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Alimenticios
La misma tensión que resaltan los personajes de Flaubert puede encontrarse, tiempo
después, en la literatura del norte de Europa. Todos los portagonistas – Nora en A Doll’s
House de Ibsen (Ibsen, 1919), Niels Lyhne en la novela del mismo nombre de Jacobsen
(2008), Julia y Laptev en Three Years de Chekhov (2004), Mr. M en A Character de Rilke
(2003) – dan señales de un malestar por la laceración de su propia identidad. Si todas
la experiencias toman forma a través de la alteridad, y si el otro es la fuente (de su modo
de ser) a través de la cual se alcanza uno mismo, el dilema de fondo es si uno se siente
autor de su propia historia y/o de los episodios de su vida, o si, por contraste, se percibe
a sí mismo con el actor en una obra que otros han escrito. Rilke, con toda la ironía de un
poeta que cuenta una historia, toca este dilema en una corta novela escrita en los años
1895-1896, A Character. La novela de Rilke empieza con el funeral de su protagonista
en un día lluvioso. Dos hombres en la procesión fúnebre repasan silenciosamente la
vida del muerto y remarcan que él era “un hombre de carácter”. Este momento en la
narrativa le da el título a toda la novela: el libro de Rilke bosqueja la vida de M., un
hombre de carácter.
M nació en una familia de bien, hijo de un vendedor y de una virtuosa mujer. Una vez
pasada la niñez, tan pronto como “sus manos habían dejado de arrastrarse en el
pavimento, prefiriendo habitar en la boca y en la nariz”, M creció rodeado de árboles de
navidad y encuentros públicos. Un par de veces a la semana se sumaría a las veladas de
sus padres, donde sus amigos lo admirarían, lo acariciarían y lo halagarían; muchos en
ocasiones pronunciarían una solemne profecía: que M pronto sería un brillante pupilo
en la escuela. De hecho ese fue el caso: M que a menudo había escuchado palabras
clarividentes sobre eso, siempre se reunió con gente que tenía expectativas de él como
estudiante, desde la primaria hasta la universidad. Cuando M se sumó más tarde a la
compañía de su padre, los rumores sobre que él se haría cargo de todo el negocio se
habían esparcido, mientras su padre envejeciera. No mucho después, cuando su padre
murió, eso fue justamente lo que ocurrió.
Pronto, los dichos llegaron a los oídos del M – gracias a sus amigos – de que la nueva
cabeza de la compañía tenía grandes planes en mente. Sorprendido por las habilidades
que la gente pensaba que él tenía, M comenzó a implementar los proyectos que él creía
tenía en mente, cosechando alguna ganancia sustancial. Los años pasaron y entonces M
descubrió que, de acuerdo a un nuevo rumor, él estaba comprometido con una joven.
Casi involuntariamente, M puso su atención sobre ella, casándose con ella a las pocas
semanas.
Cuando los adinerados ciudadanos del pueblo de M estaban buscando fondos para
construir un teatro, la palabra pronto se esparció – como una tormenta en primavera,
escribe Rilke – acerca de que M había decidido ayudar. Un emisario enviado por el
alcalde vino a ver a M para agradecerle por su generosidad. Desconcertado, M adivinó
la razón de la visita, y por un momento consideró no pagar la alta suma que se requería
para construir el teatro. Sin embargo, pronto cambió de idea, dándose cuenta de que tal
rechazo iría en detraimiento de su reputación y de su negocio.
M miró fijamente al hombre viejo desconcertado, concluye un lacónico Rilke. Desde sus
primeros pasos hasta su muerte, el protagonista de la novela de Rilke, M, construye su
propia experiencia e identidad a través de las expectativas de los demás. El tema crucial
aquí es que el siendo uno mismo (ipseidad) se caracteriza por una especia de auto-
percepción que sólo puede ser generada a través del enfoque simultáneo centrado en
la alteridad. Este enfoque toma varias formas: la alteridad puede ser percibida como
una fuente de expectativas que uno necesita cumplir, pero también como un polo de
oposición o a una fuente de emulación. También puede representar una forma
mezclada. En todos los casos, la alteridad sigue siendo el principal sistema de
coordenadas permitiéndole a la persona sentirse situada: aquí radica el problema de la
autoridad de la experiencia, porque el sentido del Self se con-funde con el de los otros.
El hecho de que el sentido del Self sea aquí percibido focalizándose en la alteridad
implica que el otro representa un punto de referencia central, desde la cual una persona
debe diferenciarse a sí misma y al mismo tiempo emplearla con el fin de concebir su
experiencia emocional. Aunque esta con-fusión también se manifiesta en formas de
comportamiento oposicionistas, emerge con más evidencia en el fenómeno de la
imitación: en estos casos, la conformidad hacia la alteridad llega a ser indistinguible del
modo en el cual uno se percibe a uno mismo. Así que mientras la conformidad hacia el
otro es un modo de co-percibirse a uno mismo, el otro también representa eso de lo
cual una persona debes distinguirse. La propia relación con el otro se vuelve entonces
crucial para el establecimiento de la dialéctica entre auto-determinación y la
simultánea demarcación del otro que hace uno mismo, la modulación de la cual se
renegocia en cada circunstancia significativa: en cada momento, lo que altera la balanza
entre la autoridad de la propia experiencia y su determinación en las manos de los
demás. Este proceso es particularmente evidente en el caso de Nora, la protagonista
femenina de A Doll’s House de Ibsen (Ibsen, 1919).
