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LA CIUDAD MARTIR
GUILLERMO CIFUENTES LOPEZ

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PORTADA: cortesía del artista y poeta
LUIS MAX SALDAÑA. ( q.e.p.d.)
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A LA MEMORIA DEL DOCTOR LAUREANO CERON LEYTON

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DEDICATORIA

A MI ESPOSA: Rosa Isabel

A MIS HIJOS: Gerardo Antonio y Señora

Juan Bosco y Señora

Francisco Javier

María Esthella

Carlos Ernesto y Señora

A MIS NIETOS.

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CONTENIDO

CAPITULO TITULO PAGINA

PRESENTACION 9

PREFACIO 10

I UN MATRIMONIO CAMPESINO 12

II LA FIESTA 19

III LA ROSA DE LA TARDE 25

IV ELVIRA 35

V EL ARABE 43

VI LA MALDICION DE UN FARAON 52

VII “NEFER…NEFER….” 64

VIII EL FALSIFICADOR 70

IX LA CAJA DE PANDORA 82

X SOCIEDAD ANONIMA 93

XI LA TRAMPA 101

XII DON JUAN MANUEL 114

XIII DOS BANDIDOS DE CARTEL 126

XIV “MARIA ELENA” 132

XV LA CORRIENTE DE HUMBOLDT 139

XVI EL TRIUNFO DE CECILIA D‟COSTA 145

XVII LA CHORRERA 152

XVIII LA IRA DE PLUTON 165

XIX EL AZUFRAL 174


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XX ¡QUE LLUEVA EL FUEGO DE CIELO! 187

XXI ¡”MAS CERCA, OH, DIOS, DE TI”! 197

XXII ¡SALVESE QUIEN PUEDA! 206

XXIII ¡NOS HUNDIMOS! ¡NOS HUNDIMOS! 215

XXIV EL MENSAJE DEL MIEDO 222

EPILOGO EL AVE FENIX 235

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Presentación

Relato de indudable valor literario y documento valiosísimo sobre la historia y la realidad


tuquerreña: así me pareció la extensa y valiosa novela del Señor Guillermo Cifuentes.

Como historiador, despertó en mí sumo interés el haber rescatado tantos datos


esenciales, tantas anécdotas de la época ya lejana en que horrorosos temblores
asolaban aquella desgraciada ciudad. Descripciones como la de la epidemia de tifo,
episodios como el hundimiento de “la Chorrera”, son fabulosos porque se siente que
fueron vividos; y cabe subrayar que la mayor parte de los hechos aludidos en la novela
son auténticos, como son auténticos personajes bien logrados como don Carlos Fainí y
don Manuel Cununo, que ningún novelista hubiera podido inventar.

De especial interés para el aficionado a la historia, son las anotaciones respecto a las
culturas prehispánicas del altiplano tuquerreño, especialmente la descripción de la
tumba descubierta por casualidad debajo de la misma ciudad.

Pero el autor no se quedó allí, en el mismo tiempo nos entrega también una hermosa
historia de amor y de celos, con sus momentos de alegría y de angustia, de violencia y
de cariño, que además de hacer más fácil y agradable la lectura, le da al episodio
tuquerreño el alcance universal que solo se logra en las obras verdaderamente
auténticas.

En el Señor Cifuentes encontró Túquerres a la vez, a su escritor y su historiador. Pocas


ciudades de Colombia cuentan con esa buena suerte.

Dr. Jean Pierre Minauvdier


Profesor de Historia Universidad de “La Sorbona”

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Prefacio

Amigo lector: en la época en que suceden los acontecimientos que se relatan en este
libro, vivía el Departamento de Nariño en un estado de economía agropecuaria, que
determina las relaciones humanas y de ahí la sencillez de las costumbres, que
contrastan de tal modo con las de la actualidad, que alguien, al leer el manuscrito,
comentaba sin reserva: “Parece que se trata de otro país y no del nuestro”.

En efecto campesinos y terratenientes vivían modesta, sencilla y hasta humildemente;


pero reinaba siempre la armonía entre quienes poseían la tierra y sus trabajadores.

Es ésta la sociedad que protagoniza los hechos que se relatan: familias


caracterizadas por costumbres austeras; donde la palabra empañada valía más que
una escritura notarial; donde la honradez y el honor eran blasones de legítimo orgullo;
donde el amor, la comprensión y la paz reinaban por doquiera; donde el caído siempre
encontraba una mano dispuesta a levantarlo y aquel que deseaba progresar hallaba
igualmente acicate y estímulo para poder triunfar.

Los acontecimientos descritos son hechos históricos. La pintura de las costumbres es


fruto de largos años de observación y de toda una vida compartida con los campesinos
del sur de Colombia. Muchos personajes son seres de carne y hueso: con sus odios,
anhelos, amores, ilusiones e intranquilidades; algunos de ellos sobreviven aún a las
tragedias descritas; otros descansan en el sueño de los justos, sorprendidos por una
muerte temprana o tardía, pero que de todos modos, ha venido cobrando sus víctimas
en el devenir incesante de los seres humanos.

Hay personajes que conservan su nombre de pila: Carlos Fainí, José Briceño Pérez,
Rafael Lince, Alberto León Mantilla, Paulo Emilio Revelo, Gonzalo Benavides Álvarez.
Manuel “Cununo”, Miguel Ángel Aguilar, Doctor Manuel Garzón Moreno, Josefina
Knudson de Rosero, Doctor Cesar García Álvarez, Emiliano Fuenmayor; así ha querido
hacerlo el autor para rendirles tributo de admiración y gratitud, por sus
comportamientos altruistas, a fin de que sus hechos y obras no se pierdan en un olvido
injusto, sino que sean reconocidos con la admiración a que se hicieron acreedores.

Diríase entonces que hubiese sido mejor un relato histórico y no una novela. Este fue el
primer dilema que asaltó al autor cuando nació la idea de escribir este libro.

Pero la historia es el relato escueto de los acontecimientos; un campo yermo, en el que


solamente quienes se aficionan a estas disciplinas encuentran interés.

En cambio, si esos hechos se relatan con el carácter de nudo y aventura que suelen
tener las novelas, pierden la aridez y se tornan interesantes para toda clase de lectores.

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Pero la novela histórica tiene que ir de la mano con la novela costumbrista; no pueden
divorciarse las dos modalidades, ya que su idiosincrasia está íntimamente ligada a la
historia de los pueblos. Por esta razón, el lector encontrará aquí el relato de los
acontecimientos históricos perfumado con olor a solar casero, a patio viejo, y con sabor
a mejorana y yerbabuena, al viejo limonar, plantado en el huerto de la casa, pues todo
eso es el terruño y los recuerdos más caros de hogar, que con santa avaricia el hombre
guarda.

Por último, ha sido la intención del autor elevar un canto de amor a su terruño; hacerlo
conocer, participar sus triunfos y sus derrotas, sus alegrías y reveces; revivir sus
angustias y sus horas de dolor para exaltar el valor de sus gentes, evaluar sus
esfuerzos y encomiar todo aquello, que en favor de su pueblo hicieron seres aguerridos,
que en las horas de amargura, no se dejaron arredrar, para construir con su abnegación
una patria mejor. Si se logra este objetivo el autor habrá obtenido uno de los mayores
anhelos de su vida y si no, simplemente hará divertir.

GUILLERMO CIFUENTES LOPEZ

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CAPITULO 1

Un Matrimonio Campesino
Corría el año de 1934. Era una tarde bañada deliciosamente por los rayos del sol de
verano. Juan Jorge galopeaba sobre un brioso caballo por el camino que de Túquerres
conduce hasta la población de Ospina, pues tenía que llegar a “El Manzano”, una
pequeña finca que poseían sus padres y a donde había resuelto ir a pasar el periodo
de vacaciones, pues había finalizado un año más de estudios en la Universidad Central
del Ecuador.

La mente del estudiante no se ocupaba en otra cosa que en olvidar las luchas
estudiantiles, para pensar en lo feliz que iba a pasar sus vacaciones, en unión de sus
padres.

Era Juan Jorge un mocetón de poco más de veintitrés años; alto, de cabellos castaños
y ligeramente rizados, de frente ancha y hermosa, de pobladas cejas, bajo cuyo arco
brillaban sus negros ojos.

A su lado cabalgaba Luis, vestido con pantalón de tela gruesa color canela y luciendo
ruana de color café oscuro, entretejida en los telares caseros. Su semblante despejado,
su sonrisa franca, su espíritu altivo y consciente del deber, hacían que se robara el
cariño a primera vista.

Luis era uno de los peones de la finca y Juan Jorge era su “niño mimado”. Eran dos
buenos amigos, a quienes encantaba pasar largas horas instruyéndose mutuamente; el
campesino explicándole todas y cada una de las faenas agrícolas y también numerosos
cuentos de ultratumba, que conservan tradicionalmente los labriegos del Sur
Colombiano. Los terroríficos relatos de “El Duende”, de “El Chutún”, de “La Viuda”, de
“El Gritón”, eran los preferidos de Juan Jorge, y el estudiante, a su vez, trataba de
comunicar a su fiel discípulo algunos de sus conocimientos sobre política, historia,
literatura, etc.

Ya eran pocos los minutos que faltaban por llegar y ya se divisaba la casita de campo
con la espiral del humo saliendo a borbotones por la chimenea. Una sonrisa se dibujó
en los labios de Juan Jorge; ya volvía a la heredad, ya sentía sus mejillas acariciadas
por el beso materno y ante tal emoción, no dejaban de conmoverse las más recónditas
fibras de su alma.

-Hola, patrón; nada de emocionarse demasiado. Debe aprender a ser más hombrecito
y dominar ese corazón de la mesma manera que lo hace con el potro -dijo Luis
maliciosamente- al tiempo que una sonrisilla cruzaba por su semblante.

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-Déjate de sermones y recíbeme las riendas del caballo. Quiero apearme porque ya
viene mi padre al encuentro.

Efectivamente don Juan Manuel, padre del estudiante, no pudiendo reprimirse, había
salido acompañado de su esposa a darle el abrazo de bienvenida.

Doña Rosario, la madre de Juan Jorge, con un pañuelo blanco enjugaba el llanto,
porque las almas nobles no conocen otra forma de exteriorizar sus emociones ya sean
agradables o tristes. No de otro modo dan las flores su perfume cuando la mano de
una hermosa las arranca de su tallo, o cuando son tronchadas al soplo de la racha.

Pasados los primeros transportes, los padres se dispusieron a obsequiar a Juan Jorge
el galardón merecido; era la sorpresa preparada para premiar el esfuerzo, que a la vez
serviría de estímulo para las futuras luchas estudiantiles.

Muy ceremoniosamente abrió don Juan Manuel un armario en el que se hallaba un


paquete alargado y después de estrechar la mano de su hijo se lo entregó. El obsequio
era una preciosa escopeta; al contemplarla con avidez, todos los venados, los conejos y
las torcazas del mundo desfilaron por la mente del estudiante.

Llegó en esto la hora de comer, que en el campo se acostumbra a las cinco de la tarde,
tiempo durante el cual Juan Jorge habló largamente de todas sus peripecias vividas en
la Universidad sin omitir detalles, ya que estas historias colmaban a sus padres de
ventura.

De pronto se vió interrumpido por la llegada de uno de los peones, llamado Ignacio. Un
hombre robusto que frisaba los veinticuatro años, de anchas espaldas, frente un tanto
deprimida, ojos cafés y risueños, de un semblante en el cual la sencillez había impreso
su sello inconfundible.

-Perdóneme, patroncito, que lo interrumpa. Pero quiero charlar con vusté de ciertos
asunticos que me tienen intranquilo dende algunos días para acá.

-Muy bien Ignacio -le contestó don Juan Manuel- toma asiento y habla de una vez.

-Es que verá vusté, patroncito…Yo… es que como vusté mesmo sabe, me encuentro
solo y…y, esto es una vaina.

-Vamos Ignacio; háblame con confianza.

-Verá vusté, mi señor patrón… como vusté ya sabe, yo toy muy solito y cuando me voy
pal trabajo, no hay quien me vaya a dejar la comidita. La yuntica de bueyes tampoco
tiene quien las paste cuando toy trabajando, ni quien les eche yerba a los cuyes, ni de
maíz a las gallinas. … ni…

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-Claro Ignacio; ya sé que estas solo y que tienes todos esos problemas. Pero explícame
concretamente lo que has pensado o en qué forma deseas que te ayude.

-Pus ya verá vusté, mi señor patrón, que lo que toy pensando es en contraer…

-¡Perfectamente! -respondió don Juan Manuel- ¡piensas en casarte, ¿verdad? Eso está
muy bien. Eres un hombre honrado, juicioso y trabajador. Y fácilmente puedes hacer
feliz a una mujer estableciendo tu hogar. ¡Te felicito!

-Dios se lo pague, patroncito. ¡Dios se lo pague!

-Cuéntame ahora quién es la novia y más o menos para cuando ha de celebrarse la


boda.

-Ese es precisamente el problema, patrón. Eso de la novia, todavía no la tengo y…

-¡Pero, Ignacio! ¿Cómo has pensado en casarte, si todavía no tienes la novia? Sabes
muy bien que para celebrar el sacramento del matrimonio es necesario conocerse,
amarse, comprenderse, y demás… Pero dime: ¿hay alguna muchacha que te guste o
de la cual te halles enamorado?

-Eso si hay, patroncito.

-De acuerdo: ¿pero ya le has expresado tus sentimientos? ¿Ya le has propuesto
matrimonio?

-Eso todavía no, señor. Pero yo creigo que ella ya se tá dando cuenta. Pus l‟otro día,
me sorprendió mirándola de soslayo y en el mesmo momentico que nos vimos, yo sentí
que toitica la sangre me burbujiaba en la cara y ella también se puso coloradita
coloradita. Por otra parte, en la Loma ya se dice que nos queremos, y según afirmaban
mis viejos: “la voz del pueblo es la voz de Dios

-Voy a insinuarte una cosa, Ignacio: si te sientes verdaderamente enamorado, es muy


natural que le expreses este sentimiento. Ella seguramente espera que le hables al
respecto.

-¡Por eso es que me gusta con vusté, patrón! ¡Porque vusté parece que leyera en el
mesmo corazón! Claro que toy enamorado. Dende que la vi la primeritica vez apañando
en el maizal, no puedo comer ni dormir pensando en ella. Muchas veces he querido
decirle lo que se esconde aquí en las telas de mi alma, pero cuando ya toy cerquitica
d‟ella, me viene como desaliento, me pongo colorado y más bien no le digo nada.

Si no juera que yo lo molestara a vusté que es tan güeno, yo quisiera que vusté
mesmito le hable a ella de este problema.

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-En grave aprieto me has puesto, muchacho -interrumpió don Juan Manuel-; pero en fin,
voy a tratar de ayudarte, hablando con el papá de la muchacha. Más aún no me has
dicho de quien se trata.

-Es la hija de don Israel Chalamá, mi señor patrón.

-¡Ah! Si: Blanca. Es una muchacha muy correcta. Y como ya te he prometido, voy a
hablar de este asunto con su padre y luego te informaré cómo va este negocio.

-Dios se lo pague patroncito. Dios se lo pague. Yo le ofrecí a San Sebastián acabarle


un velorio si me va bien en este asunto, y creigo que el Santo me hará el milagro.

Gúeno mis patroncitos; ya es hora de que me vaya, el niño Jorgito debe estar muy
cansado y ya no les interrumpo más.

Esta escena conmovió el alma de Juan Jorge y las impresiones recibidas durante ella
serian objeto de largas meditaciones. La sencillez de Ignacio era un lago atravesado en
todas direcciones por las gaviotas de la ilusión en raudo vuelo; un lago, en cuyas ondas
temblorosas jugueteaban los reflejos de un amor grande, de un amor puro. Allí no se
levantaría la pasión con el empuje de las grandes tempestades; sin embargo, no dejaría
de ser profundo.

Cuando salieron de la cocina, ya principiaba el moribundo sol de los venados a


recostarse tras el lejano risco y a dar la última pincelada de rojizo tinte sobre la quietud
del paisaje. La tórtola y el gorrión cruzaban el espacio en rápido vuelo, en busca de sus
nidos para alimentar y abrigar a sus polluelos; al tiempo que los campesinos, cargados
con sus haces de leña, regresaban a sus hogares en busca del descanso.

Juan Jorge, en compañía de sus padres, salió para efectuar una corta gira por la
campiña y cuando el último destello de luz agonizó en el horizonte, se retiraron todos a
la cocina de la casa para la tradicional velada. El fogón, ubicado en uno de los
extremos del aposento, estaba compuesto por tres piedras grandes, colocadas en
forma de triángulo dentro del cual crepitaba la leña, cuyas vívidas llamas proyectaban
en la estancia siluetas fantásticas, al mismo tiempo que daban calor a la olla, en cuyo
vientre hallábase el café que se consumiría aquella noche.

Una pequeña lámpara de querosene iluminaba con tímidos reflejos las ahumadas
paredes, en tanto que los curíes, llamados “cuyes” en estas regiones, formaban
algazara debajo de los bancos, de la barbacoa y demás enseres de la cocina.

Junto al fogón habíase colocada una mesita recubierta con una ruana encima de la cual
se veía un puñado de habas tostadas únicamente por uno de sus lados, que servirán
para jugar habas, diversión parecida al juego de dados. Ya se hallaba la familia
entregada a este juego y Luis habíase ubicado al opuesto lado del fogón con su guitarra
sobre las piernas para cantar con su voz suave aquellos aires tristes y nostálgicos,

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propios de nuestros campesinos; en tanto que Leonila atizaba el fogón y soplaba la
candela.

Terminada la partida y después de rezar el rosario, era preciso ir a descansar, ya que


así concluye la jornada campesina. Para el día siguiente se había organizado una
cacería para estrenar la escopeta de Juan Jorge y había que levantarse muy temprano.

Al otro día, tan pronto el sol empezaba a descorrer los cortinajes de las nubes, el
estudiante ya estaba en pie llamando a Luis, a Ignacio y otros muchachos para dar
comienzo a la jornada de caza.

“Jovial”, el perrazo cazador fue quien recibió la noticia con mayor alegría. Apenas vio a
su amo armado con la escopeta, comenzó a dar saltitos a uno y otro lado, a olfatear el
aire con frenesí y a lanzar intermitentes aullidos muy agudos. Ignacio, entre tanto ataba
a “Sultán”, a “Talión” y a otros perros para que no siguieran tras los cazadores.

Ya todo estaba listo y cargando cada cual su escopeta, el pertrecho y algunas


provisiones de boca, tomaron el camino que conduce hasta el cercano poblado de “La
Chorrera”, distante una media legua de “El Manzano”.

“La Chorrera”, era un caserío ubicado en un pequeño valle junto al rio “Sapuyes”. Tenía
una sola calle principal, bastante ancha, a cuyos lados había casas construidas de
bahareque, de tapia o de adobe crudo, cubiertas casi todas con techo de paja. Sólo
una tenía cubierta de tejas de barro quemado: era la de don Carlos Fainí, hombre
sumamente cordial y simpático, propietario de un molino para trigo, que era muy
popular en estas comarcas. Dicho molino era de tipo hidráulico, razón por la cual el
molino y la casa se hallaban muy cerca al río.

La población de “La Chorrera” estaba constituida aproximadamente por un millar de


habitantes, casi todos dedicados a las labores agrícolas y también, aunque en menor
escala, a la ganadería; eran gentes de medianas comodidades económicas pero muy
honradas y bondadosas.

Aquel día mientras la comitiva de cazadores atravesaba el poblado, alguna que otra
persona madrugadora los saludaba afablemente y no faltaba quien los invitara a tomar
una taza de café.

Al nordeste de la población había una depresión del terreno bastante abundante en


conejos, donde se había determinado cazar ese día.

Jovial y otros dos perros que le hacían compañía, al verse libres de las cadenas que los
sujetaban, echaron a correr en distintas direcciones y, por su parte, también los
cazadores tomaron posiciones estratégicas. Luis y otros muchachos animaban a los
perros para que buscaran el rastro y todos se divertían.

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Al caer la tarde, un hermoso venado “Chonta” había llegado accidentalmente a beber en
un pequeño arroyo e imprudentemente se hallaba a unos cincuenta metros del sitio
donde estaba Ignacio. Este, al oír el grito del niño, dominado por fortísima emoción, en
lugar de hacer blanco en tan codiciada presa, desarmó la escopeta, entregó la culata al
pequeñuelo y con el cañón en las manos dirigiòse al venado gritando al mismo tiempo
“¡Pummm…!””Pummm..!”

Toda la escena había sido observada por los demás cazadores y una alegre carcajada
general demarcó el final de la expedición cinegética. Al volver a casa una gran sorpresa
estaba destinada al pobre Ignacio que, lleno de rubor por lo acaecido, no se atrevía a
decir palabra. Don Juan Manuel informó a todos los recién llegados que había
expuesto las inquietudes de Ignacio al padre de la futura novia y que éste, a su vez,
había obtenido de su hija una respuesta afirmativa a la propuesta de Ignacio; por lo
tanto, ya lo único que restaba era señalar la fecha de la boda.

-Hora si es cierto que voy a ser muy feliz, patroncito; ¡Ya con la Blanca de compañera,
las cosas van a cambiar!

Muy bien, Ignacio; ¡Recibe mis parabienes! -exclamó don Juan Manuel, estrechando la
mano de Ignacio-. Ahora, lo importante es que hables con la muchacha para concertar
la fecha del matrimonio, a fin de que tengas tiempo de preparar tus cositas para
esperarla, pues no debe encontrar la casa vacía.

-Ya toitico tengo previsto, mi señor patrón: en la cuadrita que vusté me tiene
emprestada p‟a que yo trabaje, tengo sembrado: chagra de maíz, chagra de ocas,
chagra de habas, chagra de papas. Yo creigo que con todo esto ya tenimos asegurado
el víver.

En efecto, en una pequeña cuadra, había sembrado Ignacio una parcela de cada uno
de los frutos que mencionaba. Es ésta la costumbre entre los peones, jamás dejan de
cultivar hasta las más ínfimas parcelas.

Al día siguiente, don Juan Manuel y toda la familia se hallaban reunidos en espera de
Ignacio, ya que deseaban conocer el desarrollo de tan extraño enamoramiento. Pronto
llego Ignacio, y al ser interrogado se expresó así:

-¡Ay! Patroncitos, les contaré que ya charlamos con mi Blanca y hemos determinado
que el matrimonio se realizará el siete de agosto. Vean no más lo inteligente que es mi
Blanca. Ella me dice que en el mesmito día en que se sienta el Señor Presidente, ella
también quiere posesionarse de yo p‟a toitica la vida.

-Y qué les parece que me taba olvidando de que muy pronto tenimos que hacer una
gran fiesta p‟a darle gracias al taitico San Sebastián, ya que él mesmo jué quien m‟hizo
el milagro. Mañana a la albita me voy p‟a Yascual a hablar con el Taita Cura que me lo
empreste p‟a acabarle el belén. Y a mi regreso voy a dentrarme al pueblo de Túquerres
p‟a contratarlo a don Manuel “Cununo” que venga con l‟arpa a tocar en la fiesta.
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Sin otros incidentes, terminó el día, habiéndose acordado que los siguientes serían
empleados en los preparativos del matrimonio de Ignacio, pues él era uno de los
peones más queridos de la familia.

Eran las siete de la mañana de un caluroso día de agosto. Había mucho movimiento en
la finca. Los peones y los hijos de estos parecían un enjambre de abejas movilizándose
de un lado a otro; llevando enseres, transportando sillas, colocando cortinas y
ejecutando toda clase de menesteres. Había llegado la hora de los preparativos para la
boda.

-No. ¡Este florero no queda bien allí! –Exclamaba doña Rosario, que se había
constituido en la directora de la fiesta-.

-¡Ay! Patrona, vusté es un verdadero ángel; la fiesta nos va a quedar requetegüena.


Vea: ya se ha principiado a desocupar el cuarto enladrillado, que es el más grande de la
casa, p‟arreglarlo, pues allí va a ser el baile-indicó uno de los peones.

-¡Leonila! Hay que afanarse en matar los cuyes, lo mismo que las gallinas, porque
mañana ya no habrá tiempo para nada!

Leonila era la cocinera: de regular estatura, y formas muy rollizas, de rostro agradable y
espíritu tan alegre, que jamás se la oía quejarse de lo duro de su oficio; tampoco dejaba
nunca de tararear una cancioncilla algo melancólica. Ese día estaba más alegre que de
ordinario. Las abundantes trenzas las había atado por detrás de la cabeza con un lazo
enorme de cinta verde. Los brazos desnudos y musculosos se movían con agilidad
extraordinaria y los redondos senos, cubiertos a medias, se tambaleaban
incesantemente por la actividad de su dueña.

Había tomado entre las manos un cuy y se disponía a darle muerte.

Para este menester había colocado una piedra en el suelo; sobre ella apoyó la cabeza
del animal con el hocico hacia abajo y apretado con la fuerza desde la parte superior, le
rompió el cráneo. Así procedió con dos, tres, etc., hasta contar veinte.

Terminada esta operación, los empezó a refundir uno por uno en una gran olla, que
contenía bastante agua en estado de ebullición para que se les reblandeciera el pelo,
que después de arrancarlo lo reunió y salió a botarlo al camino; esto último obedece a
la creencia de nuestros campesinos de que haciéndolo así los cuyes se tornan más
prolíficos.

Después de realizar estos trabajos, con un cuchillo bien afilado, Leonila se dedicó a
abrirles el vientre del que extrajo las vísceras y luego de lavarlos con mucha agua tibia,
los dejo sumergidos en cerveza para asarlos al siguiente día, pues el cuy no necesita
otro tipo de condimento.

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CAPITULO II

LA FIESTA
Mientras se hacían estos preparativos en la casita de campo, Ignacio había marchado
en compañía de muchos amigos al vecino poblado de Yascual, donde después de
conseguir el permiso del señor cura, se dispuso a transportar la imagen de San
Sebastián a la finca.

Para tal efecto había contratado “La Banda de Yegua”, que deriva su nombre por el
hecho de poseer un bombo confeccionado en cuero de este animal. La banda se
componía de los siguientes instrumentos: un bombo completamente ahumado, un
tambor en las mismas condiciones y una flauta travesera, hecha de “Tunda”, una
madera hueca. Los músicos se asemejan mucho a los instrumentos, pues a juzgar por
su apariencia, eran muy poco amigos del agua, pero sí del aguardiente. Calzaban
alpargatas que anunciaban muy a las claras cuan malas habían sido las sendas
recorridas y cuan largas las distancias. El pantalón de bayeta de color café también
pregonaba largos años de trabajo: y el sombrero, con su ala agobiada por el peso de
los años, por los fuertes aguaceros o por el inclemente sol, habiendo sido de color
negro, por seguir algún desconocido caprichillo, había tomado un ligero tinte verduzco.

Lo único que vestían con donaire era la ruana. Poseían una de estas prendas,
confeccionadas en “guanga” o telar rustico casero, de color rojo de un lado, azul marino
de otro y que lucían exclusivamente cuando salían a tocar para San Sebastián.

Su repertorio musical es muy variado, pues los tres músicos se reúnen con frecuencia a
repasar y a componer nuevos temas, inspirándose en los sonidos que proporciona la
pródiga naturaleza: el susurrar del viento en las copas de los árboles, el trinar alegre de
los pajarillos, el murmurar del río, el bramar de la tormenta, o el estampido ronco de los
truenos, que con sin igual maestría traducen ellos en los dulces acordes de la flauta, en
el repiquetear acompasado del tambor o en los golpes retumbantes del bombo; armonía
que durante el desfile del Santo, va creciendo de punto a medida que los artistas
escancian aguardiente a pico de botella.

Los títulos de sus letras musicales son de autóctona creación y por lo general recuerdan
el motivo que inspiró a los artistas: “El Miranchurito”, “La Matica de Perejil”, “El Bejuco”,
“Flor de papa”, “Lejos de aquí”, “El pañuelito” y otros más.

Ya se habían reunido numerosos devotos del Santo y se había organizado una especie
de procesión que es conocida con el nombre de “El Tope”; unos cuantos la
encabezaban quemando numerosos cohetes; detrás marchaba otro devoto cargando
sobre la espalda la estatua de San Sebastián, tallada en madera, que había sido traída
de España durante la Colonia, asegurada al cuerpo del carguero por medio de una
soga. Luego desfilaba “la Banda de Yegua” y cerrando el cortejo, una gran cantidad de
fieles, encargados de obsequiar aguardiente tanto a los devotos como a cuantos
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encontraban en el camino, pues la creencia popular es la que no hay milagro sin
aguardiente y de que a San Sebastián le encanta que sus devotos beban y se peleen.
También la política juega en esto un papel importante, porque las creencias religiosas y
el fanatismo político se han aunado para afiliar al Santo al Partido Liberal, razón por la
cual se adorna la imagen con numerosas cintas de color rojo escarlata.

En esta forma habían recorrido ya una buena distancia y muchas botellas habían sido
abandonadas ya vacías a la vera del camino.

El hombre observador, que conoce estas costumbres, podía notarlo desde lejos por la
emoción especial que denotaba el pummmm-pummmm del bombo.

De pronto la comitiva se detuvo para descansar y tomar otro “trago”. Entre tanto se
había entablado ya la ineludible discusión sobre quién debería cargar el santo.

Cada devoto pugnaba por ser el afortunado carguero y nadie cedía a nadie su derecho
de serlo. De los argumentos pasaron a las discusiones acaloradas; de éstas a los
insultos y de ellos naturalmente a la fuerza del hombre primitivo. Colocaron la imagen a
la vera del camino y se dispusieron a la lucha… ¡Todos contra todos!. Golpes van,
golpes vienen y “así porfiaban y menudeaban formando no pequeña algarabía”

En esto, uno de ellos, que seguramente no estaba tan beodo, cargó el santo e inició de
nuevo la marcha, terminando allí toda la contienda. Los combatientes, habiendo visto
desaparecer la causa de su pelea, continuaron la procesión en buena paz y compañía.

Al pasar por la ciudad de Túquerres, Ignacio, separándose de la comitiva, se dirigió en


busca del famoso don Manuel “Cununo”. Para tal fin se dirigió al barrio “La
Guarapearía”, cuyo nombre deriva del exquisito guarapo (bebida fermentada de la
caña), que allí se vendía en aquel entonces.

En un humilde estanquillo se hallaba el artista, sentado cómodamente sobre un cajón


forrado de cuero. A su lado y en el suelo, un jarrón hecho de lata y lleno de
sabrosísima chicha, esperaba el beso del bohemio; y el arpa, envejecida por los años,
ocupaba su sitio acostumbrado entre las piernas del músico-poeta.

Era don Manuel un hombre muy simpático, de mediana estatura, tez bastante morena,
frente ancha, de mirar tranquilo y picaresco, labios gruesos, sombreados por un
bigotillo. La felicidad mayor para este trovador la constituía su arpa, que nunca
abandonaba y a la cual arrancaba dulces y suaves acordes o alegres y bullangeras
tonadas, según era su estado de ánimo o de acuerdo con las circunstancias.

“Tengo que subir, subir


la cuesta del Voladero
y al llegar arriba al plan,
comprarme un trago rialero”.

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Así cantaba don Manuel, en el preciso momento en que entraba Ignacio.

-Buenas tardes, don Manuelito.

-Que Dios nos las de buenas, señor.

-Por venir a suplicarle que…

-Si se trata de ir a tocar el arpa, o de alzarme un jarro de guarapo, puedes hablar con
confianza. Pero si no es así, mejor no hablemos.

-Eso es precisamente, don Manuelito; es que como yo tengo una fiestica, quiero que
vusté mesmo me vaya a acompañar llevando l‟arpa.

-Si es así, estoy a tus órdenes. Pero ¿qué clase de fiesta es esa?

-Es que se trata de que toy por casarme, don Manuelito, y…

-¿”De casarme” me has dicho? ¡Hombre de Dios! Vaya, vaya… y tañendo el arpa
principio a cantar.

“Allá arriba en esa loma


canta y silba una torcaza
y en su silbidito dice:
¡Qué bruto es el que se casa!”

-Pero ya que estás decidido, no puedo negarte el favor que me pides. Seguramente ya
tiene conseguidos los cuyes, los choclos y el trago para la fiesta y…

Donde hay que comer y beber


¡Allí tiene que estar Manuel!...

Solamente tienes que decirme cuándo va a ser la fiesta.

-Será el siete de agosto, en la finca “El Manzano”, de mi señor patrón don Juan Manuel
Piedrahita y Ladrón de Guevara.

-¡Caramba! Si voy a estar con gente tan distinguida, será preciso sacarle brillo al
instrumento y comprarme unas alpargatas nuevas… ¿Podrías cancelarme de una vez
el valor de la tocata?

-¿Cuánto será, don Manuelito?

-¡Ocho reales! Con lo que está tan cara la vida.

-Aquí los tiene, don Manuelito; y no olvide, el siete lo esperamos…


21
Haciendo caso omiso de su visitante, el artista principio a cantar:

“El gavilán de mi loma


ya persigue a la torcaza;
así me persiguen a mí
la fortuna y la desgracia”.

Poco después llegaba la procesión a la finca. Ignacio se quedó mudo de asombro al


ver la transformación que había sufrido la casa. El jardín mostraba con primor sus
mejores galas. Grandes cortinajes adornaban las ventanas. Aquí y allá, las rosas, los
claveles, los geranios y otras mil plantas exhalaban sus perfumes. En un aposento
bastante amplio, se había arreglado una mesita que serviría de altar. Cintas de
diversos colores pendían de las paredes; festones hechos con papel crepé adornaban
el cielo raso de la estancia y dos grandes candelabros de bronce alumbraban el altar.
Allí fue colocada la imagen.

A la detonación de los cohetes y al pumm-pumm del “bombo” los vecinos llegaban con
gran curiosidad e inmediatamente eran recibidos con demostraciones de aprecio y se
les servía un vaso de chicha de maíz fermentada.

Entonces sacó Ignacio una vara larga para “hacer el pringue”. En ella ató los objetos
más diversos o típicos de que se tenga idea: cuyes asados, gallinas, espejos, muñecas
de pan, botellas de aguardiente, ollas y otros mil objetos; todos ellos con flores y
envueltos en papel cristal de diversos colores. Una vez colocada esta vara, los vecinos
solicitaban lo que más apetecían y se les entregaba en seguida. En este juego
divertido, los objetos son distribuidos sin costo alguno, pero un año más tarde, cada uno
de los agasajados tiene la obligación de devolver al dueño de la fiesta el mismo animal
u objeto solicitado, pero elevado a la segunda potencia… lo cual se cumple
religiosamente.

Luego al son del bombo, se continuó bailando y bebiendo toda la noche hasta que la
aurora vino a anunciar a los devotos que el belén del santo había concluido.

Llego por fin el siete de agosto. Muy de mañana se levantaron todos para asistir al
matrimonio de Ignacio. Los caballos relinchaban alegres en el patio azotándose los
flancos con la cola. Ignacio vestía un pantalón de dril, de color azul, camisa de color
verde y estrenaba “ruana bogotana”. El sombrero había sido abandonado por primera
vez y su caballera lucia abundante y negra.

A medio galope partió la caravana hacia Túquerres, donde ya los esperaba el señor
cura, revestido con los ornamentos para celebrar la misa de los esposos y llevar a cabo
la ceremonia nupcial.

Ignacio ocupaba un pequeño reclinatorio frente al altar mayor y don Juan Manuel y
doña Rosario a su lado, para hacer el oficio de padrinos. Después entró la novia. Don
Israel Chalamá, su progenitor, venía elegantemente vestido con ruana, alpargatas y
22
pantalón nuevos y orgulloso llevaba a su hija del brazo. Blanca venía ataviada con
follado de color verde, pañolón vino tinto, con fleco de riata, lleno de bordados. Las dos
trenzas, negras como el ébano, habían sido atadas graciosamente con un lazo de cinta
blanca y del cuello pendía un rosario de nácar con una gran cruz de plata, el regalo de
bodas de su padre.

De cuando en cuando, la mirada de Ignacio se dirigía a su futura esposa, pero ella no


se dignaba corresponderle; únicamente recubría sus mejillas un ligero rubor cuando
sentía sobre sí la mirada de su novio: entonces levantaba sus ojos hacia la imagen de
“La Purilimpia”1 y sus labios movíanse nerviosamente musitando una plegaria.

Las imágenes de los santos de la iglesita parecían sonreír al contemplar aquella


peregrina pareja y todo respiraban sencillez. De idéntica manera sonreiría la naturaleza
al ser testigo de las bodas inefables del primer hombre y la primera mujer.

Al terminarse la ceremonia, en la puerta de la iglesia recibieron los desposados los más


calurosos parabienes de todos sus amigos.

Juan Jorge los estrechó en sus brazos, deseándoles toda clase de venturas.

-¡Ay, patrón Jorgito! –le dijo Ignacio- ¡Dios quiera que se cumpla toitico lo que vusté nos
dice y que nos colme de muchos hijos y de mucha felicidá!

En la finca, todos los invitados esperaban ansiosamente a los novios y tan pronto como
llegaron, fueron cordialmente felicitados y asediados a preguntas que no tenían tiempo
de responder. Eran aproximadamente las tres de la tarde, cuando a lo lejos se escuchó
el tañer de una guitarra, cuyo son se hacía cada vez más y más perceptible. Por fin
llegaron los músicos, uno de los cuales traía un arpa. Ignacio, al verlo, lleno de
satisfacción, tomó por el brazo a Juan Jorge.

-Venga, venga, patroncito, que le voy a presentar a don Manuel “Cununo”.- Y


dirigiéndose a uno de los recién llegados exclamó:

-Don Manuelito, le presento a mi patroncito, el “doptor” Juan Jorge Piedrahita.

Al extender la mano el músico-poeta exclamó:

“Manuel yo tengo por nombre,


“Cununo” por condición,
¡Por Manuel me duele el alma!
Por “Cununo” el corazón”.

1
Los campesinos llamaban “La Purilimpia” a la Inmaculada Concepción.

23
Y sin más ceremonias se alzó una copa de aguardiente que Luis le brindo y tomando un
banco, sentóse con el arpa entre las piernas y arrancándole los primeros acordes
principio a cantar.
“¡Bailen, bailen, bailarines,
que coplas no han de faltar;
ya tengo abierta una saca
y ocho más por comenzar!”

Así se inició el baile, correspondiendo a los novios la primera pieza. Era un “sanjuanito”
ecuatoriano, música ésta de gran aceptación entre los campesinos. La gracia y agilidad
de Blanca contrastaban jocosamente con los pasos torpes y semiacompasados de
Ignacio. El pañolón y la ruana se mecían de uno a otro lado; ora entrechocando, ora
formando ligeros torbellinos, ora levantándose, ora cayendo en revueltos pliegues,
hasta que de pronto cesó la música y don Manuel exclamó:

-¡Adentro, muchachos! ¡Es el momento del verso del parejo a la pareja!

-¡Bravo! –gritaron todos!-, ¡Que diga el verso!

Ignacio en mitad de la pieza, esperó a que todos hicieran silencio y con voz insegura
prosiguió:
“Al pasar por tu ventana
me “tirastes” un limón;
el jugo se fue a mi cara,
la pepita al corazón…!”

-¡Bravo! -gritó Luis-, Muy bien ¡que siga el baile!

Don Manuel rasgó las cuerdas de su instrumento con mayor vehemencia y al cabo de
un rato dejó nuevamente de tocar.

-¡Ahora la pareja tiene que contestar! -exclamó con una amplia sonrisa-.
“Ya no puedo recobrar
ni la pepa ni el limón,
pues que se fueron contigo
llevándote el corazón…!”

Respondió Blanca y su rostro encendióse en rubor, a cuyo espectáculo rieron todos


alegremente. Entonces remató don Manuel:

“Desde acá te estoy mirando


la punta de tu enagüita
el corazón me palpita
y la boca se me hace agüita…!”

Una carcajada homérica general saludó el último de los chispazos.


24
CAPITULO III

La Rosa de la Tarde
La fiesta seguía su curso en aquella noche, durante cuyas primeras horas ningún
incidente vino a perturbar el sosiego y la alegría general. De pronto, ya casi cerca del
amanecer, llegó uno de los campesinos de la región galopando frenéticamente.

-¡Don Juan Manuel! ¡Don Juan Manuel! -gritaba-. ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Necesitamos su
ayuda!

-Pero qué pasa. Dios mío- respondió el aludido-.

-¡Acaba de ocurrir un accidente en la carretera que conduce a Ospina! ¡Un bus se ha


despeñado y hay que socorrer a los heridos!

Como impulsados por un resorte, todos los concurrentes se levantaron presurosos y


asediaban a preguntas al campesino. Este les explicó en breves palabras que un
autobús que hacia sus servicios desde Túquerres a la población que mencionaba,
habiendo perdido el control seguramente por alguna falla mecánica, se ha precipitado al
abismo con todos los viajeros.

De inmediato organizó don Juan Manuel una comisión de voluntarios que se encargaría
de realizar el rescate de los heridos. A su cabeza iba Juan Jorge y los peones lo
seguían llevando linternas, cables, gasa, algodón y elementos para primeros auxilios y
otros que podrían ser útiles en tales circunstancias. Después de media hora de
frenética carrera llegaron al lugar del siniestro.

Con la ayuda de las linternas, encajonado en un profundo abismo, se alcanzaba a


divisar el vehículo. Había que bajar sin demora. Utilizando un desecho descendieron
Juan Jorge y varios campesinos. Poco a poco y con mucha prudencia fueron retirando
los pedazos del destrozado vehículo, bajo los cuales hallábanse las víctimas.
Terminado este trabajo preliminar, lo importante era salvar las vidas de aquellos
desventurados.

Solo había siete personas que aún estaban con vida, pues el conductor y cuatro de los
pasajeros habían perecido casi instantáneamente despedazados; los restantes se
hallaban lesionados de gravedad, con fracturas de brazos, piernas o con heridas de
consideración. Era una confusión de gritos y gemidos que desconcertaba a los
auxiliadores, hasta que ninguno de los campesinos sabía cómo empezar ni que hacer.
Pero Juan Jorge conservaba la sangre fría y daba ánimo a sus compañeros, para que
se controlaran y ejecutaran el trabajo a corrección.

Como primera medida y antes de mover a los heridos, ordenó que se improvisaran
algunas camillas, utilizando para ello las ruanas de los campesinos. Enseguida se fue
25
colocando a los heridos en sus respectivas camillas, todo con el mayor cuidado y
prudencia. Como cada camilla tenía su parte sólida compuesta de dos gruesas varas,
los campesinos se distribuyeron por parejas para ascender hacia la carretera llevando
sobre los hombros a los heridos para ser conducidos hacia el hospital de Túquerres.

En el abismo solo quedaban ya los pasajeros que habían perdido la vida, en espera de
la llegada de las autoridades competentes para proceder a su levantamiento legal. Ya
la comitiva iba a emprender la marcha hacia Túquerres, cuando Ignacio, que se había
quedado retrasado, gritó desde la sima:

-¡Patrón, aquí hay un señor que parece que todavía tá vivo…!

De nuevo el estudiante y varios hombres descendieron al barranco y se encaminaron


con presteza al sitio indicado por Ignacio. A varios metros de distancia del vehículo y
entre unos matorrales, yacía un hombre de estatura algo superior a la mediana; su tez
bastante trigueña, había tomado un color cetrino amarillento; sus negros cabellos un
poco ensortijados caían desordenadamente sobre su frente; su vestido de color blanco
estaba manchado de sangre y una ancha herida sobre la región frontal convulsionaba
impresionantemente su semblante. Casi no daba señales de vida, a no ser por las
convulsiones.

Juan Jorge examinó detenidamente al herido. Al desabotonar su chaqueta, observó a


la luz de la linterna un nombre: “Abdul-Ben-Kamir”, impreso en la parte interior. Era
posiblemente un extranjero y quizás un árabe; tal vez no habría una persona que se
interesase por aquel desdichado. Esta idea, que cruzó por la mente del estudiante, hizo
que al punto se propusiera cuidar de él, desde ese momento.

