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Etnicidad, género y acción colectiva de las


mujeres indígenas en Bogotá (Pensamientos
posteriores sobre una etnografía inco....

Conference Paper · May 2016

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Vivian Martínez Díaz


Los Andes University (Colombia)
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Etnicidad, género y acción colectiva de las mujeres indígenas en Bogotá
Redes, solidaridades y apoyos colectivos dentro del “Comité de Mujeres” del Cabildo Mayor Kichwa
de Bogotá1

(Pensamientos posteriores sobre una etnografía inconclusa)

Vivian Martínez Díaz2

En el capítulo introductorio de “Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography”, James Clifford
(1986) sostuvo que las etnografías son “verdades parciales”. En esa misma sección del libro, Clifford también
consideró las etnografías como un tipo especial de texto literario que puede ser deconstruido usando las
herramientas que la crítica literaria ofrece. Como la escritura es un proceso que implica análisis y reinvención,
es posible decir que las etnografías nunca serán un producto terminado. Por el contrario, las etnografías siempre
tendrán una continuidad en el tiempo, lo cual justifica la necesidad de revisarlas frecuentemente con el
propósito de analizar la coyuntura política y cultural en la cual se produjeron. Empero, en vista de que éstas
son construcciones textuales y ficciones que “perduran” cabe la posibilidad de que los antropólogos no puedan
imaginarse completamente sus dimensiones ni sus alcances. Por esta razón, considero importante la labor
reflexiva en la etnografía y la elaboración de preguntas a trabajos antropológicos realizados con anterioridad,
sobre todo, si esto conduce a meditar en su impacto. Esto también nos conduce a pensar en las subjetividades
y las personas sobre las cuales investigamos, el rol de los antropólogos, y el papel que cumplen las instituciones
educativas a la hora de legitimar discursos sobre el conocimiento que se instalan en las comunidades
académicas con consecuencias claras. Adicionalmente, el ejercicio reflexivo acerca del contexto en el que se
produce una etnografía debe pasar por un cuestionamiento hacia el trabajo propio con el propósito de dilucidar
los impactos de nuestras investigaciones en las instituciones, en las políticas públicas, en los procesos
organizativos de comunidades, y en las vidas íntimas de cada persona o familia. Este es un elemento
fundamental de la práctica intelectual no sólo de la antropología, sino de las ciencias sociales en general.

George Marcus (2009) también afirmó que la etnografía no puede entenderse como un producto terminado. En
primer lugar, la etnografía comprende una gran cantidad de recursos y formas de investigación que no sólo se
limitan al trabajo de campo, sino que también involucran otras perspectivas como el arte, el diseño y la
tecnología. En segundo lugar, Marcus considera que las etnografías son el resultado de colaboraciones entre
sujetos, investigadores y disciplinas diversas que se relacionan de muchas formas en el trabajo antropológico.
Es así que en la creación de etnografías las fronteras disciplinares, personales, políticas e intelectuales se
diluyen, se relacionan y se “contaminan” positivamente entre sí.

1
Ponencia preparada para el panel “Indigenous Collective Action” del Congreso Internacional de LASA 2016, en Nueva York, Estados
Unidos.
2 Politóloga egresada de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Antropología y estudiante de Doctorado en la misma

disciplina de la Universidad de los Andes. Profesora de cátedra de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones
Internacionales de la Universidad del Rosario. Miembro del grupo de investigación “Antropolítica”. Investigadora en temas de género,
mujeres, pueblos indígenas y política en América Latina y Colombia. Actualmente, indaga en los procesos de organización política de
las mujeres indígenas en contextos urbanos, el aporte de investigaciones colaborativas feministas situadas en el reconocimiento de la
diversidad cultural de paz en Colombia, y el lugar de ésta en el posconflicto. Correos electrónicos: va.martinez61@uniandes.edu.co o
vivian.martinez@urosario.edu.co
1
La antropología feminista desde hace varias décadas ha venido relacionándose de manera conflictiva con el
experimentalismo etnográfico que promovieron Clifford y Marcus. Si bien, muchas antropólogas feministas
han adoptado un punto de vista reflexivo y experimental en sus indagaciones, lo cierto es que no todas las
antropólogas se ubican dentro de la tendencia de pensamiento expuesta por ellos. No obstante, como lo afirma
Frances Mascia-Lees y Nancy Johnson Black (2000), el enfoque reflexivo es inherentemente feminista. En los
años ochenta algunas antropólogas feministas analizaron cómo ciertas “verdades” sobre la feminidad y la
persona “mujer” que aparecían en los textos etnográficos se configuraban no sólo como construcciones sociales
que legitimaban la superioridad masculina, sino también como metáforas de la relación colonial entre
Occidente y el Otro que la antropología clásica reprodujo desde el siglo XIX. Así pues, la antropología
feminista incorporó rápidamente la crítica colonial y la autocrítica a la disciplina antropológica que proponía
el experimentalismo etnográfico. Con relación a esta última, tanto antropólogas como antropólogos empezaron
a reconocer las limitaciones de sus prácticas investigativas y encontraron que era importante reflexionar
críticamente sobre las cuestiones éticas y políticas que subyacen a su propio trabajo. En consecuencia, las
preguntas por qué tan problemáticas son las relaciones de poder que emergen en el trabajo de campo y qué tipo
de sesgos aparecen en las representaciones culturales que sobresalen en el texto etnográfico, hacen parte de
una apuesta común por una antropología política y éticamente responsable. En suma, en la meta de reflexionar
y cuestionar las etnografías se edifican nuevos caminos donde confluyen personas, experiencias, pensamientos,
opiniones, memorias y diálogos que nutren las ideas que serán presentadas en esta ponencia.

Durante el año 2012, realicé mi primera investigación etnográfica con las mujeres de la comunidad kichwa de
Bogotá como parte de mi tesis de grado para optar al título de Magíster en Antropología de la Universidad de
los Andes. Los kichwas son un pueblo indígena andino vinculado histórica y culturalmente a la ciudad de San
Luis de Otavalo en el Ecuador. Éstos construyen su identidad a partir de prácticas como la migración, el
comercio y la interpretación musical. Gracias a la migración transnacional se han conformado diversas
diásporas kichwas en el mundo donde se reproducen sus prácticas ancestrales. Desde 1940 algunas familias
kichwas llegaron a Bogotá con el cometido de realizar intercambios comerciales y culturales y, a medida que
fue pasando el tiempo, se conformó una colonia en la ciudad de Bogotá que tenía como referente el territorio
de origen: Otavalo. Posteriormente, en el año 2006, los kichwas se organizaron como cabildo en la ciudad y
obtuvieron el reconocimiento como pueblo indígena por parte del Estado colombiano. Esto les daba acceso a
programas y políticas públicas que les permitían ejercer sus derechos básicos al trabajo, a la salud y a la
participación política en igualdad de condiciones. Ya en la arena del cabildo, surgieron algunas lideresas de la
comunidad kichwa que lucharon por la visibilización de los derechos de las mujeres indígenas en su
comunidad. Esto aconteció en el marco de una organización conformada por mujeres kichwas que tenían cargos
en el cabildo o que desarrollaban iniciativas comunitarias para éste, conocida como el “Comité de Mujeres”.

Mi investigación tuvo como propósito interpretar las concepciones de cuatro mujeres kichwas sobre su
experiencia como “mujeres indígenas” en Bogotá, la subordinación femenina y la construcción de la diferencia
de género tanto en la comunidad como en el cabildo. Estas mujeres hacían parte del Comité de Mujeres.
Teóricamente situé esta indagación en los debates de la antropología feminista. Especialmente, retomé las
discusiones sobre la representación, la escritura y la autoridad etnográfica. Teniendo en cuenta la importancia
de la escritura para la antropología y para el proyecto político-intelectual del feminismo, creé una puesta en
escena de conversaciones. Dicha puesta en escena tenía como objetivo representar mi relación con estas
mujeres y mostrar la manera en que expresaban sus experiencias, pensamientos, sentimientos, tensiones,
contradicciones, inquietudes y sufrimientos relativos a su presencia en la ciudad, y las contingencias que
derivan del cumplimiento de su rol asignado culturalmente tanto en la familia como en el trabajo.
Paralelamente, analizaba el tipo de representaciones culturales y modelos de ser “mujer kichwa” en Bogotá y

2
las formas de solidaridad que se establecían entre las integrantes del Comité de Mujeres. Así fue cómo surgió
la tesis “Género, etnicidad y acción colectiva femenina: conversaciones con las mujeres indígenas del Cabildo
Mayor Kichwa Camainkibo de Bogotá”.

En un principio, esta ponencia tenía como objetivo indagar en los procesos de organización femenina del
Comité de Mujeres, dando cuenta de las formas de solidaridad, integración, apoyo y liderazgo que configuraban
su acción colectiva. En este texto también pretendía interpretar las maneras en que el Comité se constituyó
como un espacio colectivo de mujeres que hacían frente a las diferentes violencias que viven las kichwas en el
contexto urbano. Empero, consideré oportuna una revisión de mi práctica intelectual y de mis experiencias
como aprendiz en la antropología durante el año 2012, para presentar nuevas reflexiones sobre las posiciones
de privilegio que los investigadores suelen asumir en la producción de sus trabajos etnográficos. En esta
ponencia analizaré las condiciones de producción de mi investigación y los lugares privilegiados que asumí a
la hora de mostrar mi entendimiento de la cotidianidad de las mujeres kichwas y representarlas en el texto
etnográfico. Considero que realizar una acción de este tipo contribuye a una producción de conocimiento ética
y políticamente responsable en los campos de la antropología y los estudios feministas ya que nos permite
trastocar el poder que se esconde detrás de la reproducción de sesgos, estereotipos, discursos y visiones
esencialistas de los Otros. Esta ponencia reunirá tales objetivos.

