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JOAN NOGUÉ

Catedrático de Xeografía Humana da Universidade de Girona e director do


Observatorio da Paisaxe de Catalunya

Paisaje y sentido de lugar

Voy a reflexionar en las páginas que siguen en torno a las relaciones entre el
paisaje y el sentido de lugar. La cuestión es apasionante y enormemente relevante,
pero resbaladiza y fácilmente manipulable desde un punto de vista ideológico e incluso
político. He ahí un terreno pantanoso, con arenas movedizas a diestro y siniestro.
Nunca sabes a ciencia cierta dónde pones el pie. Según cómo trates la cuestión, serás
acusado de esencialista y romántico en el sentido histórico y literal del término, o bien
de moderno y cosmopolita, siempre en sentido despectivo, obviamente. La cuestión es
clave, además, porque está en la esencia misma del debate nacionalista, ayer y hoy,
en este país y en cualquier rincón del planeta. Después de darle muchas vueltas, he
optado por enfocar la cuestión desarrollando y encadenando los siguientes puntos.
Empezaré, en primer lugar, por una reflexión sobre paisaje e identidad territorial, es
decir sobre el papel del paisaje en la formación y consolidación de identidades
territoriales, a todas las escalas. Seguiré, a continuación, interpretando la conflictividad
territorial contemporánea como reflejo de la pérdida de esta identidad y, a su vez, del
sentido de lugar. Finalmente, mostraré algunas propuestas de protección, ordenación
y gestión del paisaje que aspiran a preservar el sentido de lugar y la identidad
territorial y a reducir, por tanto, esta conflictividad territorial.

1. Paisaje e identidad territorial

Me gustaría empezar a desarrollar el primer punto recordando una obviedad,


sobre la que a veces conviene volver: en general, la gente se siente parte de un
paisaje, con el que establece múltiples y profundas complicidades. Este sentimiento es
legítimo, ancestral y universal y, si bien es verdad que la tensión dialéctica entre lo
local y lo global generada por lo que habitualmente entendemos por globalización está
afectando muchísimo a los lugares, también lo es que, en buena medida, seguimos
actuando como una cultura territorializada.
Cuando hablamos de paisaje, estamos hablando, en el fondo, de paisaje cultural,
esto es de una porción de la superficie terrestre que ha sido modelada, percibida e
interiorizada a lo largo de décadas o de siglos por las sociedades que viven en ese

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entorno, lo que nos lleva, inevitablemente, a vincular paisaje e identidad territorial. El
paisaje está lleno de lugares que encarnan la experiencia y las aspiraciones de la
gente; lugares que se convierten en centros de significado, en símbolos que expresan
pensamientos, ideas y emociones varias. El paisaje no sólo nos presenta el mundo tal
como es, sino que es también, de alguna manera, una construcción de este mundo,
una forma de verlo. De ahí el relevante papel que siempre ha jugado el paisaje en la
formación y consolidación de identidades territoriales, a todas las escalas, entre ellas
la identidad territorial nacional. Las identidades territoriales se han vehiculado
históricamente y en buena medida a través del paisaje.
No hay duda de que los lugares –y sus paisajes- han acusado el impacto de las
telecomunicaciones, de la mayor velocidad de los sistemas de transporte, de la
mundialización de los mercados, de la estandarización de las modas, de los productos,
de los hábitos de consumo. No en vano hablamos de homogeneización y de
banalización del paisaje. Es cierto que han aparecido ‘no lugares’, que han emergido
territorios sin discurso y que hemos creado paisajes sin imaginario, pero, con todo,
sigo pensando que muchos lugares siguen conservando su carácter y que nos
resistimos a perder el sentido de lugar: no nos resignamos a que nos eliminen de un
plumazo la identidad de nuestros paisajes y la conflictividad territorial hoy existente es
una prueba de ello, como veremos más adelante.
Existe una larga y rica tradición de reflexión académica e intelectual en relación
con el tema de la identidad territorial y su vinculación con el paisaje. No se trata aquí
de entrar a fondo en ella, pero no puedo dejar de citar algunos hitos en este terreno,
limitados al ámbito disciplinar del que provengo –la geografía humana-, pero que son
generalizables al conjunto de las ciencias sociales y humanas. Hay que reconocer, de
entrada, que las más importantes escuelas geográficas europeas de finales del siglo
XIX y principios del XX dieron una gran importancia al asunto. En la alemana
Landschaftgeographie se daba una clara asociación de ideas entre paisaje y región,
dos conceptos utilizados casi como sinónimos. Lo mismo vale para la rica tradición
geográfica francesa de la época, la denominada escuela regional francesa o escuela
vidaliana, en honor a su fundador, Paul Vidal de la Blache, tan influyente en el España.
Para ellos, el paisaje era la fisonomía característica que nos revela una porción del
espacio concreta –una región- y la distingue de otras. Es en la región –en el lugar, si
quieren- donde cristalizan las relaciones naturaleza-cultura. La interpenetración
cultura-naturaleza daría a la región un carácter distintivo que la haría única, irrepetible
y que se visualizaría, se materializaría a través del paisaje. La idea (que aún hoy
repetimos) de que el paisaje es, de alguna forma, el rostro del territorio se consolida en
este momento. La tradición vidaliana no concebirá la geografía sin la observación