Desde que se casó con Torval, Nora ha estado viviendo como una esposa-muñeca,
buscando cumplir las expectativas de su marido. No obstante, Nora tiene un secreto que
le ha estado escondiendo por mucho a Torvald: con el fin de pagar la estadía en Italia
que él necesitó para recuperarse de una enfermedad casi fatal, Nora se endeudó. Por
ocho años Nora ha estado ahorrando en silencio en cada uno de sus gastos personales
y ha estado trabajando ocasionalmente para pagar la deuda. Al mismo tiempo, sin
develar nunca nada, actúa como una niña mimada con Torvald.
No obstante, algo ha cambiado. La persona que en las páginas finales de la obra le dice
a Torvald que el incidente ha traído un final para su amor no es la misma Nora de antes.
Ella ya no es más el animado y bullicioso pájaro que en los primeros dos actos se veía
revolotear alrededor de su esposo como un caprichoso animal de casa: Nora ahora es
descrita como una mujer resoluta que está lista para dejar a su familia y expresar todo
el horror que siente por haber gastado ocho años de su vida en compañía de un extraño
que le dio sus tres hijos:
Mientras estaba en la casa con papá, él solía contarme todas sus opiniones, y yo me
quedaba con las mismas opiniones. Si tenía otras no las decía, porque él no lo habría
querido así… Pasé de las manos de mi padre hacia las tuyas. Tú organizaste todo de
acuerdo a tus gustos; y yo tuve tus mismos gustos; o pretendí quizás las dos – no lo sé – tal
vez; a veces una, a veces la otra. Cuando vuelvo a pensar en esto, parezco haber estado
viviendo aquí como una mendigo, de la mano a la boca. Viví haciendo trucos para ti,
Torvald. Pero tú querías que fuera así. Tú y papá me hicieron un gran mal. Es tu culpa que
mi vida haya llegado a nada (Ibsen, 1919).
Es este modo de vida que Nora ya no puede aceptar más: ya no puede seguir siendo la
mujer-muñeca de Torvald, así como había sido la hija-muñeca de su padre. Nora desea
estar sola.
El punto de quiebre crucial que lleva a tal repentino y radical cambio al final de la obra
es el hecho de que Nora se da cuenta de que Torvald percibe el descubrimiento del
peligro amenazándola, no como un momento difícil en la vida de ella, sino como un
peligro para él mismo. Nora, en otras palabras, se da cuenta que el valor es asignado al
significado que ella le atribuye a su propia experiencia sólo cuando está en conformidad
a la voluntad, deseos y expectativas de su esposo. Si falla en corresponder a las
determinaciones establecidas por su marido, ya no le es asignada una identidad. Es esta
conciencia que dirige a Nora a adoptar una vida diferente y la que le permite percibir a
Torvald como un extraño. Nora le dice a su marido, quien le está rogando que se quede:
“Debo estar completamente sola si voy a conocerme a mí misma y mis alrededores…
Debo pensar las cosas por mi misma, y tratar de aclararlas” (Ibsen, 1919).
El otro queda presente dentro del horizonte experiencia de un modo negativo, como la
falta de validación de la propia experiencia; entonces, no permite la completa propiedad
(Eigenschaft) de la experiencia. Es como si la experiencia persona, desprovista de la
simultánea referencia hacia el otro, fuera deficiente en valor y calidad. Esto engendra
un sentido de Self que es más cambiante y vago, y que va acompañado por un mayor
miedo de auto-afirmación. Un ejemplo bastante común de esto en la práctica
psicoterapéutica es el sentido de inseguridad que sienten los jóvenes adolescentes,
particularmente en la ausencia de importantes figuras que ellos necesitan, pero que
encuentran difícil o imposible contactarse con ellas.
Uno de los modos en los que este sentimiento de deficiencia personal puede ser
contenido es a través del cuerpo, el que se transforma en el medo para definir el propio
encuentro con el otro. El cuerpo es aquí empleado como una imagen sintonizada con
otro, imágenes de moda. Un ejemplo de esto es la adolescente hiper-seductora que usa
su cuerpo como una herramienta en su búsqueda de independencia y de formas de
aprobación alternativas a las de su familia.
Entretejida con la historia de Roberto está la de Sara. Sara tomó posesión de la vida de
Roberto ocultándose dentro de ella; impulsada por el aburrimiento, o tal vez después
de haber sido completamente aceptada, ella sintió la necesidad de ajustarse a nuevas
fuentes de significado. Con Sara buscando finalizar su coexistencia con Roberto, somos
testigos de la superposición entre el final de una relación y el comienzo de una nueva.
