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IDEOLOGÍA CONSERVADORA
1. LA DESACRALIZACIÓN DE LOS VALORES
Que una palabra cambie de significado ocurre con frecuencia, por la evolución de idiomas,
por la transformación de costumbres, por el adelanto de la tecnología. Sin embargo, lo que
ahora está ocurriendo en América Latina es el resultado de una ofensiva desestabilizadora de
los modos del lenguaje, como circunstancia coadyuvante de un proceso más vasto de
desestabilización institucional.
Conferencia ante los asistentes al Segundo Congreso de la Unión Democrática Internacional. Washington,
julio 24/85.
El peligro, ahora como antes, está en el desarme de la democracia, en su falta de confianza
y últimamente en la debilidad de sus propósitos. La coexistencia de la democracia con fuerzas
políticas antagónicas que participan en el juego democrático, le da a nuestro sistema de
libertad un carácter transitorio. Deja de ser una forma de gobierno, con pretensiones
perdurables, y se convierte en un experimento. Pierde así su capacidad de producir seguridad.
Esta propuesta de que busquemos nuestra originalidad, conduce a que queramos ser
distintos de lo que somos. Tal pretensión se afianza en el supuesto de que nunca pudimos ser
lo que deberíamos haber sido, con lo cual se condena toda nuestra tradición cultural, todos
nuestros esfuerzos por establecer un sistema político democrático y toda nuestra evolución
social. Es la forma como se prepara una inconformidad sustancial, disfrazada de
nacionalismo, contra los valores que han servido para estructurar nuestra propia identidad.
Porque el objetivo político de esta ofensiva es socavar las solidaridades que le permitirían
de nuestros países asumir una defensa no sólo consciente sino colectiva. ¿Si no tenemos unas
mismas raíces, ni hemos compartido con los países de Occidente nuestros valores, por qué
debemos esperar su solidaridad? ¿Por qué deben ellos esperar la nuestra? La gran tarea
política de nuestro tiempo consiste en renovar nuestras solidaridades, dándoles actualidad y
presencia y en no permitir que sean socavadas en nombre de una autenticidad desconocida
ante la cual tendrían que ser sacrificadas.
Que América Latina sea considerada en todo momento como parte integrante de la cultura
occidental no es sólo el reconocimiento de un resultado histórico sino la formulación de una
política. Quiere ello decir que los países desarrollados que fueron la cuna de esa cultura,
tienen con los pueblos en desarrollo de nuestra América características comunes y similitudes
que no sólo deben entrañar compromisos recíprocos sino que a un mismo tiempo hacen
posible el resurgimiento de esas solidaridades cuya existencia antes no se ponía en duda, pero
que ahora, sumergidas nuestras naciones en los conceptos generalizantes que cubren hoy al
Tercer Mundo, ya no se distinguen y por lo tanto no se aprecian.
No reconocer que existen esas solidaridades potenciales entre países que tienen una misma
ubicación cultural, es un desperdicio político, principalmente para los partidos democráticos
aquí reunidos, porque en esas raíces histórico-culturales se pueden encontrar los fundamentos
ideológicos para constituir alianzas que tengan vocación histórica.
Con la aceptación de que si nuestros criterios son similares y nuestros anhelos de progreso
tienen unos mismos motivos, se entenderán mejor los objetivos que adoptan los partidos
latinoamericanos como programas políticos. Y ello servirá también para que se comprenda
mejor la desproporción que existe entre los modelos de bienestar apetecidos por nuestros
pueblos y la incapacidad económica que ellos tienen para conseguirlos.
El Partido Conservador colombiano es el más antiguo de los que llevan ese nombre en
nuestro hemisferio. Su tradición arranca de la experiencia política de Bolívar, cuando se
constituyó el Estado independiente después de la guerra de Independencia. Se estableció
como organización jerárquica y electoral en 1849 y desde entonces ha mantenido una estricta
lealtad a los principios democráticos y al Estado de derecho. Su influencia consagró la actual
Constitución, que tendrá en 1986 cien años de vigencia, convirtiéndose así, en una de las más
antiguas del mundo. El Partido Conservador ha conseguido gobernar en Colombia por más
tiempo que ninguna otra fuerza política y mantiene hoy unos efectivos electorales crecientes.
Nuestra democracia, sin embargo, está también amenazada por el terrorismo y por hallarse
situada ahora en medio del conflicto Este-Oeste, y por lo tanto sometida a la presión
desestabilizadora que hemos descrito. Como nuestro partido mantiene una decidida vocación
popular, su problema único para conservar el apoyo de la opinión pública es la falta de
crecimiento económico provocada por las consecuencias de la depresión mundial. A
diferencia de los países que consideramos desarrollados, los que no lo son necesitan, para
sostener un régimen democrático de tipo occidental, un crecimiento del Producto Interno
Bruto que permita mantener una economía en expansión. Esa expansión es lo que permite
conservar la esperanza del pueblo.
