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La Investigación en la FaCES: Una Visión Integral 2009

IMPACTO DE LA CULTURA CLIENTELISTA-RENTISTA


EN LA AGROINDUSTRIALIZACIÓN VENEZOLANA:
UN ENFOQUE DE REDES SOCIALES

Balderrama, Rafael

I.- INTRODUCCIÓN

La agroindustrialización venezolana ha sido ampliamente descrita como un proyecto


modernizador que se inició en los años cuarenta, recibiendo enormes subsidios por
parte del estado, y tratándose, pese a ello, de un proceso más bien tortuoso,
fragmentario, inestable e inconcluso. Las razones esgrimidas para explicar los costos
monumentales y el fracaso aparatoso de este proyecto modernizador se han dado bajo
una diversidad de líneas argumentales, tales como el carácter extra-latitudinal e
imitativo de la tecnología implantada (Balderrama, 1988, 1993; Arvanitis, 1996, pp.
112-125); el carácter rentista de la economía venezolana en su conjunto (Baptista y
Mommer, 1987); y la pésima administración de los fondos públicos dedicados a este
y otros propósitos; entre otras.

En este trabajo me propongo ir más allá de las explicaciones de orden contextual y


utilizo un enfoque de redes sociales para dar cuenta de cómo la propia dinámica
creada por la relación entre el estado y los actores sociales involucrados en el
proyecto agroindustrializador le confirió al mismo un marcado tinte clientelista-
rentista. Mediante un enfoque de redes sociales se intenta replantear la discusión
sobre el carácter regimentado, inestable y fragmentario de la agroindustrialización,
recentrándola en los proyectos, limitaciones y conducta de los participantes para así
analizar sus aportes y limitaciones dentro de esta dinámica modernizadora.

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El enfoque de redes sociales permite una descripción interactiva, desde el punto de


vista de los actores involucrados, del proceso de implantación, desarrollo y crisis de
sistemas productivos no sustentables en los que prevalecen relaciones verticales, de
orden autoritario y clientelista, bajo la tutela del estado. Más aun, este enfoque
permite mantener una clara distinción entre las relaciones de dominación, las cuales
preservan un carácter eminentemente sociopolítico, y la formación de las cadenas
productivas, cuya organización –también de orientación vertical– obedece ante todo a
prioridades y mecanismos de orden tecnoeconómico.

Para los efectos del presente trabajo se asume que –mientras que las redes sociales se
constituyen sobre la base de intercambios de orden material y simbólico– los
intercambios que tienen lugar en las cadenas productivas son de carácter esencial
aunque no exclusivamente económico. Mi caracterización de las cadenas productivas
alimentarias se basa en una amplia y creciente cantidad de libros en los que se
describe la formación de estas cadenas dentro de industrias-complejos con altos
niveles de interdependencia e intercambios de carácter asimétrico, especializado y
altamente regimentado y la preferencia de sus participantes por mecanismos
informales de minimización de riesgos a nivel de firma mediante compromisos de
largo plazo (Vigorito, 1984; Arroyo, 1989; véase también Uzzi, 1997; White, 2002,
Cap. 1). Baste señalar, para los propósitos de este trabajo, que la industria alimentaria
comprende largas y complejas cadenas productivas dentro de las cuales se puede
constatar el desarrollo de formas crecientes de interdependencia con estrategias de
minimización de riesgos descritas en la literatura.

El estudio del caso Acarigua-Turén nos parece importante en virtud de la frecuencia


con que el desarrollo de esta región ha sido descrito como “el modelo” de la
agroindustrialización venezolana. Se trata, en todo caso, de una de las regiones más
importantes en las que se inició el desarrollo agroindustrial venezolano y que ha
devenido en uno de los puntos de referencia obligada en el proceso de implantación

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del modelo agroproductivo modernizado en otras regiones agrícolas del país. Es en


esta región donde surge la figura del empresario-político del agro; es decir, el híbrido
que, según argumentamos más abajo, se constituyó en figura clave en el desarrollo de
las cadenas productivas altamente dependientes del estado y yuxtapuestas a redes
verticales de corte eminentemente clientelista. El propósito del estado, al contribuir
con la creación y constitución de estas redes y cadenas alimentarias, no era
meramente lograr niveles crecientes de desarrollo de la producción agrícola
modernizada y el auto-abastecimiento alimentario del país, sino apuntalar y preservar
estructuras de dominación que solo la renta petrolera permitiría sustentar en el
mediano y largo plazo.

En la primera parte del trabajo se esgrime la tesis central del mismo enfatizando la
creciente importancia que asumen los intercambios desiguales, materiales y
simbólicos en la relación estado-actores sociales estructurados en redes verticales. Es
mediante este tipo de intercambios, según se argumenta en este trabajo, que se
estructura la dinámica de cambio social independientemente de la sustentabilidad de
los sistemas y cadenas productivas que se desarrollaron a la luz de esta relación. En la
segunda parte del trabajo se presenta una descripción detallada del caso Acarigua-
Turén en los años 1949-1975. Esta descripción esta parcialmente basada en el estudio
de fuentes diversas, así como en un trabajo de campo realizado por el autor en Turén
en el período que va desde diciembre de 1975 hasta marzo de 1976. Al final del
trabajo se dan unas breves conclusiones.