Con sumo cuidado levantó lentamente la cabeza del hombre y casi con horror observó
lo profundo de la herida, ante lo cual sospechó una posible fractura de cráneo. El árabe
por otra parte, presentaba todos los síntomas del shock, continuando inerte, si bien su
corazón aún latía.

Con todas las precauciones, los hombres colocaron el inanimado cuerpo en una de las
camillas y Juan Jorge se quitó el saco para formar con él una especie de almohada, que
colocó debajo de la cabeza de Abdul-Ben-Kamir. Al realizar esta operación un hilillo de
sangre brotó de la herida, lo cual hizo concebir alguna esperanza en el ánimo de su
salvador, pues sabía que una herida que no sangra es más grave que cuando se
presenta la hemorragia.

Ya se iba a iniciar el ascenso, cuando llamó la atención del estudiante otro objeto, a
pocos pasos de distancia del sitio en que había encontrado el cuerpo de Abdul. Con la
mayor rapidez se acercó y apenas pudo contener un grito. Aprisionado entre dos rocas
se hallaba el cuerpo de una muchacha. Su falda, de color perla se hallaba inundada en
un charco de sangre. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y su cabellera blonda
cubría por completo el rostro, como un cortinaje de oro. No daba señales de vida.
26
Suavemente apartó Juan Jorge uno de sus brazos y con ansia febril apoyó la cabeza
sobre el pecho de la chica en espera de algún latido de su corazón… breves segundos
pasaron, que a todos les parecieron siglos. De pronto, por la espina dorsal del
estudiante pasó algo similar a un corrientazo eléctrico y un grito se escapó de sus
labios. Había percibido un ligero latir del corazón.

Rápidamente y con ayuda de aquellos hombres de buena voluntad fueron retiradas las
piedras entre las cuales había quedado el cuerpo aprisionado. Juan Jorge apartó los
sedosos cabellos y a la luz de la luna contempló el rostro maravilloso de la mujer, que
simulaba un óvalo perfecto. Largas pestañas sombreaban sus ojos; la frente alta y
despejada era entonces de una palidez alabastrina y a través de sus labios
entreabiertos por ligero gemido se veían los dientes de marfil.

Como en los otros casos, Juan Jorge observó con profunda atención el cuerpo de la
muchacha y notó que la sangre manaba del pecho.

Rasgó entonces el saco de lana que llevaba puesto y separó con cuidado su corpiño
del lado derecho, notando una herida entre sus costillas, que sangraba copiosamente.

A pesar del intenso frio de la noche, Juan Jorge se quitó la camisa y la rasgó en tres
partes, improvisando una venda, con la cual ligó cuidadosamente la herida y en seguida
los campesinos depositaron el cuerpo de la joven en otra de las camillas, iniciando una
marcha penosa. Juan Jorge iba y venía de una a otra de las camillas ayudando a sus
amigos en el agotador trabajo, o animándolos con sus palabras.

Después de una hora de marcha arribó el grupo de socorristas a la ciudad de


Túquerres, encaminándose directamente al hospital, donde serían atendidos
debidamente los heridos. Las enfermeras que trabajaban en la casa de salud recibieron
a los accidentados con mucha solicitud y enseguida llamaron a un grupo de médicos.

Una vez examinados los heridos se procedió con toda diligencia a las correspondientes
curaciones. Ante todo había que practicar inmediatamente una transfusión de sangre a
la muchacha, cuya hemorragia había sido alarmante.

-Gracias al vendaje que usted le ha hecho-dijo uno de los médicos a Juan Jorge-se ha
salvado esta joven; de lo contrario, habría muerto en el trayecto. ¡Hay que hacerle una
transfusión de inmediato!

-Doctor-replicó Juan Jorge-. Creo que esta señorita no tiene parientes, pues no es
conocida entre nosotros. De modo que yo tengo mucho gusto de donarle mi sangre
para salvarla.

-Pase al laboratorio para verificar su grupo sanguíneo.

Así se hizo y como el resultado era satisfactorio, fueron trasladados enseguida paciente
y donante a la sala de emergencias.
27
A medida que aquella savia portentosa iba penetrando en las arterias de la mujer, fué
recobrando lentamente el conocimiento. Miró sorprendida el lugar donde se hallaba y
trató de hablar, más la debilidad hizo que la palabra se quebrara entre sus labios.

Entonces el médico la tranquilizó hablándole suavemente y explicándole brevemente


sobre su accidente y por último añadió:

-Gracias a este joven que está donándole su sangre, usted vivirá.

La muchacha nada dijo; pero envolvió a Juan Jorge en una mirada llena de
reconocimiento, que expresó mejor que sus labios toda la gratitud de su corazón.

Entre tanto, los demás médicos se ocupaban del resto de los heridos. Solo el árabe
presentaba un cuadro desconsolador; pues, tal como el estudiante sospechó, su caso
era una fractura de cráneo.

El donante se levantó con alguna dificultad; pues sentía la sensación de mareo,


trastorno inherente a su estado general. Tras de recuperarse un poco, llegó hasta la
salita de los médicos, donde ellos se hallaban reunidos estudiando conjuntamente el
caso de Abdul.

-¿Conoce usted a ese señor?- preguntó a Juan Jorge uno de los facultativos,
refiriéndose al árabe-.

-No, Doctor- respondió Juan Jorge-; a mí me parece que es un árabe, que viene por
primera vez a estas regiones porque en el anverso de su chaqueta tiene un nombre
árabe

-Su caso es bastante delicado. Presenta una fractura de cráneo en la región fronto-
parietal, y es imprescindible practicarle una trepanación craneana. En este hospital, por
desgracia carecemos del instrumental requerido para este tipo de intervenciones y, por
lo tanto, sería conveniente trasladarlo a Pasto.

-En ese caso-dijo Juan Jorge- yo me encargaré del herido y en este mismo instante
veré la forma de transportarlo a esa ciudad en el menor tiempo posible

-Muy bien- replicó el médico-. Entonces mientras usted prepara el viaje, le aplicaremos
una serie de auxilios a fin de que el paciente pueda ser conducido en óptimas
condiciones.

El estudiante salió del hospital en busca de un automóvil para conducir a Pasto al


desventurado árabe. Pronto regresó y enseguida se inició el viaje.

Una vez en la ciudad de Pasto, los facultativos internaron al herido y acto seguido
empezaron a prepararlo para la delicada intervención que había que realizar sin
demora, pues el árabe llegaba en un estado lamentable.
28
Un grupo selecto de galenos practicó la intervención quirúrgica con mucho esmero e
idoneidad profesional, horas después, el estudiante velaba a la cabecera del enfermo
como podría hacerlo el más gentil y solícito de los amigos.

Así pasaron varios días sin que el estado del árabe mejorara visiblemente. El proceso
de rehabilitación era lento y penoso. Durante aquellas interminables noches el paciente
aún seguía debatiéndose entre la vida y la muerte y Juan Jorge sufría al verse
imposibilitado de poder ayudarlo mejor y prestaba sus esmerados cuidados tanto
durante el día como por la noche. Mientras tanto, su pensamiento no se apartaba de
aquella escena en el abismo, cuando a la luz de la luna había contemplado el rostro de
una mujer hermosa. Aquella suave belleza, su palidez de mármol se había grabado en
la mente del estudiante; su recuerdo lo llevaba en el alma, lo llevaba en el corazón, en
cada gota de su sangre. ¿Qué había sido de ella? ¿Cuál era su estado se salud…?

Imposible averiguarlo…Sin embargo, a pesar del interés que sentía por la muchacha,
no se arrepentía de haberse consagrado al servicio del árabe.

El cirujano que había realizado la admirable intervención era un médico joven y también
de la Universidad Central del Ecuador, donde, junto con la ciencia médica, sus
profesores le habían enseñado a desafiar constantemente los peligros, a ser audaz y
hasta temerario en sus empresas; en especial cuando se trataba se salvar vidas
humanas. Cuando examinó detenidamente al árabe en Junta Médica con otros
colegas, éstos se habían sentido desanimados para efectuar la delicada intervención,
pero el joven galeno expuso que era menester arriesgarlo todo para salvar aquella vida.
Una vez terminada la intervención se consagró por completo a su paciente, pasando a
su lado dieciséis de las veinticuatro horas del día.

Pero a medida que iba pasando el tiempo, si bien en una forma muy lenta, la robusta
complexión del organismo de Abdul-Ben-Kamir iba triunfando poco a poco del terrible
percance y de la no menos grave intervención quirúrgica a la que había sido sometido.

Al fin, un día abrió los ojos, ya no con esa expresión vaga del que mira algo perdido en
el espacio, sino con una mirada inteligente y asombrada. Su médico estaba atento a
todas estas reacciones, pues aún no se podía determinar en forma definitiva sobre el
éxito obtenido por la intervención. El árabe quiso hablar y dio muestras de hacer
grandes esfuerzos para conseguirlo, pero ninguna voz articulada salió de su garganta.

-No se afane- le dijo el médico. Ha sufrido usted un serio accidente, pero por fortuna ya
está usted en franca mejoría; espero que muy pronto podrá usted abandonar esta
clínica.

Abdul-Ben-Kamir pareció comprender las palabras del cirujano porque asintió con un
ligero gesto afirmativo y luego volvió a caer en su eterno sopor.

-¡Muy bien! –Dijo el médico-. ¡Creo que hemos triunfado! Su mirada al despertar fue
inteligente y no demostraba ningún extravió mental.
29
-Doctor-exclamó Juan Jorge-. Reciba usted mis felicitaciones. Ha realizado uno de los
milagros de la ciencia. Ahora si podemos afirmar con propiedad que la ciencia médica
ha progresado mucho.

-No lo crea- replicó el médico-. La intervención que hemos realizado en este paciente es
muy antigua y, por consiguiente, no puede catalogarse como una novedad dentro de la
medicina. Algunos antropólogos afirman que en el gran Imperio Incaico, se realizaba
esta operación ¡con herramientas de piedra! En algunas excavaciones realizadas en
Machu Picchu, se han encontrado restos humanos con cráneos trepanados con esta
clase de instrumental.

-Sobre este aspecto, doctor, le cuento que en las proximidades de Túquerres, en un


sitio denominado “Las Cuevas de Arena”, fue hallado un cráneo que, al principio
creíamos que era muy antiguo, pues era alargado hacia atrás y por lo tanto podía
clasificarse como un dolicocéfalo. Presentaba, además, una perforación redonda en el
hueso parietal izquierdo, como de dos pulgadas de diámetro, pero luego lo estudió el
doctor Correal, uno de los mejores antropólogos de Colombia, y afirmó que no era un
dolicocéfalo y que su forma era alargada por fajamiento, que en la cultura de Tumaco
se acostumbraba a realizar esto en las clases nobles.

Así mismo, le llamó la atención el orificio a que me refiero y nos explicó que
posiblemente ello se debía a una trepanación de cráneo.

-Naturalmente-respondió el cirujano-yo pienso que el doctor Correal está en la verdad.


En efecto, la cultura Tumaco tuvo una considerable extensión, pero al mismo tiempo,
los primitivos habitantes de Túquerres estuvieron bajo la dominación del Imperio
Incaico, siendo obvio que éstos recibieron influencias de las dos culturas.

-Doctor, en el caso de este pobre árabe, ¿no es de esperar algunas alteraciones en su


sistema psíquico?

-En el presente caso, no. Hemos encontrado unos coágulos y el traumatismo sufrido
puede alterar un poco la palabra; por ejemplo, puede quedar tartajoso, o puede
demorarse algún tiempo para recuperar el uso del lenguaje; en todo caso, su
recuperación será obra de paciencia y tiempo; más al fin y al cabo, estoy convencido
que se recuperará totalmente.

Al siguiente día Abdul-Ben-Kamir se despertó muy temprano y por señas dio a entender
a su salvador que tenía mucha sed, y que necesitaba agua. Se lo ordenó
imperiosamente, lo cual produjo una reacción de hilaridad en su amigo, pues
evidentemente, el árabe creía que Juan Jorge era empleado de la clínica, posiblemente
un enfermero dedicado especialmente a su cuidado. Tal era la abnegación con que el
estudiante ejecutaba sus tareas.
30
A media mañana el árabe quiso levantarse y como el médico no había ordenado lo
contrario, su amigo se lo permitió ayudándole solícito. Luego salieron al jardín, donde
una fresca brisa inclinaba los rosales.

El aire vivificante, el perfume de las flores y el cambio del ambiente produjeron una
grata sensación en el ánimo del paciente. A pesar de todo, Juan Jorge seguía triste y
preocupado porque el árabe no pronunciaba palabra y lo peor de todo era que esto no
le causaba preocupación alguna. No se daba por enterado. ¿Sería mudo desde antes
del accidente? o ¿Estaría lo bastante loco para no darse cuenta de este defecto?

En cuanto a pensar que Abdul era mudo desde antes de su percance, era una
suposición algo inadmisible, porque generalmente los seres humanos que sufren este
defecto suelen ser sordos también; y el árabe oía perfectamente.

Cuando llegó el médico, Juan Jorge le comunicó sus temores, ante lo cual su amigo,
sonriendo de buena gana le explicó:

-¡Ay! Amigo mío. Una vez más estamos en presencia de esa admirable maquinaria que
es el organismo humano; que previene los peligros, y produce al propio tiempo la
solución correcta o el remedio eficaz. ¿Qué sería de este pobre hombre, si conservara
toda su lucidez mental y se diera cuenta que ha quedado mudo? ¿Qué sería de este
desventurado si viviera su tragedia en toda su gravedad? Seguramente se
desesperaría. Pero entonces, su psiquis utiliza un mecanismo de defensa para evitar
este peligro: la obnubilación de su razón, hasta el punto de que puede afirmarse que ni
siquiera se ha dado cuenta de su defecto. Nosotros, los médicos, en más de una
ocasión, tenemos que dar tiempo al tiempo y esperar con paciencia que la naturaleza
se encargue de acabar la obra ya comenzada por la medicina. A medida que vaya
recuperando el uso de la palabra, irá también recobrando la lucidez mental.

-¿Será largo este proceso, doctor?

-En la ciencia médica podemos afirmar que todo esto está supeditado a múltiples
factores. Si a este paciente se le proporciona un medio adecuado para su
restablecimiento, curará en breve; pero si se le abandona, dudo mucho que en corto
tiempo, la naturaleza realice el trabajo que se le pide.

-Doctor, en este caso, creo que mi deber contraído para con este hombre no ha
terminado con su salida de la clínica, como lo había pensado, sino que una vez que se
ha principiado a ayudarlo, es preciso acabar la obra y en ese caso, tendría que llevarlo
a nuestra casa de campo, hasta que su recuperación sea total.

-Eso sería ideal -afirmó el cirujano- el aire puro del campo ayudaría a la naturaleza en
su obra de rehabilitación. Noto además que tiene usted una gran afición por la
medicina.
31
-Hago mis estudios de esta ciencia en la Universidad Central del Ecuador-dijo Juan
Jorge-.

-¡Ah!- interrumpió el médico riendo y extendiendo la mano al estudiante-. Si somos


colegas, tanto mejor. En este caso, le aconsejo que estudie algunas obras sobre
fisioterapia, que tendré el gusto de facilitarle, a fin de que usted le haga unos cuantos
ejercicios que le serán de mucho provecho a su amigo.

-Le agradezco mucho, doctor.

Muchos días habían pasado desde aquel en que el árabe ingresó en la clínica en
estado tan lamentable. Ahora, gracias a los cuidados médicos, ya estaba en un periodo
definitivo de recuperación y, si bien, no hablaba, los facultativos determinaron darle de
alta, a fin de que continuara su tratamiento en el campo, como lo había propuesto Juan
Jorge. El estudiante, por su parte, saldó las cuentas que presentó la clínica, lo mismo
que los honorarios de los médicos que intervinieron. Solo el gran cirujano no quiso
recibir ni un solo centavo por su trabajo, afirmando que ante todo lo había hecho con
criterio de humanidad y no de lucro.

Después, tras una corta despedida, los dos amigos abandonaron la clínica una mañana
para dirigirse de inmediato a la ciudad de Túquerres.

El árabe disfrutó durante el trayecto en aquel día de verano, en que el sol bañaba con
sus ardientes rayos las regiones por donde atravesaba la carretera. Los paisajes
sucedíanse unos a otros, en variedad sin límites y con una policromía indescriptible
sustituyéndose con tal rapidez, que los viajeros se sentían como en la representación
de un drama de innúmeros escenarios. A las verdes campiñas cubiertas de sembrados
de papa, que simulaban alfombras, sucedían las anaranjadas sementeras de trigo y
cebada y éstas, bien pronto fueron remplazadas por breñas enhiestas, enormes
farallones y abruptos peñascos que, de pronto, se abren rampantes, para formar, al
hacerlo así, esa belleza natural que se llama “El Cañón del Guaitara” .

El árabe miraba atónito cómo este río se precipitaba con extremada violencia entre los
enormes farallones rocosos, y cómo éstos forman a veces sobre las turbulentas ondas
puentes naturales atrevidos e inverosímiles, que transportan la imaginación del
observador a exóticas regiones, existentes solo, en “Las mil y una noches”.

Pronto llegaron a Túquerres, bella, floreciente y acogedora ciudadela de unos diez mil
habitantes, que puede ser observada desde la carretera por donde viajaban los dos
amigos, recostada apaciblemente sobre la falda de un volcán majestuoso, que eleva su
soberbia frente a 4.000 metros de altura:”¡El Azufral!”.

Abdul admiraba este panorama esplendente. Allí estaba Túquerres, blanqueando sobre
su sabana esmeraldina, a 3.100 metros de altura sobre el nivel del mar. ”El Azufral”
prestaba un panorama soberbio, irguiéndose en las alturas, como insomne centinela de
la ciudad.
32
Tan pronto llegaron los viajeros, siguieron de inmediato rumbo a “El Manzano”, no sin
antes haber tomado datos en el hospital sobre la pobre muchacha, que había sido
compañera de accidente de uno de ellos. Allí supieron por una enfermera que un señor
y una señora desconocidos se habían llevado a la muchacha ya bastante recuperada.
Juan Jorge se entristeció mucho, por aquella noticia tan vaga, que no arrojaba ninguna
luz sobre el paradero de la joven, y taciturno emprendió el camino de la finca, seguro
como estaba de no volver a encontrarla nunca más.

Una hora después se hallaban en la finca al lado de sus padres y rodeados por los
peones, a quienes, en pocas palabras, Juan Jorge relató la historia de su desventurado
amigo.

Doña Rosario no tuvo ningún inconveniente en preparar la mejor habitación de la casita


de campo para su huésped, a quien dirigió palabras de cariño y de aliento, que el árabe
agradeció con una sonrisa.

-Qué singular coincidencia-dijo doña Rosario a su hijo-, no solo en nuestro hogar ha


venido a aumentarse el número de hijos, sino también en el de los vecinos. Pues en
casa de don Carlos Fainí se encuentra una chica que también fue víctima del accidente.

Juan Jorge no esperó más y, dejando al árabe al cuidado de su madre, marchó hacia
“La Chorrera”, a casa de don Carlos Fainí. Después de media hora de marcha, tocaba
al portón del molino. En breves minutos salió a abrir una linda molinerita: la misma joven
a quien Juan Jorge había salvado la vida.

¿Pudieron reconocerse en el momento? Nadie lo sabe. Ni uno ni otro se dijeron


palabra. Juan Jorge estaba como alienado, extasiado ante aquella beldad. Y la chica
bien pronto adivinó a su salvador, a través de aquel rostro varonil y sin afectaciones,
cuyos ojos ardorosos se clavaban en ella.

-¡Usted!

-Sí, yo misma, Juan Jorge. Yo, a quien usted salvó la vida.

-Pero…

-No, Juan Jorge; las explicaciones, las presentaciones sobran entre los dos. Ignacio me
lo ha relatado todo, describiéndolo a usted como a un verdadero héroe, concepto que
bien se merece. Cuántas veces he querido verlo, para rendirle mis agradecimientos,
pero…

-¡No siga ! -dijo Juan Jorge interrumpiéndola-. Eso de los agradecimientos es lo que
sobra. Bástame sólo la felicidad de verla con vida. Bástame solamente el placer de
volver a verla.
33
-Pero, entre, por favor, Juan Jorge; tenemos tanto que hablar, que preferiría hacerlo en
el jardín de la casa; de ésta, mi nueva casa, que la suerte me ha deparado después de
mis desgracias.

Así se hizo, Juan Jorge siguió a su amiga y en una banquita del jardín, entre la frescura
de los rosales, tomaron asiento para relatarse mutuamente sus historias. La dulzura y
sencillez de aquella niña se compaginaban muy bien con su semblante triste, con sus
facciones bellas, con sus cabellos de oro, con aquella deliciosa palidez, que le prestaba
la delicadeza de una rosa de la tarde.

34
CAPITULO IV

Elvira
Mis desgracias-dijo la joven- comenzaron casi desde el momento de mi nacimiento,
pues mi madre murió en el instante en que mis ojos se abrían a la vida. Mi padre, un
portugués residenciado en el Brasil, hizo venir a una de sus hermanas para que se
encargara de mí; Cecilia era su nombre.

Dueño de una gran fortuna, amasada con arduo y honrado trabajo, bondadoso como
era, creía que la bondad era tributo de todos los corazones y siempre pensaba que su
hermana no sería capaz de cosa distinta que la de amar a la huérfana, como el mismo
lo hacía.

Sin embargo, tía Cecilia no veía en mí sino una intrusa, que le quitaba la fortuna de su
hermano y como tal me trataba.

Así, Juan Jorge, mi vida principió a desarrollarse entre dos pasiones, llevadas casi
hasta el extremo: el amor, por parte de mi padre, y el odio por parte de mi tía.

-¿Pero tu padre no se daba cuenta de los malos tratos de su hermana?

-No. Tía Cecilia obraba con dulzura en su presencia, pero cambiaba diametralmente tan
pronto como mi padre tenía que ausentarse. Desde muy pequeña me enseñó a temerla
y así, jamás dije a mi padre lo mucho que sufría.

Cuando llegué a la pubertad, naturalmente me di cuenta de que no era normal esa


doblez de mi tía y hasta llegué a descubrir la causa de su comportamiento: era la
ambición. Entonces tampoco tuve valor para decírselo a mi padre, quien amaba
entrañablemente a su hermana y no me atreví a causarle tan grande decepción.

Así pues, resolví callar. Pero un día, a horas desacostumbradas, mi padre penetró en
la casa y encontró a mi tía riñéndome salvajemente. Averiguó la causa y ella le dijo no
sé cuántas cosas tan terribles, que no quisiera recordar.

Ante tanta injusticia le conté todo a mi padre, quien lleno de indignación, le ordenó a su
hermana que abandonara nuestra casa y regresara de inmediato a Portugal. Ante esta
determinación, mi tía se desató en amenazas contra mí y entonces mi padre prometió
que le regalaría nuestra hacienda en Manaos, a condición de que jamás volviera a
mortificarme.

Pero esto no bastó; mi tía se desató en toda clase de improperios y amenazas jurando
aún que atentaría contra mi vida. Mi papá, que conocía muy bien a su hermana, me
dijo que ella era capaz de todo y que para evitar futuros conflictos familiares era
preferible salir del país, sin darle a conocer nuestro paradero.
35
Enseguida preparamos el viaje. Colombia se nos presentaba como “La Tierra de
Promisión” y así emprendimos el viaje en busca de una tierra buena, para reconstruir
allí el nido de nuestro hogar. Mi padre, agricultor por naturaleza hizo averiguaciones en
Ipiales, donde un buen señor le explicó que el Departamento de Nariño era la tierra
privilegiada para ello, recomendándole las tierras de Túquerres, Ospina, Sapuyes. Así
partimos de nuevo prosiguiendo nuestro viaje hasta llegar a ese lugar aciago.

En el accidente, mi padre perdió la vida y yo también habría corrido la misma suerte a


no ser por ti, valeroso amigo.

El resto de la historia, la conoces casi mejor que yo. Sólo resta decirte, que en medio
de tantos infortunios, el cielo me ha deparado un hogar: el de don Carlos Fainí, un
brasileño como yo, que, conmovido de mis desventuras, me ha brindado lo que mi
padre y yo anhelábamos encontrar: honradez, trabajo, bondad y amor.

Esta fué la breve historia que con profunda emoción narró la joven a su amigo. La
sencilla fluidez de su lenguaje imprimía a sus palabras el sello inconfundible de
sinceridad. Su voz era dulce y armoniosa, la expresión melancólica de su rostro y la
mesurada gesticulación de sus manos hicieron que Juan Jorge viviera aquella historia
y saboreara la amargura que destilaba; es decir, su sensitivo corazón se conmovió una
vez más ante aquella niña tan dulce, tan desventurada y tan hermosa. Elvira D‟Acosta
era su nombre.

Largas horas pasaron los dos amigos en medio del apacible ambiente del jardín,
rodeados por aquel silencio campesino, que sólo era turbado de vez en cuando por el
susurrar del viento, que mecía las copas de los árboles cercanos, el murmurar del río o
el trino de los pajaritos, que a imitación de los dos amigos, también se hacían
confidencias de amor.

Al siguiente día Elvira visitó la casa de don Juan Manuel; deseaba conocer a los padres
de su salvador para rendirles también el tributo de gratitud. Juan Jorge se sintió muy
feliz con la agradable sorpresa y desde el primer momento, Elvira se robó por entero el
corazón de doña Rosario, la admiración de don Juan Manuel y todo el cariño de la
servidumbre. Leonila preparó para ella sus mejores postres: los sabrosos “biñuelos”
como ella decía, empapados de miel. Ignacio también se deshacía en reverencias
salutaciones hacia su “patroncita”.

-¡Ay! Si vusté viera la felicidá que nos cobija, patroncita.-decíale Ignacio-; dende que el
cura nos echó la bendición a yo y a mi Blanca, parece que todo ha cambiado en esta
finca.Los árboles están más robustos, las hojas del maizal alborotan con mayor fuerza
cuando sopla el viento; las rosas y los claveles del jardín están más perfumados; los
pájaros cantan con más alegría y hasta el río, que era mustio, se ha vuelto alegre y
cantarín. Será que mi Blanca lo ha cambiado todo, o será que el amor le pone un trapo
en los ojos, que no le deja ver las cosas tales como son… Pero dejémonos de estas
tonteras que mi niño Jorgito dice que son literaturas o qué diablos sé yo! Enseguida se
la llamo a mi Blanca p‟a que vea vusté lo bonita que es p‟a que ella mesma le cuente lo
36
dichosos que somos, pues como me manejo tan bien, ella no tiene que decir ni un sí ni
un no. Horitica mesmo vuelvo con ella.- Y se alejó silbando alegremente-.

Entre tanto Juan Jorge explicó a su amiga la forma cómo se había realizado el
matrimonio de Ignacio, con sus mínimos detalles. Elvira experimentó dulces
sensaciones durante el relato y desde el fondo de su corazón dio gracias al cielo por
haberla rodeado de gente tan sencilla, tan honrada y tan buena.

Pronto regresó Ignacio con su esposa a quien Elvira prestó sus más cordiales
atenciones, trabando enseguida una sincera amistad. La reunión se vió interrumpida
por la llegada de un nuevo personaje, a quien Juan Jorge presentó enseguida; era
Abdul-Ben- Kamir, el árabe.

Con la sonrisa en los labios, tendió la mano a Elvira, al mismo que clavaba en ella sus
ojos negros y escrutadores. La chica se ruborizó un tanto porque al contacto de aquella
mano había sentido una sensación extraña, que calificó de algo así como desconfianza,
pero pronto desechó esta idea, pensando que en casa de don Juan Manuel jamás
podría encontrar sentimientos distintos del cariño y la sinceridad. Tal vez su rubor se
debió a la idea de haberse equivocado en sus apreciaciones.

La conversación continuó amena y agradable abordando diferentes temas y el árabe no


se dio por aludido, fijando tan solo de vez en cuando, pero en forma extraña, sus
brillantes ojos en Elvira, sobre todo si Juan Jorge se volvía insinuante con ella.

Al caer la tarde, Elvira se despidió con amabilidad de sus amigos y Juan Jorge, Ignacio
y Blanca, la acompañaron hasta el molino. Juan Jorge repartía ordenadamente su
tiempo en atender los trabajos del campo, estudiar, dirigir los ejercicios de fisioterapia
del lenguaje de su amigo y en sus instantes de recreación en compañía de Elvira; éstos
eran los más agradables para el estudiante.

Durante sus horas de estudio, tuvo la oportunidad de acrecentar satisfactoriamente sus


conocimientos. Bien pronto aprendió que la parte afectada del cráneo de su amigo se
llamaba la “región Pre-Rolandica”, la cual no solamente dirige los movimientos de la
cara y en especial de la lengua y los labios y en general de la fonación, sino también
los movimientos de aprehensión y locomoción; pero éstas dos últimas cualidades no
habían sufrido alteración en el caso de Abdul, lo que decía claramente que el problema
de su amigo no ofrecía grandes dificultades y que en un medio adecuado y haciendo
los ejercicios curaría pronto. Así se lo explicó una tarde a Elvira.

-Muy bien, Juan Jorge-replicó su amiga-; veo que te has consagrado por entero al
estudio y sería lo más grato para mí verte colocado en primera fila al lado de los
científicos más grandes del mundo.

-No será tanto. Pues según alcanzo a comprender, el campo de la medicina es muy
vasto. Hay muchas opiniones divergentes entre los tratadistas, lo cual indica que aún
no se ha dicho la última palabra.
37
-Tanto mejor porque entonces tú la dirás- insinuó Elvira con una sonrisilla picaresca a la
que siguió una alegre carcajada de los dos-.

-¡Pobre árabe!-dijo luego Juan Jorge-. Creo que con un médico como yo, tiene todas las
posibilidades de perder.

-Eso no. ¡Tú lo curarás! ¡Tú lo conseguirás!... Has conseguido tantas cosas…

-¿Cómo cuáles?

-Como por ejemplo, la vida-dijo Elvira sin vacilar-


.
-¿La vida? ¿Cuál vida?

La que tú me diste con tu sangre. ¿Acaso lo has olvidado?

-¡Bah! “Tu sangre”…Siempre la sangre. ¿Por qué no cambias de parecer y mencionas


mejor otras cosas?

-¿Qué cosas?

-Bueno…Podría ser…el alma-dijo el estudiante-.

-¿Por qué dices eso?

Ante esta pregunta de su amiga, Juan Jorge tomó una de sus manos con toda la
delicadeza y, aprisionándola suavemente entre las suyas, prosiguió:

-Cuando los griegos se atrevieron a realizar la primera necropsia, encontraron que las
arterias del cadáver estaban vacías y de inmediato conjeturaron que el alma humana
radicaba en ellas. Ahora bien: si yo te di mi sangre, naturalmente que junto con ella
también te di mi alma. ¿Lo ves?

-¿Qué quieres insinuar?-preguntó Elvira, al mismo tiempo que el rubor teñía sus mejillas
de carmín-

Quiero decir que te amo. Te amo Elvira, con todas las fuerzas de mi corazón.

-Pero Juan Jorge…-balbuceó la joven-.

-Sí, Elvira. No podría precisar con certeza cual fue el instante en que te consagré mi
amor; si durante aquella transfusión, o cuando un rayo de la luna iluminó la hermosura
de tu rostro en el abismo. De lo único que estoy cierto es de que te quiero, como jamás
un hombre lo pudo hacer

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Elvira algo quiso responder; pero en ese preciso momento se oyó la voz de doña
Blanca Santander, la esposa de don Carlos Fainí, que gritaba desde la cocina:

-¡Hijita…! ¡Elvira…! Ven; ya es hora de que tomes el café. Ven en compañía de tu


amigo. El café ya está servido.

Efectivamente, entre las dos y las tres de la tarde nuestros campesinos acostumbran a
tomar una taza de café; y Elvira tenía que adaptarse a las costumbres sobre todo si era
una dama tan bondadosa como la esposa de don Carlos, quien se lo ofrecía.

Los dos amigos pasaron a la cocina, donde ya estaban esperándolos doña Blanca, don
Carlos y su hijo Luis. Allí en tan grata compañía tomaron el refrigerio y continuaron
departiendo sobre diferentes temas de actualidad.

-¿Para cuándo tienes determinado tu viaje?- preguntó don Carlos al estudiante-

-Posiblemente para la semana entrante. Las clases en la Universidad principian el 3 de


octubre y es necesario que me presente cuanto antes para matricularme, comprar los
nuevos textos y ultimar los últimos menesteres.

-¡Qué lástima que te vayas tan pronto!-apuntó doña Blanca.

-¡Qué vamos a hacer!-contestó Juan Jorge con un suspiro-. Las vacaciones se acaban
más pronto de lo que uno quisiera. Pero, en fin, siempre hay que cumplir con el
derrotero que uno se ha trazado.

-Muy bien, Juan Jorge-dijo a su vez su amigo Luis Fainí -; solo a base de sacrificios
podrás llegar a una meta en la vida. Lo único que me preocupa por ahora es el futuro
de tu amigo, el árabe.

-Doña Rosario es tan buena-anotó Elvira- y lo estima tanto como a su propio hijo. El
cielo le ha deparado, al igual que a mí, un hogar tan bueno y tan lindo como el nuestro.

-¡Así me gusta, muchacha!- exclamó don Carlos-. “El nuestro”. ¡Has dicho “El nuestro”!
Y no sabes cómo llenas de felicidad mi corazón al oírte esas dos palabras tan sencillas,
pero que para mí, encierran todo un acervo de felicidad. En lo que respecta a Abdul, no
es eso lo que nos preocupa, sino su salud. ¿Cómo va a lograr su restauración si se
ausenta su médico?

-¡Ah! Don Carlos-dijo Juan Jorge-. No hay motivo de inquietud. Ahora me permito
recordarle las famosas palabras del doctor López, el gran cirujano de Pasto: “Hay que
dar tiempo al tiempo” y así la paz, la tranquilidad del medio ambiente y de su espíritu
son la terapia principal, que ayudada de unos cuantos ejercicios, llevarán a la completa
curación a nuestro amigo. Por otra parte, a medida que vayan transcurriendo los días,
la irrigación sanguínea irá fortificando su cerebro hasta llevarlo al equilibrio completo.

39
-Pero entonces… ¿Los ejercicios…?-preguntó Luis-.

-Abdul continuará haciéndolos. Todo se vuelve rutinario y muy pronto no necesitará más
que un espejo para hacerlos frente a él. Por otra parte, esta clase de enfermos lo que
más necesita es cariño y comprensión; y creo que en la casa le sobran ambas cosas.

Ya casi entrada la noche, Juan Jorge se despidió de sus amigos y regresó a la finca “El
Manzano”, sin poder haber podido continuar el interrumpido dialogo con Elvira. En su
corazón llevaba grabada la esbelta figura de su amiga y en su cerebro daba vueltas una
idea, que poco a poco se iba tornando en obsesión. ¿Ese amor tan grande seria
correspondido?

Por su parte, Elvira casi no pudo conciliar el sueño, pues mil diversos pensamientos
turbaban su reposo. ¿El amor que Juan Jorge le había declarado seria profundo y
verdadero u obedecería acaso a un repentino impulso de amigo, a una de estas
múltiples emociones, que son patrimonio de la juventud, pero que se olvidan con la
misma presteza con que aparecieron primero? Y, en cuanto a ella; era verdad que
sentía una profunda simpatía por el estudiante; pero, ¿Quién podría asegurarle que era
amor o simplemente un sentimiento de gratitud, admiración o reconocimiento a su
nobleza?

Al fin el cansancio fue más fuerte que sus cavilaciones y así pudo conciliar el sueño,
durante el cual, también la imagen de Juan Jorge se representaba a cada instante en
su imaginación, ora sonriente en medio del jardín, o junto a la rueda del molino, ya
musitando en sus oídos palabras de amor y de ternura. También soñó que la besaba y
ante aquel ósculo imprevisto se sintió transportada; era la mujer más dichosa de la
tierra.

Al día siguiente, muy temprano, Juan Jorge llamó a Ignacio y le recomendó que se
encaminara a Túquerres con el fin de comprar una cinta y una tarjeta. Luego se dirigió
al jardín para coger las más hermosas flores. Doña Rosario que, como toda madre
amante, no perdía de vista las actuaciones de su hijo, estuvo mirándolo con una
sonrisa picaresca, hasta que al fin le dijo:

-Hijito, espero que estas flores que estas cogiendo, esta vez no sean para mí, pues por
primera vez te veo cortar una rosa de tu planta favorita.

-Son para Elvira, mamá; he pensado llevar a cabo un acto galante enviándole estas
flores

-Sí, hijito; ya me lo había imaginado. Por algo nuestros viejos decían que la dicha y el
amor a la cara saltan.

-A ti nada se puede ocultar puesto que tienes el poder de leer en mi corazón.

40
-Ten cuidado, hijo mío; porque el amor es como las rosas que tienes en tus manos: sus
flores son hermosas, su perfume delicado, pero al más ligero descuido una espina
puede clavarse en la mano que se ha atrevido a cortarlas.

Al cabo de dos horas llegó Ignacio con el encargo de su “niño Jorgito”, quien tomó la
tarjeta y en una mesita sentóse a escribir una dedicatoria para su amada. Sabía que
los enamorados acostumbran escribir versos a sus novias, pero él no era poeta, defecto
que lo contrarió no poco. ¡Ah! ¡Si al menos pudiera escribir algo que si no rimara,
tuviera la sonoridad de un verso! Pero todo fue en vano. Entonces optó por enviarle
entre comillas la primera estrofa de una antigua canción que decía:

“Aquí te mando muy lindas flores


flores del alma, flores de amor;
y si con ellas formas un ramo
átalo en medio mi corazón”.

Momentos después, Elvira recibía el regalo emocionada. Aquella tarde, sin embargo, no
se produjo la entrevista. Juan Jorge deseaba dar una tregua a su amiga para que
reflexionara antes de tomar una decisión respecto a los dos. Días más tarde se
presentó al molino donde, después de una larga conversación, escuchó extasiado de
los labios de su amada, que su pasión era correspondida.

-Dime una cosa, Juan Jorge-preguntó Elvira-: ¿A qué se deben aquellas palabras que,
a diario se oyen pronunciar, cuando se duda de una respuesta que uno debe dar; eso
de “Voy a consultarlo con la almohada”?

-¿Por qué me lo preguntas?

-Después de la respuesta te daré la explicación.

-Pues bien; ahí va. Cuando a uno se le formula una pregunta, sobre todo si ésta se
refiere a un estado anímico y uno no está seguro de la verdad o conveniencia de la
respuesta, sucede en la conciencia un fenómeno por el cual lo que uno siente en las
profundidades del inconsciente no brota a la conciencia de inmediato porque hay algo
que lo reprime. Las causas de esta represión subconsciente pueden ser múltiples
factores entre ellos, por ejemplo, sentimientos de pudor o de vergüenza y tantos otros
que sería inacabable enumerar. Pero durante el sueño, pueden desaparecer esas
represiones y la pulsión que siente el inconsciente fluye con naturalidad a la conciencia
y cuando la persona se da cuenta de que el interrogante ha sido contestado por el
sueño, lo acepta porque sabe que es la verdad. ¿Comprendido?

-Comprendido.

-Ahora dime, vida mía, cuál fue el motivo para formularme esa pregunta.
41
-Esta razón que me pides, Juan Jorge, es más difícil de dar, que la respuesta que
acabas de exponer como un catedrático-dijo Elvira riendo alegremente-.

-Insisto en que cumplas tu palabra, ésa fue la condición.

-La noche que siguió aquella tarde en que por primera vez me hablaste de amor, soñé
sencillamente que te quería y que era la mujer más dichosa del mundo.

-Muy bien; ahora ya lo sabes. Era ésa la respuesta que fluía desde los abismos de tu
inconsciente.

-¿Así tan profundo es este amor?-Preguntó Elvira llena de rubor…

-Sí, mi vida; así de profundo.

Así se inició un romance cuyo cielo no era empañado por la más ligera nubecilla. Los
enamorados continuaron con la costumbre de encontrarse de tarde en tarde, en aquella
banquita del jardín de la casa de don Carlos Fainí, en medio de los rosales y los
claveles, mudos testigos de su felicidad y de su amor. Las horas pasaban de prisa en
aquellos momentos de idilio. A veces Elvira leía recostada en el hombro de Juan Jorge
trozos de algunas novelas donde el amor se canta con apasionada dulzura. “María”, de
Jorge Isaacs, era su novela preferida. En otras ocasiones, Juan Jorge comentaba las
lecturas de sus libros científicos y siempre terminaban sus entrevistas con algún
recuerdo consagrado al infortunado árabe, cuyo pasado y futuro eran objeto de
constante interrogación.

42
CAPITULO V

El Árabe

Como ya se acercaba el momento de su viaje y la preocupación por su amigo iba en


aumento, Juan Jorge resolvió una mañana despejar algunas incógnitas
acerca del pasado de su amigo.

Para esto le llamó la atención abriendo un viejo diccionario ante sus ojos en la parte
correspondiente a “Arabia”, indicándole que señalara en el mapa el lugar de su origen.

Abdul, ante el asombro de su amigo, contestó haciendo gestos negativos y en seguida


volteó unas cuantas hojas hasta llegar al mapa de África, donde señaló a Kartum,
indicando con graciosas señas que allí se había mecido su cuna. Luego, Abdul señaló
a El Cairo varias veces, colocándose en seguida sobre su libro, en la conocida y
universal actitud del estudiante.

-¡Ah! ¡Ya entiendo!-exclamó alegremente su interlocutor-. ¿De modo que naciste en


Kartum y luego realizaste tus estudios en El Cairo?

El árabe sonrió satisfecho y asintió.

-Dime qué estudiabas y cuál era tu profesión u oficio.

El árabe, por toda respuesta, señaló en el mapa el gigantesco delta del Nilo en el sitio
donde se localiza Gizeh, al propio tiempo que con las manos formaba una pirámide.

-Te comprendo perfectamente-dijo Juan Jorge-.con las manos has formado una
pirámide, que es la obra más grande de la ingeniería antigua, al mismo tiempo que me
señalas las aguas del Nilo; todo lo cual quiere decir que estudiabas Ingeniería
Hidráulica.

Abdul pareció al principio no comprender. Luego movió la cabeza negativamente,


haciendo un gesto de tristeza. Volvió al mapa y esta vez señaló a Karnak y Luxor,
repitiendo la forma piramidal con las manos y escarbando después con las uñas.

-¡Ahora sí he creído comprenderte!- exclamó Juan Jorge-. Estudiabas Arqueología, o


sea las pirámides, las tumbas, los monumentos del Antiguo Egipto.

Los negros ojos de Abdul se iluminaron; sus facciones se estremecieron; sus brazos se
levantaron con emoción; sus labios se entreabrieron y en un supremo esfuerzo
articularon estas palabras:”! Nefer…Nefer!” Y se desplomó sobre un asiento vencido por
43
el esfuerzo y la fuerte emoción. Juan Jorge creyó prudente dejarlo descansar, pero en
su mente se agitaban mil y mil pensamientos. Sabía que su amigo era un arqueólogo,
o por lo menos un aficionado a esta ciencia. Pero ¿a qué había venido a estas tierras?
Y sobre todo ¿qué significaban aquellas misteriosas palabras, pronunciadas con
indecible emoción, en una lengua extraña?

El estudiante se consagró con más cariño a su amigo tratando de reanimarlo de su


desfallecimiento. En el estado delicado en el que se hallaba era de temerlo todo. Un
shock por ejemplo, hubiera echado a perder todo el trabajo realizado y los pasos de
avanzada, que palmo a palmo se habían ido ganando en la batalla contra su
enfermedad. Por tanto le hizo beber unas gotas calmantes, al mismo tiempo que le
decía palabras de aliento, tratando de tranquilizarlo.