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directa sobre el terreno, sin el trabajo de campo y –aún más que todo eso- sin
impregnarse del genius loci de las regiones a estudiar. Hay ahí una conexión directa
con la mirada geográfica inaugurada por Humboldt al concebir la región como el
resultado de una singular y única combinación de elementos naturales y culturales,
peculiar combinación que se materializaría en un paisaje determinado.
El paisaje en la tradición geográfica francesa es, sin duda, un concepto
fundamental y su estudio precisará no sólo de una sólida formación científica, sino
también de una gran base humanista. Geógrafos como Jean Brunhes, Albert
Demangeon, Max Sorre, Roger Dion, Camille Vallaux o, en nuestro país, Manuel de
Terán o Pau Vila, entre muchos otros, son, sobre todo, hombres cultísimos y de una
especial sensibilidad, además de sólidos científicos. Escribían –y describían- de una
manera magistral, con un esperit de finesse al alcance de muy pocos hombres de
ciencia. Entendían que la esencia de un paisaje, su carácter y personalidad, no podía
ser transmitida sin un dominio absoluto del lenguaje, lo que ha convertido algunas de
sus obras en auténticos clásicos, en verdaderas obras de arte. En este sentido, Anne
Buttimer (1980) llega a calificar el Tableau de la géographie de la France, de Paul
Vidal de la Blache, de Mona Lisa de la geografía moderna. Vidal, por cierto, tardó
muchísimos años en completar esta obra sencillamente porque se empeñó en visitar
todas y cada una de las regiones francesas antes de escribir sobre ellas. Vidal
aspiraba a descubrir el carácter de las regiones francesas, su identidad territorial, en
definitiva.
Y si cruzamos el Atlántico y nos situamos en América del Norte nos
encontraremos con una perspectiva parecida a la francesa de la mano de Carl O.
Sauer, geógrafo que en los años 1920 acuñó el concepto de paisaje cultural, aún hoy
vigente en muchos sentidos. La rica tradición norteamericana de estudios del paisaje
en tanto que expresión de un sentido de lugar debe muchísimo a la obra de los
geógrafos culturales discípulos de Sauer. Figuras del calibre de un John Brinckerhoff
Jackson, fundador de la revista Landscape, no se entienden sin el legado de Sauer. Y
todos ellos, sin excepción, vincularon paisaje y sentido de lugar.

Por su parte, la geografía humana contemporánea sigue empeñada en averiguar


cómo los seres humanos se relacionan con su entorno, cómo crean lugares e imbuyen
de significado al espacio geográfico y cómo se genera el sentido de lugar. En
concreto, la geografía humanística, de inspiración fundamentalmente fenomenológica,
entiende los lugares no como simples localizaciones ni amorfos nodos o puntos
estructuradores de un espacio geográfico que demasiado a menudo se concibe, a su
vez, como un espacio casi geométrico, topológico. El espacio geográfico será

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concebido por esta escuela como un espacio existencial y, en él, los lugares serán
entendidos como porciones del mismo imbuidas de significados, de emociones, de
sentimientos. Su materialidad tangible está teñida, bañada de elementos inmateriales
e intangibles que convierten cada lugar en algo único e intransferible, lo que da como
resultado un particular genius loci, esperit du lieu o, si se quiere, sentido del lugar.
Para conseguir lo que ahora se propone será imprescindible desarrollar una
metodología de tipo cualitativo que permita descubrir esas relaciones de carácter
afectivo, sensorial y emotivo que establecemos con los lugares que nos rodean. Una
de las figuras clave fue –y sigue siendo- el geógrafo norteamericano de origen chino
Yi-Fu Tuan, autor de obras excepcionales como Topophilia: A Study of Environmental
Perception, Attitudes, and Values (1974) o Space and Place: The Perspective of
Experience (1977), entre muchos otros.
Así pues, las interpretaciones que suelen vincular paisaje e identidad territorial
sólo en términos nacionalistas son parciales y limitadas, porque olvidan este otro tipo
de identificaciones territoriales con el paisaje, estudiadas a fondo por esta rica
tradición académica e intelectual de la que aquí sólo he esbozado una pincelada. La
vinculación paisaje-identidad nacional (García, 2002) es importantísima y yo mismo
me he dedicado a fondo a ella (Nogué, 1998; Nogué, 2005), pero no es la única.
Conviene, sin embargo, dada su relevancia, que veamos un momento por qué el
nacionalismo ha considerado a menudo al paisaje como uno de los elementos
articuladores fundamentales de la identidad nacional.
El paisaje que configura el territorio nacional, en tanto que plasmación de una
cultura en el territorio a través de elementos tanto tangibles como intangibles, será
interiorizado y resaltado por el discurso nacional. El territorio nacional se convierte
desde esta perspectiva en algo más que una simple área geográfica más o menos
delimitada. Se convierte en un territorio 'histórico', único, distintivo, con una identidad –
materializada en su paisaje- ligada a la memoria y una memoria encadenada a la tierra
(Nora,ed., 1984-1992). La historia nacionaliza un paisaje e imbuye de contenido mítico
y de sentimientos sagrados a sus elementos geográficos más característicos (Branch,
1999). El territorio y sus paisajes se convierten así en el receptáculo de una conciencia
compartida colectivamente. Es la tierra-madre, la homeland en lengua inglesa y la
heimat en lengua alemana. En 1887, Ferdinand Tönnies, uno de los pensadores
decimonónicos que más influyeron en la formulación de un nacionalismo entendido
como fuerza inmanente y de raíces atávicas, utiliza repetidamente el concepto de
heimat para fundar y dar cohesión a sus argumentaciones:

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"... la comunidad de sangre se une a la comunidad de la tierra natal (heimat ), que
influye de manera singular sobre el espíritu y el corazón de los hombres... (pp. 250-
251). La zona colonizada y ocupada es entonces herencia común, la tierra de los
antepasados, con respeto a la cual todos se sienten y obran como descendientes y
hermanos carnales. En este sentido, puede considerársela sustancia viva que, con sus
valores espirituales y psicológicos, persiste en el flujo sempiterno de sus elementos, es
decir, los seres humanos... El terruño, como encarnación de los recuerdos más caros,
sostiene el corazón del hombre, que sale de ella entristecido y, desde otras tierras,
mira hacia atrás con añoranza y anhelo. Como lugar donde vivieron y murieron los
antepasados, donde los espíritus permanecerán y regirán el ánimo de los vivos,
adquiere para las almas y los corazones piadosos y sencillos una significación valiosa
y sublime (p. 251). ... en la aldea y en la ciudad, lo que crea las relaciones y los lazos
de unión más estrechos es el suelo físico y real, la ubicación permanente, la tierra
visible” (p. 283). (Tönnies, 1887; el texto transcrito procede de una edición de 1984).

