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Parte 5 : Estilo de Personalidad con tendencia a los Desórdenes

Alimenticios

En el capítulo 4, consideramos como, desde la mitad del siglo XIX, la mediación de la


tecnología no sólo ha afectado la experiencia de la percepción al acelerar el cambio de
contextos específicos (tecnologías de la rapidez), sino que también han introducido
progresivamente nuevas fuentes de significado, nuevos puntos de referencia que
proveen el anclaje necesario para crear y mantener la propia identidad (tecnologías de
transmisión de información y reproducción de experiencias). El impacto del desarrollo
tecnológico en los seres humanos ha llevado a un nuevo “modo de conformidad”, donde
la percepción del Self emerge simultáneamente y en sintonía con la percepción de una
fuente de significado. Este nuevo estilo, que denominamos con tendencia a los
desórdenes Alimenticios (EDP), vino de la mano de la expansión del desarrollo
tecnológico y se hizo visible, incluso en el mundo de las belles lettres (la Academia de
las Inscripciones y Lenguas Antiguas), a mitad del siglo XIX. Fue Flaubert (2003) quien
definió con mayor claridad sus rasgos a través de la figura de Emma Bovary – una
esposa insatisfecha con su marido, un médico rural, y siempre en búsqueda de una
identidad que pudiera calzar con la vida ostentosa de sus sueños – y el protagonista de
su trabajo póstumo Bouvard et Pécuchet (Flaubert, 1954) – quien cambia su identidad
de un modo picaresco para encajar con sus intereses (con cada nuevo interés se
muestra entusiasta inicialmente y luego es reemplazado al primer signo de decepción).

La misma tensión que resaltan los personajes de Flaubert puede encontrarse, tiempo
después, en la literatura del norte de Europa. Todos los portagonistas – Nora en A Doll’s
House de Ibsen (Ibsen, 1919), Niels Lyhne en la novela del mismo nombre de Jacobsen
(2008), Julia y Laptev en Three Years de Chekhov (2004), Mr. M en A Character de Rilke
(2003) – dan señales de un malestar por la laceración de su propia identidad. Si todas
la experiencias toman forma a través de la alteridad, y si el otro es la fuente (de su modo
de ser) a través de la cual se alcanza uno mismo, el dilema de fondo es si uno se siente
autor de su propia historia y/o de los episodios de su vida, o si, por contraste, se percibe
a sí mismo con el actor en una obra que otros han escrito. Rilke, con toda la ironía de un
poeta que cuenta una historia, toca este dilema en una corta novela escrita en los años
1895-1896, A Character. La novela de Rilke empieza con el funeral de su protagonista
en un día lluvioso. Dos hombres en la procesión fúnebre repasan silenciosamente la
vida del muerto y remarcan que él era “un hombre de carácter”. Este momento en la
narrativa le da el título a toda la novela: el libro de Rilke bosqueja la vida de M., un
hombre de carácter.

M nació en una familia de bien, hijo de un vendedor y de una virtuosa mujer. Una vez
pasada la niñez, tan pronto como “sus manos habían dejado de arrastrarse en el
pavimento, prefiriendo habitar en la boca y en la nariz”, M creció rodeado de árboles de
navidad y encuentros públicos. Un par de veces a la semana se sumaría a las veladas de
sus padres, donde sus amigos lo admirarían, lo acariciarían y lo halagarían; muchos en
ocasiones pronunciarían una solemne profecía: que M pronto sería un brillante pupilo
en la escuela. De hecho ese fue el caso: M que a menudo había escuchado palabras
clarividentes sobre eso, siempre se reunió con gente que tenía expectativas de él como
estudiante, desde la primaria hasta la universidad. Cuando M se sumó más tarde a la
compañía de su padre, los rumores sobre que él se haría cargo de todo el negocio se
habían esparcido, mientras su padre envejeciera. No mucho después, cuando su padre
murió, eso fue justamente lo que ocurrió.

Pronto, los dichos llegaron a los oídos del M – gracias a sus amigos – de que la nueva
cabeza de la compañía tenía grandes planes en mente. Sorprendido por las habilidades
que la gente pensaba que él tenía, M comenzó a implementar los proyectos que él creía
tenía en mente, cosechando alguna ganancia sustancial. Los años pasaron y entonces M
descubrió que, de acuerdo a un nuevo rumor, él estaba comprometido con una joven.
Casi involuntariamente, M puso su atención sobre ella, casándose con ella a las pocas
semanas.

Cuando los adinerados ciudadanos del pueblo de M estaban buscando fondos para
construir un teatro, la palabra pronto se esparció – como una tormenta en primavera,
escribe Rilke – acerca de que M había decidido ayudar. Un emisario enviado por el
alcalde vino a ver a M para agradecerle por su generosidad. Desconcertado, M adivinó
la razón de la visita, y por un momento consideró no pagar la alta suma que se requería
para construir el teatro. Sin embargo, pronto cambió de idea, dándose cuenta de que tal
rechazo iría en detraimiento de su reputación y de su negocio.

La ciudad, mientras tanto, esperaba con ansias noticias de un evento de felicidad.


Miradas furtivas fueron puestas de manera inquisidora sobre la joven esposa de M por
si había algún signo de embarazo. M hizo lo mejor para cumplir las expectativas de la
gente. Esta vez, sin embargo, la fortuna lo traicionó: no venía un niño en camino. La
gente hizo sugerencias de que necesitaba una cura termal. M siguió a la opinión pública,
nos cuenta Rilke, y regresó del lugar con una esposa embarazada.

La fama de M se extendió y se divulgó el rumor de un premio público que él estaba a


punto de recibir. El premio le fue asignado realmente a él: un discurso en público fue
hecho y M recibió la medalla de honor, junto con muchos cumplidos.

El invierno siguiente, mientras estaba en viaje de negocios, M cogió un resfriado que


más tarde empeoró y que se convirtió en una infección al pulmón. La salud de M
empeoraba día a día. Una mañana, mientras estaba postrado en su cama por la
enfermedad, una conversación lo despertó. Confundido, le preguntó a su antiguo
empleado y a la hermana de caridad, que hacía de enfermera, qué estaba pasando. El
empleado le informó que la gente andaba diciendo que ya se había muerto.

M miró fijamente al hombre viejo desconcertado, concluye un lacónico Rilke. Desde sus
primeros pasos hasta su muerte, el protagonista de la novela de Rilke, M, construye su
propia experiencia e identidad a través de las expectativas de los demás. El tema crucial
aquí es que el siendo uno mismo (ipseidad) se caracteriza por una especia de auto-
percepción que sólo puede ser generada a través del enfoque simultáneo centrado en
la alteridad. Este enfoque toma varias formas: la alteridad puede ser percibida como
una fuente de expectativas que uno necesita cumplir, pero también como un polo de
oposición o a una fuente de emulación. También puede representar una forma
mezclada. En todos los casos, la alteridad sigue siendo el principal sistema de
coordenadas permitiéndole a la persona sentirse situada: aquí radica el problema de la
autoridad de la experiencia, porque el sentido del Self se con-funde con el de los otros.

El hecho de que el sentido del Self sea aquí percibido focalizándose en la alteridad
implica que el otro representa un punto de referencia central, desde la cual una persona
debe diferenciarse a sí misma y al mismo tiempo emplearla con el fin de concebir su
experiencia emocional. Aunque esta con-fusión también se manifiesta en formas de
comportamiento oposicionistas, emerge con más evidencia en el fenómeno de la
imitación: en estos casos, la conformidad hacia la alteridad llega a ser indistinguible del
modo en el cual uno se percibe a uno mismo. Así que mientras la conformidad hacia el
otro es un modo de co-percibirse a uno mismo, el otro también representa eso de lo
cual una persona debes distinguirse. La propia relación con el otro se vuelve entonces
crucial para el establecimiento de la dialéctica entre auto-determinación y la
simultánea demarcación del otro que hace uno mismo, la modulación de la cual se
renegocia en cada circunstancia significativa: en cada momento, lo que altera la balanza
entre la autoridad de la propia experiencia y su determinación en las manos de los
demás. Este proceso es particularmente evidente en el caso de Nora, la protagonista
femenina de A Doll’s House de Ibsen (Ibsen, 1919).

Desde que se casó con Torval, Nora ha estado viviendo como una esposa-muñeca,
buscando cumplir las expectativas de su marido. No obstante, Nora tiene un secreto que
le ha estado escondiendo por mucho a Torvald: con el fin de pagar la estadía en Italia
que él necesitó para recuperarse de una enfermedad casi fatal, Nora se endeudó. Por
ocho años Nora ha estado ahorrando en silencio en cada uno de sus gastos personales
y ha estado trabajando ocasionalmente para pagar la deuda. Al mismo tiempo, sin
develar nunca nada, actúa como una niña mimada con Torvald.

