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A continuación queremos proponer una nueva visión de conjunto que intenta superar la
oposición entre ambas interpretaciones éticas. Creemos posible afirmar que hay que
juzgar la acción humana por aquellas consecuencias suyas que son, un elemento interno
y determinante de la misma acción. De este modo se salva la exigencia deontológica,
según la cual la inmoralidad de una acción radica en su interna contradicción. Es
necesario hallar un principio a partir del cual se pueda valorar la moralidad de cualquier
acción. Y a la luz de tal principio también convendrá repensar los conceptos
fundamentales de la moral tradicional por su enlace mutuo y el significado de su
interrelación. Con ello la argumentación ética tendrá una base más simple y
comprensible.
Nuestra reflexión partirá del principio del doble efecto, un principio que sirvió para
juzgar éticamente muchos casos límite, como por ejemplo: Para huir de la muerte en un
incendio, ¿puede uno lanzarse desde un quinto piso de una casa en llamas?, o un
prisionero de guerra que va a ser torturado y teme que va a revelar un secreto, ¿puede
causarse la muerte tomando la cápsula de veneno que trae consigo?
El principio del doble efecto se formulaba de la siguiente manera: "Es licito causar un
efecto malo cuando: 1.°) la acción, en sí misma, es buena o indiferente; 2.°) no se
pretende el efecto malo; 3.º) el efecto malo no es un medio para alcanzar el bueno y 4.º)
hay un motivo proporcionado para permitir el efecto malo.
Aplicando tal principio a los casos antes mencionados se diría que es moralmente lícito
saltar por la ventana, pues con ello lo que se pretende en primer lugar es huir del fuego
y sólo en segundo lugar uno se estrella contra el asfalto de la calle. Por el contrario, el
prisionero no puede tomarse el veneno. En este segundo caso, el efecto malo, es decir la
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propia muerte, sería un medio directamente querido para alcanzar un fin bueno. Y un
buen fin nunca justifica un mal medio.
Entendido y aplicado de esta forma, parece que este principio corta pelos en el aire. No
queda claro por qué es preferible dejar morir, a la vez, a la madre y al hijo en vez de
salvar, por lo menos, la vida de la madre. Tampoco queda muy claro cómo se puede
determinar si ambos efectos proceden de la acción con la misma inmediatez o si uno
precede al otro. Más bien parece que eso depende de la definición que aquí se aplique.
Y, sobre todo, ¿cuándo podemos hablar de un motivo proporcionado que nos permita
causar, aunque indirectamente, la muerte de alguien? Aún podríamos añadir que, en su
formulación habitual, no se ve la interna trabazón de las cuatro condiciones del
principio de doble efecto.
Nuestra hipótesis afirma que un mal ético (lo "no permitido") sólo se puede definir en
relación con un mal o daño. Este mal o daño lo entendemos en un sentido pre-ético, p.
e.: el error, la enfermedad, la pérdida de los bienes, etc. La hipótesis afirma, además,
que a cualquier mal pre- moral se le puede unir un mal moral. Es decir, un mal moral no
se da sólo cuando se causa o se permite un determinado tipo de males pre- morales, sino
que un mal moral se da cuando se causa o se permite cualquier tipo de mal pre- moral en
determinadas circunstancias. Por tanto, el mal moral no se podría definir por sí
mismo, sino únicamente en relación con un mal pre-moral.
cuenta que no siempre que se pretende un bien pre- moral, ya, por ello sólo, la acción es
automáticamente buena en el sentido moral. De hecho, en toda acción se busca la
realización de un bien pre- moral: sólo se puede obrar subratione boni. Pero esto sólo
no basta para determinar la bondad moral de una acción. Aunque en cada acto se
pretenda un valor pre- moral o se intente evitar un daño (también pre- moral), esta acción
en concreto podría ser éticamente inmoral si, a la vez que intenta un bien, causa o
permite un mal injustificadamente. Por consiguiente, necesariamente nos hemos de
volver a plantear la cuestión de cuándo se puede permitir o causar un mal. El principio
del doble efecto debería haber contestado a esta pregunta. Pero no lo consiguió en su
formulación clásica.
Aquí nos puede ayudar una ojeada a la historia. Una formulación del principio del doble
efecto la encontramos ya en Sto. Tomás cuando trata de la defensa propia.
