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I - La laguna

Silencio. El viento nos quema la cara. Hemos caminado ya tres horas y


el páramo nos envuelve en su manto. Estamos lejos de todos los ruidos,
las personas, los animales que vemos a diario. Isabel camina adelante.
Quiere llegar primera a la laguna. Le digo que no corra, no es bueno
correr en estas montañas, hay que respetar el silencio y la quietud. Veo
sus pasos cortos y rápidos, las manos entre los bolsillos de la chaqueta
para resguardarse del frío.

Entonces brilla la laguna del juncal. Juntas nos alegramos de verla. A


su alrededor sólo están los frailejones y la vastedad de las montañas.
Isabel me mira y acelera el paso. Le hago una señal para que espere. A
la laguna hay que respetarla, ella tiene sus formas de defenderse.
Cuando llega al borde de la laguna, se detiene un momento, y luego, sin
preguntarme nada se agacha y estira las manos. Va avanzando hacia
adentro. No debo gritar porque la laguna enfurecería. Voy caminando
un poco más rápido para alcanzarla y evitar que siga caminando.
Cuando llego a la orilla, ella me dice: Mamá, mire esos patos tan
bonitos. No veo nada. Le digo que se devuelva. Cuando ella se mira los
pies, el agua le llega a la cintura. Voy a entrar para alcanzarla pero los
pies no me responden. Isabel sigue avanzando, como hechizada, sin
importar que el agua le llegue hasta el pecho. Estiro una mano y grito
fuerte para que ella salga del hechizo. Entonces la laguna se cierra de
neblina y suelta una tormenta con piedras de granizo. Ya no veo nada,
ni la laguna, ni la niña, nada. Solo escucho la lluvia cayendo
descomunalmente.

Tengo que retroceder para buscar refugio. Sigo llamando a la niña,


aunque aumente la furia de la laguna. Encuentro unas piedras para
refugiarme. Cierro los ojos y escucho el canto de unos gallos, pero qué
gallos va a haber en estas lejanías. A la niña ya no la veo más. ¿Cómo
voy a regresar sin ella?
II - El paraíso

Cuando se soltó el aguacero, me hundí rápido, como en un remolino.


Cerré los ojos y no los abrí hasta cuando sentí que estaba seca. Ahora
estaba en otro lugar. Me sorprendí mucho. Había un señor jugando con
unas totumas. Apenas me vio, sonrió y me dijo: - tranquila, su mamá se
fue un momentico y ahorita viene. Me dijo que la cuidara- . Se veía que
era muy antiguo, como de otro mundo. Me puse a caminar por ahí y
todo brillaba, el piso, las plantas, los árboles, todo, como si el sol
estuviera más cerquita.

Vinieron unas mujeres y me llevaron a una choza pequeñita. Estaban


como en una fiesta. Había gente sentada en el piso y todos tenían
totumas llenas de comida. Se veían muy alegres. Cuando entré, todos
me saludaron y me invitaron a que me sentara. Una anciana parecida a
mi mamá vino a saludarme y me dio el almuerzo. Comí con mucha
gana. Tenía acumulada el hambre de todo el día por la caminata y la
entrada a la laguna. Fue la comida más rica que había probado en mi
vida. Le dije a la señora que me diera otra poquita para llevarle a mi
mamá. Cuando acabamos de comer, fui a buscar al señor de las
totumas para decirle que ya me quería devolver, pero no lo encontré.
Las señoras de la fiesta me llevaron para otro kiosko y me dijeron que
descansara. Ahí había otras niñas igual de grandes a mí. Me acosté a
dormir en una estera.