Cuando el marido de Nora recibe una promoción y su situación financiera parece


mejorar, tanto así que ella puede finalmente terminar con la deuda, Krogstard entra en
escena. Este es el hombre que le prestó el dinero a Nora; ahora amenaza con contarle a
Torvald no sólo de la deuda, sino también de una ilegalidad que Nora cometió para
obtener el dinero. Krogstad, quien ha sido amigo de Torvald en su juventud pero que
ahora no le tiene mucha estima, le dice a Nora que se quedará callado si ella convence a
su marido de mantenerlo como uno de sus trabajadores en vez de despedirlo cuando la
promoción entre en vigor. Nora se siente perdida. Ideas de muerte cruzan su cabeza,
pero también intenta seducir a su esposo para convencerlo de ayudar a Krogstad.
Torvald no obstante le escribe una carta de despido. Esto pavimenta el camino para el
gran final, que involucra dos cartas. En la primera, lo que señala un giro dramático en
la historia, Krogstad chantajea a Torvald con el delito de su esposa. Después de
descubrir el gran secreto de Nora, un desesperado Torvald, sintiéndose indefenso ante
el poder de Krogstard, ataca a su esposa: Nora es insultada y confrontada con una
imagen del futuro en la cual ella es despojada de su rol de madre y esposa.
En este punto, una criada trae la segunda carta. Torvald la lee con una sensación de
terror; pero luego de un momento de incredulidad, se pone a llorar de alegría: Krogstad,
arrepintiéndose de sus actos, devuelve el recibo que había usado para chantajearlo.
Torvald quema la evidencia de la ilegalidad de su esposa, y se vuelve a Nora con
palabras de perdón y comprensión.

No obstante, algo ha cambiado. La persona que en las páginas finales de la obra le dice
a Torvald que el incidente ha traído un final para su amor no es la misma Nora de antes.
Ella ya no es más el animado y bullicioso pájaro que en los primeros dos actos se veía
revolotear alrededor de su esposo como un caprichoso animal de casa: Nora ahora es
descrita como una mujer resoluta que está lista para dejar a su familia y expresar todo
el horror que siente por haber gastado ocho años de su vida en compañía de un extraño
que le dio sus tres hijos:

Mientras estaba en la casa con papá, él solía contarme todas sus opiniones, y yo me
quedaba con las mismas opiniones. Si tenía otras no las decía, porque él no lo habría
querido así… Pasé de las manos de mi padre hacia las tuyas. Tú organizaste todo de
acuerdo a tus gustos; y yo tuve tus mismos gustos; o pretendí quizás las dos – no lo sé – tal
vez; a veces una, a veces la otra. Cuando vuelvo a pensar en esto, parezco haber estado
viviendo aquí como una mendigo, de la mano a la boca. Viví haciendo trucos para ti,
Torvald. Pero tú querías que fuera así. Tú y papá me hicieron un gran mal. Es tu culpa que
mi vida haya llegado a nada (Ibsen, 1919).

Es este modo de vida que Nora ya no puede aceptar más: ya no puede seguir siendo la
mujer-muñeca de Torvald, así como había sido la hija-muñeca de su padre. Nora desea
estar sola.

El punto de quiebre crucial que lleva a tal repentino y radical cambio al final de la obra
es el hecho de que Nora se da cuenta de que Torvald percibe el descubrimiento del
peligro amenazándola, no como un momento difícil en la vida de ella, sino como un
peligro para él mismo. Nora, en otras palabras, se da cuenta que el valor es asignado al
significado que ella le atribuye a su propia experiencia sólo cuando está en conformidad
a la voluntad, deseos y expectativas de su esposo. Si falla en corresponder a las
determinaciones establecidas por su marido, ya no le es asignada una identidad. Es esta
conciencia que dirige a Nora a adoptar una vida diferente y la que le permite percibir a
Torvald como un extraño. Nora le dice a su marido, quien le está rogando que se quede:
“Debo estar completamente sola si voy a conocerme a mí misma y mis alrededores…
Debo pensar las cosas por mi misma, y tratar de aclararlas” (Ibsen, 1919).

5.1 Co-percibir al Self y al Otro

Como un proceso, la dialéctica entre la demarcación y la contemporánea determinación


del Self mediante el otro se encuentra sólo una expresión momentánea, por cualquier
evento puede alterarse el balance provocado por la percepción de uno mismo como el
autor de las propias experiencias. Las variadas formas que este estilo de personalidad
puede tomar, todas se mueven alrededor de esta dialéctica.

La oscilación hacia un “exceso” de demarcación, lo que corresponde a un fuerte sentido


de ser la raíz de las propias elecciones son la simultánea co-percepción de una alteridad
que las define, es acompañado por una percepción de la re-evaluación de la autoridad
de la experiencia. Mientras más sienta una persona que ha actuado con independencia
de los demás, menos segura se sentirá consigo misma. La percepción de la propia
autonomía está asociada aquí con un sentimiento de inadecuación, irrelevancia,
depreciación y falta de autenticidad. Tomar aunque sea una simple decisión, como
comprar un par de zapatos, sin tomar al otro como punto de referencia, puede así ir
acompañado de un sentido de inseguridad respecto de la propia competencia, los
gustos o las necesidades. Paradójicamente, el sentimiento de ser el autor de las propias
acciones, emociones y pensamientos aquí está acompañado por un sentimiento de
deficiencia, en la forma de incapacidad, inadecuación, inseguridad o no sinceridad.

El otro queda presente dentro del horizonte experiencia de un modo negativo, como la
falta de validación de la propia experiencia; entonces, no permite la completa propiedad
(Eigenschaft) de la experiencia. Es como si la experiencia persona, desprovista de la
simultánea referencia hacia el otro, fuera deficiente en valor y calidad. Esto engendra
un sentido de Self que es más cambiante y vago, y que va acompañado por un mayor
miedo de auto-afirmación. Un ejemplo bastante común de esto en la práctica
psicoterapéutica es el sentido de inseguridad que sienten los jóvenes adolescentes,
particularmente en la ausencia de importantes figuras que ellos necesitan, pero que
encuentran difícil o imposible contactarse con ellas.

Uno de los modos en los que este sentimiento de deficiencia personal puede ser
contenido es a través del cuerpo, el que se transforma en el medo para definir el propio
encuentro con el otro. El cuerpo es aquí empleado como una imagen sintonizada con
otro, imágenes de moda. Un ejemplo de esto es la adolescente hiper-seductora que usa
su cuerpo como una herramienta en su búsqueda de independencia y de formas de
aprobación alternativas a las de su familia.

Nos vemos enfrentados a una paradoja más desafiante cuando la alteridad es


completamente removida del propio horizonte referencial, como en el caso de la
soledad. El estado emocional en el cual la propia existencia es percibida como la falta
de otro – que se requiere para definirse y demarcarse a uno mismo – es descrito como
un sentimiento de vacío, desconcierto, pérdida de significado, y a menudo es percibido
como una aflicción: un vacío en búsqueda de alteridad a cualquier costo.

Tal paradoja ya era evidente en el caso de Roberto, la coherencia interna de cuya


experiencia ahora podemos rastrear a una tipología determinada. A la luz de la
dialéctica entre la determinación del Self y su definición por medio del otro, es posible
entender el uso “existencial” de la tecnología para Roberto, su sentido de distancia
cuando establece más contacto íntimo con Sara, la con-fusión de las vidas de los dos al
final de la relación, lo que causa que Roberto sienta que desaparece.

Entretejida con la historia de Roberto está la de Sara. Sara tomó posesión de la vida de
Roberto ocultándose dentro de ella; impulsada por el aburrimiento, o tal vez después
de haber sido completamente aceptada, ella sintió la necesidad de ajustarse a nuevas
fuentes de significado. Con Sara buscando finalizar su coexistencia con Roberto, somos
testigos de la superposición entre el final de una relación y el comienzo de una nueva.

El mismo tema de la determinación y definición recíproca se articula, siguiendo una


trayectoria diferente, en Three Years, la novela de Chekhov (2004) acerca de la
transformación recíproca de Julia y Laptev. La novela comienza con Laptev rebosante
de amor a la luz de la luna, mientras Julia decide casarse con él para dejar la provincia;
termina con Julia, de brazos cruzados, diciéndole a Laptev, “Te amo, ¿lo sabes?”,
mientras él se siente “como si los dos hubieran ya estado casado por diez años – y
también como desayunando”. A través del desarrollo de su amor, Chekhov traza una
línea divisoria que se mantiene invariante durante la novela, a pesar del modo en que
las posiciones adoptadas inicialmente por los dos protagonistas más tarde se darán la
vuelta (Arciero, 2002). Esta línea les permite a Julia y a Laptev distinguirse mutuamente
y para que cada uno sea definido a través del otro. La estabilidad de estos márgenes
logra algún tipo de intimidad entre los dos caracteres posibles, incluso en los momentos
más difíciles, mientras que la intimidad entre Roberto y Sara termina después de un
tiempo corto.

Una manera de fortalecer la dialéctica entre demarcación (centrado en uno mismo) y la


contemporánea definición del Self por medio de la alteridad (centrado en los demás) es
validar la propia experiencia en referencia a una imagen ideal. Esto a menudo puede
derivarse de los medios de comunicación, o puede reflejar un modelo de excelencia en
el campo de profesiones liberales, o carreras artísticas o deportivas. Tales modelos,
usualmente cercanos a la perfección, representan una fuente compartida con la que una
persona puede con-formarse, para proveer un criterio estable de auto-evaluación. La
autonomía percibida está aquí acompañada por un sentido de insatisfacción recalcado
por esporádicos momentos de realización, en lugar de los mismos sentimientos de
inseguridad que caracterizan la percepción de la propia autoridad en la ausencia de
validación en las manos de otro. Es como si el valor total de la experiencia se hubiera
disminuido al tener conciencia del hecho de que la experiencia misma podría ser
perfeccionada. La distancia entre la perfección del modelo y la perfectibilidad de la
propia experiencia también asegura un grado de diferencia entre los dos, fomentando
así competitividad tanto al interior de uno mismo y con los demás. Este constante
sentimiento de estar preparado para cumplir un desafío y ponerse uno mismo a prueba,
este constante deseo por comprometerse, le da significado a uno como auto-centrado,
mientras que también hace la definición contemporánea de la experiencia posible a la
mano a través de una comparación con el modelo. Esta es una tensión para aquellos que
son los mejores de su clase.
La conformidad a un modelo (o modelos) puede tomar varias formas, de acuerdo al
grado de estabilidad, y alcanzar niveles de extrema variabilidad en la co-percepción de
uno mismo. Esta percepción episódica y picaresque del Self se origina de una habilidad
para ajustarse a la imagen requerida en cada contexto, y, de acuerdo a Rossen (2001),
es la causa principal de la personalidad camaleónica. “Con el objeto de adaptarse
exitosamente al juego de la vida”, escribe Rossen (2001), “los camaleones deben ser
capaces de entender intuitivamente lo que los otros piensan y por qué se comportan de
esa manera. Deben reconocer los valores de los otros jugadores y ajustarse a ellos, o al
menos esconder su desacuerdo”.

