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UN DERECHO PENAL MANIÁTICO

David Garland en su libro, “la cultura del control”, pretende explicar las razones de
las transformaciones del derecho penal en las últimas décadas. Los factores
determinantes del cambio, según el autor, no son otros que el paso de un Estado
benefactor “welfarista” a un Estado autoritario, en el que ya no prevalece el
bienestar de sus coasociados, sino que está impulsado por mezquinos intereses
económicos, sociales, políticos y religiosos de un sector privilegiado de la sociedad,
que paradójicamente ha recibido un apoyo nefasto: el de los propios subordinados.

Es difícil, muy difícil, condensar en un escrito que pretende ser un ensayo completo
y coherente, el análisis que realizó el autor en su libro. Explicar la razón por la que
se ha exaltado la víctima y simultáneamente se ha relegado al delincuente,
excluyéndolo de la sociedad, señalado de constituir un factor de inseguridad, de
delincuencia, de miedo, que debe ser corregido o eliminado.

Creado ese ambiente de zozobra e inseguridad, se difunde ingeniosamente a través


de los diferentes medios de comunicación el miedo y la debilidad estatal para
contrarrestar del delito y justo en ese momento, aparecen “superhéroes” (políticos y
poderosos empresarios) dispuestos a contrarrestar el “mal” (el delincuente y el
delito) y proteger a los buenos ciudadanos (la comunidad), éstos últimos,
plenamente convencidos de la necesidad del ejercicio de la fuerza, es más,
dispuestos a interferir para exterminar ese ser indeseable que es el delincuente.

Ese ejercicio de poder disfrazado de bondad, no es otra cosa que un diabólico y


exacerbado mecanismo de control, que arrasa a su paso el respeto por los derechos
fundamentales y desdibuja el concepto mismo de última ratio del derecho penal.
¿Qué representa la cultura del control?. Para responder, debo empezar por señalar
que el autor describe un cambio social profundo. El paso del Estado de bienestar,
preocupado por la cuestión social, a un Estado castigador e irreflexivo, con interés
particulares muy claros y muy definidos y con el poder suficiente para imponerse,
manipulando la mayoría, sedientos de justicia.

Sin embargo, el “evolucionado” concepto de justicia, ya no pretende la


rehabilitación del delincuente; en contrario, la justicia constituye una herramienta
para resarcir el delito, saciando la sed de venganza del ofendido, la que ha sido lo
suficientemente alimentada por los medios de comunicación. Dice Garland en su
libro, que esta nueva etapa del derecho no pretende entender el delincuente y
propender por su rehabilitación. Su ideológica es opuesta “condenar más y
comprender menos”, apareciendo en el escenario un concepto muy sonado en la
criminología actual: “el populismo penal”.

La fuerza de esta nueva tendencia populista, se soporta en la primacía de las


víctimas, cuya aflicción es compartida por toda la sociedad, en ese orden, la
necesidad de “escarmentar” el delincuente ya no constituye un interés particular,
sino que se convirtió en una “cuestión social” y como cuestión social alcanzó una
fuerza capaz de remover profundos sentimientos que impactaron en el ámbito del
derecho y lograron el desplazamiento de los expertos criminólogos creadores de
normas, por los políticos de turno ansiosos de obtener consenso electoral. Así lo
expone David Garlan en su libro: “La voz dominante en la política criminal ya no es
la del experto, sino la de la gente sufrida y mal atendida, especialmente la voz de la
víctima y de los temerosos y ansiosos miembros del público”.

Curiosamente el amparo de la víctima determinó la afectación de los derechos


fundamentales del delincuente, cuya voz solitaria no alcanzó el eco suficiente para
imponerse sobre una justicia mediatizada, capaz de condenar un inocente a la
muerte por una simple etiqueta social, que determinó una identidad la del criminal
que debe ser excluido de la sociedad. Frente a este punto Garland emitió un
diagnóstico: “El nuevo imperativo político es que las víctimas deben ser protegidas,
se deben escuchar sus voces, honrar su memoria” . “Se asume un juego político de
suma cero, en el que lo que el delincuente gana lo pierde la víctima y estar de parte
de las víctimas automáticamente significa ser duro con los delincuentes”.