Es interesante notar aquí que en un estudio de las diferencias entre la gente con alta y
baja empatía emocional, los sujetos con alta empatía demostraron tener un mayor
grado de comportamiento de imitación que los sujetos con baja empatía (Sonnby-
Borgström, 2002). Similares conclusiones se pueden encontrar en el estudio de Van
Baaren et al. (2003), el que demuestra cómo la auto-percepción con grados más altos
de interdependencia está asociada con la imitación que una auto-percepción
independiente.
Con frecuencia, la percepción de uno mismo como el actor, antes que el autor, del
significado, está acompañado de un sentimiento de invasividad del otro y de una
anulación más o menos temporal del Self – dependiendo de las circunstancias
personales – lo que corresponde a la disolución contemporánea de la propia
demarcación del otro. El mismo sentido de aniquilación puede ser causado por un juicio
negativo de parte de otro altamente significativo.
Tal vez la emoción más reveladora de todas sea la ambivalencia. Esta efectivamente
reúne la necesidad de aprobación y la de independencia, involucramiento y distancia,
responsabilidad y evitación. Al hacer posible la retirada bajo toda circunstancia, la
ambivalencia le permite a uno borrar la distinción entre realidad y ficción, y así casual
y flexiblemente redefinir vínculos y salidas. Una obligaciónentonces sólo será aceptada
si va de acuerdo con la transitoriedad o la deserción (si es real o imaginaria). En tales
casos, el compromiso directo sólo será aceptado si no es resolutivo. Aquí también yacen
las raíces del “amor convergente” discutido por Baumann (2003): el tipo de amor que
une a dos personas sólo por el tiempo que ambos estimen conveniente; una vez que el
interés se ha acabado, el vínculo se rompe.
La flexibilidad, que es a menudo alabada, últimamente es un producto de la
ambigüedad. Este es uno de los rasgos definitorios de un estilo de personalidad que en
la esfera del amor busca la intimidad posible para simultáneamente salvaguardar la
propia independencia. Esta dialéctica nos permite no sólo interpretar la dinámica de las
relaciones sentimentales en el transcurso de la vida adulta de una persona, sino que
también explicar un número de fenómenos únicos, que van desde un fallido debut
sentimental, matrimonio blanco (sin relaciones sexuales), perturbaciones de la
excitación sexual, impotencia eréctil y disfunción orgásmica femenina (excesiva
demarcación del otro) hasta “mujeres que aman demasiado” (Norwood, 1985), amor
no correspondido (Baunmeister y Wotman, 1992) y ciertas formas de acecho por parte
de ex parejas (excesiva auto-definición por medio del otro). La dirección que tome una
relación sentimental depende de la modulación de esta dialéctica, en la que el cuerpo a
menudo juega un papel central. El cuerpo es visto aquí como la última fuente de
independencia, pero también de unificación con el otro, como un borde que no puede
ser cruzado, pero también como una herramienta para cumplir con las expectativas de
los otros, para imitar el deseo del otro.
5.2 Desórdenes
Desde la última parte del siglo XIX, cuando se identificó primero a la anorexia como un
problema médico, esta enfermedad fue relacionada a la excesiva preocupación del
paciente por el peso y, por añadidura, a la comida y – sólo más tarde – a la imagen de sí
mismo. Es a mediados de 1920 que se le dio una primera importancia a la relación entre
el propio cuerpo y la imagen que se encuentra en la moda, al promover el modelo de
una mujer que es esbelta, ágil y extraordinariamente atenta hacia su aspecto
(Vadereycken y van Deth, 1990). Este es el tipo de mujer moderna que Coco Chanel
tenía en mente.
Una relación se vino a establecer así entre los modelos de los medios de comunicación
y la imagen del propio cuerpo (ver Groesz, Levine y Murnen, 2002). Se puso un nuevo
énfasis en los aspectos perceptivos de la experiencia personal sobre el propio cuerpo:
sobre el cuerpo como imagen. La exposición a los ideales de belleza “irreales”
retratados por los medios es considerado actualmente como uno de los factores más
importantes detrás de los altos niveles de insatisfacción corporal y perturbaciones
alimenticias en la sociedad occidental. Este problema particularmente afecta a las
mujeres.
Pero ¿por qué es la mujer la que, justo desde el comienzo, ha sufrido más por el imacto
de los modelos de los medios? ¿Por qué es que, ya en los primeros años del siglo XX, la
imagen promovida por los medios de comunicación se había convertido en el modelo a
partir del cual las mujeres construyeron su propia auto-imagen? Una respuesta
indirecta a estas preguntas se encuentra en un estudio de correlatos sociales de la forma
femenina del síndrome del camaleón (Rosen y Aneshensel, 1976). De acuerdo con este
estudio, el síndrome camaleón, como producto de una socialización de género de
mucho tiempo, apunta a preparar a las mujeres para el matrimonio. Uno de los
elementos del “camaleonismo” es la orientación hacia la apariencia. Esto es quizá donde
los modelos de los medios entran en juego.