Es interesante notar aquí que en un estudio de las diferencias entre la gente con alta y
baja empatía emocional, los sujetos con alta empatía demostraron tener un mayor
grado de comportamiento de imitación que los sujetos con baja empatía (Sonnby-
Borgström, 2002). Similares conclusiones se pueden encontrar en el estudio de Van
Baaren et al. (2003), el que demuestra cómo la auto-percepción con grados más altos
de interdependencia está asociada con la imitación que una auto-percepción
independiente.

Cuando las variaciones en la dialéctica entre la definición del Self y su demarcación


contemporánea son causadas por un “exceso” de alteridad, esto puede ser para
corresponde a un “adelgazamiento” del sentido de auto-determinación, hasta el punto
que la persona puede sentir que efectivamente está siendo llevado por el otro. El
sentimiento que un individuo tiene de ser el protagonista de episodios más o menos
significativos, es decir, que coincide con su percepción de sí mismo como un actor que
está interpretando el rol que le ha asignado un director en la vida real antes que en la
pantalla. Sin duda, uno puede elegir seguir las órdenes del director e interpretar el rol
asignado. De manera alternativa, el exceso de alteridad percibida puede intersectarse
con una dimensión autónoma que debe necesariamente permanecer secreta. Este es el
caso, por ejemplo, con Nora en los dos primeros actos de la obra de Ibsen: mientras
externamente, conforme al guión escrito por su marido, Nora también está guardando
un secreto personal que informa de manera concreta su experiencia diaria. Una vez que
el secreto es revelado, la muñeca y su casa se disuelven. Es claro que la naturaleza del
secreto aquí es sólo de importancia secundaria: el asunto en juego podría haber sido
igualmente – como en la mayoría de los casos – un amorío.

Con frecuencia, la percepción de uno mismo como el actor, antes que el autor, del
significado, está acompañado de un sentimiento de invasividad del otro y de una
anulación más o menos temporal del Self – dependiendo de las circunstancias
personales – lo que corresponde a la disolución contemporánea de la propia
demarcación del otro. El mismo sentido de aniquilación puede ser causado por un juicio
negativo de parte de otro altamente significativo.

Si la percepción de si mismo de una persona como el autor de su propia experiencia es


entonces regulada por la alteridad, la necesidad de enfrentar una forma percibida de
invasividad se incrementará proporcionalmente a su intensidad percibida. Este sentido
de oposición a menudo emerge en el curso de la adolescencia de la persona, cuando se
amplifica la necesidad psicológica de distanciarse de las figuras parentales, lo que es
típico de esta etapa de la vida humana, generando entonces una variedad de fenómenos,
que van desde el conflicto manifiesto a la transgresión, incapacidad para comunicarse
e indiferencia. Estos tipos de conducta pueden continuar para manifestarse en el
transcurso de la vida adulta en la forma de rasgos oposicionistas gatillados por otros
significativos, por ejemplo, en relaciones afectivas marcadas por la competencia y la
lucha.

Merece se considerado aquí un estudio realizado por Chartrand, Dalton y Fitzsimons


(2007) acerca de cómo los individuos con un alto grado de reactancia habitual no
consciente, evocada automáticamente al exponerse a otros significativos, son
influenciados en la búsqueda de sus metas. Los autores del estudio sugieren que si los
participantes cumplen o no inconscientemente con los deseos de sus otros
significativos (baja reactancia) o si persiguen o no una meta que se opone directamente
a esos deseos (alta reactancia), depende de si ellos perciben a sus otros significativos
como una amenaza a su propia autonomía. Los individuos con baja reactancia
adoptaron una meta subliminal de sus otros significativos, mientras que los individuos
con alta reactancia persiguieron una meta opuesta.

La dialéctica entre la conformidad hacia la alteridad y la simultánea diferenciación de


esa alteridad toma varias formas asociadas a un rango de emociones, emergiendo todas
en el proceso de relacionarse uno mismo con el otro: otro real o imaginado, a través del
cual uno se define y se demarca. Una característica distintiva de las “emociones no
básicas” es precisamente el hecho de que, junto con el modo de ser del otro, lo que es
co-percibido es la reciprocidad del otro con el propio modo de ser. Estas emociones
entonces juegan un papel fundamental en estructurar el estilo de personalidad que
recién hemos estado discutiendo.

Incapacidad, inadecuación, inseguridad, deficiencia, falta de autenticidad, vacío,


insatisfacción, competitividad, invasividad, tendencia a la oposición, auto-anulación,
pero también culpa, aburrimiento, vergüenza, indiferencia y ansiedad son todos
estados emocionales que bosquejan el significado de la reciprocidad percibida – ya sea
deficiente, nula, ideal o excesiva.

Tal vez la emoción más reveladora de todas sea la ambivalencia. Esta efectivamente
reúne la necesidad de aprobación y la de independencia, involucramiento y distancia,
responsabilidad y evitación. Al hacer posible la retirada bajo toda circunstancia, la
ambivalencia le permite a uno borrar la distinción entre realidad y ficción, y así casual
y flexiblemente redefinir vínculos y salidas. Una obligaciónentonces sólo será aceptada
si va de acuerdo con la transitoriedad o la deserción (si es real o imaginaria). En tales
casos, el compromiso directo sólo será aceptado si no es resolutivo. Aquí también yacen
las raíces del “amor convergente” discutido por Baumann (2003): el tipo de amor que
une a dos personas sólo por el tiempo que ambos estimen conveniente; una vez que el
interés se ha acabado, el vínculo se rompe.
La flexibilidad, que es a menudo alabada, últimamente es un producto de la
ambigüedad. Este es uno de los rasgos definitorios de un estilo de personalidad que en
la esfera del amor busca la intimidad posible para simultáneamente salvaguardar la
propia independencia. Esta dialéctica nos permite no sólo interpretar la dinámica de las
relaciones sentimentales en el transcurso de la vida adulta de una persona, sino que
también explicar un número de fenómenos únicos, que van desde un fallido debut
sentimental, matrimonio blanco (sin relaciones sexuales), perturbaciones de la
excitación sexual, impotencia eréctil y disfunción orgásmica femenina (excesiva
demarcación del otro) hasta “mujeres que aman demasiado” (Norwood, 1985), amor
no correspondido (Baunmeister y Wotman, 1992) y ciertas formas de acecho por parte
de ex parejas (excesiva auto-definición por medio del otro). La dirección que tome una
relación sentimental depende de la modulación de esta dialéctica, en la que el cuerpo a
menudo juega un papel central. El cuerpo es visto aquí como la última fuente de
independencia, pero también de unificación con el otro, como un borde que no puede
ser cruzado, pero también como una herramienta para cumplir con las expectativas de
los otros, para imitar el deseo del otro.

Al discutir el complejo mundo emocional que caracteriza a este estilo de personalidad,


he puesto particular atención a las emociones no básicas conectadas a las condiciones
problemáticas. Por contraste, lo que no ha sido tomado en consideración hasta ahora
son los aspectos “positivos” que emergen gracias a la orientación interpersonal que
marca esta personalidad. La sensibilidad, delicadeza, tolerancia, cuidado, compasión,
intensidad empática, dedicación, consideración, actitud de bienvenida, amabilidad y
abnegación son expresiones igualmente fundamentales de un tipo de personalidad que
está centrada en una necesidad relacional particular, así como una habilidad única para
reunir las señales sociales..

Witkin ha enfatizado como es precisamente gracias a esta marcada atención a la


información recibida desde los oros, y una propensión a compartir los puntos de vista
de los otros, que esos pacientes que él ha denominado “campo-dependientes” –
individuos que presentan un amplio rango de rasgos que pueden ser asimilados a los
de personalidad EDP – se ha comprobado que son más eficientes en situaciones donde
existe una necesidad de confiar en las señales contextuales. Por ejemplo, bajo
condiciones ambiguas, los sujetos campo-dependientes compensaron la falta de
información en la cual basar sus juicios tomando en cuenta la información disponible
para ellos de otras personas (Witkin y Goodenough, 1977). Estos individuos, en otras
palabras, no sólo aceptaron fácilmente el punto de vista de otras personas, sino que
también tomaron en cuenta este punto de vista para establecer el propio. Claramente,
esta conducta puede ser vista como facilitadora de mediación en caso de conflicto,
negociaciones y esfuerzos colaborativos. Mayor confirmación se puede encontrar en
esos estudios empíricos que enfatizan la importancia, en el transcurso de interacciones
sociales estratégicas, del adoptar una perspectiva para develar intereses ocultos y así
generar soluciones creativas y ser más eficiente en algunos asuntos (Galinsky et al.,
2008), así como la imitación estratégica para facilitar la coordinación interpersonal y
los resultados de una negociación (Maddux, Mullen y Galinsky, 2008).
Otra cosa observada por Witkin en relación a las interacciones sociales es el hecho de
que los sujetos campo-dependientes o bien dirigen su mirada o evitan el rostro de la
persona con quien están interactuando, dependiendo de la tarea que están realizando.
“Estos comportamientos oposicionistas entre las personas campo-dependientes –
evitando las caras de los demás cuando participaron en el procesamiento interno de
material cognitivo difícil y mirando sus caras cuando parecían beneficiarse de la
información que podían obtener ahí – ambas reflejan el especial tirón de las caras a su
atención” (Witkin y Goodenough, 1977). De acuerdo con Witkin, la mayor atención a las
claves sociales de estos individuos es debido a su “conducta de observación”. Como
hemos visto, este rasgo es particularmente evidente en las situaciones más oscuras que
pueden ser clarificadas sobre la base de las claves sociales encontradas en el rostro del
otro.

