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28 de septiembre de 2012
Cada género literario tiene su propia manera de ver el mundo. Del catalejo
de la novela de aventuras a la lupa del policial, un repaso por los
instrumentos ópticos que delimitan simbólicamente los diferentes
territorios narrativos
Leemos porque esperamos. El verbo esperar tiene dos sentidos en español (que en
otros idiomas exigen palabras diferentes): aguardar algo concreto y a la vez tener
esperanza, desear algo que no sabemos si va a ocurrir. La literatura participa de los dos
sentidos del verbo esperar: esperamos algo concreto de un libro (si es un libro de
historia, hechos verdaderos; si es una novela policial, el crimen) pero a la vez esperamos
algo nuevo y brumoso, algo que no sabemos, que todavía no nos han contado. No
leemos libros sin expectativa, y los géneros (el policial, la literatura fantástica, la ciencia
ficción) son inspiración, reglamento y a veces fuga de esa expectativa.
Los géneros nos invitan a prestar mucha atención a algunas cosas del relato y a
descuidar otras. Es imprescindible la atención, pero también la distracción. Para
conseguir este equilibrio, cada género tiene su propia manera de ver el mundo. Los
héroes ven a través de ventanas, de mirillas, de catalejos, de microscopios, de puertas
entreabiertas, de lupas. A través de cristales y rendijas descubren en qué clase de mundo
están.
En las líneas que siguen hemos jugado a buscar para cada género un artefacto
óptico que le sirva de símbolo.
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Catalejos y largavistas
Sí -replicó sir Henry- es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra que no pueda
realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no se pueda hacer,
Umbopa. No hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda
atravesar si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a
salvarla o perderla según ordene la Providencia.
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tinieblas , se asoma a la borda del vapor que lo lleva río arriba sin ver nada a su
alrededor:
El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se
refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido borrado sin
dejar atrás ni un susurro ni una sombra.
3
La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un
melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía
a la nada -una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente, y sus cerrojos
echados- ahora vacía también de todo significado.
Espejos y fantasmagorías
En las tres últimas décadas del siglo XIX abundaron en los teatros de Buenos Aires
las visitas de grandes magos que acostumbraban a hacer trucos con espejos y más
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adelante con electricidad (como amablemente nos recuerda la Historia de la magia y el
ilusionismo en la Argentina , de Mauro A. Fernández). Si aceptamos la hipótesis de
Milner, es probable que estos ilusionistas dejaran su impronta en la obra de Eduardo
Holmberg y de Leopoldo Lugones, que fue además un gran interesado en el ocultismo.
Estos autores iniciaron la tradición del cuento fantástico argentino, luego llevada a la
excelencia por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio
Cortázar. En todos ellos la visión turbia ocupa un lugar fundamental en relación con lo
sobrenatural. Por ejemplo, en "Las puertas del cielo", de Julio Cortázar, es un salón de
tango el que sirve de umbral para el fantasma de una mujer, a la que el narrador ve a
través del humo que distorsiona todo. El ambiente es vulgar y es prodigioso; es el
infierno y es el paraíso.
El mismo contraste entre la experiencia única y el marco trivial que la degrada está
en el cuento "El Aleph", de Borges. En un sótano de una casa de la calle Garay,
custodiado por el temible poeta Carlos Argentino Daneri, se esconde el instrumento
óptico más singular de la literatura: ese punto donde se pueden ver todos los puntos de
la Tierra al mismo tiempo. ¿Pero conduce a alguna clase de felicidad ese prodigio?
¿Sirve de algo ver todo? El Borges del cuento ve lo que hubiera preferido no ver y lee lo
que hubiera preferido no leer: las cartas de su amada Beatriz. Si la novela de aventuras
nos dice: "Mira lejos" y el cuento policial "Mira atentamente", el mandamiento visual
del cuento fantástico es: "No mires".
