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François Chatelet
PREÁÁ MBULO
F.C. — No está mal que me hagas esa pregunta para comenzar. En efecto,
ésta es la segunda vez, en poco tiempo, que quebranto una especie de regla que me
había fijado y que en todo momento había respetado escrupulosamente desde que
comencé a escribir, es decir, desde hace veinte años: no hablar de mí. El año pasado
escribí una narración novelesca "en primera persona" que incluía elementos
autobiográficos. Y hoy, aquí, acepto, o mejor, asumo con gusto la tarea de
relatarme a mí mismo. Pero yo sé —y tú también lo sabes, ya que planteas la
cuestión— que, debido a la decisión implícita que ha presidido mi pasado de
escritor y a esa voluntad de impersonalidad que hasta ahora he mantenido, el
asunto no va a resultar fácil. Soy, simplemente, incapaz de lanzarme; y, aunque
quisiera hacerlo, probablemente no lo conseguiría. Necesito de unos preliminares.
Así que, no me queda más remedio que actuar de esta manera: no puedo "contar"
nada, no puedo siquiera tomar partido o dar mi opinión sin haber examinado las
condiciones de posibilidad de mi narración... Según dicen mis amigos, este rasgo
de mi carácter llega a ser muy irritante: cuando estoy presente en alguna discusión
acerca de algún problema de la vida cotidiana o en torno a alguna consideración
psicológica o histórica, o bien guardo un silencio cortés con un aire, según ellos, de
no pensar siquiera en el asunto, o bien intervengo al cabo de un rato, pero para
decir que "el problema está mal planteado" y lanzarme, también según ellos, a
consideraciones de tal naturaleza que uno llega a olvidar el objeto de la discusión.
Creo que no actúo así ni por pedantería ni por coquetería teórica, sino
porque estoy convencido, de que es mejor callarse que hablar sin haber explicitado
el proyecto, la naturaleza, la categoría de mis palabras. De lo contrario el "teórico"
que he reprimido surge sin importar cómo y con tal agresividad que me torno
completamente ininteligible. Dejemos esto...
Probemos a hacer aflorar al filósofo escarbando por otro lado. Tú aceptas, con este
diálogo nada platónico, una empresa a la que intentas inscribir en la lógica de tus
investigaciones para que no resulte escandalosa. Pero, con toda sinceridad, ¿no se te puede
preguntar si, tras estas racionalizaciones no estás haciendo otra cosa que satisfacer el deseo
del teórico y si todo esto no nos devuelve al François Chátelet, pedazo de pan, hombre
bondadoso...?
Me vas a permitir que no entre por este terreno. Aún no me siento dispuesto
para hacer un juicio, ni siquiera anecdótico o provisional, sobre lo que hoy se
llama, simplificando mucho, las filosofías del deseo. Gilíes Deleuze, Féliz
Guattarirry, Jean-Frangois Lyotard —el último de ellos con una perspectiva y unos
resultados muy diferentes de los dos primeros— son viejos y entrañables amigos
míos. Tenemos en común los mismos enemigos, tanto por parte del academicismo
filosófico, liberal o marxista ortodoxo, como por el lado de las nuevas corrientes
místicas.
Seamos optimistas y dejemos que el texto se las arregle solo. Yo sigo convencido de
que, al tratar cuestiones que han sido objeto de tu investigación, te verás forzado a
enraizarías en tu propia historia, a revelarnos los pasos que has seguido —no siempre
desapegados— a hacernos entrar en tu trastienda, a decirnos la prosa del pensador, su
verdadero texto.
Quisiera compartir tu seguridad respecto a esa armonía que debería de
reinar en estas entrevistas. Sea como sea, voy a aprovechar para hacer una
precisión. O mejor dos. En primer lugar, cuando me refiero a lo empírico, a la
historia en presente —por oposición a lo vivido y a lo conceptual— como conjunto
diverso, hay que suponer que evoco mi experiencia, en tanto en cuanto ésta se
manifiesta en mí como una configuración de acontecimientos a los que "yo"
aseguro una cierta continuidad de hecho y, por tanto, una cierta unidad formal. Sin
embargo, esta experiencia es múltiple en la medida en que lo que tiene de
interesante lo es en su faceta de exterioridad, en la medida en que recorta otras
experiencias vecinas o concomitantes, y que se inserta en un conjunto diferencial
mucho más vasto cuyos ejes son los acontecimientos, esta vez sí en sentido histórico.
De modo que esta experiencia individual, desde el momento en que es contada, se
encuentra lastrada por el peso que le confieren las de los lectores que han pasado
por la misma situación o que la conocen indirectamente de oídas o a través de una
información científica. En suma, lo que desearía es que la narración se conjugara,
efectivamente, en plural.
No voy a negar que en esta empresa cumplo la función habitual del entrevistador
como portador de preguntas de interés general (el de los supuestos lectores). Pero lo que
realmente me trae aquí es el deseo de utilizar la petición del editor para intentar
comprender de qué manera unos caminos que fueron los tuyos y, en muchos
aspectos, también los míos han abocado hoy a incontestables diferencias en los
juicios que cada uno de nosotros sustenta acerca de la historia pasada, del futuro
que encierra y, por tanto, de las formas de compromiso que exige.
Sin embargo, Frangois Chátelet es para el editor como una etiqueta sobre un
tarro. El tarro no está vacío; dentro hay cosas conocidas: sucesos, un oficio, títulos
de libros, posturas políticas y morales, artículos de crítica filosófica, literaria y
cinematográfica, rumores contradictorios, opiniones compartidas. El editor espera,
también, que haya cosas desconocidas, sobre todo anécdotas, encuentros
inesperados, rasgos del carácter de personajes conocidos. Sabe también que, entre
esos diversos elementos, hay relaciones interesantes, porque son ejemplares, tanto
si son sorprendentes como si son triviales. Cuenta contigo para que agites el tarro y
desenrosques suavemente la tapadera. Lo que me exaspera de esta exigencia es que
de ninguna manera puedo desnudarme completamente. Respecto a las
"revelaciones" sobre esto o aquello las rechazo tanto más fácilmente cuanto que sé
que no me las vas a reclamar y porque en esta materia no sé de nada que sea
susceptible de causar sensación. Por supuesto que tienes derecho a pedir que
justifique, que explique, al menos, posturas teóricas o políticas que adopté en
ciertos momentos, ya que las hice públicas y deseé que tuvieran consecuencias.
Que las hayan tenido o no, es normal que insistas en esta obligación.
Tus padres, que debían ver en la cultura y en el éxito escolar los instrumentos de
una promoción social y la garantía de un hermoso porvenir, debieron verse profundamente
afectados y doloridos por tus mediocres resultados. ¿No habrá sido esa una causa de
pequeños dramas familiares?
Pero nada de esto aclara por qué —o, al menos, cómo— llegué a ser
profesor. Cuando sólo era una calamidad de estudiante y el tiempo transcurría con
parsimonia, yo no pensaba para nada en mi porvenir y dejaba que mi madre y la
suya, mi abuela, soñaran, una con que sería un gran cirujano y la otra en que me
convertiría en un brillante militar (para compensar la modeste carrera de su
marido que, por lo que sé, fue un apuesto mozo que no pasó del grado de sargento
mayor). La idea de dedicarme a la enseñanza la tuve durante los últimos meses de
primero —tras un estrepitoso descalabro en la primera parte, con notas bajísimas
en los exámenesde junio y octubre—. Pasadas las vacaciones me convertí
bruscamente, de golpe y porrazo, en un alumno modelo. Es cierto que "repetía",
pero lo que me cambió fue sobre todo la relación amorosa, apasionada y carnal que
me unía con una estudiante —que fue mi primera mujer— y el hecho de haber
descubierto, en medio de la miseria de la Ocupación, bajo los bombardeos, la
alegría de vivir. Sin duda por esto, me di a leer desaforadamente las grandes
novelas clásicas, a Gide y a Malraux y las primeras traducciones de Kafka y de
Faulkner, a trabajar encarnizadamente con el latín, el griego... y las matemáticas.
Mi profesor de historia era un hombrecillo admirable que nunca había querido ni
podido desembarazarse de su acento normando y cuyas clases despertaban en mí
fantasías de estudiante pobladas por los Danton, Robespierre, Saint- Just, la
conjuración de los Iguales y el joven general Bonaparte...
Así pues, yo quería enseñar historia. ¿Por qué enseñar? Había en el origen
de esta idea —no me atrevería a llamarla decisión—, en primer lugar, un
sentimiento equívoco. No cabe duda de que, por un lado, influyó en mí un modelo
cuando alguno de mis profesores -ese historiador y también un profesor de
literatura, mezcla inestable de fanfarronería, erudición y fantasía— suscitaba mi
admiración; pero también intervino un antimodelo: tenía ganas de ponerme a su
altura para desquitarme de la administración del liceo y de los profesores
quisquillosos y pelmazos que me habían aterrorizado y humillado inúltimente.
