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El gusto por lo difícil, que alcanza tal preferencia en la mentalidad barroca, da un papel
destacado, en la estimación de cualquier obra que se juzgue, a las cualidades de
novedad, rareza, invención, extravagancia, ruptura de noras, etc. Hay una inclinación
natural hacia lo nuevo. Igualmente, los que están integrados en el sistema (política,
religión, filosofía, moral) no esperan de la novedad nada bueno: tratan de cerrar el
paso a toda novedad, precisamente porque, aun no queriéndola, se presenta traída
por el desorden de los tiempos. Esto es lo que el sector de los integrados quieren
evitar. Mas, como el espíritu público difícilmente renunciaría a la atracción de lo nuevo,
después de la experiencia renacentista y de cuanto a su favor había estado
escuchando durante más de un siglo, ahora se le deja campo libre allí donde la
amenaza del orden que traiga consigo no sea grave o resulte remota que no
constituya ningún tipo de problema cortar a tiempo sus extremos. El arte, la literatura,
la poesía, siguen exaltando la novedad y por el cauce de esas actividades se da salida
al gusto por lo nuevo de ciertos grupos sociales.
De todo esto se entiende la admiración que tenían los escritores barrocos por el
Bosco. El interés por la novedad se traduce en verdadero entusiasmo por la invención.
El hombre del Barroco que siempre preferirá la naturaleza transformada por el arte a la
naturaleza simple, estará conforme con las palabras que Martínez de Mata pone en
remate de su discurso CIII: “nunca la naturaleza produce algo en beneficio del hombre
que no necesite que el arte y su ingenio lo perfeccione.” Todos están dispuestos a
preferir los productos del arte o de la técnica, esto es, la obra de la invención humana.
El hombre del Barroco admira el ingenio, las invenciones técnicas y por lo tanto, el
artificio. Así Calderón admiraba la existencia del reloj. Otros ejemplos pueden ser la
imprenta, la aguja de marear, la artillería, etc. Igualmente la situación económica
española trae consigo la desviación de la capacidad innovadora, y con ella, una
reducción del gusto por los artificios a las manifestaciones banales de una curiosidad
caprichosa. Una de las razones del teatro como espectáculo en el XVII es su carácter
de artificio, en cuanto tal muy particularmente adaptable a los objetivos del Barroco. Se
anuncian los estrenos, se envían unos a otros los textos, se esperan siempre las
grandes fiestas o fechas señaladas del año y acontecimientos soñados (Carnaval,
Carnestolendas, San Juan, el Corpus, visitas de grandes personajes de Madrid) o los
días que se celebran santos y cumpleaños de personas reales o de gran relieve para
poder montar una comedia. Porque en definitiva no hay manera más visible y de cuya
influencia puedan participar más de los principios sociales barrocos que de las
representaciones teatrales. No hay mejor manera de resaltar la grandeza, el brillo, el
poder, y éste ya es un resorte de eficaz acción psicológica sobre la multitud. Pero lo
que más influye en el desarrollo del arte dramático es de que el teatro permita con su
montaje escénico acudir al empleo de sorprendentes artificios “las artes de la mímica,
del pintor, del músico, del escenógrafo y del maquinista, se unen aquí para asaltar a la
vez a todos los sentidos”; incluso el hecho de que se pueda realizar el teatro en la
noche perfeccionó los efectos de la iluminación, multiplicando las posibilidades. Pero
frente a toda esta innovación, se contradice el aparente caso de la medievalización: el
teatro barroco, como en la Edad Media, vuelve a incorporar las partes altas del
espacio escénico; se desenvuelve en un sentido vertical, tratando de hacer suya
aquella parte del mundo que más se aproxima al cielo. La dificultad técnica del artificio
es ajena para el hombre medieval; mientras que su apreciación es decisiva para el
barroco. Lo cierto es que desde La Numancia de Cervantes a tantas obras de
Calderón la tramoya alcanza una complicación grande, con casos de apariciones
mecánicamente montadas, con extrañas iluminaciones, rocas que se abren, palacios
que se contemplan en vastas perspectivas, paisajes que se transforman, meteoros y
graves accidentes naturales que se imitan con espanto del espectador, aparte de
barcos, caballos, fieras, etc., que se mueven en escena, todo lo cual pone en
evidencia el complejo desenvolvimiento de la técnica teatral.
Junto a todo esto, el gusto por la magia de que antes hicimos mención, el interés por
magos y encantadores, se refleja en el teatro, como en la novela; es, en el fondo, un
eco de admiración renacentista por la ingeniería y por el dominio fabril del mundo.
Sabemos que la magia es una primera fase de la ciencia moderna, dominadora de la
naturaleza.
Todos los mitos que tienen como contenido una exaltación de la capacidad creadora o
transformadora del humano los cuales en el fondo se ligan a la preferencia por la
novedad y por la artificiosidad, se desenvuelven ampliamente en el Barroco.
Dentro del área de esta clase de problemas relacionados con la pasión transformadora
del Barroco, habría que hacer una última referencia a las fiestas. Las fiestas barrocas
se hacen para ostentación y para levantar admiración. Han de desplegarse en
concentraciones urbanas y se preparan para que las vean todos. Los motivos de las
fiestas pueden variar mucho. Se emplean medios abundantes y costosos, se realiza
un amplio esfuerzo, se hacen largos preparativos, se monta un complicado aparato,
para buscar unos efectos, un placer o una sorpresa. Hasta las fiestas religiosas eran
así. De las fiestas con motivo de la elección del Rey de Roanos (1637) refiere que
fueron tan solemnísimas que en su género ningunas las igualaron en la Corte. En las
lujosas fiestas cortesanas, en las celebraciones urbanas o eclesiásticas, eso de su
riqueza y ostentación es lo que se destaca. A las fiestas de la Corte se añaden las
verbenas, bailes, juegos de cañas, toros, máscaras, etc. Tal vez el objetivo de las
fiestas no era la diversión sino el asombro del pueblo ante la grandeza de los ricos y
poderosos. La organización de festejos distrae al pueblo de sus males y lo aturde con
la admiración hacia los que pueden ordenar tanto esplendo o diversión tan gozosa. La
fiesta es un divertimento que aturde a los que mandan y a los que obedecen y que a
éstos hace creer y a los otros les crea la ilusión de que aún queda riqueza y poder.
Las fiestas son un aspecto característico de la sociedad barroca. Las cantan los
poetas, las relatan otros escritores, en alabanza de su magnificencia y en exaltación
del poder de los señores y de la gloria de la monarquía. Las fiestas van ligadas a la
sociedad barroca porque responden a las circunstancias de la misma. Son, como
todos los productos de la cultura barroca, un instrumento, un arma incluso de carácter
político: si además, la fiesta a la vez que alegraba, podía llenar de admiración al
espectador acerca de la grandeza de quien la daba, o a quien se dedicaba, podía ser
un medio de actuar no sólo como distracción sino como atracción. De esto
precisamente abusaron los gobernantes de la sociedad barroca española.