En este documento tomaré en cuenta las experiencias de ciudad de algunas mujeres kichwas y sus familias en
el contexto de Bogotá, sus opiniones acerca de su rol político y cultural en la comunidad, y la heterogeneidad
que caracteriza sus memorias, pensamientos y prácticas. Este texto se divide en cuatro partes. En primer lugar,
reflexionaré sobre los debates antropológicos en los cuales estuvo situada mi investigación, mis aciertos y
desaciertos a la hora de emplear ciertos modelos para explicar la posición de las mujeres kichwas en su
comunidad, y la conexión entre éstos y mis vivencias en la formación de pregrado y posgrado en la ciencia
política y la antropología respectivamente. En segundo lugar, a partir de nociones relativas al principio de
complementariedad que caracterizan los sistemas de género de algunos pueblos indígenas latinoamericanos,
analizaré las experiencias de vida de mujeres kichwas como Lupe Amaguaña, Susana Terán, Jeaneth Quinche
y Mónica Palacios. Dichas experiencias reflejan que en la realidad urbana de Bogotá el principio de
complementariedad dista mucho de convertirse en un hecho puesto que las mujeres kichwas sufren múltiples
violencias en los espacios del hogar, el trabajo y la política. En tercer lugar, dado que las condiciones de
violencia, desigualdad y pobreza afectan grandemente las relaciones entre hombres y mujeres kichwas tanto
en el escenario de la ciudad como en la comunidad, se reflexionará sobre las experiencias de integración,
solidaridad y apoyo mutuo entre las mujeres al interior del Comité. Paralelamente, expondré cómo las mujeres
kichwas que hacen parte de éste refutan el concepto heteronormativo de complementariedad donde se
jerarquizan los roles de hombres y mujeres. Al interior de esta organización femenina, las mujeres se convierten
en pares complementarios de acción política que establecen relaciones fundadas en la confianza, lo cual rompe
con la jerarquía que impone el principio de complementariedad que rige las prácticas económicas, culturales y
políticas del pueblo kichwa. Finalmente, se presentarán unas conclusiones sobre las ideas expuestas en esta
ponencia.

Vigilancia, reinvención y complejización de un pensamiento feminista joven

El feminismo, entendido como un movimiento social y como una teoría política para la transformación de las
relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres, tuvo un impacto considerable en las formas de comprender
la realidad. El feminismo en su diversidad de posturas criticó los cánones de las disciplinas de las ciencias
sociales y cuestionó la manera en que se venía produciendo conocimiento en el marco de la hegemonía del
discurso científico y la supremacía de Occidente. El movimiento feminista interpeló al mundo académico
3
elaborando preguntas, transmitiendo inquietudes, planteando asuntos problemáticos de la vida económica y
política de cada país, y proponiendo debates que permitieron desarrollar una conciencia crítica acerca de cómo
ciertas ideas culturalmente aceptadas en la investigación social legitimaban la inferioridad racial, el sexismo,
el clasismo, la homofobia y la violencia. Estas ideas también fueron reproducidas por la antropología hasta
finales de los años ochenta, década en la cual confluyeron dos tipos de crisis: la crisis de la representación y la
crisis de la disciplina.

Virginia Maquieira (2001) sostuvo que la antropología se presentó como un terreno privilegiado para nuevos
desarrollos teóricos bajo el impacto del feminismo. Gracias a la incidencia de éste, la antropología incorporó
dentro de sus debates disciplinarios temas como las relaciones de poder y su incidencia en la autoridad y la
representación de la alteridad en el encuentro etnográfico, es decir, las relaciones entre los investigadores y las
personas cuyas vidas investigan. Es así que desde los años ochenta diferentes antropólogas feministas han
advertido la necesidad de ejercer una “vigilancia” especial en cada uno de los momentos de la investigación,
reconociendo honestamente los sesgos, las limitaciones y los malos entendidos que se puedan generar en la
dinámica de “representar” las experiencias y la cotidianidad de las mujeres. Dicha vigilancia no sólo recae en
la producción de conocimiento hecha por otras personas, sino también en nuestras investigaciones y en nuestra
actividad de representar etnográficamente tanto a las personas con las que trabajamos –sea colaboradores o
informantes- como a nosotras mismas. Esto parte de reflexionar continuamente sobre nuestras acciones,
contemplando sus impactos diferenciados en hombres y mujeres, en las organizaciones de base y en los
procesos de toma de decisiones.

En su libro “Feminism and Anthropology”, Henrietta L. Moore (1988) reflexiona sobre el estudio antropológico
de las mujeres y del género. En este trabajo advierte que una de las preocupaciones más importantes de la
crítica feminista en la antropología tiene que ver con la negación de las mujeres en la disciplina. Sin embargo,
ahondar en la historia de esta negación es un asunto difícil puesto que la antropología sí ha abordado a las
mujeres, aunque de forma ambigua. Moore (1988) afirma que éstas siempre han estado presentes en los
enfoques etnográficos debido al interés de la disciplina por temas como el parentesco y el matrimonio. Así
pues, abordar a las mujeres en las investigaciones antropológicas no puede entenderse como un problema de
orden empírico (recolección de información sobre las mujeres, por ejemplo), sino como uno de análisis y
representación. Esto alude a la manera en que los antropólogos otorgaban valor a las actividades y los roles de
las mujeres en un contexto social dado, así como su traducción en un texto etnográfico. En ese entonces, Moore
advertía la existencia de un sesgo masculino a la hora de dar cuenta de la cotidianidad de las mujeres, su lugar
en la organización social, sus roles y su participación en actividades productivas, religiosas, espirituales y
políticas.

En los años setentas, la antropología de la mujer confrontó el problema de la representación de las mujeres en
la investigación etnográfica. Este problema fue rápidamente identificado en términos de un sesgo masculino
dividido en tres niveles. En el primer nivel se encuentra el sesgo importado por el antropólogo a la hora de
interpretar los mundos de las mujeres (Moore, 1988). Éste refleja sus propias suposiciones y expectativas sobre
lo que son las relaciones de género y lo que culturalmente significan. En el segundo nivel aparece el sesgo
proveniente de la cultura del antropólogo (Moore, 1988). Gracias a ésta, el investigador da por sentado que las
mujeres son inferiores y que los hombres son superiores. Finalmente, en el tercer nivel, aparece el sesgo
proveniente de la cultura occidental en la que viven los antropólogos y a partir de la cual asumen que las
asimetrías de género que encuentran en las sociedades que estudian son análogas a las experiencias de
desigualdad y jerarquización propias de su entorno (Moore, 1988). La respuesta frente a esto fue releer los
textos antropológicos clásicos, las teorías arduamente elaboradas, los métodos históricamente empleados y las

4
posiciones de los investigadores con el objetivo de rescatar las voces de las mujeres, dar cuenta de sus roles, y
su formas de intervención en las actividades diarias de sus comunidades.

Al finalizar los años ochenta, la antropología de la mujer devino en una antropología feminista intelectual y
políticamente comprometida con una crítica a las contradicciones de la disciplina. Para esto, posicionó el
concepto de género, definiéndolo como la construcción de la diferencia biológica y cultural entre hombres y
mujeres. Esta diferencia se manifiesta en sus múltiples relaciones, en los roles que cumplen en cada esfera del
hogar, la familia y el trabajo, y en el lugar que ocupan en los sistemas económicos, políticos y religiosos.
Reconocer que existe una diferencia que marca la historia, la experiencia y la cotidianidad de los seres
humanos, se convirtió prontamente en una apuesta intelectual y política de aquellas investigadoras que
proponían y situaban sus trabajos en el marco de una antropología feminista.

La inclusión de la diferencia en la investigación antropológica feminista implicó deconstruir la categoría


sociológica “mujer” con el propósito de dar cuenta de los contextos sociales particulares en los que las múltiples
experiencias de “ser mujeres” podían tener lugar. Esto tuvo dos consecuencias. En primer lugar, el
reconocimiento de la diferencia forzó a las antropólogas feministas a reformular su lugar privilegiado con
respecto a las mujeres que estudiaban, y a entender que las relaciones de poder que surgen en el encuentro
etnográfico no se diluyen por la experiencia común de “ser mujeres”. En segundo lugar, tener en mente la
diferencia permitió comprender que las mujeres no occidentales viven de forma diferente la violencia, la
pobreza y la discriminación. Las mujeres afrodescendientes e indígenas ocupan lugares inferiores en la escala
social y económica de los países, y por lo tanto, pueden llegar a experimentar estas cosas de una forma mucho
más fuerte en comparación con las mujeres blancas y occidentales. En consecuencia, la radicalización de la
diferencia propia de la antropología feminista advierte cómo las relaciones de género y su interacción con
categorías de raza, clase, orientación sexual, nación, confesión, entre otras, se traducen en fenómenos de poder.
Indudablemente, estas ideas desafiaron la cohesión de un proyecto global del feminismo liderado por
intelectuales y activistas blancas formadas en el pensamiento occidental.

En un artículo académico llamado “Feminisms and Postmodernisms: Anthropology and the Management of
Difference”; Vicki Kirby (1993) considera que el feminismo no tiene una voz auténtica, sino que está
compuesto por una multiplicidad de opiniones, posicionamientos e identidades. Por este motivo, la identidad
misma del feminismo -que está constituida a partir de la diversidad- se encuentra sujeta a tensiones,
contradicciones y disputas. Así pues, abordar la diferencia cultural y sexual entre las feministas es una tarea
importante puesto que lo que está en juego es la inclusión o exclusión de perspectivas alternativas que
representan esa diversidad y que nutren el proyecto político del feminismo. Kirby (1993) afirma que existe un
feminismo hegemónico que aboga por “descontaminar” la diferencia a partir de la creación de concepciones
universales de la persona “mujer” y la subordinación femenina. Bajo estas concepciones, diferentes
organizaciones internacionales de mujeres y feministas del Primer Mundo materializan sus agendas políticas
en procesos de toma de decisiones sobre iniciativas de desarrollo para las mujeres de color. Las mujeres no
occidentales o del Tercer mundo son concebidas como sujetos pasivos, empobrecidos, sin agencia, sin historia
y memoria, en vez de ser reconocidas sus experiencias de resistencia y activismo contra el colonialismo y la
violencia (Talpade, 1991a).

Refiriéndose a un trabajo poético no publicado de Audre Lorde, Chandra Talpade Mohanty (1991a) reflexiona
sobre cómo esta intelectual logra construir una cartografía poética de la posición histórica de las mujeres del
Tercer Mundo, y la forma en que expresa la urgencia de comprender cómo opera el mundo eurocéntrico antes
de interpretar las experiencias de las mujeres no occidentales. Lorde considera que las sociedades están
definidas en términos de poder y resistencia, lo cual permite interpretarlas en términos de divisiones
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destructivas de género, raza, sexualidad, etnia y nación. Sin embargo, tanto Lorde como Mohanty consideran
que este mundo conflictivo también está compuesto de historias poderosas de revolución que tienen lugar tanto
en la vida cotidiana de las personas, como en las actuaciones de los movimientos sociales (Talpade, 1991a).

En un ensayo titulado “Under Western Eyes: Feminist Scholarship and Colonial Discourses”, Mohanty
(1991b) analiza los cuestionamientos de las mujeres del Tercer Mundo al feminismo occidental y propone un
feminismo de las mujeres de color que reconozca la diversidad de historias, memorias, cuerpos, identidades y
voces. Mohanty considera que la crítica al feminismo occidental y la creación de un feminismo autónomo con
estas características involucran dos proyectos distintos. El primer proyecto tiene como objetivo emprender una
crítica interna de los feminismos hegemónicos a partir del desmantelamiento y la deconstrucción de las
estructuras de pensamiento occidental que le dieron origen. El segundo proyecto tiene como meta formular
estrategias que contribuyan a la transformación de las desigualdades y el desarme de las violencias desde la
edificación de nuevas formas de pensamiento.

