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MATÍAS COCIÑA2
Resumen
Este artículo tiene por objeto abrir la discusión sobre la noción de meritocracia y su
uso en el actual escenario político chileno, aportando así al debate ideológico en torno a
las ideas de la centro-izquierda, en el contexto de cambios políticos y sociales que
cuestionan los consensos basales sobre los que se ha construido el proceso de transición a
la democracia. Argumentaré que la organización de la sociedad en torno a la noción de
mérito es uno de los conceptos sobre los que se funda lo que podríamos llamar el
consenso post-transición de la política chilena, esto es, el conjunto de ideas compartidas
por una mayoría de los representantes de los dos principales bloques políticos del período
post-dictatorial, así como por periodistas, académicos y comentaristas que participan de la
discusión pública de la política nacional. Argumentaré también que nuestro peculiar
proceso de transición a la democracia ha generado una serie de consensos que cruzan las
fronteras ideológicas de lo que habitualmente designamos por izquierda y derecha. En
este consenso, la idea de meritocracia ha llegado a ocupar un lugar central, especialmente
entre los políticos a la izquierda de la centro-derecha, en el sentido de que la idea de una
sociedad meritocrática parece ser concebida en ambos extremos del abanico ideológico
dominante (digamos, entre el Partido Socialista y RN) como una categoría ideal para
pensar la vía chilena al desarrollo. Argumentaré que, en principio, la idea de una sociedad
organizada en torno al mérito resulta atractiva, puesto que apela a una idea particular de
justicia, se entiende como una alternativa al elitismo que caracteriza nuestro orden social,
1 Agradezco los comentarios y críticas de Rodrigo Mora, Ezequiel Gomez-Caride, Joao A. Peschanski,
Eduardo Rojas, Marcelo Pérez Quilaqueo, Camila Cociña, Ricardo Mena, Andrea Puccio, Sebastián
Depolo, Nicolás Rebolledo y David Calnitsky, quienes sin necesariamente estar de acuerdo con todas mis
ideas, aportaron enormemente a que éstas adoptaran su forma actual. Los errores u omisiones son, por
supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
2 Candidato a Doctor en Sociología, University of Wisconsin-Madison. Asistente de proyectos, Center on
Wisconsin Strategy. Graduate research fellow, Institute for Research on Poverty. Magíster en Economía
Aplicada e Ingeniero Civil Industrial, Universidad de Chile. Fundador y columnista de
www.delarepublica.cl. Participa del movimiento Revolución Democrática, donde coordina el grupo
América-Oceanía de la Red de adherentes en el Extranjero.
En twitter: @mcocina // e-mail: matias[arroba]delarepublica[punto]cl
Cinco argumentos contra la meritocracia
y apela a la idea de eficiencia de mercado en el uso del “capital humano” del país. Parece
ser, en suma, la síntesis perfecta entre eficiencia y justicia social. Recientes
cuestionamientos a esta idea desde la elite concertacionista no se sustentan en una
convicción ideológica colectiva, sino más bien en una reacción de carácter político-táctica
de algunos dirigentes al discurso esbozado por la derecha en el apronte a la competencia
electoral presidencial.
Argumentaré, así, que una perspectiva meritocrática del orden social y, en particular,
una noción meritocrática de la idea de justicia social, son eminentemente problemáticas.
Esto, por diversas razones. Primero, porque el orden meritocrático descansa en una
concepción limitada de justicia social, entendida meramente como igualdad de
oportunidades, sin ocuparse de la necesidad de preservar cierto grado de igualdad en los
resultados. Una sociedad meritocrática es una que, al menos en principio, no reduce –ni
mucho menos elimina– los niveles actuales de desigualdad, sino simplemente redistribuye
las probabilidades de estar en el grupo más aventajado. Esto es, un sistema meritocrático
aumenta la movilidad, pero no disminuye la miseria. Segundo, porque la noción de mérito
–quién merece recibir qué, y por qué razones– es contingente al orden social y sus
estructuras de poder. Todo orden meritocrático es, por tanto, potencialmente una
estructura de opresión, una forma de perpetuar desigualdades y privilegios. Tercero,
porque una sociedad organizada en torno a la idea de meritocracia corre el riesgo de
volverse profundamente antidemocrática: el gobierno de los mejores no puede, por
definición, ser el gobierno de todos. Es un gobierno en el que no manda el pueblo, sino la
elite. Cuarto, porque un sistema meritocrático tiende a generar escenarios en que los
ganadores se llevan todos los premios, lo que permitiría justificar que los menos
talentosos y esforzados sean abandonados a su suerte. Finalmente, porque un escenario
perfectamente meritocrático hace inviable la provisión de condiciones de igualdad de
oportunidad para las generaciones venideras. La meritocracia sufre, en otras palabras, de
una contradicción interna en sus principios de operación. Un orden meritocrático es,
argumentaré en definitiva, insuficiente si lo que buscamos es construir un país justo,
inclusivo, y democrático.