De acuerdo a la perspectiva adoptada hasta ahora, las observaciones de Witkin pueden


verse para referir al estilo EDP de personalidad, el cual basa su sentido de permanencia
en un sistema de coordenadas (hacia el exterior) anclado a otro real o imaginado. Una
interesante confirmación de esta sugerencia se deriva de una comparación entre las
observaciones de Witkin y los datos provenientes de nuestros estudios sobre la relación
entre el estilo emocional y el procesamiento de los estímulos amenazantes. Los sujetos
con tendencia a los desórdenes Alimenticios que se sometieron al fMRI durante la
realización de una tarea perceptiva que involucraba la exposición a estímulos de horror
revelaron una mayor participación de las áreas de la corteza visual y asociativa (BA18),
de las áreas asignadas al reconocimiento facial (BA37), de las áreas conectadas con
funciones cognitivas (BA46) y para aquellas relacionadas con la atención (BA7)
(Bertolino et al., 2005). Incluso los datos pertenecientes a la experiencia subjetiva de
dolor desagradable en los individuos EDP revelan que el grupo Outward mostró mayor
activación en la corteza occipital (BA19), el PCC (BA31) y el precúneo (BA7), es decir,
en aquellas regiones que participan en el procesamiento viso-espacial y la dirección de
la atención (Mazzola et al., ).

5.2 Desórdenes

El estilo de personalidad con tendencia a los desórdenes Alimenticios (EDP) muestra


una cierta inclinación hacia el desarrollo de desórdenes Alimenticios (o su persistencia
después de una mejoría inicial). Esta definición, no obstante, es apenas rigurosa, porque
los desórdenes alimentario sólo representan una parte del espectro sintomático que es
probable asociar con la personalidad en cuestión. El amplio rango de esta personalidad
se refleja en la variedad de desórdenes que afectan mayormente al cuerpo en sus
dimensiones sociales y privadas. La noción de los desórdenes Alimenticios en este
contexto es más generalmente usada para referirse a una aflicción que afecta al propio
cuerpo en su relación con el otro. La relación de una persona con su cuerpo representa
aquí el medio para regular la dialéctica entre auto-demarcación y la definición
contemporánea del Self por medio del otro. La dialéctica detrás de la construcción de
identidad así también encarna el núcleo distintivo de la psicopatología compartido por
una variedad de desórdenes, que van desde la anorexia nerviosa hasta las conductas
adictivas.
Anorexia nerviosa

Desde la última parte del siglo XIX, cuando se identificó primero a la anorexia como un
problema médico, esta enfermedad fue relacionada a la excesiva preocupación del
paciente por el peso y, por añadidura, a la comida y – sólo más tarde – a la imagen de sí
mismo. Es a mediados de 1920 que se le dio una primera importancia a la relación entre
el propio cuerpo y la imagen que se encuentra en la moda, al promover el modelo de
una mujer que es esbelta, ágil y extraordinariamente atenta hacia su aspecto
(Vadereycken y van Deth, 1990). Este es el tipo de mujer moderna que Coco Chanel
tenía en mente.

Una relación se vino a establecer así entre los modelos de los medios de comunicación
y la imagen del propio cuerpo (ver Groesz, Levine y Murnen, 2002). Se puso un nuevo
énfasis en los aspectos perceptivos de la experiencia personal sobre el propio cuerpo:
sobre el cuerpo como imagen. La exposición a los ideales de belleza “irreales”
retratados por los medios es considerado actualmente como uno de los factores más
importantes detrás de los altos niveles de insatisfacción corporal y perturbaciones
alimenticias en la sociedad occidental. Este problema particularmente afecta a las
mujeres.

Pero ¿por qué es la mujer la que, justo desde el comienzo, ha sufrido más por el imacto
de los modelos de los medios? ¿Por qué es que, ya en los primeros años del siglo XX, la
imagen promovida por los medios de comunicación se había convertido en el modelo a
partir del cual las mujeres construyeron su propia auto-imagen? Una respuesta
indirecta a estas preguntas se encuentra en un estudio de correlatos sociales de la forma
femenina del síndrome del camaleón (Rosen y Aneshensel, 1976). De acuerdo con este
estudio, el síndrome camaleón, como producto de una socialización de género de
mucho tiempo, apunta a preparar a las mujeres para el matrimonio. Uno de los
elementos del “camaleonismo” es la orientación hacia la apariencia. Esto es quizá donde
los modelos de los medios entran en juego.

Las imágenes promovidas en los medios de comunicación vinieron a ser percibidas por
las mujeres como modelos a adoptar hacia la definición de su propio atractivo físico;
este elemento, en conjunto con otros, fue visto como potencial para incrementar sus
opciones de atraer el interés de los hombres, incluyendo las opciones de encontrar un
esposo. La conducta alimentaria de las mujeres se ve afectada por la percepción de
estándares sociales y culturales y por las expectativas interpersonales, además de los
estándares personales de apariencia (Mori, Chaiken y Pliner, 1987).

La difusión en masa de la televisión en la década del 50 contribuyó aún más a consolidar


el proceso de moldeamiento del cuerpo de acuerdo con la imagen establecida. Esos días
también fueron testigos de la primera “epidemia” a gran escala de los desórdenes
Alimenticios. En la década del 60, continuó la expansión del fenómeno, la alteración de
la imagen corporal personal llegó a ser considerada como la primera causa del desorden
(Bruch, 1962; Selvini Palazzoli, 1963).
Pero ¿realmente este problema yace en la alteración de la propia imagen corporal, o se
puede considerar de otra manera la relación entre cuerpo, comida e imagen?

Previamente tocamos el tema de la relación de la persona con su cuerpo en referencia


a dos escenarios: el uso del cuerpo como un medio para buscar consenso, y el uso del
cuerpo como un modo de delimitar la propia intimidad con el otro. En ambos casos, la
relación de la persona con su cuerpo fue vista como girando en torno a la dialéctica
entre auto-determinación y auto-definición por medio del otro. Dentro del marco de
esta dialéctica hace un poco de sentido considerar la anorexia restrictiva como algo
causado por una alteración de la imagen corporal. Tal interpretación hace igualmente
un poco de sentido desde la perspectiva de aquellos que sufren de anorexia restrictiva.
Clara evidencia de esto deriva de un hecho bastante evidente: que aquellos que sufren
de anorexia soportan “voluntariamente” el hambre. Aquí la experiencia de ser uno
mismo coincide con la experiencia prolongada del hambre. Por lo tanto, es la última
experiencia la que debe tomarse como el punto de partida al examinar la condición de
la anorexia. ¿Cuál es el significado de darse hambre?

Un elemento que muchos autores han enfatizado es la necesidad de distanciarse uno


mismo de una familia invasiva y afirmar la propia independencia a través de la
oposición agotadora, o rebelándose contra las demandas de los padres y sus altas
expectativas. Referencias a la lucha familiar ya se pueden encontrar en los dos primeros
artículos sobre el sujeto publicados por Gull y Lasegue (citados en Vandereycken y van
Deth, 1990), quien en la última mitad del siglo XIX habló de la obstinación y tozudez de
los pacientes, mientras recomendaba una terapia que fuera adoptada fuera del
ambiente familiar y bajo la guía de una figura autoritaria. Un mayor énfasis sobre el
conflicto emerge de la concreta lucha diaria entre los miembros familiares, quienes
urgen al sujeto anoréxico a retomar su conducta alimentaria normal, y el sujeto
anoréxico mismo, quien percibe su pérdida de peso como un logro en vez de un
problema.

Un análisis de la anorexia en términos de la definición del Self en oposición a la familia,


no tiene en cuenta sin embargo la manera en que la persona anoréxica se percibe a sí
misma, su experiencia personal, y el modo en que construye un sentido firme del Self a
través del hambre.

Hacer que el propio cuerpo sienta hambre es un modo de percibir al cuerpo como
distinto de uno mismo. Lo que es más significativo aquí es la habilidad descubierta para
mantener un sentido de radical autonomía sin hundirse en el vacío, sino más bien por
una alerta y lucha constante en contra de un cuerpo – el propio – que está gritando con
hambre y/o cansancio. Liberarse uno mismo de la determinación a manos de los otros
ya no es percibida en forma de vacío, para un cuerpo hambriento le provee un
permanente centro de gravedad. Así el cuerpo, simultáneamente percibido como
propio y como otro, hambriento, cansado por el excesivo ejercicio físico y exhausto de
purgar, se convierte en el interlocutor privilegiado para la regulación del propio sentido
del Self – un interlocutor que guía la propia imaginación, pensamientos y acciones.
Selvini Palazzoli (1963), describiendo esta condición, habló de “alteración de
desilusión” (aunque uno centrado en la imagen del cuerpo).

