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Enrique Ocaña
PRE-TEXTOS
j - Q o r qué tentar un ensayo sobre el dolor? ¿Acaso la vida
G X misma no nos ilustra con suma elocuencia? Sí, cada cual
sabe por propia experiencia, pues el tiempo trabaja secreta
mente en su oficio de ilustración aciaga. Su escuela es fuente
de perplejidades; abre aulas donde se aprende cuán ininteligi
ble es el dolor, cuán lejos mora de nuestras certezas más fami
liares o qué menesteroso es nuestro verbo para mentar siquie
ra aquello que trueca la voz en interjección o silencio.
El dolor es un severo maestro que a todos acaba exami
nando sus entrañas. Extrañamiento ilustrador, sufrir no siem
pre nos enriquece o fortalece, sino que a veces, muchas ve
ces, tan sólo nos hace sentir vulnerables. No es raro que un
gran dolor torne niño al docto o derribe con un soplo edifi
cantes castillos de naipes. No obstante, esa cruda pedagogía,
insensible a nuestra fragilidad, también enseña hasta dónde lle
ga la reciedumbre humana, cuánto puede el buen ánimo. Se
replicará: ¡flaco consuelo! Mas si este libro no pretende conso-
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lar, menos aún se propone desanimar. Saber soportar el mal,
saber sufrir es quizás más vital que acumular abstrusos sabe
res sobre el sufrimiento. En los surcos labrados sobre un rostro
están cifrados cuantos tratados puedan escribirse sobre el dolor
humano y divino.
«Dionos Dios una vida sola y tantas muertes.» Si las pala
bras de Quevedo convienen también al dolor, entonces parece
aconsejable matizar el título de este ensayo; su sencillez
podría sugerir un objeto simple e invariable y no una muche
dumbre renuente a ser unificada o identificada bajo un solo
concepto. Nada contraría más al principio de identidad que la
experiencia del dolor. Nunca una realidad ha sido tan refracta
ria a ser expresada sin distorsión en el lenguaje humano. Por
otra parte, ¿qué tienen en común el duelo por un ser fallecido
con una jaqueca? ¿El mal de amores con una artritis? ¿Cómo
reunir el sufrimiento de un penitente cristiano con el dolor de
un ateo hospitalizado?
En tanto que es, el dolor se dice y se padece de muy diver
sas maneras, y esas diversas formas de sufrir su ser no son aje
nas a los esfuerzos culturales por interpretarlo. ¿Acaso nuestra
necesidad de sentido no se ve aguijoneada por padecimientos
y desazones? Y viceversa, ¿no están nuestros sufrimientos mar
cados e incluso acentuados por señas culturales? Cesare Pavese
anotó en sus diarios que aceptar el dolor significa conocer una
alquimia para transmutar el fango en oro, la maldición en pri
vilegio. La historia de Occidente aporta una crónica de esas
transmutaciones. Desde el dolor visionario hasta el dolor re
dentor, el sufrimiento deviene sabiduría o salvación. El animal
torturado por ignotas saetas se trocó espíritu sufriente, capaz
de reflexionar sobre su mal. Los males del cuerpo tornáronse
trabajos del alma. Acaso la transmutación o sublimación más
cercana a la piedra filosofal sea la que hizo del dolor senda in
terna hacia la verdad.
Las más variadas culturas han experimentado el dolor
como un fenómeno que exigía tanto una curación como una
interpretación. Cuando el animal humano no pudo mitigar sus
males con la botica natural conocida se vio obligado a fabular
sublimes alquimias interiores. Sólo así fue posible soportar lo
insufrible. Desde la expulsión del Edén, hombres y mujeres tra
bajan para descifrar los jeroglíficos del dolor. Mas no cabe ol
vidar que in terpretar es una actividad humana capaz de en
gendrar tanto alivio como tormento. Entre los instrumentos más
ancestrales de tortura figura la «metafísica del verdugo». Los
consuelos ofrecidos a Job por el coro de falsos amigos semejan
por ello escalpelos o potros de suplicio: en vez de remediar el
mal hurgan en las llagas.
Este ensayo versa sobre diversas interpretaciones del do
lor e intenta ofrecer algunas claves desde las cuales mostrar
mejor nuestras heridas; y apunta también hacia unos clavos
que hieren tan de veras que hasta se nos va el santo al cielo.
Tales heridas, las de verdad, las que nos arrancan blasfemias
del pecho, tan sólo son padecidas por vivientes concretos,
nunca por abstracciones como la «modernidad» o la «humani
dad»: llagas arduas de sublimar, males que hacen añorar el
vientre materno o maldecir el mundo que las inflige o con
siente.
Intentando asir al toro por los cuernos, iniciamos nuestra
andadura con una meditación sobre la naturaleza del dolor.
Mas cabe preguntarse con razón: ¿no son sus cornadas lo
intangible e inasible por excelencia? Un fenómeno tan esen
cial en nuestra vida parece falto de esencia expresable o visi
ble, razón por la cual se nos antoja problemática la indicación
de «ir a la cosa misma». Pues más fácil es que el dolor venga a
sacudir nuestra mismidad -abismándonos en nuestro cuer
po, quebrando el habla y el pensamiento y, por ende, aleján
donos del mundo- que la inteligencia logre siquiera acercarse
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a sus aledaños. Sin embargo, una vez mitigado el sufrimien
to, cabe una aproximación reflexiva a sus interpretaciones.