No cabe duda que la infracción a la ley penal amerita una sanción, y que las
víctimas merecen verdad, justicia y reparación, no obstante, comparto enteramente
la reflexión del autor, en relación a que el centro del proceso penal no puede ser en
forma exclusiva la víctima. No es coherente, ni respetuoso del derecho, excluir el
delincuente de la sociedad y justificar su exasperado castigo, limitando la posibilidad
de rehabilitarlo y permitirle reintegrarse a la sociedad.

Desafortunadamente, la proliferación de noticias que muestran un sufrimiento


descomunal de las víctimas, genera la sensibilización de toda una sociedad,
indignidad con el delincuente, furibunda y dispuesta a “cobrar la agresión” con sus
propias manos, pues también está convencida de la ineficacia del sistema judicial.
Ese fúnebre ambiente de impunidad e injusticia, termina por justificar la ley del
talión y ahí, justo en ese momento, me cuestiono frente a la evolución o la
involución del derecho penal.

Sin duda el pueblo demanda protección, y esa encolerizada petición ha sido


utilizada por los políticos, los empresarios y los medios de comunicación, no solo
para desacreditar un gobierno o un partido político y para ganar adeptos, sino que
además, les ha permitido generar una cortina de humo frente a conductas tan
reprochables como aquellas que atentan contra el patrimonio público y la
administración de justicia, entre otras, que son silenciadas intencionalmente,
centrando su atención en los delitos de poca monta, o en otras palabras, en los
delitos ejecutados por la “gente del común”, es decir, por los integrantes de las
clases sociales más vulnerables y más afectadas por las decisiones de los políticos
de turno. El poder que ha logrado alcanzar la autoridad política, conlleva a la
masiva violación de libertades civiles que no queremos advertir, porque en su
mayoría, hay convencimiento de la necesidad del uso de la fuerza, misma que no se
emplea con la misma intensidad en todas las esferas sociales, pues depende de la
necesidad del político de turno. Al respecto, David Garland señaló en su libro: “Las
medidas de política pública se construyen de una manera que parece valorar, sobre
todo, el beneficio político y la reacción de la opinión pública por encima del punto
de vista de los expertos y las evidencias de las investigaciones”.

Pero otro factor determinante descrito por el autor, es la conversión del


delincuente. Es decir, el delincuente paso de ser una víctima de un sistema social y
político que amerita atención a una persona que ha decidido delinquir y que debe
ser sancionada y estigmatizada porque incurrirá nuevamente en dicho
comportamiento atentatorio de la paz social. Ya no hablamos de un ser humano
capaz de corregir su actuar, o de un hombre caído en desgracia a causa de la
segregación social y que merece y requiere atención del Estado. No, ahora estamos
frente a un hombre que voluntariamente decidió infringir la Ley, que es proclive al
delito y que debe ser severamente sancionado. Un hombre señalado, etiquetado y
excluido por la sociedad. No son personas reales, sino figuras imaginarias que
operan como símbolos del peligro. Un delito que es considerado como un evento
normal en la sociedad y un sistema penal que abandono el concepto de
resocialización y de última ratio del derecho penal, convirtiendo la encarcelación
como la herramienta más eficaz contra el delincuente, retornando al Estado cada
represivo, necesario en una cultura neoliberal.
Esa nueva mentalidad social, la que ha ido desplazando la empatía por un estado
social demócrata para convertirnos a un pensamiento de derecha, el cual se
caracteriza por ser absolutamente liberal en lo económico y absolutamente
tradicional en lo demás, basado en intereses políticos y económicos que atan a las
clases medidas a las políticas e instituciones del Estado de bienestar, ha sido
forjado sin mayor esfuerzo en la desinformación del hombre común, aquel que se
deja manipular por cuestiones electorales y que en búsqueda de bienestar termina
divulgando como un hecho eventos noticiosos poco profundos, que han sido
cimentados como consecuencia del miedo y la inseguridad, aspectos que han
llevado a infundir en la sociedad la necesidad de reestablecer la moralidad, el
orden y la disciplina frente a los corrosivos cambios sociales, tácticas políticas que
han funcionado con gran efectividad. Caminamos, pues, hacia un mundo, de gran
libertad económica, pero también de gran control social.