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Cinco argumentos contra la meritocracia
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Cinco argumentos contra la meritocracia
Chile” (desde Harvard y Valle Nevado, hemos de recordar) que dieron origen a Expansiva
y a Andrés Velasco como figura política, parece abrazar –ardientemente en el caso de
muchos Concertacionistas, con más reparos en el caso de la derecha– la idea de que la
meritocracia es la piedra angular en torno a la cual se debe organizar el orden social si
queremos que éste sea justo y eficiente. La reciente irrupción de Laurence Golborne como
abanderado presidencial del la UDI, que lo presenta –con poca convicción, pero con
olfato y entusiasmo electoral– como el candidato del Chile meritocrático, ha puesto en
jaque este consenso, al menos en sus aspectos tácticos. Sin embargo, pese a que la elite
concertacionista ha comenzado a acusar el golpe, mostrando cierta distancia con el
discurso del candidato (Ottone 2013), la potencial efectividad de dicho discurso se basa
precisamente en que éste está en consonancia con el mensaje que la propia
centro-izquierda oficialista ofreció al país en las últimas décadas, y en que no existe en la
izquierda una reflexión ideológica actualizada que permita hacerle frente de forma
consistente.
Pese a que, como bien apunta Amartya Sen, la idea de meritocracia “puede tener
muchas virtudes, pero la claridad no es una de ellas” (Sen 2000a:5), para los efectos de este
ensayo la entenderemos simplemente como el sistema social de asignación de bienes
tangibles y simbólicos vía “mérito”, entendido éste como una combinación de talento y
esfuerzo (a lo que algunos autores, como McNamee y Miller Jr. (2004:21) suman el “tener
la actitud adecuada” y tener “estatura moral”) que produce resultados que son valorados
por terceras personas que, a su vez, tienen la capacidad de asignar dichos bienes. Con
contadas excepciones, desde la derecha liberal hasta los más socialistas entre los
“socialistas” el llamado es a “emparejar la cancha”, a generar una sociedad que provea
“igualdad de oportunidades”, a dotar a todos los hijos de Chile con un punto de partida
igualitario (principalmente expresado en términos de educación y salud, especialmente
durante la edad escolar) que les permita “desarrollar todo su potencial”, de modo de
“competir en igualdad de condiciones” en el mercado. Con variaciones, esta línea
argumental está detrás del libro de Navia y Engel (2006) Que gane el ‘más mejor’, detrás de
(algunas de) las demandas del movimiento estudiantil de 2011 por una educación pública,
gratuita y de calidad para todos los niños de Chile y, más recientemente, detrás del
discurso de la campaña del precandidato presidencial de la ultraderecha (“Es posible”.
Nótese, sin embargo, la no tan sutil diferencia con el más colectivista Yes We Can del
candidato Obama en 2008, que probablemente informa la estrategia gremialista). Chile
llegará a ser una sociedad desarrollada, se argumenta desde el socialismo liberal hasta el
conservadurismo compasivo de la derecha, no sólo cuando tengamos un ingreso per cápita
de un par de docenas de miles de dólares, sino cuando las recompensas y bienes que la
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sociedad entrega a sus ciudadanos sean asignadas de acuerdo al mérito de cada cual. La
izquierda de la izquierda pone así en duda la noción de desarrollo y su cuantificación vía
ingreso, mientras que la izquierda moderada busca encontrar la cuadratura del círculo
entre una sociedad eminentemente mercantilizada y una noción de justicia en línea con
sus tradiciones. La derecha, por su parte, asegura que ya “se puede”, como lo demostraría
su candidato.
pequeño de individuos, familias y grupos económicos manejan buena parte de los grandes
negocios, buena parte de las grandes decisiones políticas, y una proporción
probablemente aún mayor de la generación de discursos en torno a los cuales
interactuamos a diario –vía canales de televisión, periódicos, universidades, think tanks, y
un no tan largo etcétera. Es una sociedad en que, de acuerdo al último ranking Forbes,
catorce multimillonarios agrupados en un puñado de familias concentran una riqueza
equivalente a más del veinte por ciento del Producto Interno Bruto (algo así como 40 mil
millones de dólares); una en que cerca de la mitad de los gerentes en 100 de las principales
empresas viene tan solo 5 colegios. Una sociedad en que el colegio de procedencia (es
decir, la red de contactos y el habitus de crianza) resulta, en muchos casos, más importante
que la universidad en la que se estudió, o la calidad académica y profesional demostrada
“en la cancha”. No es necesario citar demasiados ejemplos para argumentar lo que hoy es
vox populi: en Chile, poseer una buena red de contactos es en la mayoría de los casos
pre-requisito para que el esfuerzo y el talento efectivamente paguen. Más aún, en muchos
casos, la primera es sustituto de los segundos. Chile es un país de enclaves, feudos, fundos
y monopolios. En una sociedad como esta, en que la riqueza, el poder, el capital cultural,
y las conexiones profesionales y personales están visiblemente concentradas en unos
pocos, la búsqueda de la ecualización de oportunidades resulta un objetivo evidentemente
justo y sin duda políticamente rentable.