El Partido Conservador de Colombia cree poder aportar a la Unión Democrática
Internacional una prolongada experiencia para que en un próximo futuro puedan ingresar a
esta organización otras fuerzas políticas de Latinoamérica que tienen propósitos
democráticos similares a los nuestros.
2. EL CONSERVATISMO ANTE EL FUTURO
El conservatismo aceptó como orden prioritario de los bienes sociales, el enunciado por
la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. No hay nada para qué estudiar aquí
las razones que tuvo para ello, que fueron muchas. Empezando por no haber sido la tradición
conservadora ajena a la formulación de las teorías que convirtieron esas palabras en símbolos
de acción política y de transformación social.
La tendencia constante del liberalismo fue la de considerar que esas tres palabras
significaban conceptos armónicos entre sí y que se podían conseguir consecuencialmente, es
decir, que buscando uno de ellos necesariamente se realizaba una aproximación a los otros.
Ese supuesto, no demostrado pero inicialmente tampoco desmentido, le dio a la Revolución
Francesa su formidable capacidad de arremetida.
El énfasis inicial se puso sobre el término más cautivante, que tenía más contenido
político: la libertad. Se proclamó aquí otro supuesto no demostrado: la carencia de libertad
había impedido la igualdad y como predicado necesario no existía fraternidad. El principio
de este sorites era el que había de destruir, porque al hacerlo, el resto, el encadenamiento
quedaba roto. Con libertad habría igualdad y con ésta se aclimataría la fraternidad.
No importa aquí que esto fuese cierto o no. Desde un principio se vio que el camino de la
libertad era largo, que había ideas abundantes para poner en práctica y que ese empeño
satisfacía a los ideólogos tanto como a los activistas políticos. Se instauró la teoría de la
soberanía popular y se propuso la meta de los regímenes representativos.
Artículo en “El Siglo”, páginas literarias, feb. 1/76.
De esa implantación de la libertad nos ha quedado mucho en Colombia: todo el sistema
jurídico, individualista es cierto, pero plenamente asimilado. La organización republicana,
nuestra bien ganada reputación de demócratas, hoy casi única en el continente
latinoamericano. Un sistema jurisdiccional, igualmente ineficaz para todos, pero que todavía
permite hacerse la ilusión de que se puede invocar el predominio de la ley. Desde cuando
Rojas Pinilla nombró a su antojo su propia Corte –la que le condonó el delito de haber
aplicado la pena legalmente inexistente de destierro– no se ha vuelto a dar el caso de que la
rama ejecutiva perturbe la independencia del órgano judicial. Desde cuando Carlos Lleras
invadió el recinto del Congreso con sus detectives, no se ha vuelto a presentar el caso de que
el ejecutivo ejerza la fuerza sobre los legisladores. Todo ello forma un patrimonio tradicional
que se traduce en un activo de valores institucionales que nuestros países vecinos no tienen,
en donde está anclada nuestra posibilidad de convivencia y que es una de nuestras
singularidades, quizás la singularidad de la cual podemos estar más legítimamente
orgullosos.
Al lado de esa igualdad jurídica, que se consideró ante todo como un pre-requisito para
ejercer la libertad, se estableció un complejo y creciente sistema de instituciones tendientes
a preservar la cultura y las formas de convivencia. La marcha de la libertad, unas veces
agitada y violenta, otras pacífica, consensual, avasalladora, producía una estela de
satisfacción. Los pueblos creyeron haber accedido a las oportunidades de decisión; ganaron
o perdieron con la voluntad popular y experimentaron un igualitarismo que se basaba en el
reconocimiento teórico y solemne de la dignidad, especialmente a través de las formas de la
inteligencia. Todo esto era bastante halago para un pueblo que había salido del plácido
marginalismo colonial y que creía estar recibiendo más de lo que era posible asimilar, dado
el grado de su miseria y su carencia de instrucción.
La igualdad resultante del experimento de la libertad era sorprendentemente satisfactoria.
Porque la igualdad esa, que se incrustó en el lema de la Revolución Francesa era totalmente
distinta de la igualdad que hoy forma parte del temario político y lo era también de lo que en
la América Hispánica se tenía por tal. Los franceses del siglo XVIII soportaban todavía la
rigidez estamentaria proveniente de la Edad Media, en que no sólo existía la segregación
procedente de los grados y clases de nobleza, sino las limitaciones de orden gremial que
regulaban las condiciones del trabajo, de su remuneración y enmarcaban las formas del
ascenso social. Ninguno de estos objetivos era primordial en Colombia al terminar la guerra
de la Independencia porque estas rigideces nunca fueron sólidas y desaparecieron
completamente con la destrucción del Estado español.
El mestizaje –bendito Dios– empezó por limar y después por minimizar las
discriminaciones de origen racial. Quedaban, sí, protuberantes, las diferencias de ingreso que
inmediatamente ocasionaban distanciamiento de su cultura y por lo mismo de oportunidades.