Ese comienzo demanda al mismo tiempo distanciamiento y
acercamiento como corresponde a una realidad que sólo es
tal en cuanto interpretada y sentida. ¿Qué hizo exclamar a
Job: «Sólo él siente los dolores de su carne»? ¿Por qué el dolor
es el gran olvidado? ¿Acaso debido a una amnesia metafísica
o a una negligencia humana? ¿Cómo pudo llegar a convertirse
en corona de espinas de la razón occidental? ¿Qué vericuetos
condujeron a la pregunta por el sentido del sufrimiento? ¿Cuá
les fueron las vías de salvación propuestas no tanto para eli
minar el mal físico cuanto para aliviar el mal del sinsentido?
He ahí algunas de las cuestiones abordadas en la introduc
ción.
Atenta tanto a su fenomenología interna como a sus con
textos sociales o culturales, la segunda parte del ensayo pre
senta una historia del dolor moderno. Aunque sus fuentes
son sobre todo filosóficas, no olvida referencias pictóricas y
literarias. A la zaga del arte, la especulación filosófica sólo lle
garía a desesperar de su empeño por integrar el mal en un
todo pleno de sentido a través de una extrema experiencia de
dolor. Pues la inadvertencia de la gravedad del sufrimiento no
procedería tanto de una omisión cuanto de una desmedida
ambición como es el querer reducir la insalvable heterogenei
dad existente entre lo real y lo racional. Que la crónica negra
de la historia se entreteje con hilos de locura: he ahí el duro
hueso de roer para una razón que pretendió elaborar el
duelo histórico de Occidente, elevar el trabajo de lo negativo
a labor de la conciencia filosófica.
Se diría que pensar el dolor no puede traer deleite alguno.
En todo caso, no es necesario que el placer de la lectura se
torne en via crucis. No se esperen tampoco exhortaciones a
hacer plañir la razón. Este libro -p o r el que desfilan figuras
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como Dioniso, Adonis, Laocoonte, Job o Cristo- se muestra
atento tanto al llanto y al duelo como a la orgía y a la ebriedad.
Incluso sus voces más luctuosas guardan fidelidad al placer
de vivir. Ese es el sentido vital de la piedad. A quien leyere es
tas páginas le aguarda un epílogo donde se retoma el hilo de
estas digresiones para anudarlo con una meditación final so
bre la alegría.
Sí, lector o lectora, incontables son las escrituras de dolor
o alegría que se inscribieron sucesivamente en este palimp
sesto. Tan sólo esperan ser leídas. A tu juicio dejamos que
pueda decirse de ellas lo mismo que De Quincey aseveró so
bre nuestros recuerdos: «No están muertos sino dormidos».
SOBRE LA ALEGRÍA
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Himno a Zeus de su Agam enón. Al pensar el dolor y la muerte
sobre el trasfondo de la nada, el pensador trágico confió en la
posibilidad de salvar al mortal del eterno retomo del mal ape
lando al verdadero sentido¡ El saber que, salva es aquel cuya
verdad és JjRSdter para anodinar el dolor que sobrecoge el añi
dió y turba la previsión. ,*Si Prometeo soporta su tormento es
porque prevé que su dolor no retomará sin fin, pues, como le
ha comunicado el oráculo, su encadenamiento está destinado a
resolverse por mediación de Heracles. Sobre la polis rige un or
den cósmico que proporciona garantías ulteriores -garantías de
verdad—y al que debe ajustarse la visión y la conducta del vi
viente. La posible oposición entre experiencia trágica y expe
riencia judeocristiana presupone un esquema común que here
daría la metafísica occidental: el saber fundado en la verdad, la
verdadera previsión proporciona poder y salvación.1
A la luz de esta interpretación, la contraposición inicial en
tre Esquilo y Antifonte adquiere un nuevo matiz. Pertenecien
tes a una misma tradición, ambos ofrecen dos claves para com
prender el devenir del dolor occidental antes incluso de su
cristianización. El mal debe ser despedido del ánimo con ver
dad, advierte el pensador trágico, Mas esa verdad, esa ley, en
virtud de la cual el viviente aprende, incluso sin su asenti
miento, a aceptar la parte de m oira, la lote que le ha tocado
en suerte en cuanto mortal, cuya sabia proporción no debe
sobrepasar con su desmesura, pierde su fundamento incontro
vertible con la técnica. Esa verdad, esa ley no arraigan en la
naturaleza perenne de las cosas. La plegaria de Glauco logra
su efecto como un encantamiento mágico que encuentra res
puesta en el orden divino, Dice Homero en La Itíada: "Apolo
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hizo cesar el dolor de inmediato». En la tragedia esquileana, el
alivio del dolor parece integrarse en un orden de verdad. Co
mo portador del gobierno del mundo, Zeus se distingue de las
ancestrales potencias telúricas, ciegas e irracionales, por ser ca
paz de «aúvrjcyiq».2 A esa comprensión apela la desdichada lo.
El conflicto trágico puede resolverse puesto que Zeus, a dife
rencia de Urano, tiene la capacidad de pensar y aprender me
diante la experiencia del dolor, sin por ello asumir la imagen
de una providencia moral: «La Justicia se inclina hacia aquellos
que sufren y la comprensión les trae», recita el coro de Agame
nón.3 Con la teyvq akúmax; de Antifonte la comprensión actúa
de forma harto distinta. Reducida a técnica, la ley, la pala
bra divina, deviene discurso consciente y la previsión se torna
en poder capaz de erradicar el mal sin la necesaria mediación
de lo sacro.