Poco a poco se fue reponiendo Abdul de las fuertes emociones, quedando al fin
cansado, agotado. Su amigo lo invitó a reposar y bien pronto el árabe quedo sumido en
un sueño pesado.

Largas horas de aquellas noche pasó Juan Jorge investigando el significado de


aquellas misteriosas palabras: “Nefer…” “Nefer”, repetía con fruición; mientras que, con
asiduidad, con ansiedad buscaba en sus libros, diccionarios, textos de historia y
manuscritos del colegio.

Al fin, rendido por el cansancio, ya se iba a retirar, cuando una “Historia del Antiguo
Egipto” vino a dar alguna luz sobre el enigma: “Nefer” era el radical de Nefertiti, el
nombre de una antigua reina de Egipto.

Abdul-Ben-Kamir, el árabe, ¿acaso había hollado la tumba de esa ilustre reina? ¿Acaso
sus manos se estremecerían algún día, al contacto del hermoso cuerpo momificado?
¿Acaso sus ojos se extasiarían ante las imponentes reliquias de la más vieja civilización
del mundo? Solo el tiempo respondería a estos interrogantes.

Lo único que restaba por entonces era esperar, y esperar con ansiedad, hasta que su
amigo adquiriera de nuevo el uso de la palabra y estuviera en condiciones de narrar su
historia.

En los días siguientes, Juan Jorge se limitó a dirigir los ejercicios de su amigo, sin
mencionar para nada el incidente, a fin de evitar posibles complicaciones.

El árabe seguía reaccionando continuamente, pero con exasperante lentitud.

Una mañana se presentó el estudiante en casa de don Carlos Fainí para despedirse de
su novia y de sus amigos; había llegado el momento de retornar a la Universidad. Elvira
se entristeció mucho por la noticia.

-¡Como es la vida!-decía Elvira-. Yo, que me había forjado la ilusión de que estos
momentos de felicidad, transcurridos a tu lado iban a ser eternos y que jamás se
44
llegaría el día de aceptar nuestra despedida; yo, que desechaba como un mal
pensamiento meditar en este instante, ahora me siento con fuerzas suficientes para
tenderte la mano y darte una voz de aliento
.
-Gracias, Elvira, eres en verdad una mujer fuerte y por esto te admiro más. Sin
embargo, continuamente nos escribiremos porque las cartas calman en parte la
angustia de la ausencia.

-Así lo haremos, Juan Jorge; y además te prometo que en cada carta describiré
detalladamente los progresos de tu amigo.

-Te agradezco ese interés por un desconocido.

-En manera alguna lo es, puesto que el árabe se ha convertido en el centro de tus
atenciones y cuidados.

-Sí: y ahora más que nunca deseo que se cure, pues además de la amistad tengo un
interés especial que me mantiene intrigado: su historia.

-¿Por qué dices eso?

En respuesta, Juan Jorge relató a su novia los detalles de la entrevista que sostuvo con
Abdul y el descubrimiento que había hecho de su afición por la Arqueología. Elvira le
escuchaba muy atenta y al final de la narración se mostró tan intrigada como su novio.

Tan pronto como Abdul esté en capacidad de contar su historia, te escribiré


detalladamente al respecto. Por ahora lo único que se puede hacer es dejarlo al
tiempo- dijo pensativa Elvira.-

-Al contrario, mi amor; podemos hacer mucho más. En nombre de la amistad que
profeso por el árabe, en nombre de la humanidad, en nombre de nuestro amor, te ruego
que le brindes tu confianza y procures ayudarlo en su recuperación. Una amistad como
la tuya, ayudaría mucho a mi pobre enfermo y tu compañía remplazará ventajosamente
a la mía durante mi ausencia.

-Si así lo dispones, lo haré-respondió lacónicamente Elvira-. Tus deseos son órdenes
para mí.

-Y ahora mi vida-dijo Juan Jorge tomándola de la mano-, adiós. O, mejor dicho, ¡hasta
pronto! Porque te llevó aquí, ¡muy adentro de mi alma!

-Adiós, Juan Jorge, mi amor; y ¡recuérdame siempre! Ojalá que vuelvas pronto, pues
cada día te estaré esperando.

Con intima ternura Juan Jorge la estrechó en sus brazos, sus manos acariciaron los
dorados cabellos de su novia, de cuyos ojos verdes se desprendieron silenciosamente
45
dos lágrimas; entonces acercó sus labios a los de Elvira y ambos conjugaron su pasión
en la dulzura de un beso; las mejillas de Elvira se tiñeron de rubor, en tanto que un
curillo desataba en un ramaje de los eucaliptus su cantar maravilloso, la rueda del
molino continuaba en su monótono chirriar y el río en su murmullo eterno. Era éste el
marco que la naturaleza prestaba el tierno amor y la pompa con que adornaba aquella
despedida.

En el alma de Juan Jorge quedaban grabados esos instantes en que su ternura, su


juventud y la naturaleza que le rodeaba,se aunaban para elevar a la vida un himno de
ventura y amor.

En la finca de “El Manzano” se ofreció un frugal almuerzo para el viajero, después de lo


cual se reunieron todos para despedir a Juan Jorge. El árabe no pasó por alto estas
escenas, dando muestras de inquietud, ante lo cual su amigo tuvo que explicarle el
motivo de su separación, al mismo tiempo que le insinuaba no abandonar la casa, por lo
menos hasta su regreso, aunque hubiese mejorado por completo.

Doña Rosario estrechó entonces entre las suyas las manos de Abdul y le dijo:

-Sí, hijito; lo que te dice Juan Jorge es lo más conveniente. Aquí has encontrado un
hogar, en donde se te ha brindado lo único que poseemos: cariño y sinceridad.
Continuarás siendo nuestro hijo adoptivo hasta que el cielo disponga otra cosa. Quiera
la suerte que al regresó de mi hijo, te encuentre ya curado.

El árabe asintió con una sonrisa y estrechó fuertemente entre sus brazos a su amigo; la
emoción los embargaba.

Despidiéndose de los peones, uno a uno, y después de besar a sus padres, Juan Jorge
montó en su caballo seguido por Ignacio y ambos partieron al galope. Varios días
habrían pasado desde la partida de Juan Jorge. En la finca habían tornado todas las
labores del cultivo de la tierra. Por esta época, ya era el tiempo de hacer la recolección
del maíz, uno de los quehaceres más importantes de la agricultura nariñense. Muy
temprano habíanse levantado patronos y peones para la cosecha.

Dos caballos estaban listos en el patio para servir a don Juan Manuel y a Abdul. Que
deseaba ayudar a sus benefactores en aquel trabajo. Don Juan Manuel lo dejaba hacer
tranquilamente, porque bien sabía que esas labores no eran tanto un trabajo como una
distracción. A él mismo le encantaba coger el maíz; así pues, no se lo impidió, sino que
consiguió para el árabe una punta de acero afilada, instrumento que utilizan los
campesinos para tal menester y que a veces es reemplazado por un simple clavo de
hierro o una estaca que sirve para romper “el catul” u hojas que envuelven la mazorca.

El árabe se divirtió de veras en la cosecha, aunque por la torpeza con que trabajaba era
objeto de las burlas cariñosas de los peones, que, a semejanza de sus patronos, habían
aprendido a quererlo.

46
„pasado el mediodía, fueron todos regalados con una taza de chicha que fue saludada
alegremente porque llegaba en el momento preciso a refrescar a los hombres de los
caniculares rayos del sol. para obtener esta bebida precisaba toda la sabiduría culinaria
de las amas de casa, y por ello doña Rosario se había asesorado de Leonila, de
Blanca la esposa de Ignacio, y también fue aceptada en la cocina una voluntaria muy
valiosa, Elvira. Con antelación se había molido el maíz y en un enorme tinaco llamado
“puro” se había echado la harina, mezclada con agua, jugo de naranja, jugo de piña y
además la corteza de esta última, que es muy recomendable para ayudar al proceso de
fermentación. El “puro” debía ser “curado”, o sea, contener en sus paredes interiores
cierto cultivo de fermentos. Después de tres días de permanecer los ingredientes en el
interior del “puro” se consigue una chicha de muy buen sabor y a medio fermentar, que
constituye un delicioso remedio para la sed.

Ignacio había cargado sobre la espalda el enorme “puro” y Leonila llevaba una cesta
llena de tazas e iniciaron la marcha hacia el maizal seguidos por doña Rosario, Elvira y
Blanca. Uno a uno fueron llamados los peones, que apuraban con fruición la chicha.
Cuando ya todos hubieron bebido, se acercaron don Juan Manuel y Abdul, que
sudorosos y jadeantes necesitaban también el refrigerio. Se hallaban sentados en
semicírculo alrededor del “puro”, para hacer los debidos honores a la bebida, momento
que Elvira aprovechó para insinuar al árabe:

-Antes de marcharse Juan Jorge me recomendó que cuidara de tu salud y por lo tanto
tendré mucho gusto en ayudarte a continuar los ejercicios.

El árabe asintió con una sonrisa.

-Desde hoy mismo los vamos hacer-añadió Elvira-.Al final de la jornada nos reuniremos
en el jardín de la casa. ¡Me entiendes?. Nuevo gesto de afirmación por parte del árabe.

Terminadas las labores de cosecha. Elvira se quedó algunas horas en casa de don
Juan Manuel, tiempo que fue dedicado por entero a dirigir los ejercicios del árabe. De
este modo, la muchacha daba cabal cumplimiento a las recomendaciones de Juan
Jorge. En una banquita del jardín tomaron asiento y Elvira inició el dialogo en estos
términos:

-Mucho debes haber sufrido, pobre Abdul, con tantos infortunios; sin embargo, el cielo
nos ha deparado a los dos una casa honrada y bondadosa, cuyas gentes se han
desvelado tanto por nosotros.

El árabe asintió con la cabeza.

-Gracias a los cuidados de Juan Jorge, ahora estás bastante mejor y con un poco de
esfuerzo, en breve te curarás por completo, lo cual indudablemente será la noticia más
agradable para nuestro común amigo.

Nuevo asentamiento por parte de Abdul.


47
-Hay que tener fe, Abdul: fe en ti mismo, fe en tu mejoría y fe en cuantos te rodean; así
ayudarás mucho a tu restablecimiento.

Abdul-Ben-Kamir, hizo otro gesto afirmativo.

-Ahora vamos a continuar tus ejercicios. Toma el espejo, mira en el cómo muevo los
labios y tú vas a procurar vocalizar muy bien esta palabra: ¡J-U-A-N!

Abdul miraba atentamente los labios de la joven y trataba de imitar sus movimientos
pero en vano.

-Otra vez. Otra vez. Mira atentamente, mira, Abdul, así: “J-U-A-N”.

-“Y-O-A-M”-pudo decir Abdul con mucho esfuerzo-.

-No!¡No!¡por Dios! así no. Debes cambiar el sonido de la “Y”, que es un tanto silbado,
por un sonido más suave: el de la jota; así mira…”JJJJ”.

-“JJJJ”.

-¡Eso!¡Muy bien! Ahora la siguiente letra. Mira en el espejo como muevo los labios.-dijo
Elvira-Y aquellos labios delicados y pequeños tomaron la forma adecuada para
pronunciar la “U”.

Abdul contempló extasiado esa boca divina, hecha para el beso, pero bien pronto
reprimió su gesto de admiración, sin que la muchacha se enterara de lo que estaba
pasando en su alma.

-¡”J-U”! repitió casi maquinalmente el árabe-.

-¡Perfecto!-exclamó su amiga-. Ahora, a lo anterior añade la silba “AN”. Ten cuidado no


debe ser “AM” sino “AN”.

Y enseñó a su amigo las perlas de sus dientes. Nuevo gesto de admiración por parte
de Abdul. Nuevo esfuerzo para ocultar este sentimiento ante su amiga.

-“J-U-A-N”-dijo por fin el árabe con mucho esfuerzo-.

-¡Magnifico! “J-U-A-N” Este es el nombre de nuestro salvador!

Elvira había pronunciado estas frases con toda la emoción de su alma, pero el árabe no
compartía este sentimiento. Le disgustaba oír aquel nombre pronunciado con tanta
emoción por los labios de Elvira. Escenas semejantes se repetían de tarde en tarde.
Abdul gozaba cada vez más con la presencia de Elvira, pero sabía fingir con tal
maestría una glacial indiferencia, que la chica, a pesar de su corazón femenino, no se
percataba de la admiración de su amigo. Así le hablaba con desenvoltura, sin
48
afecciones. La dulzura de su voz, sus tonalidades cambiantes eran una música, cuyos
arpegios llegaban a los oídos de Abdul, que era feliz al escucharla.

En veces, adrede pronunciaba mal algunas letras, sobre todo la “U”, pues le complacía
contemplar los labios de su amiga pronunciando aquella letra, como dispuestos para el
beso.

Solían sentarse en la banquita del jardín y lo hacían muy juntos porque el espejo
utilizado para los ejercicios era pequeño, siendo necesario que ambos observaran en él
la modulación de los labios. Abdul sentía entonces en todo su ser el calor de Elvira.
Cuando soplaba el viento, sus cabellos volaban juguetones azotando la frente y las
mejillas de Abdul, como un sutil velo de oro. Entonces Elvira trataba de arreglarlos con
inocente coquetería y dentro del pecho de Abdul, el corazón saltaba de felicidad. ¡Oh!
Si aquellos ejercicios no terminaran nunca.

Cuando el árabe se encontraba sólo, acostumbraba pasar largas horas en el jardín


recibiendo sol o arreglando las flores y su imaginación volaba al lado de Elvira. ¡Cuán
dulce y bella era…!

¿Acaso estaría enamorada de Juan Jorge…? Así lo demostraba, pues cada día
terminaba los ejercicios con recuerdos y divagaciones cuyo centro lo ocupaba el
estudiante. Pero él, Abdul, también la amaba y en las luchas del amor podía jugarse
cualquier treta.

De todos modos, Elvira acabaría siendo suya… Para ello contaba con un aliado
poderoso: la ausencia de Juan Jorge. En efecto, el tiempo y la distancia borrarían entre
los dos cualquier brote de pasión. Y entonces sería él, “El Árabe”, como lo llamaban, ¡el
único dios, a quien adoraría Elvira…!

Por otra parte, sólo eran supuestos los amores con Juan Jorge. Nada le probaba que
existieran y, por lo tanto, había que principiar por interesar a la joven hacia él,
imprimiendo un rumbo diferente a sus relaciones. Con esta resolución, una tarde,
durante uno de los ejercicios, Abdul-Ben-Kamir tomó suavemente una de las manos de
Elvira.

La chica la retiró bruscamente y dirigió una mirada inquisidora, llena de extrañeza a su


amigo. Este, comprendiendo su torpeza, hizo gestos de disculpa dándole a entender a
su amiga que había sido un acto involuntario, un descuido.

En este momento llegó Ignacio llamándolos:

-¡Niña Elvirita! ¡Niña Elvirita! ¡Que venga! ¡Que ha llegado el doptor López de Pasto y
que quiere hablar con vusté y quiere ver al niño Abdul!
49
Los dos se levantaron de inmediato para atender al visitante. En efecto, el cirujano que
había realizado la intervención quirúrgica a Abdul se encontraba en la finca y deseaba
ver a su paciente.

-Viajaba hacia Ospina-explicó el médico-y al pasar por aquí, quise entrar a saludarlos y
ver cómo sigue mi enfermo. Juan Jorge me indicó el lugar de la finca y después fue
fácil llegar, pues “preguntando se llega a Roma”

Casi no ha progresado nada, doctor-se quejó Elvira-. Hace los ejercicios con asiduidad
y durante ellos ha logrado pronunciar alguna que otra palabra, pero luego parece
olvidarlo todo y vuelve a caer en el mutismo absoluto. Doctor López, estamos
desconsolados.

-Pero ya era tiempo de estar hablando muy bien- replicó el médico-. Durante la
operación, exploré toda la región de Rolando donde se había producido la herida y
extraje los coágulos de la región Pre-rolándica, y quedó muy bien. No puede ser…

-Doctor-dijo Elvira-, eso mismo me explicó Juan Jorge y me aseguró que se


restablecería pronto porque no presentaba otros síntomas como dificultades en la
aprehensión o en la marcha.

-Ya comprendo… Ya comprendo… agregó el cirujano-. Mire, señorita, la región Pre-


rolándica, donde se le operó, dirige los movimientos de la cara, en especial los de la
dicción, es decir, se encarga de la parte mecánica de estas funciones.

-Sí, doctor, también eso me explicó Juan Jorge.

-Pero la parte psicológica de la palabra, esto, es la memoria de la palabra hablada


corresponde a otra región distinta del cerebro que se llama “el centro de Brocca”. Si el
paciente no recuerda como es de hablar, como usted lo afirma, esta enfermedad de
llama “Afasia” y en este caso se debe seguramente a que hay un coágulo que está
comprimiendo el centro de Brocca e impide, por tanto, que este centro trabaje a
corrección.Habrá que hacerle una nueva trepanación, esta vez en el parietal izquierdo;
solo así podemos garantizar una absoluta mejoría. De lo contrario será imposible-

-¿Qué opinas, Abdul? El doctor dice que necesitas otra operación. ¿Estás dispuesto?
Mira que de lo contrario no vas a mejorar. ¿Qué dices?

Abdul se quedó un tanto pensativo, pero luego asintió con movimientos de cabeza.

-¡Muy bien!-dijo el médico-.en este caso iré hasta Ospina y a mi regreso vendré por aquí
para llevarlo a Pasto en mi automóvil. Mañana mismo lo internaré en la clínica. De los
costos no se preocupen; en esta ocasión, todo corre por mi cuenta; yo no voy a realizar
una curación a medias. ¿Me entienden?
50
-Gracias, muchas gracias, doctor-dijo Elvira teniéndole la mano-. En seguida vamos a
preparar el equipaje de Abdul.

Tal como lo dispuso el cirujano se cumplió. Y horas más tarde, Abdul se despedía
cordialmente de todos y marchó hacia Pasto en el vehículo del médico.

Después, Elvira regresó al molino y tras la velada familiar se retiró a su alcoba. Sus
primeros pensamientos fueron para Juan Jorge; pero muy pronto recordó la escena de
esa tarde, cuando Abdul la tomó de la mano en la banquita del jardín. ¿Sería que el
árabe estaba enamorado? No lo creía. Inexperta como era en el conocimiento de las
humanas pasiones, no advertía la llama que brillaba en los negros ojos del árabe y
hasta llegaba a reprocharse a sí misma el haber atribuido torcidas intenciones por parte
de su pobre amigo, cuando en un gesto (tal vez de gratitud) había tratado de acariciar
su mano. Por ahora estaba tranquila, pues Abdul ya no se encontraba en la finca. Más
tarde ya vería lo conveniente si el árabe insistía.

Al día siguiente, Elvira marchó de nuevo a la finca de “El Manzano” para visitar a doña
Rosario y a su esposo, a quienes la chica amaba entrañablemente. Allí recibió una
carta de Juan Jorge, que Ignacio había reclamado en Túquerres .

“Adorada Elvira: para ti un estrecho abrazo y mis votos a la diosa de la Fortuna para
que colme de felicidad tu existencia y los que hago a Iris para que dé una pincelada
más a tu hermosura. No te imaginas el mucho mal que tu separación me causa; si bien
tus continuas cartas son un aliciente, que en algo suavizan el dolor de la ausencia.

“No temas que el olvido venga a reemplazar la dulce embriaguez de tu recuerdo; cada
momento que transcurre lo dedico a ti, aún mis horas de estudio, que son largas y
árduas.

En días pasados me correspondió en turno asistir al hospital “Eugenio Espejo” de esta


ciudad y una noche fui llamado a la sala de emergencias. Se trataba de un accidente y
había que hacer una transfusión a una muchacha que fue víctima del percance. ¿Lo
creerás? Las agujas hipodérmicas se deslizaban de mis dedos y temblaba todo mi ser.
Por aquello de la “asociación de ideas”, creía estar de nuevo en el hospital de
Túquerres, cuando tú, mi amada, te debatías con la muerte… El médico instructor me
llamó varias veces la atención y al fin se vio en la necesidad de reemplazarme. Tal era
mi agitación.

Sigo muy preocupado por la salud de Abdul; espero que habrá realizado al fin algún
progresó con tu ayuda; díle que mucho lo recuerdo y ansío su definitiva recuperación.

Saluda de mi parte, con un estrecho abrazo a mis padres, del mismo modo que a los
tuyos: don Carlos y doña Blanca. Espero tu pronta respuesta, que imprimirá un lenitivo
a estas heridas de la ausencia. Hasta entonces. Te besa. Juan Jorge.”

51
CAPITULO VI

LA MALDICIÓN
DE UN FARAÓN
El árabe había sido intervenido quirúrgicamente por segunda vez. Tal como el gran
cirujano sospechó, algunos, coágulos habían estado ejerciendo compresión sobre el
“centro de Brocca” y tras de ser extraídos, la mejoría se hacía ahora a pasos
agigantados. Abdul había recuperado por completo sus facultades de dicción y hacia
las delicias de médicos y enfermeras de la clínica con su lenguaje florido y su forma
peculiar de hablar, tocada un tanto de acento extranjero; pero sobre todo, por sus
interesantes experiencias en el campo de la investigación arqueológica. Ese era su
fuerte. En lo referente a Elvira, el árabe se había propuesto cambiar de táctica,
utilizando una estrategia nueva para obtener el amor de su compañera de infortunio.
Poseía un corazón demasiado calculador para no dejarse sorprender en sus pasiones.
Iba a necesitar toda su elocuencia y simpatía para conquistar el corazón de Elvira y
para ello se sometía con toda seriedad a los tratamientos post-operatorios que su
médico le había indicado. Aún se hallaba en la clínica porque el doctor López lo tenía
en constante observación.

Mientras tanto, en la finca “El Manzano”, la vida seguía su curso normal. Un día llegó
una carta dirigida a don Juan Manuel, que se la enviaba Abdul. En ella, le daba cuenta
detallada del éxito rotundo de su intervención quirúrgica y cómo ahora los progresos de
su recuperación eran asombrosos.

-.Mira a nuestro hijo, querida Rosario-decía don Juan Manuel- enseñándole la carta a
su esposa-. Observa los prodigiosos pasos que ha dado. Ahora ya puede hablar
correctamente.

-¡Ah! ¡Si Juan Jorge estuviera aquí!-observó doña Rosario- qué feliz le viéramos, al
darse cuenta de la recuperación de su amigo!

-Hoy mismo escribiré una carta detallada al muchacho explicándole todas estas cosas.
Y además, te confieso, querida, que deseo que Abdul venga cuanto antes. Ardo en
deseos de oír a nuestro nuevo hijo relatarnos su historia. Es algo que tenía
obsesionado a Juan Jorge

-No-dijo doña Rosario-. De ninguna manera le preguntarás nada. Recuerda que Juan
Jorge nos advirtió que en lo tocante a esto, había que obrar con la mayor prudencia, no
sea que por una torpeza nuestra vayamos a malograr todo lo que hasta aquí se ha
conseguido. Tantos esfuerzos de nuestro Juan Jorge…

-¡Y de nuestra Elvira!- añadió don Juan Manuel-.


52
-Tan buena como es la pobrecilla…

-¿Te has dado cuenta Rosario? La chica se ha ganado el aprecio y el cariño de cuantos
la rodean; toda la servidumbre, en esta casa está pendiente del menor de sus deseos;
Leonila se ha esmerado en la cocina desde que nos visita de tarde en tarde; sus
mejores postres son para ella. Y, en casa de don Carlos Fainí, sucede otro tanto y
todos los habitantes de La Chorrera la miran como a una especie de diosa. Hasta al
viejo Apolonio se le iluminan los ojos cuando Elvira pasa frente a su choza.

-Desde que fué capaz de robarse el corazón de nuestro hijo, no me extraña que la
admiren y la quieran cuantos la conozcan –dijo orgullosamente doña Rosario-
.
-¡Que Dios bendiga esa unión! Nosotros, al fin y al cabo, vamos ya para viejos y el cielo
ha querido que esta niña venga a ser el consuelo de nuestros últimos días…Me agrada
tanto pensar que algún día se convertirá en nuestra hija.

-¿Y tú no has notado, Juan Manuel, el interés que Elvira ha demostrado por Abdul?

-No seas celosa, hija; ya sabes que Juan Jorge se lo dejó recomendando; y, por otra
parte, su corazón puro y sencillo sería incapaz de una traición. Abdul también es un
buen muchacho, y créemelo que ya lo quiero como a la niña de mis ojos.

-Es verdad-dijo doña Rosario-. ¡Qué tonta he sido!

-Como ya se acerca la noche buena-expresó don Juan Manuel- es preciso que


vayamos preparando lo necesario para celebrarla; tal como era cuando Juan Jorge la
pasaba con nosotros; hemos de arreglar el árbol de navidad, para colgar allí los regalos
y las sorpresas. Tú, Rosario, debes disponer las cosas de tal modo que Elvira y Abdul
se sientan a gusto, pues el veinticuatro de diciembre, Elvira vendrá a pasarlo con
nosotros.

-Se hará como tú dices, querido. Y nuevamente me sentiré la mujer más dichosa de la
tierra; pues a cambio de uno, ahora tenemos dos hijos a quienes regalar en
Nochebuena.

-Entonces, en lugar de tarjetas, le enviaremos a Juan Jorge unas fotografías, que


hemos de tomar aquel día. Elvira se verá preciosa con el vestido que he mandado a
confeccionar en Pasto para ella. Pero ¡cuidado, mujer! Pon un candado en la boca. Por
experiencia sé que las mujeres son muy ligeras en el hablar… Y tal vez hice mal en
contártelo. ¡Pero que Elvira no sepa nada! ¡Quiero que sea una sorpresa!

-Yo también tengo una, reservada para Abdul. Le compraré una guitarra, o bandola qué
se yo-, pero en todo caso, algo que le alegre el corazón.

-Muy bien, Rosario; Y, como ya te advertí, silencio y discreción.

53
Habían pasado muchos días desde aquel en que Abdul fuera intervenido por segunda
vez. Ya completamente recuperado, su médico le informó que podía regresar a la finca,
donde a su llegada, fue recibido por todos con demostraciones de gran satisfacción y
cariño. Ahora era un hombre apuesto y elegante, tenía la mirada altiva y penetrante, su
manera de expresarse era sin afectaciones y poseía una imaginación fecunda.

Llegó por fin el día de Navidad. Era un veinticuatro de diciembre se esos en que el cielo
despejado se mostraba de un azul purísimo. Don Juan Manuel y su esposa habían
hecho preparar las caballerías para dirigirse a Túquerres con el fin de asistir a la
procesión, que es conocida con el nombre del “Pase del Niño”

Ese día almorzaron todos más temprano de lo acostumbrado. Elvira ocupó sitio de
honor en la mesa de don Juan Manuel, ya que, como estaba previsto, todo el día
debería pasarlo con la familia. Cuando terminaron de almorzar, don Juan Manuel, doña
Rosario t Abdul ocuparon sendas cabalgaduras y emprendieron el viaje. Atrás partieron
los peones sin que uno solo se quedara en la finca. Blanca y Leonila se destacaban en
ese grupo por sus vistosos trajes, que llevaban con el donaire de la ñapanga del sur
colombiano.

Pronto llegaron a Túquerres. Los campesinos tomaron ubicación en sitios estratégicos


para poder admirar la procesión; ora en las aceras de las calles, en las escalinatas del
templo, o con preferencia, en el parque “Bolívar” de la ciudad.

Don Juan Manuel y los suyos fueron invitados por don Teófilo Piedrahita, su hermano
que vivía en sector céntrico de la ciudad desde los balcones y ventanas de cuya casa
podrían observar cómodamente la procesión.

Las gentes iban y venían por las calles, en tal aglomeración, que éstas parecían
inmensos hormigueros. Las campesinas con sus trajes de matices encendidos y
alegres; los varones con sus ruanas de diversos colores, comunicaban a ese enjambre
humano una especie de embriaguez de la policromía.

A las dos de la tarde se echaron a vuelo las campanas de la iglesia franciscana,


anunciando que había salido la procesión. Los padres Capuchinos eran los encargados
de organizarla; para lo cual delegaban con anterioridad a las distintas veredas para que
exhibieran diferentes y llamativas comparsas
.
¡Ya viene la procesión! ¡Ya viene la procesión!-exclamaban todos-.

Un grupo de jinetes disfrazados de “pieles rojas” encabezaba el desfile con gran alegría,
quemando cohetes; las plumas que adornaban sus cabezas, la ferocidad de sus
rostros pintarrajeados, el arco y las flechas que ostentaban, les daban un toque de
verosimilitud.

Detrás venían las carrozas de tracción animal o mecanizada. Esta representaba un


cisne gigantesco, de cuyo pico pendía la cunita donde reposaba la imagen del Dios-
54
niño. Aquella semejaba un pórtico, rodeado de bellas flores, entre las que se destacaba
“El Divino Jardinero”. Otras, a cual más lujosa, desfilaban también representando
diversos pasajes de la Biblia.. Cada vereda, además, competía con sus vecinas en una
profusión de arcos recubiertos de billetes.

Detrás de las carrozas, un grupo de gitanitas bailaban alegremente; grupos de pastores


con sus ovejas, los Reyes Magos y, por fin, el grupo llamado de “Los Danzantes”. Era
el último vestigio de las antiguas tribus indígenas que poblaron estas comarcas. Unos
doce campesinos ataviados con trajes de color blanco, festoneados de cintas rojas,
verdes, azules y amarillas bailaban delante de la imagen del Divino Niño. Sus cabezas
estaban adornadas con turbantes en forma de mitra, que terminaban en plumajes de
vistosos colores y cuyas paredes iban recubiertas con pequeños espejos que brillaban
al sol. El rostro pintarrajeado, como los jinetes Pieles Rojas, llevaban en sus manos una
varita puntiaguda de fina madera negra, que representaba el viejo poderío de los
antiguos cabildos indígenas. Y en las rodillas y tobillos, tintineaban a compás
numerosos cascabeles, según era el ritmo de la danza ritual, que acompasadamente,
en esta ocasión, tocaba el” Bombo” de San Sebastián.

Por último y cerrando el desfile, la imagen del Niño Dios, seguida por numerosos fieles.
Al finalizar la procesión, en cada hogar se acostumbraba celebrar la fiesta brindando
entre familiares, amigos y conocidos, una taza de café con empanadas y un vaso de
exquisito “Champuz”, que es una bebida refrescante que las amas de casa preparan
con el maíz.

Don Juan Manuel y su familia fueron objeto de gallardas atenciones en casa de don
Teófilo, pasando en compañía de la numerosa familia de su hermano dos horas más de
aquella tarde. Luego, regresaron a la finca, pues no deseaban asistir por la noche a la
quema del “Castillo”, de la “Vaca Loca” y demás juegos artificiales, que se acostumbra a
exhibir en la Nochebuena.

Una vez en casa, se dio comienzo a una de aquellas veladas más alegres y hogareñas
de la vida del sur colombiano: la noche de Navidad.

Ignacio quería obsequiar a sus patronos con una sorpresa, que para todos fue de muy
buen gusto. Para ello, en una esquina del aposento principal de la casa había colocado
un biombo, tras del cual se hallaba don “Manuel Cununo”, ninguno de los presentes se
había percatado de esto y de pronto, cuando todos estuvieron reunidos, escucharon el
dulcísimo tañer del arpa, acompañado del rasgar de la guitarra de Luis.

Elvira se levantó al punto de su asiento y descorrió las cortinas del biombo, al tiempo
que le pidió a don Manuel le facilitara el instrumento.

Haciendo mil graciosas reverencias ante la muchacha, el músico-poeta le cedió el


puesto y Elvira principió a tañer el arpa con delicada mano. Dulces y suaves arpegios
brotaron del viejo instrumento; notas melancólicas y profundas, que llegaban al corazón
y transportaban el alma a las regiones infinitas del Arte y la Belleza, surgían del cordaje,
55
preludiando aquella hermosa canción navideña, patrimonio universal de la humanidad:
“Noche de Paz”

Un silencio sepulcral reinaba en el recinto; podría haberse escuchado el aletear de una


mariposa. Solo el arpegio melancólico y dulce rompía aquel silencio. Terminando el
preludio y electrizados los asistentes con la tierna y sentimental tonada, se elevó de
todos los pechos la primera estrofa del canto:

“Noche de paz, noche de amor;


todo duerme en rededor,
entre los astros, que anuncian salud,
bella anunciando al Niñito Jesús.
brilla la estrella de paz”…

los delicados dedos de la joven seguían pulsando las cuerdas del instrumento. Los
acordes no parecían surgir de aquel cordaje, sino desde el alma de la doncella, cuyo
rostro parecía iluminado; sus labios se movían tenuemente y en sus ojos brillaban,
como diamantes, dos lágrimas.

La emoción fue colectiva; todos lloraban y hasta Ignacio se enjuagaba las lágrimas con
la punta de la ruana. Terminó el cantar; las suaves notas del arpa continuaron vibrando
largo rato y después de tantos años transcurridos desde aquel entonces, años repletos
de sorpresas agradables e infortunios, se podría afirmar que aún siguen vibrando en
aquellas almas.

Después una salva de aplausos saludó a Elvira. Don Manuel “Cununo” se levantó copa
en mano y al brindarla ante todos los presentes exclamó:

“La música es muy esquiva


y quien la “siente” es artista.
¡Brinde pues por esta diva
con emoción el arpista!”

Pasado el raptus emotivo, dijo Luis:

-Mientras tábamos cantando, el Ignacio lloraba como un niño con dolor de muelas.

-No era eso, mi querido “Lucho”-respondió el aludido-. No era que yo taba llorando, sino
que al oír esa músicas tan bonitas, me salía agua de los ojos.

Todos rieron al unísono al escuchar la explicación de Ignacio


.
-No sabía yo –afirmó don Juan Manuel- que tuvieras esas aptitudes artísticas tan
refinadas para pulsar el arpa

-No es para tanto, don Juan Manuel-repuso algo ruborizada Elvira-


56
.-¿Dónde aprendiste a tocar hijita?-preguntó doña Rosario-.

-En mi patria, señora. Un músico ciego, de origen chileno, me enseñó las primeras
nociones
.
-¿Y las segundas…? Preguntó riendo don Juan Manuel
.
-Las segundas me salen de acá dentro-respondió Elvira señalando el pecho-.

-Todos estamos alegres-añadió entonces don Juan Manuel-. Solo Abdul ha


permanecido estático después del canto. ¡Vamos, hijo anímate¡ es bueno que nos
emocionemos alguna vez, pero esas fuertes emociones alimentadas por un mutismo,
como el tuyo, a veces son perjudiciales.

-Es que estaba meditando…y



-Déjate de meditaciones y deléitanos con tu conversación, que es muy agradable.

-Pero…¿Qué les puedo conversar yo?

-Hay algo que a todos nos tiene intrigados- dijo don Juan Manuel-. ¡Tú historia, hijo; tu
historia. Desde luego, no exigimos que nos la cuentes, pues si prefieres callar, estás en
tu derecho. Pero de lo contrario…

-Al contrario don Juan Manuel-dijo el árabe-. Me siento en la obligación de relatarla; y


aún más esta noche en que todos nos hemos reunido. Por lo tanto, principiaré, pero
bajo una condición: que en el momento que se sientan aburridos me lo digan con plena
confianza y cambiaremos el tema de inmediato. Es tan seca y falta de interés que…

-No- exclamo Elvira-. Debe ser muy interesante. Adelante, pues.

Todos quedaron pendientes de la narración del árabe; en verdad les intrigaba su


historia. Entonces, y con suaves modulaciones de voz, Abdul-Ben- Kamir principió en
estos términos:

-Mi historia es muy sencilla. Ya Juan Jorge sabe parte de ella y espero que les haya
informado acerca de mi ciudad natal, aquella donde hice mis estudios y algo
relacionado con mi profesión.

-Sí, hijito-afirmó doña Rosario-. Todos sabemos ya que eres un arqueólogo.

-No tanto, señora; la verdad es que para llegar a ser arqueólogo en toda la extensión de
la palabra, se necesitan muchos años de estudios más de los que yo he realizado. Yo
podría catalogarme tan sólo entre el grupo de los aficionados a esta ciencia.
57
Así pues, tuve la oportunidad de tomar parte activa en múltiples excavaciones
realizadas en Egipto; ora en Gizeh, o en Luxor, la antigua Tebas; ora en el Valle de los
Reyes o en Abu-Simbel.

-Si no me equivoco- preguntó don Juan Manuel- todos aquellos lugares que has
mencionado se encuentran a lo largo del río Nilo. Ahora bien:¿quieres explicarme por
qué no se hacen excavaciones en la vasta superficie del Sudán o en Etiopía?

-Muy interesante su pregunta, don Juan Manuel; y la respuesta se encuentra


precisamente en una de las tumbas más antiguas del Egipto; en una sentencia del
Oráculo de Amón, es tan bella que casi todos nosotros la hemos grabado en la
memoria. Al determinar los límites del antiguo Imperio, a manera de un epílogo, dice la
sentencia “¡Todo esto es el Egipto; todo lo que el Nilo sumerge con sus inundaciones, y
egipcios son todos los que viven del lado de acá de Elefantina, la ciudad de los
elefantes, y beben el agua del río!”

El por qué de esta sentencia es la calidad y la topografía del terreno. En efecto, en


medio de aquel árido desierto, solo el Nilo proporcionó para los egipcios medios
adecuados de subsistencia. Cada año y en determinada época, el Nilo crecía e
inundaba vastos territorios, fertilizando las tierras y haciéndolas aptas, con su limo, para
la agricultura. Esta es la razón por la cual, los antiguos egipcios se vieron en la
necesidad de aprender a regular el curso de las aguas y dirigir la inundación conforme a
sus necesidades, así como también de edificar las ciudades y sus tumbas en territorios
bañados por el río.

Por este motivo, el Nilo era adorado como un dios y llamábasele con bastante
propiedad: “¡Padre de los dioses, dios primordial, alimento y comida, sustento del
Egipto. El que a todos nutre, el que condensa todo lo codiciable, el que en sus dedos
tiene todo lo comestible, el que con su paso regocija el corazón de los hombres!”

-¡Es precioso todo esto!- exclamó doña Rosario-.

-Precisamente- continuó Abdul- el pueblo egipcio fué, ante todo, de fecunda


imaginación, lo cual, unido al tradicional lenguaje florido, determina una de las épocas
más brillantes en el campo de la literatura universal.

-De todas las excavaciones en las cuales tomaste parte, ¿cuál de ellas ha sido la más
interesante, la que mayor impresión dejó en tu alma? – preguntó Elvira.

-Indudablemente-Elvira, cuando en la tarde del 26 de noviembre de 1922 fue


descubierta la tumba de Tut-Ank-Amón.

-¡Esto es irresistible!_ Exclamó Elvira- ¡cuéntanoslo!

58
-Treinta años atrás, un famoso Arqueólogo de nombre Howard Carter, había dado
comienzo a la búsqueda con múltiples e inútiles excavaciones, Lord Carnarvon estaba
al borde de la ruina, pues era el patrocinador.

Carter y sus hombres habían movido toneladas de arena y piedra. Todo en vano. Ni
una huella… Ni un signo indicador de la anhelada tumba… Ya el desaliento había
hecho presa aún en el corazón de los hombres más animosos.

Los ardientes rayos del sol y el calor que refleja la arena nos ponían de mal talante a
todos cuantos tomábamos parte en aquella inútil búsqueda. Muchos de los más
valerosos tenían desecha la esperanza; hasta que por fin, un día se vió premiado aquel
constante esfuerzo.

A los excavadores les sucede lo propio que a los buscadores de fortunas: la fiebre del
oro se apodera bien pronto de éstos; y es quizá lo único que mantiene sus esfuerzos;
tal sucede con aquellos. Para la excavación no cuentan ni los años, ni las inclemencias
del tiempo, ni la arena, ni las rocas…

Aquel día estábamos exhaustos. Los ánimos exaltados y el corazón deprimido.


Excavábamos en “El Valle de los Reyes”, muy cerca de la tumba de Ramsés VI,
cuando, de pronto, sentimos el grito de uno de los nuestros.

-¡Señor!- gritó con los ojos desorbitados. Llameantes- ¡aquí hay un escalón!

Todos nos precipitamos al lugar indicado. Nadie hablaba…Olvidados de las


herramientas principiamos a excavar con la uñas en aquel sitio…¡Tal era la emoción!

Repuestos un tanto de aquel impacto emotivo, principiamos a trabajar en forma diestra


y ordenada, hasta que dos días más tarde, quedaba al descubierto una escala de doce
peldaños. Al final de la cual había una puerta cuidadosamente sellada…

Con sumo cuidado, Carter procedió a abrirla, no sin antes haber ordenado a un técnico
de nombre Alí que examinara escrupulosamente los sellos…¿Qué nos esperaba al otro
lado…?¿Acaso una tremenda desilusión, como tantas otras ya sufridas? La puerta se
abrió… Por breves instantes, creo que los corazones dejaron de latir dentro del pecho.
Nuestros ojos, deslumbrados por los reflejos de la arena, no se acostumbraban pronto
a la semioscuridad del aposento, y aquellos breves segundos que tardaron en hacerlo,
nos parecieron siglos…!

De pronto nos encontramos en una cámara de un color rosa pálido de unos cuatro
metros de anchura. Cuatro lechos recubiertos de oro y tallados artísticamente se
destacaban en cada ángulo del aposento. Y al fondo dos sacerdotes, esculpidos en
madera, guardaban la entrada, que conducía a una cámara interior.

En seguida penetramos a ésta; y cuál no sería nuestra decepción, al descubrir que


otros arqueólogos nos habían precedido.
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En efecto, preciosos jarrones de alabastro se hallaban volcados por el suelo. Joyas
talladas al estilo de la Tercera Dinastía se hallaban por doquier diseminadas y una
estatuilla de Isis, primorosamente tallada en mármol de Numidia, había rodado sin
cabeza…!

-¿Por qué no te cercioraste bien de la autenticidad de los sellos?- preguntó Carter al


técnico, con amargo reproche-.

-¡Oh! Señor, podría juraros que así lo hice. ¡Hasta me haría cortar la lengua, si aquellos
sellos hubieran sido violados o substituidos por lo menos en 1.500 años atrás!

Estas palabras fueron una luz para Carter.

-¡Sí, es verdad!-exclamó-. Este misterio no ofrece gran dificultad; debemos conjeturar


que no fueron arqueólogos, sino ladrones quienes nos han precedido.

-Sí-añadí-, No hay que olvidar que han sido innumerables las bandas de saqueadores
de tumbas. Pero si hubieran sido ladrones, ¿cómo explicar que tantas joyas se
encuentren dispersas?

- Esa es precisamente la evidencia -dijo Carter-. No fueron ladrones posteriores, sino


contemporáneos a Tut-Ank-Amón. Al ser descubiertos huyeron precipitadamente
tumbando esos jarrones y la estatua. Después de ocurrir esto, las puertas fueron
selladas por los sacerdotes; de modo que ¡adelante! ¡La tumba está inviolada!

En la tercera cámara se confirmaron las conjeturas de Carter. Allí, nadie había


penetrado hasta entonces. En el centro de la cámara se hallaba el Sarcófago Sagrado,
con la momia del Rey, ¡tal como había sido depositada por los sacerdotes catorce siglos
antes de Jesucristo!

-Fascinante-exclamó Elvira, sin poderse contener-.