II.- EL ARGUMENTO

Mi argumento se centra en las estrategias de dominación que, como resultado de los


límites históricos de la capacidad del estado, este último desarrolla ante los desafíos
que imponen el diseño y la implementación de vastos programas de modernización y
agroindustrialización. Estas estrategias se caracterizaron, en el caso particular del

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estado venezolano, por la implantación de estilos de toma de decisiones de orden


autoritario y clientelista que, según se argumenta en este trabajo, forjaron estructuras
de dominación que adquirieron una fisonomía propia para el periodo 1949-1975; es
decir, para el momento de iniciarse el proceso agroindustrializador.

Una forma de describir la formación de estas estructuras, como se indica más abajo,
consiste en conceptualizarlas en términos de la constitución y el desarrollo de redes
sociales de orientación vertical. Al incluir actores sociales dentro y fuera del estado,
el concepto de redes sociales permite describir las estrategias de dominación del
estado como parte de un proceso jerárquico –a la vez que complejo e interactivo– con
múltiples participantes, cada cual con sus propios proyectos, motivaciones e intereses.
El concepto de redes sociales es también útil, porque permite la identificación de los
beneficios probables, riesgos y costos involucrados en la toma de decisiones por parte
de los grupos relevantes –funcionarios del estado, miembros del agrocomercio,
productores agrícolas modernizados, etc.– que se articulan a esas redes y las utilizan
para sus propios fines.

El concepto de “capacidad del estado” y su relación estrecha con las élites y grupos
empresariales han sido objeto de múltiples estudios de inspiración neo-weberiana que
han destacado la importancia histórica de proyectos y decisiones estratégicas por
parte de coaliciones de empresarios, tecnócratas, políticos y funcionarios de alto nivel
(véase, por ejemplo, Evans, 1995; Feingold y Skocpol, 1995; Weiss, 1998). La mayor
limitación de este tipo de estudios ha sido el carácter teleológico de los supuestos
bajo los cuales se describe la acción del estado y su capacidad para articular estas
coaliciones, por cuanto en estos estudios se concibe el término capacidad como un
requerimiento en función de ciertas metas de transformación socioeconómica
definidas a discreción del analista.

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Sin duda, la teoría neo-Weberiana del estado ha contribuido de modo crucial a


clarificar la importancia de las coaliciones desarrolladas por actores sociales dentro y
fuera del estado, pero su insistencia en definir criterios de éxito y fracaso según
estrechos parámetros de corte funcionalista siguen despertando grandes suspicacias
que restringen su aplicabilidad a muchas situaciones. De hecho, mucho se ha escrito
en lo relativo al carácter mecánico e irreflexivo de las decisiones estratégicas
descritas en los estudios de estos teóricos; peor aun, su descripción de la capacidad
del estado se da en términos meramente tecnocráticos y supone asumir que las
estrategias trazadas por grupos relativamente pequeños cuentan con el apoyo
incondicional de los otros integrantes de la sociedad. Este apoyo estaría aunado al
supuesto de que las estrategias son invariablemente acertadas y robustas y de que la
implementación de las mismas está, de modo general, garantizada. A las obvias
suspicacias que genera una descripción de este tipo se suma una selección más bien
ecléctica de estudios de casos que estos teóricos han presentado como evidencia para
darle sustento empírico a la capacidad del estado definida en estos términos.

En años recientes, un nuevo grupo de teóricos neo-weberianos del estado (Seabroke,


2002; Beetham, 1991; Hobson y Seabroke, 2001) ha desarrollado una
conceptualización más rigurosa sobre la capacidad del estado entendida como
fenómeno inextricablemente vinculado a la forma en que este último legitima sus
políticas. Según Seabroke (2002), la capacidad del estado depende no solamente del
uso estratégico que este último pueda dar a los medios legítimos de violencia y
control burocrático a su disposición, sino además de la dinámica general de relaciones
del complejo estado-sociedad. Por consiguiente, para Seabroke, la efectividad de las
políticas del estado depende no solamente de la formación de coaliciones que
permitan movilizar recursos económicos y financieros alrededor de ciertos objetivos
estratégicos, sino también del nivel de credibilidad, consenso y legitimidad del que
gocen esas políticas. Y si admitimos que la legitimidad es un aspecto crucial en la
efectividad de las políticas del estado, debemos también reconocer que todo déficit de

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legitimidad representa riesgos y costos considerables para quienes tienen la tarea de


implementar esas políticas. Por consiguiente, todo déficit de legitimidad tiende a
generar un despliegue adicional de recursos materiales y simbólicos con el fin de
recuperar la credibilidad de estas políticas y mantener niveles mínimos de consenso
que permitan viabilizar su implementación.

El enfoque de redes sociales constituye una contribución al debate de cómo se forman


y legitiman las políticas del estado y el carácter de intermediario de estas redes en la
acción de este último, por lo que estas confieren rasgos específicos tanto a la
capacidad del estado como a las formas de dominación adoptadas por el mismo.