Sin embargo, el viaje por el texto del dolor occidental tie
ne su puerto de partida en un enclave anterior a la tragedia o a
la sofística, en esa frontera extrema donde el logos olímpico
comienza a imponer su señorío sobre las potencias elementa
les. ¿No es el viaje cantado por Homero una odisea de dolor? El
nombre de su héroe, Odiseo, conviene tanto a su fama de as
tuto como de sufridor: recuerda fonéticamente al sustantivo
griego para indicar dolor Cñ óSí^/ívtx;). ¿Quién osaría decir de
Odiseo que es un personaje a n o d in o ? El mañoso marino no
sólo es el pirata saqueador de ciudades, el taimado tramposo
que Sófocles escenificará pérfido e impío frente al Filoctetes
doliente sino también el hombre del dolor, endurecido a lo lar
go de una progresiva iniciación a la vida.4 No es accidental
- Cf. Gilbert Murray, Esquilo, Espasa Calpe, Madrid, 1954, pp. 84-105.
3 Esquilo, «Agamenón» en Tragedias completas, Cátedra, Madrid, p. 239.
4 Cf. George E, Dimock, The Unity o fth e Odyssey, University oí'Massáchu-
setts, 1989, especialmente el capítulo «The Man of Pain».
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que recibiera nombre e identidad -felizmente cancelados bajo
el «Nadie» de la escena del Cíclope- en una ocasión dolorosa, a
propósito de una herida sufrida de joven en la caza del gran
jabalí. Esa vieja cicatriz se convertirá en el signo gracias al cual
la vieja aya Euriclea reconocerá a su señor, disfrazado de men-
digo, oculto, en su propia morada, entre los pretendientes de
Penélope. Cifra de madurez del yo, rúbrica dolorosa de su
identidad, esa herida habla tanto del pasado cuanto del destino
de Odiseo: sólo gracias al sufrimiento dejó de ser un mucha
cho, aún bajo faldas de madre y aya, para devenir varón cons
ciente de su hombría y poder. Incluso cuando Euriclea le
reconozca al acariciar el costurón de su rodilla, Odiseo, ama
mantado siendo niño por esa buena anciana, no responderá
sensiblero sino que —sujetando su aflicción—le amenazará de
muerte si no guarda silencio. Disciplinar sentimientos y afec
tos para limitar el dominio del principio del placer favorece la
supervivencia: como diría Freud, el primer deber del viviente es
soportar la realidad. Tras haber superado tal prueba iniciática
en su niñez, con su cicatriz como secreta identidad, Odiseo
puede afrontar el viaje de dolor y de renuncias que le aguarda:
el canto de las Sirenas, prometedor de goces indolentes, la per
petua siesta lotófaga y la feliz regresión inducida por Circe con
«perniciosas drogas, inductoras de olvido». Caronte exige su
óbolo de dolor, pero aún más doloroso es el tributo reclamado
al viviente sobre la tierra para que madure su autoconciencia,
lejos todavía de las aguas de Leteo.
Horkheimer y Adorno vieron en La O disea la prehistoria
de la subjetividad moderna cuya astucia, apoyada por el Olim
po patriarcal, se enfrenta a las potencias telúricas. Su viaje es la
gran crónica civilizatoria donde va fraguándose la racionalidad '
occidental: renuncia al placer, práctica sagaz del cálculo ins
trumental en lucha contra la naturaleza, alejamiento del mun
do matriarcal y progresiva desmitificación de estadios pre-
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neolíticos. Esta genealogía anacrónica de la Ilustración tiene el
mérito de desvelar un rasgo característico de la conciencia mo
derna del dolor: la felicidad implica verdad, es esencialmente
resultado. Se desarrolla, sugiere Adorno, a partir del dolor su
perado. Mas al proscribir la bondad del placer, la utopía del
progreso se transforma en poder ascético.5 Para superar las an
tinomias entre racionalismo puritano y hedonismo relativista,
la teoría crítica postuló un vínculo dialéctico entre verdad y
felicidad: la dicha verdadera tiende intencionalmente hacia la
realización de las posibilidades subjetivas y objetivas de la hu
manidad. Madurar, formar una conciencia autónoma entraña
dolor, mas llegar a tal mayoría de edad no equivale a execrar el
goce, sino más bien a superar la falta de verdad y de libertad
que padecen en un estadio histórico concreto tanto necesida
des como medios de satisfacción.6
Apremiando al sujeto para que asumiese su deuda vital, el
fiscal ilustrado de la autoconciencia se horrorizó ante la ex
pectativa de retornos a úteros somnolientos, cabe umbrales de
vida placentaria. Devenido adulto, el embrión sueña regre
siones a estadios pre-históricos sin memoria alguna de su iden
tidad o linaje, sin sufrir o trabajar para malvivir: amnésico
paraíso o yacija ociosa, vida lotófaga o hechizada. Condicio
nada por una crónica no exenta de penalidades, y acaso
también por una sociedad cuyas metas no parecían compati
bles a corto plazo con el gozo, la modernidad juzgó necesario
que el sujeto escribiera su biografía desde la experiencia del
dolor -com o despertador de la conciencia, la eticídad o la
251
o
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se goce en un placer simple, la modernidad absolutiza la em
presa del movimiento, desterrando al museo de las ideas la con
cepción aristotélica de una actividad placentera en la inmovili
dad, inherente a la vida divina. Hegel representa el último
intento grandioso por preservar la unidad de ambas formas de
actividad: «Lo verdadero es de este modo el delirio báquico
donde ningún miembro se hurta a la ebriedad, y puesto que
cada miembro, al escindirse, se disuelve inmediatamente, este
delirio es al mismo tiempo, el sosiego traslúcido y simple».
