políticas de Latinoamérica que tienen propósitos
democráticos similares a los nuestros.
2. EL CONSERVATISMO ANTE EL FUTURO

El conservatismo aceptó como orden prioritario de los bienes sociales, el enunciado por
la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. No hay nada para qué estudiar aquí
las razones que tuvo para ello, que fueron muchas. Empezando por no haber sido la tradición
conservadora ajena a la formulación de las teorías que convirtieron esas palabras en símbolos
de acción política y de transformación social.

La tendencia constante del liberalismo fue la de considerar que esas tres palabras
significaban conceptos armónicos entre sí y que se podían conseguir consecuencialmente, es
decir, que buscando uno de ellos necesariamente se realizaba una aproximación a los otros.
Ese supuesto, no demostrado pero inicialmente tampoco desmentido, le dio a la Revolución
Francesa su formidable capacidad de arremetida.

El énfasis inicial se puso sobre el término más cautivante, que tenía más contenido
político: la libertad. Se proclamó aquí otro supuesto no demostrado: la carencia de libertad
había impedido la igualdad y como predicado necesario no existía fraternidad. El principio
de este sorites era el que había de destruir, porque al hacerlo, el resto, el encadenamiento
quedaba roto. Con libertad habría igualdad y con ésta se aclimataría la fraternidad.

No importa aquí que esto fuese cierto o no. Desde un principio se vio que el camino de la
libertad era largo, que había ideas abundantes para poner en práctica y que ese empeño
satisfacía a los ideólogos tanto como a los activistas políticos. Se instauró la teoría de la
soberanía popular y se propuso la meta de los regímenes representativos.

Todo eso era nuevo en Colombia donde la tradicionalidad dependencia monárquica


durante la Colonia hacía inimaginable la posibilidad de una participación en los organismos
decisorios. La construcción y ensamble de los mecanismos de la libertad nos dieron suficiente
tema para la vida política durante ciento cincuenta años de vida independiente. El
conservatismo elaboró una doctrina sobre la libertad responsable y una teoría del equilibrio
del poder que no sólo hizo estar siempre a tono con la evolución ideológica de ese lapso, sino
que le permitió cimentar las ideas básicas para una gran creación institucional. La
Constitución de 1886 fue su mejor logro.


Artículo en “El Siglo”, páginas literarias, feb. 1/76.
De esa implantación de la libertad nos ha quedado mucho en Colombia: todo el sistema
jurídico, individualista es cierto, pero plenamente asimilado. La organización republicana,
nuestra bien ganada reputación de demócratas, hoy casi única en el continente
latinoamericano. Un sistema jurisdiccional, igualmente ineficaz para todos, pero que todavía
permite hacerse la ilusión de que se puede invocar el predominio de la ley. Desde cuando
Rojas Pinilla nombró a su antojo su propia Corte –la que le condonó el delito de haber
aplicado la pena legalmente inexistente de destierro– no se ha vuelto a dar el caso de que la
rama ejecutiva perturbe la independencia del órgano judicial. Desde cuando Carlos Lleras
invadió el recinto del Congreso con sus detectives, no se ha vuelto a presentar el caso de que
el ejecutivo ejerza la fuerza sobre los legisladores. Todo ello forma un patrimonio tradicional
que se traduce en un activo de valores institucionales que nuestros países vecinos no tienen,
en donde está anclada nuestra posibilidad de convivencia y que es una de nuestras
singularidades, quizás la singularidad de la cual podemos estar más legítimamente
orgullosos.

La libertad ha sido fuerte en Colombia. Disponía de una mística a su favor. Lograba


imponer sus exigencias, crear sus valores, la libertad estaba demostrando que era perfectible,
que a través de ella se podía alcanzar la igualdad: ante todo la igualdad ante la ley, la igualdad
en proporción al mérito, la igualdad en el sufragio universal. Las antinomias que se
presentaron entre libertad e igualdad se arreglaron fácilmente. El voto era calificado selectivo
en un principio, no podían votar sino los que tenían algo que perder. Eso favorecería a los
ricos. Se eliminó la exigencia de que el volante tuviese un patrimonio o una renta. Se pensó
que para poder participar en la dirección del Estado a través del voto era preciso saber algo.
Eso también era anti-igualitario. Se extendió el derecho de voto a los analfabetas. Ese
igualitarismo a través de la libertad sigue consiguiendo victorias casi póstumas: se decía que
para votar era necesaria cierta responsabilidad, por lo menos esa responsabilidad que da la
experiencia. Se estableció la mayoría de edad a los 21 años como requisito para votar. Eso
también se obvió. Ahora se votará desde los 18 años, pero si se hubiese solicitado una edad
más temprana también se habría concedido.