En el caso de un territorio nacional con una gran diversidad paisajística, solemos


asistir a un proceso de ‘selección’ de un paisaje que se convertirá en arquetípico y
representativo del conjunto. La ‘socialización’ del paisaje finalmente escogido se
produciría en un momento dado de la historia por parte de una élite literaria y artística
procedente de un determinado grupo social, que elaboraría una metáfora y la
difundiría al conjunto de la sociedad. Evidentemente, está por ver si la imagen
seleccionada era la mayoritaria y cuáles se dejaron a un lado, porque hay que admitir
que todas ellas, en tanto que representaciones sociales del paisaje, tenían la misma
legitimidad social.
En el proceso de conformación de un paisaje nacional asistimos a una
extrapolación de sentimientos desde un micropaisaje conocido por experiencia directa
a un macropaisaje (la totalidad del territorio nacional) que no se conoce por
experiencia directa, sino a través de otras vías. De nuevo, la geografía europea ha
desempeñado siempre un papel relevante en este terreno. El desarrollo teórico y
práctico de la noción de pays por parte de Vidal de la Blache y sus seguidores dotó de
argumentos a aquéllos que no veían contradicción alguna entre regionalismo y
patriotismo, sino todo lo contrario, puesto que sans petite patrie, il ne saurait y avoir de
grande patrie, en palabras de André Mellerio reproducidas en un interesante artículo
publicado en 1907 en L’Action Régionaliste bajo el significativo título “La protection des
paysages et le régionalisme” (Luginbuhl, 1989). Es a través de la idea de paisaje como
factor de individualización de los pays franceses como se plasma, en los círculos
partidarios de una decidida intervención del estado en el tema de la protección de los

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paisajes, la noción de petite patrie, a la que algunos denominan, simplemente, matrie.
Algo parecido sucedió –sucede- en Cataluña entre la comarca, como pequeña patria y
nivel de identificación territorial a escala local, y el conjunto de la patria, el conjunto de
Cataluña.

No todos los paisajes actúan como lugares de identificación colectiva con la


misma intensidad. No todos los paisajes transmiten de la misma manera y con la
misma eficiacia el sentimiento de identificación como ‘pueblo’, como comunidad.
Existen paisajes con un valor simbólico nacionalista más marcado que otros: en el
caso catalán, que analicé en su momento, la montaña es, sin duda, el paisaje estrella
en este sentido. Efectivamente, la montaña se convertirá en un elemento fundamental
en la construcción ideológica del catalanismo, algo que ya se iba gestando desde las
décadas de 1830-1840, que es cuando se inicia la denominada Renaixença, un
movimiento literario de exaltación de la propia lengua y de las propias raíces
culturales. Por aquellos años, Cataluña participaba ya de las corrientes de cambio en
la valoración estética y simbólica de la montaña que se vivían en el resto de Europa y
este elemento del paisaje se convertiría con el paso de los años en una pieza clave de
la simbología catalana, en un ‘paisaje esencial’ que daba sentido a todo el territorio. A
partir de entonces, la montaña tendrá, cada vez más, un carácter mítico, regenerativo
y casi iniciático. Será símbolo de pureza y de virginidad. Los orígenes de la nación se
buscarán en la montaña, en los Pirineos, y será también una montaña (Montserrat) la
que se convertirá en el símbolo por excelencia de la patria catalana. Las alusiones a
Montserrat, al Canigó, a los Pirineos y al Montseny realizadas por los grandes poetas y
escritores catalanes de la época son harto conocidas. La montaña representa para
estos escritores un espacio virgen, puro, sagrado, intacto; un reducto de los valores
morales que alimentan el carácter y la identidad del pueblo catalán
A todo ello contribuyó de manera destacada el excursionismo, que aparece en el
preciso momento en el que se consolida el catalanismo político. Estrechamente ligado
a los primeros pasos de la geografía catalana moderna (Martí, 1994), fue "la
indagación sobre los orígenes, la investigación de la personalidad y la necesidad de
establecer un inventario general del país" (Casassas, 1979, p. 10) lo que condujo a un
determinado sector de la sociedad catalana finisecular hacia el excursionismo. No se
trataba de una actividad deportiva cualquiera. La motivación de sus practicantes era,
fundamentalmente, de carácter nacionalista y cultural, como atestigua el nombre
originario del Centro Excursionista de Cataluña ('Associació Catalanista d’Excursions
Científiques', fundado en 1876). En 1904, Joan Maragall, socio del Centro
Excursionista de Cataluña, poeta nacional por excelencia y abuelo de Pasqual

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Maragall, resume perfectamente este espíritu del excursionismo catalán en unas
pocas frases que vale la pena reproducir:

“Porque nuestro excursionismo no es un deporte, no es un recreo, no es un


estudio, que es un amor; y no es tampoco un amor abstracto a la naturaleza, sino a
nuestra naturaleza; [...] y mal puede querer un home a tota la tierra si no empieza por
aquélla de la que está formado; en el amor a la patria está contenido el amor vivo a
todo el mundo, y el que en nombre de éste reniega de aquél, es que no tiene ni a uno
ni a otro... Porque nuestro amor a la naturaleza vive en el amor a la naturaleza
catalana; Cataluña es para nosotros compendio del mundo, y nuestro amor universal
en ella es donde más eficazmente se ejercita. Por eso podemos decir, con la cabeza
bien alta, que el alma de nuestro excursionismo es el amor a Cataluña, y en eso sí que
todos somos uno” (Joan Maragall, 1904; en Obres completes de Joan Maragall, 1960,
p. 860).