Abdul le dirigió una rápida mirada. Sabía que allí estaba su fuerte. Era verdad lo que
estaba relatando; pero era verdad que su narración era fascinante, como la había
calificado Elvira; y ante esta fascinación, eran muy pocas las mujeres que se le habían
resistido. Abdul bien lo sabía y ante la expresión de la joven una leve sonrisa cruzó por
sus labios. “¡Bien!”, murmuró imperceptiblemente y luego continuó:

-¡Al más elocuente de los narradores le faltarían palabras para describir la emoción que
a todos nos embargaba! Inmensos tesoros de incalculable valor se hallaban ante
nosotros. Jarrones de alabastro en forma de hojas de loto circundaban el Sarcófago.
Un sillón de oro macizo, tallado maravillosamente por las manos de un artista, parecía
esperar el momento en que el Rey se levantara de su tumba para ocuparlo… Cofres
dorados, con incrustaciones de finísimas piedras esperaban la caricia del soberano. En
las paredes de la cámara, hermosas pinturas, que representaban al Rey en mil diversas
ocupaciones, de vívidos colores, daban un marco de gloria y esplendor a la tumba.
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Y en medio de tanta riqueza y arte, de tanto colorido y magnificencia, se hallaba el
Sarcófago Sagrado: ¡La momia de Tut-Ank-Amón, resplandeciente aún de juventud,
yacía apaciblemente recostada en su caja mortuoria,hecha de oro macizo.

Recubriendo la momia, habíase tallado en oro y con incrustaciones de piedras


preciosas una mascarilla, que era el fiel retrato del monarca. La nariz recta y alargada,
las amplias cejas enarcadas, los ojos maquillados, parecía decirnos que allí reinaba el
silencio de la muerte y que hacíamos mal turbando su reposo! Y, por último, sobre la
frente magnifica, se destacaba la figura de la Cobra Sagrada, adornada también con
maravillosas incrustaciones.

¡Toda una época gloriosa se resumía en aquella cámara mortuoria! Toda un historia de
religión, gloria y misterio se hallaba ante nosotros! ¡Toda la grandeza de una
antiquísima civilización nos revelaba sus secretos! Y ante tanta opulencia y ante tal
esplendor, enmudecían nuestras lenguas y los corazones sobrecogíanse de un religioso
temor…!

Carter, obsesionado, aturdido por tal descubrimiento, no se atrevía a hablar. Uno a uno
iba examinando cada objeto; una a una cada joya. ¡La opulencia lo embriagaba y la
gloria lo anonadaba! Con toda atención iba examinado los jeroglíficos escritos en las
paredes de la cámara. Aquella inspección parecía que nunca iba a acabar…

Toda nuestra atención, toda nuestra vida, podría asegurar, pendían de aquellas viejas
reliquias, que nos impedían ver, sentir o pensar cosa distinta de lo que representaban.
De pronto nos vino a sacar de nuestro ensimismamiento una voz. Era de Alí, que
exclamaba: “¡Aquí hay otra puerta!”

Por ella pasamos, aturdidos aún, a una cuarta cámara interior.

En ella sólo había unas sillas de finísima madera, con arabescos dorados y con algunas
incrustaciones. Las paredes de este último aposento, también se hallaban
profusamente exornadas con pinturas de hermosos colores recubiertas de jeroglíficos.
Carter pudo descifrar en ellos sentencias mágicas y conjuros, que seguramente los
sacerdotes recitarían tres mil seiscientos años atrás en la ceremonia del entierro.
Fórmulas maravillosas que prestarían al difunto monarca poderes sobrenaturales para
satisfacer sus necesidades en el más allá…

-¡Qué maravilla!-exclamó don Juan Manuel, interrumpiendo la narración-.

-Sí- repuso el árabe-. Una verdadera maravilla. Pero había también algo terrible. Entre
aquellos conjuros y fórmulas mágicas, Carter leyó temblando una maldición… Aún la
recuerdo, letra por letra, pues causó tal conmoción entre nosotros, que todas aquellas
emociones que habíamos experimentado desde el descubrimiento de la escalinata
hasta el presente, se trocaron en terror. La maldición decía:
61
“¡Aquel de los mortales que se atreviese a perturbar mi sueño, maldito sea para
siempre…! ¡Su muerte será violenta y mi venganza lo perseguirá hasta aplastarlo, o
hasta el día en que logre restituir el plectro dorado de Amón-Ra, robado por mi padre
Akhenaton y que reposa en el peñasco más enhiesto sobre la cumbre de la montaña
sagrada, allá donde se oculta el sol!”.

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63
CAPITULO VII

“Nefer…Nefer…”
Un silencio de respetuoso temor siguió a las palabras del árabe, que acababa de
pronunciar con gesto serio y reverente. Abdul estaba transformado; por su frente corrían
gruesas gotas de sudor.

Jamás hubiera querido evocar aquel recuerdo, pero era demasiado tarde, ya lo había
hecho. Pasaron breves minutos y luego continuó:

-Como ya expliqué, en los primeros momentos, todos sentimos tal temor, que
precipitadamente abandonamos esa tumba, sobrecogidos de espanto y en espera de
una inminente catástrofe. Pero luego, paulatinamente nos fuimos serenando, hasta que
hubo alguien, que se permitió hacer un comentario jocoso al respecto.

Tenía razón. Aquellas maldiciones que los reyes egipcios escribieron en sus tumbas,
eran un medio de amedrentar a los posibles ladrones y tal vez el único modo de
preservarlas del saqueo.

Reflexionando así, continuamos apaciblemente nuestras investigaciones, hasta que de


pronto, ¡Lord Carnarvon murió en forma repentina! Nadie pudo jamás determinar la
causa de la muerte. Éramos Veinticuatro los hombres que habíamos hallado la antigua
sepultura; Carnarvon era el primero… Luego, uno a uno fueron muriendo
misteriosamente el resto, hasta completar el número de Veintidós. ¡Por último sólo
quedamos Howard Carter y yo!

Algunos sabios investigadores nos tranquilizaban insinuando que no temiéramos; que


aquellas muertes repentinas o violentas eran fácilmente explicables: pues los sabios del
antiguo Egipto conocían ya el uranio y protegían las tumbas colocando en ellas
materiales radioactivos. A pesar de todo, me dediqué de lleno a estudiar las frases
contenidas en la fatídica inscripción.

Así logré descubrir que Akhenatón había precedido en el trono a Tut-Ank-Amón y,


disgustado con la explotación que los sacerdotes ejercían sobre el pueblo, quiso
exterminar el politeísmo y ordenó borrar el nombre de Amón-Ra de todos los templos de
Egipto; quitó el plectro dorado de la estatua del dios, que se levantaba en un templo de
Tebas y lo llevó a palacio para ocultarlo. Entonces uno de los sacerdotes de Amón con
la ayuda de la madre del monarca, la Reina Taía, entró una noche a palacio y sustrajo
el plectro huyendo con la joya “hacia donde cae el sol”
64
-No. ¡Aquello ya no podía explicarse científicamente! Algo de misteriosa verdad, una
realidad tremenda había en la maldición! Por esto, puse cuantos medios tenía a mi
alcance para librarme de la venganza del Faraón; y el único camino que había era el de
descubrir aquel peñasco enhiesto “sobre la cumbre de la montaña sagrada, allá donde
se oculta el sol”; largas noches de estudio me demandó esta investigación; hasta que
por fin, un día, un rayo de luz cruzó por mi mente: ¿por qué aquel parecido tan extraño
entre las obras de arte del Antiguo Egipto con aquellas que realizaron los aborígenes
americanos, en especial los Aztecas y los Mayas? ¿En dónde aprendieron estas tribus
mexicanas la forma piramidal para su arquitectura? ¿De quién aprendieron el arte de
computar las revoluciones de los astros para formar su calendario? ¿Qué influencia
tuvo la escritura jeroglífica en la del libro sagrado de los Quiché, el “Popol Vuh”?

Y acaso los ídolos de arcilla de la cultura Tumaco en Colombia, no era un retrato de las
grandes obras de la escultura egipcia? ¿Y la cerámica de los Pastos, sus vasos
ceremoniales en especial, no tiene acaso similar forma e idéntica decoración que la
cerámica de la XVIII Dinastía en el Egipto? ¿Acaso no vendría a la América algún
artífice egipcio trayendo su estilo y sus conocimientos?

No .¡Ya no cabía duda! Aquel sacerdote huyó del imperio de Akhenatón para ocultar el
plectro de su dios en “la montaña sagrada”; y ésta tendría necesariamente que ubicarse
en alguna parte de América.

Ahora bien; en el campo de las conjeturas, y por detalles conocidos en la prehistoria


americana, pude deducir que ese peñasco enhiesto de que habla la maldición, debería
ser la cumbre de Machu-Picchu en el Perú. Había estudiado sobre las excavaciones
realizadas allí; y allí me dirigiría. Estaba decidido a dar cabal cumplimiento a la orden
del Faraón y restituiría el plectro de Amón-Ra, lo llevaría de nuevo al imperio de los
egipcios. Movería otra vez toneladas de roca, pero al fin lo encontraría. Ahora creía
ciegamente en la maldición y un día emprendí el viaje.

El antiguo Imperio Incaico principiaba donde hoy es el Departamento de Nariño y era


preciso comenzar a investigar. Al llegar a Túquerres, supe que a pocos kilómetros de
distancia y precisamente, frente a esta región de “El Manzano”, hay un sitio que se
denomina “Los Monos”, cuyo nombre lo debía a una piedra en la que los primitivos
habitantes habían tallado unos simios. ¿No sería éste el primer eslabón en la cadena de
los descubrimientos que me proponía realizar…?

Nada importaba perder unos días; así fue como me dirigía a Ospina, cuando me
sorprendió el accidente en el cual ustedes mismos me salvaron.

-Por ahora -dijo Elvira-. Una pregunta solamente. Juan Jorge nos dijo que durante
aquella entrevista, cuando casi adivinó su afición por la arqueología; seguramente por
la profunda emoción que te produjo ese recuerdo, balbuciste esta palabra:
“Nefer…Nefer”… De todo lo cual, nuestro amigo dedujo que posiblemente habías
descubierto la tumba de la Reina Nefertiti…
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Fuente: Museo Particular Doctor Luis López Portilla

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-No, querida Elvira; quizá jamás será descubierta la sepultura de tan ilustre Reina.
Nefertiti era la esposa de Akhenatón; su belleza era admirada en todo el reino y a sus
encantos físicos unía la dulzura infinita de su corazón. Cuando su esposo quiso realizar
una serie de cambios sociales en favor del pueblo, para lo cual tenía que quitarles el
poder a los sacerdotes de Amón-Ra, Nefertiti lo secundó sin vacilaciones, granjeándose
por ello la enemistad de la madre del Faraón, la Reina Taía.

El odio y las intrigas se apoderaron de la casa real; y donde antes era el imperio de la
belleza y el amor, reinaba ahora la intriga, el odio y la traición. Oscuras tramas secretas
se fueron desarrollando en contra del Monarca. La Reina Taía, por perversas
influencias de los sacerdotes, hizo secuestrar a la amada esposa de su hijo y ordenó su
prisión allende a la ciudad. De nada valieron la hermosura y el encanto de la joven
reina; de nada, el amor que los súbitos le profesaban; misteriosamente desapareció una
noche y nunca más se oyó hablar de ella. Akhenatón, su esposo, murió asesinado poco
después.

De la ilustre reina, sólo nos legaron los artífices del Imperio un busto, ahora famoso, en
el que puede admirarse la esplendente hermosura de la reina, exornada de magnifica
corona real. Existe además una cabeza, que majestuosamente reposa en el Museo de
El Cairo. La obra maestra se quedó inconclusa, pues posiblemente, cuando el artista
estaba realizando su obra, se desató contra la soberana la persecución de Taía; sin
embargo, las finas facciones de su rostro, las cejas enarcadas, la frente espaciosa y los
delicados labios, nos dan una idea de la olímpica hermosura de la mujer…

-Entonces -preguntó doña Rosario-, ¿qué significan aquellas palabras salidas de tus
labios con tanta emoción: “Nefer”, “Nefer”?

-“Nefer” –dijo el árabe- es una antigua palabra del Egipto y su traducción al castellano
bien pudiera ser: “hermoso”, “bello”, algo admirable en fin.

Así terminó la narración del árabe, durante la cual su auditorio había permanecido en
absoluta expectativa, pendiente de sus palabras. Abdul, por su parte, había utilizado en
su relato toda la estrategia literaria de que era capaz, para interesar a sus oyentes y en
especial a Elvira, despertando en ella el sentimiento de la admiración, sin el cual era
imposible que naciera el amor.

Su estilo estaba matizado de frases largas y cadenciosas en los pasajes históricos, de


periodos armoniosos al evocar escenas tiernas y de brevísimos giros cuando la
emoción debía llegar a sus puntos culminantes. Todo tenía su mesura, todo estaba
artificiosamente calculado.

Y no se equivocaba. En la conciencia de cada uno de cuantos le habían escuchado,


quedaba grabado uno a uno cada paso de su historia, sobre todo en las personas más
impresionables como doña Rosario, Elvira e Ignacio, que gozaban, sufrían o se
conmovían, según era el derrotero cambiante del relato.
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Breves minutos permanecieron en silencio, durante los cuales cada uno se hacía
mentalmente diversos comentarios sobre lo que acababa de oír. Después, deseando,
poner un toque de alegría a la fiesta, don Juan Manuel exclamó:

-Me ha parecido muy interesante tu relato, hijo; pero ahora no es el momento de


ponernos a meditar sobre tantas cosas y es mejor que aprovechemos estas pocas
horas que nos restan para alegrar el corazón. A ver, don Manuelito, haga funcionar el
instrumento.

De nuevo el arpa se dejó escuchar con sus notas melancólicas y sentimentales y entre
chistes y chascarrillos continuó aquella grata reunión hasta pasada la media noche. Sin
embargo, había dos personas que sólo reían con el rostro, porque sus pensamientos se
hallaban muy distantes, en el lejano Egipto, entre tumbas, riquezas, momias, gloria y
sarcófagos: eran Elvira e Ignacio. Abdul-Ben-Kamir había ganado la primera partida.

Después de la media noche, doña Rosario formuló su invitación para que los asistentes
pasaran a una habitación vecina, en donde se había preparado con antelación el árbol
de navidad.

Alegremente siguieron todas las insinuaciones de la dueña de casa y en el mencionado


aposento encontraron arreglado el árbol de navidad: festoneando con papel crepé de
diversos colores, abrumado de globos, dulces y regalos; era un símbolo tangible de la
felicidad.

-Este vestido, para ti, Elvira; míralo. ¡Qué precioso es! Exclamaba sonriente don Juan
Manuel, entregándole el regalo-.

-Muy bien, hijita, ¡Pruébatelo a ver qué tal! – Decía doña Rosario-.

-¡Gracias! ¡Gracias! Mis queridos padres… ¡Es lindo!- respondió Elvira con la mirada
radiante de gratitud y emoción-.

-Mira, ¡para ti esta bandola, Abdul…!

-Mil gracias doña Rosario. ¡Está muy bonita…! ¡Es muy fina…!

-Y para ti una ruana Ignacio, ¡Por lo bondadoso que eres…! Y para Blanca ¡un
pañolón…! Y para Leonila, ¡una blusa…! Y para Luis ¡Una camisa…! Y para don
Manuelito, ¡una botella de aguardiente!

Aquello era una lluvia de regalos, una profusión de sorpresas; la generosidad de don
Juan Manuel y la bondad de su esposa hacían una vez más el gozo de cuantos les
rodeaban.

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-¡Ay! Patroncito, ¡vusté sí que es güeno con nosotros! –dijo Ignacio-. ¡No tenimos con
que pagarle tantas bondades! Pero como en la casa de los pobres, también llega el
Niño Dios, mañana le traigo unos cuyes que mi Blanca ha engordado para vustedes.

Así terminó la reunión, en la cual todos habían pasado tan alegres como don Juan
Manuel había deseado. Leonila obsequió finalmente una aromática, taza de café con
deliciosas empanadas, se brindó una última copa y cada uno se marchó a su habitación
con el alma rebosante de gratitud.

Mil diversos pensamientos daban vueltas en la imaginación de Elvira. La impresionante


historia de su amigo la ocupaba todo el tiempo. El árabe se le había revelado como un
hombre maravilloso, admirable; su preparación, su inteligencia eran nada comunes y
estas cualidades, unidas a su facilidad de expresión, le daban a su personalidad gran
atractivo; en verdad era un digno amigo de su prometido…

Ignacio, por su parte, también soñó aquella noche con momias y maldiciones. A cada
momento saltaba en la cama, porque parecíale que en medio de la oscuridad del
aposento, llegaba la momia del Faraón egipcio a tomar su venganza… Sí. Venganza
porque en el accidente Ignacio había sido uno de quienes salvaron la vida del árabe,
frustrando así el cumplimiento de la maldición…

Con estos pensamientos, el sencillo labriego ya no pudo volver a conciliar el sueño, y


las horas largas que tardó la aurora en aparecer las pasó en continuo sobresalto.

También en su alma había dejado profunda huella la narración de Abdul.

Fuente: Museo Particular Doctor Luis López Portilla.

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CAPITULO VIII

El Falsificador
Pocos días después, Juan Jorge recibía una extensa carta de don Juan Manuel y otra
de Elvira, en las que se le daba cuenta de todos los acontecimientos acaecidos en los
últimos días: la curación del árabe, la fiesta navideña y el relato de su historia. Todo
aquello le llenaba de satisfacción; pero cuando el estudiante observó las fotografías que
le enviara su padre, sentía el corazón latir con vehemencia y la felicidad brillaba en sus
ojos. ¡Elvira estaba más linda que nunca! Su hermosura, juventud y lozanía tenían el
aire fresco de la primavera.

Entre tanto, en la finca se había preparado una expedición para visitar el cercano lugar
de los “Monos”, para observar la piedra.

Don Juan Manuel y Abdul la encabezaban, seguidos por Ignacio y Luis. Sin
contratiempo alguno llegaron al lugar, donde tuvieron la oportunidad de constatar lo
expuesto por el árabe. Abdul sentíase renacer nuevamente a la vida. Estaba dichoso
porque había encontrado un nuevo material para sus aficiones arqueológicas.

Era una piedra de regular tamaño, que se encontraba en el camino que de Ospina
conduce a Sapuyes.

-Observe usted, don Juan Manuel –decía Abdul señalando los detalles de la piedra -,
cómo las figuras han sido cinceladas en hueco-relieve.

-Sí, hijo; claramente se distinguen las figuras de tres monos.

-Los monos en efecto -añadió Abdul- constituían una divinidad para las tribus de los
Pastos. Y además sus conocimientos sobre Astronomía los llevaron a plasmar en la
figura del mono, la constelación de Sirio. Mire usted, don Juan Manuel, cómo aparecen
las tres figuras zoomorfas con la cola entorchada.

-En efecto- contestó don Juan Manuel-, Así es, hijo.

-En primer plano aparecen estos dos monos sentados uno frente a otro…

-Y en las manos sostienen un círculo- interrumpió don Juan Manuel.

-Es el disco solar –explicó Abdul-. Como estas tribus del sur fueron dominadas por los
Incas, también tuvieron que aceptar su religión y el culto al sol.

-Entonces, ¡este círculo representa el dios sol!

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-Claro que sí, don Juan Manuel. Pero también en el Egipto se adoraba al sol, al cual le
llamaban “Ra”.

-¡Y el plectro que tú buscas es precisamente el de “Amón-Ra” ¡- exclamó entusiasmado


don Juan Manuel-.

-Precisamente- respondió Abdul- pero hay otro detalle que desearía destacar: el tercer
mono, como usted ve, es de un tamaño mucho más pequeño que los dos primeros. De
acuerdo con la disposición de las imágenes. ¿no aprecia usted algo raro, algo que
diríamos que está defectuoso, a pesar de la perfección de las formas?

-No, hijo; lo único que se podría reprochar a los autores de esta obra, sería que trataron
de darle una noción de profundidad, pero les falló…

-Eso es precisamente, don Juan Manuel, en un primer plano, grabaron las imágenes de
los dos monos, portando en las manos el disco solar; y en un segundo plano, la imagen
del tercer simio, como tratando de colocarlo al fondo de la obra, pero sin poder
conseguirlo.

-Así es, Abdul.

-Pues bien: esta falta de perspectiva, podemos observar también en las pinturas del
Imperio Antiguo y Medio de los Egipcios y si recordamos que los egipcios también
divinizaron a los simios, no podemos sino sospechar que el arte precolombino recibió
poderosa influencia del arte del antiguo Egipto y todo me confirma en las creencias que
tengo sobre la maldición.

-Despreocúpate, hijo, y no vuelvas a pensar en eso. Afortunadamente ahora estás a


miles de kilómetros de tus famosas tumbas.

-No lo creiga, patrón –interrumpió Luis-. Por aquí también hay bóvedas y todas estas
cosas que dice el niño Abdul.

-¡Tú qué sabes! –dijo don Juan Manuel-.

-Pus, sí señor –aseveró a su vez Ignacio -; al Luis y a yo nos consta.

Como el árabe manifestara su interés por estas noticias, Ignacio continuo:

-Pus ya verá vusté, mi señor patrón; un día tabamos con el Luis cavando un aljibe en
Túquerres, en casa de los señores Montenegro; ya tábamos bien abajo, señor; como a
unas diez brazadas de hondo, cuando el rato menos pensado, a yo se me cayó la barra
con que picaba. Pero lo raro de todo jué que no se me cayó de p‟abajo, sino de p‟a un
lado, es decir por una de las paredes del aljibe. En dispués, sacamos un poco de esa
tierra p‟a buscar mi barra, y así

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72
Hallamos una cueva, patrón.

-¿Una caverna?- Preguntó el árabe-.

-Sí, señor; así mesmito. ¡Pero qué caverna, patrón! Era grande, como de unos cinco
metros y toitica ella pintada de azul.

-¿Será posible? –preguntó Abdul-.

-Claro, patrón; allí nos metimos y empezamos a buscar a ver si de pronto hallábamos
una olla o algo así. Pero lo que dimos jué con un camino, que arrancaba dende la cueva
esa y seguía de largo, de largo, de p‟abajo; como a salir p‟acá, p‟a estas regiones,
patrón.

-Y ustedes tuvieron la precaución de recorrer ese camino? –Preguntó de nuevo Abdul-.

-Solo un pite, señor, porque en dispués, nos dio miedo y mejor nos regresamos.

-¿Qué es un “pite”…?- preguntó el árabe a don Juan Manuel-.-“Pite” es un indigenismo


del sur de Colombia, sinónimo de “pedazo”-le explicó don Juan Manuel-.

-Eso mesmo –añadió Ignacio-. Pero eso sí. Alcanzamos a caminar como el largo de una
cuadra.

-Muy bien, Ignacio. ¡Me indicarás esa caverna y bajaremos!

-¡Eso sí no, patroncito! Dende que vusté nos conversó lo de esa momia que echaba
maldiciones y que ya los había jodido a unos…No me proponga nada de esas cosas…!
¡Que Dios nos libre, patroncito, de meternos en las cosas de los dijuntos! Mejor es
dejarlos que tén descansando onde los pusieron y no meterse a joderlos, porque si
no…

-No es para tanto, Ignacio; ni mucho menos para aterrorizarse por aquella leyenda de la
maldición, que a la postre, yo les relaté ante todo, para darle un poco de calor a esa
historia tan seca y tan llena de aburrimiento. Al fin y al cabo, si la maldición había de
cumplirse tan fatalmente como piensas, yo hubiera muerto en el accidente-dijo Abdul,
tratando de comunicar el valor que necesitaba Ignacio para descender a la caverna-.

-Por eso mesmo es que tengo miedo, mi niño; pus como yo lo ayudé p‟a que vusté se
salvara, hora creigo que la momia esa té brava con yo, por haberme entremetido en sus
venganzas. ¡Y hora más encima, quiere vusté meterme en líos con otros dijuntos…!
¡No. No, patrón! ¡Mejor ni hablemos!

-De modo que ahora estás arrepentido de haber colaborado en mi salvación?


73
-Güeno… eso no tanto, patroncito. ¡Qué diablos! ¡De lo hecho ya tá hecho y qué carajo!
Ya no hay remedio. Pero meterme en otros problemas…¡Eso No!

-Y si con tu ayuda llegara a descubrir algún dato importante para restituir ese plectro,
librándome al fin de la maldición del Faraón, ¿aún te negarías?

-Güeno, patroncito; ya me tá convenciendo… En ese caso, l‟único que le prometo es


llevarlo hasta la mesma boca de la cueva. ¡De allí no doy ni un paso!

-Muy bien, muchacho; era todo lo que deseaba.

El grupo emprendió el camino de regreso porque la tarde ya empezaba a declinar.


Pronto llegaron a casa, donde doña Rosario les aguardaba impaciente para la comida.
Después todos se retiraron a descansar.

Una vez en su alcoba, el árabe se entretuvo en múltiples cavilaciones. De acuerdo con


el relato de los peones, todo indicaba que en estas regiones había existido una buena
civilización precolombina; y si ello era así, ¡cuántos tesoros se podrían desenterrar!

Pero sí había que emprender en próximas excavaciones, lo natural era que necesitaría
bastante dinero y en el accidente había perdido su maletín con todos sus caudales.
Esto era, en efecto, una grave contrariedad, a la cual era preciso encontrar pronta
solución.

Al principio pensó Abdul hablarle claramente a don Juan Manuel e insinuarle que
patrocinara la empresa; pero pronto desechó esa idea, en consideración a la
idiosincrasia de aquellas gentes sureñas, que en absoluto invertirían capital alguno en
un negocio cuya objetividad y rendimiento no estaban asegurados de antemano.

Sin embargo, el dinero era preciso conseguirlo. ¿Cómo lo haría? Bueno. Ya se


presentaría alguna oportunidad.

Abdul se consideraba un hombre de múltiples recursos y la falta de trabajo honesto no


le parecía un escollo insalvable para lograr sus objetivos. Lo único que le quedaba por
ahora era mantenerse alerta y aprovechar la menor de las circunstancias.

Con estos pensamientos, Abdul se aletargó en un sueño bastante intranquilo; a pesar


de lo cual, a la mañana siguiente se despertó temprano y de muy buen humor. Cuando
salió al patio, vio cómo Ignacio colocaba una enjalma sobre una de las yeguas de la
finca y observó que cargaba un costal de maíz sobre la bestia.

-¿Para quién es el maíz?-le preguntó-.

-Es para el taita cura, mi niño –le contestó Ignacio-. Como ya pasó la cosecha y yo se lo
taba debiendo, ahora se lo llevo a la parroquia p‟a cancelarle la deuda.

74
-Ensíllame un caballo –ordenó el árabe-. Yo también tengo que ir a Túquerres. Iremos
juntos.

Pronto estuvo lista la cabalgadura de Abdul y ambos partieron hacia la ciudad.

Por el camino, el árabe trató de averiguar la forma cómo Ignacio había contraído esa
deuda con el señor cura.

-Verá vusté, mi señor patrón, que cuando yo taba por casarme, fui a arreglar los
honorarios con el taita cura, que me cobró doce pesos por echarnos la bendición a yo y
a mi Blanca; pero como yo no tenía sino nueve pesos, el taita cura me dijo que por
nueve no más no me casaba; y que si no tenía papas o maíz p‟a que le completara con
un bulto.

Como yo tenía un maizalito, le dije que sí, y que en el mesmito día de la cosecha le
llevaría el costal que me pedía.

Así dijo el taita cura que no había inconveniente, pero que tuviera bien en cuenta que
las deudas había que pagarlas, porque si no, en el infierno taba listo el diablo p‟a
cargarme.

-¿Cuánto vale un costal de maíz? Pregunto Abdul-.

-Pues cuando tá bien granadito, vale ocho pesos y cuando no, hasta por seis cincuenta
se consigue. Pero como es p‟al taita cura, hay que llevarle lo mejorcito.

-Pero si tú solo le quedabas debiendo tres pesos, ¿cómo te comprometiste a llevarle un


costal que vale ocho?

-Así mesmito le dije al taita cura, patrón; pero él me contestó que no taba vendiéndome
el sacramento del matrimonio, p‟a que me pusiera a regatiar, y que por otro lado me
hacia el favor de no cobrarme ningún interés por la deuda.

-Muy bien –dijo Abdul-. ¿Cómo se llama el señor cura?

-Se llama Jesús Ramírez – dijo el aludido-, pero hay que decirle “padre Jesusito”,
“Monseñor” o “Doptor”, cualquier cosa de éstas, porque si no, se enoja.

-¿y tiene alguna platica?

-¡Hii-juel-diablo! –exclamó Ignacio-. Tiene unos terrenos lindos en Chalitala, casas en


Pasto, güenos caballos; y maneja una hacienda grandota, que don Adiodato le había
dejado de herencia al Señor de los Milagros.

-¿Luego el patrón de la parroquia no es San Pedro…?

75
-Sí, patrón; así mesmo es. Pero a San Pedro ya naide le para bolas, porque el mesmo
jue que lo negó a Nuestro Señorcito. En cambio, el Señor de los Milagros, es el propio
Jefe de la Parroquia.

-Según esto, el Señor de los Milagros debe tener importantes donaciones, ¿verdad?

-Así mesmo es, patrón; cada año, en Semana Santa, le llueven los túnicos, las joyas y
otros regalos, porque el padre Jesusito nos ha enseñado que en la “Semana Grande”
es el cumpleaños del Señor, y que hay que festejarlo con algún regalo. Las limosnas le
llueven todos los días.

Con éstos y otros comentarios llegaron a la ciudad. En el cerebro de Abdul rebullían


cientos de pensamientos acerca del señor cura; y trataba de conformar un plan bien
para interesar al sacerdote en las excavaciones, bien para apoderarse de algún dinero
por cualquier medio que fuere.

Sin embargo, había que obrar con excesiva prudencia, pues por la narración del
campesino, el árabe conjeturó que el “padre Jesusito” era una fiera para los negocios.

Cuando entraron a la ciudad, los dos amigos se despidieron, citándose para después de
tres horas. El árabe entregó su caballo a Ignacio, quien marchó en seguida a la casa
cural, situada en las inmediaciones del “Parque Bolívar”. Abdul lo siguió a prudente
distancia, pues deseaba conocer al “padre Jesusito” y ver en qué despuntaba todo
aquello.

Un portón ancho y desvencijado era la entrada a la casa cural, detrás del cual un
espacioso patio que, en ese instante estaba atestado de caballerías con cargas,
separaba las habitaciones interiores. En medio del patio estaba un sacerdote, cuya
edad debería frisar los cincuenta años, porque algunas canas empezaban a adornar su
cabeza, en cuya corona la tonsura había hecho tales progresos, que anunciaban ya
cierta calvicie. El rostro redondo y de aspecto bonachón era de un color blanco pálido,
aunque dos pequeños redondeles sonrosados coloreaban sus mejillas. La pequeña
nariz era un mal soporte para sus anteojos, montados en armatoste de oro. Este
personaje debía ser el “padre Jesusito”, porque Ignacio se dirigió de inmediato hacia él
y postrándose de rodillas aguardó a que el señor cura lo bendijera. El sacerdote no se
hizo esperar y con santa unción trazó sobre le campesino la señal de la cruz.

Luego Ignacio se levantó; y los dos personajes hablaron por breves minutos, después
de lo cual el campesino bajó de la yegua el costal de maíz y en compañía de otros
aldeanos que llevaban diezmos o primicias, siguió con su carga al interior del edificio.

El árabe, que atentamente había observado todo, restregóse las manos con
satisfacción haciendo al mismo tiempo estas deducciones:

1.- Que los campesinos del sur de Colombia eran de un catolicismo muy acendrado y
fieles cumplidores de sus deberes religiosos.
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2.- Que el “padre Jesusito” no despreciaba ninguna clase de obsequios y que se
interesaba mucho por los bienes de este mundo.

Por lo tanto, quedaba descartado el primer plan de Abdul, o sea el de interesar al


sacerdote por las excavaciones y, en cambio, cobraba inusitada vigencia el segundo
proyecto.

El árabe regresó de inmediato al “Parque Bolívar”, donde lo sorprendió un extraño


espectáculo: la procesión de San Sebastián.

Para Abdul era motivo del más vivo interés aquella extraña manera de conducir la
imagen de un santo, en medio de cohetes, el “bombo”, aguardiente y gritos de los
devotos, que en este instante estaban ya bastante ebrios. No teniendo otra cosa que
hacer, se acercó al cortejo, para observar cada detalle con mirada atenta.

Pronto uno de los devotos le obsequió un “trago” de aguardiente a pico de botella, ante
lo cual Abdul se sintió obligado por aquella atención a sumarse al desfile. Así llegaron a
un barrio en las afueras de la ciudad denominado “Ipain”, en una de cuyas casas
tendría lugar el velorio del santo.

Los cohetes, los gritos y la música, no cesaban de retumbar, formando, al confundirse,


un alboroto infernal, a pesar de lo cual, el árabe sentíase muy a gusto, porque los
brindis se alternaban unos a otros.

Una hora había pasado dentro del mayor orden en medio de aquel desorden. La alegría
reinaba por doquiera; ya había algunas parejas que bailaban, cuando en el momento
menos pensado y en menos tiempo del que se emplea para relatarlo, una patrulla de
policías, armados hasta los dientes, penetró imprevistamente en la habitación, bajó de
su sitial la imagen de San Sebastián, cargó con ella y se la llevó.

Aquella acción tan desusada produjo en los espectadores, beodos y bailarines, el efecto
de una bomba.

En principio, todos se quedaron paralizados, estáticos, mudos; pero luego, “Misia”


Purificación, que era la dueña del velorio, con el cabo de una pala descargó un
formidable garrotazo en su marido, al tiempo que le gritaba:

-¡¿Qué…?! ¿No te das cuenta, socarrón…? ¡Los “tombos” se robaron el santo!

¡Aquello fue la declaración oficial de guerra! Como impulsados por un resorte, todos los
devotos se armaron de cuanto se les ponía a su alcance: botellas, garrotes, piedras,
candeleros del altar, jarras, tazas y platos de la vajilla de “Misia Purifica” y gritando:

“¡Pueblo!”…”¡Pueblo!”…, emprendieron la persecución contra los raptores.


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Perseguidos y perseguidores corrían desaforadamente. Pero estaba escrito que aquella
competencia debía ser ganada por la autoridad; pues los devotos no podían competir
con la policía, por su avanzado estado de embriaguez.

Pronto el destacamento policivo, junto con la imagen del santo, se acuarteló en la cárcel
municipal. Los devotos rodearon el edificio en medio de infernal griterío, en el que no se
escatimaban palabras de grueso calibre.

-“¡Pueblo”…”¡Pueblo!”…-era el grito de combate que de todos los pechos escapaba-.

A cada momento más enfurecidos, aquellos devotos se iban tornando en verdaderos


combatientes, porque algunas piedras lanzadas con especial maestría dieron cuenta de
los dos ventanales de la prisión y muy mal lo hubieran pasado los sitiados si en ese
instante no hubiera llegado el señor Alcalde, quien imponiendo silencio a los atacantes
les gritó:

-¡Ténganse todos…! ¡Y todos guarden la serenidad…! Que San Sebastián ha sido


secuestrado por orden del señor cura; y, conducido por su mandato a la cárcel. Donde
permanecerá en prisión hasta que sus fieles devotos paguen en la parroquia cincuenta
pesos por el rescate; porque el señor cura afirma que este santo le viene hacer
competencia al Señor de los Milagros.

El árabe, que había asistido a toda esta barahúnda, rascándose la cabeza afirmaba
para sus adentros:

-¡Esto si es curioso! ¡Jamás en mi vida había visto a un santo encarcelado! ¡Pero yo he


de vengarlo! ¡Y más pronto de lo que el secuestrador se imagina…!

Los atacantes, después del discurso del señor Alcalde, terminaron por completo sus
disposiciones alevosas, dirigiéndose en seguida a la casa cural, donde el padre
Jesusito los aguardaba.

-Ya sabéis, mis hijitos –les dijo el sacerdote--, que Nuestro Señor ha dejado en el
universo un orden perfecto y maravilloso; y nosotros, sus humildes criaturas, estamos
obligados a respetar este orden… Si San Sebastián bendito es patrono de la parroquia
de Yascual, es inconveniente que sea obsequiado con las limosnas de los feligreses de
la parroquia del Señor de los Milagros. Pero vuestro cura párroco, que ha sido siempre
tan comprensivo con vosotros, no os prohíbe la veneración a este santo, a cambio de lo
cual deberéis donar una limosna de cincuenta pesos, para las Almas Benditas del
Purgatorio de esta Parroquia, cada vez que queráis rendir culto a la imagen de San
Sebastián Bendito…!

Aún no había terminado este sermón cuando ya entre los asistentes se había
promovido una colecta para el rescate del santo. Y, una vez recibido el valor del
rescate, el padre Jesusito extendió la orden de excarcelación para el detenido, quien
fue puesto en libertad, con gran contento de sus devotos.
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El árabe, que no se había perdido detalle de este acontecimiento, dio los últimos toques
a su plan y acudió al lugar prefijado para reunirse con Ignacio.

El campesino le entregó su caballo y los dos iniciaron el retorno, durante el cual ocurrió
un hecho algo extraño y que era nada menos que la primera parte del plan de Abdul.

Escaso trecho habían recorrido, cuando el árabe, apeándose con rapidez y apretándose
el vientre con ambas manos, dio voces para que su acompañante lo auxiliara.

-¿Qué le pasa, patroncito? –Gritaba Ignacio, al tiempo que trataba de sostener al árabe-

-¡Ignacio…! ¡Me muero…!¡Creo…que estoy…intoxicado…!

El campesino tomó entre sus robustos brazos a su amigo y lo condujo a una tienda que
había en las cercanías. Una compasiva mujer, la dueña de la tienda, acudió a los gritos
que daba Ignacio y entre los dos condujeron el inanimado cuerpo del árabe y lo
recostaron en una cama.

-Ignacio…¡Creo…que voy a morir…! ¡Pronto…! ¡Que venga un sacerdote…!

-¡El padre …! ¡Sí el padre…!- aseveró a su vez Ignacio-. Y, ¿a cuál quiere que le traiga?

-¡Al señor cura…! ¡Al padre Jesusito…! ¡Pronto!

A Ignacio nada de esto le parecía extraño, pues cuando enferma de gravedad algún
campesino, es costumbre llamar al confesor antes que al médico. De esta manera,
Ignacio no esperó más, sino que montó en la yegua, llevando el caballo de Abdul para
traer al sacerdote y partió al galope.

Breves minutos después regresaba en compañía del señor cura, quien sin ningún
preámbulo fue conducido a la habitación donde yacía el árabe.

-Padre –dijo éste -, quiero confesarme.

Por toda respuesta, el señor cura hizo que Ignacio y la dueña de la casa abandonaran
la estancia y se quedó a solas con Abdul, al fin de escuchar su confesión.

-A mí no me parecía intoxicado, sino borracho –dijo la dueña de casa al campesino,


cuando esperaban en otra habitación la salida del sacerdote-.

-No, señora –contestó Ignacio-. Yo creigo que cuando mucho se bebió cuatro copas y le
cayeron mal, porque el niño Abdul venía sanito y güeno.

El señor cura había tomado asiento junto al lecho del “moribundo” y escuchaba con
paciencia su confesión. La voz del penitente se iba debilitando por momentos,

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anunciando un desenlace fatal… Aunque un observador más diestro que el confesor
hubiera notado extrañado que el brillo de los ojos del enfermo no disminuía.

-Padre –le decía el árabe -. Me acuso de que he falsificado moneda…

El sacerdote lo miró extrañado; movió la cabeza y preguntó quedamente:

-¿Qué más, hijito…?

-Ya le he dicho todo; ahora me acuso de todos mis pecados que haya olvidado y de los
que esten mal acusados, para que Dios me perdone.

-¿Por cuántas veces has falsificado moneda?

-No podría precisarlo, padre; pero puedo asegurarle que de este trabajo me he
mantenido durante muchos años.

Aquí se agotó la voz del moribundo, al mismo tiempo que algunas impresionantes
convulsiones sacudían todo su ser.

El sacerdote creyó que la muerte era inminente y después de impartirle la absolución, le


rezó la preces de los agonizantes, que el árabe parecía no escuchar, terminando lo cual
el sacerdote pronunció con devoción aquellas formidables palabras: “Parte, alma
cristiana de este mundo y ve a reunirte a tu Creador…” Y después de bendecir por
última vez el moribundo, abandonó la estancia.

Ignacio acompañó de regreso al señor cura y en el camino le explicó brevemente la


historia de Abdul y le dijo, de acuerdo con cuanto el mismo enfermo había afirmado,
como ahora moría víctima de una intoxicación.

Mientras tanto, la ventera había suministrado algunos remedios caseros a su cliente y


entre ellos un vomitivo de rápido efecto. Esta última medicina realizó el milagro que se
esperaba, porque Abdul empezó a restablecerse con inusitada rapidez…

En efecto, el árabe estaba más sano y bueno que el día en que nació y estas escenas
no eran sino una comedia, urdida muy hábilmente por Abdul, para conformar la primera
parte de su plan. Así pues, cuando la casera no lo notaba, una ligera sonrisa cruzaba
por sus labios, en tanto que en su interior así monologaba:

-Como es la vida… nunca antes hubiera sospechado que tuviera tales cualidades
artísticas de comediante. Si me hubiera dedicado a las “tablas”, ¡De seguro hubiera
llegado muy lejos en el arte dramático…! ¡Y pensar que casi estallo en una carcajada
cuando el padre Jesusito me ordenaba que partiera de este mundo…!

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-Muy bien, Abdul; ahora ya no te resta sino esperar que los hechos se lleven a cabo,
como lo tienes planeado, y que el padre Jesusito reaccione según su propia
naturaleza…!

Cuando regresó Ignacio, el árabe estaba ya lo suficientemente fuerte como para


trasladarse a “El Manzano”, sin poner en peligro su preciada existencia. Así pues, el
campesino contrató un automóvil que condujo al enfermo hasta la finca, sin mayor
menoscabo.

Ignacio dio cuenta a sus patronos de todo cuanto había ocurrido; y el árabe,
cómodamente recostado en su alcoba fue objeto de los mayores cuidados y desvelos
de cuantos lo rodeaban. Las esmeradas atenciones ayudaron tanto a su recuperación
que a los pocos días Abdul pudo abandonar su lecho de enfermo.

El primer acto de aquel drama había concluido con decisivos triunfos para el bufón.

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CAPITULO IX

“La Caja de Pandora”


Una carta, que acaba de llegar a la finca, iba a cambiar un tanto la monotonía de la vida
campesina, que llevaban los personajes de esta historia; como también traería otras
consecuencias para el futuro. La misiva rezaba así:

Pasto, enero de 1935.

Señor don

Juan Manuel Piedrahita

Finca “El Manzano”

Túquerres.

Muy querido tío:


La presente le lleva un cariñoso recuerdo nuestro, junto con los mayores anhelos por
su bienestar y el de toda su familia. Hace mucho que no hemos podido realizar aquellas
agradables veladas familiares de otros tiempos y además estamos ardiendo en deseos
de conocer tanto a Abdul , su nuevo hijo, como a su futura nuera, que es una maravilla
según usted nos ha relatado.

Por estas razones, quiero invitar a todos ustedes para que vengan a pasar en nuestra
compañía los días de carnavales, que están ya próximos. En este año hemos decidido
participar en el concurso de carrozas, para lo cual contamos con la colaboración de
ustedes, en especial de Abdul y de la linda novia de nuestro querido primo Juan Jorge;
quienes, según me han dicho, ya forman parte de la familia. Como la casa es bastante
espaciosa, ya tenemos listas las habitaciones.

Los espera su sobrino Emilio.

Los Piedrahita eran una familia de cuatro hermanos: don Enrique, don Teófilo, don
Antonio y don Juan Manuel. Don Antonio había fallecido en temprana edad, dejando
sumidos en el más profundo dolor a su esposa y a su único hijo Emiilio, quien se había
radicado en Pasto, en donde le había sonreído un tanto la fortuna.