Cuando Kant intentó justificar la necesaria convivencia del
dolor con el placer, recurrió a dos argumentos: uno de na
turaleza libertina, y otro que podría concebirse como lapsus
de la razón. Gracias a pequeñas represiones de la fuerza vital
con expansiones de ésta mezcladas entre las primeras, nos ilus
tra Kant, cabe prolongar el placer. Hasta ahí todo está sometido
a una norma de equilibrio. Mas ¿qué ocurriría, se pregunta, si
no existiera el contrapeso negativo?, ¿a dónde nos descarriaría
«uña continua expansión de la fuerza vital» sin el torvo vigilan
te del dolor? A una muerte de gozo, responde el filósofo.
Para evitar la cautela kantiana, Hegel aludió a la experien
cia del dolor: la contradicción sentida empuja al viviente más
allá de sus fronteras. Las extralimitaciónes metafísicas serían ci
catrices del entendimiento que reflexiona. Pero, parece suge
rir Kant, inconsciente del alcance de su experimento mental,
¿por qué no recurrir al goce o al éxtasis? Pues ese morirse de
gozo entraña un desafío aún mayor para cualquier muro que
quiera contener la libertad del viviente. No, Kant no avanzó
mucho por este perverso sendero de los sentidos. Reconoció,
sí, que el dolor despierta la autoconciencia e incluso evita la
apoplejía de la vida física e intelectual. Aguijoneándonos, el
afán nos salva de la pereza innata. Sin embargo, reuniendo on-
tología de la modernidad y prudencia griega frente a la des
mesura, Kant pensó la esencia oculta del deseo como una ac-
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tividad desaforada: al aspirar hacia lo ilimitado, el principio de
placer trasciende fronteras prescritas al viviente hasta alcanzar
el umbral de la «pequeña muerte», como también se denomi
na al orgasmo. No en vano el filósofo alemán interpretó el es
tertor -voz postrera de una vida a punto de exceder o despe
dirse de su linde- como «una dulce sensación de paulatino
librarse de todo dolor».
Abandonada a su libre juego, sin el censor del entendi
miento, la imaginación kantiana no conoce límites. No sólo se
asevera que el dolor nos salva de la indolencia, sino que -¿gra
cias a Dios?—nos cura la pulsión orgánica a morir de placer. Así
como el goce sugiere espejismos de vana eternidad con su ten
dencia a una expansión sin fin, el dolor habla al cuerpo vivien
te de su finitud, de su mortalidad, del lindero irrebasable que
todo adulto razonable debería respetar. Como arcángel de faz
severa el dolor custodia todo empeño por retornar expeditiva
mente al paraíso sin haber completado el curriculum vitae en la
escuela de la ilustración. El filósofo vigila todo sueño regresivo
o libertino que no haya cotizado su deuda con el trabajo de la
razón.
Por devolver al espíritu cuerpo y pasiones, Schopenhauer
se tomó tan en serio la esencia del dolor que no logró encontrar
más íemedio que la paz eterna de la nada. No renunció a la lu
cidez del sufrimiento, mas tampoco se dejó deslumbrar por du
dosas sublimaciones: cuando se percibe la naturaleza despiada
da del dolor en hospitales, campos de batalla y cámaras de
tortura, la fortaleza del sujeto se templa en la compasión. Scho
penhauer opuso al poder racionalizador del espíritu la sinrazón
última del mal: los fines que la conciencia ilustrada proyecta
sobre el dolor como motor ideológico ocultan un pozo ciego.
Racionalizar un mundo organizado cual p en al colony o una his
toria cuyo horror supera a la excursión de Dante por los círculos
del infierno sería la mayor impiedad que pueda cometerse con-
254
g el viviente. Amarga burla y escarnio es predicar en esas
uaciones que el dolor es un privilegio, y no más bien una
..íaldición; mal que arraiga en una Erís originaria que empuja a
I todo ser a afirmar con vehemencia su voluntad sobre cualquier
Iptro viviente, tan sólo por imponer su Idea y ganarse un poco
f p e espacio y tiempo para prolongar su mísera irrealidad. El prin
go según el cual la concesión de sentido permite sobrevivir8
m m fS ha transformado en ocultamiento del eterno retomo de esa
Bimaña agazapada, herida e hiriente, que es la vida.
i El afán por transformar el dolor en motor superador de
cualquier indolencia, por tornar el sufrimiento piedra de toque
f e la libertad o del poder, tiende a olvidar un hecho bioló-
u c o básico. Como sugirió Darwin con gran sentido común,
p l sufrimiento de cualquier clase, si es crónico, provoca de-
E jre s ió n y disminuye el poder de la acción; por el contrario,
las sensaciones placenteras pueden prolongarse sin producir
efectos depresivos, Gracias al placer es posible estimular «todo
£ el sistema para aumentar la acción». Oponiéndose a la con-
fe e p c ió n del mundo como valle de lágrimas y al pesimismo
í germánico, el vastago del próspero Imperio británico senten-
; ció: -En consecuencia, todos los seres sensibles se han desa-
Slrrollado de esa forma mediante la selección natural, sirvién-
feloles de guía habitual las sensaciones placenteras».9
■
llamados por Spinoza “regocijo-, una suerte de alegría sin duda referida al
cuerpo pero de tal modo que «todas sus partes conservan la misma relación
de reposo y movimiento entre sí». Aunque el sufrimiento no sea nunca bueno
en sí mismo, pues disminuye nuestra potencia de obrar o desear, «podemos
concebir un dolor cal que pueda reprimir el placer, para que éste no tenga
exceso, y provocar en esa medida que el cuerpo no se vuelva menos apto,
y por tanto, en esa medida será bueno». Bam ch de Spinoza, É tica IV,
prop XLn-XLIII.
