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LA NACION | CULTURA

28 de septiembre de 2012

Los cristales prodigiosos de la ficción

Cada género literario tiene su propia manera de ver el mundo. Del catalejo
de la novela de aventuras a la lupa del policial, un repaso por los
instrumentos ópticos que delimitan simbólicamente los diferentes
territorios narrativos

Por: Pablo De Santis

Leemos porque esperamos. El verbo esperar tiene dos sentidos en español (que en
otros idiomas exigen palabras diferentes): aguardar algo concreto y a la vez tener
esperanza, desear algo que no sabemos si va a ocurrir. La literatura participa de los dos
sentidos del verbo esperar: esperamos algo concreto de un libro (si es un libro de
historia, hechos verdaderos; si es una novela policial, el crimen) pero a la vez esperamos
algo nuevo y brumoso, algo que no sabemos, que todavía no nos han contado. No
leemos libros sin expectativa, y los géneros (el policial, la literatura fantástica, la ciencia
ficción) son inspiración, reglamento y a veces fuga de esa expectativa.

Los géneros nos invitan a prestar mucha atención a algunas cosas del relato y a
descuidar otras. Es imprescindible la atención, pero también la distracción. Para
conseguir este equilibrio, cada género tiene su propia manera de ver el mundo. Los
héroes ven a través de ventanas, de mirillas, de catalejos, de microscopios, de puertas
entreabiertas, de lupas. A través de cristales y rendijas descubren en qué clase de mundo
están.

En las líneas que siguen hemos jugado a buscar para cada género un artefacto
óptico que le sirva de símbolo.

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Catalejos y largavistas

El instrumento óptico característico del relato de aventuras es el catalejo. Estamos


acostumbrados a que piratas y corsarios tengan un solo ojo: el parche nos recuerda no
sólo los peligros pasados, sino la mirada de cíclope que exige el catalejo. Sabemos que
el héroe de aventuras nunca está quieto: nada lo define mejor que su capacidad de llegar
tan lejos como sea posible. Hay que atravesar mares, desiertos, campos de batalla. Y en
esta empresa el catalejo permite ver al enemigo que se acerca, o la meta que hay que
alcanzar: una ciudad, una montaña, una isla. Es la promesa de la aventura. En Las minas
del rey Salomón , de H. Ridder Haggard, el cazador Allan Quatermain y sus
compañeros de viaje ven a lo lejos, más allá del desierto, la montaña que los separa de
la mítica región que da título a la novela. Umbopa, el guía, les señala que el viaje es
muy largo:

Sí -replicó sir Henry- es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra que no pueda
realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no se pueda hacer,
Umbopa. No hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda
atravesar si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a
salvarla o perderla según ordene la Providencia.

En las novelas marinas de Emilio Salgari, como el ciclo de Sandokán o El corsario


negro, la lectura del horizonte, la detección de los barcos enemigos y la identificación
de las banderas se convierten en una parte esencial de la peripecia. Hay que distinguir si
es un barco que lleva un valioso cargamento, o si forma parte de una escuadra de naves
enemigas, a la caza de piratas. Hay que contar el número de cañones y de hombres, para
no llevarse una sorpresa en el momento del ataque. Pero la marea es cambiante y las
novelas de mar también: cuando el lector abandona las ficciones serenas de Salgari y
llega a Joseph Conrad (que fue marino de verdad), esta extrema visibilidad se convierte
en oscuridad, en neblina, en ceguera. El capitán de El socio secreto esconde en su
camarote a un prófugo que se le apareció de repente en medio de la noche y que nadie
ha visto llegar; el capitán de Con la soga al cuello debe alcanzar un puerto mientras
esconde a los demás su progresiva ceguera. Marlow, protagonista de El corazón de las

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tinieblas , se asoma a la borda del vapor que lo lleva río arriba sin ver nada a su
alrededor:

El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se
refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido borrado sin
dejar atrás ni un susurro ni una sombra.

La aventura ya es oficio de tinieblas.

Detrás de un vidrio empañado

La literatura fantástica tiene un modo de mirar completamente distinto al de la


novela de aventuras. En lugar de ocuparse de lo que está lejos, se asoma a lo más
próximo y se esmera por verlo de un modo distorsionado, nebuloso. Los héroes de
aventuras son en general hombres solos, que no tienen familia o que la han dejado atrás:
en los cuentos fantásticos, en cambio, siempre es el ambiente familiar lo que es
trastornado por la aparición o el prodigio.

Este género ve el mundo a través de vidrios empañados, rendijas, ojos de cerradura,


puertas entreabiertas. Hay una obsesión con el umbral: los marcos de puertas y
ventanas, esos objetos tan domésticos, pueden ser un paso hacia el pasado, o el sueño, o
el país de los muertos. La literatura fantástica siempre se apropió de miedos muy
antiguos: los umbrales han sido objeto de reverencia y temor en muchas culturas, y la
costumbre de decorarlos con ajos o muérdago, que todavía pervive, es un resabio de
antiguas creencias.