En este trabajo me limitaré a presentar muy sucintamente dos modelos modificados


de formación de estas redes: a saber, (a) el modelo de actor-red propuesto por Bruno
Latour (1987, 1993) y sus asociados, John Law (1987) y Michel Callon (1998); y (b)
el modelo clientelista propuesto por Javier Auyero (1999). Al enfatizar el carácter
profundamente asimétrico de los intercambios que tienen lugar a través de esas redes,
ambos modelos suponen formas específicas de relación en el complejo estado-
sociedad y, por consiguiente, variantes importantes a la consabida trilogía de Weber
(1997, t. I, cap. 3) en lo concerniente a la existencia de tres modelos fundamentales de
dominación legítima –o autoridad–: a saber, la dominación tradicional, carismática y
racional burocrática. Los dos modelos propuestos permiten entonces caracterizar
relaciones específicas de hegemonía y dominación que ofrecen un contraste
interesante e ilustrativo con respecto a las formas racional-burocráticas, las cuales son
descritas por muchos analistas como inherentes al desarrollo capitalista y a la
constitución de políticas económicas y sociales encaminadas a la transformación que
supone este desarrollo. De ahí que, al adoptar los dos enfoques de redes propuestos,
sea este el de red actor –Latour– o el clientelista –Auyero–, el analista se permita re-
examinar la capacidad del estado no solamente a la luz de sus éxitos, sino también de
sus limitaciones y fracasos.

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El primero de estos modelos de redes es el de Bruno Latour y sus asociados, quienes


han desarrollado un enfoque coherente y sistemático sobre el crecimiento, desarrollo
y consolidación de redes actores. Para Latour, los vínculos que se desarrollan a través
de las redes son verticales, autoritarios e inestables y quienes construyen y desarrollan
estas redes emprenden sus acciones mediante un acceso privilegiado a un conjunto
heterogéneo de recursos, eventos y hechos fortuitos que son cruciales en la formación
y desarrollo de su red. El componente fundamental de las redes así formadas es la
credibilidad, la cual crece con frecuencia según aumenta la distancia física entre los
actores considerados. De ahí que los constructores de redes promuevan la tecnología
y el saber como formas autoritarias de dominación en un contexto en el que no cabe
otra cosa, ya que, según Latour, “nada puede entrar en las galerías de la red sin ser
incorporado desde afuera al interior de la misma” (1993, p. 171, traducción propia).
Para Latour, en síntesis, los constructores de redes lo hacen en el supuesto de que hay
otros constructores y de que lo que se trata es de constituir la red más grande, extensa
y poderosa, así esta última siga siendo, de modo inevitable, tan inestable y poco
confiable como la de cualquier otro constructor de redes.

Al examinar más de cerca los supuestos centrales del modelo de actor-red de Latour,
el analista se enfrenta con el problema de cómo depurar este modelo y deslastrarlo de
sus aspectos más especulativos, que constituyen la más grave limitación a su utilidad
en un contexto eminentemente sociopolítico. Entre estos aspectos especulativos a ser
considerados por el analista se encuentra la tendencia del modelo a sobredimensionar
el carácter altamente esotérico del conocimiento utilizado en la construcción de redes
en la tecnociencia que este modelo intenta describir. De otra parte, y de modo aun
más ominoso, el modelo de Latour subsume las decisiones de los actores-red en un
universo confuso y heterogéneo en el cual los objetos y entidades no humanas
también asumen niveles cruciales de protagonismo. Se trata, en todo caso, de
modificar el modelo de actor-red para centrarse en sus aspectos eminentemente
sociopolíticos, lo que implica reconocer que es ante todo mediante la coerción y no

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mediante el carácter esotérico de la tecnociencia que el constructor de redes –por


ejemplo, el estado– logra proteger su red frente a los críticos. Asimismo, se trata
también de identificar la presencia de formas intensas pero asimétricas de intercambio
que se sustentan en una devoción mutua por parte de los constructores de redes y
quienes son atrapados por esas redes. La persistencia de esas formas de devoción
mutua, como nos dice de modo muy acertado el propio Latour (1988), depende de la
efectividad con que los constructores de redes logran silenciar a los críticos y también
de la ambición, perseverancia y nivel de compromiso del constructor de redes con
respecto a la materialización de sus proyectos (Latour, 1996). Mediante este
intercambio desigual se promueve, en síntesis, el prestigio del constructor de redes,
prestigio que crece sin cesar siempre y cuando este último logre mantener su
credibilidad y la de sus proyectos.

De otra parte, el modelo desarrollado por Auyero (1999) surge de la experiencia


histórica de la movilización de los grupos sociales más depauperados por parte de los
cuadros políticos peronistas en Argentina. Auyero enfatiza el carácter desigual y a la
vez físico y simbólico de los recursos intercambiados a través de redes sociales que
permiten perpetuar relaciones de agente-cliente en situaciones en las cuales el cliente
carece de autonomía y se encuentra en circunstancias de extrema vulnerabilidad. La
propia dinámica de formación y preservación de las redes clientelistas, según Auyero,
exige continuos esfuerzos personalizados por parte del agente constructor de la red
para mostrar activo interés, atender los problemas de sus clientes y contribuir a
resolverlos de modo activo, así los resultados no sean siempre satisfactorios.

A diferencia del modelo de Latour, la credibilidad del modelo clientelista no es de


carácter holístico, sino que se circunscribe al vinculo especifico creado por la relación
agente-cliente. En muchos casos, es la notoriedad y credibilidad de los esfuerzos por
darle solución a esos problemas, antes que la capacidad efectiva de hacerlo, lo que
genera un fuerte lazo simbólico y de lealtad ante las exigencias del agente,

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incluyendo la incorporación de los clientes a los desfiles, marchas y concentraciones


políticas.

