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Cinco argumentos contra la meritocracia1

(Esta versión: 19 de marzo de 2013)

MATÍAS COCIÑA2

Resumen
Este artículo tiene por objeto abrir la discusión sobre la noción de meritocracia y su
uso en el actual escenario político chileno, aportando así al debate ideológico en torno a
las ideas de la centro-izquierda, en el contexto de cambios políticos y sociales que
cuestionan los consensos basales sobre los que se ha construido el proceso de transición a
la democracia. Argumentaré que la organización de la sociedad en torno a la noción de
mérito es uno de los conceptos sobre los que se funda lo que podríamos llamar el
consenso post-transición de la política chilena, esto es, el conjunto de ideas compartidas
por una mayoría de los representantes de los dos principales bloques políticos del período
post-dictatorial, así como por periodistas, académicos y comentaristas que participan de la
discusión pública de la política nacional. Argumentaré también que nuestro peculiar
proceso de transición a la democracia ha generado una serie de consensos que cruzan las
fronteras ideológicas de lo que habitualmente designamos por izquierda y derecha. En
este consenso, la idea de meritocracia ha llegado a ocupar un lugar central, especialmente
entre los políticos a la izquierda de la centro-derecha, en el sentido de que la idea de una
sociedad meritocrática parece ser concebida en ambos extremos del abanico ideológico
dominante (digamos, entre el Partido Socialista y RN) como una categoría ideal para
pensar la vía chilena al desarrollo. Argumentaré que, en principio, la idea de una sociedad
organizada en torno al mérito resulta atractiva, puesto que apela a una idea particular de
justicia, se entiende como una alternativa al elitismo que caracteriza nuestro orden social,

1 Agradezco los comentarios y críticas de Rodrigo Mora, Ezequiel Gomez-Caride, Joao A. Peschanski,
Eduardo Rojas, Marcelo Pérez Quilaqueo, Camila Cociña, Ricardo Mena, Andrea Puccio, Sebastián
Depolo, Nicolás Rebolledo y David Calnitsky, quienes sin necesariamente estar de acuerdo con todas mis
ideas, aportaron enormemente a que éstas adoptaran su forma actual. Los errores u omisiones son, por
supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
2 Candidato a Doctor en Sociología, University of Wisconsin-Madison. Asistente de proyectos, Center on

Wisconsin Strategy. Graduate research fellow, Institute for Research on Poverty. Magíster en Economía
Aplicada e Ingeniero Civil Industrial, Universidad de Chile. Fundador y columnista de
www.delarepublica.cl. Participa del movimiento Revolución Democrática, donde coordina el grupo
América-Oceanía de la Red de adherentes en el Extranjero.
En twitter: @mcocina // e-mail: matias[arroba]delarepublica[punto]cl
Cinco argumentos contra la meritocracia

y apela a la idea de eficiencia de mercado en el uso del “capital humano” del país. Parece
ser, en suma, la síntesis perfecta entre eficiencia y justicia social. Recientes
cuestionamientos a esta idea desde la elite concertacionista no se sustentan en una
convicción ideológica colectiva, sino más bien en una reacción de carácter político-táctica
de algunos dirigentes al discurso esbozado por la derecha en el apronte a la competencia
electoral presidencial.

Argumentaré, así, que una perspectiva meritocrática del orden social y, en particular,
una noción meritocrática de la idea de justicia social, son eminentemente problemáticas.
Esto, por diversas razones. Primero, porque el orden meritocrático descansa en una
concepción limitada de justicia social, entendida meramente como igualdad de
oportunidades, sin ocuparse de la necesidad de preservar cierto grado de igualdad en los
resultados. Una sociedad meritocrática es una que, al menos en principio, no reduce –ni
mucho menos elimina– los niveles actuales de desigualdad, sino simplemente redistribuye
las probabilidades de estar en el grupo más aventajado. Esto es, un sistema meritocrático
aumenta la movilidad, pero no disminuye la miseria. Segundo, porque la noción de mérito
–quién merece recibir qué, y por qué razones– es contingente al orden social y sus
estructuras de poder. Todo orden meritocrático es, por tanto, potencialmente una
estructura de opresión, una forma de perpetuar desigualdades y privilegios. Tercero,
porque una sociedad organizada en torno a la idea de meritocracia corre el riesgo de
volverse profundamente antidemocrática: el gobierno de los mejores no puede, por
definición, ser el gobierno de todos. Es un gobierno en el que no manda el pueblo, sino la
elite. Cuarto, porque un sistema meritocrático tiende a generar escenarios en que los
ganadores se llevan todos los premios, lo que permitiría justificar que los menos
talentosos y esforzados sean abandonados a su suerte. Finalmente, porque un escenario
perfectamente meritocrático hace inviable la provisión de condiciones de igualdad de
oportunidad para las generaciones venideras. La meritocracia sufre, en otras palabras, de
una contradicción interna en sus principios de operación. Un orden meritocrático es,
argumentaré en definitiva, insuficiente si lo que buscamos es construir un país justo,
inclusivo, y democrático.

