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La República : estabilización política y cambio económico-social (1862-1880)

Entre 1862 y 1880 transcurre un período clave de la historia argentina. Tres


personalidades disímiles se sucedieron en el ejercicio de la presidencia: Mitre de 1862 a
1868, Sarmiento de 1868 a 1874 y Avellaneda de 1874 a 1880. Acaso eran distintos los
intereses e ideas que representaban: distintos eran también sus temperamentos ; pero
tuvieron objetivos comunes y la análoga tenacidad para alcanzarlos : por eso triunfó la
política nacional que proyectaron, cuyos rasgos conformarían la vida del país durante
muchas décadas.
Lo más visible de su obra fue el afianzamiento del orden institucional de la república
unificada. Pero su labor fundamental fue el desencadenamiento de un cambio profundo
en la estructura social y económica de la nación. Por su esfuerzo, y por el de los que
compartieron con ellos el poder, surgió en poco tiempo un país distinto en el que
contrastaría la creciente estabilidad política con la creciente inestabilidad social. A ese
esfuerzo se debe el fin de la Argentina criolla.
Como antes Urquiza, Mitre emprendió la tarea de organizar el Estado nacional,
problema entonces más complejo que en 1854. Se requería un enfoque nuevo para sacar
a las provincias del mutuo aislamiento en que vivían y para delimitar, dentro del
federalismo, la jurisdicción del Estado nacional. Esa tarea consumió ingentes esfuerzos
y fue continuada por Sarmiento y Avellaneda, acompañándolos en su labor una minoría
culta y responsable, que había hecho su experiencia política en la época de Rosas y en
los duros años del enfrentamiento entre Buenos Aires y la Confederación.
La cuestión más espinosa era la de las relaciones del gobierno nacional con el de la
provincia de Buenos Aires, del que aquél era huésped, y con el que hubo que ajustar
prudentemente innumerables problemas. Pero no fue menos grave la del establecimiento
de la jurisdicción nacional frente a los poderes provinciales. Además, las relaciones
entre las provincias ocasionaron delicados problemas, empezando por el de los límites
entre ellas. Los caminos interprovinciales, las mensajerías, los correos y los telégrafos
requirieron cuidadosos acuerdos. Fue necesario suprimir las fuerzas militares
provinciales y reorganizar el ejército nacional. Hubo que ordenar la hacienda pública, la
administración y la justicia federal. Fue necesario redactar los códigos, impulsar la
educación popular, hacer el primer censo nacional y vigilar el cuidado de la salud
pública. Todo ello cristalizó en un sistema de leyes y en un conjunto de decretos
cuidadosamente elaborados en parlamentos celosos de su deber y de su independencia.
Hubo discrepancias, pero en lo fundamental, predominaron las coincidencias, porque el
cuadro de la minoría que detentaba el poder era sumamente homogéneo: una burguesía
de estancieros que alternaban con hombres de profesiones liberales generalmente
salidos de su seno, con análogas experiencias, con ideas coincidentes sobre los
problemas fundamentales del país y también con análogos intereses privados.
Hubo, sin embargo, graves enfrentamientos políticos en relación con los problemas
que esperaban solución. Triunfante en Pavón, Mitre representó a los ojos de los
caudillos provincianos una nueva victoria de Buenos Aires; y aunque sanjuanino, lo
mismo Sarmiento. Para los hombres del interior, el acuerdo entre Urquiza y los porteños
fue una alianza entre las regiones privilegiadas del país y poseedoras de la llave de las
comunicaciones. Contra ella el caudillo riojano Angel Peñaloza, el “Chacho”, encabezó
la última insurrección de las provincias mediterráneas, pero las fuerzas nacionales lo
derrotaron a fines de 1863. Igual suerte tuvieron los federales de Entre Ríos
encabezados por López Jordán cuando se sublevaron contra Urquiza y lo asesinaron en
1870.