Desperté y solo había otra niña al lado mío, pero se veía mucho más
grande. Le dije que quería regresar a mi casa y ella prometió ayudarme.
Tenía una varita en la mano. Después de caminar un buen rato
llegamos a la laguna. Entramos juntas y ella marcó un camino con la
varita. Yo me despedí y caminé por ahí. Todo se puso oscuro. Cuando
volvió la luz, ya estaba al otro lado, en el sitio donde dejé a mi mamá.
Caminé hasta mi casa. Cuando ella salió, casi no me reconoce. Me
abrazaba y gritaba: ¡volvió la niña, volvió Isabel!. Habían pasado tres
años.
III – El perro de candela

Por los días en que volvió Isabel, nos pusimos a jugar a las escondidas
ahí afuerita de la casa. Ya se estaba haciendo de noche, empezó a salir
una luna grandísima. Nos quedamos mirándola cuando de pronto
sentimos que los perros se alborotaron, ladraban desesperados hacia
detrás de la casa. Salió mi papá a ver qué estaba pasando. Nos
acercamos y vimos a un perro negro muy grande. Tenía la lengua y las
patas de fuego. Mi papá nos cogió de la mano. Nos pusimos a rezar y el
perro se metió a la casa vecina.

Era una casa vieja, abandonada. Siempre nos habíamos preguntado


quién viviría ahí, pero nunca nos atrevimos a entrar. Nos daba miedo.
Mis hermanos mayores decían que ahí vivía el demonio, pero nunca les
creímos.

Entonces mi papá nos llevó para la casa y nos puso a rezar el rosario.
Nos dijo que no nos acercáramos por allá, pero era inevitable. El camino
que llega a nuestra casa, pasa primero por esa. Desde ese día
pasábamos mirando para otro lado y rezando para que el perro no se
nos fuera a aparecer. Según nos dijo mi mamá, solo salía en las noches
de luna llena, por eso estábamos obligados a quedarnos adentro en esos
días.

A mí me daba mucha curiosidad. Quería asomarme a esa casa a ver si


volvía a ver al perro. Isabel no quiso acompañarme porque todavía
estaba como asustada con lo de la laguna (se quedó privada cuando le
contaron que se había demorado tres años por allá), entonces me fui
solo. Me acerqué por una ventanita y lo vi durmiendo. No estaba
encendido, ni nada, se veía como un perro normal. Abrió los ojos y me
vio ahí. Yo me oriné del susto. Entonces vi que al lado de él habían
otros perros más grandes que empezaron a echar candela.
Les miré las patas y no eran de perro, eran de caballo. Entonces sí era
cierto que esa casa era del demonio. Salí corriendo y me metí a mi casa
a rezar y le prometí a la Virgen que nunca iba a volver a asomarme por
allá.

IV – El tropel de caballos

Yo al Juan lo he visto como raro últimamente. Quién sabe qué males


hizo y no ha querido contar. Para mí que ese jediondo estuvo en la casa
del diablo y algo le debieron hacer. Ojalá que no, porque ese chino está
sin bautizar, y donde lo llegue a mirar el diablo, se le lleva el alma. Me
va a tocar echarle agua bendita para que no le pase nada.

El otro día le escuché a mi compadre que cuando el diablo ve que hay


niños sin bautizar por ahí, manda un poconón de caballos a que se lo
lleven. Eso dizque pasó hace poquito en la otra vereda. Escucharon a
los caballos y cuando fueron a mirar, el chino estaba privado.

Le pregunté a Maria Inés si había visto al Juan haciendo algo raro y me


dijo que sí, que lo había encontrado asomado por la ventana mirando
quién sabe qué, callado, como asustado…

Anoche estábamos aquí comiendo cuando escuchamos un trote de


caballos, eran por ahí unos cien. Yo me asomé a la carretera y no vi
nada, pero me entró la sospecha. Miré para la casa de al lado y ahí
estaban. Eran perros con patas de caballo que corrían hacia el monte.
Las patas echaban candela y la casa empezó a arder.

Me fui corriendo a buscar a Juan. Estaba acostado en la cama con los


ojos cerrados. Se los abrí y estaban en blanco completamente. Lo
sacudí pero no me respondió. Traje el frasco de agua bendita y se lo
rocié por todo el cuerpo. Entonces empezó a reaccionar, como a
sacudirse y a brincar. Yo le decía: ¡Juan, mijito!, pero no me respondía
nada.
Yo vi cómo se encogió. Quedó puro pequeñito y la cara le cambió toda.
Parecía como un muñequito. Cuando ya se despertó bien, salió de la
casa como elevado. No valió llamarlo, salió caminando y se metió en la
oscuridad del monte.