La meritocracia y el consenso post-transición


Nuestro peculiar proceso de transición a la democracia ha generado una serie de
consensos que cruzan –o tienden a fusionar– las fronteras ideológicas de lo que en Chile
se solía llamar partidos de izquierda y derecha. No es coincidencia, de hecho, que buena
parte de la militancia de izquierda considere que los partidos de la Concertación –
particularmente el Partido Socialista– han abandonado los idearios tradicionales de la
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Cinco argumentos contra la meritocracia

izquierda; al mismo tiempo que la derecha más ultra, representada recientemente en el


libro de Jovino Novoa (2013), “Con la fuerza de la libertad. La batalla por las ideas de
centroderecha en el Chile de hoy”, considere que el actual gobierno ha abandonado los
idearios conservadores, adoptando políticas e ideas propias de la socialdemocracia. Esto
se debe, al menos en parte, a que la práctica de administración del poder desde inicios de
la década de 1990 por parte de una élite relativamente pequeña y eminentemente estable
ha permitido la generación de consensos, tácitos o explícitos dependiendo del caso,
respecto de en qué consiste la democracia –al menos en su versión chilena– y cómo ha de
administrarse el poder que ella confiere. No es coincidencia, en efecto, que en las últimas
elecciones no hubiera programas de Gobierno hasta el último mes de campaña.
Bienvenidos la Política Power Point: los acuerdos transversales de nuestra elite han
reemplazado la reflexión respecto de un “proyecto de país”. Se aspira, más bien, a mejoras
incrementales que mantengan el statu quo, sin alterar el ordenamiento básico consensuado,
pero haciéndose cargo de “tareas pendientes” que caben en unas cuantas láminas y
viñetas, y que permitirían terminar de pulir un modelo institucional que la elite parece
percibir –en contra de los murmullos, gritos y silencios de la calle– no sólo como exitoso,
sino además como sustentable.

Uno de los acuerdos transversales generados en este período es lo que el politólogo


Francisco Vega (2007) llamó la Pax Boeningeriana, una forma de administración del poder
basada en el consenso público logrado a partir de negociaciones de trastienda, que apunta
a conservar a toda costa la –muy ‘noventera’– gobernabilidad, entendida esta no ya como
cooperación entre el Estado y actores de la sociedad civil (que es el uso que originalmente
da el Banco Mundial al término), sino como un conjunto de acciones ejecutadas por la
elite política (y económica?) orientada a construir y mantener el orden social, el cual es a su
vez entendido como la total ausencia de conflictos. Al amparo de la Pax Boeningeriana se
han gestado una serie de sub-consensos que, sin intentar ser exhaustivos, incluyen la
estabilidad de la institucionalidad cívico-militar; el estatus superior de la política de
estabilidad de precios por sobre el fomento del empleo; la independencia del Banco
Central para alcanzar esta (única) meta; la conveniencia de la apertura comercial sin
restricciones; la minimización del rol del Estado como productor de bienes y proveedor
de servicios “privatizables”; la gradualidad en la implementación de políticas públicas; la
preeminencia política de las organizaciones empresariales por sobre las organizaciones de
trabajadores; el foco en el crecimiento económico como política social por excelencia;
etcétera.

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Cinco argumentos contra la meritocracia

El cambio generacional y paradigmático iniciado con la elección de Michelle Bachelet


y cimentado por la toma de las calles por parte de miles de estudiantes “hijos de la
transición” –nacidos bajo Aylwin, educados bajo Frei y Lagos, y que probaron el sabor
amargo de la política bajo Bachelet durante el neutralizado movimiento Pingüino de
2006–, parece estar generando suficiente presión sobre el sistema político como para
poner en duda la efectividad de este consenso. Las rigideces propias de la constitución de
1980 y el sistema electoral que la sostiene en pie no han logrado (y muy probablemente no
lograrán) generar las válvulas de escape para que el sistema canalice las demandas
ciudadanas por más transparencia y más apertura del sistema político a los conflictos
inherentes a un proceso de desarrollo cuyos parámetros están lejos de ser zanjados por
medio de consensos cupulares. Los políticos profesionales tanto de la Concertación como
de la Alianza se constituyen, tras ser electos, en incumbentes de una arquitectura electoral
que los blinda de la competencia y por tanto de las demandas por más apertura. Son estos
mismos incumbentes los que han colaborado, por acción u omisión, en la mantención de
un sistema escasamente representativo. (Paradojalmente, el único que intentó empujar un
proyecto de reforma real al sistema electoral fue el propio Edgardo Boeninger, sólo para
constatar que los intereses involucrados le impedirían llevarlo a cabo, pese al peso
específico innegable de sus habilidades y contactos). Parte de lo que hoy se exige desde las
calles es, en contraste, una política de los disensos, en que el conflicto ideológico se valide
como consustancial a la política, y se exprese por medios democráticos. El actual sistema
de dos bloques, en que los chilenos elegimos poco (sólo cinco autoridades son electas en
Chile vía voto popular) y mal (mediante un sistema binominal para cargos parlamentarios,
un sistema de primarias deficitario, una ley de financiamiento electoral escasa) es
percibido, correctamente, como insuficientemente democrático.

En este contexto, una especie de revelación tardía en el período post-dictatorial está


en camino a convertirse en un nuevo consenso para nuestra clase política. Pese a las
resistencias naturales de la derecha dura representada por Jovino Novoa y sus seguidores
dentro de la UDI (¿y en RN?) –cuyo referente ideológico se acerca más al discurso
libertario hayekiano, o incluso a ratos a los impulsos monárquicos del Jaime Guzmán de
inicios de los setenta–, buena parte de lo que podemos llamar la derecha moderada (?)
parece haber llegando a un nuevo consenso con sus contrapartes concertacionistas. El
naciente consenso –cuyos orígenes, al menos en su versión moderna, se encuentran en la
idea de la economía neoclásica de productividad marginal y de la competencia en el
mercado como generador de eficiencias–, se basa en la noción de que el “mérito” debe ser
la métrica según la cuál compararnos unos con otros. Este nuevo bloque consensual, cuya
primera manifestación concreta parece remontarse a los encuentros destinados a “pensar

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Cinco argumentos contra la meritocracia

Chile” (desde Harvard y Valle Nevado, hemos de recordar) que dieron origen a Expansiva
y a Andrés Velasco como figura política, parece abrazar –ardientemente en el caso de
muchos Concertacionistas, con más reparos en el caso de la derecha– la idea de que la
meritocracia es la piedra angular en torno a la cual se debe organizar el orden social si
queremos que éste sea justo y eficiente. La reciente irrupción de Laurence Golborne como
abanderado presidencial del la UDI, que lo presenta –con poca convicción, pero con
olfato y entusiasmo electoral– como el candidato del Chile meritocrático, ha puesto en
jaque este consenso, al menos en sus aspectos tácticos. Sin embargo, pese a que la elite
concertacionista ha comenzado a acusar el golpe, mostrando cierta distancia con el
discurso del candidato (Ottone 2013), la potencial efectividad de dicho discurso se basa
precisamente en que éste está en consonancia con el mensaje que la propia
centro-izquierda oficialista ofreció al país en las últimas décadas, y en que no existe en la
izquierda una reflexión ideológica actualizada que permita hacerle frente de forma
consistente.