Además había otras preocupaciones internas: una vasta región del país estaba de
hecho al margen de la autoridad del Estado y bajo el poder de los caciques indígenas
que desafiaban a las fuerzas nacionales. En 1876 Adolfo Alsina, ministro de guerra de
Avellaneda, intentó contener a los malones ordenando cavar una inmensa zanja que se
extendía desde Bahía Blanca hasta el sur de la provincia de Córdoba. Pero fue inútil.
Sólo la utilización del moderno fusil permitió al general Roca, sucesor de Alsina en el
ministerio, preparar una ofensiva definitiva. En 1879 encabezó una expedición al
desierto y alejó a los indígenas más allá del río Negro, persiguiéndolos luego hasta la
Patagonia para aniquilar su poder ofensivo. La soberanía nacional se extendió sobre el
vasto territorio y pudieron habilitarse dos mil leguas para la producción ganadera, con
los que se dio satisfacción a los productores de ovejas que reclamaban nuevos suelos.
Desde 1852 se enfrentaban dos grandes partidos : el Partido Federal, que agrupaba a
las oligarquías provincianas y presidía Urquiza, y el Partido Liberal, que encabezaban
los antiguos emigrados de la época rosista y predominaba en Buenos Aires. Las
premisas del Partido Federal eran: federalismo, libre navegación de los ríos y
nacionalización de las rentas aduaneras. El Partido Liberal, en cambio, se dividió en
dos: los autonomistas (encabezados por Valentín Alsina) y nacionalistas, encabezados
por Mitre, y que consentían en la nacionalización de los privilegios económicos de
Buenos Aires (su aduana) ; éstos recibieron el apoyo de Urquiza. En la ciudad y en la
campaña, la vida política de Buenos Aires fue cada vez más protagonizada por estas dos
máquinas electorales, cuyas razones de rivalidad interesan sobre todo a ellas mismas y a
quienes las dirigen y usufructúan sus victorias. Unificada la república, los partidos
pactaron: los autonomistas porteños acompañaron a Sarmiento y Avellaneda (sucesores
de Mitre en la función presidencial, cuyo partido agonizaba por los esfuerzos de la
guerra del Paraguay), impuestos por las mayorías provincianas. Así se ponía en marcha
la organización que más tarde se llamaría Partido Nacional y tendría en sus manos el
destino del país, y en cuyas filas militaron todas las minorías, porteñas o provincianas,
que aspiraban al poder.
En el plano internacional, los compromisos contraídos en vísperas de Caseros y los
intereses en la cuenca del Plata condujeron al país a la guerra con el Paraguay; firmada
la paz, la Argentina declaró que “la victoria no da derechos”. Si el proceso que condujo
a la guerra marcó el triunfo más alto del estilo político de Mitre como jefe de la nación,
la guerra misma puso fin a su eficacia. A medida que el conflicto fue revelando su
verdadera estatura y el país advirtió que tenía que afrontar su primera guerra moderna,
su aislamiento político se acentuó.
Los intereses argentinos se volvían cada vez más a Europa, donde las
transformaciones técnicas y sociales estaban creando nuevas oportunidades para
nuestros productores. Mientras decrecía la demanda de carne salada en los países
esclavistas, aumentaba la de lana y cereales en los países industrializados, por lo que
pareció necesario producir tales artículos. Se fue venciendo la resistencia de los
saladeristas, debilitados por la competencia de ganaderos más progresistas, ingleses
muchos de ellos. Este cambio se basaba en las teorías elaboradas cuidadosamente por
los emigrados: Alberdi (Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina)
y Sarmiento (Facundo), y puestas en práctica cuando llegaron al poder. La
incorporación de la economía argentina al expansivo mercado mundial a partir de
mediados del siglo XIX se efectuó sobre la base de las exportaciones de productos
agropecuarios. Esto incrementó, en contrapartida, la capacidad del país de realizar pagos
en el exterior, tanto en concepto de importaciones de bienes y servicios como por otros
conceptos. Si el país tenía una alta capacidad de pagos externos podía endeudarse,
porque podía hacer frente a los compromisos emergentes de ese endeudamiento.