Después de lo visto, es difícil cuestionar la enorme importancia del discurso


nacionalista a la hora de generar sentimientos de identificación territorial, pero –insisto-
éstos no son los únicos, ni los más relevantes a la hora de explicar la conflictividad
territorial contemporánea, que yo vinculo, precisamente, a la pérdida del sentido de
lugar, como resultado de la pérdida de otro tipo identidad territorial. A todo ello voy a
referirme a continuación, pasando ya al segundo punto que quería explorar.

2. Degradación del paisaje y conflictividad territorial

Mi hipótesis de partida es que el paisaje actúa a modo de catalizador, de elemento


vertebrador de la creciente conflictividad de carácter territorial -y en buena media
también ambiental- palpable en nuestra sociedad. Ante la pérdida de la idiosincracia
territorial local debida a procesos no consensuados y casi siempre mal explicados, la
sociedad civil reacciona de manera cada vez más indignada, generando un estado de
opinión que, a su vez, conecta perfectamente con una corriente de fondo que reclama,
desde hace años, una nueva cultura del territorio. Veámoslo con algo más de detalle.
No hay duda de que, a lo largo de las últimas décadas y en un periodo muy corto
de tiempo, hemos modificado el territorio como nunca antes habíamos sido capaces
de hacerlo y, en general, ello no ha redundado en una mejora de la calidad del paisaje,
sino más bien lo contrario. Hemos asistido a un empobrecimiento paisajístico que ha
arrojado por la borda buena parte de la idiosincrasia de muchos de nuestros paisajes.
Durante este periodo, la dispersión del espacio construido ha provocado una

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fragmentación territorial de consecuencias ambientales y paisajísticas preocupantes,
agravadas por el abandono de la actividad agraria. El crecimiento urbanístico
desorganizado, espacialmente incoherente, desordenado y desligado de los
asentamientos urbanos tradicionales ha destruido la lógica territorial de muchos
rincones del país. Ello, junto con la implantación de determinados equipamientos e
infraestructuras pesadas y mal diseñadas, así como la generalización de una
arquitectura de baja calidad estética -en especial en algunas áreas turísticas-, ha
generado unos paisajes mediocres, dominados cada vez más por la homogeneización
y la trivialización. La uniformización y la falta de calidad y originalidad de los tipos de
construcciones mayoritarias han producido en muchos lugares un paisaje insensible,
aburrido y sin el menor interés, sobre todo en los espacios suburbanos, fronterizos, de
transición, en los que la sensación de caos y de desconcierto se vive con más
intensidad. En los últimos decenios hemos asistido, en efecto, a la emergencia de
territorios sin discurso y de paisajes sin imaginario, lo que no sólo tiene efectos
clarísimos en la pérdida de la identidad territorial, como hemos visto, sino también en
el bienestar individual y social, incluso en términos de salud. En efecto, últimamente
está tomando fuerza una nueva línea de investigación (Observatorio del Paisaje, en
prensa; Vallerani, Varotto, eds., 2005) que relaciona el estado de salud física y mental
de los ciudadanos con el hecho de vivir, o no, en unos paisajes de calidad, armónicos,
bien ordenados y gestionados, muy en línea con la filosofía que inspira el Convenio
Europeo del Paisaje, cuando reconoce, explícitamente, que “el paisaje es un elemento
importante de la calidad de vida de las poblaciones, tanto en los medios urbanos como
rurales, tanto en los territorios degradados como en los de gran calidad, tanto en los
espacios singulares como en los cotidianos”. El paisaje, concluye el Convenio,
“constituye un elemento esencial del bienestar individual y social”.

Se mire por donde se mire, nunca habíamos sido capaces de consumir tanto
territorio en tan pocos años y nunca habíamos transformado este territorio a tal
rapidez. Cuando el paisaje se transforma con esta intensidad y a esta velocidad, se
producen dos efectos perversos. Por una parte, el riesgo de destrucción de dicho
paisaje es muy alto, puesto que pueden eliminarse de un plumazo, como así ha
sucedido en muchos casos, aquellos rasgos que le han dado personalidad y
continuidad histórica. Cuando esto sucede, estamos hablando, pura y llanamente, de
‘destrucción’ del paisaje y no de evolución gradual y pausada del mismo. Es muy difícil
alterar, modificar, intervenir, sin destruir, a la velocidad e intensidad imperantes en los
últimos años. El otro efecto es de carácter más bien psicológico. Siguiendo a Eugenio
Turri, “las modificaciones del paisaje en el pasado solían ser lentas, pacientes, al ritmo