"Nada impide -dice Sto. Tomás- que un solo acto tenga dos efectos, de los cuales uno
sólo es intencionado y el otro no. Pero los actos morales reciben su especie de lo que
está en la intención y no de lo que es ajeno a ella, ya que esto les es accidental, como
consta de lo expuesto en lugares anteriores. Ahora bien, del acto de la persona que se
defiende a sí misma pueden seguirse dos efectos uno, la conservación de la propia vida,
y el otro, la muerte del agresor. Tal acto, en cuanto por él se Intenta la conservación de
la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser el conservar su
existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención
puede hacerse ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para
defender la propia vida, usa de mayor violencia que la requerida, este acto será ilícito.
Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa (2,2 q.64.a.4,c.)."
que sea estrictamente necesaria para la propia defensa y se tenga conciencia de tal
circunstancia. Es evidente que en moral el concepto intención o intencionalidad tiene
un significado totalmente especifico y diverso del psicológico, como se verá por lo que
diremos más abajo.
Según este mismo texto de Sto. Tomás, el verdadero criterio para valorar la moralidad
de un acto consiste en la "proporcionalidad" entre este acto y el fin que se pretende. En
el ejemplo propuesto, el fin del acto es la conservación de la propia vida. Esto es la
ratio boni. Y en la medida en que el acto guarda proporción con esta ratio boni, este
bien llena todo el ámbito de lo intencionado. Pero si la acción que se realiza no guarda
la debida proporción con el bien que se pretende, entonces el daño que a la vez se causa
o se permite cae dentro del ámbito de lo intencionado y afecta a la moralidad del acto.
Aclaremos un poco más este concepto de "proporcionado ", Sto. Tomás lo aclara con la
expresión moderate (moderadamente). Es decir, el daño permitido o causado ha de ser
absolutamente necesario para alcanzar el bien que se pretende y, además, ha de guardar
una cierta proporción con este mismo bien. Al hablar aquí de proporcionalidad,
conviene evitar una interpretación que consideramos equivocada y es la de limitar esta
proporcionalidad a una comparación de bienes, como si la obligación moral consistiera
siempre en escoger el bien mayor. Tal interpretación nos llevaría a un rigorismo moral
(el que escogiera algo bueno en vez de algo mejor, obraría mal) y, además, no siempre
es posible establecer una adecuada comparación de bienes. Hay bienes que son entre sí
inconmensurables. Por el contrario, creemos que el concepto de proporcionalidad puede
entenderse de otra manera.
Puede también que suceda lo contrario: que el daño que se causa o se permite sea
necesario a la larga y en conjunto para salvaguardar el mismo bien opuesto que se
pretende. En este caso, la acción sería éticamente correcta. El mal se causaría o
permitiría a fin de evitar un mayor mal del mismo género a la larga y en conjunto.
Desde nuestro punto de vista nos parece decisivo la introducción del concepto a la
larga y en conjunto. Esto lleva implícito el que la ratio boni se formule de modo
universal y no en particular. Hay que tener en cuenta que el bien que se busca no es
únicamente un bien para una persona en concreto o para un grupo, sino que ha de
tenerse en cuenta este bien universalmente. En el caso citado de la defensa propia, la
cuestión no es tanto el derecho a la propia vida, sino, sobre todo, el derecho a la vida en
sí mismo. Esta acción, ¿presta un servicio al valor vida? Supongamos que un solo
individuo se vea amenazado, no por un solo agresor, sino por todo un grupo. Para salvar
la propia vida tendrá que disparar sobre todos los agresores. A primera vista, parece que
no hay proporción, que se destruyen muchas vidas para salvar una sola. Pero esto se
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EL CONCEPTO DE LA "CONTRAPRODUCTIVIDAD"
Consideramos inmoral toda acción que "a la larga y en conjunto" socave el valor
mismo que pretende en su situación particular.
Aclaremos más este concepto. Es evidente y, por lo mismo, lo damos ya por supuesto,
que la persona humana cuando desea algo, lo desea porque lo ve como algo (pre-
moralmente) bueno. Pero el deseo de un bien (pre- moral) no hace que la acción sea ya
automáticamente correcta desde el punto de vista ético. La valoración ética depende de
la manera como se desea alcanzar aquel bien. Puede ser que esta manera de alcanzar el
bien a la larga acabe perjudicando el mismo bien que se desea alcanzar. El cazador de
ballenas desea alcanzar un determinado beneficio. Pero si organiza la caza de tal manera
que desemboque en la extinción de estos cetáceos, entonces el bien inmediato (el
beneficio) acaba con la fuente del bien. Y esto hay que tenerlo en cuenta en toda acción.