Mohanty reconoce que, si bien, el feminismo occidental no es homogéneo en sus intereses, objetivos y
prácticas, es posible trazar una línea coherente de sus efectos. Uno de estos efectos es la imposición de un
discurso humanista que se ve reflejado en categorías universales, estáticas, homogéneas y monolíticas de las
mujeres del Tercer Mundo; éstas niegan la diversidad y la heterogeneidad de sujetos, posicionamientos y
prácticas femeninas que tienen lugar en espacios no occidentales. Las posiciones de privilegio, el etnocentrismo
y la falta de reflexión sobre el conocimiento producido sobre las mujeres de color caracterizan el trabajo
intelectual y político de las feministas occidentales. Por este motivo, el feminismo de las mujeres del Tercer
Mundo debe tomar en serio las consecuencias del colonialismo, la modernidad y el capitalismo, así como su
correlato en fenómenos de explotación económica, dominación y violencia.

Mohanty propone una reflexión muy importante sobre cómo se debe entender la escritura femenina en un
proyecto emancipatorio de este tipo. La escritura de mujeres puede considerarse como un medio para continuar
reproduciendo la colonización discursiva de las mujeres, o como una herramienta para mostrar sus historias y
experiencias de lucha, resistencia y libertad. Ruth Behar (1995) rescata el lugar de la escritura femenina en la
antropología, y denuncia las formas en que el trabajo de las mujeres ha sido descrito a partir de géneros
literarios devaluados en la disciplina. Esto invisibiliza los aportes de las mujeres a la investigación etnográfica
y su contribución al desarrollo disciplinar de la antropología. En un trabajo editado junto a Deborah Gordon
titulado “Women Writing Culture”, Behar (1995) critica la antología de voces y perspectivas textualistas
reunidas en el libro “Writing Culture” editado por James Clifford y George Marcus. Behar critica la
introducción de James Clifford a esta antología, sobre todo, cuando éste afirma que el feminismo no ha
contribuido a la teorización de las etnografías como textos y que esto es un hecho irreversible que justifica su
exclusión de la nueva tendencia experimentalista. Clifford (1986) considera que el feminismo no ha
desarrollado una reflexión sobre la escritura etnográfica porque las mujeres que han presentado “innovaciones”
en este campo no lo han hecho desde un terreno feminista exactamente. A pesar de que hay mujeres que en sus
trabajos recientes han expuesto reivindicaciones feministas sobre la subjetividad, la relacionalidad y la
experiencia femenina, sus estrategias retóricas también han sido desarrolladas en trabajos experimentales
realizados por otras mujeres que no se identifican como feministas. Así pues, Clifford (1986) considera que las
antropólogas feministas no logran contribuir al análisis de un núcleo temático productivo conocido como teoría
textual, y que éstas no toman en cuenta su utilidad para desarrollar concepciones sobre una etnografía situada
en la crítica colonial y en las dinámicas del capitalismo.

En contraposición a Clifford, Behar (1995) sostiene que a pesar de que la nueva etnografía tiene una meta
ambiciosa contemplar cuestiones de poder y parcialidad, deja de lado la escritura de mujeres favoreciendo una
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supremacía masculina en la antropología. Clifford ignora que las mujeres del siglo XX también han cruzado la
línea entre la antropología y la literatura, aunque lo hayan hecho “ilegalmente” y como extrañas que producen
trabajos que convierten la profesión del antropólogo en algo “popular” y no científico. En consecuencia, es
posible decir que el proyecto innovador del experimentalismo está definido en términos masculinos.
Indudablemente, estos académicos han firmado y autorizado arbitrariamente las escrituras de las mujeres y las
han demeritado pasando por alto su lugar de privilegio, lo cual es evidentemente contradictorio con las apuestas
de innovación y reflexividad que propone James Clifford.

Esta crítica también guarda relación con los aportes de algunas antropólogas feministas al entendimiento de la
cultura. Lila Abu Lughod (1991) en un texto llamado “Writing Against Culture” analiza la ilusión de
objetividad que aún está presente en la forma en que la antropología ha entendido la cultura. En esta disciplina
la cultura se ha concebido como una entidad monolítica, estática, objetiva, discreta y ahistórica. Esto le ha
permitido a la antropología crear un Otro en términos negativos, y ocultar las relaciones de poder que tienen
lugar en el encuentro etnográfico entre el investigador y los sujetos. Abu Lughod (1991) sostiene que Clifford
ha disculpado la ausencia del feminismo dentro del experimentalismo, pero no ha reconocido la existencia de
personas con nacionalidad e identidades culturales mixtas que también han sido construidas como el Otro
gracias a esa noción de cultura poco problematizada. Este concepto de cultura, que también ha sido durante
mucho tiempo el objeto de estudio de la antropología, categoriza y homogeneiza a los sujetos y pone la
diferencia cultural “en su sitio”. Desde su punto de vista, la cultura concebida de este modo refleja la voluntad
de los investigadores de apreciar a las sociedades no occidentales guardando una distancia prudente para
asegurar un análisis científico genuino. Frente a esto, Abu Lughod posiciona la escritura como un medio para
refutar esas concepciones de la cultura que producen otredad. Así, propone algunas estrategias para hacer esto
posible: 1) establecer un contraste entre teoría y práctica que nos permita identificar cuándo se está
conceptualizando la cultura en términos de objetividad, 2) la identificación de conexiones e interconexiones
entre los antropólogos y las personas que estudian, y 3) la creación de etnografías de lo particular que reflejen
una apuesta por generar acercamientos y solidaridades con las personas que investigamos, señalando que ellas
al igual que nosotros pasan por conflictos, toman decisiones, tratan de mostrar que son buenas personas,
enfrentan tragedias y pérdidas personales, disfrutan de la presencia de otros seres humanos y no humanos,
muestran opiniones negativas o positivas sobre ciertos acontecimientos de la vida, expresan su felicidad y
hablan de su tristeza. Esto contribuye al entendimiento de los otros y al respeto de las diferencias que nos
constituyen.

La antropología feminista ha hecho contribuciones fundamentales a los estudios sobre el género, las mujeres y
la diferencia cultural. También ha contribuido a debates sobre el objeto y el método de la antropología,
visibilizando sus puntos problemáticos y proponiendo alternativas para crear una disciplina responsable ética
y políticamente. La antropología feminista propone el género como un concepto que estructura la vida social
y la cultura. Reconoce la diferencia como un punto clave para analizar -de forma particular y situacional- las
experiencias y las vidas cotidianas de las mujeres dejando entrever las tensiones, desigualdades y opresiones a
las que se enfrentan continuamente. Esta antropología también motiva a las investigadoras a buscar
metodologías y estrategias retóricas “otras” que contribuyan a establecer puentes entre ellas y las personas que
investigan con el propósito de acercarse y solidarizarse. Mi trabajo antropológico sobre las mujeres kichwas
en Bogotá y mi aspiración a un devenir feminista -que inició hace varios años pero que aún no concluye- se
encuentra inspirado en estos debates.

Mi investigación se situó en estos desarrollos de la antropología feminista, pero también empleó categorías
puntuales para comprender las representaciones y valoraciones culturales que emergen en la construcción de

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una experiencia “ser mujer” kichwa en la ciudad y en el cabildo. A manera de ejemplo, usé las concepciones
de Sherry Ortner sobre la dicotomía naturaleza/cultura y las nociones de Michelle Rosaldo sobre la dicotomía
público/privado. Gracias a dichas concepciones logré comprender algunos aspectos de las vivencias de las
mujeres indígenas en contextos de ciudad, así como los roles y actitudes que ellas deben asumir en distintos
ámbitos de la vida política, económica y familiar. De igual modo, pude comprender como la obligación de
mantener roles opresivos en cada ámbito de la vida diaria implicó para ellas tener que enfrentar realidades
como la discriminación, la marginación, la pobreza y la violencia de género.

En su ensayo “Is Female to Male as Nature is to Culture?”, Ortner (1974) explicó las lógicas subyacentes a
algunas valoraciones culturales que sustentan las concepciones sobre las mujeres en las sociedades. Ortner
sostuvo que las mujeres son asumidas como seres inferiores en virtud del tipo de creencias que las sociedades
tienen sobre su rol, comportamiento y desempeño ideal. Existe una relación dual, desigual y jerárquica entre
los ámbitos de la naturaleza y la cultura, así como entre las mujeres y los hombres. Las primeras están asociadas
al dominio de la naturaleza por sus capacidades para la procreación de la vida y el cuidado, mientras que los
segundos son concebidos como sujetos con poder con capacidad para hacer transformaciones sustanciales en
el campo de la política y la cultura. Ortner consideró que la subordinación femenina es universal, y que esta se
debe más a una asociación de las mujeres a la naturaleza, que a una supuesta limitación biológica. En otro texto
titulado “Woman, Culture, and Society: A Theoretical Overview”, Rosaldo (1974) ofreció su perspectiva sobre
lo que eran las relaciones entre hombres y mujeres partiendo de la diferencia entre lo público y lo privado. Esta
diferenciación de espacios hacía plausible la explicación de las actividades y los roles que desempeñaban tanto
los hombres como las mujeres, así como las relaciones de poder que emergían entre éstos. En su modelo
dicotómico las mujeres estaban concentradas en la esfera de lo doméstico y lo privado por sus capacidades para
la reproducción y el cuidado de la vida, mientras que los hombres se situaban en la esfera de lo público por sus
facultades para el habla, la creatividad, el arte y el liderazgo. Ella, al igual que Ortner, asumía que la
subordinación femenina era universal.

Ortner y Rosaldo explicaron la universalidad de la posición subordinada de las mujeres, e intentaron


comprender las diferencias de poder que surgían entre éstas y los hombres. Esto indica que la experiencia de
“ser mujeres” está atravesada por cuestiones de poder. Sin embargo, pensadoras como Henrietta L. Moore
(1988) criticaron a Ortner y Rosaldo por considerar que los pares dicotómicos sobre los cuales se construyeron
sus modelos provenían del pensamiento occidental y androcéntrico que pretendían criticar. Las dicotomías
naturaleza/cultura y público/privado fueron constructos que la teoría social occidental usó para generar
concepciones sobre derechos, privilegios y exclusiones políticas con base a una división jerárquica de los sexos
donde las mujeres ocupaban rangos inferiores en comparación con los hombres (Moore, 1988). Continuar
usando estas dicotomías sin problematizarlas solo contribuyó a perpetuar esa división jerárquica y esa
inferioridad de las mujeres que se pretendía refutar (Moore, 1988). Otra crítica que plantea Moore (1988) a la
perspectiva de estas dos antropólogas es el sentido universalista que imprimen en sus modelos analíticos. Ni
Ortner ni Rosaldo contemplaron las posibles variaciones culturales en las posiciones de las mujeres dentro de
las sociedades puesto que consideraron que la supuesta inferioridad femenina que viven éstas es una
experiencia similar y análoga a la opresión que viven las mujeres en su propia cultura, es decir, la occidental
(Moore, 1988).

