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Desperté y solo había otra niña al lado mío, pero se veía mucho más
grande. Le dije que quería regresar a mi casa y ella prometió ayudarme.
Tenía una varita en la mano. Después de caminar un buen rato
llegamos a la laguna. Entramos juntas y ella marcó un camino con la
varita. Yo me despedí y caminé por ahí. Todo se puso oscuro. Cuando
volvió la luz, ya estaba al otro lado, en el sitio donde dejé a mi mamá.
Caminé hasta mi casa. Cuando ella salió, casi no me reconoce. Me
abrazaba y gritaba: ¡volvió la niña, volvió Isabel!. Habían pasado tres
años.
III – El perro de candela
Por los días en que volvió Isabel, nos pusimos a jugar a las escondidas
ahí afuerita de la casa. Ya se estaba haciendo de noche, empezó a salir
una luna grandísima. Nos quedamos mirándola cuando de pronto
sentimos que los perros se alborotaron, ladraban desesperados hacia
detrás de la casa. Salió mi papá a ver qué estaba pasando. Nos
acercamos y vimos a un perro negro muy grande. Tenía la lengua y las
patas de fuego. Mi papá nos cogió de la mano. Nos pusimos a rezar y el
perro se metió a la casa vecina.
Entonces mi papá nos llevó para la casa y nos puso a rezar el rosario.
Nos dijo que no nos acercáramos por allá, pero era inevitable. El camino
que llega a nuestra casa, pasa primero por esa. Desde ese día
pasábamos mirando para otro lado y rezando para que el perro no se
nos fuera a aparecer. Según nos dijo mi mamá, solo salía en las noches
de luna llena, por eso estábamos obligados a quedarnos adentro en esos
días.
IV – El tropel de caballos
V – El duende
Yo veía los caballos todas las noches y nadie me creía. Decían que solo
se escuchaba el galope, pero que no se dejaban ver. Preferí no volver a
mencionar nada y aceptar esa visión como una condena o como un
mensaje. Pero hubo algo que me hizo volver a hablar. La última noche
de luna llena, dentro del tropel, vi una criatura que iba agarrando las
crines del caballo más grande. Podrá parecer una locura, pero a mí se
me hizo familiar, como que ya lo había visto antes. Incluso me pareció
que el muñeco ese me miraba.
A los pocos días escuché que el hijo de los vecinos se había perdido. Esa
familia como que tiene algo raro porque la Isabel también estuvo
perdida un tiempo. El caso es que decidí ir a contarles allá lo que había
visto. Don José me agradeció, y me dijo que lo llevara al sitio en donde
pasaron los caballos.
Me acerqué como a unos veinte pasos y le dejé unas arepas que había
preparado por la mañana. Cuando miré a don José, había salido
corriendo. Ni siquiera supe si alcanzó a reconocer a su hijo.
VI - El silbón
El otro día estaba yo ahí planchando, cuando llegó una tía de sorpresa.
Yo me había quedado sola desde cuando murieron mis papás y nunca
recibía visitas. Se me hizo raro que no se hubiera aparecido ninguna
libélula a avisarme. La hice entrar y puse a hacer un chocolate para con
las arepas que ya tenía amasadas. Vino a contarme que por allá donde
ella vivía, en el llano, estaban necesitando muchachas para trabajar en
los cacaotales. A mí se me hizo como raro, pero todavía estaba
impresionada por lo del duende y los caballos y le dije que sí. Era una
buena oportunidad para dejar de pensar en eso. Esa misma tarde alisté
mis cosas y nos fuimos a la mañana siguiente. Nos esperaban dos días
de viaje.
La tía se fue contándome cómo era todo por allá, me habló de los oficios
del campo y de los espantos que rondaban por ahí. Por lo visto no iba a
poder librarme de esas cosas. A la semana de estar allá en el llano,
empecé a hacerme amiga de las otras trabajadoras. A todos, hombres y
mujeres, nos tocaba trabajar igual de duro. Teníamos unas hamacas
para descansar en un kiosko grande, abierto por todos lados debido al
calor. Yo veía cómo las culebras se trepaban por los palos y resultaban
enroscándose en las cabezas de la gente, pero todos estaban
acostumbrados.