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de la intervención humana, prolongadas en el tiempo y fácilmente absorbibles por la
naturaleza de los seres humanos: el elemento nuevo se insería gradualmente en el
cuadro psicológico de la gente. Pero cuando esta inserción es rápida, como en los
últimos años, la absorción se hace mucho más difícil” (1979, p.36)…, por no decir
imposible, añado yo. Aparece entonces una creciente sensación de divorcio entre los
paisajes que imaginamos y los que vivimos (Nogué, 2006). En efecto, el abismo entre
los paisajes contemplados cotidianamente y los paisajes de referencia transmitidos de
generación en generación a través de vías tan diversas como la pintura de paisajes, la
fotografía, los libros de texto o los medios de comunicación es cada vez mayor.
Asistimos a una crisis de representación entre unos paisajes de referencia que en
algunos casos se han convertido en auténticos arquetipos y los paisajes reales,
diarios, que, para una gran parte de la población, son precisamente los paisajes
fuertemente transformados que perciben cotidianamente. Parece evidente que si dicha
crisis de representación ha salido a la luz es debido a que, más allá de los núcleos
urbanos compactos, no hemos sido capaces de dotar de identidad –la que sea– a
unos paisajes caracterizados en buena medida por su mediocridad y banalidad. No
hemos conseguido crear nuevos arquetipos paisajísticos o, al menos, nuevos paisajes
dotados de fuerte personalidad e intensa carga simbólica, en especial en los entornos
más degradados y fracturados. Nos hemos atrevido a proponer intervenciones
paisajísticas que no han ido mucho más allá de la pura jardinería, porque no estaban
soportadas por un nuevo discurso territorial y, por lo tanto, no nos hemos atrevido a
experimentar nuevos usos y cánones estéticos. Puede que haya faltado imaginación,
creatividad y sentido del lugar, pero lo cierto es que no hemos sido capaces de
generar nuevos paisajes con los que la gente pueda identificarse, nuevos paisajes de
referencia; no hemos sido capaces, en definitiva, de reinventar una dramaturgia del
paisaje, siguiendo aquí a Paul Virilio.
Las transformaciones territoriales descritas más arriba han provocado que los
lugares estén perdiendo sus límites. Hasta hace muy pocas décadas, los distintos
usos del suelo tenían unos límites relativamente nítidos y, sin ir más lejos, se podía
percibir sin demasiada dificultad dónde terminaba la ciudad y dónde empezaba el
campo. En la actualidad, la estructura y morfología del paisaje de la mayor parte del
territorio (también el rural, aunque menos) se caracteriza por una alta fragmentación.
La zonificación característica del paisaje tradicional se ha transformado radicalmente y
ha derivado hacia una gran dispersión de usos y de cubiertas del suelo. La antigua
zonificación se ha difuminado, se ha perdido la claridad en la delimitación zonal, la
compacidad se ha roto y ha conseguido imponerse un paisaje mucho más complejo,
un paisaje de transición, un paisaje híbrido, cuya lógica discursiva es de más difícil

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aprehensión, hasta el punto de que nos obliga a preguntarnos a menudo si el genius
loci correspondiente no ha huido de él; si no habremos cambiado realmente de lugar,
de país, parafraseando la excelente obra de David Lowenthal (1998), El pasado es un
país extraño. De hecho, cuando se observan con detenimiento los fotogramas del
famoso ‘vuelo americano’ de 1956, uno tiene realmente la sensación de estar
contemplando otro territorio, de habernos equivocado de país.
Los procesos a los que aquí aludimos han generado unos paisajes de frontera
difusa, a los que algunos teóricos anglosajones ya han bautizado como sprawlscapes
o paisajes de la dispersión; paisajes que ocupan amplias extensiones de territorio en
forma de manchas de aceite y que transmiten una nueva concepción del espacio y del
tiempo. La legibilidad semiótica de estos paisajes contemporáneos sometidos a
intensas transformaciones es muy compleja. No es nada fácil la descodificación de sus
símbolos. La legibilidad de estos nuevos paisajes es más complicada que la propia
del paisaje urbano compacto, aquella que aprendimos de la semiología urbana. En su
ya clásico tratado sobre la imagen de la ciudad, Kevin Lynch (1960) resaltaba cinco
categorías esenciales para la lectura del paisaje urbano convencional: señales, nodos,
senderos, umbrales y áreas homogéneas. ¿Qué categorías, qué claves interpretativas
permitirían leer hoy el paisaje de la dispersión, el sprawlscape? Seguramente existen,
y más pensadas para ser leídas en coche que no a pie, pero son, sin duda, más
efímeras que las propuestas por Kevin Lynch, y de más difícil legibilidad. No es fácil
integrar en una lógica discursiva clara y comprensible los territorios fracturados y
desdibujados de estos paisajes de frontera, que alternan sin solución de continuidad
adosados, terrenos intersticiales yermos y abandonados, polígonos industriales o
simulacros de polígonos industriales, viviendas dispersas, edificaciones efímeras,
vertederos incontrolados, cementerios de coches, almacenes precarios, líneas de alta
tensión, antenas de telefonía móvil, carteles publicitarios (o sus restos), descampados
intermitentes, … en fin, un desorden general, que genera en el ciudadano una
desagradable sensación de confusión, de insensibilidad, de desconcierto. Los
territorios parecen no poseer discurso y de los paisajes parece haberse esfumado su
imaginario cuando su legibilidad se vuelve extremadamente compleja, tan compleja
que se acerca a la invisibilidad.
Las transformaciones territoriales descritas y sus correspondientes impactos
paisajísticos, junto con la mencionada crisis de representación, están en la base de la
reacción suscitada en muchos sectores de la sociedad civil, que se han organizado
autónoma y espontáneamente en infinidad de plataformas y colectivos. La proliferación
de estas plataformas en defensa del territorio es un fenómeno social
extraordinariamente interesante, que, además, se da en unos momentos de escasa