Pero lo que terminó por consolidar mis propósitos, especialmente en clase de
filosofía y en la Sorbona fue la sensación que tenía —importa poco que fuese algo
engañosa— de que esta profesión me ofrecía las mejores oportunidades para
mandar menos aún si cabe de lo que tendría que obedecer. Había un aspecto en mi
padre —que en otras circunstancias era tan jovial y desenvuelto— que, desde muy
joven, me había impresionado profundamente: el placer que experimentaba dando
órdenes. Muchos domingos, cuando cogíamos el tranvía para ir de visita a casa de
unos familiares que vivían en la otra punta de París, se ponía furiosísimo,
aprovechaba una parada para bajarse y colocarse junto al conductor y comenzaba a
explicarle, en un tono que se enteraba todo el vagón, cómo se debía conducir,
según el reglamento, "para economizar electricidad y transportar suavemente a los
viajeros". Cogía los mandos, hacía una demostración y volvía a su sitio con
nosotros, con las manos sucias y visiblemente satisfecho. Me he pasado tardes
enteras secando con un secante de oficina las frases que mi padre escribía sobre
boletines de sanción y, a los ocho años, supe que se les descontaban las primas, se
"despedía" a empleados por unas faltas escritas con lápiz de tinta por el inspector
de línea, que yo descifraba difícilmente: "negligencia", "retraso de tres minutos",
"reincidencia"... Yo creía que en "su" clase el profesor tenía un amplio margen de
autonomía respecto a la administración y que si tenía una autoridad sobre los
alumnos era por la vía de la enseñanza convincente, legitimada por unos
conocimientos y por el talento.
En el fondo, impresionado por el ejercicio de una autoridad directa, de naturaleza
digamos política, ya que extraía toda su fuerza de la institución que se la confería, has
derivado hacia esta otra forma de autoridad que se disimula tras una relación en la que el
maestro sólo lo sería por sus méritos y su carisma y el discípulo por la propia voluntad de
su razón. El miedo a la relación de fuerza política te lleva a escoger la religiosa.
Así pues, llego a la Sorbona en noviembre de 1943. Aunque desde esta época
hayan sido decisivos, voy a dejar de lado, de momento, los enfrentamientos
políticos y el compromiso que éstos provocaron. Al principio, igual que el
Guillaume de Les Années de démolition, quedé aterrorizado por la solemnidad del
lugar, la erudición y el incuestionable saber de los profesores. Aún no era capaz de
distinguir entre los que sólo eran elegantes, los que no eran otra cosa que eruditos
y los que verdaderamente sabían. Amadeo Ponceau me había dado la excelente
idea de comenzar por el segundo curso, es decir, por los certificados de filosofía, y
dejar para después la psicología y la sociología, que ya por entonces consideraba
como disciplinas bastardas. Para el trío que formábamos mi novia, que estudiaba
lenguas clásicas, Jacques Castier, un chico mofletudo, apasio nado por las
literaturas menores, que pronto se convirtió en un amigo inseparable, y yo, los
comienzos fueron difíciles. Pero pronto quedó decidido el lugar de nuestras citas:
La biblioteca del Instituto de Filosofía. Sobre esos doscientos metros cuadrados —
una salita donde se permitía hablar y fumar y un salón en el que se aislaban los
"sabios austeros"—, sobre los varios miles de libros y sobre un pequeño despacho
donde se reunían los íntimos y los que tenían más necesidad de compañía que de
lecturas, reinaba un monarca bonachón: Pierre Romeu. Tenía, en aquel entonces,
sus buenos cuarenta años. Mutilado de la primera guerra, titular de un empleo
vitalicio, el azar le había convertido en el responsable de este lugar: había
adquirido una notable maestría como bibliotecario, tanto en las tareas materiales
como en lo tocante a los consejos que se les debía dar a los estudiantes. Su áspero
acento pirenáico, su sentido común, sus ocurrencias y sobre todo la asombrosa
percepción de las cualidades, de los defectos y de los problemas de cada uno de
nosotros, le otorgaban una autoridad de hecho que nadie osaba discutir. Fue él
quien en esta época —que se prolongó hasta su retiro en 1964— convirtió la
"biblio" en un centro del que se sentían celosos nuestros vecinos literatos e
historiadores.
Pronto comprobé, con sorpresa, que el "mal alumno" había muerto. Estaba
de suerte: las conferencias que daba, los textos escritos que remitía demostraban, a
decir de los correctores, "una cabal comprensión del problema", "un acertado
manejo de las referencias" y "un profundo sentido del rigor"; aunque "aún me
quedaba mucho por hacer" me hallaba "en el buen camino". Y mis compañeros de
"chez Romeu" me motejaban generalmente de "empollón cachondo". No podría
decir cuál fue el origen de este éxito. ¿Una aceptación inmediata de las reglas
académicas? ¿Los consejos que me había dado Ponceau y los que me prodigaba
Castier (que me animaba vehementemente para que realizara yo los proyectos que
él incubaba pero que nunca conseguía llevar a la práctica)? Tal vez. De lo que sí
estoy seguro es de que durante los meses que siguieron a mi entrada en la Sorbona
comencé, con inmensa fatuidad, a elaborar "mi" filosofía. Mi biblioteca filosófica
personal la integraban, entonces, el Discurso del método y las Meditaciones metafísicas
de Descartes (herencia del año anterior), la traducción de Barni de la Critica de la
razón pura (comprada de ocasión en la tienda de Gibert y que había leído durante el
verano con atropellado frenesí), la Crítica de la vida cotidiana de Norbert Gutermann
y Henri Lefebvre (obsequio de la ayudante bibliotecaria de la biblioteca municipal
de Billancourt, que había preferido regalarme el libro bajo cuerda, antes que
destruirlo, como lo exigía la lista Otto), doce soberbios volúmenes bilingües de los
diálogos de Platón editados por la asociación Guillaume Budé y El Ser y la Nada
(regalos de mi hermano para celebrar mi éxito, sucesivamente, en la primera y
después en la segunda parte del baccalauréat). Partiendo de todo aquello, de las
discusiones que mantenía con mis amigos trotsquistas y los de "chez Romeu", de
los temas de disertación y de las lecturas que suscitaban, como reacción contra el
pensamiento de Amadeo Ponceau, hacía esfuerzos por trazar el plan detallado, los
temas esenciales de mi futura doctrina.
¿No crees que esta odisea intelectual, cuyo mundo "real" es el de los pensadores
pasados y el de los maestros presentes, así como los agudos problemas que plantean las
ideas y su articulación, necesita ser referida al medio abstracto, bendecido por los dioses,
que forman la universidad y su población? ¿Y acaso no fue esto lo que potenció una carrera
de profesor, la única que permitía esperar que todo seguiría tal cual?
Sin embargo, no quisiera que el cuadro que acabo de pintar indujera la idea
de que formábamos una especie de comunidad. En absoluto. La Sorbona, la
biblioteca de filosofía eran solamente para nosotros un lugar apacible, amistoso en
el que crecíamos, nos encontrábamos a nosotros mismos, nos "simbolizábamos" y
donde recuperábamos fuerzas y también ideas. Pero cada uno —quiero decir: cada
individuo, cada pareja, cada grupo constituido, amistoso o político— hacía una
vida al margen de este lugar. Era, incluso, ese secreto guardado, no revelado lo que
daba encanto y valor a nuestras relaciones. Nadie se habría atrevido a reivindicar
que se instaurara en "chez Romeu" ninguna clase de transparencia. La gazmoñería
sensual iba acompañada de una enorme reserva respecto a la vida privada. Sin
duda Pierre Romeu recibía numerosas confidencias, pero su prestigio se apoyaba
precisamente en su discreción y en su no intervención, y él lo sabía perfectamente.
Para acabar con esta época en la que me reafirmé —a causa del éxito en mis
estudios y de las satisfacciones que me proporcionaban— en mi proyecto de ser
profesor de filosofía y presentarme a cátedras diré que, además de un gusto
inmoderado por la cultura, la lectura y la escritura, además de una desconfianza
inmediata ante las opiniones recibidas y los pensamientos mayoritarios, he
conservado otra cosa: las relaciones de amistad que entonces entablé no se han
visto afectadas en lo más mínimo por las divergencias que hayan podido
producirse en la vida o en los juicios filosóficos, ni por las separaciones
circunstanciales que hayan tenido lugar. Me siento un poco incómodo al hacer esta
observación, ya que nos transporta a esa pensamiento mayoritario que pretende
que las amistades de la patrulla de scouts o del cuartel son indestructibles. Sólo me
queda señalar que, respecto a los comportamientos y publicaciones de los que
fueron mis amigos durante este período, he poseído y poseo una comprensión casi
inmediata de su significado y de su objetivo y que, desde las primeras páginas,
cuando se trata de un libro, atisbo sus planes (casi me atrevería a decir que sus
planos). En consecuencia, abordo el texto a su mismo nivel y con pasión; las
novedades que enseguida empiezo a encontrar me sorprenden tanto más cuanto
que las sospechaba sin conocer su contenido ni su alcance. Me entristece cuando
me deja insatisfecho; si es un éxito me llena de alegría. Es como si tuviera a mi
disposición una lógica singular que me permitiera reconstruir una ilación secreta y
muy mía. Según esto, a mi modo de ver, desde la conferencia de Gilíes Deleuze
sobre la "costilla de Adán" de hace treinta años, hasta el Anti-Edipo y Rizoma
pasando por la Lógica del sentido, la progresión es acertada.
Para acabar con la Sorbona, pero no con la amistad, insisto en que esta
biblioteca ha sido para mi un lugar decisivo. A mi regreso a París, en 1955, volví
allí. Me encontré a Mireille Pringent —nos casamos en 1958 y viví con ella hasta el
otoño de 1964— y también al núcleo de la célula comunista de filosofía: tú mismo,
Lucien Sebag, Pierre Clastres, Rafael Pividal (y después a través de Sebag, Félix
Guattari y la clínica de La Borde). Se unieron otros chicos...