Estos dos modelos de redes sociales, según se mostrará en la segunda sección de este
trabajo, representan formas alternativas de dominación política que se dieron en
ámbitos y momentos históricos distintos en el curso de la modernización del sector
agrícola venezolano. Mi argumento, en síntesis, es que la probabilidad de
constitución de redes sociales de corte autoritario y/o clientelista en el agro aumenta
cuando el estado dispone de cuantiosos recursos y está en condiciones de ofrecer un
alto grado de protección a los productores agrícolas modernizados
independientemente de la sustentabilidad de los sistemas agrícolas a los que se
protege. En la sección que sigue más abajo se presenta el caso Acarigua-Turén, a
manera de mostrar cómo la formación y consolidación de las redes sociales verticales
tienen lugar al someter a un grupo numeroso de productores agrícolas mediante
políticas públicas que restringen toda forma de autonomía. El sometimiento de los
productores ocurre, a su vez, cuando el estado venezolano se ve urgido a utilizar estos
productores como símbolo de progreso en medio de graves y crecientes deficiencias
de legitimación en su gestión modernizadora.

III.- EL ENCLAVE DE ACARIGUA-TUREN (1949-1975)

La producción mecanizada de granos en la zona Acarigua-Turén surgió en una de las


regiones más fértiles de Venezuela, en medio de áreas de selva y sabana boscosa
ubicadas en los altos llanos occidentales, al pie de la cordillera andina. Los proyectos
de modernización agrícola en esta zona incluyeron un vasto proceso de deforestación
en el caso de Turén y el desarrollo de grandes fincas en las áreas menos inhóspitas de
la sabana en el caso de Acarigua. Pese a su adyacencia, la modernización de la
agricultura en estas dos zonas procedió de modo completamente distinto, según dos
estilos diferentes de poblamiento, constitución de las unidades productivas y

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obtención de créditos y otras formas de asistencia por parte del estado. Los temas
recurrentes de la época, invocados como justificación a estos vastos planes de
inversión publica y privada, eran cómo lograr la modernización y ocupación del
territorio nacional y cómo estos procesos de ocupación y modernización podían
traducirse en autosuficiencia alimentaria en el plazo más perentorio posible.

En el caso de Turén, el desarrollo del proyecto inicial surgió como resultado de


decisiones tomadas al más alto nivel del gobierno de Marcos Pérez Jiménez. En un
estilo congruente con sus tendencias autoritarias y cruda filosofía positivista, estos
planes fueron asumidos directamente por el gobierno central y el proceso masivo de
deforestación, así como el trazado de las parcelas –que se realizó bajo una visión
centralizada, al tiempo que se atendían hasta los mínimos detalles– (Castillo, 1990).
Los cuatrocientos cincuenta colonos que arribaron a Turén en 1952, dos terceras
partes de ellos inmigrantes europeos, encontraron que tenían, a su llegada, todo lo
necesario en las viviendas asignadas, incluyendo sábanas, cubiertos y otros utensilios
de cocina. El estilo era claramente reminiscente de los proyectos “llave en mano”,
típicos de la industria petrolera (Llambi, 1988, p. 77). De hecho, la obra realizada por
el estado hasta 1956 incluía el diseño y construcción, entre otros conceptos, de
novecientas cuarenta y dos casas, 253 km. de carreteras internas, una red de
distribución de energía eléctrica de 48 km., un aeropuerto, 190 km. de acueductos,
756 km. de canales de drenaje y un canal de 35 km. de desviación del río Acarigua
(Zawisza, 1975, p. 38).

Una vez firmados los documentos que les otorgaban la posesión de sus parcelas –de
veinte, cuarenta o cien hectáreas–, los colonos debían darse a la tarea de cultivarlas
para así pagar las deudas estipuladas por el estado, las cuales comprendían un
modesto porcentaje con respecto al total de los desembolsos realizados. Desde el
punto de vista de su interés político, la Unidad Agrícola de Turén fue utilizada como
lugar de paso obligado para los dignatarios y visitantes extranjeros a quienes el

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régimen de Pérez Jiménez deseaba impresionar mostrándoles los logros de su


gobierno. Desde el punto de vista de su relación con el estado, la situación de los
colonos era de subordinación total y absoluta, con muy escaso margen para la toma
de decisiones reñidas con el paquete tecnológico dentro del cual habían pasado a
constituirse en la pieza fundamental, pero una pieza al fin.

En el caso de Acarigua, los colonos eran ante todo egresados de las escuelas de
agronomía y veterinaria y encontraron una situación un tanto diferente, ya que el
gobierno estaba, de modo visible, mucho menos interesado en involucrarse
directamente en la organización de la producción agrícola en esa zona (Arvanitis,
1996, pp. 110-116). Para obtener créditos, sin embargo, todo empresario-productor
debía acogerse a los mismos criterios rígidos y autoritarios con respecto a los
renglones susceptibles de recibir financiamiento oficial sin garantías hipotecarias
(Balderrama, 1993, pp. 61-71). En el curso de los años, los colonos de Acarigua se
adueñaron de lotes de terreno considerablemente más grandes –unas doscientas
hectáreas cada uno–, comparados con las dimensiones modestas de las parcelas de
Turén y mostraron grandes habilidades en el plano político –logrando grandes
victorias frente a una municipalidad recalcitrante y hostil a sus planes– (Llambi,
1988). Con cada victoria crecía su influencia y capacidad para desarrollar nuevos
proyectos y someter, de modo cada vez más autoritario, a otros grupos de
comerciantes y productores agrícolas de la zona. Si bien nunca pudieron alterar los
planes oficiales que la dictadura perezjimenista había desarrollado para la agricultura
venezolana, sí lograron utilizar los créditos oficiales para desarrollar sistemas de
producción altamente rentables y compatibles con los planes del gobierno.