Pese a que, como bien apunta Amartya Sen, la idea de meritocracia “puede tener
muchas virtudes, pero la claridad no es una de ellas” (Sen 2000a:5), para los efectos de este
ensayo la entenderemos simplemente como el sistema social de asignación de bienes
tangibles y simbólicos vía “mérito”, entendido éste como una combinación de talento y
esfuerzo (a lo que algunos autores, como McNamee y Miller Jr. (2004:21) suman el “tener
la actitud adecuada” y tener “estatura moral”) que produce resultados que son valorados
por terceras personas que, a su vez, tienen la capacidad de asignar dichos bienes. Con
contadas excepciones, desde la derecha liberal hasta los más socialistas entre los
“socialistas” el llamado es a “emparejar la cancha”, a generar una sociedad que provea
“igualdad de oportunidades”, a dotar a todos los hijos de Chile con un punto de partida
igualitario (principalmente expresado en términos de educación y salud, especialmente
durante la edad escolar) que les permita “desarrollar todo su potencial”, de modo de
“competir en igualdad de condiciones” en el mercado. Con variaciones, esta línea
argumental está detrás del libro de Navia y Engel (2006) Que gane el ‘más mejor’, detrás de
(algunas de) las demandas del movimiento estudiantil de 2011 por una educación pública,
gratuita y de calidad para todos los niños de Chile y, más recientemente, detrás del
discurso de la campaña del precandidato presidencial de la ultraderecha (“Es posible”.
Nótese, sin embargo, la no tan sutil diferencia con el más colectivista Yes We Can del
candidato Obama en 2008, que probablemente informa la estrategia gremialista). Chile
llegará a ser una sociedad desarrollada, se argumenta desde el socialismo liberal hasta el
conservadurismo compasivo de la derecha, no sólo cuando tengamos un ingreso per cápita
de un par de docenas de miles de dólares, sino cuando las recompensas y bienes que la

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Cinco argumentos contra la meritocracia

sociedad entrega a sus ciudadanos sean asignadas de acuerdo al mérito de cada cual. La
izquierda de la izquierda pone así en duda la noción de desarrollo y su cuantificación vía
ingreso, mientras que la izquierda moderada busca encontrar la cuadratura del círculo
entre una sociedad eminentemente mercantilizada y una noción de justicia en línea con
sus tradiciones. La derecha, por su parte, asegura que ya “se puede”, como lo demostraría
su candidato.

Los atractivos del discurso de la meritocracia


Cualquiera sea el caso, y como bien resume Marie Duru-Bellat en su libro Le Mérite
contre la Justice, “[s]i de manera abstracta el principio meritocrático resulta fundamental para
las sociedades democráticas, es importante entender cómo éste se inscribe concretamente
en las representaciones de sus miembros, en sus racionamientos cotidianos, y aparece así,
para las sociedades, como garante de la mejor combinación posible entre eficiencia y
justicia social” (Duru-Bellat 2009:21). Como veremos más adelante, hay más de una razón
para oponerse a la meritocracia como modelo social. Sin embargo, como sospecha
Duru-Bellat, la noción de un país organizado en torno al mérito es, a primera vista,
atractiva.

En primer lugar, la noción implícita o explícita de que si nos esforzamos y nos


mantenemos dentro de las reglas del juego impuestas por la estructura jurídica
recibiremos una compensación proporcional a nuestro esfuerzo, es una de las piedras
fundamentales de la promesa que sostiene a las sociedades capitalistas en equilibrio
(equilibrio dinámico e inestable, dirán algunos, pero equilibrio al fin. El “modelo” no se
derrumba solo). Si bien la inmensa mayoría puede con razón argumentar que no está
recibiendo todos los beneficios que el orden económico promete (o bien que los está
recibiendo a un alto costo, por ejemplo, en términos de uso del tiempo, niveles de estrés,
y otras medidas subjetivas de bienestar), lo cierto es que puestos a escoger entre una
sociedad que premie el mérito (léase, habilidades más esfuerzo) y una que no lo haga (una
que asigne compensaciones a partir de otro criterio como, por ejemplo, la pertenencia a
una casta, grupo político, religión, género o raza), hay poco espacio dónde perderse. Sin
embargo, como veremos, el hecho de que convengamos en que una sociedad que premie
el mérito es preferible a una que no lo haga no quiere decir, ni en términos lógicos ni en la
práctica, que una sociedad plenamente meritocrática sea el mejor orden social posible de
concebir.