Al concebir su propio cuerpo como un nuevo dentro que puede tanto diferenciarse de
cómo coincidir con, una persona es liberada de la necesidad de confiar en los demás
para lograr la auto-definición. Como el peso progresivamente se pierde, el propio
interés por los otros declina, hasta el punto de alcanzar el aislamiento social completo.
Aquí yacen los orígenes de la anorexia, lo que representa un intento de escapar de la
excesiva determinación a manos de los otros, estableciendo una relación con el cuerpo
como algo con que sintonizarse.

Aquí también yace el origen de ese perfeccionismo que es considerado como un


antecedente particularmente común de la anorexia nerviosa (Fairburn y Harrison,
2003; Fairburn et al., 1999). El intento constante de cumplir los estándares más altos
posibles de comportamiento y/o las expectativas de las personas significativas, así
como obtener la aprobación de los demás conformándose a sus expectativas, como
sugirieron Hewitt, Flett y Ediger (1995), es un modo de erigir una especie de barrera
para amortiguar – y por lo tanto alejar – el impacto de las críticas y juicios de los otros
sobre el propio sentido del Self. Mayor sea esta necesidad, mayor el grado de
perfeccionismo en el sujeto, como lo sugirieron aquellos estudios que relacionaron el
grado de perfeccionismo de la persona con la severidad de sus desórdenes Alimenticios
(Bastiani et al., 1995; Halmi et al., 2000; Pieters et al., 2007).

Es claro desde esta perspectiva que el peso, la forma, e incluso un simple comentario
aludiendo a un incremento del peso, afectará la autoestima del sujeto. La lucha
constante en contra del cuerpo sirve para medir la propia habilidad, fortaleza y, por
ende, el valor. La balanza viene a proveer una confirmación objetiva de esos valores.

Para los sujetos con desórdenes Alimenticios, quienes estructuran su propia identidad
luchando con sus hambrientos cuerpos, delgados – incluso una delgadez tipo esqueleto
– sólo puede ser visto como algo positivo y una confirmación, incluso si están
conscientes de su falta de atractivo.

Un estudio de Jansen et al. (2006) ha investigado el origen de los sentimientos de ser


poco atractivo entre sujetos con síntomas de problemas Alimenticios, comparando su
imagen corporal y modelos de control para las evaluaciones intersubjetivas de esos
cuerpos que daban dos grupos juzgando las mismas diapositivas. De modo interesante,
los controles normales se calificaron a sí mismos como mucho más atractivos que las
demás personas que los evaluaron, mientras que hubo una validación consensual de la
imagen corporal negativa de los sujetos con desórdenes Alimenticios. A lo largo de
muchas de las líneas, un estudio de 100 pacientes femeninas que sufrían de anorexia
nerviosa, realizado por Probst et al. (1998), reveló que cerca de la mitas de las sujetos
fueron precisas en la estimación de las dimensiones de su propio cuerpo y sólo un 20%
demostró una clara sobreestimación.

Bulimia nerviosa
En la década de los 80 aumentó la atención sobre un nuevo desorden alimentario: la
bulimia nerviosa, que fue descrita por Polivy y Herman (1985) como “la enfermedad de
los ochentas”. A diferencia de la anorexia, de la cual a menudo representa un desarrollo
(Eddy et al., 2008), la bulimia tiene sus raíces no en la necesidad de afirmar la propia
independencia radical de los otros, sino más bien en la propia y actual relación con el
otro: la propia conciencia profunda de las opiniones y juicios de los otros. En este caso,
una persona mide su propio valor en base a la aprobación de los otros o su rechazo.
Como algunos autores han observado, el miedo al rechazo o la exclusión es una
características esencial de la bulimia (por ejemplo, Baumeister y Tice, 1990; Gross y
Rosen, 1988; Heatherton y Baumeister, 1991). Los pacientes bulímicos aprender a
soportar el miedo constante al juicio manipulando su propio atractivo físico y la forma
del cuerpo, lo que consiguen regulando los parámetros corporales en que se basan las
imágenes de moda. De un modo más evidente que los anoréxicos, los bulímicos pueden
ser vistos centrándose en los modelos masivos de perfección, lo que les provee un punto
de referencia por el cual medir su propio grado de deseabilidad, con el fin de reducir su
miedo del conflicto personal.

La ipseidad aquí se caracteriza por una ansiedad constante en relación a los juicios de
los demás, lo que sin embargo es amortiguado con la focalización del propio atractivo y
la figura del cuerpo. Esto da origina una fenomenología única, marcada por un extraño
y complejo entrelazamiento entre la exposición y la imagen corporal. Si por un lado, la
aceptación de los demás es manipulada por una manera de presentarse que enfatiza la
apariencia física, por ende incrementando la atención focalizada en el cuerpo, por otra
parte , cualquier falta de validación está destinada a ser referida al propio cuerpo,
incrementando así el foco aversivo sobre el cuerpo. La relación crucial entre el propio
nivel de exposición y la atención focalizada en el cuerpo contribuye a explicar un
fenómeno aparentemente bizarro: el hecho de que la falta de validación en cualquier
campo – algunos bulímicos siempre lo perciben como una falla – es automáticamente
transformado en una percepción negativa del propio cuerpo (por ejemplo, el
sentimiento de que la propia barriga es muy grande o que se está sobrepeso), lo que a
la vez inmediatamente gatilla formas conductuales de desordenes alimenticios. Es
apenas sorprendente, entonces, que la bulimia sea más frecuente entre mujeres con
logros altos, quienes están más expuestas al conflicto con los demás y a la evaluación,
y/o están más preocupadas de los estándares altos y las altas expectativas por el logro
y el desempeño (Barnett, 1986).

La falta de validación – independientemente de la situación contingente – es percibida


como algo vergonzoso, que afecta la vida completa del sujeto, amplificando de gran
manera su sentido de negatividad personal. Esta forma de desregulación emocional,
que incrementa de modo radical la intensidad de los sentimientos del paciente, también
es una de las causas de la alta incidencia de abuso de alcohol (Bulik et al., 2004), y del
uso de sustancias (Wiedermann y Pryor, 1996) entre los bulímicos.

Una idea de cuán extremadamente sensitivas son los bulímicos respecto de la falta de
validación nos la da una de nuestras pacientes. La joven, refiriéndose a una fiesta en la
que había estado unos pocos días antes, explicaba que, porque no había sido seducida
por el joven más distinguido de la fiesta, había llegado a la conclusión de que ella era
físicamente poco atractiva. Durante la tarde, se quedó pensando que ningún hombre
interesante se fijaría en ella, y que estaba destinada a llevar una existencia sola y
miserable. Sintiéndose desesperada, al volver a casa experimentó tres atracones
consecutivos de comida, seguidos de vómitos.

Una característica definitoria de la bulimia, y algo que claramente emerge de lo que


cuentan nuestra paciente, es la única manera en que los sujetos intentan enfrentar las
emociones pertenecientes al resultado de una confrontación o las expectativas que esta
engendra – tristeza, miedo, estrés, rabia, decepción – y los sentimientos relacionados a
la soledad (y por ende la falta de otro por el cual definirse a sí mismos), por ejemplo, el
vacío y el aburrimiento. Con el fin de enfrentar estas emociones, los bulímicos
manipulan su propia percepción del cuerpo mediante el atracón de comida y el vómito,
pero también realizando dietas y ejercicios agotadores. Esto trae una pregunta
relacionada con uno de los enigmas más característicos de la bulimia nerviosa: ¿por qué
estas emociones gatillan patrones de comportamiento que giran en torno a la ingesta y
expulsión del alimento?

Antes de sugerir cualquier respuesta, vamos a resumir los varios pasos que nos han
llevado a este tema. Primero, el automatismo que remarca la bulimia se ha visto que
deriva de una falta de validación que causa un estado de intensa activación emocional.
Este profundo malestar es referido a la figura del propio cuerpo. Una activación
emocional de grado similar de intensidad también puede derivar de la soledad o de
circunstancias imaginarias. Este estado emocional extremadamente negativo actúa
entonces como un gatillante para el consumo sin restricciones de comida (y más o
menos inmediato), el que puede ser seguido de vómitos, dietas, ejercicio o una
combinación de cualquiera de estas prácticas.

Baunmeister ha dirigido por mucho tiempo el problema de la bulimia en el contezto de


su teoría del escape (Baunmeister, 1989, 1990; Heartherton y Baunmeister, 1991).
Desde una perspectiva cognitiva, él argumenta que, con el objeto de escapar de los
sentimientos negativos, los bulímicos reducen su atención hasta el presente inmediato.
Esto les permite moverse a niveles más bajos de conciencia y así remover una serie de
inhibiciones en contra de comer que están conectados a niveles más articulados de
auto-conciencia. Como resultado, “la persona puede llegar a ser absorbida en este
proceso de comer y puede fallar en evaluar el comer con los estándares, normas o
directrices”, ingiriendo entonces comida de una manera no descontrolada (Heartherton
y Baumeister, 1991). Estos eventos, dice Baumeister, también pueden desplegarse de
acuerdo a una secuencia opuesta, por donde el proceso de comer absorbe la atención
de la persona, permitiéndole escapar de una amplia auto-conciencia.

Aún si la segunda hipótesis de Baumeister fuera válida, no obstante, todavía fallaría en


explicar por qué una persona necesita crear una condición visceral dentro de su propio
cuerpo para escapar de los sentimientos de sufrimiento causados por un estado
emocional. De acuerdo a la perspectiva que nosotros hemos adoptado hasta ahora, en
el caso de bulimia, como con la anorexia, la relación del sujeto con su propio cuerpo
puede ser vista como el medio por el cual se regula la dialéctica entre auto-demarcación
y la contemporánea determinación de su Self a través de los otros.