El incremento de las exportaciones fue posible por dos motivos principales. El
primero fue la fuerte expansión de la demanda mundial de productos agropecuarios de
clima templado y el segundo, que el país disponía de enormes extensiones de tierras
fértiles en zona pampeana, no explotadas o sólo parcialmente.
El paso más audaz para el cambio económico-social fue la apertura del país a la
inmigración. No se podía esperar que la población de la región pampeana aumentara
sólo por crecimiento vegetativo: era necesario incorporar otros habitantes, y los del
resto del país también eran pocos, y relativamente inmóviles. Por lo tanto, la solución
provendría de la incorporación de contingentes migratorios del exterior. La población
rural de la región pasó de aproximadamente 600.000 hab. en 1869 a 1.300.000 en 1895
y 1.900.000 en 1914, cuando culmina el desarrollo de la etapa. Hasta 1862 el gobierno
de la Confederación había realizado algunos experimentos con colonos a los que
aseguraba tierras. Pero desde entonces, la República comenzó a atraer inmigrantes
ofreciéndole facilidades para su incorporación al país sin garantizarles la posesión de la
tierra (ley de colonización de 1876). En consecuencia, los inmigrantes que aceptaron
venir eran oriundos de regiones de bajo nivel de vida y escaso nivel técnico, que en
vistas de sus pocas posibilidades de convertirse en propietarios se ofrecieron como
mano de obra, en algunos casos yendo y viniendo a su país de origen. Por lo tanto, pese
al aumento de población y de disponibilidad de fuerza de trabajo en la zona pampeana,
la característica del sector agropecuario continuaría siendo la baja cantidad de mano de
obra ocupada por superficie explotada, pero dicho aumento, conjuntamente con las
mejoras técnicas y la mecanización introducida en las explotaciones, permitió la fuerte
expansión de la producción rural registrada en la etapa.
La distribución de los inmigrantes tuvo una tendencia definida : preferentemente en
la zona litoral y en las grandes ciudades. Sólo pequeños grupos se trasladaron al centro
y al oeste del país, y más pequeños aún a la Patagonia (por ejemplo, las colonias galesas
de Chubut, de 1865). Así comenzó a acentuarse intensamente la diferenciación entre el
interior del país y la zona litoral, no sólo por sus recursos económicos sino también
ahora por sus peculiaridades demográficas y sociales.
Las consecuencias de esta política sobrepasaron las previsiones; las colectividades se
agruparon marginalmente, atendiendo exclusivamente la solución de problemas
individuales. El “gringo” adoptó comportamientos que contrastaron con los del criollo,
originando un resentimiento que José Hernández supo recoger en su Martín Fierro
(publicado en 1872). El Estado, en lugar de resolver el problema de los inmigrantes con
respecto a la posesión de la tierra, trató de asimilar a sus hijos, mediante un vasto
programa de educación popular.
En tal sentido se preocupó el gobierno nacional; Mitre impulsó la formación de las
minorías dirigentes, creando institutos de educación secundaria. En 1863 se fundó el
Colegio Nacional Buenos Aires, y al año siguiente, institutos análogos en otras
provincias. La obsesión de Sarmiento, en cambio, fue la de alfabetizar a las clases
populares, “educar al soberano”, a través de una escuela pública donde se fundieran los
distintos ingredientes de la población del país. Además de fundar numerosas escuelas
dentro de la jurisdicción nacional, en 1869 propició una ley que otorgaba subvenciones
a las provincias para que las crearan en las suyas. Entre tanto, la Universidad de Buenos
Aires demostraba nuevas preocupaciones : en 1865 fue creado el departamento de
Ciencias Exactas, de donde salieron los primeros ingenieros que habrían de incorporarse
poco después a los trabajos que el país requería para su transformación.