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participación en las estructuras políticas convencionales y que va mucho más allá de
la explosión ecologista y minoritaria de finales de los setenta y principios de los
ochenta, puesto que ahora agrupa a colectivos nada minoritarios y a personas de la
más variada procedencia. Dada su relevancia, sorprende que a estas alturas el
fenómeno aún no se haya estudiado en profundidad, si exceptuamos algunas
recientes aproximaciones al mismo (Alfama et al., 2007; Garcia 2003; Nel.lo 2003).
Más allá de las dinámicas propias e intransferibles de todos los conflictos
territoriales hoy existentes y de las correspondientes plataformas cívicas que han
originado, lo cierto es que la extensión de este tipo de conflictividad obedece a una
serie de factores comunes. En primer lugar, y como ya hemos avanzado más arriba, la
creciente importancia del lugar y de las identidades territoriales en un contexto de
globalización galopante, que ha producido una tensión dialéctica entre lo local y lo
global no siempre resuelta de forma satisfactoria. En segundo lugar, una crisis de
confianza en las instituciones y en los sistemas de representación política
convencionales, al no encontrar en ellos ni la respuesta esperada ni la adecuada.
Finalmente, unas políticas territoriales (y también ambientales) a menudo mal
diseñadas y, sobre todo, mal explicadas. Son habituales las descalificaciones de este
tipo de movimientos y de plataformas, a las que se acusa desde el establishment de
insolidaridad territorial y de responder a un cierto romanticismo infantil y a una ‘cultura
del no’ incapaz de asumir con responsabilidad los inevitables costes que conlleva el
progreso. Mi opinión personal es que las cosas son bastante más complicadas.
Estos nuevos movimientos sociales tienen mucho que ver con los procesos de
mundialización y sus incertidumbres, así como con la sensación de inseguridad e
impotencia que generan en el individuo. Asistimos, en efecto, a una especie de
‘retorno al lugar’, expresión que no quiere indicar nada más que la creciente
importancia que tiene el lugar y su identidad en el mundo contemporáneo. Aunque el
espacio y el tiempo se hayan comprimido, las distancias se hayan relativizado y las
barreras espaciales se hayan suavizado, los lugares no sólo no han perdido
importancia, sino que han aumentado su influencia y su peso específico en los ámbitos
económico, político, social y cultural. Bajo unas condiciones de máxima flexibilidad
general y de incremento de la capacidad de movilidad por todo el territorio, tanto los
sectores económicos como los agentes políticos y sociales no tienen más remedio que
prestar más atención que nunca a las particularidades del lugar. Las pequeñas -o no
tan pequeñas- diferencias que puedan presentar dos lugares en lo referente a
recursos, a infraestructuras, a mercado laboral, a paisaje o a patrimonio cultural, por
poner sólo unos ejemplos, se convierten ahora en muy significativas.

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'Pensar globalmente y actuar localmente' se ha convertido en una consigna
fundamental que ya no sólo satisface a los grupos ecologistas, sino también a las
empresas multinacionales, a los planificadores de las ciudades y de las regiones y a
los líderes políticos. En efecto, "lo local y lo global se entrecruzan y forman una red en
la que ambos elementos se transforman como resultado de sus mismas
interconexiones. La globalización se expresa a través de la tensión entre las fuerzas
de la comunidad global y las de la particularidad cultural" (Guibernau,1996, p.146).
Más aún: el lugar actúa a modo de vínculo, de punto de contacto e interacción entre
los fenómenos mundiales y la experiencia individual. En efecto, GLOCAL (de GLObal y
loCAL) se ha convertido en un neologismo de moda.
Sea cual sea el punto de vista escogido, lo cierto es que el lugar reaparece hoy
con fuerza y vigor. La gente afirma, cada vez con más insistencia y de forma más
organizada, sus raíces históricas, culturales, religiosas, étnicas y territoriales. Se
reafirma, en otras palabras, en sus identidades singulares. Como indica Manuel
Castells (1998), los movimientos sociales que cuestionan la globalización son,
fundamentalmente, movimientos basados en la identidad, que defienden sus lugares
ante la nueva lógica de los espacios sin lugares, de los espacios de flujos propios de la
era informacional en la que ya nos hallamos inmersos. Reclaman su memoria
histórica, la pervivencia de sus valores y el derecho a preservar su propia concepción
del espacio y del tiempo. La sensación de indefensión, de impotencia, de inseguridad
ante este nuevo contexto de globalización e internacionalización de los fenómenos
sociales, culturales, políticos y económicos provoca un retorno a los micro territorios, a
las micro sociedades, al lugar en definitiva. La necesidad de sentirse identificado con
un espacio determinado es ahora sentida de nuevo con intensidad, sin que ello
signifique volver inevitablemente a formas premodernas de identidad territorial.
Si uno atiende a este fenómeno de ‘retorno al lugar’ que acabamos de describir y
lo añade al potente y coyuntural neodesarrollismo en el que el país está inmerso
desde hace unos años, no debería extrañarse del malestar territorial que nos afecta y
que, curiosamente, se vehicula, se ‘somatiza’, en la mayoría de los casos, a través del
paisaje. El diagnóstico es claro; la solución, algo más compleja, pero no imposible,
como veremos a continuación.

3. Sentido de lugar e intervención en el paisaje

A través de unos cuantos ejemplos concretos desearía mostrar que no es ninguna


quimera plantearse la consideración del sentido de lugar en el planeamiento territorial
de carácter paisajístico. Las reflexiones realizadas hasta el momento pueden