CONVENCER
Esos dos años pasados en Orán, seguidos de una estancia de cuatro años en
Túnez, un "período colonial" que coincidió con mis principios en la carrera
profesoral, han tenido, supongo, una gran influencia sobre la forma en que he
concebido mi oficio, pero también en la manera de abordar la actividad política y,
por consiguiente, en mi trabajo filosófico. ¿Por qué Orán? Esa decisión, que
después me llevó a Túnez, la adopté por un capricho. Era habitual que, tras la
proclamación de los resultados, los nuevos catedráticos fuesen recibidos por el
inspector general representante del ministerio en el tribunal calificador para elegir
sucesivamente entre las plazas disponibles, cuyo número disminuía a medida que
se iban cubriendo. De esta manera el inspector general André Bridoux —conocido
como autor de un manual de ética de un candor y conformismo desarmantes— me
propuso una cátedra en el liceo de Amiens. Aunque la ciudad dependía del distrito
universitario de Lille, la proposición era halagüeña y auguraba un pronto regreso a
París. De pronto, ante aquella mesita polvorienta del anfiteatro Descartes, se
apoderó de mí el desánimo. ¿Qué significaban ese título tan envidiado el
matrimonio, la profesión que iba a asegurar mi independencia financiera, si no se
traducían en un cambio profundo? Precisamente porque éramos felices y
estábamos rodeados de buenos amigos, con unas familias a las que Jeanne-Marie y
yo nos sentíamos unidos demasiado unidos, yo deseaba una revolución o, al
menos, una perspectiva más aventurera. Pregunté si había una plaza más alejada.
Sorprendido, Bridoux me respondió que no quedaba más que el liceo Lamoriciére
en Orán, Argelia, precisó. Le pedí autorización para consultar a mi novia y salí
corriendo al patio de la Sorbona castigado por el sol: Jeanne- Marie, que me
esperaba, quedó entusiasmada...
Ese mismo apetito por la cultura, esa misma lozanía ante las ideas, ese
mismo respeto un poco ingenuo por el pensamiento, los encontré también, dos
años después, en el liceo de Túnez. Con una diferencia notoria, sin embargo. En
Orán tenía, entre las tres clases colocadas bajo mi responsabilidad,
aproximadamente un centenar de alumnos de los que sólo tres o cuatro eran
musulmanes, muy aislados y aparentemente de grandes familias. No era ese, ni
mucho menos, el caso de Túnez, donde en cada clase había núcleos de alumnos
tunecinos mulsumanes —a los que se unían algunos jóvenes de familias israelitas;
Bourguiba proseguía su lucha contra el protectorado francés, a partir del segundo
año de mi llegada, en 1951, se desencadenó la agitación entre los estudiantes del
liceo—. Desde entonces, en ese contexto, las referencias políticas en las clases
dejaban de ser abstractas; en un sentido más amplio, las opciones filosóficas
adquirían inmediatamente una trascendencia, de tal manera que, al contrario que
mis dos colegas filósofos —que eran de un clasicismo meticuloso— mi
modernismo —yo hablaba de Marx, de Freud, de Sartre— me colocaba del lado del
anticolonialismo. En Orán, entre 1948 y 1950, el materialismo existencial que yo
profesaba tenía una significación puramente ideal y el amor de los alumnos por la
cultura y las audacias contemporáneas se inscribía en la tradición de la juventud
burguesa. En Túnez, en el período candente en que los "fellaghas" cortaban las
carreteras, cuando se producían las huelgas populares o la "Mano roja" asesinaba al
dirigente sindical Ferhat Hached, vi cómo mis clases se partían en dos (sin que la
ruptura correspondiese automáticamente, conviene subrayarlo, al origen nacional
o religioso): por un lado los alumnos que exigían que nos atuviéramos
estrictamente al programa y por el otro los que exigían la filosofía, muy conscientes
de lo que eso significaba.
¿No fueron tus manifestaciones políticas las que te forzaron a abandonar Orán para
ir a Túnez?
Sí. Sin duda vale la pena contar esa historia. Pero antes de comenzar
quisiera volver brevemente sobre esa sociedad oranesa en cuyo seno hice mis
primeras armas. Entre los privilegios de que gozaba estaba el de que los jóvenes
parisinos que éramos, de implantación esencialmente provisional, aunque nuestra
estancia se prolongara año tras año, estábamos "libres" respecto a ella. Quiero decir
que nuestra profesión de enseñantes no nos imponía ninguna obligación social,
excepto la de garantizar nuestras clases en las condiciones previstas por el
reglamento. Podíamos frecuentar los ambientes que quisiéramos y si éstos hacían
pesar sobre nosotros la reprobación de ciertos medios, se trataba únicamente de un
juicio de orden moral. En cuanto llegamos, mi mujer y yo nos vimos cortejados por
lo que llamaban "la colonia": una familia de grandes terratenientes que, además,
poseían una tienda de lujo en el centro de la ciudad, desplegó sus encantos y su
munificencia para contarnos entre su "clientela". Pudimos asistir a suculentas
comidas francesas, ir de cacería, acudir a la recepción de un bachagha oficial, a medio
camino entre bufón de opereta fabricado por una oficina de turismo y tiranuelo
instalado por el Gobierno General. Las circunstancias y, sobre todo, el poco gusto
por esas mascaradas nos hicieron romper pronto con ese ambiente. Nuestras
relaciones se limitaron entonces a nuestros colegas, a los jóvenes funcionarios,
médicos y abogados agrupados en torno al Centro de Arte Dramático y al cineclub.
Ayudaba a los camaradas, la mayor parte de ellos franceses y al mismo tiempo
funcionarios de la unión local de la C.G.T., y a unos profesores musulmanes a
través de los cuales entré en contacto con la Unión del Manifiesto Argelino...
Rodeado por sus hijos y sus parientes varones, nos hizo en Tiout un
recibimiento a la vez suntuoso y amable. A lo largo de las conversaciones que
mantuvimos durante los largos paseos por el desierto de piedras, por las colinas
multicolores de Aih-Ouarka, por los lugares prehistóricos, nos desveló su
concepción del mundo. El Islam, a su modo de ver, era, más que una religión, una
moral, la mejor adaptada a las condiciones de vida en los confines del desierto y
bajo la dominación colonial; no odiaba a los franceses, se limitaba a juzgarlos
individualmente, testimoniando de buen grado su admiración por los profesores y
su desprecio por los administradores civiles; no ocultaba que había deseado, de
forma un tanto pueril, según confesaba, la derrota de Francia; mezclaba, con un
sentido común que nos chocaba mucho en aquella época, las imágenes de Hitler y
Stalin; declaraba que su único apego verdadero era su tribu y que, si había
aceptado un cargo oficial, era con el propósito de ayudar a los suyos... Estos puntos
de vista pragmáticos contradecían enormemente mi pasión por lo universal. Lo
que no es óbice para que, aun siendo incapaz de integrarlos en mis ideas, les
encontrara un extraño sabor que no se debía solamente al exotismo del contexto.
De esos dos primeros años de "carrera" guardo un recuerdo que me
parecería poco llamarlo positivo. Hoy, sin embargo, ha llegado el momento de
preguntarme si la euforia teórica en la que las circunstancias me habían colocado,
si la ausencia de obstáculos no me habían enraizado en una especie de optimismo
filosófico, de confianza en la Razón de la que me habría de costar mucho
desprenderme y que a veces me condujo a actitudes dogmáticas. Estaba seguro de
mí mismo, y la posición que me había fabricado, hecha de una buena conciencia
que se apoyaba por una parte en mi éxito profesional incontestable y por otra,
como para compensarlo, en el anticonformismo de mis compromisos políticos, era,
sin duda alguna, una muestra de sagacidad. Esta certeza de estar en la vía correcta
de la revolución se vio confirmada por una advertencia que me fue transmitida por
un profesor de filosofía de la Universidad de Argel con el que coincidí en un
examen de baccalauréat en esa ciudad. Me hizo saber que el Gobierno General veía
con muy malos ojos mis actividades políticas —había participado como orador de
un mitin, durante el invierno, en Orán, con motivo de una huelga de estibadores- y
que estaba decidido a solicitar mi traslado a Francia si continuaba por ese camino.
¿Era una amenaza real o había inventado ese asunto para convencerme de que
abandonara Orán, donde pensaba —con razón— que mantenía una amistad
demasiado tierna con una parienta suya? El caso es que cuando recibí de la
inspección académica la propuesta de ir a enseñar a Túnez teniendo a mi cargo el
baccalauréat de Letras y con la seguridad de una plaza para mi mujer en el liceo
femenino, aceptamos enseguida sin dudarlo mucho, ya que el verano anterior lo
habíamos pasado en Hammamet, en Túnez, y habíamos hecho amistades allí.
Ya que hemos entrado en tu carrera, ¿quieres que sigamos en esa dirección y que
añadamos el capítulo tunecino -un momento importante en tu vida— y los demás, la
defensa de tu tesis, tu paso a Amiens y, finalmente, tu regreso al redil parisiense?
Mira por dónde me pongo hoy a filosofar cuando lo que tengo que hacer es
contar. Vamos a acabar con el relato de mi carrera. La clase preparatoria de
primero superior del Louis-le-Grand había quedado vacante y me la confiaron a
mí. Era vecino de René Schérer que enseñaba en la clase de al lado. A él se añadió
pronto su homólogo del liceo Fénelon donde, durante cuatro horas cada semana,
cerca de setenta chicas y cinco o seis chicos en las condiciones más deplorables me
recibían en el aula de costura. Naturalmente también estaban los constantes
ejercicios que había que corregir —y el suplicio de calificarlos— y esa horrible clase
del viernes por la mañana de ocho a diez (pregunté si había alguna posibilidad de
cambiar el horario: el subdirector, un físico muy simpático, me respondió
sonriente, compadeciendo mi ingenuidad, que no era el primer filósofo que hacía
esa misma pregunta, pero que no creía posible modificar un horario que venía
demostrando su eficacia desde 1905). Aún queda por decir que pasé momentos
muy agradables intentando elaborar una enseñanza de la filosofía conforme al
movimiento racionalista y materialista, pero inconformista, y respondiendo a unas
objeciones vivas que ponían en entredicho al inconformismo, poniendo a prueba,
por tanto, mi propia posición, y criticaban, al mismo tiempo, la timidez y la
moderación de dicha posición.