La política estatal con respecto a la tierra produjo un crecimiento acelerado de la
riqueza, pero concentrada en pocas manos. Predominaba la política librecambista, en
perjuicio de las actividades manufactureras. La puesta en común de los factores dados
(expansión de la demanda mundial y amplia existencia de tierras fértiles en la región
pampeana) y de los factores adquiridos (inmigración, ferrocarriles y organización
nacional) proporcionó las condiciones básicas para el desarrollo de la producción
agropecuaria en la zona pampeana y el crecimiento de las exportaciones. Sin embargo,
la intensidad del desarrollo del sector rural y la conformación social resultante del
mismo estuvieron fuertemente condicionadas por el régimen de tenencia de la tierra
heredado de la etapa de transición. Cuando a partir de 1860 comienzan a llegar las
corrientes inmigratorias al país, las tierras más fértiles y mejor ubicadas de la región
pampeana estaban jurídicamente ocupadas, lo que obstaculizó el acceso a la propiedad
de la tierra de los trabajadores rurales que se incorporaban. Así, se redujo la capacidad
del campo de absorber las corrientes migratorias del exterior, y no más del 25% de los
inmigrantes llegados al país se orientaron hacia las actividades rurales, mientras que el
75% se orientó a los centros urbanos a engrosar la fuerza de trabajo disponible para la
industria y los servicios. La concentración de la propiedad territorial en pocas manos
aglutinó la fuerza representativa del sector rural en un grupo social que ejerció,
consecuentemente, una poderosa influencia en la vida nacional. Este grupo se orientó,
en respuesta a sus intereses inmediatos y a los de los círculos extranjeros a los cuales se
hallaba vinculado (particularmente los británicos), hacia una política de libre comercio
opuesta a la integración de la estructura económica del país mediante el desarrollo de
los sectores industriales básicos y naturalmente, opuesta también a cualquier reforma
del régimen de tenencia de la tierra.
Sólo la explotación ferroviaria y los talleres de imprenta alcanzaron cierto grado de
organización industrial. Desde 1857 existía una organización obrera : la Sociedad
Tipográfica Bonaerense, que se convirtió en 1878 en la Unión Tipográfica y comenzó
una lucha gremial en favor de la disminución de los horarios de trabajo y el aumento de
los salarios. Ese mismo año se declaró la primera huelga obrera, gracias a la cual se fijó
una jornada de 10 horas en invierno y 12 en verano. Pero la industria no tenía
perspectivas : en la exposición industrial de Córdoba de 1871 Sarmiento señaló la
ausencia de otras manufacturas que no fueran las tradicionales. A pesar de que en 1876
se intentó establecer algunas tarifas proteccionistas, el mercado de productos
manufacturados siguió dominado por las importaciones; por lo tanto, los centros
urbanos que crecían con la inmigración eran básicamente comerciales y casi
parasitarios.
En cambio, la construcción de ferrocarriles creó una importante fuente de trabajo
para los inmigrantes y desencadenó un cambio radical en la economía del país ; entre
1862 y 1880 se tendieron 2516 kilómetros de vías férreas, por tres compañías argentinas
(una privada y dos estatales) y siete de capital extranjero, preferentemente inglés. El
ferrocarril fue la respuesta al problema del transporte, rebajando radicalmente los fletes
y posibilitando, con su sola presencia, la puesta en producción de las tierras más
alejadas de los puertos de embarque y de los centros de consumo. En 1857 existían
solamente 10 km de vías férreas, y treinta años después, en 1887, habían aumentado a
6.700 km. La financiación de las inversiones en ferrocarriles se realizó
fundamentalmente con capital extranjero. El capital privado argentino nunca contribuyó
en medida significativa a la expansión ferroviaria y el sector público se dedicó a crear
las condiciones propicias a la radicación de capital extranjero en la actividad
ferrocarrilera. Las medidas de incentivo incluían la concesión de tierras, la garantía de
tasas mínimas de ganancia y, lógicamente, la libre transferibilidad al exterior de los
servicios del capital invertido.
Buenos Aires fue la mayor beneficiaria del nuevo desarrollo económico y la ciudad,
que fue federalizada en 1880, se europeizó en gusto y modas, y continuó siendo el
mayor emporio de riqueza de la nación.

Ferrer, Aldo : La Economía Argentina, México, F.C.E., 1963.


Halperín Donghi, Tulio : Una Nación para el Desierto Argentino, Bs.As., Centro
Editor de América Latina, 1982.

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