El uso de estas concepciones en mi trabajo etnográfico con las mujeres kichwas tuvo dos resultados, uno
negativo y otro positivo. Por una parte, estas concepciones me permitieron comprender cuáles eran los valores,
las creencias y los pensamientos acerca de lo femenino en la comunidad kichwa de Bogotá, e identificar los
múltiples roles que las mujeres deben asumir en sus familias, en el Cabildo y en la ciudad. Por otra parte, usar

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estas modelos me alejó de una comprensión más profunda de la diferencia cultural que hace parte de las
identidades y la cotidianidad de estas mujeres. El tratamiento de la intersección entre la indigenidad y el género
en la vida de las mujeres kichwas en Bogotá fue superficial por las mismas limitaciones de los conceptos a la
hora de interpretar las relaciones de género y el sujeto mujer/es en sociedades no occidentales. Y esto no es
algo fortuito.

En relación con la escritura etnográfica, también debo reconocer que mi entendimiento sobre sus alcances fue
limitado. En su momento consideré que una estrategia retórica fundada en una puesta en escena de
conversaciones me dejaba, por lo menos, intentar generar acercamientos entre las mujeres kichwas y yo, y que
esto podría entenderse como una evidencia de que se pueden generar relaciones igualitarias entre quien
investiga y entre quien aporta con sus experiencias a una etnografía. No obstante, tal como lo sostiene Vicki
Kirby, “tiene que recordarse que los diferentes modos de escritura engendran diferentes formas de producir un
sujeto conocible y que todos ellos involucran un ejercicio de poder; seríamos muy ingenuos al pensar que
podemos salir del nexo poder/conocimiento sólo por escribir diferente (pp.130)”. Por esto considero
indispensable estar alerta a las formas en que usamos la teoría y el método. Es importante tener en mente que
éstos pueden ser usados para reproducir discursos que violentan y anulan la diferencia, aún bajo la bandera de
lo que suponemos que es el feminismo.

Cuando empecé mi trabajo investigativo estaba en un proceso prematuro de formación en la antropología.


Recién había cursado mi pregrado en ciencia política y los parámetros para analizar una realidad social difieren
grandemente de los de la antropología. Concebía el análisis de la política como algo fundado en los principios
de la objetividad y la rigurosidad propios del discurso científico. Los textos académicos debían reflejar un
ejercicio de esquematización y presentar un lenguaje neutral. Nosotros como autores tampoco debíamos
aparecer explícitamente en los textos académicos al igual que los sujetos. No era aceptable ni correcto que un
texto académico en ciencia política reflejara las emociones y los conflictos por los que pasaban los
investigadores a la hora de enfrentar la complejidad del mundo social. Esa era mi idea de la ciencia política
hacia el año 2009. En la Universidad Nacional de Colombia, lugar en el que estudié mi pregrado, las clases
sobre fundamentos de la ciencia política, la economía, el poder y la investigación eran cada vez más lejanas de
las realidades de las personas. El rechazo a una disciplina poco comprometida con lo social en un país
grandemente desigual y violento como Colombia, me motivó a definir mi formación de otra manera. Esto
resulta extraño puesto que la Universidad Nacional de Colombia no sólo trae aprendizajes a nivel intelectual,
sino también a nivel personal. Aprender en medio de la heterogeneidad política, social y económica
representada por profesores, estudiantes y compañeros de clase motivaba en mí un compromiso político por la
transformación. La Universidad Nacional era un espacio ideal -aunque conflictivo- para aprender el valor de
las otras personas, crear amistades, y establecer diálogos y colaboraciones duraderas; en ese espacio de
pluralidades y multiplicidades se produce conocimiento y se aprende en la diferencia.

Fue entonces como a partir de mi segundo año de carrera universitaria tomé clases de antropología, etnografía,
investigación social, escritura creativa y arte. Tomar estas clases fue mi respuesta a esa sensibilidad que tenía
por lo cultural y una inclinación fuerte hacia lo comunitario. Esa formación me hizo problematizar mi
experiencia como mujer joven en la academia, y me hizo feminista cuando comprendí el dolor que generaba la
guerra en Colombia y la pobreza en las calles. Esto también me condujo a encontrar similitudes entre los seres
humanos, los no humanos y la naturaleza, lo cual reforzó en mí la necesidad de compartir la experiencia vital
con el Otro. Comprender a cada persona, grupo, sociedad y cultura en su singularidad, dialogar con éstos y
buscar vías de transformación, fue lo que me motivó a emprender un proceso de formación en antropología a
nivel de posgrado. A pesar de esta voluntad de cambio atravesada por un deseo de conocer, aprender y hacer

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parte del mundo académico y a partir de allí buscar una transformación, nunca consideré emprender un ejercicio
de cuestionamiento a mis posiciones de privilegio hasta hoy.

A partir de su historia de vida y sus experiencias como estudiante universitaria, Irene Lara da cuenta de los
conflictos emocionales y los afectos que resultan de la imposición de un discurso académico en las personas
que se forman en una universidad. Los discursos hegemónicos no sólo tienen impactos en las poblaciones
enteras de un país, y no solamente se manifiestan en los libros o en los fundamentos de las políticas públicas.
Éstos también producen conflictos que las personas deben enfrentar en su vida cotidiana, y que ciertamente,
pueden llegar a configurarse como micro-violencias que pueden ser validadas en los procesos de enseñanza
universitaria. En relación con el enfrentamiento entre su identidad chicana y las enseñanzas de maestros blancos
formados en el pensamiento occidental, la autora del ensayo “Healing Sueños for Academia” recuerda que:

“En la escuela, me enseñaron a confiar en la razón y a negar mi conocimiento intuitivo sobre el


cuerpo. A través de mi infancia, adolescencia y adultez, los mensajes opresivos fueron claros: “Si
quieres “triunfar”: desarrolla la razón, oculta tus emociones, fragmenta tu mente y divídela de tu
cuerpo”. Como una estudiante muy entusiasta, fui finalmente recompensada por internalizar las
lecciones binarias que regularon mi comportamiento. Ignoraba mi cuerpo adolorido y estaba de
pie toda la noche. Pretendía estar bien cuando frecuentemente me sentía cansada, incompetente
y herida. Pero para finales de mi primer año en Stanford, experimenté los efectos costosos de la
fragmentación entre el cuerpo y el espíritu –un agudísimo dolor de cabeza que duró muchos
meses-. Después de que fui sometida a numerosos exámenes médicos, los doctores solamente
lograron darme un diagnóstico vago: estrés. Mi cuerpo de dieciocho años me estaba diciendo que
algo no estaba bien. Pero no tuve el apoyo, las herramientas y el lenguaje para comprenderlo (…)
y sentí que mi cuerpo me estaba traicionando por mi deseo de querer ser una “buena estudiante”.
No podía estudiar todo el tiempo. Mi hombre blanco internalizado me decía que mi dolor de
cabeza era causado por una habilidad innata de manejar todo lo relativo al pensamiento esperado
de mi –mi cerebro estaba sobrecargado-.

Emprender una especie de vigilancia en la investigación antropológica feminista es también un ejercicio de


armar y desarmar. En un conversatorio sobre construcción de paz y diversidad cultural en Colombia que tuvo
lugar en Bogotá en el mes de abril, una mujer autoridad del pueblo misak habló sobre cómo “hacer memoria”
nos conduce a reelaborar el pasado para contribuir a la transformación de los pueblos indígenas y la sociedad.
El “hacer memoria” y la revisión constante del pensamiento, la palabra y las acciones desde su visión del
mundo como mujer indígena misak se traducen en la frase “enrollar y desenrollar”. Al revisitar los contenidos
de mi tesis y cuestionarlos, intenté realizar una tarea de este tipo para continuar reinventando un pensamiento
que contribuya a tal transformación. Teniendo en cuenta esta intención, analizaré unas experiencias de ciudad
de algunas mujeres kichwas, dando cuenta de la relación entre sus identidades culturales y de género, así como
su traducción en vivencias de discriminación y violencia.

Enrollando y desenrollando las experiencias de las mujeres kichwas en la ciudad

El feminismo latinoamericano es una teoría política de las mujeres latinoamericanas que a partir de su posición
como sujetos marginados, violentados y explotados en el orden de la modernidad y la colonialidad, proponen
una deconstrucción del racismo, el heterocentrismo, y la prevalencia del poder blanco en la forma como se
estudia la construcción del género y la posición de las mujeres en los pueblos originarios de las Américas
(Gargallo, 2007; Gargallo 2014). Las pensadoras y sabedoras feministas latinoamericanas cuestionaron las
teorías propuestas por las feministas occidentales para dar cuenta de las relaciones de género al interior de los
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pueblos indígenas. María Lugones (2008) considera que los feminismos occidentales del siglo XX no
explicitaron las diversas conexiones que pueden existir entre el género, la clase, la heterosexualidad y la raza
puesto que se concentraron más en lograr la emancipación de las mujeres de color que en comprenderlas
genuinamente. Por ende, las feministas occidentales solo llegaron a teorizar el “sentido blanco” de su
experiencia. Así pues, Lugones propone entender la construcción del género en los pueblos indígenas de las
Américas tomando como punto de partida las transformaciones provocadas por el capitalismo, la modernidad
y la colonialidad. Estos cambios son el resultado de procesos heterogéneos, lentos y discontinuos donde se
violentaron los cuerpos y el sexo de las mujeres indígenas, lo cual también hizo que fueran marginadas de la
organización política de sus comunidades. Frente a esto, Lugones propone descolonizar los conceptos de
mujer y género que han sido aplicados al estudio de los pueblos indígenas latinoamericanos.

El estatus de las mujeres indígenas en los pueblos originarios de América Latina y las relaciones de género al
interior de éstos pueden analizarse usando el concepto de “complementariedad”. Dicho concepto permite
explicar las relaciones de género en los pueblos indígenas, así como las posiciones, los roles y las actividades
que tanto hombres como mujeres deben llevar a cabo en sus comunidades. La complementariedad supone la
existencia de una entidad total y completa, escindida en dos esferas diferenciadas lideradas por los hombres y
las mujeres (Kellog, 2005). Estas dos esferas o “mitades” lejos de estar divididas se complementan,
reflejándose así una especie de igualdad en la diferencia (Kellog, 2005). Por ende, no existe una escala
jerárquica entre ambos, ni debería haber lugar para la subordinación o la supremacía. De igual modo, la
complementariedad determina líneas de liderazgo y autoridad compartidos por ellos (Kellog, 2005). Empero,
es necesario aclarar que el concepto de complementariedad también proviene de teorías antropológicas que dan
cuenta de la organización social y económica de los pueblos indígenas, y de sus valoraciones acerca de lo
femenino y lo masculino.