Al lado de esa igualdad jurídica, que se consideró ante todo como un pre-requisito para
ejercer la libertad, se estableció un complejo y creciente sistema de instituciones tendientes
a preservar la cultura y las formas de convivencia. La marcha de la libertad, unas veces
agitada y violenta, otras pacífica, consensual, avasalladora, producía una estela de
satisfacción. Los pueblos creyeron haber accedido a las oportunidades de decisión; ganaron
o perdieron con la voluntad popular y experimentaron un igualitarismo que se basaba en el
reconocimiento teórico y solemne de la dignidad, especialmente a través de las formas de la
inteligencia. Todo esto era bastante halago para un pueblo que había salido del plácido
marginalismo colonial y que creía estar recibiendo más de lo que era posible asimilar, dado
el grado de su miseria y su carencia de instrucción.
La igualdad resultante del experimento de la libertad era sorprendentemente satisfactoria.
Porque la igualdad esa, que se incrustó en el lema de la Revolución Francesa era totalmente
distinta de la igualdad que hoy forma parte del temario político y lo era también de lo que en
la América Hispánica se tenía por tal. Los franceses del siglo XVIII soportaban todavía la
rigidez estamentaria proveniente de la Edad Media, en que no sólo existía la segregación
procedente de los grados y clases de nobleza, sino las limitaciones de orden gremial que
regulaban las condiciones del trabajo, de su remuneración y enmarcaban las formas del
ascenso social. Ninguno de estos objetivos era primordial en Colombia al terminar la guerra
de la Independencia porque estas rigideces nunca fueron sólidas y desaparecieron
completamente con la destrucción del Estado español.

El mestizaje –bendito Dios– empezó por limar y después por minimizar las
discriminaciones de origen racial. Quedaban, sí, protuberantes, las diferencias de ingreso que
inmediatamente ocasionaban distanciamiento de su cultura y por lo mismo de oportunidades.
Se ha escrito alguna literatura sobre el alejamiento entre ricos y pobres en el momento de la
Independencia y años después. No siempre esos relatos reflejan lo que pudo ser la auténtica
realidad. Es evidente que en algunos sectores muy directamente vinculados con la prestación
de servicios personales, especialmente en el transporte, los trabajadores soportaban la
condición de siervos, a veces en circunstancias de inenarrable crueldad. Los bogas del río
Magdalena, los cargueros de hombres del Quindío, los mineros en algunas regiones, los
estibadores, hubieron de soportar las más duras, condiciones sociales de nuestra historia, en
ocasiones peores que las de la misma esclavitud. Pero cuando ésta terminó y si exceptuamos
los sectores antes mencionados, en la Nueva Granada existía un elemento de regulación
social que no sólo hacía posible la convivencia –ciento cincuenta años de vida independiente
y democrática sin una sola sublevación de carácter social– sino que determinó una forma
autóctona de igualitarismo: la limitación en la capacidad del gasto.

En efecto, Colombia fue siempre un país escaso de mercancía. Extraña afirmación.


Mercancía quiere decir “género u objeto vendible”. Pues es cierto. Nuestra economía fue de
subsistencia. Exportábamos oro. En algunos momentos y principalmente en el siglo XVIII,
fuimos el territorio de América que más oro produjo y que por lo mismo, le dio su último
vigor al Imperio Español. Pero nuestro desarrollo no fue comercial. No hubo grandes
mercados. El de Cartagena era ficticio, dependía del tiempo en que allí fondeaba la flota de
galeones mientras era tiempo de pasar a Portobelo en busca de la plata peruana. Por lo mismo
no tuvimos industria. Se ha dicho, con razón, que las restricciones comerciales de España no
la propiciaban. Pero se ha ocultado –aquí sí, sin razón– que siempre nos faltó esa cantidad
mínima de consumo interno que permite el nacimiento de las industrias. Entre nosotros la
noción del lujo empezaba muy cerca de la satisfacción de las necesidades primarias. En los
días de semana la carne, el maíz, la vela de sebo, el vestido de manta, la alpargata, la hamaca
eran elementos comunes al propietario, al mayordomo y al peón. En las haciendas, mejor
caballo y mejor piso en la casa para el primero que para los otros dos, pero idéntica
iluminación, similar vestido (menos viejo para uno que para otros), y un régimen alimentario
igualmente sencillo y monótono. Los momentos distanciantes se concentraban en los días de
fiesta en los cuales se realizaban consumos más ostentosos que necesarios, como ir a misa
con breviario o usar trajes importados, o destapar una botella de oporto, o calzar botines de
charol. La sencillez de la vida, impuesta por la penuria y carestía de las mercancías, fue el
gran elemento igualitario de la vida colombiana durante el siglo XIX y las primeras décadas
del presente.