El segundo gran atractivo de la idea de un Chile meritocrático se relaciona con el


anterior. Chile es un país elitista. Somos una sociedad en la que un grupo relativamente
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Cinco argumentos contra la meritocracia

pequeño de individuos, familias y grupos económicos manejan buena parte de los grandes
negocios, buena parte de las grandes decisiones políticas, y una proporción
probablemente aún mayor de la generación de discursos en torno a los cuales
interactuamos a diario –vía canales de televisión, periódicos, universidades, think tanks, y
un no tan largo etcétera. Es una sociedad en que, de acuerdo al último ranking Forbes,
catorce multimillonarios agrupados en un puñado de familias concentran una riqueza
equivalente a más del veinte por ciento del Producto Interno Bruto (algo así como 40 mil
millones de dólares); una en que cerca de la mitad de los gerentes en 100 de las principales
empresas viene tan solo 5 colegios. Una sociedad en que el colegio de procedencia (es
decir, la red de contactos y el habitus de crianza) resulta, en muchos casos, más importante
que la universidad en la que se estudió, o la calidad académica y profesional demostrada
“en la cancha”. No es necesario citar demasiados ejemplos para argumentar lo que hoy es
vox populi: en Chile, poseer una buena red de contactos es en la mayoría de los casos
pre-requisito para que el esfuerzo y el talento efectivamente paguen. Más aún, en muchos
casos, la primera es sustituto de los segundos. Chile es un país de enclaves, feudos, fundos
y monopolios. En una sociedad como esta, en que la riqueza, el poder, el capital cultural,
y las conexiones profesionales y personales están visiblemente concentradas en unos
pocos, la búsqueda de la ecualización de oportunidades resulta un objetivo evidentemente
justo y sin duda políticamente rentable.

En tercer lugar, el consenso en torno a la necesidad de construcción de una sociedad


meritocrática tiene también un fundamento, al menos parcial, en la idea de un uso
eficiente de lo que la profesión económica llama capital humano. En un mundo
globalizado y competitivo, nos dice una mayoría de nuestros economistas y políticos, no
podemos darnos el lujo de desperdiciar nuestros talentos simplemente porque unos pocos
usufructúen de un sistema injusto, manteniendo así sus privilegios relativos. Proveer
igualdad de oportunidades desde la cuna es generar las condiciones necesarias para que
cada cual pueda competir de acuerdo a sus habilidades (entendidos generalmente como
condiciones innatas) y a su voluntad de esforzarse relativamente más que otros y jugar
dentro de las reglas (lo que la profesión económica codifica como “preferencias”). Sólo
así, continua el argumento, podremos obtener el máximo de productividad que nuestros
ciudadanos pueden proveer al sistema económico. El elitismo rentista es, en suma,
ineficiente. Sociedades inclusivas son no sólo más eficientes, sino también más estables en
el largo plazo. Esta línea argumental tiene sin duda más de un mérito, y ha sido
recientemente desarrollada in extenso por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su
monumental libro “Why Nations Fail” (Por qué fallan las naciones) (Acemoglu and
Robinson 2012).

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Cinco argumentos contra la meritocracia

Finalmente, la idea de meritocracia está cercanamente emparentada con una particular


noción de justicia. “Preguntar si una sociedad es justa”, nos dice el filósofo político
Michael Sandel, “es preguntar cómo ésta distribuye las cosas que apreciamos –ingreso,
riqueza, deberes y derechos, poderes y oportunidades, cargos y honores. Una sociedad
justa distribuye dichos bienes de forma correcta; le da a cada persona lo que merece.”
(Sandel 2009:19) La dificultad comienza, como bien reconoce Sandel y cualquiera a quien
interese la política, cuando preguntamos quién merece qué, y por qué razones. En
lenguaje coloquial, premiar el “mérito” y dar a alguien lo que “merece” suelen usarse
indistintamente. Pero ambas ideas, si bien están relacionadas, no son idénticas (en
castellano ambos términos son casi indistinguibles. En inglés, en cambio, el primero es
denominado “merit” –el resultado concreto, fruto de la aplicación de talento y esfuerzo,
que da sustento a un reclamo por reconocimiento–, y el segundo “desert” –la calidad o
hecho de merecer un premio o castigo (McLeod 2003)). Podemos, de hecho, preguntar
legítimamente si el mérito es la forma más justa de definir quién merece recibir cierto bien.
Si, por ejemplo, el barco en el que viajan un ganador del Premio Nobel de medicina y un
niño de diez años se comienza a hundir, ¿quién merece un puesto en el único bote
salvavidas, el científico o el niño? Probablemente el primero tiene más “méritos” –se
puede argumentar que tiene más talento y que ha ejercido más esfuerzo en utilizarlos,
generando resultados que la sociedad considera valiosos e incluso extraordinarios–, pero
es probable que subirlo a él al bote a costa del pequeño violente la idea de justicia de
muchos observadores que argumentarán, al menos en principio válidamente, que el niño
“merece” salvarse, precisamente por su condición de tal. El punto en cuestión es que el
mérito es sólo una entre muchas formas de decidir quién merece qué bienes. La pregunta
respecto de qué tan justo resulta como principio para distribuirlos está lejos de estar
zanjada, tanto en la academia como en la arena política. Como veremos, ni siquiera el
principio de igualdad de oportunidades, que muchos usarán como argumento para
defender un sistema meritocrático, resulta completamente satisfactorio desde el punto de
vista de la justicia.

Una invitación a cuestionar el consenso


La noción de mérito suele integrar la idea de talento –habilidades innatas, asignadas a
cada cual por una suerte de lotería en parte definida por la herencia genética y en parte por
el contexto en el cual fuimos gestados, nacimos y crecimos durante nuestros primeros
años– con la noción de esfuerzo –cuánto tiempo de ocio estuvimos dispuestos a sacrificar
para efectuar algún trabajo, y con cuánta dedicación y cuidado lo realizamos (podemos
sumar, como hemos mencionado, el mantenerse dentro de las normas sociales y
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Cinco argumentos contra la meritocracia

jurídicas). Esta idea, por definición imposible de observar, se suele medir comparando el
resultado concreto de dicho esfuerzo –la “contribución a la sociedad” en términos
generales, o al balance de la empresa, en el caso particular del mercado laboral– con los
resultados obtenidos por nuestros pares. Siendo así, es importante notar que, en un
sistema meritocrático, quien obtiene el mayor beneficio no es necesariamente quien más
se esfuerza: alguien con limitaciones cognitivas, por ejemplo, puede poner el doble de
esfuerzo que su par más talentoso, y aun así obtener menos compensación, si es que su
esfuerzo no logra dar cuenta de la pérdida de productividad impuesta por el diferencial de
capacidades. Este es el caso, por ejemplo, en empleos con una alta componente de salario
variable. Así, la idea de dar a cada cual de acuerdo a su esfuerzo se contradice, al menos en
principio, con la idea –meritocrática y neoclásica– de dar a cada cual de acuerdo a su
contribución marginal al bienestar social o la productividad privada (que, dicen los más
ortodoxos entre los neoclásicos, finalmente son lo mismo).