De acuerdo a este sistema de relaciones entre géneros complementarios o paralelos, las mujeres indígenas
latinoamericanas se proyectan como sujetos políticos y como agentes activos que pueden generar grandes
transformaciones. Ellas han enfrentado una gran cantidad de desafíos económicos y políticos entre éxitos y
fracasos. Al mismo tiempo, las mujeres indígenas latinoamericanas, al interior de las instituciones del Estado,
han asumido las dificultades que emergen de la relación con funcionarios y políticos en los procesos de toma
de decisiones sobre políticas públicas para las comunidades, y especialmente, para las mujeres de grupos
étnicos. En este orden de ideas, las mujeres indígenas se conciben como sujetos que portan una larga historia
de labor productiva, de liderazgo y cuestionamiento constante tanto al poder masculino y blanco que controla
su sexualidad y violenta sus cuerpos, y a aquellos usos y costumbres que también las oprimen en el marco de
sus comunidades. Desde su posición como sujetos marginados, colonizados y violentados, las mujeres
indígenas han resaltado la importancia de reconocer su pasado y sus experiencias particulares de racismo,
violencia, sexismo y pobreza. Además, a través de su activismo las mujeres indígenas han demostrado la
importancia de continuar luchando contra aquellos sectores hegemónicos que, aún situados en el movimiento
feminista occidental, ocultan sus luchas, las exotizan y les arrebatan su potencial de actuación política
(Gargallo, 2007 y 2014).

Las mujeres han tenido un rol importante en la organización social, política y económica de los pueblos
originarios en América Latina. Ellas se han posicionado en diversos escenarios de carácter local, nacional e
internacional, asumiéndose como actores políticos que promueven transformaciones en las condiciones de
discriminación, marginalización y violencia que continúan reproduciéndose en las sociedades
latinoamericanas. A pesar de la importancia que han tenido las mujeres indígenas dentro de las luchas de los
pueblos originarios en la región, poco se había conocido sobre ellas hasta finales de los años noventa. Tampoco

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se tenían grandes conocimientos sobre sus historias de activismo y sus experiencias de vida en la política de
los pueblos indígenas. Si bien, existía un acumulado importante de información documental que daba cuenta
del movimiento indígena en América Latina, el papel que ellas desempeñaban dentro de éste aparecía
marginalmente. Esto se debió a que las mujeres indígenas también estaban siendo sub-representadas tanto en
las grandes narrativas de los movimientos sociales, como en los discursos étnicos de las organizaciones. No
obstante, es sólo a principios del siglo XXI que empieza a surgir un interés por las formas de participación
política de las mujeres indígenas dentro de las organizaciones, los movimientos y las instituciones del Estado.
Asimismo, se empieza a manifestar un interés académico por mostrar sus experiencias de liderazgo y activismo
al interior de sus comunidades, y en el marco de la política formal de las organizaciones y los Estados.

Las mujeres indígenas latinoamericanas también son sujetos heterogéneos y diversos ya que al interior de ellas
existen diferencias culturales, económicas y políticas. En consecuencia, no es posible hablar de un sujeto de
mujer indígena que sea universal porque esto implica invisibilizar la particularidad de sus identidades,
experiencias, historias, liderazgos y activismos. Una diferencia fundamental entre ellas se encuentra
determinada por sus vivencias en el contexto de las grandes y pequeñas ciudades de América Latina. La
migración y el asentamiento de grandes poblaciones indígenas en las ciudades han producido cambios
paulatinos y procesuales en la construcción del género de los pueblos originarios. El sistema de
complementariedad y las posiciones históricas que se han asignado tanto a los hombres como a las mujeres
indígenas se han transformado en contextos de ciudad. De igual modo, habitar en la ciudad ha hecho que cada
uno de éstos experimente formas de discriminación, pobreza y violencia, no sólo por su condición de indígenas,
sino también por su condición de clase. Esto ha afectado a las mujeres indígenas de peor forma; dada su
condición de género y etnicidad, la precariedad y la vulnerabilidad de las mujeres indígenas en la ciudad
aumenta. A su llegada a las ciudades, las indígenas viven conflictos emocionales derivados de las situaciones
negativas que experimentan en el contexto urbano, lo cual, también las lleva a ausentarse de los espacios de
toma de decisiones y de participación política. La participación de las mujeres indígenas en contextos de ciudad
se desarrolla a medida que van formando lazos con otras familias y personas solidarias que les proporcionan
ayuda en las dificultades, cuando acceden a programas de formación educativa o cuando conocen que existe
una autoridad indígena a la cual acudir según su caso.

Durante los primeros meses del año 2012, establecí algunos contactos con miembros de la comunidad kichwa
y con autoridades del cabildo con el propósito de saber más de su cotidianidad, acercarme a sus miembros y,
finalmente, conocer a algunas mujeres. Al principio me aproximé a ellos de una forma tímida, seria y reservada,
pero con el tiempo fui conociendo sus historias de migración y asentamiento en Bogotá, sus experiencias
cotidianas en el comercio, y algunos detalles de su relación con el territorio de origen. También pude conocer
cosas sobre sus vidas familiares y sus opiniones sobre la política del Cabildo Mayor Kichwa Camainkibo en la
capital. Tuve la oportunidad de saber del pueblo kichwa gracias a una colega de la Escuela de Género de la
Universidad Nacional de Colombia. A través de ella, me puse en contacto con Luis Alfonso Tuntaquimba.

Luis Alfonso es uno de los hijos menores del matrimonio entre Rafael Tuntaquimba y Rosa Elena Quinche.
Los Tuntaquimba fueron parte de las primeras familias de kichwas que migraron hacia Colombia durante los
años cuarenta. Hace una década Luis Alfonso, acompañado por otros líderes de la comunidad, promovió la
iniciativa de conformar un cabildo urbano del pueblo kichwa. Después de su hermano Nelson Tuntaquimba,
Luis Alfonso ha sido gobernador hasta el día de hoy. Por medio de Luis Alfonso conocí a varias mujeres
kichwas con las que pude conversar. Cuatro de ellas ofrecieron su colaboración y me dejaron conocer sus
historias de vida: Lupe, Susana, Mónica y Jeaneth. Ellas también me permitieron observar su entorno de trabajo

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y sus actividades en las entregas de mercados y remesas para ayudar a las familias más necesitadas, en eventos
infantiles de la comunidad como la celebración del Inti Raymi, y en asambleas de Cabildo.

Lupe Amaguaña es filóloga de la Universidad Nacional de Colombia y es profesora del Jardín Infantil. A través
de conversaciones con ella en el Jardín y en cafeterías del centro de Bogotá, pude comprender las dinámicas
de género que atraviesan a la comunidad kichwa en el contexto de la ciudad. Lupe también me contó acerca de
sus luchas por transmitir el “sentir kichwa” a jóvenes, niños y niñas por medio de la educación, y también me
dejó conocer sus concepciones sobre la desigualdad de género y la posición cultural de las mujeres kichwas en
la comunidad.

Lupe nació en Bogotá. Sus padres migraron hacia la ciudad hace casi treinta años y empezaron a trabajar en el
comercio. Actualmente viven en el Ecuador. El padre de Lupe fue uno de los primeros en empezar a fabricar
alpargatas para los hombres, un tipo de calzado propio del traje de los kichwas pero que otros grupos étnicos
y campesinos en Colombia usan. Tanto el padre como la madre de Lupe tenían sus tiendas de comercio en
Bogotá y desde allí los dos ayudaban a otros kichwas que iban llegando a la ciudad. La pareja concibió cuatro
hijas de las cuales Lupe es la menor.

Durante su infancia y su adolescencia Lupe y sus hermanas estuvieron al cuidado de una mujer que era testigo
de Jehová. Todas las hermanas perdieron su lengua materna porque estudiaron en colegios “occidentales” y
porque allí compartieron gran parte de su tiempo con personas ajenas a su cultura. Su mamá tampoco les
transmitió la lengua porque consideraba que en Bogotá no era útil aprenderla. Ella recordaba que:

“A ella lo que le importaba era que aprendiéramos bien español y no le veía sentido a que
aprendiéramos kichwa”. Ya cuando uno crece y le empiezan a hacer a uno preguntas, a
cuestionarse muchas cosas, empecé a estudiar por mi cuenta y por eso lo entiendo (el
kichwa) pero no lo hablo muy bien. Hasta ahora lo estoy aprendiendo acá en el jardín
infantil, ya de grande”.

Lupe ha trabajado junto a sus hermanas en el comercio bogotano. Sus tiendas se encuentran ubicadas en los
paseos artesanales de la Calle 26 del centro de la ciudad. Las hermanas de Lupe venden ropa y confecciones.
Según ella, hoy en día “los kichwas se dedican menos a la manufactura de artesanías y textiles, y más a comprar
ropa y artículos confeccionados que luego revenden en el mercado”. Esas mercancías son adquiridas en
Otavalo. Las hermanas también tienen la costumbre de visitar frecuentemente el territorio de origen:

“Yo tengo un vínculo directo con Otavalo. El vínculo lo tenemos porque la familia de mi
mamá y mi papá viven en el Ecuador. Desde pequeñas hemos sido enseñadas a viajar cada
vez que nos era posible. Cuando teníamos vacaciones del colegio viajábamos. Por eso
siempre tengo ganas de conocer y de aprender ese “sentir” kichwa del cual te hablo. Eso
es porque mis padres siempre han estado allá, pero también por mi abuelita que fue partera
y médica tradicional. Ir a la casa de ella y estar en contacto con el territorio me da ese
sentir. El sentir es porque mis papás están allá y porque allá pueden transmitirnos
costumbres como el vestido. Que así no se hable la lengua aquí, puedo aprender los tejidos
y puedo aprender de Otavalo. El territorio lo vivo más sentimental que físicamente”.