Con el fin de la dictadura perezjimenista, el enclave Turén-Acarigua se vio sumido en


un periodo inicial de incertidumbre. Mientras los funcionarios del nuevo gobierno
mostraban sin disimulos su profundo desdén y suspicacia hacia los colonos de Turén,
los empresarios-productores de Acarigua, habiendo desarrollado amplios y variados

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contactos con funcionarios de la dictadura desplazados de sus cargos, se encontraban


totalmente aislados en medio de una situación política de extrema vulnerabilidad.
Esta situación de incertidumbre y aislamiento, sin embargo, no tardó en dar un vuelco
dramático. Este vuelco ocurrió al cabo de un período relativamente corto, ya que el
nuevo gobierno democrático se vio obligado, por razones totalmente ajenas a su mala
disposición hacia los colonos y empresarios agroindustriales, a promover políticas
que favorecieron a los sistemas productivos del enclave.

¿Qué razones forzaron al nuevo gobierno a reconsiderar su actitud hacia uno de los
más visibles legados agrarios de la dictadura perezjimenista? Paradójicamente, este
giro radical estuvo asociado a la promulgación de la Ley de Reforma Agraria de
1960, mediante la cual se intentaba conciliar objetivos y metas divergentes. De una
parte, el interés nacional –es decir, el auto-abastecimiento alimentario– exigía una
respuesta rápida y vigorosa que permitiera mantener y aumentar la producción
agrícola nacional; de otra, el gobierno abrigaba el firme propósito de mantener un
proceso lo más ordenado posible de toma de vastos lotes de tierra en estado de semi-
abandono. Dados el carácter más bien tímido de la reforma agraria y sus magros
avances, se fue gestando una severa crisis de legitimidad en el campo y la necesidad
de “mostrar resultados” en otros frentes, en particular en el área del auto-
abastecimiento alimentario del país.

Mientras numerosos lotes de tierra –expropiados mediante los mecanismos previstos


en la Ley de Reforma Agraria– sucumbían a la negligencia y el abandono, se inició,
entre otras políticas del estado, un sistema de créditos anuales y precios mínimos para
las cosechas con el fin de fomentar la producción en renglones prioritarios
(Balderrama et al, 1976; Dubuc, 1972). Este sistema, que estaba inicialmente dirigido
a atender las necesidades crediticias de los campesinos reformados, fue rápidamente
ampliado hasta cubrir, bajo criterios de auto-suficiencia alimentaria, a todos los
productores pequeños y medianos, incluyendo a los propios parceleros de Turén. El

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nuevo sistema crediticio de corto plazo puso a estos últimos, sin embargo, en una
situación de dependencia creciente con respecto al estado.

Por otro lado, los grandes productores de Acarigua también lograron utilizar las
nuevas políticas de apoyo crediticio del nuevo gobierno para fortalecerse e
incursionar en aquellos cultivos y actividades productivas más rentables –azúcar,
algodón, tabaco, leche y actividades agrocomerciales–. Al disponer de grandes lotes
de tierra productiva, los productores-empresarios de Acarigua hicieron grandes
esfuerzos para promocionarse como garantes de las políticas alimentarias en curso y
lograr nuevos créditos de largo plazo e intereses reducidos por parte del estado. De
hecho, los grandes productores comenzaron a desarrollar sus propias redes, de
carácter más bien autoritario, con otros productores y actores sociales de la zona
(Balderrama et al, 1976). Muchos de ellos lograron desarrollar nuevos y fructíferos
contactos con las nuevas autoridades e incluso utilizar su presencia modesta, pero
creciente, en otros eslabones de la cadena alimentaria para asumir nuevas formas de
intermediación y enriquecimiento. Esta presencia se vio fortalecida con la
participación minoritaria de inversiones en plantas agroindustriales de la zona, y
también de ciudades como Caracas y Valencia.

Durante los años sesenta y comienzos de los años setenta, se desarrolló, con apoyo
creciente del estado, un vasto y rápido proceso de expansión de la frontera agrícola en
el enclave Acarigua-Turén (Balderrama el al, 1976). Este proceso se vio acompañado
de un uso creciente y masivo de insumos importados y una tendencia sostenida a la
disminución de los rendimientos por hectárea, una tendencia que contribuyó a
consolidar un uso cada vez más extensivo y dispendioso de la tierra cultivada en todo
el país (Dubuc, 1972; Rodríguez, 1980). Se trataba, en palabras de un observador
extranjero, de un “crecimiento horizontal de la producción agrícola de Venezuela”
(Merhav, 1974). Pese a su alto nivel de tecnificación y el uso masivo de tractores,
maquinaria agrícola y agroquímicos importados, ni los grandes productores de

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Acarigua ni los pequeños y medianos productores de Turén eran ajenos a estas


modalidades “horizontales” de expansión de la frontera agrícola.