De acuerdo con lo que se ha dicho en relación a la anorexia, la creación de estados


viscerales a través de la ingestión y expulsión de comida entre los bulímicos le permite
al cuerpo emerger como un centro al cual sintonizarse con el fin de liberarse del estado
emocional negativo engendrado por la relación con los otros. El relleno y vaciado del
propio cuerpo, como el saciarse y más tarde tener hambre del cuerpo y su sujeción al
esfuerzo físico, es el medio por el cual el bulímico percibe simultáneamente su cuerpo
como propio y de los otros.

Es precisamente la construcción del cuerpo como el otro lo que polariza y reduce el


espacio de atención del bulímico, permitiéndole escapar a niveles más articulados de
auto-conciencia. En el caso de los bulímicos, sin embargo, a diferencia de los anoréxicos,
lo que marca la relación del sujeto con los otros no es una separación radical, sino más
bien una necesidad extrema de regular la falta de validación que emerge en el
transcurso de la relación de uno con los otros. Los episodios de atracones de comida
son la expresión de una condición que se caracteriza por la crónica co-determinación
del sentido del Self y la aceptación de los demás. Estos episodios reflejan la extrema
percepción de un juicio negativo (sea este real o imaginario).

Tan pronto como la compulsión llega a su fin, el focalizarse en una imagen cualquiera
que sirva como punto de referencia, o a la que se le considere como el peso ideal para
el propio atractivo físico, conduce a varias prácticas compensatorias como el vómito
auto-inducido, el mal uso de laxantes, dietas o ejercicio excesivo. Como observa René
Girard (2006), “nuestra bulímica moderna está comiendo para sí misma, pero está
vomitando para los demás” – y para todos aquellos cuyas opiniones importen,
agregaríamos nosotros. Esto parece ser el factor clave, en el cual cumple un papel clave
el tema del cuerpo como una imagen y un medio para regular el encuentro de uno con
el otro reduciendo el posible riesgo de rechazo al mínimo. A la luz de esto, la
promiscuidad sexual que es común entre las bulímicas, también puede verse como una
manera de manipular la aceptación de los demás.

Desorden del comer-compulsivo (atracón)

A lo largo de la década pasada, un literatura que crece con rapidez ha documentado la


significancia clínica de un nuevo síndrome, el desorden de comer-compulsivo (BED), el
cual se ha descubierto que es más común que la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa
(Pope et al., 2006; Striegel-Moore y Franko, 2003; Spitzer et al., 1992). Como en el caso
de la bulimia nerviosa, la necesidad para el comer compulsivo es un núcleo
característico del BED. Este rasgo compartido trae el interrogante de la
contigüidad/continuidad entre el BED y la bulimia, aunque la forma en que se da el
comer-compulsivo, y la frecuencia con que se realiza, puede verse que varía dentro de
los dos desórdenes. Lo que es necesario no es tanto identificar el punto de corte entre
purgar y no purgar de la bulimia nerviosa/BED (Devlin, Goldfein y Dobrow, 2003), sino
entender si es el mismo mecanismo el que yace en el corazón de estos dos síndromes,
que puede ser visto variar radicalmente en otros aspectos.

Las características epidemiológicas del BED difieren de las de la bulimia – BED afecta a
individuos de 40 años, frecuentemente ocurre en hombres y está fuertemente asociado
con la obesidad (Walsh y Devlin, 1998; Fairburn y Harrison, 2003; Pope et al., 2006) –
como es su comienzo. Como sugieren Dingemans, Bruna y van Furth (2002) en su
revisión del BED: “en el caso de la bulimia nerviosa, la mayoría de los individuos
empiezan con una dieta antes del inicio del comer compulsivo. Sin embargo, un
subgrupo bastante grande de los individuos con BED comienzan con el comer
compulsivo antes del inicio de una dieta (35-54%)”.

A menudo, los bulímicos alcanzan la fase de comer compulsivo a través de la dieta; por
contraste, aquellos que sufren de BED empiezan a comer compulsivamente como
primer síntoma . Una diferencia mayor entre los dos desórdenes se haya en el hecho de
que, en el caso de los pacientes BED, el comer compulsivo no es seguido de una purga o
de prácticas compensatorias, aunque estas distinciones no siempre hace un corte claro.
Devlin, Goldfein y Dobrow (2003), por ejemplo, se preguntan si no podría haber un
continuo entre los individuos que comen compulsivamente y luego inmediatamente
ayunan o se ejercitan para compensar – y quienes entonces caerían en el grupo de la
bulimia nerviosa sin purgar – y los individuos que reportan largos periodos de comer
compulsivo, alternando con días o semanas de dietas ocasionalmente extremas – siendo
estos probables candidatos para un diagnóstico de BED. El tema de la continuidad entre
el BED y la bulimia nerviosa es un asunto de debate (Fairburn,Welch and Hay, 1993;
Fairburn et al. , 1998, 1999; Fichter et al. , 1993; Fitzgibbon, Sanchez-Johnsen and
Martinovich, 2003; Spitzer et al. , 1993).

¿Qué tienen estos dos desórdenes en común? Primero que todo, en ambos casos, las
situaciones que gatillan episodios de comer compulsivo son a menudo precipitadas por
estrés y afectos negativos (Arnow,Kenardy and Agras, 1995; Engelberg et al. , 2007;
Deaver et al. , 2003; Whiteside et al. , 2007; Stein et al. , 2007). Parecería entonces que
la rápida ingestión de cantidades considerables de comida, un proceso que permite que
emerjan estados viscerales, a los que una persona puede entones poner atención para
escapar de su sentido negativo del Self, es una característica compartida por ambos
síndromes. La mayor diferencia entre el BED y la bulimia aparece una vez que la
compulsión se termina: mientras los bulímicos son entonces llevados a focalizarse una
vez más sobre un punto de referencia que guíe sus prácticas purgatorias, los sujetos
que sufren de BED no muestran signos de conducta compensatoria. Esta diferencia
tiene dos consecuencias notables.

La primera consecuencia tiene que ver con la experiencia que tiene el sujeto de su
cuerpo. En el caso del BED, el proceso de llenarse mucho el estómago de manera rápida
y sin control no es seguido, como en el caso de la bulimia, por un más o menos repentino
(vómito) o extremo (dieta) cambio de la condición visceral inducida por el comer
compulsivo. Más bien, la percepción que tiene el sujeto del cuerpo está conectada con
el proceso digestivo provocado por la ingesta de esa gran cantidad de comida. El
esfuerzo de la digestión captura de manera pasiva la atención del sujeto, dando origen
a una fenomenología corporal única. El cuerpo, en otras palabras, manifiesta su carácter
visceral en lo que podemos considerar como una manera opuesta a la del hambre
anoréxico: para ello se centra predominantemente en una sensación de saciedad, y es
así similar a la que encontramos en las personas obesas. Tal es el caso que en el BED
encontramos un 15-50% de individuos obesos buscando tratamiento (Latner y Clyne,
2008). Para tener una idea del lado físico de esta experiencia, uno puede referirse a los
sentimientos que vienen después del consumo abundante de comida: en los peores
casos de BED, se reproducen las mismas sensaciones viscerales incluso varias veces en
un día. Es sorprendente cómo se le ha dedicado tan poca atención en la literatura a la
relación entre la digestión de grandes cantidades de comida y la percepción del propio
cuerpo.

Lo que está bien documentado, por otro lado, son las similitudes entre las
preocupaciones por la forma física y el peso en los BED no obsesos y la bulimia (los
pacientes BED obesos reportaron un significativamente menor dirección hacia la
delgadez) (Crow et al., 2002; Vervaet, van Heeringen y Audenaert, 2004; Santonastaso,
Ferrara y Favaro, 1999). Este compartida preocupación por la apariencia física
claramente esconde una forma de ansiedad para la relación de uno con los demás. Lo
que es particularmente interesante es el hecho de que los sujetos BED, mientras
también presentan un alto frado de insatisfacción con sus cuerpos, no buscan modificar
su forma y peso de la misma manera que los bulímicos: es como si soportaran
pasivamente lo que ellos perciben como una apariencia intolerable.

La segunda consecuencia de la antes mencionada diferencia entre el BED y la bulimia,


y una que se refleja en las frecuentes asociaciones entre el BED y la depresión co-
mórbida, tiene que ver con el sentimiento de negatividad personal que caracteriza a
quienes sufren de BED, y que se incrementa cuando los episodios de comer compulsivo
se vuelven más frecuentes. Striegel-Moore et al. (1998), en un estudio basado en
poblaciones, encontraron que los individuos que tenían un verdadero síndrome BED
sufrían de mayor tristeza, menor autoestima y más estrés que los sujetos que tenían
una variante sub-umbral de BED (presentando un mínimo de sólo un episodio de comer
compulsivo por semana). Estos datos parecen encontrar mayor confirmación en otros
estudios que demuestran cómo el comer compulsivo no solo no provee algún alivio,
sino que empeora el estado de ánimo negativo del sujeto en el periodo que sigue al
atracón (Stein et al., 2007; Wegner et al., 2002).