En los relatos de Lupe no sólo se reflejan sus experiencias de vida como indígena, profesora y comerciante
urbana, sino también sus concepciones acerca de los roles que deben ocupar las mujeres en la comunidad. Lupe
defiende la inclusión de las mujeres y comparte sus reflexiones sobre las diferentes maneras en que puede
concebirse la participación femenina. Lupe opina que las mujeres tienen un rol fundamental en la reproducción
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de la vida y en la transmisión de saberes en la comunidad. Es en el marco del hogar y la educación donde se
transmiten las prácticas del pueblo kichwa, como por ejemplo, la lengua, las tradiciones, los comportamientos
esperados, los roles, y las actividades de hombres y mujeres. Lupe piensa que:

“El hogar es donde se transmite la lengua oral. Dentro del hogar es donde las mujeres
enseñan sus saberes y transmiten el conocimiento sobre la cosmovisión indígena. Ella es
un eje fundamental y central del hogar porque a través de ella se trasmite la cultura. Es
cierto que los roles en la ciudad se han transformado, pero siempre la mujer kichwa va a
tener a cargo la educación de sus hijos. Ella es una gestora de vida y como tal se respeta,
porque tiene esa similitud con la madre tierra.”

En una de nuestras conversaciones, Lupe me contó sus opiniones sobre cómo se da la participación de las
mujeres indígenas y cómo ésta difiere de otras formas de participación femenina. Desde mi formación en
ciencia política entendí la participación en clave de acceso a cargos de autoridad y derechos electorales.
Empero, la participación de las mujeres indígenas no sólo se da en el espacio de lo político, sino también en la
comunidad y en la familia. En nuestro contraste de percepciones sobre la participación de las mujeres, las
dicotomías de lo público y lo privado se rompen. De igual forma, lo hacen las dicotomías de la naturaleza y
cultura. El rol que ocupan las mujeres kichwas en la gestión de la vida no sólo se entiende como un asunto de
la naturaleza femenina, sino también como algo trascendental para la reproducción de la cultura. Es así que las
mujeres kichwas hacen parte del ámbito de la naturaleza y de la cultura simultáneamente. Su relación con la
cultura las dignifica y esto justifica su presencia en la organización política. Como resultado, la diferencia
radical entre lo público y lo privado también se debilita.

Susana Terán era la vicegobernadora del cabildo kichwa en ese tiempo. “Mira, todo lo he vivido a través de
mis padres. La migración y el comercio, todo lo puedo hablar desde la historia de mis padres”, comentó Susana
en una conversación que tuvo conmigo acerca de su historia de vida. El padre de Susana llegó a la edad de
quince años a Bogotá. Primero vino a intercambiar mercancías en los años setenta y a medida que pasaron los
años empezó a trabajar como tejedor. “Su objetivo era, ante todo, trabajar”, decía Susana. Conforme transcurría
el tiempo en el trabajo, él aprendió de otros kichwas el arte de comprar y vender. El padre de Susana solía
vender en el centro de Bogotá y era llamativo para los extranjeros por su cultura:

“Entonces lo que vendía él era su paquetico de mercancía en lo que se conoce hoy como la
Calle 26. Es que allá había mucho turista, lo mismo que en el Hotel Tequendama. Los
extranjeros lo buscaban mucho porque les gustaba lo que él era. Por su atuendo pero
también por los tejidos que son prácticamente nuestra cultura.”

Cuando el señor Terán se casó con la madre de Susana creó su tienda independiente usando sus ahorros de
mucho tiempo. Los dos trabajaban en el comercio en medio de muchas dificultades. Discriminación y violencia
contra los indígenas eran parte del diario vivir en Bogotá:

“Al principio fue duro y mi papá lo cuenta. El sí sufrió la discriminación. La gente se


burlaba de él y de mi mamá. De él porque tenía el cabello largo, entonces le decían que si
él era una mujer. Todos se reían, se reían y se reían. Como mi mamá no quería que
sufriéramos esa discriminación, no nos enseñó el idioma ni el hábito del vestido”.

Susana entiende la lengua de sus padres pero no la habla bien. Ella comprende lo que hablan sus padres y lo
que hablan otros kichwas, pero cuando le preguntan cosas le es difícil responder. Susana tampoco puede
mantener charlas fluidas porque mentalmente le toca traducir del español al kichwa, y se demora en hablar. Por
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iniciativa propia, Susana empezó a vestir el traje kichwa y a aprender las danzas para celebraciones como el
Inti Raymi. “Eso me marcó mucho, hay una diferencia entre ‘nosotros’ y los ‘padres’, porque la mayoría de
kichwas de mi generación, los que vivíamos en Bogotá, no nos poníamos el traje sino para ocasiones
especiales”, recuerda ella.

Susana también viajaba mucho. Durante su infancia y su adolescencia estudió en un colegio bogotano de
monjas, pero la costumbre era viajar en familia cada seis meses al Ecuador. La familia visitaba las ciudades de
Quinchuquí porque de allá era su padre, e Ilumán, porque allá nació su madre. Sin embargo, Susana dice que
su territorio de origen es Bogotá. “El territorio mío es acá porque acá nací y acá crecí, yo todo lo he vivido
aquí”, explicaba. Susana también contaba que:

“… el territorio para mí es donde tú estás porque yo digo que el territorio es donde tú


haces vida. A nosotros acá nos han tildado de extranjeros. A mí me han tildado mucho de
extranjera, según la gente lo soy y así me dicen. Y yo dijo ‘pero por qué, si es que yo nací
y soy kichwa”. O sea, mi padre es kichwa, mi madre es kichwa y yo soy kichwa. Sí, los
kichwas somos del Ecuador, pero yo nací en Colombia y soy de acá (Bogotá).”

Susana empezó a participar en las actividades del cabildo por invitación de su padre. Él solía decirle “mira hija,
ahora se está creando el cabildo y vamos a ser más unidos, va a haber más progreso, van a hacer más derechos”.
Susana recordaba que:

“Eso es prácticamente meterse en política. Entonces queríamos ver cómo lograr una
mejor atención para los indígenas, ver cómo ha sido el trabajo de nosotros en los tejidos
y en las artesanías, y ver cómo eso podía tenerse más en cuenta. Al principio me metí por
información de mi papá y ya después iba para reencontrarnos con los conocidos.”

Fue gracias al Comité de Mujeres que llegó a ser vicegobernadora en el año 2009. Ella recordaba que el Comité:

“…Era un grupo que estaba conformado por mujeres jóvenes, adultas y mayores, pero
eso sí, todas mujeres. Empezamos a ver que era bueno buscar la participación de las
mujeres, de nosotras, de que no vieran a la mujer como la que está “ahí al lado”, sino
que nos tuvieran en cuenta. Nos reunimos todas, y eso que la mujer kichwa era tímida. A
la mujer le da como miedo a hablar. Con uno hablan mucho pero ya en público no pueden
(…) Yo también lo era pero si había una actividad, yo estaba ahí.”

Pasaron los años y Susana empezó a participar activamente, a tomarse los micrófonos, a manifestarse y a hablar.
Fue así que llegó a ser autoridad del cabildo. En su experiencia política ella empezó a percibir la carga opresiva
de las actividades y los roles que las mujeres kichwas asumen en su vida diaria. El hecho de que las mujeres
asuman gran parte de la carga de trabajo y realicen diversas actividades en el hogar y la familia sin el soporte
de sus parejas, genera desigualdades. Las mujeres kichwas sienten el peso emocional y físico de esa carga y,
ante la falta de tiempo, optan por no participar en actividades políticas. Susana piensa que esto se debe al
machismo:

“Lo que nosotras nos dimos cuenta es que siempre hay un machismo. El hombre es el que
tiende a manejar todo. Un claro ejemplo es cuando uno ve la “canasta” (la entrega de
mercados y remesas a las familias kichwas). La que viene acá a retirar el mercado es la
mujer. El hombre ve que ella es la que está cargando el bulto y no hace nada. Yo venía
escuchando ya cosas. Ellas a uno le contaban cosas sin que el esposo se diera cuenta
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porque es por puro machismo que ellos muestran que las mujeres no hablan. Entonces
confiaban en uno y me decía ‘yo le cuento pero que mi esposo no vaya a saber’. Los
hombres siempre iban mandando sobre ellas. Ellas siempre deben estar pendientes de
abrir el puesto mientras que ellos se van a sus juegos los lunes y las que se quedan
atendiendo el puesto son las mujeres.”

Susana es testigo del machismo y observa cómo las mujeres kichwas callan y ocultan cosas a los hombres. En
estas conversaciones secretas se resaltan las reacciones de las mujeres ante el miedo. El miedo surge en el
momento en que las mujeres kichwas se dan cuenta de que los hombres tienen la potestad para conocer sus
secretos y controlar sus comportamientos.

En esta parte de la ponencia se reflexionó sobre la heterogeneidad que constituye a las mujeres indígenas de
América Latina en general, y a las mujeres indígenas urbanas de Colombia en particular. Así, se analizaron las
experiencias de ciudad de algunas mujeres kichwas con el objetivo de mostrar sus concepciones sobre sus roles
en la comunidad, y la forma en que éstos se pueden convertir en formas de opresión, silenciamiento y violencia.
Las historias de Lupe y Susana reflejan la importancia de las mujeres kichwas en el ámbito de la cultura y la
política, y muestran sus hisstorias de liderazgo y activismo. Un tema que podría ser interpretado es la
configuración de solidaridades y apoyos mutuos al interior del Comité de Mujeres. Cuando la
complementariedad deja de ser un principio de igualdad en la comunidad kichwa de Bogotá, ésta comienza a
darse entre las mujeres indígenas de la organización. Los relatos de las mujeres que serán expuestos a
continuación reflejan cómo las mujeres kichwas se convierten en pares complementarios de acción política, y
las emociones que les genera el Comité.

Deconstruyendo la complementariedad: integración, solidaridad y apoyo entre las mujeres kichwas


urbanas

En la cotidianidad de muchas comunidades indígenas la complementariedad no se expresa en términos de


paridad e inclusión. La violencia hacia las mujeres indígenas, la regulación obligatoria de su sexualidad, la
carencia de autonomía económica, la opresión de sus compañeros y los líderes de sus comunidades, y la
persecución de su liderazgo muestran cómo el ideal de complementariedad está cada vez más lejos. Al respecto,
Tarcila Rivera (2008) plantea que los reclamos por la incorporación del género, la complementariedad y el
equilibrio en las relaciones entre hombres y mujeres no han sido transversales al discurso de los movimientos
indígenas. Las reivindicaciones por el derecho de las mujeres a una vida libre de violencias, y sus
contribuciones a las luchas políticas por la autonomía y el territorio no han sido tenidas en cuenta por el
movimiento indígena (Rivera, 2008). Es así que no existe una articulación visible de las demandas de género
y las reivindicaciones de las mujeres a la política de los pueblos indígenas. Por esta razón, no existe una
verdadera complementariedad.