VII - La bruja
La mirada del silbón me dejó muy inquieta, ya era la segunda vez que
una criatura de esas me miraba como si fuéramos de los mismos. Me
puse a recordar todas las veces que había visto cosas extrañas que el
resto de gente ni siquiera notaba. Sentía espíritus, escuchaba voces,
tenía presentimientos que luego se cumplían.
Esa noche las compañeras me miraban raro, como que no querían estar
cerca de mí. Como no podía dormir, me puse a caminar por el monte.
No le tenía miedo a la oscuridad y sentía que esos caminos, esos
árboles, esos animales, eran mi casa. Aunque llevara poco tiempo en
ese lugar, era como si lo conociera de toda la vida. Me cogió la
medianoche metida entre los matorrales y ya no sabía cómo regresar,
entonces me senté a descansar contra un tronco mientras amanecía.
Cerré los ojos. Vi lugares que no conocía, primero fue una playa
hermosísima, tranquila. La gente era alta y blanca. Me senté a la orilla y
recogí piedritas, conchas y palitos y los guardé en el bolsillo. Volví a
cerrar los ojos y ahora estaba en la mitad del páramo. Caminé un rato
sin saber para dónde, hasta que quedé rendida por el cansancio. Abrí
los ojos. Ahora estaba en la orilla de un río grande y amarillo. Hacía
mucho calor. En el río había lanchas y pescadores. Uno de ellos me
entregó un pescadito pequeño que no le servía y ya se había muerto. –
Tome para que no se le olvide- me dijo. Me metí entre unos matorrales.
Ya había amanecido en la selva. No estaba lejos de los cacaotales.
Cuando entré, todos seguían mirándome raro. Me preguntaron en
dónde había estado y les conté que me había dormido en el monte. A
nadie le quise contar los sueños que tuve. Si ya estaban desconfiando
de mí, ahora sí que me iban a hacer a un lado. Yo digo que fueron
sueños pero presiento que no. Para mí que estuve en esos lugares de
verdad, pero no podría explicar cómo.
VIII – La bruja II
Dejé que las dos se fueran a dormir y entré al cuarto de la niña. Estaba
dormida, pero no se le escuchaba la respiración. Fui a buscar a
Azucena y no la encontré, pero sentí unos ruidos en el techo. Cuando
salí, vi a un animal grandotote y negro que salió volando. Yo nunca
había visto algo así. Volví corriendo al cuarto de la niña para ver si
estaba bien. Respiraba muy lentamente, profunda. Decidí dejarla
tranquila.
Salí a buscar a Azucena en las calles. Tal vez había salido a reunirse
con alguien. Les pregunté a las vecinas que todavía estaban despiertas
pero ninguna me dio razón de ella. Me dijeron que descansara, que
estaba muy alterada.
IX – El viato
Cuando vi que ella estaba bien, abrí la bolsa. Estaba llena de monedas
de oro. Esperé un tiempo hasta que estuvimos solas otra vez y le mostré
a mi mamá. ¡Somos ricas!, le dije. Ella me regañó. Dijo que no debí
coger eso. –No hay como ganarse el pan con el sudor de la frente-, me
dijo –Ahora nos va a caer una desgracia, yo sé por qué se lo digo.
X – La llorona
Todas las tardes, cuando María Inés terminaba de hacer sus oficios, se
iba para el río a buscarla. No valió que sus familiares trataran de
hacerla entrar en razón: ella se ahogó, mamá, ya no hay nada qué
hacer, le decían, pero ella insistía en esperarla, en buscarla. Llevaba en
las manos un saquito de lana que le había tejido recientemente.
Al río se llevaba una túnica blanca, porque el color blanco era más fácil
de distinguir.