Para decirlo de otra manera, mientras más individuos con BED se satisfagan comiendo
compulsivamente, mayores serán los sentimientos negativos que los harán ser
propensos a comer compulsivamente en primer lugar. Entonces, la frecuencia de su
práctica es de crucial importancia, como un indicador de mayores condiciones críticas
que la gatillen (afectos negativos y vacío) y porque – a través del establecimiento de un
circuito cerrado – promueve y refuerza un rango de sentimientos negativos dirigidos a
uno mismo (disgusto, culpa, desesperanza, rabia, tristeza, arrepentimiento y auto-
aversión).
Estos dos aspectos emergen muy claramente en las historia de los individuos que sufren
BED. Por una parte, la frecuencia del comer compulsivo parece estar directamente
relacionado con momentos significativos en la historia de la persona, lo que exacerba
su sentido de negatividad personal. Es como si para afrontar la percepción de sí mismos,
los sujetos BED fueran obligados a cambiar la frecuencia de su comer compulsivo,
afectando así el curso de su enfermedad. Por otra parte, el empeoramiento de los
sentimientos de inutilidad de la persona, causado por repetidos episodios de comer
compulsivo que a menudo llevan a un incremento visible en el peso, contribuye a su vez
al empeoramiento de su desorden. Como era el caso con la anorexia y la bulimia
nerviosas, el núcleo distintivo del BED es la relación del sujeto con su cuerpo, el cual –
a través de la comida – se vuelve el centro al cual sintonizarse (negativamente) para
regular la dialéctica entre la auto-demarcación y la determinación contemporánea del
Self a través del otro.

Desórdenes conectados con la figura del cuerpo masculina

Sólo 10% de los casos clínicamente diagnosticados de desórdenes alimenticios ocurren


entre los individuos hombres (APA, 2000). La distribución diagnóstica entre estos
sujetos es similar a la que reportan las mujeres, con casos de bulimia estimados de 5 a
10 veces mayores que los de anorexia. Por contraste, como hemos visto, el desorden de
comer compulsivo es más común entre los hombres, pero no hay una diferencia
marcada en la distribución entre pacientes hombres y mujeres (Carlat y Camargo, 1991;
Carlat, Camargo y Herzog, 1997; Spitzer et al., 1992; Szmukler et al., 1986). Entonces,
¿cómo podemos explicar la congruencia de esta distribución, en el 10% de casos
reportados entre hombres, con los casos reportados en mujeres? ¿Y qué hacemos con
las significativas diferencias en la distribución por género de los desórdenes
alimenticios?

Se ha sugerido que una alta proporción de hombres con desórdenes alimenticios son
homosexuales, bisexuales o asexuados. La congruencia de género podría así tomarse en
cuenta para las inclinaciones sexuales de hombres que desarrollan la enfermedad
(Carlat, Camargo and Herzog, 1997; Herzog et al. , 1984; Schneider and Agras, 1987;
Fichter and Daser, 1987). Tal conclusión parecería estar respaldada por el hecho de que
los sujetos varones heterosexuales que sufren de estos desórdenes no difieren, en
términos clínicos, de las mujeres con trastornos alimenticios (Woodside et al., 2001).

En cuanto a la diversidad en la distribución por género, podría ser el caso de que la


enfermedad se manifieste de modo diferente entre los sujetos varones. Los desórdenes
alimenticios entre los hombres, podrían pensarse que presentan una etiología que es
similar a la que encontramos en pacientes mujeres, pero con una sintomatología
distinta. Por otra parte, si una persona regula su relación con otros por como se regula
con su cuerpo, las diferencias en la distribución por género de los desórdenes
alimenticios probablemente dependan del modo en que los individuos hombres usan
sus propios cuerpo en el contexto de la dialéctica entre auto-definición y aceptación por
parte de los demás. La regulación de esta dialéctica, en otras palabras, podría verse
como girando en torno a los mismos factores que yacen tras el desarrollo de la anorexia
y de la bulimia, mientras que toman una forma específicamente masculina.

Como en el estudio de los desórdenes alimenticios, la mayoría de la investigación


centrada en sujetos masculinos se ha focalizado en el tema de la insatisfacción con la
imagen del cuerpo, teniendo además de tomar en cuenta una noción central informante
de la imagen corporal de la población masculina: la musculatura.

A diferencia de las mujeres, los hombres no sólo parecen más interesados en la forma
que en el peso, sino que su insatisfacción de la imagen corporal opera en la dirección de
ganar peso (Anderson y Di Domenico, 1992). De acuerdo a la perspectiva adoptada en
varios estudios sobre el tema, la insatisfacción con la imagen corporal, y entonces el
deseo de volverse más muscular y desarrollar una figura en V, justifica el riguroso
ejercicio o el entrenamiento de peso (Furnham, Badmin y Sneade, 2002). Olivardia et
al. (2004), por ejemplo, investigaron los indicios de la imagen corporal y asociaron
rasgos psicológicos entre 154 varones estudiantes universitarios. Cuando les pidieron
escoger el cuerpo que ellos idealmente querían tener, los hombres eligieron uno con
una media de aproximadamente 25 libras más de músculo que su nivel original de
musculatura y cerca de 8 libras menos de grasa corporal que el nivel que ya tenían. Esta
preferencia por un cuerpo delgado y musculoso se origina primero en algún lugar entre
los seis y siete años, se incrementa con la edad, y alcanza un máximo entre la primera
adolescencia y la entrada a la adultez (Ricciardelli y McCabe, 2004; Spitzer, Henderson
y Zivian, 1999). Este ideal está íntimamente ligado a las visiones culturales de la
masculinidad.

Pope et al. (1999) ha estudiado los cambios en la imagen ideal del cuerpo masculino
midiendo la circunferencia de cintura, pecho y de bíceps de los juguetes masculinos de
acción -- GI Joe, Luke Skywalker y Han Solo – a lo largo de 30 años. Descubrieron que
las figuras de acción con el tiempo se han vuelto más musculosas y han desarrollado
una definición de musculoso que excede por lejos a la forma que alcanzan los
fisicoculturistas humanos. En otro estudio liderado por el mismo equipo (Leit, Pope y
Gray, 2001), una revisión de 115 modelos masculinos que aparecieron en la revista
Playgirl entre 1973 y 1997 ha mostrado que los modelos han crecido
considerablemente en “densidad” y más musculatura con el paso de los años.

Así que, tal como en el caso de las mujeres, se ha sugerido que la exposición a los ideales
de belleza “irreales” de los medios de comunicación podrían haber contribuido a la alta
prevalencia de desórdenes alimenticios. Los ideales culturales de la musculatura entre
los hombres podrían estar contribuyendo a los altos niveles de insatisfacción corporal,
fisicoculturismo extremo y abuso de esteroides anabólicos. De acuerdo con estas
sugerencias, se pueden definir dos desórdenes: el primero, la dismorfia muscular,
podría considerarse al equivalente masculino de la anorexia; el segundo, el uso de
esteroides anabólico-andrógenos, el que presenta algunas similitudes con la bulimia.

La dismorfia muscular, que ha sido descrita como “una anorexia nerviosa invertida”
(Pope, Katz y Hudson, 1993; Pope y Katz, 1994), es un desorden caracterizado por: (1)
una preocupación persistente por el tamaño de la propia musculatura, aún cuando esté
bien desarrollada, hasta el punto de evitar actividades y lugares donde el propio cuerpo
pudiera ser visto (playas, camarines) como motivo de vergüenza por los defectos
percibidos; (2) pensamientos recurrentes sobre la propia inadecuación muscular; (3)
angustia o discapacidad significativa en áreas sociales u ocupacionales; (4) falta de
control sobre la compulsividad de dietas y de las pesas (Pope, Phillips y Olivardia, 2000;
Olivardia, Pope y Hudson, 2000). Como sugieren Olivardia, Pope y Hudson (2000) en
las conclusiones de su primer estudio controlado de la dismorfia muscular, “la
búsqueda de la ‘grandeza’ muestra paralelismos notables con la búsqueda de la
delgadez”.

Como la anorexia, la dismorfia muscular no parece originarse de una alteración de la


propia imagen corporal percibida. Igual como el sentimiento de hambre del sujeto
representa el punto de partida para una comprensión de la anorexia, así la percepción
de la propia existencia en el caso de la dismorfia se origina de la constante experiencia
de los propios músculos, la búsqueda de la grandeza encarna un valor absoluto. Como
en el caso de las anoréxicas, esta percepción de el cuerpo los libera a aquellos que sufren
dismorfia de tener que relacionarse con otros.

Un mejor ejemplo de esta búsqueda de musculatura es el uso de esteroides anabólicos


y andrógenos. Varios estudios han ilustrado que una de las principales razones de por
qué los adolescentes varones usan los esteroides es la de mejorar la apariencia física y
el atractivo conforme a una imagen ideal (Ricciardelli y McCabe, 2004; Bahrke et al.,
2000; Wichstrom y Pedersen, 2001). El adolescente que usa los esteroides para
aumentar su masa corporal presenta una serie de rasgos que lo asemejan a las
bulímicas: baja autoestima y afectos negativos (Ricciardelli and McCabe, 2001; Irving
et al. , 2002; Kindlundh et al. , 2001), como también altos niveles de impulsividad (ver
el reporte de Ricciardelli y McCabe, 2004). Un aumento en el uso de esteroides, no
obstante, también se ha visto entre los niños adolescentes que son atletas de elite, y que
por lo tanto se caracterizan por un alto grado de competitividad (Bahrke et al., 2000).