Las imágenes promovidas en los medios de comunicación vinieron a ser percibidas por
las mujeres como modelos a adoptar hacia la definición de su propio atractivo físico;
este elemento, en conjunto con otros, fue visto como potencial para incrementar sus
opciones de atraer el interés de los hombres, incluyendo las opciones de encontrar un
esposo. La conducta alimentaria de las mujeres se ve afectada por la percepción de
estándares sociales y culturales y por las expectativas interpersonales, además de los
estándares personales de apariencia (Mori, Chaiken y Pliner, 1987).
Hacer que el propio cuerpo sienta hambre es un modo de percibir al cuerpo como
distinto de uno mismo. Lo que es más significativo aquí es la habilidad descubierta para
mantener un sentido de radical autonomía sin hundirse en el vacío, sino más bien por
una alerta y lucha constante en contra de un cuerpo – el propio – que está gritando con
hambre y/o cansancio. Liberarse uno mismo de la determinación a manos de los otros
ya no es percibida en forma de vacío, para un cuerpo hambriento le provee un
permanente centro de gravedad. Así el cuerpo, simultáneamente percibido como
propio y como otro, hambriento, cansado por el excesivo ejercicio físico y exhausto de
purgar, se convierte en el interlocutor privilegiado para la regulación del propio sentido
del Self – un interlocutor que guía la propia imaginación, pensamientos y acciones.
Selvini Palazzoli (1963), describiendo esta condición, habló de “alteración de
desilusión” (aunque uno centrado en la imagen del cuerpo).
Al concebir su propio cuerpo como un nuevo dentro que puede tanto diferenciarse de
cómo coincidir con, una persona es liberada de la necesidad de confiar en los demás
para lograr la auto-definición. Como el peso progresivamente se pierde, el propio
interés por los otros declina, hasta el punto de alcanzar el aislamiento social completo.
Aquí yacen los orígenes de la anorexia, lo que representa un intento de escapar de la
excesiva determinación a manos de los otros, estableciendo una relación con el cuerpo
como algo con que sintonizarse.
Es claro desde esta perspectiva que el peso, la forma, e incluso un simple comentario
aludiendo a un incremento del peso, afectará la autoestima del sujeto. La lucha
constante en contra del cuerpo sirve para medir la propia habilidad, fortaleza y, por
ende, el valor. La balanza viene a proveer una confirmación objetiva de esos valores.
Para los sujetos con desórdenes Alimenticios, quienes estructuran su propia identidad
luchando con sus hambrientos cuerpos, delgados – incluso una delgadez tipo esqueleto
– sólo puede ser visto como algo positivo y una confirmación, incluso si están
conscientes de su falta de atractivo.
Bulimia nerviosa
En la década de los 80 aumentó la atención sobre un nuevo desorden alimentario: la
bulimia nerviosa, que fue descrita por Polivy y Herman (1985) como “la enfermedad de
los ochentas”. A diferencia de la anorexia, de la cual a menudo representa un desarrollo
(Eddy et al., 2008), la bulimia tiene sus raíces no en la necesidad de afirmar la propia
independencia radical de los otros, sino más bien en la propia y actual relación con el
otro: la propia conciencia profunda de las opiniones y juicios de los otros. En este caso,
una persona mide su propio valor en base a la aprobación de los otros o su rechazo.
Como algunos autores han observado, el miedo al rechazo o la exclusión es una
características esencial de la bulimia (por ejemplo, Baumeister y Tice, 1990; Gross y
Rosen, 1988; Heatherton y Baumeister, 1991). Los pacientes bulímicos aprender a
soportar el miedo constante al juicio manipulando su propio atractivo físico y la forma
del cuerpo, lo que consiguen regulando los parámetros corporales en que se basan las
imágenes de moda. De un modo más evidente que los anoréxicos, los bulímicos pueden
ser vistos centrándose en los modelos masivos de perfección, lo que les provee un punto
de referencia por el cual medir su propio grado de deseabilidad, con el fin de reducir su
miedo del conflicto personal.
La ipseidad aquí se caracteriza por una ansiedad constante en relación a los juicios de
los demás, lo que sin embargo es amortiguado con la focalización del propio atractivo y
la figura del cuerpo. Esto da origina una fenomenología única, marcada por un extraño
y complejo entrelazamiento entre la exposición y la imagen corporal. Si por un lado, la
aceptación de los demás es manipulada por una manera de presentarse que enfatiza la
apariencia física, por ende incrementando la atención focalizada en el cuerpo, por otra
parte , cualquier falta de validación está destinada a ser referida al propio cuerpo,
incrementando así el foco aversivo sobre el cuerpo. La relación crucial entre el propio
nivel de exposición y la atención focalizada en el cuerpo contribuye a explicar un
fenómeno aparentemente bizarro: el hecho de que la falta de validación en cualquier
campo – algunos bulímicos siempre lo perciben como una falla – es automáticamente
transformado en una percepción negativa del propio cuerpo (por ejemplo, el
sentimiento de que la propia barriga es muy grande o que se está sobrepeso), lo que a
la vez inmediatamente gatilla formas conductuales de desordenes alimenticios. Es
apenas sorprendente, entonces, que la bulimia sea más frecuente entre mujeres con
logros altos, quienes están más expuestas al conflicto con los demás y a la evaluación,
y/o están más preocupadas de los estándares altos y las altas expectativas por el logro
y el desempeño (Barnett, 1986).