Sin embargo, notaba, en mi auditorio, sobre todo en Louis-le-Grand, una
sorda transformación. ¿Era a causa de ese sentimiento que se iba precisando en mí?
¿Era el peso de mis propias investigaciones, de mis lecturas, de las polémicas en las
que me veía implicado por mi actividad periodística? La cuestión es que alrededor
de los años 1965-1966 estaba cada vez menos seguro, no de mi afirmación
racionalista, sino del protocolo demostrativo y de la argumentación que la
acompañaban. Al final del breve estudio sobre Platón que publiqué entonces, las
tres últimas líneas testimoniaban esta actitud que reforzaron aún más las lecturas
sistemáticas que llevé a cabo en la preparación del Hegel. Me di cuenta de que
había creído, y creído dogmáticamente, en la filosofía de la historia y que debía
explicar y explicarme esta fe.
Sobre este punto y para ser claro voy a tener que dar marcha atrás y trazar
de nuevo, a contrapelo de este relato de las etapas de mi oficio, mi trayectoria
intelectual y la de mis avatares políticos. Quizás ésta antes que aquélla. Por el
momento sólo voy a anticipar que el curso universitario 1967-1968 fue para mí y en
mi misma clase, el de los interrogantes. Me esforzaba por hacer frente a las olas de
incertidumbre que se me venían encima, aferrándome cada vez más al pilar del
materialismo y cada vez menos al del racionalismo. En cuanto a lo que debía
enseñar —pues nunca pude concebir una enseñanza que no fuese una toma de
postura— mi desconcierto era absoluto. En este contexto acogí mayo de 1968 sin
sorpresa y casi sin emoción y, con ese "hedonismo" que había advertido Ricoeur,
recibí la agitación de esos dos meses, agitación en la que tomé parte de buen grado,
como una especie de descanso entre dos actos. El verano que siguió fue, para mí,
febril. Estaba en camino hacia algo... nuevas formulaciones de mi clase, de sus
objetivos. En esta época escribí numerosos fragmentos que han aparecido bajo el
título de Filosofía de los profesores.
LA VOLUNTAD DE RAZON
Mi pasión por Hamelin fue barrida por el lirismo realista del Manuscrito de
1844. La fuerza de esas páginas, su estado incompleto, las promesas de plenitud
que encerraban asociadas a esa lógica hecha de vuelcos, en ese estilo a la vez
profético y polémico, hicieron de mí, en pocas semanas, un materialista
convencido. Durante el día, en "chez Romeu" o en Sainte- Geneviéve, leía a Platón,
Descartes, Malebranche, Leibniz y Kant que entraban para el certificado de historia
de la filosofía, y, por la noche, proseguía en mi casa, arrebujado, para luchar contra
el frío, en unas hopalandas verdes que mi madre me había hecho de una manta
vieja, la lectura de los textos de Marx y Engels de que podíamos disponer en la
época y que nos prestábamos unos a otros con aspecto y precauciones de
alquimista. Pronto tuve la certeza de que disponía ahí del punto de vista que me
permitiría avanzar, llegar hasta el final, refutar a los enseñantes de la Sorbona que
consideraba como mis adversarios, René La Senne, filósofo de los valores, o Jean
Laporte, lector empirista de Descartes. He de advertir que esto sucedía entre la
primavera del año 43 y el verano del 45. Hoy me digo que fue una gran suerte
poder leer a Marx y Engels en esas condiciones: por un lado, la historia causaba
estragos por todas partes, la sufríamos, la hacíamos, participando, por muy poco
que fuera, en la lucha contra el nazismo; por otro lado aún no estábamos en
contacto con la plasmación doctrinal del marxismo, con la dogmática jdanoviana
que dominaba en el pensamiento de los intelectuales, de los filósofos del partido
comunista francés. En consecuencia, el primer conocimiento que tuve de Marx fue
desparramado, exuberante y exaltado. Sin duda esta experiencia fue decisiva: ni
siquiera en mi período más "sistematizante" pude considerar que la filosofía de
Marx tuviera un contenido unificado; respecto a la idea de una ontología o de una
teoría del conocimiento marxista, siempre la he rechazado con indignación como
resultado de una desviación, de una revisión especulativa.
Lo que entonces provocó mi adhesión a Marx tiene poco que ver con la
moral o la política. En cuanto a los fundamentos éticos del marxismo —tonadilla
que pronto iba a lanzar Roger Garaudy cuando comenzaba su carrera de jefe boy-
scout estaliniano—, me di cuenta muy temprano, gracias a las discusiones que
manteníamos con los estudiantes del Centro Richelieu, lugar de reunión de los
intelectuales cristianos de izquierda, de que era un hábil subterfugio para
reinsertar a Marx en la tradición, para aminorar la fuerza de su materialismo y
para abrir el campo a esa empresa de desabrimiento académico que ha sido la
marxología, operación en la que se han ilustrado tantos buenos padres. Debo
convenir también en que la política en el sentido de un compromiso militante—
apenas ha jugado papel alguno: presentía entonces de forma confusa lo que intenté
establecer en Logos y Praxis, que Marx había puesto fin a la filosofía especulativa, es
decir, a la idea de la Escuela según la cual la teoría, el discurso de la Razón, es un
lugar puro a partir del cual está permitido juzgar toda realidad empírica y, por
tanto, prescribir conductas, que había convertido a la teoría en lo que es, el
momento discursivo de las prácticas sociales. Pero esta comprensión no implicaba
del todo para mí una adhesión del tipo que fuera a un partido, a una actividad
militante, ni el apoyo a una realidad histórica que habría encarnado al marxismo.
Naturalmente era de extrema izquierda y peleaba, entonces, al lado de mis
compañeros trotsquistas. Pero eso se situaba en otro registro y, en definitiva, no
tenía mucho que ver con mi adhesión teórica al Manifiesto comunista, a las primeras
páginas de La ideología alemana, a la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, a La
cuestión judía y a las teorías del valor y de la mercancía de El Capital.
En cierto modo, por lo tanto, mi marxismo era académico o especulativo. Lo
concebía como un instrumento intelectual de gran fuerza racionalista, como la
única perspectiva racionalista capaz de realizar una apropiación de lo real por
medio del concepto. El resto lo ponía entre paréntesis, quizás porque pensaba que
las transformaciones de lo real vendrían por sí solas una vez ganada la batalla de
las ideas. En resumidas cuentas, vivía en el barrio Latino -en el ambiente de euforia
que siguió a la Liberación pese a,la miseria en que nos hallábamos, y a los relatos
cada vez más atroces que nos llegaban de Alemania, Polonia y de los territorios
que habían caído bajo el yugo de los nazis— y lo que me preocupaba era armar el
materialismo de Marx con un aparato de ideas que le permitiera vencer a sus
adversarios: la tradición espiritualista de la Sorbona, el cristianismo militante, el
idealismo. Esta voluntad de derrotar al idealismo en su propio terreno, en el
campo definido por la filosofía clásica, me condujo, por no sé qué artimañas del
deseo, a dos actitudes complementarias.
Eric Weil, tras haber defendido su tesis en 1950, Logique de la Philosophie, que
es ciertamente, en la perspectiva de la filosofía especulativa, la obra más profunda
que se haya publicado en lengua francesa desde hace cincuenta años, no consiguió
un puesto en la Sorbona. Ha enseñado en la Universidad de Lille y después en la
de Niza. Lo volví a ver en un congreso que se celebró en esta última ciudad en el
verano de 1969. No había cambiado. Sin duda le habían predispuesto en contra
mía y sólo me dirigió la palabra de forma protocolaria. Me apenó mucho. Es cierto
que él no podía admitir —en ninguna lógica de la filosofía- las posiciones a las que
yo había llegado y sobre todo la imagen que divulgaban de mí en la Universidad.
Sin embargo, esta perspectiva histórica iba a sufrir, durante los años 1965-
1968, una profunda conmoción. La lectura atenta que había efectuado de Hegel me
había convencido de que el proyecto hegeliano del sistema acabado del Saber había
triunfado plenamente. Mientras discutíamos sobre el objetivo de este libro había
hecho saber a Monique Nathan que yo me dedicaría a descubrir los lapsus de la
obra, las lagunas y las redundancias de su construcción; hube de reconocer que el
sistema se había apoderado de mí y que había fracasado. En resumen, había que
cogerlo entero o dejarlo también entero. Esta radicalidad del hegelianismo fue uno
de los hechos que transformaron la inquietud que me embargaba desde hacía
tiempo en duda y ésta en decisión crítica. Ella me obligó a reflexionar más
seriamente sobre la naturaleza de la ruptura materialista operada por Marx.
¿Había comprendido bien lo que significaba la crítica de la teoría hegeliana del
Estado? ¿No me habría detenido, como el mismo Marx, en su aplicación a la
política y a su prolongación en la crítica de la economía política? No habría
olvidado lo que eso entrañaba en cuanto a la concepción de la racionalidad y a su
ejercicio? No insistiré ahora sobre esta detención, ya que hemos decidido consagrar
una entrevista a mi actual posición ante el texto de Marx. Es preferible que señale
los acontecimientos que han acentuado esta crisis en la que ahora me encuentro. Se
trata esencialmente de acontecimientos intelectuales. En este momento me es difícil
distinguir entre los que fueron determinantes y los que se debieron a factores
psicológicos. De lo que estoy seguro es de que sus efectos se imbricaron durante
dos o tres años y que el orden que he adoptado aquí para evocarlos es arbitrario.