En la novela corta La puerta abierta, de Margaret Oliphant, todo lo que ha quedado


de una construcción es un umbral, sin paredes ni puerta, y a través de ese umbral
resuena de noche la voz del fantasma, que pide que lo dejen entrar. El narrador, vecino
de la ruina encantada, nos cuenta:

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La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un
melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía
a la nada -una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente, y sus cerrojos
echados- ahora vacía también de todo significado.

Los fantasmas, presencias emblemáticas del género, no aceptan la visión directa.


Siempre están en el cuarto vecino, o en el piso de arriba, o en la oscuridad, o reflejados
en un espejo, o detrás de una ventana. Viven en la brecha que se abre entre la sospecha
y la certeza. Los espectros están destinados a verbos como asomar o aparecer. Nunca
entran, nunca están del todo: aparecen, se asoman.

H. P. Lovecraft fundió de una manera completamente singular la ciencia ficción


con el horror en cuentos y novelas que en general transcurren en tenebrosas regiones de
su invención, como Arkham, Innsmouth o Dunwich. En sus historias los umbrales ya no
son la puerta de entrada de los muertos, sino de criaturas horrendas que alguna vez, hace
millones de años, dominaron la tierra, y que intentan volver a conquistarla. Ventanas,
puertas, torres o pozos sirven de umbral a esta mitología pródiga en ojos y tentáculos.
Como en los cuentos de fantasmas, la enorme casona es el teatro donde el pasado revela
que sigue presente, que hay un asunto sin resolver. Pero en la obra de Lovecraft el
pasado se mide en eones y lo no resuelto es el destino de unos dioses terribles.

Espejos y fantasmagorías

En su brillante ensayo La fantasmagoría, el crítico francés Max Milner se ocupó de


ver cómo en el siglo XIX los avances de la óptica tuvieron una gran influencia en la
literatura fantástica. Era la época de la fantasmagoría, la linterna mágica (juguetes que
son la prehistoria del cine), la magia catóptrica (trucos de magia con espejos):
invenciones que eran a la vez ciencia y espectáculo. La víctima de tales inventos era el
ojo humano, al que había que engañar con mujeres aserradas, espectros y bailes de
esqueletos.

En las tres últimas décadas del siglo XIX abundaron en los teatros de Buenos Aires
las visitas de grandes magos que acostumbraban a hacer trucos con espejos y más

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adelante con electricidad (como amablemente nos recuerda la Historia de la magia y el
ilusionismo en la Argentina , de Mauro A. Fernández). Si aceptamos la hipótesis de
Milner, es probable que estos ilusionistas dejaran su impronta en la obra de Eduardo
Holmberg y de Leopoldo Lugones, que fue además un gran interesado en el ocultismo.
Estos autores iniciaron la tradición del cuento fantástico argentino, luego llevada a la
excelencia por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio
Cortázar. En todos ellos la visión turbia ocupa un lugar fundamental en relación con lo
sobrenatural. Por ejemplo, en "Las puertas del cielo", de Julio Cortázar, es un salón de
tango el que sirve de umbral para el fantasma de una mujer, a la que el narrador ve a
través del humo que distorsiona todo. El ambiente es vulgar y es prodigioso; es el
infierno y es el paraíso.

El mismo contraste entre la experiencia única y el marco trivial que la degrada está
en el cuento "El Aleph", de Borges. En un sótano de una casa de la calle Garay,
custodiado por el temible poeta Carlos Argentino Daneri, se esconde el instrumento
óptico más singular de la literatura: ese punto donde se pueden ver todos los puntos de
la Tierra al mismo tiempo. ¿Pero conduce a alguna clase de felicidad ese prodigio?
¿Sirve de algo ver todo? El Borges del cuento ve lo que hubiera preferido no ver y lee lo
que hubiera preferido no leer: las cartas de su amada Beatriz. Si la novela de aventuras
nos dice: "Mira lejos" y el cuento policial "Mira atentamente", el mandamiento visual
del cuento fantástico es: "No mires".

Microscopios y telescopios

La ciencia ficción depende quizás más que ningún otro género de los instrumentos
ópticos: los microscopios y los telescopios. Científicos y comandantes de naves
espaciales miran por telescopios y pantallas los lejanos lugares que habrán de visitar, o
los peligros que se acercan a la Tierra. Lo que ahora es un punto en una pantalla mañana
puede ser una catástrofe. En la ciencia ficción las distancias ya no son las mismas que
las del relato de aventuras, pero idéntico es el deber del héroe: viajar.