Una idea de cuán extremadamente sensitivas son los bulímicos respecto de la falta de
validación nos la da una de nuestras pacientes. La joven, refiriéndose a una fiesta en la
que había estado unos pocos días antes, explicaba que, porque no había sido seducida
por el joven más distinguido de la fiesta, había llegado a la conclusión de que ella era
físicamente poco atractiva. Durante la tarde, se quedó pensando que ningún hombre
interesante se fijaría en ella, y que estaba destinada a llevar una existencia sola y
miserable. Sintiéndose desesperada, al volver a casa experimentó tres atracones
consecutivos de comida, seguidos de vómitos.
Antes de sugerir cualquier respuesta, vamos a resumir los varios pasos que nos han
llevado a este tema. Primero, el automatismo que remarca la bulimia se ha visto que
deriva de una falta de validación que causa un estado de intensa activación emocional.
Este profundo malestar es referido a la figura del propio cuerpo. Una activación
emocional de grado similar de intensidad también puede derivar de la soledad o de
circunstancias imaginarias. Este estado emocional extremadamente negativo actúa
entonces como un gatillante para el consumo sin restricciones de comida (y más o
menos inmediato), el que puede ser seguido de vómitos, dietas, ejercicio o una
combinación de cualquiera de estas prácticas.
Tan pronto como la compulsión llega a su fin, el focalizarse en una imagen cualquiera
que sirva como punto de referencia, o a la que se le considere como el peso ideal para
el propio atractivo físico, conduce a varias prácticas compensatorias como el vómito
auto-inducido, el mal uso de laxantes, dietas o ejercicio excesivo. Como observa René
Girard (2006), “nuestra bulímica moderna está comiendo para sí misma, pero está
vomitando para los demás” – y para todos aquellos cuyas opiniones importen,
agregaríamos nosotros. Esto parece ser el factor clave, en el cual cumple un papel clave
el tema del cuerpo como una imagen y un medio para regular el encuentro de uno con
el otro reduciendo el posible riesgo de rechazo al mínimo. A la luz de esto, la
promiscuidad sexual que es común entre las bulímicas, también puede verse como una
manera de manipular la aceptación de los demás.
Las características epidemiológicas del BED difieren de las de la bulimia – BED afecta a
individuos de 40 años, frecuentemente ocurre en hombres y está fuertemente asociado
con la obesidad (Walsh y Devlin, 1998; Fairburn y Harrison, 2003; Pope et al., 2006) –
como es su comienzo. Como sugieren Dingemans, Bruna y van Furth (2002) en su
revisión del BED: “en el caso de la bulimia nerviosa, la mayoría de los individuos
empiezan con una dieta antes del inicio del comer compulsivo. Sin embargo, un
subgrupo bastante grande de los individuos con BED comienzan con el comer
compulsivo antes del inicio de una dieta (35-54%)”.
A menudo, los bulímicos alcanzan la fase de comer compulsivo a través de la dieta; por
contraste, aquellos que sufren de BED empiezan a comer compulsivamente como
primer síntoma . Una diferencia mayor entre los dos desórdenes se haya en el hecho de
que, en el caso de los pacientes BED, el comer compulsivo no es seguido de una purga o
de prácticas compensatorias, aunque estas distinciones no siempre hace un corte claro.
Devlin, Goldfein y Dobrow (2003), por ejemplo, se preguntan si no podría haber un
continuo entre los individuos que comen compulsivamente y luego inmediatamente
ayunan o se ejercitan para compensar – y quienes entonces caerían en el grupo de la
bulimia nerviosa sin purgar – y los individuos que reportan largos periodos de comer
compulsivo, alternando con días o semanas de dietas ocasionalmente extremas – siendo
estos probables candidatos para un diagnóstico de BED. El tema de la continuidad entre
el BED y la bulimia nerviosa es un asunto de debate (Fairburn,Welch and Hay, 1993;
Fairburn et al. , 1998, 1999; Fichter et al. , 1993; Fitzgibbon, Sanchez-Johnsen and
Martinovich, 2003; Spitzer et al. , 1993).