Pero todo eso es como la prehistoria de mi andadura política. Creo que debo
mencionar también el estado de embotamiento en que me sumieron la derrota y el
éxodo. Al fin era zarandeado en mi existencia personal. Cuando se declaró la
guerra estaba de vacaciones en Cayeux-sur-mer, donde vivían mi tio paterno y su
familia. Mi hermano estaba en la marina en alguna parte de la Antillas y mi padre
fue movilizado para el servicio civil en París, por lo que creyó conveniente
demorar nuestro regreso a la capital por temor a los bombardeos alemanes.
Comencé el curso con profesores de fortuna, en unas salas del Casino
transformadas en aulas a toda prisa. En cierta manera continuaban las vacaciones,
pero en una atmósfera de angustia que acentuaban la soledad y la profunda
tristeza de mi madre. No volvimos a París hasta bien entrado el invierno. Estaba
como anestesiado por el frío, por esta guerra en que no pasaba nada, por los
discursos imbéciles, por esas anticuadas máscaras de gas con que teníamos que
acarrear todo el santo día, por ese liceo más triste aún que de costumbre. Me
desperté un poco, unos meses después, a comienzos del verano —tras un viaje de
pesadilla en el que llevé a mi madre y a mi abuela en un viejo automóvil a través
de centenares de kilómetros, bajo las bombas y en medio de las calamitosas
cohortes del éxodo, hasta la Creuse1 — y me encontré en un pueblo de una
treintena de habitantes donde para distraerme ayudaba en el servicio del albergue
en que nos alojábamos, soñaba con los encantos de la hija del posadero y jugaba a
las cartas con un capitán del ejército derrotado que no sabía que hacer con el
pequeño destacamento que le había acompañado. Al regresar a París, en otoño, las
victoriosas campañas alemanas: Yugoslavia y Grecia, el desencadenamiento del
ataque contra la Unión Soviética y el avance fulminante sobre Rusia, por un lado, y
por otro la prodigiosa resistencia inglesa, despertaron mi gusto por la cartografía.
Confieso que mi posición a lo largo de los años 1941-1942 era extrañamente
especulativa.
Capítub 4
Me parecía que ya no había nada que esperar de Francia: en mi familia
predominaba el mal humor; en el liceo esos jovencitos bien alimentados y bien
vestidos de los barrios elegantes hacían alarde en los guateques de un patriotismo
agresivo y débil; no hablábamos más que del aprovisionamiento y del mercado
negro; la camarilla de los políticos —a quienes la propaganda hacía responsables
de todas nuestras desgracias— se había reagrupado en torno a un viejo que de sólo
oírle por la radio, con esa voz sensata, trémula y moralizadora, se me hacía odioso;
no veía más gaullismo que el que me contaban mis estúpidos condiscípulos; me
encontraba solo rumiando mi amargura, mis fracasos escolares y, del tornado que
se abatía sobre el mundo, no veía más que la forma. Durante algunos meses fui
tentado por la idea de que en este mundo sangriento y lúgubre, la única salida era
el heroísmo, el régimen puro y duro de los guerreros. Por anticonformismo, di en
pensar que la época del superhombre había llegado —aunque parezca imposible,
comenzaba a ser intoxicado por la propaganda que los nazis destilaban invocando
a Nietzsche, a Wagner y a toda la quincalla de Occidente-.
El sueño acabó muy pronto. Se lo debo a Jeanne- Marie, que me abrió los
ojos a la realidad y a Jacques Castier, que me hizo comprender los errores
intelectuales que cometía y me demostró hasta qué punto mi anticonformismo
estaba conforme con el interés de los canallas franceses que estaban en el
candelero. Cuando digo que mis ojos se abrieron lo digo en el sentido cabal: al salir
de mis sueños abstractos y abandonar el resentimiento, vi, en las calles de la
ciudad, en los comportamientos cotidianos, todo lo que la Ocupación, la presencia
nazi (que se confudía con la presencia alemana) arrastraban consigo de miseria,
apatía y humillación, y cómo infundían en muchos terror, fatiga en la mayoría y
una suficiencia innoble en algunos. Los carteles rojos o blancos marcados con una
cruz gamada y el águila alemana evocaban otros tantos cuerpos ejecutados ante un
muro, las estrellas amarillas y los cartelones ante las tiendas dibujaban el camino
del miedo y de la muerte. Enlazaba unos con otros estos signos abyectos para hacer
con ellos una imagen que se inscribiera en otra más vasta, la de la Ciudad
desmoralizada por el hambre y trastornada por los bombardeos, que abarcaba
hasta el horizonte de ese mundo en que por todas partes se mataba, se moría, se
envilecía, se aplastaba. Como consecuencia, acabé con el lirismo solitario de la
dignidad —que era mi refugio— o con el cálculo sórdido de las responsabilidades
—que era la válvula de escape normal de los "moderados" que me rodeaban-. Ni
siquiera llegué a preguntarme quién era mi enemigo: se me imponía, aquí y ahora,
en cada instante y en el porvenir; tenía un rostro anónimo, calzaba botas, se cubría
con un casco e iba vestido de verde o negro —las tropas hitlerianas—.
Nunca más lo he vuelto a ver. A la semana siguiente supe por su amiga que
estaba bien y que debía marchar a provincias. Las tropas alemanas refluían hacia
París en retirada; el desorden era mayúsculo; las alertas casi continuas hacían
difíciles los desplazamientos y los guardias alemanes estaban muy nerviosos. Las
reuniones del grupo se espaciaron. Quedé muy sorprendido cuando un portero
antipático me informó que la madre y el niño habían desaparecido sin dejar su
dirección. Cuando volví a ver a mis camaradas —algunos días después de la
Liberación de París— uno de ellos, que estaba al corriente, me llevó aparte y me
echó un buen rapapolvo acusándome de romanticismo y de falta de vigilancia (no
sin excusarme en la misma parrafada, arguyendo mis orígenes pequeño-
burgueses). Y verdaderamente había motivo para ello: "mi" desertor no sólo había
dejado el ejército nazi sino que también había abandonado el campo del
proletariado. Cuando su situación se hubo casi "regularizado", con el pretexto de
unirse a otro grupo, desapareció pura y simplemente... Con su mujer y el chiquillo
pensé para mí.
Así fue como comenzó, de forma grotesca y sentimental, mi carrera en la
clandestinidad. Cuando después y en circunstancias mucho menos peligrosas tuve
que volver a actuar en secreto, no me mostré mucho más "vigilante". Sin duda
carecía de fibra. De mi vida política en la Sorbona poco hay que decir. Mis
posteriores incursiones en la política vinieron marcadas por la situación en el norte
de Africa. Llegué a Orán con las maletas llenas de sólidos prejuicios existencialo-
marxistas, es decir, antirracistas y anticolonialistas. Estos me encaminaron
rápidamente en dos direcciones de las que entonces no presentí hasta qué punto
eran contradictorias. Por un lado me afilié al sindicato de enseñantes de izquierda,
pero también, porque entonces todavía era posible, nie sindiqué en la C.G.T. que
tenía una potente federación en la región oranesa que agrupaba, en particular, a los
estibadores y a los mineros del sur. Como joven profesor que era, entusiasta,
dispuesto, marxista por los cuatro costados y —lo que hasta cierto punto era una
cualidad— sin partido, fui bien acogido en este ambiente donde predominaban los
europeos, franceses y españoles, pertenecientes a la sección del Partido Comunista
Francés cuyo cerebro y primer activista era un médico de gente pobre, diputado de
Orán, hombre extraordinario que había combatido en las Brigadas Internacionales.
Mi carrera sindical fue fulgurante: en menos de un mes fui elegido miembro de la
comisión administrativa de la Federación. Naturalmente no tenía ningún poder.
Pero hube de dirigir la palabra a los estibadores en la Plaza de Armas; mi discurso
era traducido al árabe y tuve allí momentos exaltantes. Me convertí en promotor de
una especie de Universidad popular —que provocó la ruptura—. Era,
naturalmente, uno de los dirigentes de los Combatientes de la Paz. El I o de Mayo —
hubo dos— desfilaba en la cabeza de la manifestación. En resumidas cuentas, mi
padre habría dicho que yo "formaba parte de la comisión de festejos". Estaba tan
ufano que hasta muy tarde no empecé a comprender...
Una visita que hice a André Mandouze, que enseñaba la asignatura de latín
en la Facultad de Letras de Argel, fue decisiva: decidimos lanzar una revista de
reflexión política. Así fue como vio la luz Consciences algériennes. cuyos tres
protagonistas eran el cristiano progresista Mandouze, el nacionalista argelino
Mahdad y el marxista no comunista Chátelet. La revista publicó, si no me
equivoco, tres números. Para el primero escribí un artículo que rezumaba
humanismo universalista. Tenía el mérito, para 1949, de insistir sobre el carácter
explosivo de la situación y la eventualidad de una tragedia. Pero abogaba por una
conciliación de los contrarios y dejaba mucho campo a las vivencias, con todas las
abstracciones y las reconstrucciones arbitrarias que el género implica. En cuanto al
estilo, estaba tomado de Los tiempos modernos. La iniciativa nos granjeó muchos
enemigos; pero también recibimos una abundante correspondencia, sobre todo de
intelectuales, naturalmente de funcionarios franceses, pero también de franceses en
Argelia, argelinos, tunecinos, y marroquíes. Llegamos a creer que podíamos
ampliar nuestra empresa y transformar nuestra publicación en Consciences
maghrébines.