Con todo, la aplicación del criterio de premiación según mérito (resultados) puede
resultar razonable, conveniente, e incluso justa en organizaciones productivas. Mal que
mal, la razón de ser de la empresa capitalista es la maximización de la utilidad obtenida por
sus dueños, por lo que, puestos a escoger entre dos trabajadores, que la empresa premie al
más productivo no parece una aberración dentro de la lógica de mercado. La noción de
justicia social no ocupa, en ese contexto, un rol primordial. Sin duda existen exigencias de
justicia mínimas para mantener la cohesión interna de la organización productiva (por
ejemplo, no-discriminación y la ausencia de otras arbitrariedades similares, el
cumplimiento de las condiciones del contrato de trabajo, etcétera), pero éstas no
representan su principio operacional básico.

Las referencias a la noción de meritocracia en la arena pública suelen mezclar, por otra
parte, dos niveles lógicos en que el término tiene sentidos distintos, aunque relacionados.
El primero es un sentido netamente administrativo: dentro de una organización pública se
aspira a que exista una movilidad ascendente en la cadena de cargos que componen la
jerarquía organizacional, basada en la capacidad de los individuos de ejercer de forma
competente las tareas que se les asigna. Refiere, en ese sentido, a un sistema que asigna a
“los mejores” a cada cargo, donde la noción de “mejor” es contingente al cargo y la
organización en cuestión, y no al individuo que lo ocupa (la idea de un “gobierno de los
mejores” implica, así, que los individuos que lo componen son, casi por definición, un
grupo distinto del que compondría un “ejército de los mejores” o un “empresariado de los
mejores”. El actual gobierno ha pagado altos costos políticos por ignorar este punto).

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Cinco argumentos contra la meritocracia

En su segunda acepción, la noción de meritocracia aplicada al espacio de lo público se


acerca más a la idea de darwinismo social: el orden social es una gran arena de
competencia, donde los más aptos y aquellos que despliegan mayor esfuerzo ascienden
socialmente (generalmente en términos de ingresos y status, aunque no necesariamente
ambos simultáneamente), mientras que aquellos con menos habilidades (y quienes están
menos dispuestos a esforzarse) no reciben los premios que la sociedad ofrece. Sin
embargo, extrapolar el principio de compensación de la productividad desde la empresa a
la sociedad obvia el hecho de que, a diferencia de una firma capitalista, la sociedad no tiene
como fin maximizar su utilidad, ni siquiera maximizar la producción de bienes y servicios.
El orden social democrático obedece a la idea de justicia, bien común y autogobierno, y
por tanto debe considerar aspectos más complejos que la mera “contribución marginal” al
“bienestar social”, como sea que éste se defina.

Cinco argumentos contra la meritocracia


La pregunta es, entonces, cómo es que la sociedad distribuye bienes físicos y
simbólicos entre sus ciudadanos. Mi argumento –que no es en absoluto novedoso, pues se
inscribe en in debate global de larga data, pero sí desafía el discurso convencional en el
Chile soñado y diseñado por Jaime Guzmán– es que una perspectiva meritocrática del
orden social y, en particular, una noción meritocrática de la idea de justicia social, son
eminentemente problemáticas por al menos cinco razones fundamentales.

Primero, una sociedad organizada en torno a la idea de meritocracia es una sociedad


basada en lo que solemos llamar “igualdad de oportunidades”. Al igual que con la idea de
mérito, puestos a escoger entre una sociedad que no genere igualdad de oportunidades
(Chile en la actualidad es sin duda un ejemplo notable) y una que sí lo haga, no hay
demasiado espacio dónde perderse. Se puede argumentar sin mayor controversia que la
igualdad de oportunidades es una característica deseable –incluso necesaria– en la
constitución de una sociedad justa. Lograr mayores niveles de igualdad de oportunidades
sería de hecho un gran paso hacia la construcción de una sociedad en que cada persona
pueda vivir una vida plena. Esto no significa, sin embargo, que una sociedad que provea
igualdad de oportunidades sea una sociedad necesariamente justa. Igualdad de
oportunidades no es, en otras palabras, condición suficiente para la construcción de un
orden justo, sino sólo una condición necesaria.