El caso del ajonjolí, uno de los renglones más importantes del enclave, es ilustrativo
del sesgo altamente mecanizado y “horizontal” de las modalidades de rápida
expansión de la producción agrícola modernizada en la zona. Como dato ilustrativo,
la importancia vital de la producción mecanizada de este rubro en la zona se
evidencia por el hecho de haber alcanzado niveles mayores del 90% del total nacional
desde principios de los años cincuenta. Aun así, mientras el área total cultivada con
ajonjolí aumentó cuarenta veces en los años cincuenta, el volumen de producción de
este rubro aumentó solo treinta y dos veces en esa misma década; es decir, de
setecientas treinta y nueve toneladas a veinticuatro mil toneladas. Dadas las
dificultades institucionales que entrababan el desarrollo efectivo de sistemas de riego
en el enclave, el cultivo mecanizado de ajonjolí cobró particular importancia al
constituirse en la única opción de cultivo del verano –o estación seca– dentro de un
paquete tecnológico que incluía el maíz o arroz como cultivos de invierno –o estación
de lluvias–. Esta combinación de cultivos de verano e invierno se fue
institucionalizando con el tiempo, especialmente entre los pequeños y medianos
productores. De hecho, esta combinación representaba –en medio de una creciente
rigidez crediticia, institucional y tecnológica– la opción más atractiva para la gran
mayoría de los productores, especialmente al compararla a otros rubros –como el
tabaco y el algodón– (Balderrama et al, 1976). La alternativa de comprometerse a
producir tabaco rubio atrajo tan solo a un reducido grupo de pequeños y medianos
productores arrendatarios ubicados en la zona de La Misión, en el centro del enclave
(Llambi, 1988, Cap. 4). Para la gran mayoría de los pequeños y medianos productores
no arrendatarios tanto el tabaco como el algodón representaban, por el contrario,
formas aun más rígidas e intolerables de subordinación bajo el control directo de las
grandes redes agroindustriales nacionales.

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En los años setenta, sin embargo, la aun rápida expansión de la frontera agrícola
dejaba de ser un claro indicador de prosperidad y parecía más bien encubrir un
número de problemas asociados a los costos crecientes de la producción agrícola
modernizada. Estos costos crecientes, al entrar en conflicto con las políticas anti-
inflacionarias del gobierno, crearon tensiones crecientes entre productores,
intermediarios y otros grupos en las cadenas alimentarias (Balderrama, 1993). Los
pequeños y medianos productores de la zona Acarigua-Turén, y en menor medida los
grandes productores, enfrentaban un proceso de descapitalización creciente de sus
activos fijos; un proceso que dio lugar al surgimiento de formas recurrentes de
protesta que recibieron escasa simpatía por parte de los sectores urbanos, quienes no
podían ver con buenos ojos el alza del costo de los alimentos en las ciudades. El
resultado de estas tendencias contrapuestas fue una crisis galopante de legitimidad en
las políticas agroalimentarias en curso, en medio de la creciente inoperancia y lentitud
del propio sistema de subsidios y asistencia crediticia de corto plazo creado por el
estado. Los pequeños y medianos productores, sofocados por la crisis, buscaban
vincularse a nuevos y cada vez más variados intermediarios, lo que solo lograba
mitigar la situación a corto plazo, mientras contribuía al desarrollo de nuevas formas
de corrupción e incrementaba los costos y subsidios necesarios para evitar un colapso
en la producción agrícola nacional.

A fines de 1973 la situación financiera y presupuestaria del estado venezolano dio un


giro dramático en virtud del alza súbita y sin precedentes de los precios del petróleo
en los mercados internacionales, lo que tuvo fuertes repercusiones en las relaciones
entre el estado y los diversos componentes de las cadenas alimentarias del país. En el
breve curso de unos meses se multiplicó la renta petrolera, cuadruplicándose el monto
de los recursos fiscales del estado y ampliándose notablemente la capacidad de la
economía nacional de recurrir a la importación masiva de insumos y otros artículos.
Al contar con nuevos e ingentes recursos para atender los problemas de la producción
agrícola modernizada, el estado estaba en condiciones de repensar y rediseñar sus

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políticas agroalimentarias, buscando formas más efectivas de intervención que


permitieran dar fin a las formas de intermediación cada vez más agresivas, costosas,
corruptas y perversas. Estas formas de intermediación, creadas por un enjambre de
empresarios-políticos de todo tipo, habían pasado a constituirse en un mecanismo de
transferencia masiva de recursos a que dio lugar la crisis de legitimidad en el agro
descrita más arriba. El estado venezolano, sin embargo, optó por dejar intactas estas
formas de intermediación y el simultaneo reforzamiento de las redes clientelistas
existentes mediante el desarrollo de nuevos programas aun más generosos y
ambiciosos destinados a subsidiar la producción agrícola a nivel de fincas y ampliar
la asistencia crediticia de corto plazo. Una vez más, al permitir la participación
encubierta de nuevos y viejos intermediarios, estos programas se constituyeron en
mecanismo de transferencia masiva de recursos del estado hacia estos intermediarios
y en formas cada vez más corruptas de mitigar la insolvencia financiera de carácter
recurrente en la que se encontraba la gran mayoría de los productores agrícolas
modernizados. En sus esfuerzos por asegurarles formas de alivio financiero temporal
a los productores agrícolas, el estado venezolano procedió a implementar medidas y
políticas ad hoc, tales como la condonación masiva de las deudas agropecuarias. Se
consolidaban, de este modo, las redes clientelistas –cada vez más costosas y
corruptas–, sin que por ello se resolviera la grave y creciente crisis de legitimidad por
la cual la creación de estas redes había estado orientada a mitigar.