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placer, conduciendo ora a la anulación metafísica o teológica
de la dicha, ora al ocultamiento del mal tras la tramoya del
bienestar.
257
la autoeonciencia en el absoluto antaño inconsciente. En las
fiestas de Adonis, dice Hegel, el ser humano siente su propia
subjetividad en el dolor, debe y puede conocerse a sí mismo en
el sufrimiento. El dolor nos debería ilustrar, según Schopen-
hauer, sobre la recóndita esencia del mundo, desbrozando el
camino para un conocimiento metafísico o negador de la mis
ma cizaña vital. Además de repartir rangos, el dolor nietzschea-
no confiere acceso a verdades dionisíacas insoportables para
el «rebaño» o para el «último hombre». Como colofón a esta his
toria, el dolor tan sólo nos recuerda que sufrimos amnesia o
se presenta cual negativo de la no-verdad social: he ahí los
senderos de Heidegger y Adorno. Sí el cristianismo escrutaba
las llagas como síntoma de una culpa, la dialéctica negativa
descifra las heridas del sujeto estético como negativo de la ver
dad” mientras la ontología heideggeriana interpreta el dolor
como diferencia ontológica, como umbral misterioso de lo ver
dadero, inaccesible tanto a la metafísica cuanto a la técnica.
Cuando el dolor físico ya no permite una relación ar
moniosa con el cuerpo y su entorno, acuden en auxilio del
sufriente los sistemas simbólicos de su propia cultura, entre
ellos, cuando fue dominante, la creencia mágica o la fe reli
giosa. Ciertas comentes del occidente cristiano sublimaron la
experiencia ancestral del dolor visionario convirtiéndola en
vía de conocimiento redentor: sólo mediante el tormento se
haría posible una epifanía de lo sagrado o lo verdadero, pre
supuesto inconcebible para un filósofo griego. Para Platón
el placer verdadero desempeña un función eminentemente
cognitiva: revela el ser como fuente de gozo, como objeto de
fruición contemplativa. Incluso para Tomás de Aquino la con-1
258
templación de lo divino excluye el dolor: Cristo sufrió de veras
por su relación con las potencias inferiores del alma y del cuer
po, pero, cual sabio griego, su razón superior o entendimiento
especulativo deleitábase en la visión de lo divino. De ese
objeto contemplativo, afirma el escolástico remitiéndose a Aris
tóteles, «no podía venir dolor alguno, sino deleitación y gozo».
También Spinoza ofrece un ejemplo de relación entre verdad,
conocimiento y regocijo; pasiones tristes como el dolor o la
melancolía deprimen tanto la capacidad de obrar cuanto la po
tencia cognoscitiva del cuerpo y del ánimo. Por el contrario,
afectos como la alegría suponen una mayor perfección del
alma para acceder a la verdadera esencia de las cosas. El sa
bio que adquiere conciencia de sí mismo y de lo divino no
sufre ni padece dolor, más bien «pasa a la suprema perfección
humana, y, por consiguiente, resulta afectado por una alegría
suprema». Sentir contradicciones, padecer dolor no engendra
autoconciencia, sino que acercarse a la verdad es puro con
tento con el orden impersonal y eterno de las esencias.
Conceder voz al sufrimiento supondría para Spinoza rendirse
a la servidumbre y a la ignorancia.
En cuanto «tecnología del yo», la práctica ascética de endu
recimiento pudo facilitar al sujeto filosófico antiguo una trans
formación tal de su ser necesaria para acercarse a la verdad.12
Pero que el dolor en cuanto tal albergue la capacidad privile
giada de convocar experiencias prelógicas, experiencias de
«verdades» inefables no es una idea imputable al bios theoreti-
kos o a la vita contem plativa. Si cierto chamanismo hizo uso
del dolor como técnica para adquirir poderes carismáticos o
visionarios, en la tradición filosófica clásica la tortura no fue
259
condición necesaria, más bien estorbo, tanto para la visión grie
ga de la verdad como para la contemplación de lo divino. In
cluso en la tradición mística la mortificación interna es sólo vía
purgativa para transitar desde la meditación sobre la Pasión
hasta la amorosa revelación y unión con el Esposo divino.
Como recuerda Miguel de Molinos en su G uía espiritu al, el
mismo Ignacio de Loyola recomendaba moderar las peniten
cias corporales una vez el alma se había elevado a la vía ilu
minativa e unitiva.1314
Sin embargo, un estudio psicológico de los años cuarenta
aún interpretaba el sufrimiento como estado necesario para ac
ceder a ,1a verdad: «En la oscuridad del dolor, el hombre está
solo con su desgarramiento interior, en discordia con su cuerpo
doloroso. Sólo entonces descubre una nueva realidad: el Ser».1,1
Miguel de Unamuno señaló con más belleza ese poder revela
dor del sufrimiento: «El dolor, que es un deshacimiento, nos
hace descubrir nuestras entrañas, y en el deshacimiento supre
mo, el de la muerte, llegaremos por el dolor del anonada
miento a las entrañas de nuestras entrañas temporales, a Dios,
a quien en la congoja espiritual respiramos y aprendemos a
amar».15 Mas -si se nos permite cierta ingenuidad metafísica-
¿por qué ha de privilegiarse el dolor para comulgar con lo di
vino? ¿Acaso no se nos ha regalado el orgasmo, esa pasión
260
donde dos organismos se abrazan en un cuerpo gozoso? Es
cierto que padecimiento y deleite se desposan intimamente en
el rapto o deliquio místicos. Quizás en su origen exclusiva
mente animal, antes de su hominización, la coyunda fuera más
dolorosa que placentera. Su posterior socialización tampoco
fue siempre gratificante. No parece, sin embargo, que ator
mentara tanto como para poner en peligro la orden bíblica de
crecer y multiplicarse. Ni siquiera en los antros más inferna
les de la historia, como sugirió Celine con cierto cinismo, el
sufrimiento ha logrado imponerse sobre el placer de las copu
laciones.