Como bien apunta el sociólogo Erik O. Wright en su más reciente libro (Wright 2010)
y en su discurso como presidente de la Sociedad Norteamericana de Sociología (Wright
2013), la idea de igualdad de oportunidades tiene una serie de limitaciones. Una sociedad
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Cinco argumentos contra la meritocracia

en la que, por ejemplo, se implementara una lotería perfectamente aleatoria que asignara al
10 por ciento de los recién nacidos recursos suficientes para vivir una vida plena, y al resto
90 por ciento recursos tan mínimos que apenas garantizaran una vida de privaciones, sería
una sociedad con perfecta igualdad de oportunidades. Nadie tendría, en principio, más
probabilidad que sus pares de vivir una vida plena. No habría espacio para privilegios
heredados por casta ni riqueza. Sería, sin embrago, una sociedad a la que sería difícil
calificar de justa. El problema al que apunta este ejercicio teórico es, claro está, que una
sociedad que sólo se ocupa de proveer estricta igualdad de oportunidades en el punto de
partida, sin prestar atención a los niveles de desigualdad en los resultados, dista de ser una
sociedad perfecta o, incluso, razonablemente justa. En una sociedad en la que todos los
niños partiesen en igualdad de condiciones –educacionales, de salud, de acceso a capital,
etc.–, ¿estaríamos dispuestos a dejar que quien comete un error a los quince o veinte años
cargue para siempre con una vida de privaciones? Hacerlo así, sugiere Wright, reflejaría
una visión sociológicamente pobre de las trayectorias de vida de las personas, de cómo se
forman las motivaciones para actuar, de cómo éstas pueden ser perturbadas en distintas
etapas de la vida y, por tanto, reflejaría una visión errada –desde el punto de vista tanto de
la sociología como de la psicología y la ética– de la noción de “responsabilidad” frente a
las consecuencias de los propios actos. Más aún, vale la pena destacar que una sociedad
meritocrática –que se corresponde con la visión utópica de una sociedad de mercado– es
una sociedad que, en principio, no reduce –ni mucho menos elimina– los niveles actuales
de desigualdad o de miseria. Simplemente redistribuye las probabilidades de estar en el
grupo más aventajado. No se reduce el porcentaje de pobreza, sino que garantiza que el
porcentaje de personas que terminan en pobreza nacidos en comunas como Vitacura sea
igual que el porcentaje que termina en pobreza entre los nacidos en Arica (y, esto, sólo si
asumimos que en Vitacura y Arica los talentos y preferencias se distribuyen de igual
manera).

Un segundo problema con la perspectiva de una sociedad meritocrática es que tras


la idea de mérito hay siempre una noción particular –habitualmente implícita– de qué es
valioso para la sociedad. Una acción –ejecutada con habilidad y esfuerzo, y generadora de
consecuencias socialmente relevantes– es “meritoria” siempre y solamente en relación
con un cierto estándar o un determinado orden de prioridades. Si hemos de juzgarlas por
las recompensas que la sociedad provee en retorno por la entrega de esfuerzo y talento al
servicio de dichas tareas, en Chile ser capaz de cuidar a los más débiles y enfermos entre
nosotros, o estar al cuidado de la formación de nuestros niños más pequeños
(especialmente los más pobres) no constituye mérito. Las y los educadoras pre-escolares,
así como las enfermeras, enfermeros y auxiliares de enfermería se cuentan entre los

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Cinco argumentos contra la meritocracia

profesionales y técnicos de más baja remuneración en la escala de salarios. En contraste, la


capacidad extraordinaria de patear una pelota, el atractivo físico, la capacidad de vender
bienes suntuarios, o el saber navegar el sistema jurídico, son al parecer altamente
“meritorias”. También lo son la capacidad de maximizar la utilidad (hoy, más bien, el valor
en bolsa) para un grupo de inversores organizados en torno a una compañía. La
determinación de este ranking de preferencias está en parte explicado por las leyes de
oferta y demanda en el mercado de trabajo y la relativa escasez de las habilidades
requeridas para ejercer la tarea en cuestión, pero también, y sobre todo, por la estructura
social dentro de la cual cada mercado opera (un ejemplo que viene al caso es el de la
compensación de ejecutivos descrito por DiPrete y coautores (2010)). La noción de
mérito es, en otras palabras, contingente al orden social y sus estructuras de poder y, por
tanto, toda meritocracia es potencialmente una estructura de opresión, una forma de
perpetuar desigualdades y privilegios.

Es importante hace notar a este respecto que el concepto de meritocracia, en su


versión moderna, fue acuñado en el título de una novela crítica de los patrones
emergentes de elitización vía educación formal. Si bien la noción de un “gobierno de los
más aptos” y la noción burocrática del nombramiento de cargos en base a mérito pueden
encontrarse en múltiples civilizaciones y épocas, el término “meritocracia”, tal como hoy
lo usamos, fue acuñado recién en 1958 por el sociólogo y activista británico Michael
Young en su libro The rise of the meritocracy, 1870-2033: An essay on education and equality (El
triunfo de la meritocracia, 1870-2033: ensayo sobre educación e igualdad) (Young 1961).
El libro es una crítica frontal a lo que Young previó como una tendencia hacia una
elitización vía “mérito”, y tiene la forma de un ensayo novelado en que un personaje de
ficción relata, en primera persona, cómo es que Gran Bretaña ha llegado a ser en 2034 (no
estamos tan lejos) un país con un sistema de gobierno que favorece la inteligencia y las
“aptitudes” por sobre cualquier otro criterio. Esto ha creado, en el mundo distópico
creado por Young, un gobierno ocupado por una “elite incansable” conformada por una
“minoría creativa”, en desmedro de la “masa estólida”. La fórmula “Coeficiente
Intelectual + Esfuerzo = Mérito” constituye la forma de validación de los privilegios
obtenidos por la nueva clase dominante. De acuerdo con el Fontana Dictionary of
Modern Thought (1988 p.521, citado en Sen (2000a:7)), meritocracia es “Una palabra
acuñada por Michael Young para designar el gobierno por aquellos considerados como
poseedores de méritos; mérito se equipara con inteligencia más esfuerzo, quienes lo
poseen son identificados a temprana edad y son seleccionados para una educación
intensiva adecuada, y hay una obsesión por la cuantificación, puntajes de exámenes, y
calificaciones.” Cualquier semejanza con el proyecto del Chile moderno es, por supuesto,

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Cinco argumentos contra la meritocracia

mera coincidencia.

