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Una comunidad que hace del “me gusta” un termómetro de ascenso y condena
social; víctimas de hackers extorsionadas hasta la más aberrante humillación; los
fantasmas del inconsciente reflotados por un sistema de realidad virtual y el
romance entre dos mujeres en una dimensión desconocida. A través de seis
episodios individuales de una hora en promedio, la tercera temporada de Black
Mirror propone un mosaico de distopías que respeta la narrativa de ediciones
anteriores y consolida a la serie británica como género en sí mismo. Black Mirror a
lo Black Mirror: dilemas éticos y morales en escenarios postapocalípticos cuya
resolución provocará, aunque sea por unos instantes, la desconfianza del
espectador hacia el dispositivo tecnológico más cercano.
Bautizada por la crítica estadounidense como “La Twilight Zone de la era digital” y
ganadora en 2012 del Premio Emmy Internacional en la categoría de mejor
película para televisión y miniserie, esta creación del guionista Charlie Brooker
supera la dicotomía entre tecnofilia y tecnofobia. Detrás de esos artefactos,
implantes o aplicaciones futuristas que acorralan a los protagonistas de cada
capítulo en un callejón de amenazas contemporáneas, emerge siempre la pregunta
por el ser humano y cómo los condicionamientos sociales, su sensibilidad, influye
en el uso cotidiano que le damos a la tecnología.
El listado de reproducción continua con Partida y Cállate y baila, dirigidos por Dan
Trachtenberg (10 Cloverfield Lane) y James Watkins (La dama de negro, film
protagonizado por Daniel Radcliffe), respectivamente. Ambos se apropian de
temas actuales como los juegos de realidad virtual y los delitos informáticos contra
la intimidad, pero resultan ser los menos logrados: Jugador peca de un exceso en
los giros argumentales que le quita potencia al desarrollo dramático, mientras
que Cállate y baila desencadena una sucesión de hechos al límite de lo forzado,
donde lo espectacular embarra el verosímil.
El ciclo termina con El hombre contra el fuego y Odio Nacional, episodios que
combinan una incursión en géneros narrativos sin antecedentes para la serie -
como el bélico o detectivesco- con esa impronta dramática y acidez moral, tan bien
recibida por los devotos de las ficciones 2.0. Bajo la dirección de Jacob Verbruggen
(The Bridge, House of Cards), El hombre contra el fuego representa una crítica a la
biopolítica del racismo y una metáfora contundente de cómo el manejo de la
información interfiere en la construcción de identidades. Odio Nacional, por su
parte, es obra de James Hawes (Penny Dreadful, Lawrence of Arabia) y entreteje
una visión esquizofrénica del mundo que cuestiona la indignación virtual y la
vigilancia en las sociedades modernas.