¡Yo sí le dije a María que mandáramos bautizar el niño!

V – El duende

Yo veía los caballos todas las noches y nadie me creía. Decían que solo
se escuchaba el galope, pero que no se dejaban ver. Preferí no volver a
mencionar nada y aceptar esa visión como una condena o como un
mensaje. Pero hubo algo que me hizo volver a hablar. La última noche
de luna llena, dentro del tropel, vi una criatura que iba agarrando las
crines del caballo más grande. Podrá parecer una locura, pero a mí se
me hizo familiar, como que ya lo había visto antes. Incluso me pareció
que el muñeco ese me miraba.

A los pocos días escuché que el hijo de los vecinos se había perdido. Esa
familia como que tiene algo raro porque la Isabel también estuvo
perdida un tiempo. El caso es que decidí ir a contarles allá lo que había
visto. Don José me agradeció, y me dijo que lo llevara al sitio en donde
pasaron los caballos.

A la mañana siguiente fuimos y nos metimos por entre el monte, por


donde yo siempre veía que entraban los caballos. Después de un rato,
don José me dijo que se devolvía, que por ahí no había nada. Le dije
que esperara un poco, pero estaba muy inquieto. Faltaban unos metros
para llegar al pocito.

Lo vi desde lejos. Estaba agachado a la orilla, peinándose con la cabeza


hacia abajo. Esta vez se me hizo amigable, ya no me causó la misma
impresión del otro día. Me quedé mirando cómo se arreglaba el cabello,
tan largo que le cubría todo el cuerpo. Yo sabía que a las criaturas no
hay que acercárseles ni tratar de decirles nada, pero también había
escuchado que recibían ofrendas.

Me acerqué como a unos veinte pasos y le dejé unas arepas que había
preparado por la mañana. Cuando miré a don José, había salido
corriendo. Ni siquiera supe si alcanzó a reconocer a su hijo.

VI - El silbón

El otro día estaba yo ahí planchando, cuando llegó una tía de sorpresa.
Yo me había quedado sola desde cuando murieron mis papás y nunca
recibía visitas. Se me hizo raro que no se hubiera aparecido ninguna
libélula a avisarme. La hice entrar y puse a hacer un chocolate para con
las arepas que ya tenía amasadas. Vino a contarme que por allá donde
ella vivía, en el llano, estaban necesitando muchachas para trabajar en
los cacaotales. A mí se me hizo como raro, pero todavía estaba
impresionada por lo del duende y los caballos y le dije que sí. Era una
buena oportunidad para dejar de pensar en eso. Esa misma tarde alisté
mis cosas y nos fuimos a la mañana siguiente. Nos esperaban dos días
de viaje.

La tía se fue contándome cómo era todo por allá, me habló de los oficios
del campo y de los espantos que rondaban por ahí. Por lo visto no iba a
poder librarme de esas cosas. A la semana de estar allá en el llano,
empecé a hacerme amiga de las otras trabajadoras. A todos, hombres y
mujeres, nos tocaba trabajar igual de duro. Teníamos unas hamacas
para descansar en un kiosko grande, abierto por todos lados debido al
calor. Yo veía cómo las culebras se trepaban por los palos y resultaban
enroscándose en las cabezas de la gente, pero todos estaban
acostumbrados.

Un mediodía que estábamos ahí descansando, escuché un silbido y le


dije a una compañera: ¡escuche, escuche, es el silbón!. Ella no me
creyó. Había llegado de una ciudad en la cordillera y no creía en esas
cosas. Yo creía porque las había visto y porque podía ver y escuchar
cosas que otros no. Estaba ella alegándome cuando por detrás de la
hamaca, despacito, se apareció el señor ese. Era altísimo, tenía un
sombrero grande y un costal de huesos. Se le hizo al lado, como para
susurrarle al oído y empezó a mover el costal. La compañera y los otros
trabajadores que estaban ahí mirando, quedaron privados del susto. A
mí, el silbón me miró como si fuera conocida y luego se fue.