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trasladarse perfectamente al ámbito de la intervención, evitando en lo posible caer en
algunos de los riesgos más habituales en ese intento, en concreto el de la museización
de los paisajes o, lo que es aún peor, el de su tematización, riesgos ambos en los que
no voy a entrar porque son de sobras conocidos.
Existen varias propuestas metodológicas ya ensayadas y aplicadas en diferentes
instrumentos de planeamiento territorial que han sido capaces de introducir, de una
manera u otra, el sentido de lugar en la ordenación del paisaje. Voy a referime a
algunas de ellas, empezando no por la más relevante, sino por la que conozco más a
fondo: los catálogos de paisaje de Cataluña.
Los catálogos de paisaje, que participan de la filosofía del Convenio Europeo del
Paisaje, son unos documentos de carácter técnico que la Ley de protección,
ordenación y gestión del paisaje de Cataluña concibe como herramientas para la
ordenación y la gestión del paisaje desde la perspectiva del planeamiento territorial.
Determinan la tipología de los paisajes de Cataluña, sus valores –patentes y latentes-
y estado de conservación, los objetivos de calidad que deben cumplir y las medidas
para conseguirlo. Son, por tanto, una herramienta extremadamente útil para la
implementación de políticas de paisaje con la connivencia y participación activa de
todos los agentes sociales que intervienen en el territorio, algo que se consigue sobre
todo a través de la integración de objetivos paisajísticos en las estrategias territoriales.
Este último aspecto es importante en cuanto que implica a la sociedad catalana en su
conjunto en la gestión y planificación de su propio paisaje.
El procedimiento para la elaboración de los catálogos de paisaje contiene cuatro
fases: identificación y caracterización del paisaje, evaluación del paisaje, definición de
objetivos de calidad paisajística y establecimiento de directrices, medidas y propuestas
de actuación. De las cuatro fases, las tres primeras tienen muchísimo que ver con el
sentido de lugar. En el fondo, la primera fase –la de identificación y caracterización del
paisaje- puede resumirse en un intento de captación del sentido de lugar, puesto que
en ella no se establece una tipología de paisajes, sino que se ‘identifican’ paisajes,
entendidos éstos de manera integral, como la síntesis de factores naturales y
culturales. El paisaje se entiende en los catálogos como una realidad física y la
representación que culturalmente nos hacemos de ella; como la fisonomía geográfica
de un territorio con todos sus elementos naturales y antrópicos y también los
sentimientos y emociones que despiertan en el momento de contemplarlos; como un
producto social, como la proyección cultural de una sociedad en un espacio
determinado. Las unidades de paisaje resultantes de este proceso quieren ser, en
última instancia, plasmaciones tangibles de los diversos sentidos de lugar.

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Para llegar a captar el sentido del lugar es fundamental la participación pública, el
mecanismo a través del cual los ciudadanos se implican en el diseño del paisaje que
quieren y contribuyen a decidir sobre las políticas que se aplican. Y esta implicación se
materializa, sobre todo, a través de los denominados objetivos de calidad paisajista,
para cuya consecución es fundamental, de nuevo, la consideración del sentido de
lugar, que se puede detectar a través de múltiples vías, que en el caso concreto de los
catálogos han sido cuatro: la entrevista en profundidad, una encuesta vía web,
sesiones de debate y sesiones informativas. Todos estos mecanismos de participación
se han revelado muy útiles a la hora de identificar los valores intangibles del paisaje,
así como sus valores simbólicos e identitarios, todos ellos claves para acceder al
sentido de lugar.
En efecto, los instrumentos de ordenación territorial que se tomen en serio el
sentido de lugar no pueden prescindir de los valores intangibles presentes en todo
paisaje, porque a veces son decisivos. Voy a mostrar este aspecto recurriendo a una
simple noticia aparecida en la prensa, que no es que sea especialmente relevante,
pero sí significativa en el contexto de esta intervención. Como ya es sabido, el
Ministerio de Medio Ambiente vetó hace un par de años el proyecto del gran dique y
puerto exterior de Ciutadella, en Menorca, por su fuerte impacto paisajístico, entre
otras razones. Se trataba, en efecto, de un proyecto faraónico que incluía un dique en
forma de media luna y dos muelles en mar abierto de 740 metros de largo delante de
la actual bocana. Parece ser que finalmente, aunque sin el consenso deseable, y
después de algunas modificaciones al proyecto inicial, la ampliación del puerto se
llevará a cabo. Lo que me interesa comentar ahora mismo es una de las alegaciones
presentadas. Habitualmente, las alegaciones presentadas contra este tipo de
infraestructuras en los correspondientes periodos de exposición pública suelen ser
más bien de carácter técnico y jurídico, y así fue también en este caso. No obstante,
una de las alegaciones que más soporte recibió tenía un carácter totalmente diferente,
y decía así:

“Uno de los principales atractivos del puerto de Ciutadella es su gran belleza.


La imagen del entorno de la entrada del puerto, aún sin transformar, constituye un
patrimonio de primera orden que Ciutadella ha de conservar. La construcción de un
dique a la bocana cambiaría radicalmente la actual vista hacia el mar desde la ciudad
y se perderían para siempre espectáculos de gran belleza, como las puestas de sol….”

No es, en efecto, un argumento técnico, ni tampoco jurídico. No precisa de


ningún soporte teórico, ni se sustenta en ninguna premisa científica en el sentido más

