El arte no debe “servir” a nadie, pero puede servirse de todo…hasta de la políítica.
Hay que reconocer, sin embargo, que eí sta nunca inspiroí obras de verdadera importancia, debido a los problemas que plantea –por apremiantes, por angustiosos que resulten– son de orden praí ctico y carecen, por lo tanto, del desintereí s y de la libertad que requiere toda creacioí n artíística. Esto no implica, en lo maí s míínimo, que un artista no pueda encontrar en la políítica la vida que le conviene. La obra de Siqueiros estaí allíí para demostrarlo. Podíía no gustar en pintura: negar que existe en eí l un pintor me parece arriesgado. Y eso es lo uí nico que le interesa al arte. El contenido ideoloí gico de la obra carece de importancia. Maí s auí n: es su obra “obra muerta”, lo que, en la mayoríía de los casos, la hace encallar en el olvido. De no ser asíí, una obra cuya ideologíía nos fuera extranñ a o contradijera a la nuestra jamaí s lograríía interesarnos, y un ateo se hallaríía incapacitado –por ejemplo– para apreciar los frescos de Giotto cuando, en realidad, puede captar todo lo que hay en ellos de trascendental que, por cierto, no lo constituye el tema, la aneí cdota que nos cuenta Giotto, ni tan siquiera su misticismo, sino la belleza que sus frescos encierran, la emocioí n esteí tica que se desprende de ellos. La superioridad del arte sobre las otras manifestaciones del espííritu soí lo radica en eso. Ella se encuentra maí s allaí de la moral, de la filosofíía y por lo tanto de la políítica, porque, al crear belleza, encuentra una verdad, una utilidad, una razoí n de ser, en síí misma, se libera, en cierto modo, de las contingencias del tiempo y del espacio, ya que expresa algo perdurable y universal. Todo esto no significa ni mucho menos, que el artista se aparte de la vida e ignore la existencia del calendario. Si una actitud semejante fuera posible, resultaríía perniciosa o, por lo menos, demasiado poco humana. El artista –ser sensible por excelencia–, al contracto de la vida que lo rodea y lo modela, capta el ritmo de su eí poca y traduce su acento, en la obra que crea. Hasta en las eí pocas de mayor recogimiento no ha merecido otra cosa, y es asíí como no es necesario un gran olfato para reconstruir, a traveí s de la obra de arte maí s abstracta –un poema de Mallarmeí , un cuadro cubista de Picasso– la eí poca en que se produjo. Personalmente, sin embargo –pero aquíí tocamos una cuestioí n de epidermis–, creo que un excesivo recato perjudica maí s bien que beneficia a la creacioí n artíística. Por mucho heroíísmo que entranñ e, el sacrificio de la vida no redunda en provecho de la obra, y al menos para míí –y, me parece, para todo americano– el arte no debe ser una forma elegante de escamotear la vida, sino una posibilidad de vivirla maí s intensamente, pues asíí no soí lo nos preservaremos de la monstruosidad que significa dejar de vivir para expresar lo que no hemos vivido, sino que nuestra obra resultaraí maí s entranñ able y maí s profunda. De ahíí proviene que el “arte puro” –lo que se ha dado en llamar el “arte puro”, que en realidad no es tal– jamaí s consiga entusiasmarme y aunque obligue, a veces, mi admiracioí n, me deja, a pesar de ella, un gustito que me repugna. Me sucede con eí l lo que me acontece con los reptiles: ¡son admirables, pero me dan fríío! A tanta perfeccioí n, a tanta pureza, prefiero lo desgajado y lo viviente: aspiro a un arte de carne y hueso, con cerebro y con sexo, menos perfecto, o de una perfeccioí n disminuida bajo una trabajosa y caí lida espontaneidad; un arte para todos los díías, un poco popular, un poco desgarrado –si se quiere–: pudoroso en su impureza, contenido dentro de la maí s absoluta libertad de expresioí n: un arte, en fin, cuya dignidad le impida hallarse al servicio de nadie, ni de nada, y obedezca, tan soí lo, a las necesidades de su propia existencia.
Oliverio Girondo (1931), publicado en la revista Contra (agosto 1933)