Julieta Paredes y Adriana Guzmán (2013 y 2014) proponen la deconstrucción del principio del par
complementario y la reinvención del mismo con el objetivo de crear relaciones de respeto mutuo entre los
miembros de una comunidad. Desde una apuesta por un feminismo comunitario, Paredes y Guzmán plantean
la necesidad de crear un movimiento social con base en la confianza entre sus miembros. Este feminismo
propone el retorno efectivo de las mujeres a las comunidades indígenas gracias a un equilibrio entre los seres
humanos, los no humanos, y la naturaleza. Paredes y Guzmán también expresan la necesidad de crear un
movimiento social de mujeres cuya meta sea la recuperación del equilibrio, el tiempo, la historia, la memoria
y el espacio de las abuelas, las hijas y las nietas de los pueblos andinos, tanto en los campos como en las
ciudades. Finalmente, estas activistas e intelectuales resaltan la importancia de “hablarles de igual a igual y en
16
el mismo lenguaje a todas las luchadoras del mundo entero, aprendiendo de ellas, convocándolas a ellas,
enseñándoles y respetándonos mutuamente (Paredes y Guzmán, 2014: 60).

Paredes y Guzmán desmitifican la idea del par complementario que impide analizar las experiencias de las
mujeres indígenas, y que ha omitido sus denuncias y activismos hasta hoy. La complementariedad no reconoce
la situación real de las mujeres indígenas, no incorpora la denuncia de género, naturaliza la discriminación y
afirma que es normal que las mujeres tengan roles considerados de menor valor o importancia. Esto intensifica
la discriminación, la desigualdad, la explotación y la opresión de las mujeres puesto que se considera que es
un hecho de la vida que los hombres sean privilegiados y que las mujeres estén subordinadas por no tener
tiempo, escuela, salario y respeto por su palabra (Paredes, 2013; Paredes y Guzmán, 2014). El principio de
complementariedad se piensa en términos de una pareja de hombre y mujer heterosexuales jerárquica y
desigualdad, en la cual ninguno de los dos se entiende como pares políticos. En contraposición, Paredes y
Guzmán afirman que la complementariedad se puede dar entre personas indistintamente de su género,
esacapando a las lógicas patriarcales de la familia y la política tradicional que subordina a unos y privilegia a
otros.

El pensamiento de los kichwas de Bogotá reconoce dos principios fundamentales para la interacción de las
personas, la naturaleza y las fuerzas espirituales. Dos de estos principios tienen que ver con las relaciones de
género. En primer lugar, el principio de relacionalidad sostiene que todos los seres del mundo están
íntimamente involucrados entre sí. En segundo lugar, el principio de dualidad o complementariedad hace
referencia a una forma especial de comprender que la existencia de un polo implica la presencia de otro; las
partes de una relación se conciben como complementarias y no como contradictorias. No existe entonces un
antagonismo entre los seres humanos. Por el contrario, todos contribuyen a construir relaciones de mutuo
respeto dentro de la comunidad.

Frente a las desigualdades, las violencias y las discriminaciones que viven tanto las familias kichwas como las
mujeres indígenas en Bogotá, el Comité de Mujeres se ha configurado como un espacio de posicionamientos,
sentimientos, luchas e imaginarios sobre los procesos de organización política femenina. El Comité también se
ha convertido en el lugar desde el cual se expresan sentimientos y expectativas a futuro sobre lo que pueden
lograr las mujeres kichwas colectivamente. En el año 2009, un grupo de mujeres kichwas empezó a reunirse
frecuentemente con el fin de conformar una organización femenina que contribuyera a la visibilización y la
participación de las mujeres en la comunidad y en el cabildo. El grupo estaba integrado por mujeres mayoras,
adultas y jóvenes que posteriormente empezó a ser conocido como el “Comité de Mujeres”. El Comité no sólo
pretendía promover la participación femenina, sino también generar dinámicas de integración entre mujeres a
través de eventos y actividades exclusivamente para ellas. Para el año 2011, el Comité de Mujeres dejó de
reunirse por dos motivos. En primer lugar, por la desigualdad en el trabajo y las actividades productivas al
interior de sus familias, lo cual generaba un desequilibrio en la relación entre las tareas que debían desempeñar
los hombres y las que tenían que desempeñar las mujeres en el comercio ambulante y en las tiendas. Las
mujeres kichwas continuaban siendo las encargadas de cuidar y vender las mercancías, pero también eran las
responsables de la educación de las hijas, los hijos, los esposos y la familia. Ante este panorama, muchas
mujeres del Comité decidieron dejar de participar en las actividades ante la falta de tiempo y dinero, y por la
censura de sus esposos. En segundo lugar, el cabildo atravesaba por una crisis de legitimidad ante la comunidad.
Esta crisis obedecía al rechazo de los miembros de la comunidad a las autoridades del cabildo. El poder y la
autoridad se rotaba entre pocas familias que gozaban de reconocimiento por ser los primeros migrantes en
Bogotá, lo cual impedía la participación de hombres y mujeres distintos y ajenos a éstas. Esta problemática fue

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uno de los motivos que reforzaron la decisión de las mujeres kichwas de participar del comité y de hacer parte
de las actividades del cabildo.

En relación con el Comité y la participación de las mujeres kichwas, Lupe continúa refiriéndose al papel de las
mujeres como gestoras de vida y la forma en que esto determina su inclusión. Lupe recuerda que:

“Desde que yo era muy chiquita como que nunca vi a una mujer kichwa participando en otros
escenarios diferentes a los de su hogar y los del trabajo aquí en Bogotá, porque en el Ecuador si
he escuchado muchas historias de mujeres que han luchado por la reivindicación de los derechos
de las mujeres indígenas, de los pueblos originarios y aquí en Bogotá como que siempre fue un
cambio positivo ver a las mujeres dentro de las organizaciones. No que participaran porque
siempre han estado participando desde su hogar transmitiéndonos todos los conocimientos, pero
participar dentro de una organización no, antes no.”

La participación de las mujeres no sólo se entiende en el plano político sino también en aquellos ámbitos
íntimos del hogar. Parte fundamental de esa participación es que a las mujeres se les permita desarrollar ese rol
en la política y en la familia, y que sean valoradas positivamente por esto. El entendimiento de los roles, las
actividades y la inclusión de las mujeres indígenas de acuerdo a divisiones entre lo público y lo privado debe
flexibilizarse para incluir la diversidad cultural que es inherente a ellas. Las mujeres kichwas, en virtud de su
rol como reproductoras y transmisoras de conocimientos ancestrales, son parte activa tanto de la política como
de la cultura, y cumplen un rol fundamental en estos ámbitos. Por este motivo, las experiencias de las mujeres
indígenas deben entenderse en su contexto y en su particularidad. No todas las experiencias de subordinación
son iguales y los significados que se les atribuyen éstas difieren considerablemente de cultura a cultura.

El Comité de Mujeres se presenta como una oportunidad para situar a las mujeres kichwas como actores
políticos. Igualmente, el Comité se proyecta como un territorio de colaboración entre mujeres kichwas al
interior de sus propios procesos organizativos. El Comité de Mujeres se encontraba conformado por mujeres
“mishu” o mestizas que eran adoptadas por la comunidad al haberse casado con hombres kichwas. La
integración entre mishus y kichwas también fue una característica del Comité. La frontera entre polos distintos
deja de tener relevancia en el plano de esta organización y es a partir de allí que empieza a manifestarse la
relación recíproca entre pares políticos, femeninos y complementarios. Lupe lo expresa del siguiente modo:

“Digamos que más adelante cuando ya existe una organización como la de los kichwas acá en
Bogotá, si se empezó a ver la participación de las mujeres indígenas y no indígenas que se
casaban con kichwas y había ese sentir de ‘kichwa adoptada’, y empezaron a trabajar en pro de
la comunidad. Eso hizo que los procesos de liderazgo avanzaran hasta ahorita. Me pareció
importante que las mujeres jóvenes que tuvieron la oportunidad de estudiar empezaran a
participar aquí en los procesos. Siempre se tuvo en cuenta la voz de las mayores, porque las
mujeres mayores son gestoras de vida. De allí que sea importante tener en cuenta tu su
participación. No solamente las mujeres que van, se preparan y se forman académicamente son
las que van a liderar esos procesos, porque la academia no va a tener el tipo de herramientas
que nos permitan manejar esos saberes propios que nos transmiten los abuelos, los que han
venido más atrás de nosotros. Por eso era importante la voz de las mayores, pero también las de
las mujeres kichwas que tuvieron formación en algo técnico, tecnológico o profesional. Eso nos
ha ayudado a recogernos porque es un poco difícil que aquí en Bogotá como kichwas, como
otavalos, se tenga un saber propio cuando lo propio no es de acá.”

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Lupe resalta la diversidad de mujeres que constituye el Comité y la forma en que ésta organización pretendía
tener en cuenta la voz de una pluralidad de mujeres con diferentes profesiones, edades, saberes y liderazgos.
Por consiguiente, eran muchas las trayectorias de vida que confluían en el Comité de Mujeres.

Susana narra los orígenes del Comité de Mujeres, y sus experiencias de integración y solidaridad al interior de
ese colectivo:

“En el 2009, se dio la creación del Comité de Mujeres. El Comité de Mujeres era un grupo que
estaba conformado por jóvenes, adultas y mayores. Todas mujeres. ¿Qué buscábamos con eso?
Pues habían varias, habían otras mujeres líderes y empezamos a ver que era bueno buscar la
participación de las mujeres, de nosotras, que no vean solo a la mujer como la que está ‘ahí al
lado’, sino que nos tuvieran en cuenta. Entonces empezamos a crear (el Comité de Mujeres),
todos los lunes nos reuníamos. Empezábamos a hacer actividades, a hacer rifas, empezamos a
festejar entre nosotras los cumpleaños y así, porque por lo general la mujer kichwa es tímida y
le da pena hablar en público. O sea, ella puede hablar con uno pero ya hablar en público les da
como miedo o pena. Entonces vimos que reuniéndonos así y tratándonos más como
amistosamente podríamos logar más cosas. En el 2009 nos dieron a manejar el Inti Raymi. En
esa ocasión fuimos como de doce a cinco mujeres. Unas estaban en la cocina, unas en la entrega
de medianos, otras en la logística. Todas nos encargábamos de diferentes actividades.”

El padre de Mónica Palacios es pensionado de las fuerzas militares. Como todo militar, la educación que le
impartió a Mónica fue muy estricta. No la dejaba salir de la casa y solía estar encerrada. “Para pedir permiso
era cosa sería, siempre estuvimos con ese régimen que no nos dejaban ni con los amigos, no nos dejaban salir”,
recordaba. Ella es una mujer “mishu”, es decir, mestiza. “La persona ‘mishu’ es una persona mestiza que
comparte cosas, como decir que no eres kichwa pero que sí eres de la comunidad”, me explicaba en una de
nuestras conversaciones. Siendo joven conoció a su esposo, Nelson Tuntaquimba. Su padre permitió la relación
por una larga amistad con Nelson y aceptó el compromiso de los dos. Cuando Mónica terminó el colegio se
casó con Nelson y posteriormente tuvieron tres hijos: Indy, Ivana y Kenay. En el 2012 ella era la encargada
de la gestión en asuntos de salud para la comunidad kichwa de Bogotá.