Don Enrique y don Teófilo vivían en Túquerres, siendo el último un ejemplar padre de
numerosa familia, pues tenía once hijos, de los cuales el mayor contaba con veintidós

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años y el menor cuatro, razón por la cual su padre los llamaba cariñosamente “mi
rondador”

La invitación de Emilio no podía ser despreciada bajo ningún pretexto, pues el cariño
que profesó a su padre fácilmente lo había trasladado a sus tíos, en especial a don
Juan Manuel. Así pues, sin otros preparativos que una rápida confección de algunos
disfraces y después de obtener la licencia de don Carlos Fainí, para Elvira, la familia, es
decir don Juan Manuel, Elvira y Abdul, marchó a Pasto.

Juan Jorge había recibido una carta de su amada, en la cual le informaba la invitación y
de cómo iba a acompañar a su padre a la ciudad de Pasto. El estudiante sabía que
Elvira iba a estar muy feliz en los carnavales y secretamente proyectó trasladarse a
Pasto para el seis de enero, a fin de pasar ese día en compañía de su novia; sin
embargo, a ella no se lo hizo saber, para darle la sorpresa.

En la ciudad de Pasto, la familia fué recibida en palmas por Emilio, su joven esposa y
sus dos tiernos retoños, que desbordantes de alegría, no hallaban forma de demostrar
su cariño a los recién llegados. Era el cuatro de enero.

-Hoy es la “entrada de la familia Castañeda” –explicaba Emilio a sus huéspedes -, esta


tarde se inician oficialmente los Carnavales, con la “toma de la ciudad por la familia
Castañeda”. Esta “familia” está compuesta por todos cuantos se sienten con la euforia
suficiente para tomar parte de los juegos; y, por ende, cuenta en el número de sus
miembros, a todas las razas y clases sociales, sin diferencia de colores políticos o
religiosos.

A las dos de la tarde se inició el desfile de la “familia”. Típicas comparsas de caballería,


de infantería o motorizadas, recorrieron las principales calles y avenidas de la ciudad,
precedidas y comandadas por el “padre de la familia”, cuyo papel lo desempeñaba en
esta ocasión uno de los intelectuales, ampliamente conocido en los círculos literarios
por su chispeante ingenio.

El “padre” de tan numerosa “familia” llevaba larga barba postiza, que llegaba casi hasta
la cintura; sus enormes y desproporcionadas gafas daban idea de que había quedado
un tanto cegatón; el nudoso bastón en que se apoyaba, la tradicional “ruana, del país” –
entretejida en telares caseros -, los pies descalzos y un lio de ropa a la espalda,
comunicaban un toque grotesco a su figura, al mismo tiempo que le daban un aire de
peregrino en demanda de posada. Detrás venia su mujer con un bebé en los brazos y
los seguían sus “retoños”, que en número aproximado de ochocientos desfilaban detrás
vistiendo los más diversos e inverosímiles atuendos.

Bandas de música cerraban el cortejo. Terminado el recorrido, la “familia Castañeda”,


acompañada de inmenso número de espectadores llenos de entusiasmo, se congregó
en el “Parque Antonio Nariño”, que es la plaza principal.

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En un balcón aguardaba el señor Alcalde Mayor. El “padre” de la “familia” pasó a ocupar
sitio de honor al lado de los dignatarios municipales; y, cuando todos sus “hijos” hicieron
silencio, pronunció un encendido discurso, solicitando albergue en la ciudad para su
numerosa “prole” durante los días de carnaval.

Lo jocoso del estilo, las estrambóticas paradojas y las más inverosímiles comparaciones
y metáforas, hacían que el auditorio saludara a cada momento al orador con salvas de
carcajadas. El árabe, entonces, hizo este comentario a Elvira:

-¡Qué maravilla! ¡Sólo por escuchar este discurso hubiera resistido de mil amores las
penalidades de un largo viaje!

En seguida peroró el señor Alcalde; en idéntico estilo, terminando su oración con la


entrega que hizo de una llave descomunal al “padre de la familia”, y que afirmó ser “la
llave de la ciudad”.

Este fué el principio del carnaval.

Una inacabable lluvia de confeti cayó sobre la población de todos los balcones que
rodean el parque. Y en el interior de la plaza se libró una verdadera batalla, cuyos
proyectiles eran el talco, las serpentinas y lociones de toda índole, o simplemente aguas
perfumadas, disparadas con pistolas adecuadas para el efecto.

Don Juan Manuel, Abdul, Elvira y Emilio, quedaron irreconocibles en cuestión de pocos
segundos; tal fue la cantidad de talco que llovió sobre ellos, aunque no habían asistido
a la plaza sino en calidad de espectadores o curiosos.

El cinco de enero era el “Día de los Negritos”. Pero en esta ocasión, ninguno de los
huéspedes de Emilio quiso convertirse en el blanco de los combatientes, porque les
pareció muy fastidioso hacerse pintar con cosméticos y anilinas de todo color que se
utilizan en aquel día. Esta determinación hizo que Emilio los condujera a casa de un
amigo, en el centro de la ciudad, desde cuyos balcones podían admirar los juegos sin
ser ensuciados.

Vehiculos de diversos tipos, marcas y modelos, recorrían las calles llevando inmensos
racimos de gente. A los automóviles se les había quitado las puertas y las tapas de los
portaequipajes, a fin de poder llevar mayor número de alegres pasajeros que, tocando
guitarras, bandolas, acordeones, instrumentos de percusión, cantando, gritando,
bebiendo, viajaban dichosos por toda la ciudad.

La familia de don Juan Manuel no pudo abandonar sus atrincheradas posesiones hasta
que hubo entrado la noche y cesado un tanto el barullo de la ciudad, para poder por fin
regresar a casa de Emilio, donde los esperaba una agitada velada, ya que era preciso
dar los últimos toques a los disfraces que al día siguiente iban a utilizar. Al observar tal
movimiento, don Juan Manuel preguntó a Emilio:

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-¿Y ahora me dirás en qué clase de locura piensas emprender?

-¡Ah! Tío; mañana tendrá lugar el concurso de carrozas en la cual vamos a participar:
por lo tanto es menester terminar la confección de los vestidos para Abdul y Elvira, que
no se han podido concluir por falta de medidas.

-No pretenderás que tomemos parte activa en tu famosa carroza –dijo Elvira-.

-Tal como lo acabas de expresar, querida primita. En esta casa, soy un pequeño
tiranuelo, dictador o lo que tú quieras llamarme; pero lo que me propongo se hace, y
todo el mundo tiene que secundarme.

-¿Cómo se lleva a efecto el concurso y en qué consiste el galardón? –preguntó Abdul


lleno de interés-.

-Muy sencillo –explicó Emilio -. La Alcaldía nombra una Junta Calificadora, integrada
por representantes de la autoridad y un grupo de artistas: pintores, escultores, poetas,
etc. el primer premio para las carrozas, es de tres mil pesos, dos mil para la segunda y
uno de mil para la tercera.

-¡Pero eso es una verdadera fortuna! –exclamó el árabe-.

-Fortuna, que siempre es bien merecida, porque la confección de una carroza cuesta
también otra fortuna –apuntó Emilio.

-Según esto, debe haber mucha competencia –aseguró Elvira-.

-Claro, prima; la competencia no solo se hace en cantidad, sino en calidad. Suelen


presentarse verdaderas obras de arte. Pero, ¡Ea! Que se nos está pasando el tiempo.
Vamos a trabajar sin más comentarios y ustedes mañana mismo conocerán por
experiencia propia.

-Siendo así, no te podemos negar nuestro concurso –dijo Elvira -. ¡Vamos!

Elvira, Emilio y Abdul, pasaron una agradable velada y al mismo tiempo trabajaron a
conciencia terminando de confeccionar sus disfraces, labor que los entretuvo hasta la
medianoche.

El nuevo día despuntó lleno de encanto,de luz y de alegría. Emilio condujo a sus
parientes a un barrio ubicado en los ejidos de la ciudad, en donde estaba la carroza,
que causó la admiración de Elvira y Abdul, pues era una verdadera obra de arte.

Consistía en un vehículo totalmente cubierto por un inmenso dragón dorado; con garras
de león, enormes alas membranosas cola serpentiforme. La proporción de sus
gigantescos miembros era sencillamente perfecta; tenía tres cabezas espantosas con
ojos desorbitados, unidas al cuerpo por largos y flexibles cuellos.
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Emilio se introdujo en la bestia y movió ciertas palancas, que ponían en marcha un
ingenioso mecanismo merced al cual el terrible animal movía las alas, cola y cabezas
en diferentes direcciones, al propio tiempo que de las fosas nasales brotaba una nube
de talco perfumado y de la cola una lluvia de confeti.

-¡No, Emilio! –exclamó el árabe -. ¡Para esta carroza no habrá competencia! ¡Cuenta
desde ya con el primer premio!

-Sí –añadió Elvira -. ¡En verdad es una obra de arte! ¡Qué perfección! ¡Qué maestría!
¡Qué belleza!

-No lo crean – dijo a su vez Emilio -. Ya lo verán cómo se equivocan. Aquí se presentan
trabajos increíbles; carrozas cuya elaboración se hace en cinco, seis y hasta ocho
meses de trabajo. Voy a pedirte un favor, Abdul; a ti nadie te conoce y esto facilita la
labor. Vete a realizar un recorrido por la ciudad y procura enterarte de la calidad de
otras carrozas; necesitamos saber qué tipo de competencia vamos a tener en el
concurso.

-Encantado .dijo Abdul -. En seguida cumpliré la recomendación.

Durante el desarrollo de esta misión, el árabe quedó impresionado especialmente por


una de tantas carrozas que había tenido oportunidad de admirar. Se trataba de una
evocación de la mitología, que llevaba el nombre de “Prometeo”

En dicha carroza descollaba la figura de Prometeo, quien, después de haber formado al


hombre, quiso darle vida y robó para ello el Fuego Sagrado. El padre de los dioses,
para castigar este atrevimiento, envió a la bellísima Pandora para que sedujera al
hombre y le permitiera abrir una cajita herméticamente cerrada, que llevaba en su
interior todos los males, en tanto que Prometeo fue condenado por Júpiter a ser
encadenado a una roca del Cáucaso, donde un buitre le devoraba las entrañas. En la
carroza se representaba el pasaje completo; y en el preciso momento en que Abdul
admiraba la alegoría, iba a ser colocado el gigantesco buitre, que habría de devorar las
entrañas del coloso durante el desfile.

A un lado, una hermosa mujer, de rubia cabellera, ocupaba el sitio señalado para
representar el papel de Pandora, cuando de pronto se escuchó un traqueteo, producido
por la ruptura de los soportes del buitre, al mismo tiempo que la gigantesca ave se
precipitaba y seguramente hubiera aplastado a Pandora si el árabe no hubiera
alcanzado a darle un empujón que la tiró hacia un lado, salvándola de un golpe que
hubiera podido traer graves consecuencias. Todo había ocurrido en contados
segundos.

Espectadores y protagonistas de esta escena quedaron petrificados por el susto; pero


momentos después el árabe se había convertido en el héroe de la jornada al salvar a la
muchacha, quien estaba intensamente pálida, sin pronunciar palabra. El director de la
carroza la levantó cariñosamente diciéndole:
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-¡Animo, Cecilia; nada te ha pasado! Por fortuna no fue sino un susto. ¡Gracias a este
señor que actuó tan rápido y a tiempo!-.

Y, volviéndose hacia el árabe, agregó:

-A nombre de Cecilia y en el nuestro, permítanos darle nuestros agradecimientos.


Ahora, entremos a la casa, por favor, pues aún estamos asustados y necesitamos todos
una copita de licor.

La mujer y el árabe no se hicieron repetir la gentil invitación y todos pasaron al interior


de la casa, en donde la mujer inició el diálogo.

-Bien –dijo -.¿Cuál es el nombre de mi valeroso salvador, a quien tengo que rendirle el
tributo de mi gratitud?

-Abdul –Ben-Kamir, señorita


.
-¿Comerciante?

-No, señorita; excavador.

-¿Excavador?

-Si. Un entusiasta de la arqueología


.
-Ya comprendo. Se halla usted de paso por aquí, ¿verdad?

-Tal vez… Digamos que estoy en periodo de vacaciones forzosas


.
-¿Forzosas? ¿A causa de qué…?

-De un accidente, señorita en el que estuve a punto de perder la vida

-Cuénteme como sucedió. Pero no me llame “señorita”; llámeme simplemente Cecilia

-Muy bien Cecilia; una noche viajaba en un bus entre las poblaciones de Túquerres y
Ospina, y en el momento menos pensado, el vehículo rodó a un abismo, dejando como
saldo varios muertos y numerosos heridos entre los que habíamos dos extranjeros que
fuimos salvados y recogidos por bondadosas gentes de aquella región: una muchacha
joven y hermosa y yo. En este accidente, el padre de la joven perdió la vida y yo quedé
gravemente enfermo. Dos familias nos acogieron y nos dieron alberge; a Elvira en casa
de don Carlos Fainí, quien vive en La Chorrera, y a mí, en casa de don Juan Manuel
Piedrahita, que vive en una hacienda cercana al mismo lugar.

-Se llama “Elvira”-pensó la mujer-. ¿Acaso será “ella”?-Y despreocupadamente


preguntó:
87
-Cómo es aquella chica.?

-Es joven –dijo Abdul -. Su edad frisa los 18 años, su rostro es alegre, hermosoy fresco
como la primavera; sus ojos profundos, pensativos y soñadores recuerdan el verde de
una esmeralda; su cabellera cae en guedejas de oro sobre sus hombros; su talle es
esbelto, su espíritu alegre y franco aunque su frente espaciosa comunica al semblante
una leve sombra de melancolía
.
-¡Es ella! –pensó la mujer-.Y luego preguntó:

-¿Su nombre…?

-Elvira D‟Acosta –respondió Abdul-

-¡Elvira! ¡Elvira D‟Acosta! –repitió la mujer, maquinalmente-


.
-¿La conoce…? –preguntó a su vez el árabe-
.
-No… No…-se apresuró a decir Cecilia-. ¡Vaya si la conozco a mi propia sobrina!. Y
este estúpido va a hacer el instrumento de mi venganza… -pensó la mujer para sus
adentros-.

En efecto, aquella mujer era Cecilia D‟ Acosta, la malévola tía de Elvira…Al fin había
descubierto el paradero de su sobrina; para ello había venido desde Manaos, desde la
hacienda que su hermano le regalara y que no colmara completamente sus ambiciosas
pretensiones. Ahora sabía que su hermano había muerto en un accidente; y para
apoderarse de su gran fortuna, el único obstáculo era Elvira, del cual sería
relativamente fácil deshacerse.

Todos estos pensamientos corrieron con rapidez por la morbosa mente de Cecilia,
quien por último resolvió no darse a conocer de Abdul como la tía de Elvira, esperando
una circunstancia favorable para asestar cualquier golpe.

-De modo que usted vive en el campo, y ha venido a “echar una canita al aire”, con
motivo de los carnavales.

-Así es, Cecilia.

-Muy bien. En este caso, lo invito a tomar parte en nuestra carroza y posteriormente al
baile de disfraces de esta noche. ¿Aceptado?

-Le agradezco mucho su gentil invitación, Cecilia; pero es el caso que tengo
compromisos adquiridos con los familiares de don Juan Manuel y con Elvira.

-¿De modo que Elvira también anda por aquí?


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-Así es, Cecilia. Don Juan Manuel la invitó a venir.

-Ahora no me vaya a decir que el complemento de su novelesca historia es que usted


se encuentra enamorado de Elvira -insinuó Cecilia con una sonrisilla picaresca-
.
-Elvira tiene un novio, que es el hijo de don Juan Manuel, un estudiante de medicina-
respondió Abdul-.

-Novio también tiene la “mosquita muerta”. Vaya, en tal caso, trataré de conquistarme a
este zoquete, que de mucho me puede servir-pensó Cecilia-.

Y acto seguido, la mujer levantó disimuladamente un poco su traje y cruzó la pierna con
atrapadora coquetería
.
-Abdul, ¿Cuántos días piensas permanecer en Pasto?

-Unos dos o tres días a lo sumo; no sé qué vaya a disponer don Juan Manuel…El árabe
dijo estas palabras un tanto maquinalmente, pues se hallaba ensimismado admirando la
hermosura de su compañera. Su rostro agradable tenía algo familiar… Había un no sé
qué en sus facciones delicadas, que al árabe le pareció haber visto esa cara en otra
parte, pero no recordaba en qué lugar… Así se lo manifestó a su amiga; quien de
inmediato se dio cuenta de esa familiar expresión; y para desvanecer toda duda
indiscreta, la astuta mujer inventó rápidamente una historia, que en ninguno de sus
puntos tocaba con la verdad.

Eran las diez de la mañana cuando el árabe se despidió de su amiga para volver a
casa de Emilio.

Cecilia se quedó unos momentos pensativa y luego, tomando una resolución, salió a la
calle monologando en esta forma:

-¡Conque la “mosquita muerta” se encuentra en Pasto? Ahora veremos de que es capaz


Cecilia D‟Acosta. ¡Por algo me darían el papel de Pandora en este desfile…!
¡ja…ja…ja…! ¡Vamos a ver si de mí caja sale algo para Elvira…! Lo único que le pido a
la vida es una sola oportunidad… Dos minutos nada más…Luego cruzó la esquina y
penetró en la farmacia más cercana, donde solicitó unos cuantos gramos de una droga
que conocía muy bien.

-Sí tenemos, señorita –le dijo el boticario -. Pero lo que usted me pide es un veneno
violentísimo, que no podemos vender sino con prescripción médica y aún en la receta
debe venir el número de la matrícula del doctor.

-¡Ay! ¡Véndame, por favor! –suplicó Cecilia -. Es urgente, pues esta droga la
necesitamos para preparar una tintura fosforescente para pintar los ojos de un gigante
que saldrá en una de las carrozas.

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El boticario dudó por algunos minutos; pero, convencido al fin por las suplicas de la
dama, resolvió venderle la droga. Al fin y al cabo, todo parecía normal, y aquel día; seis
de enero, no se niega un favor a nadie, sobre todo a una chica tan linda.

-Tenga mucho cuidado, señorita, pues la cantidad que usted me pide, por ínfima que
parezca, sería suficiente para envenenar a veinte personas
.
-¡Sí, sí, no se preocupe!

Cecilia guardó muy bien el diminuto paquete, en espera de una feliz coincidencia, como
aquella de haberse encontrado accidentalmente con el árabe, porque su buena estrella
parecía que de nuevo iba a brillar.

En casa de Emilio, todos almorzaron en silencio y aprisa, pues había que trasladarse de
inmediato a Pandiaco, un barrio occidental desde donde partiría el desfile de carrozas y
comparsas.

Don Juan Manuel se despidió de su sobrino, deseándole los mejores éxitos y partió
hacia el “Parque Nariño”, con el fin de admirar el acto más importante de la tarde: la
asignación de los trofeos a los vencedores. Por el camino lo atacó un enmascarado,
que a salvo de ser reconocido, recubrió prácticamente a don Juan Manuel con un talco
perfumado y luego lo estrechó en sus brazos. Ninguno de los dos decía palabra, hasta
que por último el enmascarado exclamó:

-¡Papá, bendígame! – era Juan Jorge -.

Padre e hijo se abrazaron de nuevo, felices del encuentro. Juan Jorge le suplicó no
dijera nada de su presencia a Elvira porque deseaba darle la sorpresa. Y a su vez, don
Juan Manuel se abstuvo de informarle que Elvira iba a tomar parte en una de las
carrozas.

Después, ambos se encaminaron al “Parque Nariño” para admirar el desfile de esa


tarde. Este se inició a las dos de la tarde, en medio de la mayor alegría, tanto de
quienes tomaban parte activa en él como del incalculable número de espectadores, que
año tras año asistían a tan variado espectáculo.

Comparsas de a pie y de a caballo, unas lujosas y otras humildemente ataviadas,


representando mil y mil pasajes históricos, estampas mitológicas o creaciones de
autóctona invención, daban solaz a cuantos las admiraban. Entre estos grupos,
llamaron la atención del público: “La Bruja”, inmenso maniquí que volaba en una
escoba; “Los Marcianos”, corpulentos hombres semidesnudos con inmensas cabezotas
de cartón, de gestos y facciones que eran producto de la más fecunda imaginación
creativa; “Los Selenitas”, hombres y mujeres semidesnudos, cuyos cuerpos se habían
pintado íntegramente de color aluminio brillante. Y, naturalmente, no podían faltar
grupos de payasos, con vistosos atuendos, que en bicicleta o a pie presentaban
sainetes en las calles.
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Detrás venían las carrozas: ésta representando la lucha de David contra Goliat,
inmenso muñeco de cartón, que movía cabeza, ojos y brazos en forma desafiante;
aquella, representaba las aventuras de las tiras cómicas de los periódicos “Educando a
papá”. Y así sucesivamente; unas más artísticas que otras rivalizando en imaginación,
colorido y movimiento. Cada una llevaba un grupo de chicas y muchachos, ataviados
con los más diversos e increíbles trajes. Mujeres hermosas disfrazadas de reinas
repartían besos y serpentinas a la multitud.

Las dos últimas eran “El Prometeo” y el “Dragón de Oro”, a cuyo paso eran aclamadas
estrepitosamente por la muchedumbre, cada vez más exigente y ávida de imaginación.

En la de “Prometeo” iba Cecilia en la parte delantera vestida con lujosísimo traje de


“Pandora”, con su caja fatal entre las manos; y, en la otra, majestuosamente sentada
sobre el inmenso dragón y conduciéndolo con doradas bridas, se destacaba Elvira;
hermosa como nunca, magníficamente ataviada con largo traje esmeraldino recubierto
de pedrería, que daba visos al sol. la esplendente muchacha era el delirio de la multitud.

“EL Dragón” iba rodeado de un séquito de jóvenes de ambos sexos, lujosamente


disfrazados de chinos; y a cada momento el espantoso animal movía cabezas, alas y
cola y arrojaba torrentes de talco y de confeti, obedeciendo, al parecer, las órdenes que
le daba su bellísima amazona.

El desfile llegó por fin al “Parque Nariño”, donde estaba la Junta Calificadora, lista para
otorgar los premios.Las comparsas y carrozas se fueron ubicando unas detrás de otras,
para ser observadas por la Junta. El público se había volcado a la plaza gritando y
vociferando frenéticamente, deseando con sus gritos influir en la Junta Calificadora;
pero estos esfuerzos eran vanos, pues en medio de la tremenda algarabía era
prácticamente imposible distinguir la voces, convirtiéndose todo aquello en un
maremágnum de tales proporciones que no se entendían los unos a los otros.

La Junta Calificadora se retiró a deliberar, en tanto que el pueblo aclamaba con mayor
vehemencia a sus favoritos:

-¡”Prometeo”…! ¡”Prometeo”…! -gritaban unos-.

-¡”El Dragón”…! ¡”El Dragón”…! –gritaban otros-.

Así se dividió la inmensa multitud polarizándose el favoritismo entre las dos carrozas
Ambas presentaban similares condiciones de imaginación, arte y belleza. En la de
“Prometeo” se hallaba Cecilia, con sus ojos verdes y brillantes, su blanca frente, sus
hermosas cejas y labios, que sonreían a la multitud con deliciosa coquetería. Y en “El
Dragón” estaba Elvira, con su peregrina hermosura, el talle esbelto, la magnífica cabeza
sostenida con naturalidad, desde donde descendían las crenchas de su pelo de oro,
que ondeaban al viento. Su boca de grana, cruzada por sutil sonrisa, la serenidad de su
mirada y aquella deliciosa melancolía, que había observado Abdul, trastornaban a la
muchedumbre, que admiraba la brillante hermosura de la mujer.
91
Breves minutos deliberó la Junta Calificadora, y cuando al fin salieron sus integrantes al
balcón, se hizo el silencio entre la multitud, que, ansiosa, deseaba escuchar el fallo.

-¡El primer premio, para “El Dragón Dorado”…! ¡El segundo para “Prometeo”…!, ¡El
tercer premio para “Revolución en las alturas”…! –dijo el vocero de la Junta.

Una salva de aplausos y de vítores salió de aquella multitud delirante. Entonces, dos
hechos sucedieron casi al mismo tiempo: Cecilia, la “Pandora” de la carroza que obtuvo
el segundo puesto, rápidamente se colocó un antifaz para no ser reconocida y de su
caja extrajo el veneno que había llevado consigo, y, sin ser notada por nadie, lo mezcló
en una copa con ron, y junto con sus compañeros se encaminó a felicitar a los
miembros de la carroza que acababa de triunfar. Una sonrisa feroz cruzó por su
semblante, cuando extendió su copa a Elvira, que la recibió agradecida por la noble
actitud de sus rivales.

Elvira no pudo reconocer en “Pandora” a su tía Cecilia porque ahora escondía el rostro
detrás del antifaz y, además, por las aclamaciones del pueblo que la aturdían.

Por otro lado, Juan Jorge, que no había perdido detalle del concurso, habiendo
reconocido a Elvira corrió precipitadamente a felicitarla, abriéndose paso a codazos en
medio de la abigarrada multitud. Era tal el tumulto de la muchedumbre que era poco
menos que imposible conseguir su objetivo: todos porfiaban por acercarse a Elvira
para extasiarse con su belleza; y cuantos llegaban cerca de la chica, por ningún motivo
querían separarse de su sitio.

Juan Jorge luchaba denodadamente por llegar a la carroza de la cual había descendido
Elvira aún con la copa entre los dedos.

-¡Que brinde por el pueblo! ¡Que brinde por el pueblo! –empezaron a gritar muchos,
gritos que poco a poco se fueron multiplicando, hasta convertirse en unánime alarido-.

-¡Brindo esta copa por el pueblo de Pasto! ¡ Por el pueblo nariñense! – exclamó Elvira
levantando la copa-.

Una salva de aplausos saludó el brindis de la joven, y en tanto que Elvira llevaba la
copa lentamente hasta sus labios saludando y sonriendo a esa multitud que la
aclamaba, Juan Jorge, que en la lucha por acercarse a ella había perdido la máscara,
recibió un tremendo empujón de la muchedumbre que lo abalanzó sobre su novia, ante
cuyo impacto la copa que contenía el licor rodó hecha añicos en el suelo. Luego, un
beso de los novios remplazó el brindis que esperaba la multitud. Cecilia, que no había
perdido detalle de la escena, clavó sobre la pobre Elvira una mirada preñada de odio, al
tiempo que murmuraba entre dientes:

-¡Maldita…! ¡Por ahora te has librado…! ¡Pero ya nos volveremos a encontrar…!

92
CAPITULO X

Sociedad Anónima
Otros ojos también habían contemplado con mal reprimida cólera aquella escena de
amor, lo de Abdul-Ben-Kamir , que no podía imaginarse de donde había surgido Juan
Jorge.

-¡Maldición! –pensó -. ¡Abra salido del infierno!

Eran las cuatro de la tarde; poco a poco se fueron retirando las comparsas y las
carrozas y con ellas la multitud. También “El Dragón” tuvo que volver a su hangar,
llevando de nuevo sobre el enorme lomo a su hermosa conductora que, radiante de
felicidad, no sospechaba siquiera el terrible percance del que su prometido la había
salvado.En casa de Emilio se respiraba ahora un ambiente de indecible emoción.

-¡Nunca creí que ganaríamos! –dijo Emilio al entrar-. Pero la hermosura de Elvira
consiguió el galardón.

-¡Calla, exagerado! –dijo Elvira ruborizada -.

-No hay ninguna exageración –aseveró Juan Jorge -. Lo único que acabamos de
comprobar esta tarde ¡Es mi exquisito gusto estético! ¿Verdad, cariño?

-¡Qué gustos ni qué estética! –corrigió don Juan Manuel -. A quien debes estar
agradecido, hijo, es a tu buena suerte, que te la deparó sin levantar una paja para ello;
pero además de admirar su hermosura física, debes recrearte aún más en su belleza
espiritual. ¡Oh! Elvira, ¡estuviste maravillosa! ¡deja que te abrace, hijita!

-¡Gracias, don Juan Manuel! –exclamó Elvira, arrojándose en brazos del bondadoso
caballero -. Ahora, lo único que les suplico es que, pasada aquella agitación del
concurso de carrozas, no vayamos a entrar en un concurso de piropos, ¡que es más
agitador! –añadió sonriendo -.

-¡Es que tu mereces todo, mi vida! –dijo riendo Juan Jorge -.

-¡No hay que olvidar que, gracias a ti, hemos triunfado! –agregó Abdul -.

-Es verdad –reconoció también Emilio -. Y la justicia demanda entonces lo que voy a
determinar. Pongan atención. De los tres mil pesos del premio, hemos de descontar la
suma de mil quinientos, que es el costo de la carroza, y, lo restante, vamos a repartir
por iguales partes entre Elvira Y Abdul…

93
-¡No! ¡No! ¡Eso sí que no! De ninguna manera –dijo Elvira -.

-Todos sabemos que no lo hiciste por interés – argumento Emilio -, pero ya te dije que
en esta casa soy un verdadero tirano… Y mis órdenes se cumplen…¡O el mundo se me
caiga encima! ¡Exijo que me reciban! ¡Jamás pude esperar un desprecio de tu parte,
Elvira!

-No –dijo Abdul-. Yo le agradezco a Emilio tanta gentiliza; pero, al igual que Elvira, yo
también me niego a recibir.

-Yo – agregó Juan Jorge, en auxilio de su novia –consigno mi voto negativo a la


proposición de Emilio.

-No hay nada en discusión –afirmó Emilio -. Ya he dicho que soy un tirano, y si ustedes
se niegan a cumplir mis órdenes, lo consideraré como un ultraje. Todo lo que puedo
hacer por ustedes es rebajarles la condena y así repartiremos en la siguiente forma:
quinientos pesos para Elvira, quinientos para Abdul, y quinientos para Juan Jorge, por
haber votado en mi contra.

-A mí no tienes que sentenciarme a nada –exclamó Juan Jorge –porque ningún delito
he cometido. Yo respeto tu tiranía, pero ante tal actitud, ¡protesto…!

-¡Nada de protestas! Esa es mi última decisión. ¡Que pongan música para bailar…!
¡Vamos! ¡Andando!

Los tres procesados no tuvieron otra alternativa que aceptar sus condenas, llenos de
gratitud y reconocimiento.

Emilio no cabía en sí de gozo, esto había sido un medio de demostrar a su querido tío
cuánto era el cariño que tenía por los suyos. Abdul, en su interior, también se hallaba
feliz por el inesperado obsequio. ¡Quinientos pesos en aquella época eran un dineral! Y
esta suma serviría muy bien para los planes futuros del árabe.

Con estos pensamientos lo encontramos al día siguiente, en que la ciudad retornaba a


su agitada vida de comercio, negocios y movimiento, frente a la caja de un banco,
solicitando al empleado el favor de cambiarle doscientos pesos, en billetes nuevos…El
cajero no vio motivo alguno para negar el favor que se le pedía y en contados minutos
satisfizo la demanda de su extraño cliente. Abdul tomó el dinero, lo guardó
cuidadosamente en la billetera y marchó un tanto pensativo.

En casa de Emilio, don Juan Manuel y sus hijos permanecieron unas pocas horas y
luego se despidieron llenos de gratitud y emprendieron el regreso hacia “El Manzano”.

En el vehículo, Elvira y Juan Jorge se sentaron juntos para hacerse mutuamente


confidencias de amor durante el viaje; el día era tibio y el firmamento se hallaba
despejado y sereno. A veces Elvira reclinaba la cabeza en el hombro de su amado y
94
con sus ojos cerrados y el alma palpitante escuchaba extasiada las frases
entrecortadas, los planes para el futuro; y al mismo tiempo Juan Jorge comprendía que
aquella niña delicada le hacía conocer la verdadera felicidad y entonces le entregaba su
amor con mayor apasionamiento.

Con las manos entrelazadas y los pechos embriagados de amor, pronto llegaron a la
ciudad. Quizás más pronto de lo que ambos hubieran deseado. Allí estaba Ignacio, con
los caballos listos para continuar el viaje hasta “El Manzano”. El estudiante saludó con
cariño a su amigo, pero no quiso llegar hasta la finca, pues era urgente marchar hacia
Quito, para atender sus obligaciones de estudio. Tras una corta despedida Juan Jorge
reanudó el viaje, y don Juan Manuel, Abdul y Elvira, retornaron a la finca un tanto tristes
por la separación de Juan Jorge.

Por el camino se encontraron con el padre Jesusito, que jinete sobre un fogoso caballo
regresaba de La Chorrera, acompañado de su sacristán, que a semejanza de Sancho
Panza, cabalgaba en un burro, con las alforjas repletas de cuantos obsequios habían
conseguido de los bondadosos habitantes del poblado.

Como la generosidad de don Juan Manuel era muy conocida en la Parroquia, el


sacerdote detuvo su caballo para saludar a su amigo y hacer los debidos honores a la
comitiva. Habiendo reparado en el rostro familiar de Abdul. Llamó a Ignacio y le
preguntó en secreto si no era el mismo que días antes estuvo al borde del sepulcro.

Ignacio le respondió afirmativamente y le explicó la milagrosa curación de su


“patroncito”. Don Juan Manuel, por su parte, creyó del caso invitar al señor cura a la
finca, proposición que fue aceptada sin titubeos por el padre, con gran satisfacción de
su sacristán.

Cuando llegaron a “El Manzano” fueron recibidos cordialmente por doña Rosario y
Leonila, que en ese momento se hallaban descansando un poco de sus oficios
domésticos.

Largo rato conversaron sobre diversos temas; Elvira hizo un relato completo de los
carnavales de Pasto, que fué del agrado de todos, y doña Rosario obsequió a los recién
venidos una copita de vino y una taza de café. Después, el padre Jesusito manifestó su
deseo de hacer un ligero recorrido por el campo, pues el aire fresco de la tarde le
sentaría muy bien para la salud.

Así pues, invitó a Abdul a que lo acompañase y los dos personajes se dirigieron hacia el
río. Charlando animadamente y respirando a bocanadas el aire fresco de la campiña. El
sol empezaba a declinar cuando los dos amigos hicieron un alto, tomando asiento sobre
la verde grama para descansar.

-Mucho me alegro por tu restablecimiento, querido hijo –expresó el sacerdote-.

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-Se lo agradezco en el alma, padre; en verdad me sentía desfallecer aquel día en que
su Reverencia me confesó.

-Sí, hijito la confesión es la medicina del alma, y a veces cura también las
enfermedades del cuerpo.

-Así es, padre.

-A propósito, hijo mío, de la misma manera que el buen pastor busca la oveja que se le
ha extraviado, el sacerdote es el encargado de encontrar las almas extraviadas y
volverlas a la fuente de la verdad, yo, en cumplimiento de esta sublime misión, he
venido a estas tierras para servir de intermediario entre el Creador y las criaturas. Y
Dios ha querido que te encuentre por segunda vez, hijo mío. ¿No te parece providencial
esta circunstancia?

-Así es, reverendo padre; seguramente Dios lo envió a usted para que alumbrara mi
camino y me apartara del sendero del mal.

-Precisamente, hijo, el sacerdote es el encargado de encauzar y dirigir hacia el bien las


acciones de los penitentes; y para cumplir esta misión, he buscado un pretexto para
estar a solas contigo y pedirte que me autorices para hablar de algunas confidencias de
tu confesión.

-Desde luego, padre, lo podemos hacer.

-Muy bien, hijo mío; es a propósito de aquello de la falsificación de la moneda. Pues


como tú habrás comprendido, la falta es grave, pero no has injuriado tanto al Señor,
sino que ante todo va en contra de la economía de la Nación.

-Sí, reverendo padre, así es.

-Entonces, hijo mío, debes reparar el mal que has hecho…

-¿Cómo podré hacerlo, padre?

-Endilgando hacia el bien el producto de esto… Porque, a mi modo de apreciar las


cosas, la falsificación de moneda requiere una habilidad especial por parte del
falsificador, habilidad es que concedida gratuitamente por el Señor, y hacia El tiene que
revertir…

-¿Es decir, padre, que esto de la falsificación de la moneda no es tanto un pecado,


cuanto una habilidad especial?

-Ya te dije, hijo, que no es un pecado contra Dios, sino contra la economía Nacional; y
si tú aprovechas estas cualidades para una obra de bien, y si la habilidad viene del
Señor y hacia El retorna, no veo por qué no continuar…
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-¿Pero en qué forma puede endilgarse hacia el bien esta habilidad, padre?

-Muy sencillo, hijo mío. En la parroquia, por ejemplo, necesitamos dinero para la
propagación de la fé; se necesita dinero para el culto; los ornamentos sagrados están
bastante deteriorados y las limosnas son cada vez más escasas; hay numerosos niños
que no han conocido a Dios, porque hasta para la enseñanza del catecismo es
menester algún dinero… Y, en fin, los problemas son muchos y la buena voluntad de
los cristianos no es suficiente para resolverlos.

-Entiendo, padre –dijo Abdul -. De mi parte no habrá ningún inconveniente en trabajar


para tan nobles fines; pero ha de saber su Reverencia que para este trabajo es
menester hacer algunas inversiones: compra de papel, tintas y algunos ácidos que son
indispensables, todo lo cual demanda erogaciones monetarias; y lo peor de todo es que
no tengo ningún dinero, porque en el accidente de que fui víctima perdí el maletín con
todos mis caudales.

Por otra parte, su Reverencia comprende que yo tengo mis necesidades; y si este oficio
es un tanto arriesgado, también es justo que yo gane alguna cosa.

-.Eso, hijo, es de fácil solución. Pues en este caso, yo pondría el capital, tú el trabajo y
la producción la repartiríamos por partes iguales, a fin de que tanto tus problemas como
los de la parroquia tengan adecuada solución.

-Estoy de acuerdo, reverendo padre. ¡Entonces trabajaremos en sociedad y le prometo


que su parroquia será de las más florecientes!

-.Ojalá sea así, hijito, ¡y alabemos al Señor por tantos beneficios…! Pero has de saber,
hijo mío, que si voy a suministrar el capital antes debo asegurarme de que este negocio
va a producir, es decir, que los nuevos billetes serán aceptados sin dificultad en el
mercado.

-Tiene toda la razón, querido padre. Y como ya ambos socios hemos expuesto nuestros
puntos de vista, el cierre de este contrato será una prueba que intentaremos con una
pequeña emisión. Para ello usted me dará unos cien pesos de anticipo y luego de
“hacer la tirada”, yo te devolveré íntegramente su capital y además le entregaré otros
cien pesos de ganancias.

-¿De modo que en este negocio las ganancias son el ciento por ciento?

-No, querido padre; son del doscientos por ciento puesto que según hemos convenido,
los cien pesos que le pido producen doscientos pesos libres, de los cuales cien pesos
son para la parroquia y cien pesos para mí, con la consiguiente devolución del capital
de su Reverencia.

-¡Magnifico! Estamos de acuerdo. De este modo, mañana, muy temprano, te mandaré


con el sacristán el dinero que me pides. ¡Haremos la prueba y trato hecho!
97
Con estas confidencias terminó la conversación y los dos amigos regresaron
satisfechos de haberse constituido en sociedad. Abdul, con el alma palpitante,
marchaba un tanto nervioso, a pesar de que todo estaba planeado con maestría. Al día
siguiente, llegó el sacristán con el dinero que enviaba el señor cura para entregarlo al
falsificador; así lo hizo y regresó en seguida a la casa cural.

A los pocos días, Abdul tocaba el portón de la casa cural y el padre Jesusito recibía
unos minutos después de manos de su socio la cantidad de doscientos pesos, de los
cuales cien eran viejos y cien en billetes nuevos de a diez y de a veinte pesos.

El sacerdote los examinó escrupulosamente, los comparó entre sí y con otros billetes
viejos no hallando diferencia alguna.

-Padre –le dijo Abdul -. Para que su Reverencia esté seguro de la correcta circulación
de esta moneda, le ruego que en seguida haga la experiencia enviando a comprar algo
a la Agencia de Rentas; pues a falta de bancos en esta ciudad, el señor Agente de
Rentas es un experto en conocer la moneda.

-Claro, hijo mío. Pero como esto puede ser un tanto peligroso, voy a mandar al
sacristán… por lo que pueda suceder.

La determinación del señor cura no tuvo objeción por parte de Abdul, seguro como
estaba de que los billetes serian bien acogidos, pues eran los mismos que había
cambiado en el banco de Pasto.

Pronto regresó el sacristán con una botella de vino, que el señor cura le había ordenado
comprar, y los nuevos socios entraron a una salita de la casa cural para brindar algunas
copas.

Como el sacristán fuera interrogado previamente por el sacerdote sobre la forma como
el señor Agente de Rentas recibiera la moneda y el sacristán respondiera
satisfactoriamente, el padre Jesusito no cabía en sí de gozo, puesto que ahora estaba
seguro del éxito rotundo del negocio. Abdul, por su parte, aparecía tranquilo, aunque
con cierto aire triunfador en su semblante.

El sacerdote destapó la botella de vino, llenó dos vasos y entregó uno al árabe a fin de
brindar por el éxito de la nueva sociedad.Uno tras otro se sucedieron los brindis,sin
interrupción alguna, animados por la más optimista conversación.

-Padre .le dijo en esto Abdul -. ¿no sería factible que nos tomáramos un fuertecito?

-Pues yo estaba pensando en lo mismo, querido hijo; está botella ya se está acabando
y creo que un traguito fuerte nos sentaría muy bien. Mandemos traer una botella de ron.

-No, padre, que sea de aguardiente. El aguardiente nariñense es de un sabor exquisito,


es un licor espirituoso y propio para buenos catadores.
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-Muy bien –dijo el señor cura-. Mandemos al sacristán.

La botella de aguardiente se iba consumiendo lentamente, en medio de animada


conversación, salpicada de anécdotas y chistes por parte de los dos amigos. Al calor de
las copas, el padre Jesusito se ponía cada vez más eufórico y comunicativo. Los
redondeles sonrosados de sus mejillas iban tomando un tinte más y más vivo y los
ojillos vivarachos expresaban cada vez mayor alegría detrás del grueso vidrio de sus
anteojos.

El árabe llenaba hasta el borde la copa del señor cura, en tanto que con la suya obraba
con mayor prudencia.

-Padre –insinuó el árabe- Su Reverencia ha comprado ya dos botellas; permítame


ahora que yo compre la otra, pues yo también deseo hacer honor a nuestra sociedad.

-“¡Donec eris felix, multos numerabis amicos… Tempora si fuerint nubila, solus eris!” –
dijo el sacerdote a media voz -.

-¿Qué dice padre?

-¡Nada…! Nada. Sí, muy bien, hijito; llama al sacristán.

A medida que se consumía la tercera botella, el padre Jesusito se iba tornando un tanto
romántico y hasta se permitió relatarle a su socio unos sencillos amoríos que había
tenido cuando era seminarista. Los recuerdos de su época de seminario, la evocación
de pasajes ya jocosos o tristes de su época juvenil, condicionaban al sacerdote en un
deseo de brindar más y más, a pesar de que su lengua había perdido ya la habitual
soltura, hasta el punto que había palabras que Abdul no alcanzaba a comprenderlas. Se
habló de la amistad, se hicieron promesas de acendrado cariño… Y así llegó para el
árabe el tan esperado momento de hablar de grandes negocios.

-Padre –le dijo -, ¿para cuándo piensa usted conveniente sacar una nueva emisión?

-Para luego es tarde, Abdul…

-Yo también comparto ese criterio –afirmó Abdul -

-Claro, hijo; ya tú sabes…La parroquia… sí, la parroquia, los niños… el catecismo…los


ornamentos…

-Pero ahora tropezamos con una dificultad, querido padre –cortó Abdul -. Resulta que
se me han agotado los materiales y es preciso viajar a Cali a comprar papel, tinta y
otros implementos. Claro que los gastos del viaje corren por mi cuenta; pero es
necesario que su Reverencia me entregue un capitalito fuerte a fin de producir de una
vez una emisión considerable.