Como en el caso de los bulímicos, el uso de esteroides entre los adolescentes y los
hombres jóvenes parecería estar relacionado con la manipulación del atractivo físico
como medio para disminuir la ansiedad asociada a la confrontación con los demás y sus
juicios. Mejorar la apariencia física de acuerdo a estándares culturales de masculinidad
daría lugar entonces a una mayor aceptación por parte de los pares y la popularidad
entre los pares masculinos y los miembros del sexo opuesto (Eppright et al., 1997;
Holland y Andre, 1994). Aquí también, como en el caso de los bulímicos, el problema
gira en torno a los propios miedos de validación/falta de validación por parte de los
otros, algo que es tapado por la manipulación de la forma del propio cuerpo. Por otra
parte, esta cura para el atractivo físico está conectada a una sintonización con el cuerpo
por medio del ejercicio muscular.

La analogía que se puede esbozar entre el uso de esteroides y la bulimia está limitada a
los aspectos que recién acabamos de describir. El uso de esteroide carece de cualquier
equivalente para algunos de los rasgos cruciales de la bulimia, tales como la relación
entre emociones negativas y el comer compulsivo o la adopción de prácticas
correctoras. Sin embargo, como la literatura actual carece de estudios de primera mano
sobre las experiencias de sujetos que sufren de esta patología, es tal vez muy pronto
para intentar esbozar alguna perfil comprensible de la relación entre el uso de
esteroides, el ejercicio y el control emocional.

Conductas adictivas (compra compulsiva, juego patológico, cleptomanía, adicción


a internet, conducta sexual impulsivo-compulsiva, piromanía).

Las analogías con alguno de los rasgos más relevantes de la bulimia nerviosa – como el
comer compulsivo y su relación con emociones negativas, o la emergencia, después del
comer compulsivo, de emociones auto-evaluativas como la culpa y la vergüenza – se
vuelven más evidentes cuando consideramos desórdenes que están conectados con las
conductas adictivas.

Antes de describir qué elementos nos permiten reconocer en estas patologías el mismo
proceso psicopatológico que marca a los desórdenes alimenticios, es necesario destacar
que las conductas adictivas también pueden emerger en otros estilos de personalidad.
Esto implica que los diferentes modos que uno tiene de percibirse emocionalmente
pueden gatillar los mismos comportamientos impulsivos.

Por ejemplo, mientras que comprar (o robar) objetos en desuso pudiera ser provocado
por un sentimiento de vacío (como en el caso de Roberto que discutíamos al comienzo
del libro), también podría ser causado por la idea de que resistirse a esa compra sería
perderse una ganga.

Igualmente, el juego patológico pudiera ser provocado por el peso insoportable del
aburrimiento – que en caso de algunos individuos EDP corresponde a una falta de
estímulos con los cuales definirse. Este impulso a jugar, no obstante, será muy diferente
del que experimentó el personaje principal de la novela The Gambler de Dostoevsky
(Dostoevsky, 2006), quien en el extraordinario epílogo de la novela, después de aceptar
unas pocas monedas que le lanzara un amigo casi con desprecio, siente que al resistirse
a apostar está perdiendo la oportunidad de su vida. “Todo lo que tomaría sería la astucia
y la paciencia, ¡por una vez! Todo lo que tomaría sería demostrar el propio carácter por
una vez, ¡y en una hora podría cambiar toda mi suerte!”
Los antecedentes emocionales que gatillan el desorden están por lo tanto conectados a
la historia del paciente, cuya experiencia de primera fuente se necesita para interpretar
correctamente la dinámica sintomática. La interacción entre las perspectivas en
primera y tercera persona parecerían ser un pre-requisito epistemológico esencial para
la psicopatología.

En el marco del estilo de personalidad con tendencia a los desórdenes alimenticios, lo


que distingue a las conductas adictivas de los desórdenes alimenticios y de los
desórdenes conectados con la forma del cuerpo masculino es el hecho de que la
percepción que tiene la persona de su cuerpo está centrada, no sobre un aspecto
visceral (hambre, saciedad, cansancio, musculatura), sino, más bien sobre una
condición de arousal (excitación) profunda, que los mismos pacientes describen como
una sensación de euforia, una sensación máxima, repentina o incluso sexual (como por
ejemplo ocurre a menudo con la compra compulsiva).

El contexto emocional en el que estas conductas emergen está invariablemente


caracterizado por emociones que giran en torno a condiciones de soledad, como un
sentido de vacío o de aburrimiento; condiciones de falta de validación, que gatillan
pensamientos auto-críticos o rabia; y condiciones de exposición a la ansiedad. Aunque
aún deben realizarse estudios sistemáticos en personas, la naturaleza tan específica de
los gatillantes involucrados sugiere que las conductas (percibidas generalmente como
placenteras) que caracterizan a todos estos desórdenes sirven como medio para
superar afectos negativos (Jacobs, 1989; Faber, 1992). Esto de todos modos, ha sido
claramente documentado en el caso de los compradores compulsivos. Scherhorn, Reish
y Raab (1990), Faber y O’Guinn (1992) y Miltenberger et al. (2003) han encontrado que
las emociones negativas fueron los antecedentes más comunes en los compradores
compulsivos. También se reportaron estados depresivos y tensión ocasionales como
precursores de la cleptomanía y otros tipos de robos (Bradford y Balmaceda, 1983;
Goldman, 1991).

La secuencia en que estas conductas ocurren, por otra parte, es la misma para todos los
desórdenes y parece similar a la del comer compulsivo. Impulsada por una situación de
displacer, la persona desarrolla una urgencia de actuar, la que puede ser satisfecha
dependiendo de las circunstancias. Si las circunstancias a la mano no le permiten actuar
al sujeto, entonces él centrará su atención en la anticipación de una serie de acciones
preparándose para cuando ocurran. El espacio cronológico entre preparar una acción
cualquiera e implementarla está caracterizado por un arousal (excitación) aumentado
que absorbe la atención del sujeto en la planificación de la secuencia, reduciendo así
progresivamente su rango de auto-conciencia.

La realización de una conducta, que se caracteriza por una exacerbación de la condición


presente de la persona, es descrita a lo largo de los diferentes desórdenes como el
momento más excitante del proceso; corresponde a la absorción completa en la
experiencia: una especie de visión de túnel acompañada por una pérdida de contexto.

Uno de nuestros pacientes, por ejemplo, quien ya había sido reportado a la policía varias
veces por exponerse indecentemente, me explicaba que él podía empezar a planear el
exponer su cuerpo desnudo cuando percibía que había sido juzgado negativamente por
su jefe en la oficina, y a veces incluso cuando se encontraba solo en la oficina.

Por lo tanto, la necesidad de nuestro paciente de exponerse se surge de situaciones


donde él se siente anulado por juicios negativos, y de circunstancias en las que la
experiencia de encontrarse solo gatilla un fuerte sentido de vacío. En ambos casos,
nuestro paciente pierde sus puntos de referencia usuales a través de los cuales él se co-
percibe. La dinámica de exposición, repetida varias veces al día, consistía en mostrarse
desnudo ante grupos de estudiantes de entre 14 y 18 años, quienes asistían a la escuela
femenina cuya ventana daba a su terraza. Como el departamento de nuestro paciente
no quedaba lejos de su oficina, y como él sólo podía exhibirse durante el descanso de la
mañana, salía del trabajo si las circunstancias de los permitían.

El nivel de arousal (excitación) de nuestro paciente aumentaba entonces


progresivamente mientras iba llegando a su casa, elevándose aún más cuando entraba
a su departamento, se quitaba la ropa y se ponía a esperar detrás de las cortinas con los
ojos puestos en la ventana de la escuela. Cuando se acercaba la hora del descanso, sentía
que su corazón se aceleraba, su cuerpo se endurecía, su respiración se hacía pesada…
hasta que el timbre de la escuela anunciaba el recreo. Tan pronto como se abría la
ventana y las estudiantes se dejaban ver, nuestro paciente se ponía a correr desnudo
por su terraza. Mientras las jóvenes gritaban y se reían, él se sentía empapado por una
extraordinaria sensación de saciedad: una mezcla de euforia y excitación.

Una secuencia similar también ha sido descrita por Black (2007) en relación a la compra
compulsiva. Black identifica cuatro fases distintas: (1) anticipación, (2) preparación, (3)
compra y (4) gasto.

Un comprador compulsivo describió un episodio “compulsivo” que sugiere un proceso


de activación similar al que experimentó nuestro propio paciente: “Pero era como, casi
como con el corazón palpitando, no podía esperar para meterme a ver que había ahí.
Era como una sensación. En la tienda, las luces, la gente; estaba sonando música de
Navidad. Yo estaba hiperventilado y mis manos empezaban a sudar, y de repente yo
estaba tocando chalecos y todo me hacía señas” (O’Guinn y Faber, 1989).

La creación de estados viscerales parecería entonces ser un tema común que conecta a
los variados desórdenes gatillados por este estilo de personalidad. Desde el hambre a
la saciedad, del vómito a la diarrea, del cansancio hasta el esfuerzo físico, de la
excitación al arousal sexual causado por la urgencia de comprar – focalizarse en la
propia experiencia corporal sirve como una forma de reajustar el sentido del Self que
ha perdido su anclaje en el otro. Como hemos repetido varias veces en este capítulo, la
relación de una persona con su cuerpo se vuelve el medio por el cual regular la
dialéctica con el otro desde el cual se confirma y también se distingue. Con mucho el
aspecto más sorprendente de este problema, y uno que ofrece nuevos campos de
investigación, es el hecho de que el estilo de personalidad en cuestión, uno que
encuentra su estabilidad al focalizarse en puntos de referencia externos (a través de la
co-percepción de los otros), para enfrentarse con las situaciones relacionales
dificultosas, puede crear estados viscerales con los cuales coordinarse. Es como si la
creación de estos estados fuera la única manera con que la persona pudiera liberarse a
sí misma de los demás.

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