En cada acción podemos ver como un beneficio y una pérdida. El beneficio lo
constituye el bien que se desea alcanzar. La pérdida es el precio que se ha de pagar por
ello. Toda acción tiene su aspecto negativo (aunque sólo sea la pequeña fatiga que
comporta realizarla). No hay ninguna acción humana sin su parte de sombra. Pensemos,
por ejemplo, en la actual discusión sobre la utilización de la energía atómica. El
problema está en ver si, a la larga, y en conjunto será o no beneficiosa para la
humanidad. Y en estos procesos a menudo aparecen consecuencias negativas
inesperadas y que sólo son constatables después de un largo tiempo, como sucedió, por
ejemplo, con la aplicación indiscriminada de los antibióticos. Estas consecuencias
negativas no pueden influir en la calificación ética de la decisión humana en su origen,
pero sí que la califican desde el momento en que son conocidas.
Esto supuesto, cuando decimos que una acción es contraproducente queremos decir que
es una acción que en realidad está socavando el mismo bien o valor que, a primera vista,
parece que la justifica. No se trata, por tanto, de una comparación de valores. Se trata de
considerar un mismo valor, pero considerando un mismo valor de un modo universal y
no sólo en el momento en que se realiza la acción.
Por supuesto que en la misma acción pueden también entrar en juego otros valores.
Sobre todo hay que tener en cuenta los valores que son presupuesto necesario para la
realización del valor que estamos intentando alcanzar. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo,
intentar la mayor libertad posible en la circulación rodada, si a la vez no se garantiza la
seguridad? Cuando se da esta colisión de valores, será necesario llegar a un
compromiso, pero no es necesario que el moralista esboce a priori una jerarquía de
valores. Nuestro principio funciona sin esta complicación. Basta tener en cuenta
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La moral tradicional distingue entre leyes afirmativas y negativas. Las leyes afirmativas
(con una formulación positiva) nos invitan a realizar diversos valores, como por
ejemplo si se nos dice: "has de proteger la vida". Tales leyes valen semper, sed non pro
semper, es decir, tienen una validez permanente, pero no nos obligan en todas las
circunstancias, como si uno tuviera que estar ocupado en todo momento en la protección
de la vida. Pero a cada ley afirmativa le corresponde una negativa. En el ejemplo citado
será "no matarás": Tales leyes valen semper et pro semper. En ninguna circunstancia
se puede hacer lo que en ellas se prohíbe. A primera vista parece que las leyes negativas
sean más estrictas e importantes. En realidad las leyes más fundamentales son las
positivas. Porque anuncian un valor y de cada valor objetivo brota una exigencia ética
para la persona humana. Todos los valores han de ser tenidos en cuenta. Y nadie puede
pasar por alto la realización de un valor, a no ser que tenga para ello un motivo
proporcionado. Cuando sin motivo proporcionado, se deja de cumplir una ley positiva,
tal acción es contraproducente, y equivale a quebrantar lo prohibido en la ley negativa.
2) Directo e indirecto
Las leyes negativas prohíben causar o permitir un mal directamente, sin excepción
alguna. Pero causar o permitir un mal es, en principio, un concepto pre- moral. El mal
que se considera matar, hablar falsamente, apropiarse de lo ajeno, etc., puede ser, bajo
determinadas circunstancias, éticamente correcto. Quitar la vida a otro no siempre es,
desde el punto de vista moral, un asesinato; habla r falsamente no siempre es decir una
mentira: a veces será necesario para salvaguardar algún secreto; tomar algo de otro, no
siempre es un robo: la ética tradicional lo ha justificado en caso de extrema necesidad.
Lo que es inmoral es causar o permitir un mal, cuando tal causación o permisión, a la
larga y en conjunto, no es necesaria para alcanzar el bien que se contrapone a este
mismo mal. En este caso falta el motivo proporcionado y, por ello mismo, el mal es
querido directamente. Los conceptos tales como asesinato, mentira, robo, etc.,
comportan ya una valoración ética y sería mejor no utilizarlos sino en un contexto ético.