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-¡Una emisión considerable…! –repitió maquinalmente el señor cura -. ¡Ja…ja…ja…!
¡Considerable…! Como ya hicimos la primera prueba ¡Ahora vamos por la segunda…!
¡Ja…ja…ja…!

Voy a entregarte unos dos mil pesos, que nos producirían… ¿Cuánto? –El señor cura
hizo la cuenta -. ¿Dos mil de ganancias? Sí…Sí… ¡Eso es…! ¡Je…je…je…!

-¿Se toma otra copita, padre?

-¡Claro, hijo! ¡Claro hijo! Por las ganancias ¿eeh ¿Y cuánto dijimos que vamos a
ganar…?

-¿No le parece, padre, que vamos a perder el tiempo? -.Preguntó a su vez el árabe -.
¿No sería mejor ganarnos unos veinte mil pesos…? Usted me entrega veinte mil, y a la
vuelta de unos pocos días yo le devuelvo ¡cuarenta mil! ¿Trato hecho?

-Pero si tanto no ha de haber, hijo…¡je…je…je…!

-¿Con cuánto puede aportar, padre?

-Creo que tengo dieciocho mil… ¿Cuánto me correspondería?

-Si usted me entrega dieciocho mil, yo le devuelvo treinta y seis mil, querido padre.
.
-¿Treinta…seis mil…? ¡ja…ja…ja…! ¡Sí. Treinta y seis mil …! ¿Y cuánto es lo que
tengo que entregarte?

-Solamente dieciocho mil, padre


.
-¿Y tú me devuelves?

-Treinta y seis mil. Padre


.
-¡Ah…! Sí, sí. Se me había olvidado. Ahora mismo voy a traértelos…

El padre Jesusito salió haciendo una cuantas eses y el árabe se quedó en la sala
esperándolo, lleno de satisfacción. Breves minutos después, el padre Jesusito
regresaba con una bolsa entre las manos, de la cual fueron saliendo cantidades de
billetes, hasta completar la suma exigida por su socio, quien la recibió a entera
satisfacción. Abdul, lleno de asombro, no se imaginaba que el padre Jesusito tuviera tal
fortuna. Después los dos amigos continuaron bebiendo alegremente; y una hora más
tarde, Abdul tuvo que llamar al sacristán para que le ayudara a transportar al padre
Jesusito a su recámara, pues lo espirituoso del aguardiente nariñense había causado
desastrosos efectos en el ingenuo sacerdote. Luego salió llevando consigo la inmensa
cantidad de dinero, que con tanta facilidad había ganado.

100
CAPITULO XI

La Trampa
Satisfecho abandonó Abdul la casa cural y siendo muy avanzada la hora resolvió
quedarse en un hotel de la ciudad. Al día siguiente se dirigió a uno de los almacenes,
donde compró un finísimo perfume parisiense, pues el comercio que se movilizaba en
Túquerres provenía en gran porcentaje del exterior, importándose por Barbacoas, que
fué en ese tiempo importantísimo puerto fluvial sobre el río Telembí, que a través del
Patía lleva el tributo de sus aguas al Océano Pacifico.

El árabe no cejaba en su empeño de conquistar a Elvira, a pesar de sus amores con


Juan Jorge y pese a todo un acervo de gratitud que el árabe debía a su joven amigo.

-Ahora –pensaba Abdul -. ¡soy inmensamente rico…! ¡Y ante el dinero se abren todas
las puertas y todos los corazones se doblegan! ¡Dinero¡ ¡Dinero! Aliado poderoso que
me permitirás conquistar fama, felicidad…¡Bendito seas! –Y marchó apresuradamente a
La Chorrera-.

Cuando llegó al molino, convenció a Elvira que lo acompañara a realizar un ligero paseo
por aquellas regiones, pues deseaba empezar los preparativos para sus próximas
excavaciones, por lo cual era preciso contratar algunos peones.

Elvira accedió gustosa, pues deseaba complacer a su amigo y ayudarlo en aquella


ilusión de excavar. Además, la curiosidad, propia de su sexo, la animaba a colaborar en
esta clase de trabajos.

Pronto llegaron a la orilla del río Sapuyes, que en aquel paraje estaba cubierta de
violetas, que en forma natural allí brotaban. Gigantescos eucaliptus de veinte metros de
altura formaban con sus copas una bóveda de verdor y lozanía, en donde anidaban mil
diversas clases de alegres pajarillos, cuyo trinar hermoso constituía la maravillosa
orquesta de la naturaleza.El río corría por abruptos desfiladeros, entrechocando sus
ondas con las piedras y formando a cada momento torbellinos o raudales
descomponiéndose al sol la luminiscencia de sus aguas en fantásticos colores. En esta
forma, la naturaleza toda, con su río, sus árboles, sus aves y sus flores, todo en
apacible y sereno movimiento, convidaba a las confidencias y …al amor.

Conociendo Abdul la forma como el medio ambiente condiciona las vivencias del
espíritu, entregó el regalo a Elvira, quien lo recibió con alguna sorpresa, pero no por
esto con menos gratitud.

-Gracias, Abdul; nunca olvidaré este valioso regalo –dijo Elvira-.

101
-Nada tienes que agradecerme, pues apenas significa la admiración de un caballero
para la más hermosa de las mujeres
.
-Deja tus cumplidos, Abdul, y vamos en busca de los peones.

-No, Elvira; descansemos un momento, que luego iremos. No sabes, no te imaginas


cuán feliz me siento contemplándote, rodeada de estos parajes tan encantadores como
tú. Aquí la hermosura de la mujer se encuentra enmarcada por la belleza natural.

-Por favor, Abdul, no insistas en tus cumplidos.

-De ninguna manera callaré… Ya he callado tanto tiempo…

-¡Cómo! –dijo sorprendida Elvira -. ¡Explícate…!

-Sí, Elvira. ¿Recuerdas aquel día en que me enseñaste el arte de la dicción frente a un
espejo? ¿Recuerdas el instante en que te acaricié la mano?

-Abdul, ¡no sigas! ¡Insisto en que no sigas!

-No importa –exclamó el árabe -. Debes saber que te amo. Elvira, te amo desde ese
día, desde aquel instante…

-Pero tú tienes que saber que mi amor pertenece a Juan Jorge, a tu amigo, a quien
debes la vida misma y a quien no puedes ultrajar de esa manera.

-He dicho que no importa –reafirmó Abdul -. Es decir, que en lo referente a esta clase
de sentimientos, no se puede elegir entre un amigo y el propio corazón…¿Cómo
puedes prohibirme que te ame, si yo mismo no sería capaz de imponer silencio a este
grito de pasión que brota del alma?

Elvira, desecha esa mentida ilusión que te has forjado. Juan Jorge es un buen
muchacho no lo niego. Pero, ¿qué porvenir, qué felicidad puede brindarte un estudiante,
un pobre médico, consagrado a un campo yermo, como es la medicina para quién hasta
los mayores descubrimientos científicos que hiciera, no igualan ni en emoción ni en
fama los más insignificantes de un arqueólogo?

-Por favor, Abdul, deja tu insistencia. ¡Es inútil!

Como si no la oyera, Abdul continuó:

-Visitaremos tierras exóticas… ¡Te llevaré al Perú, a la cima de Machu Picchu, en


donde tú serás la verdadera descubridora del dorado plectro…! La fama te circundará
como una aureola de oro y tu nombre será conocido en el mundo entero, ¡En la historia
del arte y de la arqueología…!

102
Soy rico… Inmensamente rico… Y las más preciosas gemas del mundo exaltarán tu
divina hermosura…¡Diosa mía, ámame…! Entrégame tu corazón y haré de ti, y los dos
haremos de nuestro amor una leyenda mitológica que eternizarán los siglos.

Te conduciré al lejano país de los faraones y, arrobada, escucharás de los propios


labios de la esfinge la epopeya de los siglos, y sus ojos dolientes te relatarán su eterna
historia de amor…

¡Elvira! Tu rostro adorable, tu frente pensativa y tu mirada triste, evocan la imagen de


hermosas mujeres del antiguo Egipto. Te debes a la fama, te debes a la historia; ¡
Retorna a tu verdadera patria, el legendario país de Nefertiti! El Nilo te aguarda en sus
tranquilas ondas; ¡las pirámides, los templos y los imponentes monolitos añoran tu
divinal presencia! Serás la nueva Nefertiti, la reina de Egipto; y con tus ojos divinos, tus
manos delicadas y tu talle esbelto, formarás de nuevo otro imperio de amor y de
belleza; ¡el amor, el arte y la fama te reclaman! ¡No te niegues! ¡No los deseches…!
Elvira…! ¡Elvira mía…!

Abdul estaba transformado; sus ojos brillaban, sus manos temblaban y sus labios
musitaban con tal emotividad estas palabras, que hubiérasele creído un vidente, un
profeta de los antiguos tiempos. Elvira lo escuchaba sorprendida y, poco a poco, casi
sin darse cuenta, se iba ilusionando por las ardientes frases, que amenazaban arrebatar
el amor, que pertenecía a Juan Jorge y derrumbar sus esperanzas, como un castillo de
naipes. La mujer, por naturaleza, es débil ante la fama, el arte y la historia, y todo esto
le ofrecía el árabe, cuya figura se agigantaba en la imaginación de Elvira.

Pero en ese momento se alzó al lado de aquella la imagen gentil y noble de Juan Jorge
y, como si despertara de un sueño, Elvira se levantó bruscamente y con un gesto
ordenó a su amigo que continuaran la marcha, asegurándole que todo podría ofrecerle,
pero que, por su parte, siempre permanecería fiel al amor de Juan Jorge, suplicándole a
la vez que nunca más volviera a hablarle en esa forma.

El árabe acompañó a Elvira hasta el molino y luego regresó a “El Manzano”, cavilando
acerca de todo cuanto había ocurrido y estudiando un plan que le permitiera alcanzar
sus objetivos sentimentales.

-¡Maldito Juan Jorge! –pensaba .. ¡Es el único obstáculo para mi amor…! ¡Ah…! ¡Si
pudiera suprimirlo…! –de pronto se detuvo-. ¡Eso es…! –se dijo -¡”Suprimirlo”! Esa es la
clave …Pero ¿cómo? Bueno, ya lo pensaré… Por lo pronto es necesario que me
dedique a los preparativos de la excavación.

Con esta finalidad, Abdul empezó por acondicionar algunos picos que había en la finca,
adaptándoles mangos cortos y un tanto curvos, para facilitar el uso de estas
herramientas en lugares estrechos; lo mismo hizo con algunas palas y azadones,
herramientas que don Juan Manuel le había proporcionado con muy buena voluntad.

103
Luego construyó una serie de cajones de diversos tamaños, muy livianos y provistos de
agarraderas, para poder asirlos con facilidad y, en caso necesario, para poder sacarlos,
atados con cuerdas a la superficie, pues la excavación tendría lugar en el subterráneo
que Ignacio le había descrito.

Construyó así mismo una escala de cuerdas y entretejió un fuerte cable de pita que, por
medio de una polea, permitiera ser izados a la superficie a los excavadores, en caso de
emergencia.

Consiguió unas lámparas de carburo, de las que usan los mineros, y no se olvidó de
organizar un pequeño botiquín portátil para primeros auxilios y otros importantes
elementos para el trabajo de excavación.

Varias semanas habían pasado en estos menesteres; y cuando todo estuvo listo, se
recibió un telegrama de Juan Jorge, anunciando su venida. El árabe fue uno de
quienes, con mayor alegría, recibieron la noticia, pues la presencia del estudiante
señalaba el comienzo de la excavación

Una alegre reunión familiar celebró la llegada del estudiante, a la cual no faltaron Elvira,
don Carlos Fainí y su esposa doña Blanca Santander. Todos estuvieron alegres, tanto
patronos como peones, en especial Ignacio, quien era el que más afecto profesaba a
“su niño Jorgito”. Esa misma noche anunció Abdul que los preparativos para la
excavación habían concluído y que no restaba sino bajar al pozo. Juan Jorge le suplicó
que tuviera en cuenta su nombre en el número de los improvisados “arqueólogos”,
proposición que fue aceptada de inmediato por Abdul. En seguida se hizo la lista del
personal que tomaría parte de la excavación, quedando distribuido en la siguiente
forma:

En el brocal del pozo estarían don Juan Manuel, don Carlos Fainí, Elvira, que había
suplicado que la llevaran, y tres peones de la finca. Y para descender a la cisterna:
Abdul, Juan Jorge, Ignacio y Luis. Este segundo equipo se componía de cuatro
hombres, en vista de la estrechez e incomodidad que se esperaba encontrar en el
interior.

A los pocos días de la llegada de Juan Jorge, se inició la marcha hacia Túquerres de
cuantos iban a tomar parte en la excavación, directa o indirectamente. Luis, Ignacio y
los peones, llevaban los materiales y herramientas; y Sultán, el gran perro pastor, se
sumó a la partida, pues no era posible contenerlo y Elvira suplicó que le permitiera
marchar en su compañía.Previo consentimiento de los dueños de casa, a las nueve de
la mañana se inició el descenso a la cisterna de los cuatro excavadores. Para ello, en el
brocal del pozo fué asegurada fuertemente la escala de cuerda, así como la polea y el
cable que había entretejido Abdul. Todos demostraban optimismo y alegría, a excepción
de Ignacio, quien de muy mala gana, en esta ocasión, acompañaba a sus patronos.

-¡Ay…! ¡Patrón Jorgito! –exclamaba el fiel muchacho -. ¡Mejor es que no nos


hubiéramos metido en semejante baile…! ¡Hora y verá que allá abajo va tar una de
104
esas momias, o diablos que se han topado con el niño Abdul en otras partes y nos va a
echar maldiciones a nosotros…!

-Animo, Ignacio, ¡no tengas miedo…! ¡Los muertos ya no resucitan; ya verás cuantas
cosas maravillosas vamos a encontrar!

-¡Ay! Patroncito, si no juera por vusté, que siempre ha sido tan güeno conmigo, ¡horitica
mesmo saliera corriendo y no mi hago alcanzar ni del mesmo diablo…!

-No, Ignacio; el huir es de los cobardes, ¡y tú no lo eres! ¡Adelante! ¡Adelante!

-Tengan cuidado; y al menor indicio de peligro, nos avisan .advirtió do Juan Manuel –
.
-Yo bajaré primero –propuso el árabe -.

Después de probar la consistencia de la escala, Abdul se aventuró al descenso y


lentamente fue bajando, tomando a cada instante toda clase de precauciones

La forma interior del pozo no era precisamente cilíndrica, sino que semejaba una elipse.
El diámetro se iba agrandando cada vez, al mismo tiempo que la oscuridad iba en
aumento. El árabe calculó que había descendido unos doce metros cuando encontró la
entrada de la caverna en la pared sur del aljibe. Como la escala colgaba casi a la mitad,
tuvo que realizar algunos movimientos de balanceo; y cuando su cuerpo chocó contra
una de las paredes, se impulsó en dirección a la boca de la caverna. Una vez allí, soltó
la escala, encendió su lámpara de carburo y gritó:

-¡Ya está! ¡Ahora baje otro!

Luis descendió y en seguida Juan Jorge. Faltaba Ignacio, que aún se resistía a bajar. El
hombre estaba verdaderamente asustado; pero el ánimo que le daban los de arriba y
las voces de los de abajo no le permitían dudar. Al fin se persignó devotamente y se
resolvió a descender, no sin antes suplicar a don Juan Manuel:

-¡Ay! Patroncito, si la momia nos mata allá bajo, ¡cuidará vusté mesmito de mi Blanca!
¡Adiós!

Y descendió lentamente, pues las piernas y las manos le temblaban.

-¿Están bien…? –preguntó don Carlos Fainí-.

-Sí. ¡Perfectamente!-contestó el árabe-.ahora vamos a entrar. ¡Hasta la vista…!

Los cuatro hombres penetraron en el interior de la caverna. Tal como Ignacio había
relatado el día de la expedición a “ Los Monos”, la cueva presentaba una forma
abovedada; las paredes estaban pintadas de azul añil y el piso, bastante húmedo, lo
constituía una greda de color carmelita; eran las dimensiones de unos cinco metros de
105
diámetro por dos de altura. Ninguna pintura, ningún adorno se veía en aquella cámara,
si bien Abdul, que la observaba con el cuidado del hombre acostumbrado a ello,
descubrió en uno de los extremos y en la parte más alta de la cueva las huellas de tres
agujeros cilíndricos, de unos ochenta centímetros de diámetro. El árabe excavó con su
pala en uno de estos agujeros hacia arriba y la tierra que se desmoronó con facilidad, le
dió a entender que ellos habían sido rellenados posteriormente. Siguió excavando otro
poco y por la dirección perpendicular hacia la superficie, conjeturó que los indígenas los
habían construido para proporcionar respiraderos a la caverna, o como medios para
introducirse en ella.

En el extremo suroriental de la cueva, Luis e Ignacio señalaron a sus compañeros la


entrada del camino subterráneo. Con mil precauciones introdujeron la lámpara de
carburo, atada a una vara larga y entonces salió en tropel una bandada de murciélagos
de pequeño tamaño, quirópteros inofensivos, pero que llenaron de espanto a Ignacio,
que arrojándose al suelo y haciendo mil cruces, gritaba:

-¡Las momias…! ¡Las momias…!

-¡Qué momias, ni qué pan caliente…!-dijo Abdul-. ¡Adelante! ¡Vamos…!

Todos siguieron al árabe, que se introdujo por aquel camino, construido por los
indígenas posiblemente unos siete siglos atrás, a doce metros de profundidad.

Abdul no se olvidaba de ninguna clase de preocupaciones, pero marchaba con paso


firme, seguido por sus compañeros en fila, porque el camino era tan estrecho, que
había lugar solamente para un hombre. En estas condiciones avanzaron los
excavadores por espacio de unas tres cuadras, rebasando el recorrido que Ignacio y
Luis habían practicado cuando descubrieron la caverna.

Ninguna pintura artística o decoración especial había en las paredes del camino,
pintado de añil, como la caverna. El aire se iba enrareciendo, pero este fenómeno
ocurría tan lentamente, que no mortificaba a los expedicionarios, que, anhelantes de
encontrar algo extraordinario, continuaban la marcha.

De pronto, Abdul se detuvo bruscamente. Había llegado a sus oídos un ruido extraño.
Todos hicieron silencio y entonces escucharon un sordo murmullo. Ignacio, cuya
imaginación iba exaltada por el miedo en grado superlativo, prorrumpió en un gemido y
al fin pudo preguntar castañeteándole los dientes:

-¿Ya se jue…?

-¿Quién…?-interrogó a su vez Juan Jorge-

-La momia; la momia, patroncito


.
-Deja de una vez por todas tus ideas de momias. ¡ Aquí no hay ninguna…!
106
-Y lo que taba roncando, ¿Qué era?

-Es un murmullo; y vamos a averiguar de dónde proviene. Pero no te asustes, y tú


mismo comprobarás que el ruido se debe a una causa natural.

Efectivamente, aquel murmullo lograron escucharlo muy perceptiblemente después de


avanzar escaso trecho y pudieron constatar que provenía de un arroyo subterráneo; con
gran satisfacción de Ignacio, a quien el licor y el ánimo que le daban sus compañeros le
iban quitando un poco el miedo.

Más adelante encontraron una especie de puente sobre un foso, que estaba lleno de
agua. Este puente subterráneo estaba construído en madera, pero como el terreno
descendía en la dirección que llevaba los excavadores, el puente presentaba la forma
de una escala, cuyos peldaños habían sido toscamente conformados.

Desde el puente se internaron unos cincuenta metros, cuando hallaron que el camino
se dividía en tres ramales: uno central, que era la prolongación de la ruta que llevaban,
y uno a cada lado de la misma.

Los cuatro amigos resolvieron tomar el camino de la derecha, constatando que después
de corto recorrido también se dividía y subdividía en varios ramales internos. Aquí los
excavadores tomaron al azar un camino a la izquierda, dejando señales a su paso, pues
parecía que estaban en un verdadero laberinto y temían perderse.

Por esta senda fue poco el tiempo que tuvieron que caminar, pues cuando menos lo
esperaban se encontraron en una cámara espaciosa, donde algunos objetos se
hallaban diseminados.

Había armas en todo el aposento, respetando cierta clase de orden o disposición, de las
cuales Luis echó a uno de los cajones que habían llevado, una hacha de piedra
pulimentada, una macana, dos arcos con sus flechas y un escudo hecho de cuero, que
con el correr de los años se hallaba completamente apergaminado.

En el centro, una enorme vasija de barro quemado en forma de huso se destacaba. Era
una urna funeraria. Este fue el artefacto que más poderosamente llamó la atención del
árabe, quien se acercó a examinarla con detenimiento. La altura total de la urna era
aproximadamente un metro, treinta centímetros. El diámetro central, o sea la parte más
ancha, era de unos noventa centímetros, guardando el conjunto las perfectas
proporciones del huso. Abdul presionó hacia un lado la tapa de la urna, que cedió con la
mayor facilidad; y, ayudado por Juan Jorge y Luis, retiró la tapa por completo y se la
entregó a Ignacio. Allí en el interior, se hallaba un esqueleto. Cuando Ignacio lo vio, a la
luz de las lámparas de carburo, soltó la tapa, que se rompió en mil, pedazos y trató de
huir. Sus compañeros lo detuvieron asegurándole que nada pasaría, pero el daño ya se
había causado, con gran tristeza por parte de los expedicionarios.

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Abdul examinó el esqueleto con todo cuidado y atención. Del cuello pendía un collar de
piedras de colores, que terminaban en un amuleto. Los huesos se habían conservado
bastante bien, presentando una coloración cremosa, aunque estaban porosos como
una piedra pómez.

La emoción que experimentaban Juan Jorge y Abdul era suprema, y el miedo de los
supersticiosos campesinos no le iba en zaga. Ignacio temblaba de pies a cabeza,
esperando que apareciera una momia para castigarlos.

-¡Ay…! Ay…! ¡Patrón! –gemía-. ¡Hora si nos llevó el diablo…! ¡Ay…! ¡Señorcito de los
Milagros…! ¡Mamitica mía de las Lajas…!

-No te preocupes, Ignacio -. Dijo Juan Jorge -. ¡No te va a pasar nada…!

-Esta es la tumba de un cacique, indudablemente –dijo Abdul -. Saquemos lo que queda


de la urna funeraria, con mucho cuidado, para enviar los huesos a Europa, hay que
hacerle la prueba del carbono 14, para establecer la data cronológica. Abdul vibraba de
emoción; una vez más se hallaba en presencia de un misterio que descifrar. Una vez
más, el éxito coronaba sus esfuerzos, y ante aquellas reliquias antiguas, su corazón
saltaba y su respiración era anhelante.

Sabia Abdul que los “Pastos”, que habitaron estas regiones del sur, eran tribus
prácticamente pobres, razón por la cual no le llamó la atención no encontrar objetos de
oro en esa tumba.

Que ésa era la tumba de un cacique, no cabía duda, por la calidad de las armas que
habían encontrado y por la profundidad a que se hallaba localizada. Sin embargo, la
enorme vasija y las armas eran de por sí una verdadera riqueza.

Examinando una vez más el aposento, el árabe descubrió una cantidad de platos,
tazas, jarras, y alcarrazas; en fin, toda una vajilla primorosamente moldeada en barro
quemado. Curiosos arabescos ya grabados o simplemente pintados adornaban las
piezas de alfarería; entre ellas causábale mayor admiración un vaso ceremonial, a
manera de cáliz, cuya forma y pintura recordaban las del antiguo Egipto, confirmando
una vez más su teoría, sobre la influencia egipcia en el arte precolombino. Así se lo
repitió a Juan Jorge, quien, a su vez, hizo este comentario:

-No te olvides, Abdul, de que nuestros aborígenes fueron dominados por los incas; por
tanto, yo creo que este arte es esencialmente incaico; y si aquí has visto realizada tu
teoría sobre la influencia egipcia, puedes tener la seguridad de que la cumbre más
enhiesta de la Montaña Sagrada no es otra que Machu Picchu.

Abdul se sintió satisfecho con estos descubrimientos y en forma ordenada hizo que se
colocara todo en los cajones para ser rescatado. Después se inició el regreso, llevando
cada uno un cajón colmado de riquezas. A Luis, que era el más fuerte, se le confió la

108
urna funeraria, que había servido de caja mortuoria para el difunto monarca, y
lentamente desfiló el cortejo de improvisados arqueólogos.

Cuando llegaron al puente subterráneo, Abdul propuso a sus compañeros que


regresaría sólo a escudriñar otros sitios, ya que había que ganar tiempo para
investigarlo todo.

-Muy bien -. dijo Juan Jorge -,pero ten mucho cuidado mientras regresamos. Nos
encontraremos en el puente.

Tal como Abdul lo dispuso, los tres excavadores llegaron a la boca de la caverna e
iniciaron el trabajo de rescatar los tesoros encontrados, con ayuda de los de arriba.

El árabe regresó de inmediato; y cuando llegó al punto en que el camino se dividía en


tres senderos subterráneos, tomó en esta ocasión por el de la izquierda. La senda que
ahora seguía Abdul, separándose poco a poco del camino central, serpenteaba en
suave ascenso al principio, pero luego se fue haciendo cada vez más empinada, hasta
llegar a una región rocosa donde se habían labrado unos escalones sobre el duro suelo.
Allí encontró el árabe una extraña maquinaria, construida de tosca madera, consistente
en un juego de palancas, en tal forma colocadas que simulaban una “X”.

En las excavaciones de Egipto había conocido un sistema parecido que permitía sellar
las tumbas. Los egipcios utilizaban para ello la fuerza y la fluidez de la arena,colocando
los sillares sobre inmensos depósitos llenos de arena. Cuando el monarca ya había
descendido a la tumba, el sumo sacerdote de Amón ponía en funcionamiento el
mecanismo, que rompía los diques que contenían la arena, y fluía esta hacia el exterior,
al tiempo que causaba el descenso de los sillares que ocupaban de inmediato su lugar,
quedando al fin completamente sellada la tumba.

Cuando el árabe examinó detenidamente las palancas, conjeturó que algo parecido
sucedería en esta ocasión, si se ponían en movimiento, debiendo de quedar sus
compañeros sepultados, si tal hacía
.
-Lo siento por Ignacio y Luis –pensó Abdul -. Pero Juan Jorge no se me escapa de este
accidente y con él desaparecerá el rival que me quita a Elvira! ¡Vamos, Abdul! La
ocasión es propicia y “las oportunidades son calvas”, como dicen estas gentes. Pero
antes has de buscar una salida, que te conduzca al exterior.

Así lo hizo dejando las palancas en su sitio, para continuar el ascenso y de nuevo el
éxito coronó sus esfuerzos porque, breves minutos después, el árabe asomaba la
cabeza a la orilla de un pequeño riachuelo, que corre al lado del hospital.

Rápidamente volvió entonces y se dirigió al puente subterráneo, a donde sus amigos no


tardaron en llegar, según habían convenido.

-¿Los objetos rescatados están ya en manos de don Juan Manuel? –preguntó Abdul-.
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-Sí –contestó Juan Jorge-, solo la urna funeraria nos dio trabajo para subirla, pues no
cupo en ningún cajón y pesa como unos sesenta kilos. Pero en todo caso, ya está a
salvo. ¡Qué hermosa es!

-¡Vamos! ¡Vamos! –dijo Abdul -. ¡No perdamos el tiempo!

De nuevo avanzaron los cuatro excavadores, hasta que llegaron otra vez a la división
del camino.

-A mi me parece más conveniente que nos dividamos en tres grupos para ganar tiempo
–propuso Abdul -. Luis e Ignacio que tomen por el camino de la derecha, para explorar
los senderos que no hemos visitado aún, Juan Jorge debe continuar la senda que
llevamos, y yo tomare este camino hacia la izquierda. Por nuestra seguridad personal,
es conveniente que nos reunamos aquí después de dos horas. Si al cabo de este
tiempo falta alguno, los demás seguirán en su busca por el camino que le ha
correspondido. ¿Qué opinan?

-No estoy de acuerdo en estar tanto tiempo separados –dijo Juan Jorge –Si hemos de
pensar en nuestra seguridad, deseo que el tiempo se acorte a una hora.

La determinación de Abdul fue acogida con la modificación propuesta por Juan Jorge, y
de esta manera los expedicionarios se separaron, tomando cada cual el sendero que se
le había asignado.

Abdul se dirigió inmediatamente hacia las palancas y allí esperó pacientemente un


cuarto de hora. Sus malvados planes habían reemplazado sus aficiones
arqueológicas.

El arqueólogo de otros tiempos era ahora un asesino frio y calculador…Después, el


árabe accionó las palancas para poner en marcha el fatal mecanismo. Con ansia febril
escuchó durante breves segundos. Luego un sordo traqueteo respondió a sus
esfuerzos y en seguida se oyó el bramar de un torrente interno que había encontrado
salida y se precipitaba por los caminos subterráneos. El árabe no se había equivocado
en sus conjeturas. Aquel túnel, que llevaba a la tumba del monarca, estaba protegido
con el agua; y al poner en acción la trampa, el arroyo interno saltaba a torrentes
inundándolo todo. ¡Juan Jorge y sus amigos estaban perdidos!.

Satisfecho de su reprochable acción, el árabe siguió el camino, huyendo con rapidez


hacia el exterior y logrando salir a la superficie por la parte posterior del hospital.

En el interior de la tierra, el primero que se dio cuenta de la inundación fue Luis, quien
sintió que el agua le corría por presteza por las piernas y que a cada minuto aumentaba
su caudal. Lleno de terror, gritó a Ignacio que retrocediera y los dos campesinos
emprendieron el regreso hasta llegar a la bifurcación de los caminos. Luego se
internaron por el sendero que había seguido Juan Jorge.

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111
¡Patrón! ¡Patrón! –gritaba Luis -. ¡Pronto! ¡Salga!

-¡Salga pronto! ¡La inundación! ¡La inundación! No pudo más. Un torrente lo tiró al suelo
y el infeliz, cayendo y levantando, caminaba a tientas porque al formidable empuje el
agua se llevó la lámpara que lo alumbraba.

-¡Nuestro fin esta próximo! –le dijo a Ignacio, quien, mudo de espanto no acertaba a
pronunciar palabra -. ¡Aquí, Ignacio; aquí hay una punta de peña! ¡Agárrate
fuertemente…! ¡Aquí, conmigo… De no, nos lleva la maldita corriente…!

Los dos campesinos se agarraron a una roca saliente, llenos de espanto.

Juan Jorge también se dió cuenta del peligro y se apresuró a regresar. El agua corría a
borbotones, mugiente, amenazante; y no le permitía avanzar tan rápidamente como él
hubiera querido. Más, adelante, encontró a los campesinos, que, con los ojos
desorbitados, estaban medio muertos de miedo y tenían el agua a la cintura.

-¡Vamos…! ¡Vamos! –gritó Juan Jorge -. ¡Tenemos que llegar! Vamos pronto, ¡Luis…!
¡Ignacio!

-¡La momia! ¡La momia! –gritaba el pobre Ignacio –sin poder expresar otra cosa que el
nombre de quien creía ser la causa de toda la ragedia-.

El agua había subido de tal manera que ya cubría el pecho de los excavadores y su
fuerza espantosa les impedía avanzar…Ingentes esfuerzos tuvieron que realizar para
llegar a la bifurcación del camino; pero allí quedaron consternados ante la falta de
Abdul.

-¡El niño Abdul no tá! –gritaba Ignacio-


.
-¡Abdul…! ¡Abdul…! Llamaron todos desesperadamente -, pero nadie les respondió-.

-De seguro, Abdul alcanzó a salir y ha ido a pedir auxilio –dijo Juan Jorge-. ¡Corramos
a la salida!

Los tres realizaron nuevos esfuerzos para vencer la fatal corriente, que los impelía
hacia el interior. Tras larga y tenaz lucha, pudieron llegar hasta el foso, pero ya todo
estaba inundado
.
-¡Cuidado…! –gritó Juan Jorge -. ¡Aquí es el puente…!

Los tres se agarraron fuertemente de las manos y Juan Jorge se adelantó, sostenido
por los dos campesinos. Tanteó con el pie en diversos sitios, y con indecible terror
pudo comprobar que el puente había desaparecido. En su lugar un abismo los
esperaba…
112
-¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos! –gritó Juan Jorge en el colmo del terror-. ¡El
puente no está

-¡Tratemos de pasar a nado! –gritó Luis-.

-¡No lo intentes, Luis! –exclamó Juan Jorge -. Sería una locura…! ¿No ves lo impetuoso
de la corriente? ¡Te arrastraría como a una hoja seca…! Y además, cómo vas a mover
los brazos y piernas en esta estrechez.

-Hora sí, patroncito, ¡no nos queda sino morir…! –gimió Ignacio -.

-No –dijo Juan Jorge -. ¡Gritemos…! Pidamos auxilio. ¡Quizás Abdul esté del otro
lado…!

Y los tres infelices se aunaron para gritar con todas las fuerzas.

-¡Auxilioooo…! ¡Auxiliooo…! ¡Socorrooo…!

Solo el fragor de la corriente les respondió. El agua casi les cubría los hombros y era tal
el fragor que a duras penas podían mantenerse en pie, fuertemente agarrados los unos
a los otros…

113
CAPITULO XII

Don Juan Manuel


Afuera, en el brocal del pozo, don Juan Manuel y sus amigos aguardaban con paciencia
la salida de sus compañeros. Don Carlos Fainí era muy ocurrente y dueño de una
inteligencia poco común; con tales cualidades, se dedicó a relatar toda clase de chistes,
a fin de hacer menos tediosa la espera. Allí era imposible escuchar el fragor de la
corriente interna, mucho menos los gritos desesperados, en demanda de socorro que
lanzaban los tres hombres, a unas cuatro cuadras de distancia y a doce metros bajo el
suelo.

De pronto, Sultán movió inquieto sus enormes orejas, olfateó el aire y se acercó al
brocal con la cola tensa. ¿Sus finos sentidos acaso habían logrado percibir lo que para
el nombre era imposible? Pasaron algunos minutos y el animal, cada vez más inquieto,
olfateaba el pozo y lanzaba al interior ensordecedores aullidos…

-¡Ya vienen! –afirmó don Carlos Fainí -. Sultán los ha percibido!

Esperaron algunos minutos, pero nadie aparecía…Sultán seguía cada vez más
inquieto. Olfateaba la cisterna con frenesí, ladraba, aullaba, daba vueltas alrededor del
brocal, y se paraba sobre sus remos traseros intentando arrojarse al pozo y
retrocediendo espantado al mismo tiempo.

-¡Sultán…! ¡To…¡ Tooo…! –le gritó don Juan Manuel -. Ven acá. ¡Sultán… Toooo!

El perro lo miraba, pero seguía ladrando con frenesí.

-Este perro loco se va a caer a la cisterna –dijo don Juan Manuel -. Voy a sujetarlo.

Don Juan Manuel lo tomó del collar y lo condujo a otro sitio, hablándole cariñosamente,
pero a duras penas podía contener el empuje formidable del animal, que luchaba
denodadamente por acercarse al pozo.

-¡Quieto, Sultán! ¡Ya van a venir!

Ahora el perro ladraba furioso, enseñando sus poderosos colmillos al amo y luchando
con frenético ardor para soltarse de las manos de don Juan Manuel, quien a su vez lo
sujetaba fuertemente al tiempo que lo regañaba, tratando de corregir su
comportamiento. Aquella lucha entre amo y perro terminó en un hecho insólito: Sultán
propinó a don Juan Manuel un tremendo mordisco en la mano, y el amo tuvo que soltar
el collar por el dolor; y al mismo tiempo, el perro se lanzó aullando al brocal de la
cisterna.
114
En el interior, entre tanto el agua seguía aumentando y su caudal era tal que Juan Jorge
y sus compañeros casi no podían permanecer en pie. Algún obstáculo había detenido el
torrente, porque a veces se formaban oleajes contrarios y el agua trataba de regresar
formando torbellinos y entrechocando con estrépito Breves minutos más todos
parecerían en la forma más espantosa…

Inmóviles y aterrorizados, seguían gritando inútilmente en demanda de socorro… Juan


Jorge era quien más objetivamente miraba la situación; y esperando una muerte
inminente, sus postreros pensamientos los dedicaba a Elvira…¡Cuánto la quería…! Un
nuevo golpe amenazaba a la pobre niña; después de haber quedado huérfana, ahora
perdía a su prometido y ni siquiera le iba a quedar el consuelo de visitar su tumba, para
adornarla con flores y regarla con su llanto…

-¡Elvira…! ¡Elvira mía…! ¿Te amo! ¡Te amo! -gemía el estudiante en los instantes
supremos de aquella interminable agonía-.

Mientras en el interior se liberaba aquella lucha titánica entre la vida y la muerte, arriba
en el brocal de la cisterna, don Juan Manuel estaba furioso por la actitud del perro; y
aunque su mano sangraba copiosamente, trataba de sujetarlo de nuevo. El animal le
enseñaba los colmillos como una fiera enloquecida y continuaba lanzando
desesperados aullidos hacia el interior.

-¡Maldita sea! -decía don Juan Manuel -.¡Perro maldito! ¿Estará con hidrofobia?

-No, don Juan Manuel –dijo uno de los peones -. El perro no tiene rabiosa porque
mesmetico esta mañana yo lo vi tomando agua antes de venirnos…Y cuando tán con
rabiosa los perros no beben agua.

-Este perro jamás ha mordido a sus amos –dijo a su vez don Carlos Fainí -. ¡Algo malo
esta pasando allá bajo! ¡Bajemos a socorrerlos!

-¡Dios mío!-gritó Elvira-. ¡Vamos…! ¡Vamos todos a prestar ayuda…¡ ¡Oh! ¡Dios Santo!

-¡Pronto! ¡Muchachos! ¡Manos a la obra! –gritó don Juan Manuel-.

Uno de los peones descendió por la escala, pero el perro, parado ahora sobre el brocal,
trataba de lanzarse al pozo. Entonces don Carlos Fainí, tomó el cable y con el extremo
ató a Sultán por los brazuelos y poco a poco lo hizo descender.El animal bajaba dando
vueltas y aullando lastimeramente… Elvira se dispuso a bajar, tan pronto como el peón
hubo llegado a la entrada de la caverna, pero don Juan Manuel y don Carlos se lo
prohibieron terminantemente; entonces se postró de rodillas junto al brocal; llorando y
con las uñas presionadas convulsivamente en las palmas de las manos, empezó a pedir
a Dios misericordia…

Cuando el peón llegó a la caverna, desató a Sultán, en tanto que don Juan Manuel le
arrojó el cable gritando:
115
-¡Llévate el cable…! ¡Toma.

El hombre y el animal se precipitaron por el camino subterráneo y a poco de avanzar


pudieron escuchar los angustiosos llamados de sus amigos. El agua subía sin parar y
ya casi llegaba a los hombros, cuando Juan Jorge distinguió a su salvador, a pesar de
la oscuridad.

-¡Alto! ¡Alto! –le gritó Juan Jorge -. ¡No avances más! ¡Allí hay un abismo. ¡Regresa de
inmediato y trae el cable! ¡Pronto!

-¡El cable lo tengo aquí, patrón…! ¡Cuidado! ¡Se lo voy a tirar!

-¡Listo …! -. Gritó Juan Jorge-.

-¡Allá va…! –gritó el peón, y arrojó la cuerda sin soltar el extremo opuesto -. Pero
aquella única tabla de salvación no alcanzó a llegar a las manos de Juan Jorge,
hundiéndose en el torrente…-.

-¡El perro…! ¡El perro…! Gritó desesperado Juan Jorge-.

-Muy bien, patrón –dijo el hombre -. ¡Sultán, toma…! ¡Toma el cable y llévaselo al
patrón!-.

El perro agarró el cable con los dientes y aullando se arrojó al agua, cruzó el abismo a
nado y entregó la punta del cable a Juan Jorge.

-¡Listo! –gritó el estudiante -. ¡Ahora tira fuerte…! ¡Allá voy…!

El estudiante a garró a Sultán, sujetándolo a su cuerpo con un brazo y el peón haló con
todas sus fuerzas, hasta sacarlos. Después volvió Sultán con el cable para sacar a
Ignacio y luego repetir la misma operación con Luis. ¡Estaban a salvo!

-¿Y Abdul…? Preguntó Juan Jorge, cuando los tres estuvieron al otro lado-.

-El patrón Abdul no ha salido… -respondió el hombre-.

-¡Entonces debe estar en peligro! .gritó Juan Jorge -. ¡Hay que salvarlo…! ¡Pronto, que
arrojen una tabla para cruzar el foso…!

-¡Ya es demasiado tarde, patrón! -. Dijo Luis -. Mire, el agua ya llega al techo…!

-¡Atrás…! gritó -. Juan Jorge -. ¡Vamos afuera…!

En efecto; ya todo estaba inundado. Penosamente emprendieron la marcha, seguidos


por Sultán, que avanzaba a nado, halado por Luis, que había atado el extremo del cable

116
a su collar. Así llegaron a la boca de la caverna, de donde uno a uno fueron rescatados,
calados hasta los huesos.

-¡Abdul…! ¡Abdul! –gritaba Juan Jorge, llorando, pero sus amigos solo se limitaban a
abrazar al estudiante, llorando igualmente, porque el árabe se había perdido para
siempre…-.

Don Juan Manuel dispuso que cuantos habían descendido a la caverna regresaran de
prisa a “El Manzano”, pues tenían tanto frio que era de temer una pulmonía o un
resfriado fuerte.

Perdidas por completo las esperanzas de salvar a Abdul, salieron todos, a fin de
embarcar en un automóvil a quienes se dirigían de inmediato a la finca.

-Don Carlos –dijo don Juan Manuel -. Dejemos que los chicos se marchen y nosotros
nos quedaremos aquí para solicitar protección, al menos para rescatar el cadáver de
Abdul.

-No, papá; yo también me quedo –dijo Juan Jorge tristemente -. Abdul era mi amigo y
yo tengo que buscarlo hasta el último.

-No, hijo; de ningún modo te quedarás. Yo te prometo que haremos hasta lo imposible
para recuperar sus restos, pues según sabemos, no hay esperanza alguna de
rescatarlo con vida

. Así se despidieron todos y en seguida don Juan Manuel y don Carlos Fainí, se
dirigieron de inmediato al cuerpo de policía en demanda de ayuda, en tanto que Elvira,
Juan Jorge, Ignacio y Luis, abordaron un automóvil que los conduciría a “El Manzano”.

-¡Pobre Abdul…! –dijo el estudiante -. ¡Qué lástima! Yo lo quería como a un hermano…!

-¡Mira…! ¡Mira…! –gritó Elvira -. ¡Allí viene…!

En efecto, Abdul acababa de aparecer. Venía a plana carrera y jadeaba como un


caballo. Juan Jorge ordenó al conductor que detuviera el vehículo y se arrojó en brazos
de su amigo, presa de intensa emoción
. El árabe, por su parte. aunque bastante extrañado en sus adentros, no se olvidó de
demostrar ante sus amigos una emoción indescriptible.

-¡Abdul…! ¡Abdul…! ¡Vives aún…! ¡Ah…! ¡Qué felicidad…! ¡Qué dicha…!

-Regresemos pronto a comunicar la nueva a don Juan Manuel –propuso Elvira-


¡El pobre hombre está destrozado…!

Así se hizo y tras breves minutos estaban todos nuevamente reunidos y la felicidad se
pintaba en todos los rostros. Pasado el primer raptus emotivo y después de escuchar
117
las angustiosas aventuras de Juan Jorge, Luis e Ignacio, Abdul les refirió la suya
explicándoles como el sendero que le había tocado en suerte iba siempre en ascenso y
que llegaba hasta la orilla del riachuelo que corre cerca del hospital. Una vez
descubierta aquella entrada, trató de regresar para reunirse con sus compañeros,
cuando fue sorprendido por la inundación, y ya se dirigía a dar aviso a quienes habían
quedado en el brocal, cuando se encontró con el automóvil, que conducía a sus
compañeros.