La célula del liceo de Amiens me acogió con júbilo; y, unos meses después,
la de la Sorbona-Letras (a la cual estaba ligado como miembro del C.N.R.S.). Desde
mis primeros encuentros con los responsables del Partido las veleidades de
oposición que había mostrado desde mi ingreso se radicalizaron. Ya he contado
mis agarradas con Kanapa y la Nouvelle Critique. Influyó también una corta gira por
el centro de Francia por cuenta de la Universidad Popular, en sustitución de un
conferenciante oficial que estaba enfermo; en el curso de esta gira indigné a mis
auditorios — no hubo más que tres— por no respetar el aguachirle dialéctico que
Guy Besse y Maurice Caveing habían servido en su Manual. Mi carrera de
intelectual del Partido quedó truncada en ciernes. Por el contrario, las discusiones
en la célula de la Sorbona, cuando salíamos de la rutina corporativista y
administrativa, eran apasionantes. Había allí algunos profesores famosos (de los
que decíamos que se habían afiliado al Partido "para no hacer política") que apenas
hablaban y jóvenes locuaces y llenos de inspiración: los más cualificados, y no por
ello menos vehementes, eran Jean-Pierre Vernant, Máxime Rodinson, André
Prenant, Yves Lacoste, Raymond Guglielmo y Jean Chesneaux.
Durante el año que siguió volví a ver varias veces a Pierre Mendés France.
Tanguy Prigent y yo íbamos a charlar con él y parece que le gustaba. Su
experiencia en el P.S.U. se había revelado enseguida como negativa. Mendés
France me pareció un hombre política y teóricamente solo. Nuestras discusiones
nos llevaban a menudo al marxismo, que él conocía como economista, pero del que
deseaba conocer su filosofía. Contemplaba su propio destino político sin amargura
y sin esperanza. Cuando lo vi de nuevo, poco antes del mayo del 68, y le di cuenta
de la confianza y el afecto que su persona suscitaba entre los estudiantes,
profesores e investigadores, se sonrió, a la vez emocionado y desengañado, y dijo
que le hacía feliz no haber dejado un mal recuerdo, pero que, de todas formas, eran
los jóvenes quienes debían tomar el relevo. Hablaba como un hombre a quien el
juego político, la inercia del sistema y de la sociedad habían frustrado todas sus
ideas, ideas que, más tarde, habrían de realizarse de la peor manera. ¿Qué es de él
ahora? Aunque, por lo que a mí respecta, haya perdido toda confianza en el Estado
para resolver los problemas esenciales, me pongo frenético cuando pienso en el
hecho de que la coalición de las burocracias socialista y comunista impidió a este
hombre poner en práctica unos proyectos de descolonización y de modernización
del país que al menos tenían el mérito de ser democráticos —en el viejo, muy viejo
sentido del término—.
¿Debemos decir que has renunciado a ser ese militante —ese militar— que
quiere moldear el mundo a imagen de la idea y que, al dejar de vivir en
imaginarias contra-sociedades, te retiras? O bien —lo que me parece más exacto—
¿das al compromiso político un sentido diferente, más inconexo, que acepta lo
múltiple y lo contradictorio? ¿Te arrancó mayo del 68 de tu sueño estatista, ese
mayo del 68 por el que muestras un cariño que yo considero excesivo?
Quiero decir que después de haber sido militante durante diez años, hace
doce que he renunciado a cualquier tipo de pertenencia. Acabo de decir que el
Partido -como forma— me aburrió de muerte. Hoy me da miedo: me parece que es,
siempre en su forma, la imagen exacta del Estado centralizado y coercitivo que
pretende ostentar el poder y la sacralidad, eso mismo que, en el vocabulario laico y
científico, se llama hoy Verdad. Construido para derribar un cierto tipo de Estado
—el Estado burgués— el Partido moderno, en su estructura definida por el
bolchevismo, que copiaba el ejército prusiano y a la policía zarista y que después
ha sido copiado por los fascistas italianos, por el nacional-socialismo alemán y por
la Falange española y que sigue siendo el ideal de todas las "formaciones" de
derecha que surgen episódicamente, es el mejor apoyo del Estado, de todo Estado,
incluso aunque se reivindique de la oposición. Y esto por su misma existencia:
induce a la sumisión; trabajando en la necesidad habitúa a lo ineluctable; utiliza
odiosamente las energías individuales para transferir esta fuerza a un ser abstracto
que inmediatamente la transfiere al Leviatán. Cuando era "sin partido" me
utilizaron. Ahora soy vigorosamente "anti-partido". Se han burlado mucho de los
izquierdistas después de mayo del 68 porque —excepto los trotsquistas que, por
otra parte, en tanto que partidos, sólo funcionan como antítesis abstracta del P.C.F.
— las organizaciones que edificaron se desmoronaron unas tras otras. Por el
contrario, yo veo en ese "fracaso" en remedar al poder, el signo de una gran salud.
Ahí tenemos a los militantes restituidos a sí mismos para lo mejor y para lo peor.
El año que viene, 1978. Ello me permite añadir otro criterio para precisar
este juicio. Para mucha gente de izquierda —los otros apenas me interesan— se ha
convertido en el horizonte único, al que hay que sacrificarlo todo, el rigor del
pensamiento, la exigencia crítica... y mayo del 68. "No lo dudéis, dicen, la victoria
del programa común no será una "mascarada de cagalaolla"; será algo serio,
constructivo, calculado, los medios para realizarlo están a punto; ya están previstos
los cuadros que tomarán el relevo; las alianzas están cuidadosamente suputadas y
a nuestro lado tenemos a capitalistas e incluso gobiernos extranjeros." Me siento
tentado a decir aquí que lo peor es que es cierto. No cabe duda de que la Unión de
la Izquierda está perfectamente capacitada para regir el Estado. La desgracia está
en que considera que su victoria debe estar fundada, entre otras cosas, sobre el
repudio, o al menos sobre el olvido de lo que surgió en mayo del 68. Pero no hay
mejora, no hay "justicia social", no hay "cambio de sociedad", como ellos dicen, que
no pasen por la toma en consideración de la revolución molecular. Digo tomar en
consideración por no decir algo mejor como asumir. Pero ¿cómo pensar
razonablemente en un Estado que aceptaría, no por incapacidad, como fue el caso
de Francia en el siglo XVIII, sino por decisión propia, soltar las mordazas colocadas
en el nivel molecular de la sociedad, que permitiría actuar a las fuerzas
innovadoras, que dejaría de tender las trampas de su Providencia y que, al mismo
tiempo, llevaría la lucha en el otro frente contra el sistema clásico del
avasallamiento capitalista?
¿Y MARX?
Hay dos perspectivas, en todo caso, que me son extrañas: la que, recogiendo
la marxología de los años 50, trata a Marx del mismo modo que son analizados
Maine de Biran o Husserl, olvidando que su originalidad consiste en haber querido
romper con la filosofía especulativa y haber intentado construir una articulación
distinta de la teoría y la práctica —no podemos estudiar inocentemente,
ingenuamente una concepción que se niega a ser ingenua e inocente—; la que, a la
inversa, pone a Marx en la picota bajo el pretexto de que ha engendrado la
represión de la revuelta de Cronstadt, el aplastamiento de Makhno, la
deskulakización, el Gulag o la liquidación de Lin-Piao —apreciaciones extrañamente
idealistas que tienen, entre otros efectos, el de liberar de toda responsabilidad a las
formaciones y los agentes históricos que han producido efectivamente esos
acontecimientos—. Sin embargo, no me propongo poner en evidencia, como hizo
Benedetto Croce a propósito de Hegel, "lo que hay de vivo y lo que hay de muerto"
en Marx. ¿Cómo hacer la distinción y en función de qué? Me dejaré llevar más bien
a variaciones sobre un tema querido por mí desde hace varios años, que me parece
que asegura una buena circulación entre los textos "originales" y los marxismos
contemporáneos.
Los textos que acreditan la versión de Marx como filósofo de la historia son
numerosos y frecuentemente citados. Tienen el mérito, es cierto, de dar una
seguridad doctrinal que permite a los dirigentes políticos y a los propagandistas
teorizar en la tranquilidad de la repetición para poder entregarse de lleno a las
técnicas de gobierno y a los ejercicios retóricos. ¡Y qué dicha poder adaptar a las
nuevas circunstancias lo que se sabe que es verdad! Es lo que hace Kautsky, por
ejemplo, cuando extrae de la causalidad de la infraestructura la noción de una
revolución reducida a una simple operación de política del partido y los sindicatos
obreros contra la burguesía cuando la evolución económica haya preparado el
terreno de la inevitable victoria; y Lenin —y luego Stalin, Trotski y muchos otros
"jefes" vencedores o vencidos— cuando infiere del carácter científico del
materialismo dialéctico el hecho de que el saber revolucionario auténtico debe ser
aportado desde el exterior al proletariado por una élite político-cultural; el mismo
Stalin al deducir en un materialismo hiperdialectizado una teoría de la nación que
autoriza toda clase de piruetas anexionistas, teoría que Maurice Thorez recoge
alegremente para demostrar que Argelia es una nación "en formación" y que debe
esperar a estar formada para acceder a la independencia, y no insisto en la oleada
de sandeces que ha engendrado la dialéctica de la naturaleza, desde la "prueba" de
los aminoácidos, soberbia síntesis de la tesis "ácido" y de la antítesis "base", hasta la
ciencia proletaria de Lyssenko...