Un tercer problema es que una sociedad organizada en torno a la idea de


meritocracia corre el riesgo de volverse profundamente antidemocrática. La democracia
es, por definición, la organización de las decisiones colectivas sobre la base de la igualdad
entre todos los participantes. Es, aplicada a la organización nacional, el gobierno del
pueblo, y en él participan tanto los talentosos como los más desaventajados, los
esforzados y los flojos, los aptos y los ineptos. Una democracia no puede ser, por
definición, un “gobierno de los mejores”. En The rise of Meritocracy, el protagonista
inventado por Young declara que “hoy francamente reconocemos que la democracia no
puede ser nada más que un anhelo, y tenemos un gobierno no tanto del pueblo, sino de las
personas más inteligentes; no una aristocracia de nacimiento; no una plutocracia de la
riqueza; sino una verdadera meritocracia del talento.” (Young 1961:21) En el Chile
postdictatorial, la elite gobernante (de derecha e izquierdas) ha convencido al pueblo de
que en democracia mandan la ley y las instituciones, no la gente. Y si mandan las
instituciones, entonces manda la elite tecnocrática que, como en toda burocracia que –
desde Weber en adelante– se precie de moderna, se estructura en torno a la noción de
mérito. Nos han convencido, como dice el cientista social Eduardo Rojas, de que en Chile
no manda el pueblo, sino la elite. En el Chile meritocrático las instituciones funcionan, y la
democracia sobrevive en sus márgenes.

En cuarto lugar, un sistema meritocrático tiene el problema de que tiende a generar


escenarios en que los ganadores se llevan todos los premios (lo que la ciencia política
estadounidense llama sociedades y política winner-take-all (Frank and Cook 1996; Hacker
and Pierson 2011)). En una sociedad meritocrática, nos dicen Engel y Navia (2006),
emparejamos la cancha al inicio del juego, y el “mas mejor” gana y se lleva los premios. El
problema, claro está, es que “emparejar” la cancha no basta cuando el trazado que da
forma y define el tamaño de la cancha, el porte y forma de los arcos, y las reglas del juego,
las determina un grupo de personas que luego serán parte del partido. Los mecanismos de
asignación de compensación al mérito, como sea que éste sea definido (esto, como ya
vimos, es problemático en sí mismo), también afectan los grados de equidad al final del
“partido”. La analogía del “partido” en que, puestos en una cancha pareja, gana el “más
mejor” es entonces, por decir lo menos, limitada, pues obvía las dinámicas de poder tras la
definición de qué juego estamos jugando. En el Chile actual, más que emparejar la cancha,
hay que echar abajo el estadio y construirlo de nuevo, para jugar otro juego, con otras
reglas. De eso se trató el 2011. Eso es lo que se definirá en los años por venir.

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Cinco argumentos contra la meritocracia

Lo que es aun peor, las analogías del tipo “que gane el más mejor” son pobres porque
obvían lo que pasa después de que el juego se ha jugado. Una vez que se han asignado los
premios, ¿qué pasa con los perdedores? Una vez que emparejamos la cancha, ¿que pasa
con los tontos, los lisiados, las niñas que se embarazan a los quince años, los que
cometieron un error a los diecinueve, o andaban “perdidos” hasta los veinticinco? ¿Qué
pasa con los flojos, los lentos, los socialmente incompetentes, los culturalmente
desadaptados? ¿Qué le sucede al chico que fue a la escuela, siguió las reglas del juego,
entró a la universidad, pero estuvo siempre del promedio hacia abajo, y terminó en un
trabajo precario, inestable, que no ofrece las garantías y seguridad de un “buen trabajo”?
¿Los dejamos caer? ¿Los condenamos a ser perdedores por lo que les queda de vida? ¿Qué
tipo de sociedad es esa que condena a una proporción importante de sus miembros a
tener vidas limitadas, al tiempo que les dice que su suerte es completamente justa? ¿Les
decimos que tuvieron una oportunidad como todo el resto, que la desperdiciaron o no
dieron el ancho, que ahora están a su suerte y que, más aún, se lo merecen?

Finalmente, una sociedad meritocrática, basada en la idea de igualdad de


oportunidades al nacer presenta un serio problema de factibilidad en el mediano y largo
plazo. Pongámonos en el caso hipotético de que pudiésemos “emparejar la cancha” para
todos los hijos de Chile nacidos en 2014, generando una sociedad donde todos tuvieran
igual acceso a salud, a educación de igual calidad, a bibliotecas públicas y consumo
cultural, a los mismos niveles de acceso a capital, a no-discriminación, a seguridad en el
hogar y estimulación temprana, y donde la alcurnia del apellido, los contactos de la familia,
el color de la piel, el barrio o ciudad de residencia y la manera de hablar, no constituyeran
ventaja alguna. Puesta a funcionar, esta sociedad distribuiría premios desiguales, dando
más a los más talentosos y esforzados, como manda el principio meritocrático. Si así fuera,
¿cómo garantizar que los hijos de dicha generación posean la misma suerte, que jueguen
bajo el mismo sistema? Sería necesario, claro está, impedir que el éxito (fracaso) de sus
padres constituya (des)ventaja alguna en sus vidas. ¿Cómo impedir que los padres
traspasen el capital cultural acumulado a sus hijos? ¿Cómo impedirles que dejen en
herencia los bienes que la sociedad les ha entregado como justo premio a su contribución?
De no impedirlo, la cancha está nuevamente dispareja. Pero hacerlo quitaría a los padres y
madres de la próxima generación los bienes que la misma sociedad entregó como premio
a su esfuerzo y talento, removiendo así los incentivos propios de un sistema basado en la
competencia. Una sociedad estrictamente meritocrática se enfrenta así con sus propios
fantasmas cada vez que una nueva generación “entra a la cancha”. Esto es lo que
Christopher Hayes llama, con algo de pirotecnia, la “ley de hierro de la meritocracia”, que
se resume en el hecho de que “eventualmente la desigualdad generada por un sistema