Tal era la emoción y tantas las angustias pasadas, que nadie cayó en la cuenta de que
el tiempo transcurrido desde que el árabe dijo haber salido a la superficie, hasta el
momento en que se realizó el encuentro, no se acomodaba del todo al relato de Abdul.
la idea obsesiva de todos en ese momento era de estar con vida cuantos se habían
visto abocados a las horribles circunstancias, y ante esta alegría pasaba inadvertido el
detalle del tiempo, que fallaba en el relato de Abdul. Así pues, ninguna sombra de duda
cruzó por la mente de los amigos del árabe, quien siguió poseyendo el cariño y la
confianza de todos.

_____________

Dejemos por un instante a los personajes de esta historia y trasladémonos con la


imaginación hacia las cumbres del Azufral, a fin de asistir a una divertida partida de
cacería, cuyas consecuencias incidirían después en la familia de don Juan Manuel. Un
grupo de jóvenes, aficionados a las artes cinegéticas, se hallaba en plena maniobra,
dando caza a un hermoso venado. La jauría, libre de amarras, perseguía a la presa con
su acostumbrado frenesí. El venado corría desaforadamente, dando saltos a diestra y
siniestra con agilidad inconcebible y con la elegancia propia de su especie.

Uno de los cazadores apuntó cuidadosamente con su escopeta y lanzó un disparo, que
hizo cambiar de rumbo al animal.

-¡Maldita sea…! –gritó el cazador -. ¡He fallado el tiro!

Los perros persiguieron por algún trecho al animal, pero con tal mala suerte que pronto
perdieron el rastro y, pese a sus esfuerzos, no fue posible volver a conseguirlo.

El sol empezaba a declinar, hundiéndose lentamente tras los picachos de “El Gualcalá”,
que, desde la cima del Azufral, veíase cómo tomaba rojizos tintes en las aristas de sus
graníticas breñas. Entonces el grupo de cazadores no tuvo otra alternativa que dar por
terminada la jornada y retornar a la ciudad. El cazador, sin embargo, se había
equivocado; su tiro, había dado en el blanco, y el animal, herido mortalmente, había
buscado refugio en un riachuelo, que, al juntar sus aguas con otros, más abajo era
canalizado para alimentar el acueducto de la ciudad. El venado murió allí mismo y con
el correr de los días entró en descomposición, lo que infectó las aguas.

118
´Pocos días después se presentaba en Túquerres una espantosa epidemia de tifoidea.
La consternación cundió por todas partes; nadie sabía la causa de la terrible
enfermedad y la ciudad alegre y bullanguera se tornó en un pueblo triste, con sus calles
desiertas y la ansiedad reinaba en todos los hogares. Ya se habían presentado muchos
casos en la ciudad, donde la angustia iba haciendo presa en cada uno de sus
habitantes, pues para la época en que se presentó la terrible epidemia, eran aún
desconocidos los antibióticos y la enfermedad no se atacaba sino mediante la
aplicación de sulfato de quinina y zumo de verbena. Las puertas del hospital se
hallaban cerradas para quienes se presentaban aquejados del terrible mal. Tratando de
evitar así el contagio a otros pacientes; y en los hogares, donde el tifo se presentaba,
era obligatorio enarbolar una bandera negra, a fin de que nadie transitara por la acera,
pues se creía que solo esto bastaría para contagiarse. Tal era el miedo al contagio y tal
la angustia de los habitantes, que las autoridades se habían visto en la necesidad de
tomar toda clase de medidas, incluyendo en ellas aún las más extrañas. A las seis de la
tarde salía un pelotón de gendarmes y formaba en cada esquina de la ciudad piras de
azufre, que se traía del volcán, y en seguida se les prendía fuego, produciendo un olor
insoportable, pues se pensaba que esto era un medio para destruir el bacilo de Eberth.

En el alma de las gentes, poco a poco, la ansiedad y la angustia, iban tomando los
carices del pánico, con gran detrimento de quienes se habían contagiado.

¡Pobres enfermos! Pacientes dignos de toda conmiseración. Pues prácticamente se les


abandonaba y solo sus parientes más cercanos, hacían el sacrificio de servirlos; y esto
con un miedo cerval ante el contagio. Cuando alguien moría, dos o tres de sus
parientes se tomaban el trabajo de conducirlo al cementerio y a pesar del acendrado
catolicismo de las gentes, para él no había “honras fúnebres” ni otra ceremonia
religiosa. Rápidamente se le llevaba al osario, donde siempre había multitud de fosas,
listas para tragarse los cadáveres. Hubo casos en que por la violencia de la fiebre, los
enfermos entraban en “crisis” y perdían el conocimiento; y entonces, creyendo que
habían muerto, casi a la carrera eran conducidos al cementerio y se les enterraba
vivos…!

Cada mañana reinaban los comentarios por doquier: que dizque se habían escuchado
gritos en el cementerio durante la noche, ante lo cual, los familiares que habían
sepultado a su ser querido, llenábanse de angustia, al pensar que bien pudo haber sido
su pariente aquella víctima… En tal situación, sucumbió al contagio don Enrique
Piedrahita, hermano de don Juan Manuel. El caballero, al saber la espantosa noticia
decidió trasladarse a Túquerres para servirlo, oponiéndose en forma terminante a que
ninguno de sus hijos y parientes lo hiciera. El resultado de todo fué que pocos días
después adquirió también la enfermedad.

Llenos de consternación, doña Rosario, Elvira, Juan Jorge y Abdul se encaminaron a la


ciudad; y después de obtener el consentimiento del enfermo, lo transportaron a la finca,
para que allí pasara el periodo de su enfermedad. Entonces don Juan Manuel fue
objeto de toda la atención y cuidados de los suyos. Doña Rosario pasaba largas horas

119
del día junto a su lecho; Juan Jorge iba y venía, quebrándose inútilmente la cabeza, en
demanda de una droga capaz de cortar la enfermedad.

Elvira velaba durante las interminables horas nocturnas junto al lecho del enfermo, ya
refrescando sus ardientes sienes, ora sirviéndole toda clase de aguas aromáticas o
administrándole con exactitud las dosis de sulfato de quinina que Juan Jorge había
prescrito.

Y Abdul también lo acompañaba. Durante los años que había pasado en Egipto, en sus
trabajos de excavación, mil y mil veces había visto a sus compañeros atacados por las
terribles fiebres africanas y en más de una ocasión había visto rodar sin vida a quienes
habían contraído la espantosa “enfermedad del sueño”. Estos últimos morían en forma
horrible. Amodorrados permanecían inmóviles, como estatuas vivientes, hasta el último
momento; entonces como que se despertaban y echaban a correr sin rumbo, hasta caer
definitivamente, arañar la arena, destrozarse los dedos en esta operación y finalmente
expirar en medio de atroces dolores. Así pues aquella fiebrecilla de tifoidea no le
llamaba la atención y por tanto no la temía. Confiadamente penetraba en la alcoba de
don Juan Manuel para prestarle sus cuidados.

-¡Tú no…! ¡Tú no…! –repetía el enfermo cuando el árabe se le acercaba -.¡Tú no,
Abdul…! Si yo me muero, quedas tú para velar por este hogar, hasta que Juan Jorge se
gradué y pueda venir…

Pero el árabe no hacía caso de tales recomendaciones y con cualquier disculpa


continuaba en su afán de servir. Doña Rosario y Elvira se encerraban a veces en otra
recámara y estrechamente abrazadas pasaban largas horas llorando como débiles
arbustos entrelazados y sacudidos por la furia del huracán; con los ojos enrojecidos se
acercaban después al enfermo.

Entonces don Juan Manuel les tendía la mano descarnada; y con los dedos ardiendo,
acariciaba a las dos mujeres con paternal dulzura.

-¡Pobrecitas…! –les decía -. Ya han trabajado… vayan a descansar… Tienen los ojos
enrojecidos… ¿Acaso han llorado…?

-No, don Juan Manuel –contestaba Elvira -. No hemos llorado… debe ser por el sereno
de la noche.

Ignacio y Blanca también se turnaban para estar siempre listos a servir, tanto durante el
día como en las horas nocturnas. Tenían expresa prohibición de penetrar a la alcoba
del enfermo y por ello permanecían en la puerta, desvelados y llorosos.

Una noche, Elvira se había quedado adormecida en un diván, junto al lecho de don
Juan Manuel. La pobre no había dormido en tantas noches, que la fatiga y el cansancio
superaron sus quebrantadas fuerzas y no pudo resistir… ¡Entonces llegó la crisis! El
enfermo comenzó a delirar muy quedadamente al principio, pero luego, su respiración
120
se fue haciendo más y más anhelante; las palabras brotaban de sus labios con mayor
volumen y profusión.

-¡Elvira…! –decía -. ¡Hijita…! Juan Jorge te ama…Sois felices… los veo a los dos,
cogidos de las manos… Pero.. ¡Cuidado…! ¡No se acerquen a ese abismo…! ¡La
inundación! –gritaba el enfermo -. ¡La inundación…! ¡Socorro…! ¡Socorro! Se los lleva
la corriente.

Y en un supremo esfuerzo por tenderles la mano, don Juan Manuel se arrojó de la


cama y rodó penosamente por el suelo. Entonces se despertó Elvira y lanzó un grito
espantada.

-¡Socorro…! ¡Don Juan Manuel se muere…! ¡Se muere!

Todos acudieron al angustioso llamamiento de la joven y aunaron sus esfuerzos para


recostar de nuevo al paciente.

-¡La inundación…! ¡La inundación…! –continuaba gritando el enfermo-. ¡Se ahogan…!


¡Sultán, no me sujetes…! ¡Déjame…! ¡Déjame…salvarlos…!

-¡Calma…! ¡Calma, papá…! –decía Juan Jorge -. Tranquilízate, padre; Todos estamos
bien…!¡Retorna a la razón…!

El delirio del paciente se prolongó casi una hora y luego fue reemplazado por un pesado
sopor, perturbado solo por la anhelante respiración. Juan Jorge examinó el pulso,
auscultó el corazón tomando así mismo la presión arterial. Todos aquellos movimientos
eran observados con ansiedad por cuantos le rodeaban. Después del minucioso
examen, el estudiante manifestó que, a pesar de que la temperatura había subido
considerablemente, el corazón marchaba bien y que por el momento no había nada que
temer; sin embargo, una vez presentada la crisis, había que evitar la segunda, pues si
está llegaba, podría traer un desenlace fatal.

Dos horas más tarde, la respiración se normalizó; se despertó del sopor y en seguida
pidió un vaso con agua porque tenía una sed devoradora.

Elvira le ofreció una taza de agua aromática y limón, que el enfermo apuró de un sólo
sorbo, en tanto que la chica le enjugaba el copioso sudor.

Nadie en la casa durmió durante aquella noche; todos permanecieron junto al lecho del
enfermo; ello no obstante, al día siguiente se reanudaron los turnos del servicio.Tres
días habían pasado ya con exasperante monotonía. La fiebre no disminuía, pero
tampoco tendía a subir: ya Juan Jorge creía conjurado el peligro de una nueva crisis,
cuando una tarde se presentó ésta, de un momento a otro.

Tras un corto, pero horrible delirio, el pobre enfermo cayó de nuevo en la inconciencia;
su estado era verdaderamente alarmante y lamentable; la temperatura había subido con
121
exageración; tenia bradicardia y el corazón amenazaba parar. Esta vez, Juan Jorge se
hallaba hondamente preocupado.

-¡No resistirá…! ¡No resistirá…! –pensaba angustiado -. ¡Sin embargo, nada debo decir
a mi mamá…! ¡Tengo que esforzarme para ocultarle la verdad…! ¡No debo
martirizarla…!

Pero a pesar de la determinación del estudiante, el profundo ceño de su frente decía


claramente a doña Rosario que había que esperar lo peor. En efecto, si la temperatura
ascendía un grado más, don Juan Manuel estaba perdido…

Esta crisis fue más aguda y larga que la primera: una agitación espantosa
convulsionada el pecho del enfermo. Gruesas gotas de sudor surcaban su frente; los
labios cárdenos y amoratados entreabríanse en un ligero gemido; la nariz perfilada, las
mejillas hundidas y los vidriosos ojos entreabiertos, comunicaban a su semblante el
inconfundible sello de la muerte.Seis horas que parecieron otros tantos siglos duró
aquel angustioso estado de postración.

Después, paulatinamente se fue recuperando; su respiración se iba haciendo cada vez


menos penosa y al fin pudo regresar al estado consciente, sin embargo, quedó
exhausto; era evidente que sus fuerzas principiaban a flaquear.

Al día siguiente, Juan Jorge promovió una Junta Médica, a la cual asistieron todos lo
galenos de la ciudad, que profesaban gran estimación por el joven estudiante; pero el
resultado estaba ya previsto. Solo varios años más tarde sería descubierto el
Cloromicetín, como eficaz arma combativa contra el terrible mal. Por entonces no
restaba sino aplicar pacientemente el sulfato de quinina ¡y dejarlo todo en manos de
Dios!

Por la noche hizo turno el estudiante; y a instancias del enfermo, su esposa y Elvira, se
retiraron con el pretexto de tomar un descanso a otra habitación, donde amanecieron
llorando y elevando sentidas plegarias a los cielos. La aurora del nuevo día las encontró
algo adormecidas y completamente rendidas por la angustia y el cansancio. Serían las
nueve de la mañana cuando don Juan Manuel llamó a su hijo, para decirle:

-Ya casi eres médico, hijito; y tu profesión te habrá enseñado a mirar cara a cara el
fenómeno de la vida, como el de la muerte. Por mi parte, creo que ha sonado mi hora y
deseo darte el adiós con la serenidad que requieren las despedidas definitivas. Cuida
mucho de tu madre y de Elvira, que ha sido una nueva hija para mí. Aprende amarla
con devoción, sin reservas, como yo he amado y venerado a Rosario; pues éste es el
único consuelo que llevo a mi sepulcro…

El alma de Juan Jorge, transida de dolor, reprimía el lamento que amenazaba estallar
dentro del pecho; y tal era la amargura y tal el esfuerzo de superación con que luchaba,
que había momentos en que perdía la noción del tiempo y el espacio y sentíase como

122
flotar en el ambiente. En el empeño de reprimir sus impulsos apretaba los puños,
mordíase los labios y los ojos se le inundaban de llanto.

-Juan Jorge, –prosiguió el moribundo -, por lo pronto, es preciso pensar en arreglar


nuestros intereses; tú conoces los procedimientos de nuestras leyes para una sucesión:
¡Cuántos trabajos, cuántos papeleos, cuántos sinsabores…!Los abogados… Las
oficinas. Y todo para que al final tengáis que pagar un alto impuesto. Por esta razón,
debemos buscar una forma conveniente para que ustedes no tengan problemas con el
Estado. Había pensado en concederte escritura de nuestros haberes, como si se tratara
de un negocio de compraventa; pero esto no es conveniente, porque tal tipo de
escrituras, en el trámite legal, presume una donación y entonces se tendría el mismo
estado de cosas. Por lo tanto, no he hallado mejor solución que la de realizar una
escritura simulada a nombre de nuestra Elvira, para que ella, a su vez, haga el traspaso
correspondiente a Rosario. ¡Qué te parece?

-Como usted quiera está bien dispuesto, papá.

-Entonces, díle a Ignacio que se traslade a Túquerres en busca del notario.

El estudiante abandonó la estancia para comunicar a Ignacio las disposiciones de don


Juan Manuel ante lo cual el peón manifestó que pocos minutos antes don Emiliano
Fuenmayor, que era el notario, había pasado frente a la casa, camino de “La Chorrera”,
donde tenía una finca. De modo que allá se dirigió a buscarlo.

Una hora después, Ignacio regresaba a la finca en compañía del funcionario.

Era don Emiliano Fuenmayor de elevada estatura. Solía vestir pantalón de casimir
negro, exageradamente aplanchado; negro gabán; elegantísimo coco y botas a media
caña. Llevaba un finísimo bastón, que voltereteaba entre las manos, y su enorme
mostacho, no se olvidaba de enchurarlo a cada instante. Este personaje era el eterno
notario de la ciudad de Túquerres.

Su delirio consistía en hacer gala de una erudición nada común, pues afirmaba haber
leído mucho a los clásicos, razón por la cual sus maneras eran afectadas y más aún su
modo de expresarse.

A pesar de todo, era amo y señor de una memoria fantásticamente prodigiosa, pues
daba cuenta exacta del archivo de su oficina; sabia la vida y milagros de cada habitante
de la sabana, sin fallar nunca en una fecha.Haciendo muchas reverencias y
contorsiones, penetró en la estancia del enfermo, tratando de disimular cuanto podía el
pavor que le causaba, porque ya Ignacio le había informado la clase de enfermedad
que padecía el patrón.

-Muy buenos días tengáis vos, nobilísimo caballero –dijo el notario desde la puerta de la
alcoba.

123
-Siga usted, don Emiliano. ¡Qué placer tenerlo por aquí!

-El placer ha sido para mí, distinguido caballero –replicó don Emiliano, tomando asiento
a una insinuación de Juan Jorge -.Y bien; servíos decirme: ¿es al amigo o al notario, a
quien os habéis dignado requerir por intermedio de vuestro fiel siervo?

.En esta ocasión es al Señor Notario … Dijo don Juan Manuel..

-Sí es así, proseguid, que estoy para serviros.

-Gracias, don Emiliano. Como usted ve, parece que ha llegado mi última hora y…

-Bien lo conozco. Desde luego para desventura de vuestra dignísima familia y de la


comunidad en general –interrumpió el notario -. Catalina, la muchacha fiel, la que
siempre me acompaña, cuatro días ha que fué a la fuente, con su cántaro al hombro y
allí oyó decir a otras fámulas, que hacían otro tanto, que habéis enfermado gravemente;
lo cual, naturalmente he sentido en el alma, por tratarse de tan dilectísimo amigo.

-De nuevo le agradezco, don Emiliano. Así pues, desearía hacer una escritura de esta
finca, para lo cual, le suplico que se sirva tomar nota y buscar los títulos
correspondientes en los archivos.

-En tratándose de un amigo tan distinguido como vos, no precisa tal – afirmó el notario -
. Conozco de do proviene la tendencia de ésta, vuestra hacienda; pues si la memoria no
me es infiel, vuestra propiedad se denomina “Fundo “El Manzano” que vuestro difunto
progenitor compró al ilustre General Teódulo Ballesteros, en la módica suma de mil
seiscientos veinte pesos, de los que llaman “chiquitos”, escritura ésta que fue
protocolizada ante mí, notario primero del Circuito, hace treinta y cinco años y dos
meses, en la tarde de un martes lluvioso, y que se encuentra registrada bajo el infolio
019 del archivo que reposa en mi despacho.

-¡Exactamente! .exclamó el enfermo-. Todo está de acuerdo con lo que usted dice.

-Siendo ésa vuestra voluntad, no tenemos necesidad sino del papel sellado pertinente
para el caso y que más tarde tendré el honor de legalizar debidamente, por tanto, os
suplico me dispenséis unos breves instantes, que he menester, para extraer los útiles
correspondientes de las alforjas que reposan sobre la espina dorsal de mi bucéfalo
azabache. Con vuestro permiso, caballero.

Cuando salió el notario, don Juan Manuel pidió a su hijo que llamara a Elvira para la
firma del documento, pero el estudiante regresó para comunicarle que la joven se
encontraba adormecida, pues estaba rendida por el cansancio de las vigilias.

-¡Pobrecita! Dijo don Juan Manuel -. No la despiertes, en este caso, hagamos la


escritura a nombre de Abdul, ya que es digno de toda mi confianza.

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Con esta determinación el árabe fue llamado y, acto seguido don Juan Manuel extendió
a su favor el título que lo acreditaba como propietario de “El Manzano”.

-¡Hombre…! .pensó el árabe -. ¡La fortuna me sonríe nuevamente! ¡Jamás hubiera


imaginado lo fácil que resulta enriquecerse con la cooperación de estas buenas
gentes…! ¡Ah! ¿Por qué no habría venido antes a Nariño? A estas horas, ¡estaría
millonario!

125
CAPITULO XIII

Dos Bandidos de Cartel


El estado del enfermo, a partir de aquel día, fue haciéndose cada vez más satisfactorio.
La fiebre iba cediendo lenta pero continuamente, y la temida crisis no volvió a
presentarse; hasta que estuvo en capacidad de abandonar su lecho.

Juan Jorge, viendo conjurado el mal por completo, resolvió trasladarse a Quito con el
objeto de presentar sus exámenes y Abdul lo acompañó hasta Túquerres, donde
tuvieron que aguardar largo tiempo en la estación de vehículos, en espera de uno que
condujera hasta Ipiales al estudiante.

Por fin llegó un bus que hacia servicio entre Pasto e Ipiales, del cual descendieron
algunos pasajeros, entre ellos Cecilia D‟Acosta, la rubia dama, que fue reconocida al
instante por el árabe, quien se despidió precipitadamente de su amigo y se encaminó
en seguida a saludar a la muchacha, a quien le formuló una invitación a un pequeño
restaurante que había en las cercanías.

Cecilia estaba más insinuante que nunca; su discreta coquetería y su agradable


conversación tenían prendado a su interlocutor.

Pronto le hizo saber que era portuguesa y que en la actualidad pensaba dedicarse a
realizar un estudio socioeconómico de la región sabanera, como un pasatiempo en su
periodo de vacaciones, pues era dueña de una hacienda en Manaos y tenía, además,
otras propiedades en el Brasil, cuyos menesteres la habían fatigado lo suficiente, como
para tomar un periodo de descanso algo prolongado.

-¡Vaya! –pensó Abdul -. La fortuna continúa sonriéndome. Después del padre Jesusito,
vino don Juan Manuel; y ahora esta mujer, a cuyos encantos físicos se suma un buen
bagaje de virtudes económicas, que tarde o temprano sabré aprovechar.

-¡Adelante, Abdul! Que Cupido te provea de un buen carcaj cuyos dardos hieran el
corazón de esta chica..

Por su parte Cecilia, pensaba algo parecido puesto que durante todo el tiempo
trascurrido desde los carnavales hasta la fecha, no había hecho cosa distinta que trazar
planes y planes para perder a Elvira, y siempre acaba concluyendo que la conquista del
árabe jugaría un papel importante para el logro de sus proyectos. Así pues, se iban
comprendiendo cada vez más.

Abdul se ofreció muy gentilmente para servir de amanuense en los trabajos de su


amiga, porque los conocimientos de etnología le habían enseñado a analizar los grupos
humanos, siendo por ello aceptado al instante por Cecilia.
126
La dama encontró alojamiento en un hotel en las afueras de la ciudad, de donde
procuraba salir lo menos posible, a fin de evitar que su sobrina llegara a enterarse de su
presencia en Túquerres y a su amigo le había suplicado no decir nunca nada a nadie,
porque era mejor permanecer en el anonimato. Esto, en verdad, facilita enormemente la
tarea de economistas o sociólogos para la consecución de sus estadísticas, a través de
las encuestas.

El árabe se ausentaba cada vez con mayor frecuencia de “El Manzano” bajo el pretexto
de hallarse en Túquerres realizando investigaciones arqueológicas para una nueva
excavación.

Repetidas veces los jóvenes “estudiosos” interrumpían sus trabajos investigativos para
hablar de sí mismos, de sus gustos, de sus proyectos, de sus vivencias emocionales y
siempre Abdul terminaba declarando su amor a la muchacha con encendidas frases.

Este cariño fue ampliamente correspondido después de una corta, pero muy prudente
tregua. Ambos habían conseguido su primer objetivo. El azar se iba a encargarse del
resto.

En efecto, aquel amor fingido tanto por el uno como por la otra , aunque en apariencia
era ardiente y valedero, no dejaba de tener sus inconvenientes de orden psicológico
pues el uno se cuidaba del otro, creándose en esta forma un clima de mutua
desconfianza, que amenazaba derrumbar aquella farsa, como un castillo de naipes.
Pero el padre Jesusito estaba destinado a evitarlo.

El pobre sacerdote no había tenido paz ni sosiego desde el día en que depositó en
manos de Abdul la ingente suma. A cada instante esperaba la visita de su socio y por
las noches soñaba con montones de billetes… Todo en vano. Los días pasaban con
desesperante monotonía y el árabe no asomaba por ningún lado…!

La euforia del sacerdote había desaparecido por completo y ahora semejaba uno de
aquellos personajes de las tragedias de Sófocles. No pudiendo resistir por más tiempo
la angustiosa situación, resolvió un día abordar el tema con su socio, para lo cual se
dirigía ya a “El Manzano”, cuando vio que el árabe acababa de llegar y, con la mayor
cautela del mundo, lo siguió hasta el hotel donde se hospedaba Cecilia.

Ya en la puerta, el sacerdote llamó la atención a Abdul, con términos afables, y los dos
personajes se dirigieron luego a una banca, ubicada en un pequeño jardín, circundado
por una serie de arbustos de ciprés en forma de compacto muro.

Cecilia D‟Acosta, que había observado el extraño encuentro, sintiendo en su alma la


innata curiosidad, propia del bello sexo, resolvió atrincherarse tras el muro de ciprés,
para escuchar allí agazapada la conversación que iba a sostenerse. Así pues, con
muchas precauciones llegó muy cerca de los dos amigos, que, sin enterarse de la
presencia de la espía, prosiguieron la conversación.
127
-A esto se debe mi presencia en este sitio –decía el sacerdote-.

-Claro, padre; usted tiene la razón –contestó el árabe -. Todo iba saliendo a pedir de
boca. Yo había invertido en Cali toda la cantidad que me dio su Reverencia. O sea los
dieciocho mil pesos, en la compra de papel, ácidos, tintas y demás elementos cuando
los guardas de la aduana me arrebataron los materiales, pretextando ser de poder
ilegal, y aún hubiera ido parar a la cárcel, si la agilidad de mis piernas no me hubiera
puesto lejos de su alcance.

-Esto es más interesante de lo que yo me imaginaba –dijo para sí Cecilia-.

-¿De modo que los dieciocho mil pesos se perdieron en su totalidad…? –preguntó el
sacerdote-.

.Como lo acaba de oír, padre; ahora no nos resta otra alternativa que la de volver a
empezar… Esta vez tenemos que duplicar el valor de la falsificación para que su
Reverencia pronto recupere el dinero perdido…

-¡Vaya…Vaya…! –dijo Cecilia -. Conque son falsificadores…

-¡Lo único que voy a duplicar es mi desconfianza, bribón! - .exclamó el padre Jesusito,
sin poderse contener -.

-¿Qué dice usted, padre…?

-¡Digo, mi “estimado” estafador, que “a otro perro con ese hueso”…! Tú jamás viajaste a
Cali ni cosa parecida; y esa novela que acabas de inventar, ¡no es sino un nuevo ardid
para robarme más plata…! Pero, ¿cómo fui tan estúpido, para dejarme engañar tan
miserablemente…? ¡Ah! ¡Ladrón! ¡Pero a la cárcel vas a ir a parar! ¡Estafador!
¡Sinvergüenza!

El señor cura se iba transformando paulatinamente, dominado por la ira. Su semblante


se demudaba y sus manos temblaban a causa de la furia. El árabe lo contemplaba con
serena y despectiva sonrisa.

-¿Y qué medios va a utilizar su reverencia para hacerme encarcelar?

-¡La ley! ¡Carajo! ¡De la ley…! –rugió el sacerdote-


.
-Muy bien, querido padre –interrumpió el árabe con una sonrisa de triunfo -.Analicemos
el punto: estafador y víctima son dos buenos amigos. El estafador urde un plan, y,
modestia aparte, un plan perfecto… y un día la víctima le entrega determinada cantidad
de dinero… En el momento de realizar esta transacción, la víctima se encuentra en
estado avanzado de embriaguez, no hay testigos que presenciaran la entrega del
dinero, ni el estafador firma certificación o documento alguno, que acredite el recibo del
dinero. ¿Cómo prueba usted, querido padre, que yo haya recibido de sus manos la
128
dichosa suma de dinero? Usted no tiene constancia, no existe siquiera un cheque
bancario.

-Yo declararé ante un juez y lo haré “tacto prectore et corona”, -gritó el señor cura,
tratando de intimidar con la frase latina a su adversario -.

-Muy bien –respondió Abdul, sin inmutarse -. Hágalo, reverendo padre, pero no se
olvide de que en el peor de los casos, el juez tendrá que llamarme a la indagatoria y allí
declararía yo toda la verdad y juraría en cruz que soy un falsificador de moneda,
negocio ilegal, en la cual hemos trabajado en sociedad con su Reverencia,
repartiéndonos las utilidades en partes proporcionales. Así me enterraran en la cárcel,
pero conmigo irá también el resto de la banda, es decir, usted, ¡padre Jesusito! No,
querido padre; usted no hará jamás una acusación contra sí mismo… La iglesia lo
necesita, las ovejas necesitan al “buen pastor”, que las conduzca al aprisco… Los
niños… El catecismo… En fin…

-¿Es decir, canalla; que, no temes un denuncio criminal?

-Mire, padre; hablemos claro de una vez. Confieso haberle robado esos dieciocho mil
pesos. Confieso que soy un estafador, pero usted carece de testigos, carece de
pruebas y, por, lo tanto, desafío a la ley y los Tribunales…

Ante la categórica aseveración, el pobre sacerdote bajó la frente y se retiró en silencio,


vencido, humillado, rendido ante la evidencia y arrepentido una y mil veces de haber
brindado su confianza a semejante malvado. En su conciencia se alzaba la figura de
Abdul, como el único responsable de su tragedia, pero no llegaba a reconocer que su
propia avaricia lo había perdido.

Entre tanto, en el jardín quedaban dos personas con las almas rebosantes de
satisfacción: Abdul-Ben-Kamir, que había logrado un verdadero triunfo, y Cecilia
D‟Acosta, que no se había perdido detalle de la entrevista.

Una leve tosecilla que resonó a espaldas de Abdul y que para el árabe estalló como un
cañonazo, lo vino a sacar de sus alegres pensamientos. Al volverse se encontró con el
rostro radiante de su amiga, que sin más preámbulos le dijo:

-Creo que ahora tiene el padre Jesusito una testigo fidedigna, ¡que te conducirá
convicto y confeso ante el juzgado! -Y recordando la frase final de una obra dramática
que había admirado en Portugal añadió:-¿Con que desafías a cualquier tribunal?
¡Desafíalo ahora!

El árabe quedó perplejo ante tan insólito acontecimiento; toda aquella trama, urdida con
tanta paciencia y maestría, se derrumbaba como por parte de magia ante dos frases de
la intrusa; sin embargo, algo en su ser le gritaba que la batalla aún no estaba perdida y
que era necesario hacer frente a su enemiga. Haciendo un supremo esfuerzo, Abdul
trató de recobrar la serenidad y estrelló contra Cecilia estas palabras:
129
-¡Ah! ¡Maldita! ¡Conque tú escuchabas!

-¡Todo! ¡Absolutamente todo, mi amor! –exclamó la muchacha tratando de jugar con su


víctima, tal como el gato hace con el ratón-.

Abdul asió entonces por la empuñadura la terrible arma que le ofrecía Cecilia: el amor.

-¡Ah! ¡Picaruela…! .le dijo sonriendo -. Por un instante había olvidado nuestro amor, y
creí que me amenazabas de veras.

Rápidamente analizó Cecilia las condiciones de aquel hombre. Era un excelente


jugador, ¡que sabía echar la carta clave en el momento preciso! ¡Qué pareja formidable
hubieran hecho los dos! Así pues, resolvió continuar el juego.

-Claro, mi vida; de tal cosa sería incapaz una mujer que te ame como yo; hasta cierto
punto, desde luego…

-¿Hasta qué punto? –preguntó anhelante Abdul-


.
-Hasta ver satisfechos algunos pequeños caprichillos de mujer…

-¿Qué caprichos son ésos? –preguntó Abdul con fruición-.

Cecilia D‟acosta, observando la ansiedad de su amigo, pensó: “Es el momento de


asestar el golpe. ¡Ahora o nunca!” - Entonces, casi sin reflexionar en cuanto decía,
respondió:

-Escucha, Abdul: yo soy la tía de Elvira y necesito que me la entregues ¡Hay una gran
fortuna de por medio!

Abdul abrió desmesuradamente los ojos. Por un instante hubiera querido despedazar
entre sus manos a esa mujer, porque, en verdad amaba a Elvira. Pero se contuvo.
Reflexionó un momento; pensó en breves segundos en el valor de la una y el de la otra;
mas la lucha fue breve. En su enfermiza mente, la pura imagen de la gentil Elvira había
perdido todo su fulgor ante la deslumbrante inteligencia de su tía. Entonces, con voz
calmada se expresó así:

-Todo negocio que produzca ganancias es justificable. Lo importante es saber quién


gana más, si el que compra o el que vende. En el presente caso, mi adorada Cecilia,
me estás vendiendo tu silencio. ¿A qué precio? ¿Cuál de los dos ganará más en esta
compraventa? Acabas de decir que eres la tía de Elvira y que una gran fortuna se
esconde detrás de todo esto. Como Elvira perdió a su padre, el que yo te la entregue
significa su sentencia de muerte. ¿Verdad…? Pues bien, de negocio a negocio, de vida
a vida… Yo también tengo una fortuna en perspectiva y para estar en igualdad de
condiciones, pienso que si he de entregarte a Elvira, a mi vez, tengo derecho a señalar
su precio.
130
-¿Cuál? – preguntó con ansiedad Cecilia-.

-¡La vida de Juan Jorge, su prometido! Si quieres a Elvira, ¡Mata a Juan Jorge¡

131
CAPITULO XIV

“María Elena”
Los amantes quedaron silenciosos largo rato. El sol, en tanto, calentaba las frescas
rosas del vergel, que, con la mayor inocencia del mundo, eran mudos testigos de
aquella comedia de la infamia, en la que sucedía un entreacto en ese instante.

Cada uno de los bandidos analizaba con admiración la inteligencia y suspicacia del otro,
y sus pensamientos iban poco a poco convergiendo a la misma conclusión: habían
nacido el uno para el otro y el destino los había unido. Solo de sus voluntades
dependían múltiples e insospechados triunfos. Jugaban ahora con cartas vistas y en
aquella extraña baraja de la vida ninguno de los dos temía perder.

-Bien, Abdul –dijo la novia -. Si de veras me amas, si hemos nacido en distintos países,
pero el uno para el otro, si hemos de cruzar unidos la misma senda de la vida,es
preciso que nuestra unión se edifique sobre bases firmes y objetivas.

-Mi activo puede llegar a los cuatrocientos mil pesos, incluyendo la herencia de don
Juan Manuel Piedrahita y lo aportado por mi antiguo socio, el padre Jesusito.

-Yo creo que aportaría igual capital –respondió Cecilia D‟Acosta-.

-Y ¿Qué garantía tendré de tu lealtad? -preguntó el árabe-.

-¡Que solo cuando haya “solucionado el problema” de Juan Jorge, me entregarás a


Elvira…!

-Pero esto debe hacerse con inteligencia. Por ejemplo: un “accidente” …-propuso
Abdul-.

-Naturalmente- Abdul; y yo seré quien llore con mayor angustia la desaparición de tu


amigo.

-¡Negocio cerrado! .exclamó el árabe; y selló con un beso apasionado los labios de
Cecilia-.

Satisfechos de su reprochable pacto, los socios penetraron en la alcoba de Cecilia.


Besos apasionados y sensuales preludiaron una escena lúbrica en la que los amantes
se entregaron apasionados a libar hasta las heces el vino ardiente de su locura.

Pasado ya algún tiempo, Juan Jorge había obtenido su título de “doctor” en Ciencias
Médicas de la Universidad Central del Ecuador.
132
Una vez recibió el diploma, se encaminó a Túquerres con el fin de hacer partícipes de
su alegría a familiares y amigos.. La finca “El Manzano” se hallaba engalanada una vez
más. Don Juan Manuel personalmente había dirigido la organización de la fiesta,
secundado por doña Rosario, Abdul y la encantadora Elvira, que en esta oportunidad
desempeñó con eficiencia el cargo de “jefe de coordinación”, pues con su espíritu
dinámico y laborioso, con su alegría de siempre, se hallaba presente en todos los
frentes de trabajo.

El día de la llegada del médico, Ignacio y Blanca salieron a Túquerres a cumplir una
comisión; conseguir una orquesta para el baile de esa noche. Sin embargo, a pesar de
la acuosidad del fiel sirviente, en esa ocasión cometió el primero y tal vez el único desliz
de la vida.

El pobre campesino llegó a la ciudad pletórico de lo que él llamaba “una santa emoción
por el grado de “Doptor” de su niño Jorgito”

-¡Ay…! M‟hijo –respondió Blanca -. Y no olvide que según tenimos planiado, el niño
Jorgito y la niña Elvira mesmiticos tienen que ser los padrinos pa‟hacer acristianar a la
guagua.

-¡No sia bruta m‟hija…! Cómo se le ocurre a vusté hacer compadres mesmiticos a los
dos.. ¿No sabe que eso es de mal agüero? Ellos también andan por contraer… Y que
los dos sirvan de padrinos en un compadrazgo es malísimo. ¿No ha oído decir a los
viejos que entons el diablo se encarga de desbaratarles el casorio?

-Güeno; ¡entons a yo no me friegue más m‟hijo que a yo harto me dolió cuando la


guagua vino a estos barrios de Dios! Hora si vusté mesmamente verá qué es lo que
hace con ella, Pero l‟único que le empropongo es que a las torrejas sí tiene que
llevarlos al uno y a la otra…

-Claro a las torrejas sí los vamos a llevar, porque eso no tiene nadita que ver con el
casorio.

Las “torrejas” a que se referían los campesinos es una comida especial de cuyes,
gallinas, choclos, etc., que los campesinos acostumbran obsequiar a sus compadres, en
agradecimiento por haber servido de padrinos en un bautizo. Haciendo muchos
proyectos, los campesinos visitaron algunas tiendas de la ciudad, en donde compraron
elementos indispensables para realizar la fiesta; entre otras cosas, algunas botellas de
vino y de aguardiente, de las cuales resolvieron destapar una para catar su contenido;
sentáronse en una acera, donde una tras otra hacían libaciones, hasta que el propio
Juan Jorge los vino a sacar de sus ensoñaciones con su llegada, tan pronto Ignacio lo
alcanzó a divisar, en un santiamén levantó su impedimenta y tomó las de Villadiego,
exclamando:

- “Mamitica mía…! ¡El patrón ya llegó y nosotros todavía no llevamos l‟orquesta…!

133
-Por vusté jue todo, m‟hijo, que se pone con sus cosas, ques que un traguito de tu jetica
y todas esas tonteras.

-Calle, m‟hija; no sea regañona, que todo es por la querencia. Vamos breve a buscar
l‟orquesta.

-Pero qué orquesta va a encontrar horitica m‟hijo si ya tamos a la oración.

-A la oración todavía no m‟hija, porque aún no son las seis de la tarde. Pero vamos a
ver siquiera a don Manuel “Cununo”.

Cuando el músico vio a los dos campesinos “enfiestados”, invitándolo a subir a un


automóvil, sin formular pregunta alguna, lo abordó con su inseparable arpa, y en
seguida Ignacio le explicó el motivo de aquella extraña invitación, ante lo cual, don
Manuel, por toda respuesta le dijo.

“Mi garganta no es de palo


ni hechura de carpintero;
si quieren que yo les cuente,
échenme un trago primero.”

En seguida se dirigió Ignacio a la casa de don Teófilo Piedrahita, el hermano de don


Juan Manuel, para entregarle la invitación que su patrón la había enviado y suplicarle
que le ayudase a conseguir una buena orquesta, ya que al baile de esa noche estaban
invitados importantes personajes de la ciudad, Don Teófilo se comprometió a cumplir
esta misión; iniciándose así una fiesta alegre y pletórica de camaradería, pues don Juan
Manuel y su familia eran apreciados en todos los círculos sociales de Túquerres.

Al día siguiente, Abdul-Ben-Kamir, el árabe, marchaba muy temprano hacia Túquerres


para comunicar a su cómplice que durante la fiesta precedente se había convenido
efectuar un viaje de placer a la isla de Tumaco.

-Por ningún motivo se te ocurra ir a ese viaje -.dijo lacónicamente Cecilia -. Déjalo todo
de mi cuenta, e infórmame solamente para cuando se ha fijado la partida.

-Se hará dentro de cuatro días –respondió Abdul-.

-Entonces no hay tiempo que perder. Yo salgo hoy mismo para la isla. ¡A ver si le
preparo una buena recepción a tu amigo! –exclamó Cecilia con una sonrisa feroz-.

Tal como el árabe anunció, cuatro días más tarde, salían con destino a Tumaco don
Juan Manuel y su hijo. A Elvira y a Abdul también se los había invitado, pero ambos se
excusaron por diferentes motivos; y doña Rosario también se negó para quedarse en
casa.
134
Después de ascender al páramo de “Chimangual”, sobre las faldas del Azufral, a unos
dieciocho kilómetros de la ciudad de Túquerres, la carretera empezó a descender con
leve inclinación, al principio, pero a medida que los viajeros avanzaban, la pendiente se
hacía cada vez más fuerte, hasta llegar a los profundos desfiladeros de la “Nariz del
Diablo”, una de las estribaciones de la cordillera de los Andes, que como su nombre lo
indica, toma la inmensa forma de una nariz.

El paraje era allí agreste y magnifico. Hacia el norte y a vertiginosa altura, el azul del
firmamento se veía perforado por los inhiestos picachos del “Gualcalá” o “Dedo de
Dios”, inmensa roca de granito en forma de una mano cerrada con el índice levantado
hacia las estrellas, como para señalar en el vértice de la altura la ruta de lo infinito. Y,
en contraste, por el lado izquierdo de la carretera, podía observarse un profundo
abismo, negro como boca de lobo, de donde parecía surgir el peñasco inmenso, vertical
y majestuoso, como un supremo reto de la naturaleza contra la ley de la gravedad,
cortado por la carretera, que como cinta gris lo circundaba, asiéndose con invisible
garra para no caer en la espantosa sima.

La trepidación del vehículo en que viajaba don Juan Manuel y su hijo ahuyentó una
bandada de loros y guacamayas, que habitaba en las rocas, que con sus vistosos
plumajes y su infernal griterío pusieron un tinte de contraste en lo agreste del paisaje.

Pronto la carretera descendió hasta la cuenca del “río Güiza” y bordeando su cauce en
mil graciosas contorsiones, llegó hasta la región de “Coayquer”. Allí habitaba un curioso
grupo humano: los indios coayqueres, vestidos de corto calzón de blanco lienzo que les
llega a la rodilla, camisa del mismo color, con las mangas recogidas a la altura del codo
y en la espalda un bulto de plátano, asegurado por medio de una cuerda vegetal, que
les circunda la frente a manera de cintillo.

-¿Qué clase de indios, son éstos? –Preguntó Juan Jorge a su padre-.

-Es una tribu que pertenece a la familia lingüística Awá –respondió don Juan Manuel -.
Es famosa por sus costumbres un tanto fuera de lo normal, sobre todo en cuanto a la
vida conyugal se refiere.

-¿Aún se encuentra en el matriarcado? -.interrogó de nuevo Juan Jorge-.

-Al contrario –dijo don Juan Manuel -. Mira: cuando la india pare es el esposo quien
asegura sentir los dolores del parto y guarda cama durante varios días, en tanto que su
mujer se ocupa de los oficios domésticos y de aquellos del trabajo, que atañen al varón.

-¿Pero ya son civilizados? ¿Tienen trato con los blancos y aún persisten en sus
costumbres?

-Sí, hijo; esta costumbre inveterada no ha cesado, a pesar de su trato continuo con las
gentes civilizadas.

135
Después de varias horas de camino, el vehículo llegó a la pequeña población de “El
Diviso” efectuando el recorrido en suavísimo descenso, hasta llegar a un suelo
esmeraldino y fértil, plano, como la palma de la mano, con paisajes bellísimos y de
cambiante colorido, en donde reina la vida exuberante de la vegetación tropical.