IV.- DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES

En este trabajo he intentado dar cuenta de cómo el surgimiento y el fortalecimiento de


las redes sociales verticales en el agro venezolano pueden ser atribuidos al carácter
precario e inestable de la capacidad del estado para diseñar e implementar políticas
efectivas de agroindustrialización. El desarrollo del enclave Acarigua-Turén permite
ilustrar la utilidad del enfoque de redes sociales al describir las relaciones, por una
parte, entre el estado y los productores agrícolas modernizados y, por otra, entre los

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grandes productores y otros actores sociales locales subordinados. La experiencia de


Acarigua-Turén es susceptible a ser descrita en términos de redes sociopolíticas en
proceso de formación y reconfiguración, según las modalidades de dominación
adoptadas por los constructores de esas redes. Al caracterizar el origen y la
consolidación de estas redes las he descrito como respuestas específicas del estado a
brechas persistentes en la legitimidad de sus políticas, en particular en lo referente a
la capacidad del mismo para asegurar el auto-abastecimiento alimentario del país.

En el trabajo se enfatiza la posibilidad de utilizar dos modelos de redes sociales, cuyo


surgimiento y consolidación están, sin embargo, basados en supuestos divergentes y
contradictorios en lo concerniente a su dinámica y propósito. Al confrontar los
modelos de actor-red y clientelista, con la evidencia presentada en este trabajo, vemos
como el primero (Latour) corresponde más estrechamente a la situación de los
parceleros de Turén durante la dictadura perezjimenista. El modelo de actor-red de
Latour también recoge, con éxito considerable, los rasgos centrales del
comportamiento de los grandes productores agrícolas de Acarigua, quienes crearon,
en el curso de la totalidad del período considerado, sus propias redes autoritarias. Para
el sub-período 1960-1975, el modelo clientelista de Auyero es el más aplicable al
caso de los pequeños y medianos productores, especialmente en el área de Turén.

Deben también considerarse, por supuesto, las limitaciones que presentan estos dos
modelos de redes y que inciden en su aplicabilidad en el caso bajo estudio, entre ellas
el énfasis excesivo otorgado a la credibilidad de los constructores de redes del modelo
de actor-red de Latour. Según este modelo–si bien un tanto modificado para los
propósitos de este trabajo–, no es, por tanto, la gestión eficiente del estado per se lo
que contribuyó a legitimar el estado y a fortalecer, aun cuando esta labor legitimadora
se lograra solamente de modo frágil e inestable, la propia capacidad del estado. La
labor legitimadora emprendida por el régimen perezjimenista debe ser entendida
entonces no solamente por su efectividad en silenciar a los críticos (Latour, 1988),

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La Investigación en la FaCES: Una Visión Integral 2009

sino, ante todo, por la credibilidad ante audiencias nacionales y extranjeras que
gozaban de sus políticas y proyectos, incluyendo la Unidad Agrícola de Turén. Cabe
preguntarse, sin embargo, si sería acaso posible preservar y/o aumentar la credibilidad
de un régimen sin la utilización de una dosis suficiente de coerción y sin la
adjudicación de los recursos necesarios para emprender los planes y proyectos del
constructor de redes.

Al comparar el modelo de actor-red utilizado en este trabajo con las formas


carismáticas y/o racionales de dominación descritas por Weber (1997), observamos
que el uso de la coerción y la credibilidad contribuyen de manera sustancial a la
legitimidad del constructor de redes autoritarias. Aun así, debe admitirse que se trata
de una forma extremadamente inestable y precaria de legitimidad. Cualquier rumor o
noticia adversa que ponga en entredicho la credibilidad del constructor de redes se
convierte muy rápidamente en subversión a ser silenciada o, tal vez,
convenientemente ignorada por quienes apoyan y se sirven del constructor de redes y
son por ello cómplices y beneficiarios directos de este último. De ahí que la propia
credibilidad de los planes modernizadores del constructor de redes autoritarias debe
incluir el sojuzgamiento de quienes se ven atrapados en su red, pero este
sojuzgamiento no es suficiente para preservar la integridad de la red así construida.
Debe contar además con un vasto arsenal de recursos que solamente un acceso
oportuno a la renta petrolera –por parte del estado y la agroindustria– podría sufragar.

En lo concerniente al modelo desarrollado por Auyero, su mayor debilidad es el


carácter difuso y despersonalizado de los contactos entre el estado y sus clientes-
productores en el caso de los medianos y pequeños parceleros de Turén. Por
consiguiente, y como se desprende del estudio de caso presentado más arriba, los
constructores de redes deben enfrentar graves y crecientes dificultades en sus
esfuerzos por legitimar, cohesionar y consolidar sus redes, dificultades que, sin duda,
representan una de las grandes imperfecciones compartida por ambos modelos. Peor

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La Investigación en la FaCES: Una Visión Integral 2009

aun, al reconocer la fragilidad y/o el carácter difuso de los vínculos que estas redes
implican también se involucra el asumir que se minimiza la utilidad de estos modelos
en términos no solamente del modelo weberiano de dominación utilizado en este
trabajo, sino también en la propia explicación de los hechos descritos.