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literal del término. Y, no obstante, a pesar de su aparente futilidad e incluso, para
algunos, trivialidad, tiene una fuerza y una trascendencia enormes: es la fuerza de los
intangibles.
Ahora bien, ¿cómo se evalúa la contemplación de una puesta de sol? ¿Cómo se
mide el mal infringido a los ciudadanos por la eliminación de la posibilidad de
contemplar esta escena al implantar en el horizonte, de golpe, una infraestructura de
las dimensiones antes comentadas? ¿Cómo incorporar, en definitiva, los elementos
intangibles en la gestión, ordenación y protección del paisaje? No es nada fácil, la
verdad sea dicha. Abundan las metodologías cuantitativas y de inspiración
neopositivista, pero de poco sirven para el tema que aquí nos ocupa, de difícil por no
decir imposible cuantificación, a menos que demos por válidas las ficticias e insípidas
correspondencias numéricas que a veces se otorgan de manera mecánica a los
valores intangibles del paisaje. Pero también es verdad que, a menudo, no hay más
remedio que recorrer a estas metodologías, aunque sólo sea para salir del paso,
porque lo cierto es que andamos bastante flojos de metodologías de carácter
cualitativo que, sin pedir imposibles, aporten un poco de luz sobre cómo identificar y
evaluar los elementos intangibles del paisaje con un mínimo de objetividad y, por lo
tanto, de posible consenso.
El seminario sobre indicadores de paisaje que el Observatorio del Paisaje
organizó en Barcelona a finales de noviembre del año pasado permitió confrontar y
poner sobre la mesa diferentes propuestas metodológicas al respecto, procedentes de
diferentes países y disciplinas. Una de las agradables conclusiones del seminario fue
la constatación de que, en los últimos años, se ha avanzado mucho en el tratamiento y
consideración de los valores intangibles. El Landscape Research Group de la
Universidad de Newcastle, por poner sólo un ejemplo expuesto en el seminario, ha
afinado muchísimo en las metodologías de identificación y evaluación de un valor tan
complejo y aparentemente poco objetivable como es la tranquilidad, que se ha atrevido
incluso a cartografiar en los cada vez más conocidos y utilizados Tranquillity Maps,
en una línea muy similar al indicador de ‘satisfacción paisajística’ que estamos
elaborando desde el Observatorio del Paisaje. Para llegar a estos resultados se han
combinado sofisticados sistemas de información geográfica con métodos cualitativos
muy centrados en entrevistas en profundidad (Participatory Appraisal) que permiten
llegar a conocer las percepciones de la población local, sus valores y sus creencias
respecto a la tranquilidad. Pero lo más interesante es que, finalmente, un valor
intangible tan subjetivo y complejo como éste ha sido reconocido y tomado en cuenta
por agencias gubernamentales inglesas de reconocido prestigio como la Countryside
Agency o The Forestry Comission.

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También de Inglaterra procede otra experiencia muy ilustrativa en lo referente a la
consideración del sentido del lugar en proyectos ordenación y gestión del paisaje. Me
refiero a la iniciativa Countryside Quality Counts (CQC), que emana del Rural White
Paper (2000), una especie de libro blanco sobre los espacios rurales ingleses, y que
se dedica a seguir de manera pormenorizada las transformaciones de las zonas
rurales inglesas. Pues bien, al lado de atributos como la biodiversidad o la tranquilidad,
que ya hemos visto, se añadió uno que se denominó “carácter del paisaje”. En una
línea muy parecida al proceso de delimitación de unidades de paisaje de los catálogos
de paisaje de Cataluña ya comentados, se consiguió dibujar un mapa de Inglaterra
dividido en 156 paisajes, denominado Character Areas Map of England, también
presentado en el seminario de Barcelona al que ya he hecho referencia. Querría
resaltar el hecho de que el proyecto Countryside Quality Counts (CQC) es un proyecto
aplicado que responde a una política de paisaje, y no un simple ejercicio académico.
Y, sin embargo, no tiene ningún reparo en hablar abiertamente del carácter del paisaje
y del sentido de lugar por parte de los habitantes de cada una de estas 156 áreas
geográficas delimitadas, que cubren toda Inglaterra. Una de las conclusiones referidas
al período 1999-2003 indicaba que el carácter del paisaje existente se había
mantenido en el 51% de estas unidades e incluso había mejorado en un 10% de las
mismas, que en un 20% de los paisajes se había degradado y que un 19% de los
paisajes ingleses estaba sumido en unas nuevas dinámicas que transformarían en
breve su carácter.
Otro ejemplo interesante, en el que no puedo entrar por falta de espacio, es la
estrategia federal suiza “Paisaje 2020”, que incorpora en su larga lista de indicadores
de paisaje indicadores de carácter estético, artístico y simbólico, al lado de otros más
convencionales, en el sentido de más fácilmente cuantificables, como los usos del
suelo o los habitualmente utilizados por la ecología del paisaje.
La novedad y el interés de éstas y otras iniciativas similares se debe al hecho
de que, por primera vez, incorporan al estudio del paisaje y a sus instrumentos de
gestión y ordenación valores e indicadores intangibles en línea con la filosofía que
inspira últimamente la política de las instituciones internacionales de protección del
patrimonio cultural. Ahora bien, si en el contexto de la gestión patrimonial la
intangibilidad es un concepto amplio y complejo y no siempre de fácil aplicación a las
políticas culturales, mucho más complicada resulta su aplicación a las políticas
territoriales y de paisaje. De ahí el mérito de las experiencias que he comentado.

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A modo de conclusión

Como indicaba al principio, el tema de las relaciones entre el paisaje y el sentido


de lugar no es nada fácil, por arriesgado desde un punto de vista metodológico y
resbaladizo desde un punto de vista ideológico y político. Sin embargo, continúo
pensando que la cuestión es clave, no sólo porque ha estado, está y seguirá estando
en la esencia misma del debate nacionalista, sino porque, más allá de este debate y a
escala de la cotidianeidad, nos permite entender algo mejor la conflictividad territorial
contemporánea en el marco de la compleja y poliédrica tensión dialéctica entre lo local
y lo global. Y no sólo nos permite entender esta conflictividad, sino que nos aporta
ideas para rebajarla. Hemos visto, a título de ejemplo, algunas propuestas de
protección, ordenación y gestión del paisaje que han incorporado estas ideas en forma
de acciones concretas. Es posible, por tanto, aplicarlas. Y se aplicarán con éxito si ello
se produce en el marco de una nueva cultura territorial que mejore la gobernabilidad
de las políticas territoriales, que contemple los procesos no estructurados de
participación ciudadana y que reflexione a fondo sobre los procesos participativos ya
existentes, incidiendo mucho más en la cooperación, la participación y la gestión
concertada,. La conflictividad territorial contemporánea, vehiculada a través del
paisaje, refleja en buena medida el miedo a la pérdida del propio sentido de lugar. De
lo que se trata, por tanto, es de garantizar al ciudadano que no perderá este sentido de
lugar y de que su paisaje evolucionará y se transformará conservando su carácter, y
que si éste debe variar, se hará de forma consensuada y participada.

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