VII - La bruja

La mirada del silbón me dejó muy inquieta, ya era la segunda vez que
una criatura de esas me miraba como si fuéramos de los mismos. Me
puse a recordar todas las veces que había visto cosas extrañas que el
resto de gente ni siquiera notaba. Sentía espíritus, escuchaba voces,
tenía presentimientos que luego se cumplían.

Esa noche las compañeras me miraban raro, como que no querían estar
cerca de mí. Como no podía dormir, me puse a caminar por el monte.
No le tenía miedo a la oscuridad y sentía que esos caminos, esos
árboles, esos animales, eran mi casa. Aunque llevara poco tiempo en
ese lugar, era como si lo conociera de toda la vida. Me cogió la
medianoche metida entre los matorrales y ya no sabía cómo regresar,
entonces me senté a descansar contra un tronco mientras amanecía.

Cerré los ojos. Vi lugares que no conocía, primero fue una playa
hermosísima, tranquila. La gente era alta y blanca. Me senté a la orilla y
recogí piedritas, conchas y palitos y los guardé en el bolsillo. Volví a
cerrar los ojos y ahora estaba en la mitad del páramo. Caminé un rato
sin saber para dónde, hasta que quedé rendida por el cansancio. Abrí
los ojos. Ahora estaba en la orilla de un río grande y amarillo. Hacía
mucho calor. En el río había lanchas y pescadores. Uno de ellos me
entregó un pescadito pequeño que no le servía y ya se había muerto. –
Tome para que no se le olvide- me dijo. Me metí entre unos matorrales.
Ya había amanecido en la selva. No estaba lejos de los cacaotales.
Cuando entré, todos seguían mirándome raro. Me preguntaron en
dónde había estado y les conté que me había dormido en el monte. A
nadie le quise contar los sueños que tuve. Si ya estaban desconfiando
de mí, ahora sí que me iban a hacer a un lado. Yo digo que fueron
sueños pero presiento que no. Para mí que estuve en esos lugares de
verdad, pero no podría explicar cómo.

Cuando me metí la mano al bolsillo, encontré la conchita, la piedra, el


palito y el pescadito.

VIII – La bruja II

Azucena llegó a trabajar aquí un lunes. Yo necesitaba una empleada y


una prima me la recomendó a ella. Me dijo que era fuerte y buena
trabajadora. Desde cuando llegó se hizo muy amiga de Daniela, ella le
contaba todo, le pedía consejos, se tenían mucha confianza. A mí me
alegraba eso porque yo casi no tenía tiempo para pasar con la niña por
estar trabajando.

Entonces mis vecinas empezaron a molestar. Me decían que no dejara


la niña tanto tiempo con Azucena, que era como rara. Me contaron que
venía del llano y allá la gente tenía costumbres extrañas. Yo no les hice
caso, eran unas lengûilargas. Por las tardes, cuando yo llegaba de
trabajar, nos sentábamos las tres a contar historias de miedo. Azucena
se sabía muchas, decía que había visto espantos y cosas raras.

La primera sospecha vino cuando Daniela me dijo que había estado en


otro país. Yo lo tomé como una de sus fantasías de niña, pero ella se
veía muy segura. Me decía que por la noche Azucena la había llevado a
un país muy bonito, lleno de volcanes. Cada mañana me salía con esos
cuentos, entonces decidí verificar.

Dejé que las dos se fueran a dormir y entré al cuarto de la niña. Estaba
dormida, pero no se le escuchaba la respiración. Fui a buscar a
Azucena y no la encontré, pero sentí unos ruidos en el techo. Cuando
salí, vi a un animal grandotote y negro que salió volando. Yo nunca
había visto algo así. Volví corriendo al cuarto de la niña para ver si
estaba bien. Respiraba muy lentamente, profunda. Decidí dejarla
tranquila.