La verdad es que en Colombia prácticamente estamos estrenando las consecuencias de un


mediocre sociedad de consumo. Sólo ahora se han puesto a prueba los parámetros
establecidos para el logro de la igualdad.

Esa igualdad no era absoluta sino racionalmente proporcional al mérito. Debía


corresponder a la conquista de méritos progresivos dentro de una tabla establecida que debía
justificar el ascenso social. A una cantidad de méritos debía corresponder una cantidad
igualitaria de ascenso. Bien pronto se vio que los méritos que había que adquirir resultaban
más costosos y difíciles para unos que para otros y por ello se llegó a una formulación más
simplista e inteligente: lo que se necesitaba era la igualdad de oportunidades.

Quizás en este momento se llega a la cúspide del aparato institucional en nuestro sistema
jurídico. La cadena de formulaciones, desde el sufragio universal hasta la igualdad de
oportunidades parecía encerrar el total de las posibilidades sociales de nuestra cultura. Como
todo ello había sido el fruto de un consenso progresivo, la fraternidad debería sobrevenir por
añadidura.

Los partidos tradicionales y cuantas fuerzas políticas quisieron formarse por fuera de ellos
estuvieron enmarcados por este ámbito de la igualdad de oportunidades, que en su
formulación parecía ser insuperable, pero que podría ser perfeccionado en su aspecto práctico
en virtud de la maduración cultural de los hombres y en razón del progreso indefinido que
debería extender paulatinamente sus beneficios a todos los hombres.

En este momento el anhelo mantenido como un vigoroso motor social se convierte en un


oscuro y deprimente interrogante sobre cuanta desigualdad tenemos todavía que soportar y
por cuanto tiempo.

Ahora se cita frecuentemente esta frase de Voltaire: “la igualdad es a un mismo tiempo la
más natural y la más quimérica de las cosas: natural cuando se limita a los derechos y
antinatural cuando ella trata de nivelar los bienes y el poder”. El antagonismo entre la égalité
de droit y la égalité de fait no resulta ser un descubrimiento del llamado push for equality
característico de nuestro tiempo, sino algo vislumbrado de los tiempos en que se formularon
las bases de todo el sistema.
Hoy se dice francamente: “Lo que se necesita no es una igualdad de oportunidades sino
una igualdad de resultados”. En casi todo el mundo, pero muy especialmente en una país en
desarrollo como Colombia, que ha mantenido una rata de crecimiento económico por encima
del 5.5 por ciento, anual, casi toda persona se encuentra en mejores condiciones que su padre
o abuelo. El ritmo es suficientemente acelerado como para transformar la mentalidad de las
gentes por lo menos dos veces en cada generación. Sin embargo, la llamada “revolución de
las expectativas” produce un revulsivo superior a las posibilidades de satisfacción que ofrece
el sistema o, por lo menos, eso es lo que se afirma a través de un proceso de agitación
actualista que tiene a su favor, como elemento demostrativo, la natural habilidad humana
para superar los niveles de cualquier ilusión progresiva.

La igualdad parecería ser hoy un bien que alguien le ha arrebatado a alguien y que, por lo
mismo, se lo debe el establecimiento a las gentes. No es algo por lo cual se llega por un
proceso más o menos elaborado y difícil, ni una condición del futuro o la que se pudiese
aspirar. Es, muy por el contrario, un bien concreto perdido, sustraído, escamoteado. Nunca
antes se había tenido colectivamente una sensación tan realista y próxima de un Estado de
naturaleza igualitario. Sobre ese supuesto no demostrado de que la igualdad surgiría,
maravillosa y cautivante, por el solo hecho de suprimir las instituciones que sustentan el
establecimiento, se afianza toda la teoría revolucionaria contemporánea.