Que el dolor siempre es más hondo que sus interpretacio
nes no invalida que poderosas interpretaciones engendren nue
vas cualidades del dolor, incluso especies inéditas. Un perso
naje de Sade, un monje libertino, veía en el dolor la sensación
más cierta de la máquina corporal, a diferencia del placer
que -añade- tantas veces finge sentir la mujer mas pocas veces
experimenta. Sade ofreció la transvaloración más radical del
dolor redentor ai par que anticipó el lado perverso de la inci
piente medicina científica. En las vivisecciones anatómicas o
en las torturas sexuales de sus libertinos, llevadas a cabo con
esmero cirujano, el sufrimiento sólo muestra una verdad, la úni
ca verdad: la realidad secular del organismo. Desvinculado de
su contexto religioso o sacrilegamente invertido en el anti-caí-
vario libertino, el sufrimiento remite con nueva certeza metafí
sica al único sujeto, al cuerpo.
Sin duda esa nueva verdad le parecería a Heidegger el
ejemplo más monstruoso de ocultamiento tanto de la esencia
del placer como del sufrimiento. El filósofo de Friburgo con
templó el dolor como un ser arrojado al mundo que -con toda
su angustia- nos concede el privilegio de habitar en la cercanía
de lo verdadero. El sufrimiento no sería ocasión para trascender
la tierra, sino para habitarla con autenticidad. Tras haber afir-
261
mado en los años treinta que la angustia no es incompatible
con la alegría, y sentenciar como núcleo existencial del D asein
su ser vocado a la muerte, Heidegger terminó sublimando on-
tológicamente en los años cincuenta la experiencia del dolor
como epifanía negativa del ser: «Lo molesto, inhibidor, funesto
y enfermo, toda aflicción dolorosa por lo que perece no es en
verdad sino la apariencia singular en la cual se alberga “lo ver
dadero”. Por ello el dolor no es ni lo repugnante ni lo útil.
El dolor es la gracia de lo esencial en toda presencia. La sim
plicidad de su esencia adversa determina el devenir desde el
alba oculta y más matinal y lo armoniza en la jovialidad serena
del alma grande».1D
En el fondo lo decisivo no es tanto salvar al ser humano
del dolor cuanto salvar al dolor del ser humano. Salvar, es de
cir, recoger el dolor en su esencia, preservarla de cualquier alie
nación. La esencia del dolor se zafa a toda determinación mé
dica: no es una mera sensación inducida por una excitación
nerviosa.1617 Su naturaleza no es tanto biológica -fisiológico-
patológica- cuanto ontológica y topológica: localiza, otorga al
hombre un lugar en el ser. El hombre mismo es esa estancia
terrestre donde tiene lugar un singular juego de alegría y aflic
ción: aventura inextricable mediante la cual el mortal recibe su
centro de gravedad. Por más que las degradaciones infligidas al
ser humano susciten náusea, no por ello el dolor se torna re
pugnante. Antes bien, es un misterio con el que hay que vivir y
que merece ser pensado, es decir, salvaguardado de todo in
tento de distorsión. La interpretación heideggeriana niega cual
quier finalidad inherente al sufrimiento: tanto la efímera rosa
como el dolor perenne son sin porqué. Por ello no cabe justi-
262
ficar el mal apelando al valor utilidad o al principio de razón
suficiente. Si tomamos en serio la aseveración hegeliana cabría
decir que el dolor acontece como privilegio o Vor-recht: el su
frimiento sería previo a todo derecho o constitución, anterior
incluso a la ley de Zeus. En cuanto concede una morada en el
mundo, un espacio de apertura, el dolor es condición de cual
quier otro privilegio concedido al viviente.
Sófocles fue capaz de crear un héroe trágico, Filoctetes, cu
yas voces dolorosas, causadas por una ülcera infecta, le arroja
ron a un destierro político, pues, como señala el poeta, sus gri
tos lastimeros perturbaban el buen orden de las ceremonias
religiosas. Por el contrario, Heidegger omitió esas circunstan
cias molestas donde el dolor se debe a la violencia humana o a
azares de la vida misma que más bien estrechan el universo
humano sin regalar saber alguno. Pero en lo que atañe a su
esencia ontológica, si no ética, Heidegger dio en el clavo, por
mucho que duela, al afirmar que la naturaleza del dolor es pre
via a la oposición entre razón y sinrazón. El tajo que abre la
distinción entre hecho y derecho, entre mortales y dioses pre
supone ya la posibilidad del dolor.