A este respecto, las diversas versiones del marxismo como doctrina, como
forma moderna de la ontología, no se oponen teóricamente más que en algunos
detalles: sin duda, por ejemplo, la insistencia de Gyórgy Lukács en exaltar, en 1923,
el papel del proletariado como agente de la revolución manifiesta una inquietud
profunda del teórico revolucionario frente al autoritarismo nacional e internacional
del que da cada vez más pruebas el joven poder bolchevique, si finalmente se
decide a retirar su texto, sometiéndose a las órdenes llegadas de Moscú, es por
disciplina; pero también ésta traduce el hecho de que para el que mira el marxismo
como filosofía de la historia, la cuestión de las funciones respectivas del
proletariado y del partido son un asunto de mera apreciación y que, por
consiguiente, es justo aceptar la decisión de la dirección.
Robert Linhart, en su excelente libro Lénine, les Paysans, Taylor, describe los
trágicos apuros de Lenin en torno a 1920, cuando se da cuenta de que la clase
obrera politizada está ocupada por entero en tareas militares y administrativas y
que en las fábricas, en el entramado social del país, "el proletariado ha
desaparecido" y muestra cómo el mismo que decidió la Revolución de Octubre se
lanza a una verdadera mitología de los ferrocarriles que es una verdadera huida
hacia adelante y que, en realidad, se inscribe en la lógica de ese economicismo,
línea, pese a importantes divergencias, de toda la II Internacional. Y ya que, como
lo quieren Hegel y Marx, el acontecimiento trágico cuando se repite adopta un
carácter ridículo, cuán cómica aparece la gravedad que se pretende dar hoy a la
discusión: ¿hay que abandonar o no la dictadura del proletariado? ¿Quién puede
pensar que se trata de una verdadera pregunta, cuando los que discuten sobre ella
están de acuerdo en reconocer que la Unión Soviética es un país socialista, que el
P.C.F. funciona democráticamente y que la aplicación del "programa común" es un
giro decisivo en la vida de la nación francesa?
Se haría demasiado largo y estaría fuera de lugar enumerar aquí los puntos
obscuros —si no obscuros, sí tópicos— de ese marxismo. Simplemente, como
provocación, cito algunas fórmulas que siempre me han parecido inteligibles (o
falsas): "Hasta ahora los filósofos han contemplado el mundo; de lo que se trata es
de transformarlo"; "las condiciones de existencia determinan la conciencia"; "la
humanidad nunca se plantea más que los problemas que puede resolver y, visto
más de cerca, siempre comprobaremos que el problema como tal sólo se presenta
cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o al menos están en
camino de existir"; "los productos del cerebro humano en último análisis son
también productos de la naturaleza, no están en contradicción, sino en consonancia
con el conjunto de la naturaleza"...
Sin embargo la otra tendencia tiene que combatir sobre este mismo terreno
separando lo que ha sido arbitrariamente unido, oponiendo a lo ineluctable lo
irreductible, defendiendo la inteligibilidad fragmentaria contra su absorción en el
sistema doctrinal, liberando los conocimientos del imperio del Saber. Lo
interesante en esta lucha es que esta crítica y esta falta de respeto trabajan en el
interior de los conjuntos doctrinales. Sería apasionante hacer una "historia" de la
filosofía desde este punto de vista: es cierto que, por ejemplo, las dificultades que
Descartes encuentra a propósito de la unión de hecho del alma y del cuerpo
aparecerían bajo otra luz y que las obscuridades de la Crítica del juicio adoptarían
otro significado. Y veo, en disparatada procesión, a los héroes de esta otra filosofía
—que cito un poco al azar y provocativamente—: Polícrates (si es que existió y
sirvió de modelo al Calicles del Gorgias), Epicuro, Aenesidemo, Lucrecio, Sextus
Empíricus, Abelardo, Thomas Hobbes, Hume, Sade, el Kant de la Crítica de la razón
pura, el Marx de la vertiente ascendente...
¿Y el Marx militante? Es probable que fuera el Marx sabio —es decir, el que
está guiado por la idea de un orden al que hay que someterse para gobernarlo—
que se agarró a la tabla de la Asociación Internacional de Trabajadores. Dejo de
lado las desagradables maniobras contra Bakunin y sus partidarios. No considero
más que los puntos de vista políticos: en mi opinión, triunfa en ellos, de la forma
más lastimosa, la filosofía de la historia. No solamente Marx inicia el movimiento
que va a conducir a uno de los aspectos de la teoría leninista del partido que
después ha servido de aval a las malversaciones del centralismo democrático: los
intelectuales aportan el saber a la clase obrera, pero también se muestran como
devoto de la élite proletaria que "representa" la oportunidad de todos los
trabajadores y a cuyas perspectivas conviene someter todas las reivindicaciones. Y,
por consiguiente, se mantendrá ciego ante los levantamientos nacionales de los
eslavos; igual que cantará, obnubilado por el desarrollo de las fuerzas productivas,
los beneficios de la colonización británica en las Indias.
EL MATERIALISMO HOY
Por eso, les guste o no, los leo a la luz de ese otro Marx que creo haber
identificado. Insistiendo, por supuesto, en el hecho de que no forman una escuela y
que sería un disparate colocarlos en un campo unificado. La fuerza de este tipo de
investigaciones es que cada uno combate en ellas como mejor le parece, contra
quien le parece y contra lo que mejor le parece. Sin embargo ¿qué derecho me
asiste para asociarlos bajo una misma mirada? ¿Será únicamente la contigüidad
espacial que los une a Vincennes? Por supuesto que no, ya que yo estoy en
contacto, en grados muy diversos, con empresas muy diferentes: la de Félix
Guattari, naturalmente; la ejemplar de Michel Foucault; la de Claude Lefort y
Marcel Gauchet; la de Pierre y Héléne Clastres; y también la de Cornelius
Castoriadis, a pesar de su propensión enciclopédica; y también, de otra manera,
con la de Michel Serres y la de J. T. Desanti;y de otra manera, todavía, con la de
Roland Barthes y la de Jean Baudrillard; la de Gérard Mairet, la de Jacques
Ranciére y la de Robert Linhart; y con la de Jean-Marc Levy-Leblond. Y también
veo los artículos de Révoltes logiques y de otras dos revistas, aún muy ancladas en
simplificaciones del marxismo doctrinal, Hérodote y Forum-histoire...
Pues bien, creo que la razón por la que Deleuze y Guattari han elaborado
otra idea del cuerpo que les parece más pertinente es la de entrar directamente en
polémica contra esta imagen privilegiada, para oponerse, contenido a contenido, si
se me permite llamarlo así, a sus implicaciones técnicas e institucionales. El cuerpo
y sus máquinas acopladas, el cuerpo sin órgano, permiten pensar la dinámica
material y social con una intensidad distinta a la del cuerpo medicalizado de la
ciencia, el cuerpo fantasmal del análisis o el cuerpo vivido de la fenomenología.
Este punto de partida de la investigación es decisivo: su objetivo es combatir las
abstracciones depositadas por las doctrinas y su realización, la importancia
exorbitante dada a la familia y el imperio concedido al Edipo. Contra la idea del
deseo enrejado se levanta el deseo nómada que recorre el cuerpo y el socius. Se
hace posible una parodia de la filosofía de la historia, que ironice al mismo tiempo
sobre la nosografía psiquiátrica. De esta forma la materialidad cualitativa -la que
ha repudiado la distinción del alma y el cuerpo, de lo psíquico y lo biológico—
invade los sistemas, bloquea su funcionamiento, arranca sus cimientos y lanza su
rizoma sobre los terrenos demasiado bien balizados de la política. Una inteligencia
distinta —asistemática— se dibuja...
El otro ejemplo será más breve aún: el cuerpo pelicular que inaugura La
economía libidinal asegura, entre otros y de manera diferente, un valor polémico
semejante. Por su posición, son descalificados al mismo tiempo el cuerpo del
biólogo y el del economista. Uno no acaba de ver, en particular, dónde podría
situarse el vector de la necesidad en esta piel sensible que se estira y se expande sin
cesar. El mismo deseo es aligerado de toda profundidad, en el sentido geométrico:
pierde, al mismo tiempo, su bagaje psíquico. A todo lo largo del libro se ve
perseguido este fantasma de la profundidad, que está caracterizado de teoría
clásica del conocimiento (que asocia la interioridad consciente y el sujeto del saber)
y que ha invadido e infectado las concepciones más fecundas de lo que la escuela
llama la vida afectiva. En realidad lo que late tanto en Deleuze y Guattari como en
Lyotard es el deseo de acabar con el sujeto como polo, como centro: el psiquismo
sujeto, centro de las ideas, de los juicios, de los valores, y de los afectos, de los
deseos; el cuerpo sujeto, centro de las necesidades y de la fuerza de trabajo. Sin
embargo, para conseguir esto es necesario esforzarse mucho. Pues el sujeto es
como el diablillo mágico: cuando se le hunde por aquí reaparece por allá. Ahí
tienes a Althusser: ha hecho un notable esfuerzo para anular toda intervención del
sujeto individual o colectivo en el materialismo histórico; y he aquí que
reconstruye este último o, más bien, el que le considera —intelectual y miembro
del partido— como sujeto detentador del saber. Y hojea, si tienes valor, esos textos
perentorios —uno se pregunta por qué— recientemente aparecidos que descubren
al Maestro, la más reciente transformación de la gran Subjetividad, en la imagen
compuesta del doctor Lacan y del presidente Mao.