En definitiva, según dice Garland, algunos de los desarrollos fundamentales, como


“la prisión funciona” o “tolerancia cero”, han sido intentos políticos de recuperar la
confianza pública después del descrédito de las estrategias adaptativas que se
transformaron en fuente de inconvenientes políticos, razón por la que terminó
empleándose una estrategia de segregación punitiva que prioriza el sentimiento
común del pueblo frente a la ejecución del delito y le da un lugar privilegiado a la
víctima. Estrategias absolutamente populistas y politizadas.

Pero, en qué consiste la cultura del control en nuestra sociedad?

El mundo actual del control del delito fue creado, dice el autor, por una serie de
respuestas adaptativas a las condiciones culturales y criminológicas de la
modernidad tardía, como los nuevos problemas del delito y la criminalidad, así como
las nuevas actitudes hacia el Estado de bienestar. Las libertades individuales
otorgadas por la moral y los mercados de la modernidad tardía han sido reforzadas
por una nueva estructura de controles y exclusiones en contra de aquellos grupos
más adversamente afectados por la dinámica de la economía y el cambio social, es
decir, los pobres urbanos, los beneficiarios del Estado de bienestar y las
comunidades minoritarias. En definitiva: la cultura del control sobre todo impone
controles a los delincuentes peligrosos y a los beneficiarios indignos, cuyas
conductas hacen pensar a algunos que son incapaces de asumir las
responsabilidades que implica la libertad en la modernidad tardía. Ello se debe al
deseo de seguridad, orden control, la domesticación del azar y es coherente con
una cultura más excluyente que solidaria, más comprometida con el control social
que con la provisión social y más afín a las libertades privadas del mercado que con
las libertades públicas de la ciudadanía universal. Coherente con una política
neoliberal en lo económico y neoconservadora en todo lo demás. Porque se trata de
reimponer el control sobre aquéllos que quedan fuera del mundo de libertad
consumista.

Más control, para algunos, para los que amenazan la libertad de las clases medias.
Y, por supuesto, no sobre la economía. La nueva criminología pretende un control
excesivo y le importan muy poco los costes sociales y las consecuencias penales.
Impone el control desde fuera, bajo la forma de amenazas legales y exhortaciones
morales, y condena y excluye a todo aquel que haga caso omiso de ellas.

Como conclusión, voy a señalar como elementos transformadores de la nueva


cultura del control del delito: (i) la expresión cada vez más represiva y punitiva de la
modalidad penal; (ii) la visión del delincuente como un hombre culpable, indigno y
peligros; (iii) la exaltación de los derechos de la víctima por encima de los del
infractor; (iv) el desplazamiento de los expertos para dejar la criminología en manos
de los políticos y los periodistas; (v) el exceso de información superficial y la
desinformación masiva frente a la realidad de los eventos sociales y políticos; y, (vi)
la mediatización de la penología para fines políticos y económicos.

Sin duda, estamos frente a un derecho penal enfermo, maniático, superpoderoso,


desigual, injusto, peligrosista, mentiroso y absolutamente inquisitivo, propio de un
estado autoritario que prioriza la seguridad para dominar la comunidad.

Ensayo Criminología.
Diciembre 7 de 2018

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