¿Qué tienen estos dos desórdenes en común? Primero que todo, en ambos casos, las
situaciones que gatillan episodios de comer compulsivo son a menudo precipitadas por
estrés y afectos negativos (Arnow,Kenardy and Agras, 1995; Engelberg et al. , 2007;
Deaver et al. , 2003; Whiteside et al. , 2007; Stein et al. , 2007). Parecería entonces que
la rápida ingestión de cantidades considerables de comida, un proceso que permite que
emerjan estados viscerales, a los que una persona puede entones poner atención para
escapar de su sentido negativo del Self, es una característica compartida por ambos
síndromes. La mayor diferencia entre el BED y la bulimia aparece una vez que la
compulsión se termina: mientras los bulímicos son entonces llevados a focalizarse una
vez más sobre un punto de referencia que guíe sus prácticas purgatorias, los sujetos
que sufren de BED no muestran signos de conducta compensatoria. Esta diferencia
tiene dos consecuencias notables.
La primera consecuencia tiene que ver con la experiencia que tiene el sujeto de su
cuerpo. En el caso del BED, el proceso de llenarse mucho el estómago de manera rápida
y sin control no es seguido, como en el caso de la bulimia, por un más o menos repentino
(vómito) o extremo (dieta) cambio de la condición visceral inducida por el comer
compulsivo. Más bien, la percepción que tiene el sujeto del cuerpo está conectada con
el proceso digestivo provocado por la ingesta de esa gran cantidad de comida. El
esfuerzo de la digestión captura de manera pasiva la atención del sujeto, dando origen
a una fenomenología corporal única. El cuerpo, en otras palabras, manifiesta su carácter
visceral en lo que podemos considerar como una manera opuesta a la del hambre
anoréxico: para ello se centra predominantemente en una sensación de saciedad, y es
así similar a la que encontramos en las personas obesas. Tal es el caso que en el BED
encontramos un 15-50% de individuos obesos buscando tratamiento (Latner y Clyne,
2008). Para tener una idea del lado físico de esta experiencia, uno puede referirse a los
sentimientos que vienen después del consumo abundante de comida: en los peores
casos de BED, se reproducen las mismas sensaciones viscerales incluso varias veces en
un día. Es sorprendente cómo se le ha dedicado tan poca atención en la literatura a la
relación entre la digestión de grandes cantidades de comida y la percepción del propio
cuerpo.
Lo que está bien documentado, por otro lado, son las similitudes entre las
preocupaciones por la forma física y el peso en los BED no obsesos y la bulimia (los
pacientes BED obesos reportaron un significativamente menor dirección hacia la
delgadez) (Crow et al., 2002; Vervaet, van Heeringen y Audenaert, 2004; Santonastaso,
Ferrara y Favaro, 1999). Este compartida preocupación por la apariencia física
claramente esconde una forma de ansiedad para la relación de uno con los demás. Lo
que es particularmente interesante es el hecho de que los sujetos BED, mientras
también presentan un alto frado de insatisfacción con sus cuerpos, no buscan modificar
su forma y peso de la misma manera que los bulímicos: es como si soportaran
pasivamente lo que ellos perciben como una apariencia intolerable.
Para decirlo de otra manera, mientras más individuos con BED se satisfagan comiendo
compulsivamente, mayores serán los sentimientos negativos que los harán ser
propensos a comer compulsivamente en primer lugar. Entonces, la frecuencia de su
práctica es de crucial importancia, como un indicador de mayores condiciones críticas
que la gatillen (afectos negativos y vacío) y porque – a través del establecimiento de un
circuito cerrado – promueve y refuerza un rango de sentimientos negativos dirigidos a
uno mismo (disgusto, culpa, desesperanza, rabia, tristeza, arrepentimiento y auto-
aversión).
Estos dos aspectos emergen muy claramente en las historia de los individuos que sufren
BED. Por una parte, la frecuencia del comer compulsivo parece estar directamente
relacionado con momentos significativos en la historia de la persona, lo que exacerba
su sentido de negatividad personal. Es como si para afrontar la percepción de sí mismos,
los sujetos BED fueran obligados a cambiar la frecuencia de su comer compulsivo,
afectando así el curso de su enfermedad. Por otra parte, el empeoramiento de los
sentimientos de inutilidad de la persona, causado por repetidos episodios de comer
compulsivo que a menudo llevan a un incremento visible en el peso, contribuye a su vez
al empeoramiento de su desorden. Como era el caso con la anorexia y la bulimia
nerviosas, el núcleo distintivo del BED es la relación del sujeto con su cuerpo, el cual –
a través de la comida – se vuelve el centro al cual sintonizarse (negativamente) para
regular la dialéctica entre la auto-demarcación y la determinación contemporánea del
Self a través del otro.
Se ha sugerido que una alta proporción de hombres con desórdenes alimenticios son
homosexuales, bisexuales o asexuados. La congruencia de género podría así tomarse en
cuenta para las inclinaciones sexuales de hombres que desarrollan la enfermedad
(Carlat, Camargo and Herzog, 1997; Herzog et al. , 1984; Schneider and Agras, 1987;
Fichter and Daser, 1987). Tal conclusión parecería estar respaldada por el hecho de que
los sujetos varones heterosexuales que sufren de estos desórdenes no difieren, en
términos clínicos, de las mujeres con trastornos alimenticios (Woodside et al., 2001).