Pero este aspecto importa poco. Lo que cuenta es que estas investigaciones
diversas sobre las que me apoyo tienen en común que —sea cual sea la forma de
inteligibilidad que cada una requiera y sea cual sea la "explicación" que cada cual
proponga o busque— el objeto considerado es siempre una práctica —es necesario
decir que social— determinada y que el análisis de esta práctica se realiza a partir
de sus inscripciones materiales e institucionales, y de las justificaciones discursivas
que le vienen dadas. Cuando Michel Foucault estudia la historia de la locura en la
época clásica, su exploración articula las ideas sobre la locura, las rupturas y los
desplazamientos en las configuraciones ideales que se producen al respecto, pero
también los tratos que se infligen a los cuerpos y los edificios que utilizan las
técnicas de custodia y evicción de los alienados. Cuando Pierre Clastres se
interroga sobre la necesidad del Estado, no dispone de otro juez que la
comparación efectuada entre dos tipos de sociedad tomados en su materialidad
cotidiana. En su postfacio al Discours de la servitude volontaire, Claude Lefort
procede de tal manera que la pregunta decisiva: ¿por qué obedecemos? nunca se
hace de manera abstracta, como problema especulativo, sino que siempre es
concreta, en el sentido de que concierne a cada uno, en su ser singular y en su
estatuto histórico propio. El ejemplo de un libro de Pierre Bordieu —al que he
olvidado nombrar entre mis aficiones— es significativo: Teoría de la práctica
comprende dos partes: la primera está integrada por artículos etnológicos
elaborados "sobre el terreno", pero que dejan ver ya unas consecuencias teóricas
originales sobre los modelos de relaciones de parentesco; la segunda es
propiamente teórica y establece los principios de la "praxeología". Hay que
confesar que esta segunda parte es diabólicamente abstracta y, después de todo, de
un interés reducido...
Creo que no hay nada más que decir sobre esta trivialidad. En cuanto al
hecho de que me haya casado tres veces no requiere explicaciones mucho más
complicadas. Hay que decir al respecto —no para acceder a una confesión, que
sería como una especie de justificación para curarme en salud— que mi silencio
acerca de las mujeres que he amado (y que amo), de las que he sido (y soy) marido
y algunas otras, muy raras, es deliberado. Los amores que he tenido con su
plenitud y con sus dramas, han influido mucho; quiero decir que me han afectado
profundamente, que los placeres y los deseos sensuales —todos esos verbos que
empleo en pasado se entienden también en presente— me han sacudido,
embelesado, destruido, rejuvenecido, envejecido, que esto ha sido no solamente
una parte muy grande de mi existencia, sino también toda mi existencia, ya que
todo lo que en ella se ha producido depende de esto más o menos intensamente,
más o menos directamente. En resumen, en este aspecto soy como muchos. Esta
constatación implica que las mujeres que fueron las protagonistas de estos amores
influyeron sobre el individuo Chátelet, y no solamente en cuanto a los "accidentes".
Habría debido hablar de ello, precisamente, cuando conté mi "carrera", mis
refriegas políticas, mis investigaciones, para determinar cuándo, por qué, de qué
manera, mediante qué incitaciones o qué limitaciones actuaron ellas. No lo he
hecho. De todas las razones que se me ocurren, sólo hay una que sea decisiva: la
dimensión moralizante y policial de esta sociedad. La más mínima "información"
concerniente al drama afectivo desencadena un mecanismo de indagaciones y
cábalas cuya finalidad es la de sacar a la luz responsabilidades y culpabilidades,
juzgar a personas, sus vicios y sus virtudes, condenarlas o absolverlas. Cualquier
relato que pudiéramos hacer en este ámbito es asumido enseguida por un tribunal
charlatán y pletórico que analiza las confesiones, ojea los indicios y que, al mismo
tiempo, juzga sumarialmente y como presidente del tribunal, imparte el castigo, las
circunstancias atenuantes o la absolución. Esta frase tantas veces oída, "él (o ella)
le(a) ha hecho muy desdichado(a)", que se presenta como un juicio de hecho, es
dañina y envidiosa. Y lo que presupone de odio y resentimiento la hace para mí
odiosa...
Así pues, una buena parte del Chátelet "privado" está tachada. Aunque no
creo que hubiese aportado nada interesante. Sobre lo que llamamos la vida
cotidiana no veo nada que pueda llamar la atención. Excepto un par de tardes que
enseño —en Vincennes, en la Sorbona y en la Politécnica (cuando llega la
primavera)— el resto permanezco "en casa": limito todo lo que puedo las salidas.
La idea del desplazamiento —sobre todo si es inesperado— me resulta muy
desagradable. Antes que "hacer horas de despacho" prefiero recibir a los
estudiantes en mi casa: pierdo más tiempo, pero gano en tranquilidad de espíritu.
Las mismas salidas las arreglo casi siempre de forma que encajen en mi espacio: la
proyección de un film —sí, pero cuando éste tiene que ver con mis amistades o con
mis preocupaciones: sumergido por la abundancia de la producción, muchas veces
decepcionado, he acabado por adoptar este principio de selección completamente
subjetivo—; de vez en cuando la Ópera —que, como muchos parisienses, sólo
descubrí hace algunos años—; muy raramente el teatro —con el que mantengo
unas relaciones inexplicablemente difíciles—; jamás un concierto —sin duda
porque me da la sensación de que los melómanos pertenecen a la raza insoportable
de los devotos—; sobre todo las reuniones con nuestros amigos —disfrutes
culinarios y retóricos sin otra necesidad ni objeto que el de compartir sabores y
palabras, tejer y destejer la trama de las conversaciones, recuperar la serena
felicidad de los niños cuando se distribuyen los papeles: "tú serás... y yo seré..." y,
como ellos, no pensar en nada más-. Estas reuniones crean unos espacios en los
que me siento como en mi propia casa, donde me reeencuentro y donde mis
posturas y mis gestos me resultan familiares: la sala bañada por el sol y con un
fondo de zumbido de abejas donde cortamos la carne roja con cuchillos muy
puntiagudos, el apartamento sombrío y clásico donde vuelvo a encontrar los
muebles y las chucherías de mi infancia, una habitación muy grande, dividida por
una gigantesca cota de mallas alta y blanca, tan alta y tan blanca que corremos a
refugiarnos en la cocina que huele divinamente a picatostes para la sopa, la
escalera traicionera y soberbia de una extraña mansión absolutamente apacible,
edificada a golpes de billetes en los confines de las regiones del Sena y Picardía, el
jardín demasiado verde, demasiado bien arreglado de la puerta de Gentilly, tan
sosegado que los ruidos de la ciudad caen sobre él como amortiguados, el salón
confortable en que tras varios ensayos infructuosos sobre mullidos sillones, sé que
me traerán el único asiento un poco duro que me va bien y la taza de café muy
negro que espero, la escena de ópera barroca que se viene abajo, la música que se
expande sobre la fresca pradera, el ascensor tan inconfortable y tan chirriante que
nadie se arriesgaría si la recompensa no fuese el disparatado esplendor de un
cuscús. Y la otra casa por excelencia, la que queda de espaldas al mar, donde
decenas de años de paciencia y cuidados han creado un espacio alveolar que
permite que cada uno se ocupe de lo que quiera entre el tintineo lejano de los
preparativos de la comida y los cuchicheos de los niños tramando una diversión. Y
esta habitación que jamás volveré a ver, adosada a la colina crujiente, inundada de
luna...
Sin embargo, por herniosos que sean estos momentos, no dejan de estar
separados por un doble trayecto: el de ida y el de vuelta. Ya sea superstición o
prejuicio, tengo la sensación de que lo mejor en la amistad, en el amor o como
escritor sólo puede ocurrir en el lugar en que vivo, donde he podido dejar mis
marcas, trazar mis senderos, armonizar mis paisajes, disponer mis instrumentos,
donde puedo dar rienda suelta a mis estados de ánimo, donde puedo sentir
plenamente la materialidad de las palabras, de las frases de los textos, de las
sensaciones y de los movimientos. Te aseguro que en este apego a "mi" terreno no
hay ninguna preocupación estratégica, ninguna decisión de dominar un campo de
batalla. Dejando a un lado el hecho de que, en mi opinión, hoy día abusamos de las
metáforas militares de todas clases como si proporcionaran por sí mismas un
principio de inteligencia en los dominios más diversos, no veo en este asunto
ningún combate. Me han dicho con frecuencia que me comporto como los gatos,
que no están a gusto más que en sus tapias. Y es cierto que para mí la intensidad, la
voluptuosidad, el bienestar que resultan de una clara visión de las cosas van
ligados a la familiaridad. Paso la mayor parte de mi tiempo en casa: durante el día,
despacho el correo y los asuntos administrativos de Vincennes, respondo al
teléfono —no insistiré sobre esta horrible máquina de tortura, sobre la agresión
permanente y vil que constituye: ¡escribid, por Dios!— intento echarme una
pequeña siesta, veo a estudiantes, trabajo con amigos, hojeo los libros que he
recibido, escucho música, juego con mi hijo (jugando o ayudándole a hacer los
deberes del día siguiente), doy una vuelta por el barrio por el gusto de comprar
algo para la cena. Noélle y yo celebramos esta comida, la única en todo el día en
que estamos los tres, respetando un cierto ritual de la buena mesa: es la ocasión
para charlar y, sobre todo, para que Antoine haga las preguntas metafísicas
características de sus nueve años. El trabajo —quiero decir la escritura, la puesta a
punto de los textos "serios", la lectura de los libros de interés— no comienza sino
bastante después de la cena —hacia las once— y hasta muy avanzada la noche; la
casa "duerme": yo estoy en su centro, velo rodeado por la solitaria mancha de luz
de mi lámpara de despacho, escribo. Y a menudo vuelvo a poner, muy baja, la
música...