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Cinco argumentos contra la meritocracia

meritocrático crecerá lo suficiente como para trastocar los mecanismos de movilidad. La


desigualdad de resultados hace imposible la igualdad de oportunidades” (Hayes 2012:57)
Incluso los más fervientes y consistentes defensores de la meritocracia liberal dan, tarde o
temprano, cuenta de esta limitación. El semanario inglés The Economist, por ejemplo,
reconoce que “es, por supuesto, bueno que el dinero fluya hacia el talento más que hacia
las conexiones, y que la gente invierta en la educación de sus hijos. Pero los astutos ricos
se están convirtiendo en una elite atrincherada. Este fenómeno –llamémosle la paradoja
de la meritocracia virtuosa– socava la igualdad de oportunidades.” (The Economist 2013)
Tomando prestada la jerga de la tradición de izquierdas, el orden meritocrático sufre de
contradicciones internas en sus principios de operación, que le son constitutivas y que
tienden a subvertirlo.

Los cinco argumentos que hemos resumido en las páginas anteriores justifican, para
quienes compartimos el ideal de la construcción de una democracia basada en la idea de
autogobierno, inclusión y justicia en los resultados, la búsqueda de principios alternativos
al orden social organizado en torno al mérito. La pregunta por una alternativa a la
meritocracia liberal es, por supuesto, una pregunta nada de simple. Erik Wright sugiere
que la respuesta es promover la “igualdad de acceso”, en lugar de detenerse en la igualdad
de oportunidades. Igualdad de acceso –garantizado, incondicional– a las “condiciones
materiales y sociales necesarias para vivir una vida plena” (Wright 2013:4-5). Esta idea
implica una noción más exigente de justicia que la mera igualdad de oportunidades, pues
requiere que las personas tengan acceso a las condiciones para una vida plena (a flourishing
life) a lo largo de toda su vida, no sólo al inicio de ésta. ¿Qué condiciones son esas? En el
caso de las condiciones materiales, dice Wright, la respuesta no es particularmente
compleja: recursos económicos para satisfacer las necesidades básicas (alimentación,
vivienda, vestimenta, transporte) y un grado mínimo de seguridad personal (seguridad
pública, salud). Las condiciones sociales son mucho más difíciles de determinar, y
probablemente más contingentes a cada sociedad, pero debiesen incluir al menos:
educación, respeto a la diversidad, tiempo de ocio y, en general, la ausencia de
discriminación y estigma (de género, racial, de orientación sexual, por discapacidad o
enfermedad, etc.) en el espacio social. La justicia social requiere también acceso igualitario
a los espacios de toma de decisión donde se definen aquellos aspectos que afectan a las
personas y sus comunidades. Requiere, en otras palabras, justicia política. Esta es, claro
está, una lista de criterios altamente exigentes respecto de cómo organizar la vida en
común. Pero, como bien apunta Wright, nuestra desigualdad no se vuelve justa por el
mero hecho de que cambiar el estado actual de las cosas resulte difícil.

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Cinco argumentos contra la meritocracia

Curiosamente –pues habla desde una tradición intelectual diferente y a menudo


antagónica a la de Wright–, Amartya Sen también apuesta por un concepto de justicia
“que se ocupa de las oportunidades que las personas tienen de alcanzar lo que Aristóteles
llamó ‘la plenitud humana’”, y que Sen utiliza para sistematizar el concepto de “calidad de
vida” (Sen 2000b:73). Para Sen, “un sistema por el cual los cargos y posiciones de
influencia van a gente que se desempeña mejor en una competencia abierta crea un tipo de
‘meritocracia’ que no es tan eficiente y que lleva a que la gente de grupos menos
favorecidos sea tratada de forma desigual” (Sen 2006:147) es un sistema que no puede
justificarse en términos de justicia (incluida su concepción Rawlsiana abrazada por buena
parte de la izquierda liberal). Sen propone, entonces, un acercamiento al tema de la justicia
basado en “capacidades”, que –al contrario que Wright– quita el foco en los “medios”,
para situarlo en las funcionalidades de los individuos, las capacidades de operar en el
mundo y la sociedad que constituyen la base del bienestar personal.

Cualquiera sea el referente a escoger, el mensaje es que un sistema basado meramente


en igualdad de oportunidades, que nivele las condiciones iniciales y valide la instauración
de un sistema de relaciones y recompensas basadas exclusivamente en el mérito, es
claramente insuficiente si lo que queremos es construir un orden social justo. Ya sea que,
como Wright, pongamos el foco en las “condiciones materiales y sociales para vivir una
vida plena” o que, como Sen, lo hagamos en la capacidad de los individuos de “funcionar”
de modo de vivir en bienestar; cualquier proyecto de país que queramos construir debe
buscar proveer a su pueblo de las condiciones mínimas que permita a sus hijos e hijas
operar como sujetos plenos, garantizando acceso a educación, salud, un nivel mínimo e
incondicional de ingreso que provea seguridad alimentaria y techo, seguridad pública, y
acceso a los espacios de decisión constitutivos de la vida democrática. Un país justo, en
resumen, es un país de y para todos, no sólo de y para los más aptos. Este énfasis inclusivo
ha sido uno de los ejes ideológicos que han dividido al mundo conservador del mundo de
la izquierda desde los tiempos de la revolución francesa, y aún antes. En el Chile de la
post-transición consensuada, muchos parecen haberlo olvidado, aunque el pie forzado
ofrecido por la candidatura de derecha abre una ventana de oportunidad para retomar la
conversación. Si lo que queremos es impulsar un proyecto democrático para construir un
país más justo, de y para todos, es hora de revisar nuestros consensos post-dictatoriales de
manera crítica.

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Cinco argumentos contra la meritocracia

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