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jurídicas). Esta idea, por definición imposible de observar, se suele medir comparando el
resultado concreto de dicho esfuerzo –la “contribución a la sociedad” en términos
generales, o al balance de la empresa, en el caso particular del mercado laboral– con los
resultados obtenidos por nuestros pares. Siendo así, es importante notar que, en un
sistema meritocrático, quien obtiene el mayor beneficio no es necesariamente quien más
se esfuerza: alguien con limitaciones cognitivas, por ejemplo, puede poner el doble de
esfuerzo que su par más talentoso, y aun así obtener menos compensación, si es que su
esfuerzo no logra dar cuenta de la pérdida de productividad impuesta por el diferencial de
capacidades. Este es el caso, por ejemplo, en empleos con una alta componente de salario
variable. Así, la idea de dar a cada cual de acuerdo a su esfuerzo se contradice, al menos en
principio, con la idea –meritocrática y neoclásica– de dar a cada cual de acuerdo a su
contribución marginal al bienestar social o la productividad privada (que, dicen los más
ortodoxos entre los neoclásicos, finalmente son lo mismo).
Con todo, la aplicación del criterio de premiación según mérito (resultados) puede
resultar razonable, conveniente, e incluso justa en organizaciones productivas. Mal que
mal, la razón de ser de la empresa capitalista es la maximización de la utilidad obtenida por
sus dueños, por lo que, puestos a escoger entre dos trabajadores, que la empresa premie al
más productivo no parece una aberración dentro de la lógica de mercado. La noción de
justicia social no ocupa, en ese contexto, un rol primordial. Sin duda existen exigencias de
justicia mínimas para mantener la cohesión interna de la organización productiva (por
ejemplo, no-discriminación y la ausencia de otras arbitrariedades similares, el
cumplimiento de las condiciones del contrato de trabajo, etcétera), pero éstas no
representan su principio operacional básico.
Las referencias a la noción de meritocracia en la arena pública suelen mezclar, por otra
parte, dos niveles lógicos en que el término tiene sentidos distintos, aunque relacionados.
El primero es un sentido netamente administrativo: dentro de una organización pública se
aspira a que exista una movilidad ascendente en la cadena de cargos que componen la
jerarquía organizacional, basada en la capacidad de los individuos de ejercer de forma
competente las tareas que se les asigna. Refiere, en ese sentido, a un sistema que asigna a
“los mejores” a cada cargo, donde la noción de “mejor” es contingente al cargo y la
organización en cuestión, y no al individuo que lo ocupa (la idea de un “gobierno de los
mejores” implica, así, que los individuos que lo componen son, casi por definición, un
grupo distinto del que compondría un “ejército de los mejores” o un “empresariado de los
mejores”. El actual gobierno ha pagado altos costos políticos por ignorar este punto).
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Como bien apunta el sociólogo Erik O. Wright en su más reciente libro (Wright 2010)
y en su discurso como presidente de la Sociedad Norteamericana de Sociología (Wright
2013), la idea de igualdad de oportunidades tiene una serie de limitaciones. Una sociedad
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en la que, por ejemplo, se implementara una lotería perfectamente aleatoria que asignara al
10 por ciento de los recién nacidos recursos suficientes para vivir una vida plena, y al resto
90 por ciento recursos tan mínimos que apenas garantizaran una vida de privaciones, sería
una sociedad con perfecta igualdad de oportunidades. Nadie tendría, en principio, más
probabilidad que sus pares de vivir una vida plena. No habría espacio para privilegios
heredados por casta ni riqueza. Sería, sin embrago, una sociedad a la que sería difícil
calificar de justa. El problema al que apunta este ejercicio teórico es, claro está, que una
sociedad que sólo se ocupa de proveer estricta igualdad de oportunidades en el punto de
partida, sin prestar atención a los niveles de desigualdad en los resultados, dista de ser una
sociedad perfecta o, incluso, razonablemente justa. En una sociedad en la que todos los
niños partiesen en igualdad de condiciones –educacionales, de salud, de acceso a capital,
etc.–, ¿estaríamos dispuestos a dejar que quien comete un error a los quince o veinte años
cargue para siempre con una vida de privaciones? Hacerlo así, sugiere Wright, reflejaría
una visión sociológicamente pobre de las trayectorias de vida de las personas, de cómo se
forman las motivaciones para actuar, de cómo éstas pueden ser perturbadas en distintas
etapas de la vida y, por tanto, reflejaría una visión errada –desde el punto de vista tanto de
la sociología como de la psicología y la ética– de la noción de “responsabilidad” frente a
las consecuencias de los propios actos. Más aún, vale la pena destacar que una sociedad
meritocrática –que se corresponde con la visión utópica de una sociedad de mercado– es
una sociedad que, en principio, no reduce –ni mucho menos elimina– los niveles actuales
de desigualdad o de miseria. Simplemente redistribuye las probabilidades de estar en el
grupo más aventajado. No se reduce el porcentaje de pobreza, sino que garantiza que el
porcentaje de personas que terminan en pobreza nacidos en comunas como Vitacura sea
igual que el porcentaje que termina en pobreza entre los nacidos en Arica (y, esto, sólo si
asumimos que en Vitacura y Arica los talentos y preferencias se distribuyen de igual
manera).