Por consiguiente, para nosotros causar o permitir un mal directamente, es lo mismo que
causarlo o permitirlo sin un motivo proporcionado, es decir, de manera que se socave a
la larga el bien mismo que se pretende. Si tal motivo existe, entonces hablaremos de una
causación o permisión indirecta. Y es importante notar esto, porque a veces en la moral
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Creemos que tal modo de razonar no incide en una ética relativista, a pesar de que a
veces se nos ha acusado de ello. Precisamente cuando decimos que no se puede buscar
un bien a costa de socavar la fuente de este mismo bien, estamos afirmando algo
totalmente objetivo e independiente de la buena intención con que se obra.
Este planteamiento tiene la dificultad de que no parece que un simple y puro finais
operis pueda ya ser objeto de moralidad. No vemos cómo, a partir únicamente de él,
pueda darse un juicio ético. Parece que el finis operis sólo puede ser fuente de
moralidad si él mismo se toma ya en un sentido ético. Esta es una cuestión que ya tuvo
en cuenta Sto. Tomás cuando escribió:
"Un mismo acto en número no se ordena más que a un solo fin próximo, del cual toma
la especie; pero puede ordenarse a muchos fines remotos, de los cuales uno es fin del
otro. Es posible, sin embargo, que la acción, una en su especie natural, se ordene a
diversos fines de la voluntad, como el matar a un hombre puede ordenarse a la
conservación de la justicia y a la satisfacción de la venganza: de ahí procederán diversos
actos según la especie moral, porque en un caso será acto de virtud y en otro acto
vicioso. Mas la acción no se especifica por el término accidental, sino por lo que es
término esencial; y como los fines morales son accidentales al ser natural y, por el
contrario, el fin natural es accidental para el moral, de ahí que no hay inconveniente en
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que los mismos actos por su especie natural (óntica) sean diversos en su especie moral,
y a la inversa" (1,2,q,1 a.3 ad 3)."
A primera vista parece que, de acuerdo con la terminología más común, el finis operis
equivale a lo que Sto. Tomás llama especie natural. Pero lo contrario es la verdad. Para
Sto. Tomás el aspecto óntico es accidental en orden al significado ético de la acción. La
especie natural de Sto. Tomás equivale más bien a lo que nosotros hemos llamado mal
(o bien) pre- moral. Esto supuesto, queda en pie la pregunta sobre el modo cómo
podemos determinar el finis operis y el operantis, teniendo en cuenta que sólo su
"especie moral" puede constituir la eticidad de una acción.
Para resolver esta cuestión es necesario clarificar cuándo nos encontramos frente a una
acción una y completa en sí. Si voy a emprender un viaje, la acción de comprar el
billete, ¿es una acción una y completa en si? ¿o lo será la acción de tomar el dinero de
mi cartera? En todo caso, cualquier acción puede subdividirse en un cierto número de
otras pequeñas acciones. Y cada una de estas últimas, ¿ha de considerarse como
acciones morales con su propia valoración? En fin, ¿dónde hemos de colocar la unidad
de una decisión moral? Pues bien, la unidad de una decisión moral ha de buscarse en la
motivación suficiente. No compraríamos el billete si no quisiéramos viajar en tren. Por
lo tanto, la acción de comprar el billete todavía no es una y completa. En cambio, si el
viaje es algo pretendido por sí mismo y no en orden a otros fines ulteriores, entonces el
viaje será una acción moral una y completa. Y tal acción está determinada moralmente
por su ratio boni. Si esta ratio boni es una ratio Proporcionada, la acción es buena
éticamente; y, por el contrario, es mala, si aparece como contraproducente. Y cada una
de las realizaciones parciales, necesarias para realizar la ratio bona deseada, constituyen
todas juntas una única acción moral.
Pero entonces, ¿qué entendemos por finis operantis? Una acción ética determinada por
su propio finis operis puede, a su vez, estar ordenada a otra acción moral que, a su vez,
tendrá su propio finis operis. En este caso la primera acción será, a su vez, un medio
para realizar la segunda. La moralidad de la segunda influye en la primera. Y el finis
operis de la segunda es el finis operantis en la realización de la primera acción. Si una
persona emprende un viaje para descansar (lo que ya bastarla para realizar esta acción),
pero a la vez para tener ocasión de realizar una infidelidad matrimonial, este segundo
fin es el finis operantis del viaje. Y, por tanto, aunque el viajar para descansar no es
inmoral, en este caso el viaje lo es por causa del finis operantis. Por consiguiente,
podemos decir que en sentido estricto y en el orden moral, sólo hay fines de las
acciones; pero cuando una acción está ordenada a otra, el fin de la segunda influye
como finis operantis, en la primera.