Los impedimentos que ha tenido el Comité de Mujeres para realizar sus actividades y su cese definitivo han
propiciado sentimientos de frustración, tensión y tristeza. Mónica expresa sus sentimientos acerca de esto:

“Le da a uno pesar (el fin del Comité de Mujeres). Era como algo que apoyaba mucho al cabildo,
era como una basesita. O sea, las mujeres armaban las cosas, se encargaban de los eventos,
siempre se encargaban como de consolidar todo y solo era pasarle al gobernador (Luis Alfonso)
y pasarle a Luis (Conejo), el tesorero. Para buscar el apoyo también armaban los proyectos. Se
luchó y fue bonito porque esto también integró a varias señoras. Ellas son muy apáticas. La
indígena es muy apática a colaborar, no quiere colaborar. Entonces se empezó a llamar a las
mujeres mayores y había señoras que también ya eran reconocidas por el cabildo. Entonces fue
fuerte en esa época que estaba el Comité de Mujeres. Ya después cuando empezó a declinar,
cuando empezó a haber los problemas, más que todo por comentarios que hicieron tanta mella en
la credibilidad del cabildo, pues ellas se fueron, entonces la gente no vivía sino murmurando,
también las señoras se cansaron y dijeron como ‘no, nosotras no tenemos porque seguir
aguantando esto, que nos traten de que no nos han escogido y que no hemos hecho tal cosa’ y ya
bajó el cabildo. Fueron momentos difíciles.”

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Susana también expresa las razones por las cuales el Comité no está funcionando y los motivos por los que las
mujeres dejaron de participar. En su relato se refleja cómo las discrepancias en el trabajo y el hogar se
convirtieron en obstáculos para la participación de las mujeres kichwas:

“El Comité de Mujeres no está funcionando. Se fueron retirando varias líderes por ‘x’
circunstancias, porque les demandaba tiempo, y tú sabes pues que la mayoría están trabajando,
trabajan pues en lo de artesanías, en el arte propio. Entonces decían que estar acá un día, ciertos
días, era como descuidar su hogar porque a uno le tocaba estar como pendiente del trabajo y del
hogar. Entonces como tal reunidas, no. Este año no, no ha estado el Comité de Mujeres acá”.

Jeaneth Quinche era la secretaria del cabildo hasta principios del año 2013. Ella me contaba que los recuerdos
que tenía de la migración y el comercio entre los kichwas venían de las experiencias junto a su padre. Su padre
era de origen ecuatoriano. Trabajando en Colombia conoció a su madre, una mujer ‘mishu’. Jeaneth siempre
tuvo un interés por “buscar sus raíces” y por saber “quién era” en este mundo. Por este motivo, viajaba
frecuentemente al Ecuador para preguntarle a sus familiares por el origen de sus apellidos y construir un árbol
genealógico. El señor Quinche nació en San Gabriel, ciudad de la Provincia de Carchi en el Ecuador. Cuando
llegó a Colombia lo hizo por Nariño, llegó a Pasto y luego se trasladó a Bogotá. Estando allí inventó una
artesanía llamada “divisorio”, una especie de cortina tejida para adornar las paredes. Al cabo de unos años, el
padre de Jeaneth creció económicamente vendiendo los divisorios. Jeaneth siempre tuvo un interés por viajar
y vivió durante mucho tiempo en Copenhage. Allá trabajo en la Embajada de Venezuela en Dinamarca y tuvo
el tiempo suficiente para extrañar las costumbres colombianas y construirse a sí misma estando presente en un
lugar ajeno a su cultura kichwa.

Jeaneth opinaba que el Comité de Mujeres era un espacio para demostrar la fuerza de las kichwas. Para ella,
las mujeres son seres especiales cuya cualidad más importante es “ser organizadas”. Ella consideraba que la
participación femenina es importante y que el Comité es el lugar para promover el liderazgo de las mujeres
kichwas. Ella visualiza a las mujeres líderes de la comunidad kichwa del siguiente modo:

“Me llama mucho la atención aquello, que es algo como que más visualizo, de la mujer líder. Que
la mujer líder pueda tener una economía independiente, que la mujer líder pueda pensar en sí
misma. Por ejemplo, yo proyectaba el comité como si todos podemos trabajar en principio en un
comité pequeño, un comité que en un poco tiempo se fortalezca, se estabilice. Entonces que surja
una lluvia de ideas, que vengan todas las ideas, a ver qué tantas cosas podemos organizar, porque
dependiendo de las necesidades, cada mundo es diferente. Entonces en un principio una ‘mujer
líder’ podría ser una mujer empresaria. Miremos algo en lo que nosotras podamos crear algo
como mujeres, dentro del comité ¿no? Entonces surge el llamamiento a las mujeres y aquí nos
reunimos, y se expone un plan de trabajo. La idea es que seamos un comité, que nos reunamos,
básicamente las personas que estamos en este comité y que podamos cumplir. Y si no, pues bueno,
no importa qué tan grande sea sino que tan sólido sea el comité. Y eso es un ejemplo para que
después sea motivado para las demás personas. Cuando tú das el fruto de algo, entonces hay el
ejemplo como para llamar a otros.”

Para Jeaneth las mujeres líderes entre los kichwas deben tener las siguientes cualidades: organización,
autonomía económica y libertad para decidir. El Comité de Mujeres se convirtió en una oportunidad para
formar ese tipo de mujeres y vincularlas a los procesos de visibilización. A diferencia del significado que tiene
para Lupe el rol de las mujeres como gestoras de vida, Jeaneth centra sus concepciones sobre ellas en la

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independencia económica, la autonomía personal, y su capacidad para promover transformaciones
colectivamente.

Las experiencias urbanas de discriminación, pobreza y violencia de las mujeres kichwas por su doble condición
de indigenidad y género, y sus vivencias de opresión en el marco de la familia heterosexual, indican que el
principio de complementariedad y dualidad que rige el pensamiento y las prácticas del pueblo kichwa es
refutable. Este principio normaliza la inferioridad de las mujeres kichwas e invisibiliza sus luchas por una
inclusión genuina en la toma de decisiones sobre asuntos de la comunidad. Frente esto, el Comité de Mujeres
plantea nuevas relaciones de paridad política. Cuando las mujeres kichwas se integran y forman lazos de
solidaridad, dan rienda suelta a nuevas nociones de complementariedad basadas en sus perspectivas del mundo.
Esta complementariedad se funda en relaciones de confianza entre mujeres kichwas de diferentes edades,
formaciones, saberes, identidades, trayectorias y orígenes.

Conclusiones

Esta ponencia se centró en analizar las experiencias de ciudad de algunas mujeres kichwas que pertenecían a
la organización femenina del Comité de Mujeres en Bogotá. Partiendo de sus vivencias, reflexioné sobre las
concepciones de Lupe Amaguaña, Susana Terán, Mónica Palacios y Jeaneth Quinche acerca de los roles de las
mujeres kichwas en la comunidad, su situación de violencia, opresión y silenciamiento en el marco de la familia
heterosexual, y las relaciones de solidaridad, apoyo y complementariedad femenina al interior de este colectivo.

En la primera sección, emprendí un proceso modesto de armar y desarmar las suposiciones que guiaron mi
trabajo de grado para optar al título de Magíster en Antropología de la Universidad de los Andes. Así pues,
pretendí dar cuenta de mis sesgos a la hora de comprender las realidades de las mujeres kichwas en un contexto
de ciudad y traducirlas en el texto etnográfico. En esta sección del texto indiqué que en mi investigación tuve
en cuenta una apuesta por una escritura etnográfica responsable desde la antropología feminista, pero que ésta
no me permitió cuestionar mi lugar de privilegio y mis discursos sobre un sujeto mujer indígena que
consideraba homogéneo y estático. Verdaderamente, en mi análisis de las experiencias de las kichwas sólo
analicé una cara de su identidad: la de mujer. Fue así que dejé de lado el carácter histórico de la violencia que
el hombre blanco ha desencadenado sobre ellas, y la opresión que han vivido al interior de sus comunidades;
todo esto continúa reproduciéndose en el espacio urbano de Bogotá. No comprendí que la intersección entre la
indigenidad y el género era clave para comprender mejor sus experiencias en la ciudad, y entender tanto sus
limitaciones como sus oportunidades en el espacio político. También impuse conceptos de género y mujer
sustentados en dicotomías provenientes del pensamiento occidental, y no tuve en cuenta que los pueblos
indígenas latinoamericanos tienen sus propias construcciones de cada uno de éstos. Todo esto fue consecuencia
de un momento de vida específico que corresponde a mi formación en pregrado en ciencia política, mis
estereotipos sobre la investigación académica, y mi acercamiento a la antropología. Dicho acercamiento fue
una respuesta a una sensibilidad política, y marcó el inicio de un devenir feminista que aún no concluye. Este
momento de vida también estuvo saturado de conflictos, emociones y tensiones que recayeron no sólo sobre la
mente, sino también sobre el cuerpo.

En la segunda sección de la ponencia, tomé en consideración la diferencia cultural que portan las mujeres
indígenas latinoamericanas, y resalté la relevancia de conocer sus historias de activismo y liderazgo, aún en un
mundo masculino y hegemónico que oculta sus luchas. Tuve en cuenta el sistema de complementariedad de
género que caracteriza algunos de los pueblos indígenas latinoamericanos como el kichwa. En mi mirada a las
experiencias y las concepciones de las mujeres indígenas del Comité de Mujeres, noté que a pesar de que las
kichwas tienen un lugar relevante en los ámbitos de la cultura y la política, existe un desequilibrio en su relación
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con los hombres. En consecuencia, el silenciamiento y la opresión que viven en el marco de la unión
heterosexual refutan el principio de complementariedad que rige las prácticas culturales de los kichwas.

En la tercera sección de este documento, tomé en consideración algunos replanteamientos del concepto de
complementariedad propuestos por feministas comunitarias como Julieta Paredes y Adriana Guzmán, para
resaltar la necesidad de concebir un nuevo movimiento femenino de pares políticas complementarias y
solidarias. A través de estas perspectivas, comprendí el Comité de Mujeres como un espacio en el cual se
desarrollaron apoyos mutuos, solidaridades y paridades entre mujeres kichwas diversas. Estas mujeres se
alegran por las cosas que ha logrado el Comité en términos de integración femenina, pero se entristecen cuando
la desigualdad de género y los problemas de la política formal del cabildo hace mella en sus procesos.

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