Ya lo había dicho yo en ocasión anterior: Nos hallamos ante la exigencia imperiosa de


sacrificar paulatinamente el sistema jurídico que habíamos establecido para conseguir la
libertad. Y lo hacemos para complacer a los igualitaristas que saben muy bien que esa
igualdad final, igualdad de resultados que ellos proponen, nunca se podrá satisfacer y que,
por lo mismo, ellos no van a cejar en sus pretensiones hasta cuando todo el sistema jurídico
de la libertad haya sido entregado para calmar sus demandas.

La libertad no se defiende sino dentro del orden. Específicamente dentro del orden
jurídico. En virtud de esa antigua creencia estructuramos todo el sistema institucional. Era el
camino que nos llevaría, asegurando primero la libertad, a las metas –inicialmente muy
revolucionarias y posteriormente muy asimiladas– de la igualdad y la fraternidad. Para la
concepción republicana de la política, esas metas eran compatibles y deberían conseguirse
como resultado del progreso social.

La izquierda encontró una manera ingeniosa de proponer la destrucción del orden: sostiene
que la libertad es incompatible con la igualdad. Ese es el planteo político protuberante de
nuestro tiempo. Las instituciones, esas instituciones concebidas en el campo político para
garantizar la libertad, son, según los igualitaristas, reductos de los privilegiados, de las
situaciones creadas, de la injusticia social. La institución es lo discriminatorio, es lo
reaccionario. Para conseguir esa igualdad de resultado, –que es diametralmente distinta de la
igualdad a través del mérito, de la igualdad ante la ley o de la igualdad de oportunidad–, es
necesario situarse en un terreno puramente fáctico y actualista. Se trata de una igualdad “aquí
y ahora”, total y no progresiva, equiparable en términos concretos, sin equivalencias, sin
compensaciones. Es una igualdad que no resulta compatible con ningún sistema pacífico. Se
invoca para justificar la fuerza pero no se hace esbozo de lo que pudieran ser las instituciones
correspondientes a ese sistema de igualdad de resultado.

Aceptado este planteo de la igualdad de resultado como un hecho “debido”, no hay


posibilidad ninguna de un progreso político pacífico. Esa es la fuerza y la habilidad de la
nueva izquierda, haber logrado convencer a los burgueses progresistas de que ese supuesto
estado de naturaleza es una condición “robada” por el establecimiento. Todos los curas
rebeldes, los de la teología de la violencia, los columnistas vanguardistas de la gran prensa,
los demagogos de los distintos partidos, los economistas marxistoides cabalgan en el mismo
rocín. Sería fácil identificarlos. No es una peripecia intelectual demasiado ardua descubrir
los elementos falaces de esa suposición. Sin embargo, el sistema tiene fatiga mental. Le duele
pensar. Carece de ánimo de combate, ha perdido la garra. Se deja faltar al respeto. Le parece
buen negocio sacrificar un trozo de la armazón institucional a cambio de conseguir el
apaciguamiento de los asaltantes. Se permuta una institución que pudo haber costado décadas
de esfuerzos políticos, por una precaria “nota de buena conducta” concedida benévolamente
por los revolucionarios.

La gran dificultad de la democracia en los actuales tiempos está en ese desfallecimiento


de ánimo que muestran los burgueses progresistas cuando se les coloca ante la exigencia de
la igualdad de resultado. Se está demostrando en el mundo que sólo los temperamentos
conservadores tienen capacidad crítica y ánimo bastante para desentrañar el planteo,
establecer cuánto hay de cierto en él y cuánto tiene de sofisma. Y luego ellos, los
conservadores, pueden estructurar un sistema dialéctico capaz de contrarrestar las
pretensiones de rendición incondicional de los igualitaristas irredimibles.

Este enunciado trasciende la situación partidista actual de Colombia. Cuando hablo de


conservadores, me refiero a los conservadores de todos los partidos; lo mismo sucede con los
progresistas desfallecientes, que los hay en todas las colectividades políticas. Lo que he
tratado de enunciar o, mejor, de descubrir, es el nuevo punto focal a donde están
convergiendo intencional o inconscientemente todos los enfoques de la política
contemporánea. Porque acaso la parte más deplorable de la situación por que atraviesa la
cultura occidental no es tanto el desfallecimiento del ánimo anotado, que ya de por sí es
horrendo como espectáculo de indignidad, sino la falta de conciencia con que se acepta un
visible y persistente fenómeno de decadencia de los valores tradicionales.

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