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El núcleo rescatable de esta hipótesis es que las fuerzas políticas de izquierdas viven en un
desolador vacío programático. Los desafíos y obstáculos a los que se enfrentan estas fuerzas cuando
quieren convertir sus principios y propósitos generales en un programa de gobierno son
descomunales, especialmente en el ámbito socioeconómico. Cuanto más radical se busca que sea la
respuesta a un determinado problema, aquel que parezca más urgente, más evidente se hace su
conexión con el resto de cuestiones esenciales que es necesario abordar. Eso, sin embargo, no
facilita el diseño de un plan de gobierno integral sino que genera una sensación de desborde,
bloqueo e impotencia. Por eso, allí donde consiguen tomar los mandos de una institución, las
fuerzas de izquierda acaban actuando guiadas por la inercia que conservan sus adversarios y
reduciendo la acción política a parches, gestos y símbolos. Si hablamos de América Latina, claro
está, los proyectos bolivarianos han realizado conquistas materiales importantes. Por eso mismo los
límites y las contradicciones que allí han resultado por el momento insuperables son de naturaleza
más profunda que los obstáculos ante los cuales la izquierda europea ha doblado la cerviz. Pero en
última instancia el gran problema es el mismo: el capitalismo es irreformable y las instituciones
existentes no pueden ir, en el mejor de los casos, más allá de la reforma.
En todo caso queda claro que el problema no es tener que optar entre distribución y reconocimiento.
Cualquiera con dos dedos de frente ve que ambas perspectivas están íntimamente unidas y son
indisociables. Toda política de distribución establece un sistema de reconocimiento, y las políticas
de reconocimiento son vacuas si no se sustentan en modificaciones de la distribución. Precisamente
la experiencia europea con gobiernos de izquierda durante los últimos treinta años demuestra qué
ocurre cuando, por no querer (o no poder) hacer nada en términos de distribución, se toman medidas
simbólicas en términos de reconocimiento. El trasfondo de esa táctica cortoplacista y superficial es
la preocupación electoral por satisfacer una demanda de representación auténtica que es imposible
de cumplir y que, con mayor o menor intensidad, nos está afectando a todos.
La buena noticia en este sentido es que los votos a la extrema derecha son tan volátiles y están tan
afectados por la espiral inflacionista del voto como los de la izquierda. La mala es que el
nacionalismo excluyente, el autoritarismo y la guerra del penúltimo contra el último son
mecanismos estabilizadores peligrosamente eficaces.
Prácticamente cada vez que he reflexionado sobre el modo en que Podemos está operando
políticamente he criticado su apuesta por la maleabilidad del discurso y su falta de atención a los
elementos materiales de la política. Desde esa misma perspectiva se comprende claramente cuál es
el problema de la versión caricaturesca de la hipótesis de “la trampa de la diversidad”, que sí
contrapone tontamente distribución y reconocimiento y se queja de que la izquierda ha perdido “sus
señas de identidad”. Ese posicionamiento caricaturesco a veces se desliza en los análisis que
circulan por ahí, y también es posible encontrarlo en una porción interesante de votantes “de
izquierdas” (la inmensa mayoría hombres de mediana edad). Aunque pueda parecerlo, estos
posicionamientos no constituyen una crítica frontal a Podemos. Son un efecto colateral de la
práctica política podemita en las coordenadas, ya delineadas, de revalorización del voto y
devaluación institucional.
Lo que preocupa en este caso no es la realidad “material”, de la que en el fondo todos sabemos muy
poco, sino la presencia o ausencia de un discurso sobre cuestiones materiales. No se critica aquí el
anhelo ilusorio de encontrar al representante auténtico, sino que una vez más se espera la llegada de
un representante auténtico, aquel en el que verdaderamente se refleje nuestra identidad “de clase”,
obrera o media. Una vez más se apuesta todo a la capacidad performativa del discurso y se descuida
la práctica política cotidiana de solidaridad, resistencia y lucha.
La hipótesis de “la trampa de la diversidad” en su versión caricaturesca impide, por lo demás, ver la
conexión entre la crisis institucional de los países del centro y la que simultáneamente afecta, al
menos, a gran parte de la semi-periferia. Como corolario del repliegue narcisista sobre el voto,
aparece una visión política necesariamente parcial según la cual, si se considera lo que ocurre en
otros rincones del mundo, es solo para hablar de amenazantes competidores o de demografías
desbocadas. Cuestiones como el subdesarrollo, el intercambio desigual o el imperialismo
económico van a quedar completamente fuera de foco.