Frecuentemente, el sufrimiento ha sido ocasión, si no cau
sa, para crear arte o saber. Es verdad que sin sensibilidad al
mal el organismo no tardaría mucho en perecer, si bien a Hei
degger no le interesa esta «verdad» biológica. Menos aún el he
cho de que sin capacidad de aflicción o dolor moral las rela
ciones humanas adquirirían quizás un rostro más monstruoso
del que exhiben. Pero harto distinto resulta aseverar que su
frir es una gracia o un don. Si con algo se ha de comulgar se
me antoja más dadivosa la máxima acuñada por el médico
Thomas Sydenham en el siglo XVII: «Entre los remedios que el
Todopoderoso quiso otorgar al hombre para aliviar sus sufri
mientos, ninguno es tan universal y eficaz como el opio». La
sentencia heideggeriana puede neutralizar la aflicción por los
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sufrientes a los que se les hurtó toda grandeza de alma. El fan
tasma de Laocoonte aparece otra vez bajo forma ontológica:
'Se apela a la H eiterkeit para no perturbar la serenidad del Pas
tor del ser. Sin entrar a discutir la afirmación de que tan sólo
en el poema se done la esencia del dolor, despojada de su fu
nesta mortaja, en el fondo persiste una vieja convicción occi
dental: no es en el placer, sino en el dolor, en una especie sin
gular de dolor, donde se alberga lo verdadero. El Maestro
Eckhardt se preguntó: ¿cómo puede resultarme penoso el su
frimiento, dado que el sufrimiento pierde la pena y mi pena
es Dios? Heidegger apostilla: ¿cómo me puede resultar penoso
el dolor, dado que se nos dispensa como gracia? ¿Cómo puede
causamos mal si es dádiva del ser que acontece como dife
rencia ontológica?
Un libro dedicado al dolor no puede concluir sin algunas
palabras sobre la alegría y la aflicción. Por mediación de Hól-
deriin, Heidegger transformó el u n liden de Leiden del místico
en «alegría afligida-, en trau ern d e F reude. No es indiferente
que el sustantivo determinado por el adjetivo sea el «sufri
miento» o la «alegría». Resulta difícil abrazar sin asomo de duda
la convicción de que todo cuanto creemos ser horrendo o in
justo obedece tan sólo a una concepción indistinta y confusa
de las cosas, a que nuestras ideas sobre el orden del universo
son inadecuadas. Juzgado con ánimo alegre se diría que es
propósito de este ensayo tomar a la razón endechera, pues
más de una vez ha sugerido que ésta debería aprender a afli
girse por tanta sinrazón sin, por ello, resignarse ante el poder
que inflige dolor. Elaborar el duelo no significa racionalizar la
pérdida, como tampoco obliga a desterrar el placer o, cuando
éste se nos niega, la alegría. Institución de inmemoriales sin
sabores, la Realidad acaba imponiéndose sin intimar con nues
tras razones o deseos. Mas esa fatalidad no siempre hay por
qué aceptarla serenamente. Antaño se ofrecía al afligido el con-
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suelo: «Es voluntad del Señor». Ahora se nos dice: «Es el man
dato de la realidad»,38
La realidad no suele ser acariciante. En sus anotaciones so
bre experiencias con hachís, Benjamín sugirió que acariciar era
un intento de hacer como si no hubiera sucedido lo que ha su
cedido, lavar la vida en el flujo del tiempo. Frente al mundo vi
ril del padre, simbolizado por la verja, la caricia, anota Benja
mín, pertenece al reino de la madre. Así se acaricia a veces al
niño, al enfermo, a un animal, en definitiva al ser que siente en
carne propia los azotes del destino. Mas acaso no todo roce en
tre cuerpos o ánimos sea un sucedáneo del mimo o siquiera un
mutuo lamerse las heridas, ese origen animal de la compasión.
Conocemos también otras formas de hacer novillos en la es
cuela de la realidad entrelazándonos en el curso del tiempo.
Demora, delectación amorosa, olvido de las horas: así podría
llamarse a la mejor dicha sentida por niños, ebrios o amantes.
Al animal humano le ha sido deparada la posibilidad de
decir «no» a la muerte, decir no a lo negativo, soñar incluso con
la muerte de la muerte. Despachar ese sueño, achacándolo a
espíritu pusilánime o a neurosis de la conciencia desven
turada, presupone ignorancia de una verdad moral: las lamen
taciones por el muerto no entrañan tanto flaqueza cuanto
porfía, desafío que no se deja insensibilizar por la vieja per
severancia de la realidad, por el eterno retorno del mal, tan se
mejante a la rueda del suplicio. Llevada hasta una piedad
obstinada por hombres como Elias Canetti, esa actitud ya de
por sí penosa sugiere un espíritu que llegado a madurez con
dolor no por ello considera la dicha menos esencial al destino
humano. Para quien sabe leer entre líneas, esa máxima no pre
tende tanto institucionalizar la tristeza como expresar su fid e li-18
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d a d a l p lacer. No en vano a los lamentos fúnebres por Adonis
seguía una fiesta orgiástica.
En uno de sus primeros ensayos, Savater sugería que
el primer hombre gustaba del árbol prohibido de la ciencia
cuando maldecía el dolor como algo innecesario, ajeno a él,
y cuando pensaba que la muerte no le era propia sino arbi
trariamente impuesta. 19 Unos cuantos años después, matizó ese
pensamiento con una fórmula impenitente, precisando a qué
dolor se refería: «Mi asco y mi indignación ante el dolor evita
ble, estúpido, no se llama compasión sino fidelidad al placen.-"
Mas acaso ese dolor contingente, extraño al ser humano, sea
invención antes del último hombre que de nuestros ancestros.
Tras consagrar socialmente a la ciencia, se siente incluso la
analgesia como derecho constitucional; lo cual no es óbice para
que los más piadosos frutos del saber farmacológico sean mo
nopolizados con usura en asépticos invernaderos clínicos. Se
diría que la amenaza de Yaveh, ejecutada por estadistas, gene
rales o sacerdotes, sigue marcando a fuego lento sobre cuer
po y ánimo la «verdad» de que sufrir es destino esencial e irre
mediable, hasta bendecir moralmente esa maldición.