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Cinco argumentos contra la meritocracia
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Cinco argumentos contra la meritocracia
mera coincidencia.
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Cinco argumentos contra la meritocracia
Lo que es aun peor, las analogías del tipo “que gane el más mejor” son pobres porque
obvían lo que pasa después de que el juego se ha jugado. Una vez que se han asignado los
premios, ¿qué pasa con los perdedores? Una vez que emparejamos la cancha, ¿que pasa
con los tontos, los lisiados, las niñas que se embarazan a los quince años, los que
cometieron un error a los diecinueve, o andaban “perdidos” hasta los veinticinco? ¿Qué
pasa con los flojos, los lentos, los socialmente incompetentes, los culturalmente
desadaptados? ¿Qué le sucede al chico que fue a la escuela, siguió las reglas del juego,
entró a la universidad, pero estuvo siempre del promedio hacia abajo, y terminó en un
trabajo precario, inestable, que no ofrece las garantías y seguridad de un “buen trabajo”?
¿Los dejamos caer? ¿Los condenamos a ser perdedores por lo que les queda de vida? ¿Qué
tipo de sociedad es esa que condena a una proporción importante de sus miembros a
tener vidas limitadas, al tiempo que les dice que su suerte es completamente justa? ¿Les
decimos que tuvieron una oportunidad como todo el resto, que la desperdiciaron o no
dieron el ancho, que ahora están a su suerte y que, más aún, se lo merecen?
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Cinco argumentos contra la meritocracia
Los cinco argumentos que hemos resumido en las páginas anteriores justifican, para
quienes compartimos el ideal de la construcción de una democracia basada en la idea de
autogobierno, inclusión y justicia en los resultados, la búsqueda de principios alternativos
al orden social organizado en torno al mérito. La pregunta por una alternativa a la
meritocracia liberal es, por supuesto, una pregunta nada de simple. Erik Wright sugiere
que la respuesta es promover la “igualdad de acceso”, en lugar de detenerse en la igualdad
de oportunidades. Igualdad de acceso –garantizado, incondicional– a las “condiciones
materiales y sociales necesarias para vivir una vida plena” (Wright 2013:4-5). Esta idea
implica una noción más exigente de justicia que la mera igualdad de oportunidades, pues
requiere que las personas tengan acceso a las condiciones para una vida plena (a flourishing
life) a lo largo de toda su vida, no sólo al inicio de ésta. ¿Qué condiciones son esas? En el
caso de las condiciones materiales, dice Wright, la respuesta no es particularmente
compleja: recursos económicos para satisfacer las necesidades básicas (alimentación,
vivienda, vestimenta, transporte) y un grado mínimo de seguridad personal (seguridad
pública, salud). Las condiciones sociales son mucho más difíciles de determinar, y
probablemente más contingentes a cada sociedad, pero debiesen incluir al menos:
educación, respeto a la diversidad, tiempo de ocio y, en general, la ausencia de
discriminación y estigma (de género, racial, de orientación sexual, por discapacidad o
enfermedad, etc.) en el espacio social. La justicia social requiere también acceso igualitario
a los espacios de toma de decisión donde se definen aquellos aspectos que afectan a las
personas y sus comunidades. Requiere, en otras palabras, justicia política. Esta es, claro
está, una lista de criterios altamente exigentes respecto de cómo organizar la vida en
común. Pero, como bien apunta Wright, nuestra desigualdad no se vuelve justa por el
mero hecho de que cambiar el estado actual de las cosas resulte difícil.
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Cinco argumentos contra la meritocracia
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