Salí a buscar a Azucena en las calles. Tal vez había salido a reunirse
con alguien. Les pregunté a las vecinas que todavía estaban despiertas
pero ninguna me dio razón de ella. Me dijeron que descansara, que
estaba muy alterada.

A la mañana siguiente fui a la habitación de la niña y estaban las dos


ahí durmiendo. Daniela tenía en su mano una ramita de olivo.

IX – El viato

A mi mamá se la llevó el viato. Yo vi cuando la agarró y se la echó al


hombro. Después se metió en el bosque. Desde cuando Azucena se fue
de la casa, mi mamá trajo otras muchachas, pero a mí ninguna me caía
bien. Ninguna podía llevarme a otros lugares. No sé por qué la despidió.
Como que le dio miedo.

El caso es que un día yo estaba asomada por la ventana, esperando a


que ella llegara, cuando vi que se encontró con el señor ese. Ya varias
personas lo habían visto por acá. Era muy alto y tenía un sombrero
grande. Sin darle tiempo de nada, la alzó y se la llevó.

Yo me salí para el bosque a ver si la encontraba. Fui con unas vecinas


que también estaban mirando. Nos pusimos a llamarla y a buscarla de
árbol en árbol. De pronto la vimos colgada de una rama. Estaba
inconsciente. A su lado habían dejado una bolsita. Las vecinas me
dijeron que no la cogiera, que eso era cosa del diablo, pero yo no les
hice caso. A mí ya no me daban miedo esas cosas. Llevamos a mi mamá
para la casa y las vecinas le prepararon unos remedios con plantas,
hasta que la hicieron despertar.

Cuando vi que ella estaba bien, abrí la bolsa. Estaba llena de monedas
de oro. Esperé un tiempo hasta que estuvimos solas otra vez y le mostré
a mi mamá. ¡Somos ricas!, le dije. Ella me regañó. Dijo que no debí
coger eso. –No hay como ganarse el pan con el sudor de la frente-, me
dijo –Ahora nos va a caer una desgracia, yo sé por qué se lo digo.

Yo me puse a jugar con las monedas, a contarlas y hacer montoncitos


con ellas. Me deslumbraba tanto brillo. Le dije que ahora sí iba a poder
hacer mis viajes con ella, que ya teníamos la forma. Pasó una semana,
apenas ocho días desde que encontré las monedas, cuando las palabras
de mi mamá se hicieron realidad.

La piel se me llenó de manchas negras y se me empezó a caer por


pedacitos. El día que pasó todo eso, yo no había rezado mis oraciones.

X – La llorona

Cuando Isabel se perdió en la laguna, María Inés perdió la calma. La


esperaba todas las noches mirando por la ventana, pero nunca llegó. La
iba a buscar al río, pensando que tal vez durante la tormenta, la niña se
hubiera deslizado río abajo. Nada ocurría. Ninguna señal, ninguna
noticia.

Todas las tardes, cuando María Inés terminaba de hacer sus oficios, se
iba para el río a buscarla. No valió que sus familiares trataran de
hacerla entrar en razón: ella se ahogó, mamá, ya no hay nada qué
hacer, le decían, pero ella insistía en esperarla, en buscarla. Llevaba en
las manos un saquito de lana que le había tejido recientemente.

Al río se llevaba una túnica blanca, porque el color blanco era más fácil
de distinguir.

Entonces empezó el llanto. María Inés estaba convencida de que era su


culpa. Lloraba y gritaba llamando a la niña, escarbando entre las
piedras a ver si encontraba una media, un botón, algo, pero no pasaba
nada.

Los gritos se fueron haciendo cada vez más desgarradores, hasta el


punto de asustar a los vecinos. Ya no llegaba a dormir a la casa. Se la
pasaba la noche entera buscando en el río, llorando y gritando. El
cabello llegó a crecerle tanto que ya era imposible de peinar o de
controlar. Era como una manta que la cubría.

En la casa, José y sus hijos hicieron un altar a la virgen para pedirle


por la recuperación de su María Inés, pero no veían ninguna mejoría.

Así pasaron tres años. Isabel y María Inés se volvieron a encontrar.

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