En su andadura la conciencia experimenta dolores inexcu
sables que, si no nos mejoran, iluminan sobre la condición hu
mana, sobre la trabazón de reciedumbre y fragilidad. Bien en
tendido, el am orfati no entraña sumisión, sino responsabilidad,
pues quien desea asumir su deuda cesa de ir a la caza de chi
vos expiatorios.21 Consciente de que no todos los males son
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imputables a la organización social del mundo, la buena ilus
tración se hace cargo del dolor inherente a la vida, sin renun
ciar por ello a ensoñaciones o a ebriedades, Gran parte de los
males contemporáneos derivan de haber transformado en im
perativo político categórico el alivio total del dolor para el ma
yor número de individuos.22 Se ha de saber sufrir, por más que
no siempre depare saber, como también se ha de saber gozar
sin que el goce tenga por qué estar reñido con el sentido mo
ral. La desazón de Ivan Karamazov puede hacer de la vida hu
mana razón resabiada. Su intransigencia, su renuencia a olvi
dar roza el resentimiento, pues reduce la salvación a memoria
de la vida ultrajada, clavada en la eternidad.
Para compensar esa hipertrofia negativa del recuerdo Em-
manuelle Severino ha propuesto concebir la memoria como un
espacio donde ningún ser se anula, donde todas las cosas per
severan de tal modo que no sólo la existencia humillada, «sino
cada forma de vida y cada cosa y los firmamentos y los afectos
permanecen eternamente». He ahí la ambición de este filósofo:
ese gran centro de datos «resuelve desde siempre sus contra
dicciones y, por tanto, su dolor*’. Pues «este dolor mío y tuyo»,
advierte al lector, «lo supera eternamente la Alegría, es decir, "la
esencia oculta de los mortales”». El dolor es, desde tiempos re
motos, concluye Severino con ademán presocrático, «la trama
de la Alegría, como la noche lo es del día».23 Respaldado por
sus propias experiencias con láudano, De Quincey imaginó la
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sobre el ser anónimo e inmemorial? El ansia de inmortalidad,
inherente a la memoria humana, no pretende canonizar una
conciencia medrosa como forma subjetiva de la sustancia: no
todo es vanidad en el palimpsesto viviente. Sin confundirse
con el yo, con las modernas señas de identidad, la memoria
viva, norte frágil en noche opaca, arca cultural mantenida a
flote desde el más remoto diluvio, es el único salvavidas del
mundo que nos ha sido dado habitar.
Que el corazón de los mortales es la alegría. He ahí un
pensamiento arduo de recordar cuando ya ni siquiera cabe
sentir, cuando el dolor excede un umbral tras el cual sólo se
barrunta vulnerabilidad: tierra de nadie donde la memoria, tan
sólo rostro de un extraño, se deslíe en la lejanía. Esa ontolo-
gía donde el dolor brota de un hontanar tan primigenio como
alegre, sugiere la idea heideggeriana de que la aflicción pro
cede de «viejas alegrías». Tras un viaje de extrañamiento que
recuerda a las peripecias del espíritu hegeliano, a su negativi-
dad infinita, la serenidad alcanza su grado máximo en el sen
timiento de sentirse en casa, en la vecindad con el origen, si
bien el retomo a la patria no concluye tanto en la postrera
identidad entre realidad y pensamiento cuanto en la salva
guarda -dichosa al par que dolorosa- de la diferencia entre
ser y ente, del misterio de nuestra cercanía a la fuente de la
suprema alegría. El dolor no se opondría a la dicha, sino que
sería condición necesaria para preservar poéticamente el mis
terio de su origen.^
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vario del dolor no es el propósito de este epílogo. Mas tampo
co presumirá de gaya ciencia. Cada cual se apresura a narrar
sus gestas y a hacer ostentación de su fortaleza, razón por la
cual, advertía Spinoza, los hombres son mutuamente enfado
sos. Pues por naturaleza son éstos proclives a complacerse en
la debilidad de sus iguales, a compadecerse de sus miserias o
padecimientos, y, al contrario, se entristecen a causa de su vir
tud o potencia para disfrutar de la vida: conmiseración y envi
dia superan a la capacidad humana de alegrarse por el goce
ajeno. Una meditación sobre el dolor, cautelosa frente a sus ra
cionalizaciones o sublimaciones, podría verse expuesta a ese
reproche. Tan escéptica frente a la ostentación de alegrías ori
ginarias como frente a la prescripción de velos luctuosos, nues
tra razón confía en ese brote último del viviente que se niega a
convertir su corazón en desierto; que aun en su fragilidad no
capitula ante el imperativo de tornar la vida en razón perpe
tuamente amargada. El buen ánimo, la virtud, se nutren en una
ética de la alegría resuelta a no interiorizar la torva sentencia
de la sinrazón. Esa ética fortalece, sí, los afectos más aptos para
perseverar en el ser con generosidad, con el menor resenti
miento, sin por ello encontrar consuelo en el inefable dicho:
"Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza», tal co
mo lo expresara Sancho Panza en El Quijote. Pensar el sentir de
la vida es privilegio, no siempre gozoso, del viviente humano.
Haciendo ocio filosófico de la maldición bíblica, este intento
necesariamente inconcluso por pensar el dolor alienta fideli
dad al placer, un «sí» a la alegría, sin pretensiones primigenias,
consciente de que en el Libro de la Vida no se cuenta antici
padamente con la última palabra.
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BIBLIOGRAFÍA