A diferencia de las mujeres, los hombres no sólo parecen más interesados en la forma
que en el peso, sino que su insatisfacción de la imagen corporal opera en la dirección de
ganar peso (Anderson y Di Domenico, 1992). De acuerdo a la perspectiva adoptada en
varios estudios sobre el tema, la insatisfacción con la imagen corporal, y entonces el
deseo de volverse más muscular y desarrollar una figura en V, justifica el riguroso
ejercicio o el entrenamiento de peso (Furnham, Badmin y Sneade, 2002). Olivardia et
al. (2004), por ejemplo, investigaron los indicios de la imagen corporal y asociaron
rasgos psicológicos entre 154 varones estudiantes universitarios. Cuando les pidieron
escoger el cuerpo que ellos idealmente querían tener, los hombres eligieron uno con
una media de aproximadamente 25 libras más de músculo que su nivel original de
musculatura y cerca de 8 libras menos de grasa corporal que el nivel que ya tenían. Esta
preferencia por un cuerpo delgado y musculoso se origina primero en algún lugar entre
los seis y siete años, se incrementa con la edad, y alcanza un máximo entre la primera
adolescencia y la entrada a la adultez (Ricciardelli y McCabe, 2004; Spitzer, Henderson
y Zivian, 1999). Este ideal está íntimamente ligado a las visiones culturales de la
masculinidad.
Pope et al. (1999) ha estudiado los cambios en la imagen ideal del cuerpo masculino
midiendo la circunferencia de cintura, pecho y de bíceps de los juguetes masculinos de
acción -- GI Joe, Luke Skywalker y Han Solo – a lo largo de 30 años. Descubrieron que
las figuras de acción con el tiempo se han vuelto más musculosas y han desarrollado
una definición de musculoso que excede por lejos a la forma que alcanzan los
fisicoculturistas humanos. En otro estudio liderado por el mismo equipo (Leit, Pope y
Gray, 2001), una revisión de 115 modelos masculinos que aparecieron en la revista
Playgirl entre 1973 y 1997 ha mostrado que los modelos han crecido
considerablemente en “densidad” y más musculatura con el paso de los años.
Así que, tal como en el caso de las mujeres, se ha sugerido que la exposición a los ideales
de belleza “irreales” de los medios de comunicación podrían haber contribuido a la alta
prevalencia de desórdenes alimenticios. Los ideales culturales de la musculatura entre
los hombres podrían estar contribuyendo a los altos niveles de insatisfacción corporal,
fisicoculturismo extremo y abuso de esteroides anabólicos. De acuerdo con estas
sugerencias, se pueden definir dos desórdenes: el primero, la dismorfia muscular,
podría considerarse al equivalente masculino de la anorexia; el segundo, el uso de
esteroides anabólico-andrógenos, el que presenta algunas similitudes con la bulimia.
La dismorfia muscular, que ha sido descrita como “una anorexia nerviosa invertida”
(Pope, Katz y Hudson, 1993; Pope y Katz, 1994), es un desorden caracterizado por: (1)
una preocupación persistente por el tamaño de la propia musculatura, aún cuando esté
bien desarrollada, hasta el punto de evitar actividades y lugares donde el propio cuerpo
pudiera ser visto (playas, camarines) como motivo de vergüenza por los defectos
percibidos; (2) pensamientos recurrentes sobre la propia inadecuación muscular; (3)
angustia o discapacidad significativa en áreas sociales u ocupacionales; (4) falta de
control sobre la compulsividad de dietas y de las pesas (Pope, Phillips y Olivardia, 2000;
Olivardia, Pope y Hudson, 2000). Como sugieren Olivardia, Pope y Hudson (2000) en
las conclusiones de su primer estudio controlado de la dismorfia muscular, “la
búsqueda de la ‘grandeza’ muestra paralelismos notables con la búsqueda de la
delgadez”.
Como en el caso de los bulímicos, el uso de esteroides entre los adolescentes y los
hombres jóvenes parecería estar relacionado con la manipulación del atractivo físico
como medio para disminuir la ansiedad asociada a la confrontación con los demás y sus
juicios. Mejorar la apariencia física de acuerdo a estándares culturales de masculinidad
daría lugar entonces a una mayor aceptación por parte de los pares y la popularidad
entre los pares masculinos y los miembros del sexo opuesto (Eppright et al., 1997;
Holland y Andre, 1994). Aquí también, como en el caso de los bulímicos, el problema
gira en torno a los propios miedos de validación/falta de validación por parte de los
otros, algo que es tapado por la manipulación de la forma del propio cuerpo. Por otra
parte, esta cura para el atractivo físico está conectada a una sintonización con el cuerpo
por medio del ejercicio muscular.