Se ha escrito alguna literatura sobre el alejamiento entre ricos y pobres en el momento de la
Independencia y años después. No siempre esos relatos reflejan lo que pudo ser la auténtica
realidad. Es evidente que en algunos sectores muy directamente vinculados con la prestación
de servicios personales, especialmente en el transporte, los trabajadores soportaban la
condición de siervos, a veces en circunstancias de inenarrable crueldad. Los bogas del río
Magdalena, los cargueros de hombres del Quindío, los mineros en algunas regiones, los
estibadores, hubieron de soportar las más duras, condiciones sociales de nuestra historia, en
ocasiones peores que las de la misma esclavitud. Pero cuando ésta terminó y si exceptuamos
los sectores antes mencionados, en la Nueva Granada existía un elemento de regulación
social que no sólo hacía posible la convivencia –ciento cincuenta años de vida independiente
y democrática sin una sola sublevación de carácter social– sino que determinó una forma
autóctona de igualitarismo: la limitación en la capacidad del gasto.
Quizás en este momento se llega a la cúspide del aparato institucional en nuestro sistema
jurídico. La cadena de formulaciones, desde el sufragio universal hasta la igualdad de
oportunidades parecía encerrar el total de las posibilidades sociales de nuestra cultura. Como
todo ello había sido el fruto de un consenso progresivo, la fraternidad debería sobrevenir por
añadidura.
Los partidos tradicionales y cuantas fuerzas políticas quisieron formarse por fuera de ellos
estuvieron enmarcados por este ámbito de la igualdad de oportunidades, que en su
formulación parecía ser insuperable, pero que podría ser perfeccionado en su aspecto práctico
en virtud de la maduración cultural de los hombres y en razón del progreso indefinido que
debería extender paulatinamente sus beneficios a todos los hombres.
Ahora se cita frecuentemente esta frase de Voltaire: “la igualdad es a un mismo tiempo la
más natural y la más quimérica de las cosas: natural cuando se limita a los derechos y
antinatural cuando ella trata de nivelar los bienes y el poder”. El antagonismo entre la égalité
de droit y la égalité de fait no resulta ser un descubrimiento del llamado push for equality
característico de nuestro tiempo, sino algo vislumbrado de los tiempos en que se formularon
las bases de todo el sistema.
Hoy se dice francamente: “Lo que se necesita no es una igualdad de oportunidades sino
una igualdad de resultados”. En casi todo el mundo, pero muy especialmente en una país en
desarrollo como Colombia, que ha mantenido una rata de crecimiento económico por encima
del 5.5 por ciento, anual, casi toda persona se encuentra en mejores condiciones que su padre
o abuelo. El ritmo es suficientemente acelerado como para transformar la mentalidad de las
gentes por lo menos dos veces en cada generación. Sin embargo, la llamada “revolución de
las expectativas” produce un revulsivo superior a las posibilidades de satisfacción que ofrece
el sistema o, por lo menos, eso es lo que se afirma a través de un proceso de agitación
actualista que tiene a su favor, como elemento demostrativo, la natural habilidad humana
para superar los niveles de cualquier ilusión progresiva.
La igualdad parecería ser hoy un bien que alguien le ha arrebatado a alguien y que, por lo
mismo, se lo debe el establecimiento a las gentes. No es algo por lo cual se llega por un
proceso más o menos elaborado y difícil, ni una condición del futuro o la que se pudiese
aspirar. Es, muy por el contrario, un bien concreto perdido, sustraído, escamoteado. Nunca
antes se había tenido colectivamente una sensación tan realista y próxima de un Estado de
naturaleza igualitario. Sobre ese supuesto no demostrado de que la igualdad surgiría,
maravillosa y cautivante, por el solo hecho de suprimir las instituciones que sustentan el
establecimiento, se afianza toda la teoría revolucionaria contemporánea.
La libertad no se defiende sino dentro del orden. Específicamente dentro del orden
jurídico. En virtud de esa antigua creencia estructuramos todo el sistema institucional. Era el
camino que nos llevaría, asegurando primero la libertad, a las metas –inicialmente muy
revolucionarias y posteriormente muy asimiladas– de la igualdad y la fraternidad. Para la
concepción republicana de la política, esas metas eran compatibles y deberían conseguirse
como resultado del progreso social.
La izquierda encontró una manera ingeniosa de proponer la destrucción del orden: sostiene
que la libertad es incompatible con la igualdad. Ese es el planteo político protuberante de
nuestro tiempo. Las instituciones, esas instituciones concebidas en el campo político para
garantizar la libertad, son, según los igualitaristas, reductos de los privilegiados, de las
situaciones creadas, de la injusticia social. La institución es lo discriminatorio, es lo
reaccionario. Para conseguir esa igualdad de resultado, –que es diametralmente distinta de la
igualdad a través del mérito, de la igualdad ante la ley o de la igualdad de oportunidad–, es
necesario situarse en un terreno puramente fáctico y actualista. Se trata de una igualdad “aquí
y ahora”, total y no progresiva, equiparable en términos concretos, sin equivalencias, sin
compensaciones. Es una igualdad que no resulta compatible con ningún sistema pacífico. Se
invoca para justificar la fuerza pero no se hace esbozo de lo que pudieran ser las instituciones
correspondientes a ese sistema de igualdad de resultado.