A la ciencia ficción también le toca explorar lo mínimo, y por eso sus científicos
cuentan con microscopios en abundancia. En el cuento "La lente de diamante" del

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irlandés Fitz James O'Brien (precursor de la ciencia ficción que murió durante la guerra
civil norteamericana), un estudiante consigue un cristal prodigioso, y con él descubre un
mundo en miniatura. En El hombre menguante, de Richard Matheson, un hombre
común empequeñece día a día hasta habitar una casa de muñecas y ver convertidos en
peligros mortales al gato de la casa y a una araña (escenas inolvidables en la película de
Jack Arnold, que tantas veces pasaron por televisión los sábados a la tarde en Cine de
Super Acción). Al final, cuando parece que ha llegado a la extinción, el mínimo héroe
entra en el mundo de los átomos: tiene ante sí un nuevo universo por explorar.

La lupa eterna

El instrumento que corresponde al género policial es, por supuesto, la lupa. En


realidad ni siquiera es indispensable que aparezca la lupa: lo que nos importa es el ojo
del detective, fijo sobre los detalles que los otros pasan por alto, sobre las cosas
minúsculas que los héroes de aventura hubieran ignorado.

En el relato "El paciente residente", Sherlock Holmes explica una compleja escena
de asesinato, y Watson reflexiona:

Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que
habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de
signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habernoslos indicado, apenas
podíamos seguir sus razonamientos.

Hasta que apareció el género policial, la narración de aventuras fue, en esencia, la


relación de un viaje. Contar un cuento era contar cómo se recorrían las distancias. Pero
a fines del siglo XIX el relato policial da origen a otra clase de peripecias. Los relatos
policiales, nacidos para ser leídos en los trenes, han odiado siempre los viajes, a los que
ven como una incomodidad narrativa (salvo cuando el crimen ocurre en un tren, en el
Orient Express, por ejemplo, o en un trasatlántico, y entonces el transporte mismo se
convierte en el lugar cerrado que necesita la trama). La literatura policial prefiere al
héroe quieto y al lector en movimiento.

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El detective es ante todo un héroe inmóvil. Sherlock Holmes y el doctor Watson se
aburren mientras esperan que alguien golpee a la puerta y el crimen los arranque de su
tedio. Lo mismo le ocurre al detective de la novela negra. El escritorio desordenado, la
oficina sucia y la botella de bourbon mantienen su encanto, porque una parte de la
aventura es la espera de la aventura.

El escenario clásico del crimen -el cuarto cerrado- es el teatro ideal para que el
detective ponga a prueba su habilidad visual: los detalles que para otros son irrelevantes
para él son los signos que conducen a la verdad. La mirada del detective no sólo hace
grande lo pequeño, como la lupa, sino que convierte lo habitual en excepcional. Hay
que mirar todo como si se lo viera por primera vez.

Uno de los atractivos perennes del relato policial es que hace del detective un
lector. De todos los instrumentos ópticos que despliegan los géneros, la lupa es el único
que es un instrumento de lectura. El detective es un lector que va unos pasos delante;
recibe los fragmentos de la historia escondida al mismo tiempo que nosotros, pero se
nos adelanta a leer. Lo que para nosotros, lectores comunes, son pedazos de la realidad
sin unidad aparente, son para el investigador fragmentos de un todo. Hay una especie de
pedagogía siempre incompleta: Sherlock Holmes le enseña a Watson, y Watson ("que
fue su evangelista/ y que de sus milagros ha dejado la lista", escribe Borges), a nosotros.
Pero en el próximo cuento volvemos, como el amable médico, a nuestra primitiva
ignorancia. Nacido a mediados del siglo XIX, cuando la educación ya llega a todas las
capas sociales y los periódicos reúnen, en el recuerdo de un día, los hechos del mundo,
el género policial nos invita al juego de no saber, a la ensayada ignorancia, al placer de
no ver lo que estaba delante de nuestros ojos. En la vida real equivocarse puede ser
terrible; en la vida leída, en cambio, el error siempre tiene su encanto. Quien no se
equivoca no conoce la sorpresa, y la lectura es el juego del asombro.

La tradición les ha destinado a los traductores, y de algún modo a los intelectuales


en general, un patrono perfecto: san Jerónimo. Fue el primer traductor de la Biblia, y en
las pinturas aparece encerrado con sus libros y con un león al que ha domesticado (Italo
Calvino escribió unas páginas muy lindas sobre la oposición entre san Jorge, el héroe
exterior, y san Jerónimo, el héroe interior). Pero el género policial ha convertido a

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Sherlock Holmes y a Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, en patrones
laicos de la lectura. Tienen una cosa en común con san Jerónimo: en lugar de viajar
prefieren los cuartos cerrados. Aunque a los detectives les falta el león, tienen como
reemplazo un cadáver, que los ayuda a recordar los peligros del mundo. En estos
encierros Holmes y Dupin nos enseñan a leer: hay que buscar con lupa las cosas
escondidas y leer en los márgenes, y no en el centro de la página, el texto verdadero.

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