Microscopios y telescopios
La ciencia ficción depende quizás más que ningún otro género de los instrumentos
ópticos: los microscopios y los telescopios. Científicos y comandantes de naves
espaciales miran por telescopios y pantallas los lejanos lugares que habrán de visitar, o
los peligros que se acercan a la Tierra. Lo que ahora es un punto en una pantalla mañana
puede ser una catástrofe. En la ciencia ficción las distancias ya no son las mismas que
las del relato de aventuras, pero idéntico es el deber del héroe: viajar.
A la ciencia ficción también le toca explorar lo mínimo, y por eso sus científicos
cuentan con microscopios en abundancia. En el cuento "La lente de diamante" del
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irlandés Fitz James O'Brien (precursor de la ciencia ficción que murió durante la guerra
civil norteamericana), un estudiante consigue un cristal prodigioso, y con él descubre un
mundo en miniatura. En El hombre menguante, de Richard Matheson, un hombre
común empequeñece día a día hasta habitar una casa de muñecas y ver convertidos en
peligros mortales al gato de la casa y a una araña (escenas inolvidables en la película de
Jack Arnold, que tantas veces pasaron por televisión los sábados a la tarde en Cine de
Super Acción). Al final, cuando parece que ha llegado a la extinción, el mínimo héroe
entra en el mundo de los átomos: tiene ante sí un nuevo universo por explorar.
La lupa eterna
En el relato "El paciente residente", Sherlock Holmes explica una compleja escena
de asesinato, y Watson reflexiona:
Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que
habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de
signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habernoslos indicado, apenas
podíamos seguir sus razonamientos.
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El detective es ante todo un héroe inmóvil. Sherlock Holmes y el doctor Watson se
aburren mientras esperan que alguien golpee a la puerta y el crimen los arranque de su
tedio. Lo mismo le ocurre al detective de la novela negra. El escritorio desordenado, la
oficina sucia y la botella de bourbon mantienen su encanto, porque una parte de la
aventura es la espera de la aventura.
El escenario clásico del crimen -el cuarto cerrado- es el teatro ideal para que el
detective ponga a prueba su habilidad visual: los detalles que para otros son irrelevantes
para él son los signos que conducen a la verdad. La mirada del detective no sólo hace
grande lo pequeño, como la lupa, sino que convierte lo habitual en excepcional. Hay
que mirar todo como si se lo viera por primera vez.
Uno de los atractivos perennes del relato policial es que hace del detective un
lector. De todos los instrumentos ópticos que despliegan los géneros, la lupa es el único
que es un instrumento de lectura. El detective es un lector que va unos pasos delante;
recibe los fragmentos de la historia escondida al mismo tiempo que nosotros, pero se
nos adelanta a leer. Lo que para nosotros, lectores comunes, son pedazos de la realidad
sin unidad aparente, son para el investigador fragmentos de un todo. Hay una especie de
pedagogía siempre incompleta: Sherlock Holmes le enseña a Watson, y Watson ("que
fue su evangelista/ y que de sus milagros ha dejado la lista", escribe Borges), a nosotros.
Pero en el próximo cuento volvemos, como el amable médico, a nuestra primitiva
ignorancia. Nacido a mediados del siglo XIX, cuando la educación ya llega a todas las
capas sociales y los periódicos reúnen, en el recuerdo de un día, los hechos del mundo,
el género policial nos invita al juego de no saber, a la ensayada ignorancia, al placer de
no ver lo que estaba delante de nuestros ojos. En la vida real equivocarse puede ser
terrible; en la vida leída, en cambio, el error siempre tiene su encanto. Quien no se
equivoca no conoce la sorpresa, y la lectura es el juego del asombro.
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Sherlock Holmes y a Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, en patrones
laicos de la lectura. Tienen una cosa en común con san Jerónimo: en lugar de viajar
prefieren los cuartos cerrados. Aunque a los detectives les falta el león, tienen como
reemplazo un cadáver, que los ayuda a recordar los peligros del mundo. En estos
encierros Holmes y Dupin nos enseñan a leer: hay que buscar con lupa las cosas
escondidas y leer en los márgenes, y no en el centro de la página, el texto verdadero.