La tercera fuente de moralidad clásica son las circunstancias. Ciertamente, pueden darse
factores que afecten a la moralidad de una acción sin que por ello varíe su especie ética.
Un robo siempre será un robo, pero será más o menos grave según la cantidad robada.
En cambio, no se puede hablar simplemente de circunstancias, cuando de hecho se
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Lo que acabamos de decir sobre el finis operis y el operantes tiene mucha importancia
para comprender la expresión de que el fin bueno no justifica los medios malos. En esta
formulación tradicional se supone que el medio es éticamente malo. Pero para que esto
sea así, tal medio ha de tener su propio finis operis. Esta formulación quiere decir que
si se realiza una acción éticamente mala, el hecho de ordenarla suplementariamente a
otra acción buena no puede justificar la primera. No se puede llevar a cabo una mala
acción a fin de que, a través de ella, se haga posible una acción buena. Pero si, por el
contrario, el llamado medio para alcanzar un fin no constituye una acción propiamente
tal, con su propio finis operis, sino que consiste en la causación o permisión de un mal
y forma parte de una acción más compleja, entonces el medio sólo puede ser éticamente
malo cuando la ratio boni de todo el conjunto no sea proporcionada, cuando, por lo
tanto, el finis operis del conjunto sea éticamente desordenado. Esto significa, por
ejemplo, que la provocación de la muerte de un feto, necesaria para salvar la vida de la
madre, no es directa en el sentido moral (matar), aunque tuviera que realizarse a través
de una craneotomía. De modo semejante, si es necesario para el bien de un matrimonio
un análisis del semen, la obtención del mismo no debería considerarse como un acto
autoerótico contrario al sentido del matrimonio. El transcurso físico de una acción
nunca es suficiente para determinar la moralidad de la misma. Una acción es inmoral
por el hecho de que se dé una interna contradicción entre ella misma y su motivación, o,
dicho de otro modo, cuando esta acción aparece como contraproducente en relación con
el valor que se pretende alcanzar a través de ella.
Podría darse también el caso opuesto de una acción en si buena que se ordena a otra
mala. Como si uno aprovechara un acto de autodefensa para vengarse también del
agresor. En este caso es claro que tal acción, además de tender a la protección de la
propia vida, adquirirá una nueva entidad independientemente de aquel fin. Entonces el
fin malo vicia también el medio bueno. Por el contrario, si la acción de quitar la vida al
agresor no tiene otra motivación que la protección de la propia vida, entonces tal acción
ya no es un medio, es una realización parcial o una parte de una acción más compleja.
Este mismo ejemplo de la circulación nos sirve para comprender el verdadero sentido de
las leyes positivas. Estrictamente hablando, la norma de circular por la derecha es una
ley positiva. Pero la necesidad de regular y unificar la circulación es en nuestras
circunstancias históricas una exigencia de ley natural. Esta ha de ser la estructura de
toda verdadera ley positiva: su último fundamento no puede ser otro que una exigencia
de la ley natural.
1
¿FUNDAMENTACIÓN DEON TOLÓGICA O TELEOLÓGICA?
Al principio hemos aludido a las dos formas de fundamentar las normas éticas. La
fundamentación ontológica afirma la existencia de acciones que en sí mismas son
inmorales y que en ninguna circunstancia se podrán justificar objetivamente. Las teorías
teleológicas, por el contrario, deducen la valoración ética de una acción sólo a partir de
sus consecuencias. La acción no puede valorarse por sí misma, sino sólo por dichas
consecuencias. Nosotros hemos intentado una fundamentación que supere la oposición
que se da entre ambas teorías. Hemos partido de las consecuencias, pero nos hemos
preguntado sobre estas consecuencias a la larga y en el conjunto total de la realidad. Y,
al hacerse esta pregunta, nuestra fundamentación muestra que la acción
contraproducente es inmoral en sí misma, porque es contradictoria. Tal acción está
destruyendo el valor que dice querer realizar. Así, nuestro modo de argumentar también
es deontológico.
Fe cristiana y ética
Notas:
1
Del capitulo en el que el autor compara su concepción con otras formas de
fundamentación del deber moral, recogemos sólo este aspecto (N. de la R.).