La analogía que se puede esbozar entre el uso de esteroides y la bulimia está limitada a
los aspectos que recién acabamos de describir. El uso de esteroide carece de cualquier
equivalente para algunos de los rasgos cruciales de la bulimia, tales como la relación
entre emociones negativas y el comer compulsivo o la adopción de prácticas
correctoras. Sin embargo, como la literatura actual carece de estudios de primera mano
sobre las experiencias de sujetos que sufren de esta patología, es tal vez muy pronto
para intentar esbozar alguna perfil comprensible de la relación entre el uso de
esteroides, el ejercicio y el control emocional.
Las analogías con alguno de los rasgos más relevantes de la bulimia nerviosa – como el
comer compulsivo y su relación con emociones negativas, o la emergencia, después del
comer compulsivo, de emociones auto-evaluativas como la culpa y la vergüenza – se
vuelven más evidentes cuando consideramos desórdenes que están conectados con las
conductas adictivas.
Antes de describir qué elementos nos permiten reconocer en estas patologías el mismo
proceso psicopatológico que marca a los desórdenes alimenticios, es necesario destacar
que las conductas adictivas también pueden emerger en otros estilos de personalidad.
Esto implica que los diferentes modos que uno tiene de percibirse emocionalmente
pueden gatillar los mismos comportamientos impulsivos.
Por ejemplo, mientras que comprar (o robar) objetos en desuso pudiera ser provocado
por un sentimiento de vacío (como en el caso de Roberto que discutíamos al comienzo
del libro), también podría ser causado por la idea de que resistirse a esa compra sería
perderse una ganga.
Igualmente, el juego patológico pudiera ser provocado por el peso insoportable del
aburrimiento – que en caso de algunos individuos EDP corresponde a una falta de
estímulos con los cuales definirse. Este impulso a jugar, no obstante, será muy diferente
del que experimentó el personaje principal de la novela The Gambler de Dostoevsky
(Dostoevsky, 2006), quien en el extraordinario epílogo de la novela, después de aceptar
unas pocas monedas que le lanzara un amigo casi con desprecio, siente que al resistirse
a apostar está perdiendo la oportunidad de su vida. “Todo lo que tomaría sería la astucia
y la paciencia, ¡por una vez! Todo lo que tomaría sería demostrar el propio carácter por
una vez, ¡y en una hora podría cambiar toda mi suerte!”
Los antecedentes emocionales que gatillan el desorden están por lo tanto conectados a
la historia del paciente, cuya experiencia de primera fuente se necesita para interpretar
correctamente la dinámica sintomática. La interacción entre las perspectivas en
primera y tercera persona parecerían ser un pre-requisito epistemológico esencial para
la psicopatología.
La secuencia en que estas conductas ocurren, por otra parte, es la misma para todos los
desórdenes y parece similar a la del comer compulsivo. Impulsada por una situación de
displacer, la persona desarrolla una urgencia de actuar, la que puede ser satisfecha
dependiendo de las circunstancias. Si las circunstancias a la mano no le permiten actuar
al sujeto, entonces él centrará su atención en la anticipación de una serie de acciones
preparándose para cuando ocurran. El espacio cronológico entre preparar una acción
cualquiera e implementarla está caracterizado por un arousal (excitación) aumentado
que absorbe la atención del sujeto en la planificación de la secuencia, reduciendo así
progresivamente su rango de auto-conciencia.
Uno de nuestros pacientes, por ejemplo, quien ya había sido reportado a la policía varias
veces por exponerse indecentemente, me explicaba que él podía empezar a planear el
exponer su cuerpo desnudo cuando percibía que había sido juzgado negativamente por
su jefe en la oficina, y a veces incluso cuando se encontraba solo en la oficina.
Una secuencia similar también ha sido descrita por Black (2007) en relación a la compra
compulsiva. Black identifica cuatro fases distintas: (1) anticipación, (2) preparación, (3)
compra y (4) gasto.
La creación de estados viscerales parecería entonces ser un tema común que conecta a
los variados desórdenes gatillados por este estilo de personalidad. Desde el hambre a
la saciedad, del vómito a la diarrea, del cansancio hasta el esfuerzo físico, de la
excitación al arousal sexual causado por la urgencia de comprar – focalizarse en la
propia experiencia corporal sirve como una forma de reajustar el sentido del Self que
ha perdido su anclaje en el otro. Como hemos repetido varias veces en este capítulo, la
relación de una persona con su cuerpo se vuelve el medio por el cual regular la
dialéctica con el otro desde el cual se confirma y también se distingue. Con mucho el
aspecto más sorprendente de este problema, y uno que ofrece nuevos campos de
investigación, es el hecho de que el estilo de personalidad en cuestión, uno que
encuentra su estabilidad al focalizarse en puntos de referencia externos (a través de la
co-percepción de los otros), para enfrentarse con las situaciones relacionales
dificultosas, puede crear estados viscerales con los cuales coordinarse. Es como si la
creación de estos estados fuera la única manera con que la persona pudiera liberarse a
sí misma de los demás.