Ideas para una política radical
Hasta aquí queda descrito el escenario. Lo que queda pendiente es diseñar una respuesta. Por lo
pronto, es necesario entender, reconocer y explicitar el poso de verdad que tienen la revalorización
del voto y la devaluación institucional. Solo entonces es posible explicar, como contrapunto, que
incluso si la izquierda en el poder hace, por sí misma, poco bien, la derecha reaccionaria en el poder
puede hacer mucho mal. Ya hay miles de ejemplos disponibles. Es cierto que el Mediterráneo ya era
una fosa común horripilante antes de la formación de un gobierno rojipardo en Italia, pero la llegada
de ese gobierno hace las cosas peores. Es cierto que en Estados Unidos el racismo está
perfectamente institucionalizado, pero también lo es que el gobierno de Trump ha llegado al
extremo de meter a niños en jaulas.
Es también necesario reorientar la crítica de la representación para salir de la espiral en la que nos
deja atrapados el anhelo de autenticidad. Eso solo se puede hacer mediante la transformación
profunda de la forma en que hacemos política, explorando nuevos modos de organización y
relativizando la importancia de los ciclos electorales. Necesitamos dotarnos de instrumentos que
suplan los límites de la representación al margen de la política representativa, y no a través del
anhelo delirante de una representación perfecta.
También hace falta dedicarle un enorme esfuerzo a la superación del actual vacío programático, lo
que antes requiere mejorar sustancialmente los análisis de los que disponemos. Eso implica
comprender mejor, y con atención a las especificidades presentes, todos los aspectos de nuestra vida
social: la economía, el derecho, la ciencia, las industrias culturales, las rivalidades geopolíticas, las
cuestiones medioambientales… Esa tarea no es un capricho de erudición sino en sí misma un
ámbito de práctica política actualmente abandonado. Necesitamos contar con todo tipo de saberes,
cultivados por todo tipo de personas, que solo en la puesta en común y el intercambio pueden dejar
de ser privados y parciales.
Otro aspecto relevante en nuestra coyuntura es que la escala de los problemas es global, lo cual hace
inviables las “robinsonadas”. Es necesaria una reafirmación soberana popular, pero en una
territorialidad compleja que no es la del Estado-nación sino que empieza más acá y ha de extenderse
más allá de la escala estatal. Por eso mismo la reconstrucción política de la que estamos hablando
tiene que hacer del internacionalismo y el antiimperialismo uno de sus ejes centrales. Esto significa
al menos dos cosas. Por un lado, entender cuál es la inserción internacional de España en la
estrategia imperialista global. Esto requiere cuestionar radicalmente la participación activa de
España en la OTAN, su cooperación bilateral con los Estados Unidos, y su proyección en África (en
en marco de la UE) y en América Latina (donde España actúa como ariete). Por otro, reconstruir
alianzas estratégicas que no dependan de las estructuras internacionales vigentes, sino que puedan
servir de hecho para romper con ellas.
Caso concreto y evidente de esto último es el de la Unión Europea. No hay modo de transformar
radicalmente nuestro modelo socioeconómico en su seno, pero tampoco es viable hacerlo en
solitario. Son precisas alianzas internacionales estables que sirvan de contrapeso en el interior de la
UE y que al mismo tiempo puedan sentar las bases de una demolición controlada de esa estructura.
Si esas alianzas son construidas solo a través de los instrumentos que la propia UE proporciona,
quedarán atrapadas en el marco que en principio querían superar. También reproducirán
instintivamente la lógica de la Europa fortaleza, que solo es sostenible en el medio plazo si se sigue
llenando el Mediterráneo de cadáveres y si se excluye a una porción creciente de población europea
de un sistema de bienestar que cada vez es menos un derecho y más un privilegio.
En Podemos todos los debates de calado quedaron cerrados en falso y por la fuerza en el primer
Vistalegre. Prácticamente nadie se propuso realmente abrirlos en el segundo, porque entonces las
facciones funcionaban ya a pleno rendimiento. Como ya se palpa el riesgo de que el partido tire por
la borda en el próximo año lo poco acumulado sobre bases tan precarias, puede estar a punto de
abrirse una oportunidad para la redefinición profunda del proyecto. Tal vez no haya que esperar a
pegarse un castañazo en las próximas generales, y baste con constatar en las elecciones de mayo de
2019 que, tal y como están ahora mismo las cosas, el valor de nuestros votos supera con mucho lo
que el partido puede ofrecer: una muleta para el PSOE, espectáculos bochornosos cada vez que se
avecina un juego de sillas, pugnas políticas entre notables de resonancias galdosianas (véase, en
Madrid, la juez contra el general) y plebiscitos para sancionar los caprichos e incoherencias del
Secretario General.
La máquina de guerra electoral está irremediablemente herrumbrosa y gripada. Hace falta tejer otro
tipo de red, que tenga otros tiempos y que siga otra lógica. Si no es con Podemos, tendrá que ser a
su pesar.