¿Como explicar, entonces, la estabilización y fortalecimiento de las formas


autoritarias (Latour) y clientelistas (Auyero) de redes sociopolíticas creadas durante
el periodo considerado?

Para dar cuenta de este proceso de formación y fortalecimiento de redes verticales se


hace necesario considerar dos factores contextuales fundamentales: a saber, (a) la
posibilidad de utilizar la coerción y/o intermediación ociosa no solamente como
mecanismo de acaparamiento y captura de recursos, sino, además, como instrumento
de dominación; y (b) la disponibilidad de cuantiosas sumas de recursos destinadas al
agro y la posibilidad de formas dispendiosas del gasto publico, financiado, en el caso
venezolano, por la renta petrolera (véase Pinto Cohen et al, 1970). Por tanto, lejos de
contradecir la aplicabilidad de los modelos de redes descritos más arriba, la evidencia
presentada en este trabajo confiere peso adicional a la descripción de las cadenas
alimentarias como instrumentos de dominación, transferencia y captura de recursos –
renta– por parte de quienes ejercen un control autoritario sobre eslabones clave en las
cadenas alimentarias. Por otro lado, la evidencia también confirma la posibilidad de
que el estado rentista se convierta en agente constructor de redes siempre y cuando el
mismo esté dispuesto a recurrir a un uso masivo de fondos y otros subsidios con el fin
de aliviar sus propios déficits en materia de la legitimidad de sus políticas.

Aquí es importante observar que la evidencia presentada en el caso Acarigua-Turén


permite mostrar el carácter más bien circunstancial de las dificultades creadas por las
políticas de modernización del agro en materia de su propia legitimidad. De hecho, el
propio fracaso de la reforma agraria y, a la vez, el desarrollo de sistemas

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modernizados y viables de producción agrícola obligaron al nuevo gobierno a restituir


las redes creadas durante la dictadura perezjimenista y a subsidiar a aquellos
productores que representaban una alternativa sustentable a corto y mediano plazo en
términos del logro de la auto-suficiencia alimentaria del país. De ahí que la renta
petrolera sea un dato clave, pero insuficiente, en la explicación de la dinámica de
financiamiento de un proyecto modernizador que privilegiaba el sometimiento directo
e indirecto de un numeroso grupo de productores agrícolas. Es entonces la necesidad
de un uso masivo de subsidios por parte del estado venezolano lo que permitió
mitigar las consecuencias sociopolíticas adversas creadas por una creciente pérdida
de legitimidad en las políticas de modernización, aplacando y posponiendo las
tensiones sociales creadas por las propias limitaciones en la capacidad del estado en
el logro efectivo del auto-abastecimiento alimentario del país; sin embargo, al
desarrollar políticas que admitían formas extensivas de cultivo y la presencia casi
ilimitada de la intermediación ociosa en las cadenas alimentarias modernizadas, la
acción del estado también se sumergía en circuitos cada vez más generalizados de
corrupción y en el derroche endémico de la renta petrolera. Por tanto, si bien estas
formas de derroche y corrupción de la renta petrolera en el agro se desprendían de los
déficits de legitimidad asociados a una escasa capacidad por parte del estado
venezolano en materia de diseño e implementación de políticas modernizadoras
efectivas y sustentables, la generalización del derroche y la corrupción contribuyeron
a socavar aun más esa capacidad.

Debe considerarse, por último, la clara preferencia que los productores agrícolas
medianos y pequeños manifestaban hacia las redes clientelistas-rentistas. Esta
preferencia es atribuible no solamente al carácter rígido y opresivo de las redes
autoritarias desarrolladas, en particular, por la agroindustria, sino, además, a que la
participación en las redes clientelistas permite la búsqueda de beneficios
comparativamente mejores –entre ellos, una mayor flexibilidad en la toma de
decisiones a nivel de la unidad productiva–. Estos beneficios, así sean inestables y

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limitados, son comparados favorablemente por los productores, quienes prefieren esta
flexibilidad al sojuzgamiento típico de una red autoritaria. Esta preferencia también
se ve robustecida por las expectativas creadas entre los productores en sus contactos
previos con los agentes del estado, los cuales son generalmente descritos como
típicos del comportamiento de agentes torpes y lentos, pero creíbles en términos de la
asistencia ofrecida. Es esta escogencia la que explica el predominio de las prácticas
clientelistas en la agricultura venezolana, al menos durante las décadas en que el
estado pudo disponer de los recursos necesarios para lubricarla y asumir los enormes
costos que estas prácticas exigen. Al hacerse miembros de una red clientelista, los
productores ciertamente obtuvieron beneficios de corto y mediano plazo, aunque
estos se realizaran bajo el manto de la complicidad y la impunidad en un contexto
social, cultural e institucional en el que estas prácticas se asumían como la forma
natural de “hacer negocios”. Una vez que estas prácticas se volvieron rutina y
adoptaron un carácter habitual en el quehacer económico, político y social de los
productores, funcionarios del estado e intermediarios fueron normalizadas por todos
los actores sociales relevantes, pasando a constituir parte fundamental de la cultura
política de los productores agrícolas modernizados.

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