Eran las cinco de la tarde cuando los viajeros abordaron una lancha en “Agua Clara”,
que los conduciría a Tumaco.

El mar se adentraba en la costa colombiana, a través de múltiples canales, brazos y


canalillos que abríanse paso, venciendo los esteros ribereños. Gigantescos árboles
elevaban sus copas a más de cincuenta metros de altura; y sus viejos troncos, cubiertos
de maleza y de plantas parásitas, emergían de trecho en trecho, con sus aristados
lomos, en la vieja pugna natural por la supervivencia.

La vegetación era exageradamente exuberante. Ramajes opulentos de todas las


especies luchaban por vencer a sus vecinos, formando un toldo vegetal de vitalidad
sorprendente, en cuyo fondo descollaban las altísimas palmeras y los manglares
corpulentos, con la mitad de sus raíces al aire, entre las que ondulaban con insólita
tranquilidad gigantescos reptiles de la fauna tropical.

El silbar de las serpientes se escuchaba allí confundido con el canto de los ruiseñores,
el rugido lejano de las fieras y el murmullo incesante del mar.

La lancha, hábilmente conducida por experta mano, surcaba ágilmente por entre esa
urdimbre de enmarañada vegetación, hasta que de pronto, ante los asombrados ojos de
los viajeros, apareció el mar en toda su magnificencia.

El sol estaba declinando y, por ese maravilloso fenómeno de óptica, había perdido su
deslumbrante resplandor y caía lentamente para hundirse en la líquida inmensidad,
como un enorme y rojizo disco, tiñendo de carmín la transparencia de las aguas y los
copos de espumas que nacían en las lejanas rompientes resquebrajándose en
caprichosas formas, convergen sus coloraciones hacia el sol, como a la suprema fuente
de la vida.

La mirada del viajero no se cansa de contemplar aquel espectáculo de sorprendente


belleza, gratuitamente obsequiado por la naturaleza. Cuando atracó la lancha en el
pequeño malecón del puerto, los viajeros se afanaron en descargar sus equipajes y
todos se hallaban en esta operación, cuando una brusca mano que cayó sobre el
hombro de don Juan Manuel, casi lo echa por tierra, al mismo tiempo que retumbó a su
espalda una formidable carcajada.

Juan Jorge se puso en guardia para defender a su padre, pero quedó estático frente a
una gigantesca y semidesnuda figura humana, cuyos músculos brotaban de la piel,
como esculpidos en bronce por el mismo Fidias.

-¿Qué…? ¿No me reconoces? –Exclamó aquel hombre, con estentórea voz-.


136
-Pero si eres el “Ursus” del colegio –contestó don Juan Manuel, arrojándose en brazos
de su antiguo compañero-.

-¡El mismo, viejo…! –gritó el gigante -. Pero que al fin ha dejado de lidiar con las fieras!
Para hacerlo con el mar!

-¿Eres marino? –interrogó don Juan Manuel-.

-¡Y de los buenos…! ¡Pero no te afanes, viejo, que pronto tendrás oportunidad de
relacionarte con mi María Elena!

-¿Es tu esposa?

-¡No seas animal! ¡Viejo guasón! ¡María Elena es mucho más que mi esposa!

-¿Es tu hija?

-Bueno. Es algo así como mi hija… Digamos por el cariño que le tengo… Es hermosa
como una quinceañera; sus formas perfectas. Al nadar se balancea suavemente,
¡cimbreándose con elegancia! Su figura es esbelta; de maneras finas y graciosas en
todos sus movimientos.

-¡Pero acaba de una vez hombre! ¿Quién es esa mujer?

-¡No seas bruto! ¡Viejo idiota! ¡No es una mujer! ¡Es una balandra! Es mi barco,
hombre; mi “María Elena”. Todo el mundo la conoce. ¡Es el barco pesquero más famoso
de estos mares!

-¡Qué maravilla! –exclamó don Juan Manuel-.

-¿Cuál maravilla? ¡Viejo imbécil! La maravilla es la que tú mismo vas a ver, porque
pasado mañana vamos a zarpar tras un banco de atún, que he descubierto hacia el sur
y desde ahora quedas invitado a una pesca maravillosa, ¿convenido?

-¡Convenido! Como en los viejos tiempos del colegio –dijo don Juan Manuel,
estrechando la mano de su amigo -. Pero también he de llevar a mi hijo.

-¿A tu hijo?

-Sí, hombre. ¡Tengo el placer de presentarle a mi obra maestra! El médico más famoso
del mundo!.- Añadió don Juan Manuel acentuando la exageración y relacionando a su
hijo con su antiguo condiscípulo-.

El marino estrechó afectuosamente la mano de Juan Jorge, al tiempo que una mujer
murmuraba a espaldas de los tres hombres.

137
-¡”María Elena”…! ¡Pasado mañana…! ¡No hay tiempo que perder…!

Y abandonando el teatro de esta escena, tomó una lancha para dirigirse al cercano
islote de “El Morro”, en cuyo terminal marítimo se hallaba anclado el “María Elena”.

138
CAPITULO XV

La Corriente de Humboldt
La cubierta del “María Elena” aparecía con ese hormigueo característico de la
tripulación que se apresta a zarpar. Los curtidos marineros iban y venían, con la
monótona peculiaridad que da la práctica, pero que a la vez contribuye a la
automatización del hombre de mar, a pesar de lo cual algunos marinos detenían su
paso y hacían señas maliciosas a sus compañeros, refiriéndose a una linda mujer,
cuyas formas les llamaban particularmente la atención.

Era Cecilia D‟Acosta, con su esbelto talle, oculto a medias por escotado traje, cuya falda
bandereaba con la abundante brisa marina.

En ese momento quiso la buena estrella de Cecilia que se le enfrentara el maquinista


del “María Elena”, quien, gracias a su debilidad por el bello sexo era el más audaz de a
bordo, para buscarse problemas de faldas.

-Excuse, señorita –dijo el mecánico -. Veo que usted es una turista y a esta clase de
bichos les encanta conocer los barcos. Sígame, que el “María Elena” estará orgulloso
de su visita.

Con una deliciosa sonrisa, Cecilia agradeció la gentileza del marino, quien la tomó de la
mano para conducirla a través de la escalerilla que sube a cubierta, y luego la introdujo
al interior del buque, indicándole los diversos compartimientos y explicándole el
funcionamiento de cada aparato.

El resto de la tripulación cuchicheaba señalando a la pareja y haciendo toda clase de


comentarios sobre la suerte del maquinista, que realizaba en aquel momento una
envidiable pesca.

Y así, era en efecto: porque el marino, animado por la franca coquetería de su amiga,
avanzaba decididamente en su proceso de conquista. Sin detenerse a pensar en la
expresa prohibición de no permitir la entrada de particulares a la sentina del barco, el
mecánico condujo a la chica hasta la sala de máquinas, en donde estaba su frente de
trabajo.

-Aquí es donde trabajo yo – le explicó -. Esta máquina grande que ves es el motor
principal, encargado de la movilización del buque, tiene ocho cilindros en línea y su
potencia alcanza los doscientos cincuenta caballos de fuerza. Funciona con gasolina y
se aprovisiona de aquel tanque de combustibles. Posee…

139
-¿Por dónde se le carga la gasolina al tanque? –Preguntó Cecilia, interrumpiendo la
explicación del maquinista-.

-Levantando esta tapa… ¡Así…! ¡Mira!

Cecilia observó atentamente los movimientos del mecánico y luego preguntó:

-¿Mañana podremos vernos?

-Tendrás que venir aquí –contestó el maquinista -. Pues mañana es el último día que
estamos en puerto y tengo que poner en marcha el motor. Como la entrada a
particulares está prohibida a esta parte del navío, te enseñaré un pasillo poco
frecuentado para que puedas introducirte.

Al día siguiente llegó el capitán acompañado de sus amigos, don Juan Manuel y su hijo.
El eufórico marino les indicaba con orgullo todas las maravillas de su nave. Les señaló
un pequeño camarote, en el cual, a pesar de su estrechez, los invitados viajarían con
alguna comodidad y por fin les extendió unas tarjetas de cortesía, que los autorizaban
para visitar hasta los últimos rincones del buque, hecho lo cual se despidió cordialmente
y se retiró al puente de mando, a fin de verificar la carta de navegación, revisar los
preparativos y cumplir sus deberes de capitán.

Entre tanto, don Juan Manuel y Juan Jorge se dedicaron a conocer la embarcación y a
tomar centenares de fotografías, con una magnifica cámara de propiedad del capitán.

Por su parte, Cecilia se encaminaba, casi al mismo tiempo, por un estrecho pasillo, para
cumplir su cita con el mecánico de a bordo, llevando en su cartera un pequeño paquete
con sal, que iba a servir muy bien para sus secretos designios.

Al poco rato de haberse iniciado el romántico coloquio en la sala de máquinas,


aparecieron don Juan Manuel y Juan Jorge, a quienes el azar había impelido en
carácter de turistas a la misma estancia en la que se hallaba su desconocida enemiga.
Esta, al verlos, se turbó un tanto, pero reaccionó de inmediato porque ninguno de los
dos la conocía, y jamás hubieran podido imaginar los infames proyectos que se
ocultaban detrás de su inofensivo y agradable rostro.

El mecánico se dirigió a los inoportunos visitantes, para recordarles la prohibición de


entrar a la sala de máquinas, ante lo cual Juan Jorge exhibió las tarjetas que les había
entregado el capitán.

Aprovechando la momentánea distracción del maquinista, Cecilia levantó la tapa del


depósito del combustible y arrojó la sal dentro del tanque, al mismo instante que una
fugaz mueca de triunfo cruzaba por su semblante.

-¡Misión cumplida, Cecilia D‟Acosta! –murmuró para sí. Y se apresuró a colocar la tapa
en su respectivo lugar -.
140
Mientras Cecilia consumaba su criminal proyecto, Juan Jorge tomaba una “vista” de la
sala de máquinas, enfocando en primer plano a su padre y al mecánico, que había
“posado” en forma singular.

Después de la visita de los personajes, siguió un ligero coloquio amoroso, pero, en


contra de las previsiones del marino, terminó más pronto de lo que él hubiera deseado,
porque la dama, pretextando cualquier cosa, salió aprisa, abandonando el “María
Elena”, segura como estaba de no volver a verlo nunca más.

A la mañana siguiente, el cielo se mostraba despejado. El sol enviaba sus anaranjados


rayos, que herían oblicuamente el casco del navío, y una fresca brisa soplaba del
sudeste, cuando el capitán dio la orden de levar anclas.

Con el motor a moderada presión, la hélice del buque azotó el rizado mar y el “María
Elena” zarpó soberbio, dirigiendo su elegante quilla hacia el occidente.

Don Juan Manuel y el médico saludaban desde el puente, radiantes por el placer que
les brindaba aquel inesperado paseo.

-“¡Buen viento y buena mar…!”-exclamaban algunos amigos desde el muelle, dando


alegre despedida a la marinería-.

Cuando el buque salió de la bahía de Tumaco, paulatinamente se fueron perdiendo de


vista el muelle y la ciudad y bien pronto apareció ante la estupefacta mirada de los
viajeros la hermosa isla de “Boca Grande”, con sus esbeltas palmeras, cuyas flexibles
cabelleras ondulaban al viento y con su inmensa playa de brillante arena, en donde se
quebraban las argentadas olas y dormitaban las cigüeñas blancas.

Cuatro horas después, la tierra se divisaba como un lejano punto, perdido en medio de
la azul inmensidad.

Entonces el capitán tomó el sextante para establecer la posición del navío y luego dio la
orden al timonel de virar hacia el sur en un ángulo de ochenta y cinco grados.

-Ahora sí- exclamó dirigiéndose a sus huéspedes-.El “María Elena” ha entrado


definitivamente en su elemento…¿No ven cómo cabalga maravillosamente sobre las
olas? ¿No observan su fino espolón, cortando los tumbos, como si fueran de queso?
¿No aspiran ese aire salino, que llena los pulmones? ¡Esta es la vida…! Este es el
mar…El mar, el mar, mi querido viejo; ¡el mar! ¡Esta sola palabra lo dice todo…!

Feliz el capitán se alejó riendo y cantando una vieja barcarola y dejó a sus amigos
absortos en diversas meditaciones, porque quien ante el mar no medita, señal es de
que tiene enferma el alma o incapacitada la mente para concebir la grandeza y llegar a
lo infinito.
141
La presión del motor había sido disminuida y el “María Elena” ondulaba graciosamente
sobre las tranquilas aguas, como una gaviota que juguetea sobre la inmensidad en
busca del sustento.

Sin modificación alguna, continuó el viaje durante dos días con aquietada mar. Al cabo
de este tiempo, el capitán parecía hallarse inquieto; consultaba con frecuencia el
sextante, la brújula, el barómetro y demás instrumentos de a bordo. De pronto ordenó al
maquinista que reforzara la presión del motor.

-Hemos entrado en la corriente de Humboldt, y es necesario mantener el rumbo del


navío –explicó a sus invitados-.

-¿La corriente de Humboldt…? ¡Hombre! Algo recuerdo de mis clases de geografía en


el colegio-dijo Juan Jorge-.

-Efectivamente, doctor-continuó el capitán-.Gracias a un complicado cálculo, el sabio


Barón de Humboldt, había descubierto una corriente, que bordea las costas
occidentales de la América del Sur desde la Patagonia hacia el norte, la cual llegando a
la altura de los tres grados de latitud Sur, o sea, frente a las costas del Ecuador, se
desvía casi en ángulo recto hacia el occidente, con dirección a Nueva Guinea.

-Ya recuerdo-dijo Juan Jorge-, es una corriente marina bastante ancha, ¿verdad?

-¡Exacto!- explicó el capitán-.Tiene una anchura de doscientos cuarenta kilómetros.

-¿Pero, a qué se debe esta corriente? ¿Cuáles son las causas que la producen?-
preguntó el médico-.

-Su descubridor, cuyo apellido lleva, pudo constatar las causas de este fenómeno,
llegando a las siguientes conclusiones:

I.- La temperatura de estas aguas es inferior a la de la costa en unos siete grados


centígrados.

II.-Para conservar el equilibrio térmico, el agua toma un grado de calor por cada masa
atmosférica de 3.000 metros cúbicos de aire, y

III.-Con esta operación, aumenta en un grado la temperatura de un metro cúbico de


agua.

-¡Ya entiendo!-interrumpió el médico-.Habría que calcular la cantidad de metros cúbicos


de agua que contienen todas estas regiones, para saber los grados de temperatura que
el agua roba a la atmósfera y ese resultado multiplicarlo por 3.000, con el fin de conocer
la turbulencia que se opera en las capas atmosféricas.

142
-Turbulencia continua-agregó el capitán-, que se conoce con el nombre de “Corriente de
Humboldt”. Ahora bien, para no ser desviados por esta poderosa corriente de la ruta
que nos hemos trazado, he ordenado al maquinista reforzar casi al máximo la presión
del… ¡Epa…! ¿Pero qué pasó?- preguntó extrañado el capitán y se lanzó por la
escotilla de la sala de máquinas-.

-¿Capitán! ¡Capitán! –Gritó el maquinista, cuando vio que éste entraba a la sala de
máquinas-. ¡El motor se ha parado!

-¡Hay que revisarlo! ¡Pronto!

El mecánico actuó de inmediato; y una vez terminada una cuidadosa revisión de la


máquina, informó al capitán:

-Capitán, acabo de verificar los sistemas de combustible y de alta tensión; ambos están
correctos. Me falta revisar el sistema de lubricación y en el caso de que éste hubiese
fallado, temo que el daño sea más grave de lo que imaginamos.

-Hay que mover el volante, a ver si gira el cigüeñal. Tome esta palanca; ayúdeme, por
favor.

El capitán Rodríguez tomó la palanca que le extendía el mecánico, la entrabó en unos


pernos del volante y, con todas sus fuerzas trató de darle vueltas. En condiciones
normales, el volante hubiera cedido con relativa facilidad; pero en el presente caso,
pese a las sobrehumanas fuerzas del capitán, cuyos músculos amenazaban abrir la
tensa piel, el volante no giró ni una pulgada.

-Esto significa-dijo el mecánico –que la máquina se ha fundido!

-O sea que no podemos poner en marcha el motor y así no opondremos ninguna


resistencia a la corriente de Humboldt. ¡Y vamos a la deriva! –Gritó el capitán-. ¡Maldita
sea! ¡Qué situación!. Y luego añadió:

-¡Continúa revisando, invéntate cualquier cosa! Yo entre tanto regresaré al puente, para
ver qué se puede hacer. ¡Maldición! ¡Estamos en una de las zonas menos
frecuentadas!

Y se alejó cabizbajo, estudiando con amplia previsión la gravedad del caso.

Lo importante –pensaba el capitán –es no dejarnos arrastrar por esta endemoniada


corriente! ¡Hay que detener el “María Elena” antes de que el diablo nos lleve!

Con esta finalidad ordenó echar anclas, pero estaban en aguas profundas y éstas no
alcanzaron fondo. Entre tanto, el barco había empezado a derivar hacia el oeste,
arrastrado irremisiblemente por la corriente humboldtiana.

143
-¡Leven anclas y hagan de las dos una sola! -ordenó el capitán.

Así se hizo de inmediato; luego fue bajada la única ancla que le quedaba a la balandra.
La expectativa de los marineros era ansiosa. ¿Resistiría aquella cadena la tensión del
buque, que avanzaba ya con bastante velocidad…? Pasaron breves minutos que a la
tripulación le parecieron siglos. El buque derivó un poco más hasta que una sacudida
anunció que el ancla se había empotrado en algún objeto submarino resistente.

Cuando la nave quedó anclada, bamboleándose suavemente sobre las olas, el capitán
tomó prudentes precauciones para el rescate.

A falta de radio u otros medios efectivos de comunicación, ordenó izar todos los
pabellones de a bordo, en los cuales fueron pintadas de colores llamativos las letras de
solicitud de auxilio S.O.S, en espera del paso de algún buque por las cercanías.

El mecánico, entre tanto, había quitado el depósito inferior del aceite del motor, o sea,
el cárter; y, arrastrándose, logró introducir la cabeza, solo para comprobar, lleno de
consternación, que los bujes del cigüeñal se hallaban completamente fundidos, y que la
reparación del motor, por consiguiente, se hacía imposible en alta mar. De alguna
manera había que arribar a algún puerto, ¡o estarían perdidos!

Así se lo comunicó al capitán, quien, sin embargo, no quiso aclarar la situación a don
Juan Manuel ni a su hijo, en espera de un encuentro coincidencial con algún buque que
lo remolcara a puerto. A pesar de todo, su instinto de marino le gritaba que desconfiase,
que esa circunstancia feliz no llegaría…

Por su parte, el mecánico trataba de establecer las causas de aquel daño, según era su
deber, para lo cual fue revisando todo el sistema de lubricación, cuya falla era, al
parecer, la única causa para que sucediera tan imprevisto contratiempo. Pero con
asombro pudo comprobar que el sistema había trabajado a corrección; así pues, el
pobre hombre se devanaba lo sesos en el difícil establecimiento de las causas.

El capitán consultaba con insistencia los instrumentos de control, hasta que a la tarde
del siguiente día pudo comprobar horrorizado lo que más temía: el barómetro descendía
con inusitada rapidez anunciando una próxima tormenta.

Juan Jorge no podía asistir a esa sucesión de dramáticos acontecimientos, porque


nadie decía nada. De esta manera, se encerró en el pequeño laboratorio de a bordo a
revelar las películas fotográficas.

Tal como lo anunció el barómetro, a las cuatro de la tarde de ese día la atmósfera se
fue enrareciendo, cargándose poco a poco de electricidad; la temperatura subía
insistentemente; oscuros nubarrones encapotaban el firmamento y el oleaje se iba
haciendo cada vez más duro. Los vientos soplaban a cada instante con mayor violencia
y en la misma exasperante dirección. Siempre hacia el oeste.

144
CAPITULO XVI

El Triunfo de Cecilia D’Acosta

Eran las ocho de la noche cuando estalló la tempestad. Los vientos silbaban en los
mástiles y chimeneas del buque. La mar picada se tornaba en oleajes enormes, que
crecían y crecían cada vez, alzando y bajando el navío de alturas insospechadas a
profundas simas. Aunque bien conocían las furias del Océano Pacífico a nadie se le
ocultaba que en las condiciones en que tenían que luchar, estaban prácticamente
cruzados de brazos y absolutamente impotentes en medio de los terribles elementos.
Dos horas más tarde, la tempestad arreció con inaudita furia; el viento, convertido en
tremendo huracán, levantaba verdaderas montañas de agua; los rayos se producían
con tal continuidad, que no había intervalos entre el estampido de los truenos y los
relámpagos, que se entrecruzaban en mil y mil contorsiones, rasgando la negrura de la
noche y llenando de pavor a la marinería.

Y el mar alzaba toneladas de agua, cuyos tumbos barrían una y otra vez la cubierta del
“María Elena”, que zarandeado sin piedad, semejaba una cáscara de naranja o una
hoja seca en medio de espantoso torbellino; su armazón crujía de tal manera que hubo
momentos en que la tripulación creyó que la nave se había partido por el centro. La
oscuridad era profunda y los marinos no podían verse sino cuando los relámpagos
iluminaban sus siluetas, en uniforme movimiento, adheridas como escarabajos a la
borda.

El capitán gritaba con todas las fuerzas, impartiendo órdenes y dando ánimo a su
tripulación y en veces también a su buque, como si éste fuera uno más de sus
intrépidos muchachos.

-¡Aguanta, “María Elena”! ¡Aguanta! ¡Debes resistir, carajo! –Gritaba el capitán-.

-¡La cadena…! –gritó uno de los marineros -.

Todos se lanzaron al sitio de donde salía la voz, y llenos de terror pudieron comprobar a
la luz de los relámpagos que la cadena del ancla, sometida a su máxima presión
amenazaba romper los anillos, ¡que ya estaban cediendo!

¡Pronto! –gritó el capitán -. ¡Un cable! ¡Lleven un cable a proa, para reforzar la cadena
del ancla.

Cuatro hombres corrieron desaforadamente a cumplir la orden que se les daba. La


angustia se apoderó del corazón de aquellos infelices, que comprendían claramente
que la cadena era su única esperanza y que si ésta se rompía, estaban
irremisiblemente perdidos.

145
Dos marineros, fuertemente atados a la borda, descendieron por la cadena del ancla
entretejiendo el cable a través de los anillos.

El oleaje inclinaba el navío a babor y estribor de tal forma que había momentos en que
parecía que el buque no se levantaría más.

Y a cada bandazo sucedíase un formidable templón en la cadena del ancla, que


sacudía espantosamente a los dos audaces marinos que sobre ella cabalgaban. Con el
cable se logró reforzar la cadena hasta donde la capacidad humana lo permitía, o sea,
unos tres metros por debajo de la línea de flotación. Todo lo que el hombre podía
realizar en su defensa ya estaba hecho; ahora no quedaba otra alternativa que esperar
que el resto de la cadena soportase las tremendas sacudidas.

La lucha de los elementos llegó a su clímax cerca de la media noche. El formidable


empuje de los vientos y las olas hacía que en ese instante la corriente de Humboldt se
tornara en un poderoso torrente, que hizo añicos la cadena del ancla; y el “María
Elena”, libre de toda traba, saltó sobre el mar como un potro salvaje, que ha logrado
romper las ataduras, dando saltos gigantescos, cayendo sin gobierno en los tumbos del
oleaje, dando cabeceos y bandazos o girando vertiginosamente sobre sí mismo, como
si fuera un molinete…

Quienes viajaban en el vientre de aquella bestia enloquecida caían y levantaban para


volver a caer; las mesas, estantes y otros muebles, desprendiéndose de sus sitios, se
golpeaban unos contra otros en infernal combate. Y los hombres, zarandeados con
indescriptible furia, chocando contra las paredes de los camarotes o rodaban como
seres inertes, asiéndose con frenética desesperación de cuanto objeto se colocaba a
su alcance. La balandra, arrastrada en tan penosas condiciones, derivaba
definitivamente rumbo a Oceanía…

-Menos mal –pensó el capitán -, porque si a esta maldita corriente se le hubiese


antojado tomar la dirección contraria, ¡nos haríamos añicos al estrellarnos contra las
rompientes de la costa…! ¡Lo importante es que amaine esta tempestad infernal!

Cuando amaneció, la situación no era menos comprometida, si bien, con la claridad, al


timonel se le facilitaba un tanto las maniobras de la rueda de emergencia, para ayudar
al buque en la conservación del equilibrio.

Solo en las horas de la tarde amainó un tanto el temporal y los tozudos tripulantes
pudieron descansar unos momentos, para cambiarse de ropas, porque estaban calados
hasta los huesos. Después, el hambre y la sed se hicieron sentir en todos los
organismos. Entonces el capitán reunió a toda la tripulación y después de establecer la
posición con el sextante, le habló así:

-Como ya ustedes saben, hemos caído en la corriente de Humboldt y derivamos hacia


el occidente. Sí bien lo peor de la tempestad ya ha pasado, también es cierto que nada
podemos hacer para no ir a la deriva, pues hemos perdido la única ancla cuando
146
tratábamos de capear el temporal. Ahora estamos en las manos de Dios. Nuestra única
salvación sería que nos encuentre algún buque lo cual es muy remoto, porque muy
pocos son los que frecuentan estas aguas. Tenemos víveres y agua, calculados para
quince días, de los cuales ya llevamos cuatro; o sea que si en once días no nos han
avistado, ¡Moriremos de hambre y sed…! Por fortuna llevamos un médico a bordo; el
doctor Juan Jorge Piedrahita, quien en esta ocasión desempeñará el papel de dietista,
porque desde hoy vamos a racionar los alimentos.

La tripulación bajó la cabeza en señal de acatamiento a las prudentes órdenes del


capitán. No podían adivinar el futuro y por lo tanto era mejor estar prevenidos. Todos
convinieron entonces en que Juan Jorge se hiciera cargo de la sentina del barco y se le
entregaron las llaves de la bodega. El médico aceptó su comisión de buen grado y rogó
a sus compañeros de infortunio que permanecieran todos unidos, que era menester
establecer frecuentes diálogos, no sólo para estudiar la situación y resolver de común
acuerdo los problemas, sino, ante todo, para evitar el desaliento, pues solo con los
nervios bien templados se podía salir airosos de tan horrible atolladero.

Sus palabras fueron recibidas con gratitud por sus vigorosos compañeros y, en el
cumplimiento de este programa diariamente se efectuaban dos reuniones en cubierta,
con asistencia de todos los marinos.

La tempestad había cesado por completo y a ella había sucedido una apacible calma, si
se pudiera aceptar esta denominación dentro de la corriente por la que continuaba el
“María Elena” a la deriva.

Así pasaron nueve días durante los cuales la tripulación repartía su tiempo en reparar
las averías, sus deberes ordinarios, la pesca, abundante en esas aguas, y en asistir a
las reuniones de cubierta. Sin embargo, la calma de la tripulación era aparente, pues sí
hubiera existido un barómetro para predecir las tormentas del alma humana, de seguro
en aquel barco hubiera descendido con rapidez porque todos sabían a bordo que ya
estaban al límite de las provisiones y que a pesar del racionamiento no estaba lejos el
día en que morirían atormentados por la sed.

Juan Jorge había logrado construir un pequeño destilador utilizando para ello un
serpentín y un gran botellón, que llenó con agua salada, la cual, sometida al calor, bien
pronto entró en ebullición. Haciendo pasar sus vapores a través del serpentín, el médico
logró obtener algunas gotas de agua potable, pero con este sistema no se podría
solucionar ningún problema, pues habría que hervir enormes cantidades de agua
salada para obtener una ínfima parte del líquido potable.

En estas circunstancias llegó el día de navidad. Don Juan Manuel y el médico trazaron
un modesto programa, que seguramente daría los resultados que se apetecían: levantar
el ánimo en el corazón de aquellos desventurados y hacer de esta conmemoración un
nuevo motivo de acercamiento entre esas humildes gentes del mar, que día a día iban
tornándose más urañas.

147
De mala gana asistió la tripulación a la asamblea de cubierta y tan solo lo hizo para
complacer al médico, a quien habían tomado cariño. Juan Jorge les habló en términos
amistosos y les dijo cómo, en todo el mundo, se reunían los parientes y los amigos para
celebrar la noche buena; que no había razón para no seguir esa costumbre dentro de la
prisión flotante que el cielo les había deparado, pero que a la postre seria el barco más
querido para ellos, pues nada tan cierto como la frase que Virgilio, el gran poeta de la
antigüedad, pone en los labios de Eneas: “El recuerdo de estas amarguras y trabajos,
nos alegrará algún día”

-El cocinero de abordo- agregó – nos va a obsequiar unos postres especiales para este
día; es cierto que todo a base de pescado, pero habrá unas deliciosas variaciones.
Entre tanto, y para levantar el espíritu, cantemos algún villancico.

Los hombres del mar accedieron a la solicitud de su amigo y en ese instante se elevó
de las roncas gargantas, hechas para dominar el chasquido de las olas, un cantar cuyos
acordes tuvieron el rumor de la marejada por acompañamiento y por teatro el cielo
infinito y el mar inmensamente azul.

Cuando cesó el canto por las bronceadas mejillas de todos los rostros rodaron en
silencio algunas lágrimas de nostalgia por el hogar tan querido y ahora tan lejano…

Juan Jorge, en su anhelo de poner una nota de alegría en aquel pentagrama del dolor,
dijo:

-¡Como aguinaldo voy a repartir entre ustedes algunas estampas fotográficas que he
logrado tomar en nuestro magnífico “María Elena”! –Y acto seguido cumplió su
promesa-.

-Mire, capitán; ésta es una de las mejores…la tomé en la sala de máquinas- explico
Juan Jorge, al tiempo que entregaba la fotografía al capitán-.

-Muy bien –dijo el aludido- aquí aparece don Juan Manuel, nuestro maquinista y… pero
¿Quién es esa mujer…?

Juan Jorge se acercó a mirar y luego expresó que no la conocía.

-¡Pues yo tampoco! – afirmó el capitán, y ordenó que viniera el maquinista!

Al ser interrogado, el pobre mecánico tuvo que confesar cuanto sabía de Cecilia
D‟Acosta y cómo la había introducido a la sala de máquinas.

-A pesar de tu enamoramiento –le dijo el capitán con severidad -, la presencia de esta


chica se me hace sospechosa. Si fuera tan amable, doctor, en obsequiarme una
ampliación de esta fotografía, quizá pudiéramos aclarar algo.

148
Así se hizo; y poco tiempo después, el médico entregaba al capitán una ampliación
suficientemente clara, según la cual la cámara fotográfica había sorprendido a Cecilia
en el momento de colocar el tapón en el tanque de combustible.

-Pero ¿Qué hace esta mujer aquí…? –interrogó el capitán -. Hay que tomar una
muestra de la gasolina y analizarla en el laboratorio.

Juan Jorge, en su interior, alimentaba una terrible duda, que le mordía el alma, el rostro
de la chica no se podía distinguir muy bien, por haber estado el objetivo fuera de la
distancia focal; sin embargo, ¡sus facciones no podían ser otras que la de su amada
Elvira…! Creyéndose víctima de una alucinación, llamó a su padre y le explicó lo que
pensaba.

-Efectivamente -expresó don Juan Manuel -. Si esta señorita no es nuestra querida


Elvira, bien pudiera ser su hermana.

Aquella frase reveladora cayó como una bomba en el alma del médico y, sin formular
comentario alguno, marchó con la cabeza mustia hacia el laboratorio. Allí estaban ya el
capitán y el mecánico haciendo las pruebas pertinentes del combustible.

-¡Lo que yo me temía, mi capitán…! Aseveró el azorado maquinista -. ¡A esta gasolina


le han echado sal…! Y la sal corroe el material de los bujes del motor. ¡Con razón se
fundió la máquina…!

-¡La mujer de la fotografía! -Gritó el capitán, y abalanzándose sobre el desprevenido


marino rugió fuera de sí -. ¡Y tú la introdujiste a la sala de máquinas! ¡Miserable!
¡Hijueputa! ¡Voy a matarte, maldito!

El gigante, hecho un demonio, había sujetado al maquinista por el cuello, que era
apretado por aquellos esforzados músculos como por dos tenazas. El desgraciado
mecánico tenía ya un palmo de lengua fuera cuando entró Juan Jorge al laboratorio y
abalanzándose a su vez sobre el capitán, gritó:

-Un momento, capitán. ¡Este hombre es inocente y ha sido víctima de un engaño…! Sí


alguien tiene que morir, soy yo… Por ser la causa de que esa mujer haya consumado
tan diabólico plan. Aquella diablesa es Cecilia D‟Acosta, ¡una enemiga mortal de la
mujer que amo…!

El capitán soltó la presa y retornó más triste y preocupado que nunca a su puesto de
mando. Entre tanto el médico auxilió al marino, para ir después a encerrarse en su
camarote, presa de espantosa y torturante angustia…

Sentado en su litera, apoyados los codos sobre las rodillas y con la cabeza entre las
manos, Juan Jorge se dedicó a cavilar intensamente, durante interminables horas sobre
lo que acaba de descubrir.

149
El panorama que se abría entre sus ojos era espantoso. No cabía duda de que Cecilia
había intentado asesinarlo… ¿Habría caído ya la inocente niña en las garras de la
vampiresa?

-¡No…! ¿No…! – Gritaba Juan Jorge, mesándose con desesperación los cabellos-. ¡No
quiero ni pensarlo…! Y mientras tanto, yo aquí encerrado en este maldito buque,
siempre lo mismo, siempre a la deriva, alejándome cada vez más de mi adorada
Elvira…! Impotente…! ¡Inútil…! ¡Desvalido…! ¡Condenado a morir como un
miserable…! ¿Y mi padre…! ¡Ah! ¡Podre viejo de mi alma! ¡Qué duras van a ser sus
últimas horas sobre la tierra de los hombres!

-Pero no. ¡Que estos terribles pensamientos que se retuercen como serpientes en mi
mente no vayan a torturar su imaginación! Con ese amor paterno inmenso, insondable
que profesa por Elvira… ¡No! ¡No! Tengo que ocultarle la verdad. ¡Debo ser fuerte para
sufrir en silencio!

-Y Abdul ¿por qué no vino con nosotros…? El pretexto que expuso para excusarse era
demasiado baladí… ¿Conocería nuestra sentencia de muerte? ¿A qué se debería esa
innata desconfianza que Ignacio demostraba por el árabe? ¡Ignacio había descubierto
algo? No. Me lo hubiera dicho a mí… Y la escritura que mi padre le hizo a este
miserable, ¿no sería acaso uno de los móviles de este crimen? ¿Abdul y Cecilia se
habrían puesto de acuerdo…? Y si así fuera, ¿en qué manos ha caído mi mamá? ¿Dios
mío…! ¡Pobre madre…! ¡Pobre Elvira…!

Así se torturaba el médico y ni él mismo podía darse cuenta de que por ese maravilloso
fenómeno de la intuición, a través de una urdimbre de intrincados raciocinios, había
llegado a hollar con su imaginación las propias riveras de la verdad.

La costumbre del capitán del “María Elena” era mantener su buque diez días en alta
mar, tiempo suficiente para realizar la pesca, y cinco días en puerto, efectuando por
este ordenado sistema dos pescas cada mes. En el puerto de Tumaco sus amigos lo
aguardaron en vano durante quince días, al cabo de los cuales comenzaron a
inquietarse por su extraña tardanza y dieron aviso a las autoridades del lugar. Dos días
más tarde, aparecía en los principales periódicos de la capital del departamento la
noticia concebida en estos términos:

“Perdido el “María Elena”. Un pequeño buque pesquero de nombre “María Elena”, al


mando del capitán Guillermo Rodríguez, que había zarpado para la pesca de atún hace
diecisiete días, no ha regresado aún al puerto de Tumaco. Como se presume que el
buque se encuentra en emergencia, las autoridades del puerto han ordenado partir una
cuadrilla de guardacostas con el fin de recorrer las aguas aledañas. Esperamos pronto
tener noticias del buque y de su tripulación.”

Esta noticia llenó de regocijo el alma de Cecilia D‟Acosta, quien durante la entrevista
que sostuvo con Abdul aquella misma tarde le indicó el periódico y le explicó cuanto
había hecho para conseguir tan tremendos resultados.
150
-La sal, mi querido Abdul; que es un elemento indispensable para la vida, en este caso
llevó para tu amigo el mensaje de la muerte, ¡Hemos triunfado!

-Parcialmente-replicó Abdul-. Todavía pueden rescatarlos los guardacostas.

-Es cierto! –dijo Cecilia -. Tenemos que esperar.

-Sí; porque solo cuando tengamos la seguridad de la muerte de Juan Jorge, llevaremos
a cabo la segunda parte de nuestro plan y entonces te entregaré a Elvira. ¡Hasta
entonces, Cecilia. Hasta entonces!

Los dos malvados no tuvieron mucho tiempo que esperar, porque el día jueves, nueve
de enero de 1936, apareció en los diarios la fatal noticia.

“Perdido definitivamente el “María Elena”. Un grupo de oceanógrafos, que realizaba


investigaciones en la corriente de Humboldt, encontró los restos del buque pesquero
“María Elena”, al efectuar buceos aproximadamente a los 3 grados 27‟ de latitud Sur y
85 grados 12‟ de longitud. Los restos consisten en una ancla que lleva el nombre del
mencionado buque, con la cadena destrozada. Se continúan las investigaciones, a
pesar de que existe la certeza de que no hay sobrevivientes de la espantosa tragedia.”

Una carcajada infernal, que estalló en los pechos de Abdul y Cecilia, celebró el
acontecimiento.

-¡Ahora sí .exclamó la mujer -. ¡Hemos triunfado!

--¡Esta noche daremos el segundo golpe! –Fue la respuesta de su compañero-.

151
CAPITULO XVII

“La Chorrera”

Retrocedamos un tanto en esta historia, para volver a encontrar a Juan Jorge sentado
en su camarote del “María Elena”, entregado a los más pesimistas pensamientos.
Desde aquel día en que se representó en su imaginación toda la tremenda realidad, el
médico ya no tuvo ánimo para proseguir en su afán de unificación, como una terapia
preventiva de mayores males. Ya nada le importaba. Todo lo consideraba
definitivamente perdido y ni siquiera salía de su camarote, ensimismado siempre en
fatales meditaciones.

Poco a poco la ansiedad fue haciendo presa en la mente de Juan Jorge, que pasaba los
días, al igual que las noches, en eterna vigilia, y enajenado del mundo angustioso que
lo rodeaba, pues era tal el poder del sufrimiento que las fatídicas cavilaciones se iban
tornando en ideas fijas, en una terrible obsesión, que no le permitía ver, sentir, o
pensar, cosa distinta de aquella idea torturante y avasalladora.

Mil veces se le representaba la imagen de Elvira, que lo llamaba o que le extendía las
manos; pero cuando él trataba de tomarla, un negro abismo se abría para tragárselos y
los dos rodaban y rodaban en la terrible sima, sin que les fuera dado detenerse y poder
auxiliarse el uno al otro. ¡Era la desesperación…! ¡Era el delirio…! ¡Era la locura…!

Don Juan Manuel se angustiaba por su lado, viendo tan enfermo a su hijo; pero
ignorando las tremendas luchas que se libraban en su alma, no podía prestarle ninguna
clase de aliciente; antes bien, su presencia contribuía a agravar la situación y exasperar
al enfermo, que no quería la permanencia de su padre en el camarote. Era esto la
última pincelada de normalidad en aquella psicología traumatizada, porque el médico lo
hacía por temor a revelarle la verdad a su padre, durante sus febricitantes delirios.

La enfermedad del médico hizo eco, además, en el alma de la tripulación, que


careciendo del optimista y reconfortante aliento de su compañero, se abandonó a su
suerte y lo primero que algunos marineros hicieron fue dar fin a la ya escasa reserva de
agua y entregarse indefensos en manos de la casualidad. De este modo, luego de tres
largos días de navegación, arrastrados siempre por la fatídica corriente, uno a uno
fueron cayendo en diversos sitios en donde la desesperación o la abulia se apoderaba
de los hombres, hasta que, por fin, devorado por la sed, cayó el vigía sobre el puente y
todo vestigio de vida se perdió en la nave.

La sed era un tormento espantoso; las entrañas de aquellos desventurados ardían


como calcinante fuego, algunos habían tomado agua salada y arrostraban sus
consecuencias; se retorcían sobre el puente, en los camarotes o en los pasillos, en
medio de crueles torturas y contorsiones espantosas, causadas por indecible dolor.
152
El tres de enero de 1936, un transatlántico hacia su recorrido entre Nueva Zelanda y las
Islas Marquesas, a la altura de los 4 grados, 32‟ de latitud Sur y 140 grados de longitud.
Era el “Steevens” de Glasgow. Su vigía, atento siempre a la observación del mar,
asestaba su catalejo en distintas direcciones, cuando, de pronto, lanzó el conocido
gritó:

-¡Barco a la vista!

-¿Hacia qué dirección…? –preguntó el segundo de a bordo-


.
-¡A barlovento! .contestó el vigía-.

El segundo asestó su catalejo y después de un minucioso exámen exclamó:

-¡Cielos! ¡Es un barco a la deriva! ¡Atención! ¡Atención! -ordenó al timonel-. ¡Proa al


Este! ¡Viraje de 80 grados! ¡Aprestar maniobras de abordaje –exclamó dirigiéndose a la
tripulación-.

El buque, lanzado a una velocidad de sesenta nudos, se acercaba rápidamente a su


objetivo. Ahora se divisaban las banderas de a bordo. Era un barco pesquero
colombiano y se hallaba en emergencia porque en cada pabellón flameaban las letras
“S.O.S”

Pero aquel buque, ¿no sería ya una tumba flotante? Ninguna señal de vida provenía de
aquella embarcación. ¡Ningún hombre se asomaba por la borda y el puesto del vigía se
hallaba vacío!

Toda la tripulación de “Steevens” se hallaba sobre cubierta, pendiente del suceso. Los
dos buques ya estaban muy cerca… Casi juntos… Ahora se tocaban; y desde la
cubierta del “Steevens”, pudieron observar los tripulantes que los hombres del “María
Elena” habían muerto… Dos cadáveres se hallaban tendidos sobre el puente.

-¡Traigan escalas para el abordaje! –ordenó el capitán-. Puede ser que encontremos
algún sobreviviente. Lleven algunas camillas.

En cumplimiento a lo ordenado, algunos marinos echaron una escala sobre el “María


Elena” y descendieron sobre la cubierta de la balandra, pues el transatlántico era más
alto que el buque pesquero.

-¡Estos infelices han muerto por la sed! –Explicó uno de los marineros a sus
compañeros -, Observen ustedes los labios hinchados y resquebrajados, la lengua
afuera. ¡Esa es la señal!

-¡Vamos al interior! –sugirió otro -. ¡Quizás encontraremos algún sobreviviente!

153
Así se hizo; y tal como se había pensado, los hombres que estaban en el interior aún
sobrevivían… ¡Pero en qué estado!

Los labios cárdenos y amoratados; la lengua resquebrajada les salía de la boca un


palmo y los turbios ojos entornados les daban el aspecto de cadáveres. Uno a uno
fueron trasladados al “Steevens”, donde recibieron cuidadosos y humanitarios auxilios.
Los dos hombres que habían muerto sobre el puente fueron arrojados al mar, con harto
sentimiento por parte de sus colegas, que, se veían obligados a ofrendar al piélago
profundo del tributo de dos vidas humanas! Después el capitán dio la orden de atoar al
“María Elena”, para conducirlo remolcado de su navío hacia algún puerto.

El primero en recobrar el sentido fue el capitán Rodríguez, que gracias a su recia


complexión, pronto se incorporó sobre el lecho e inquirió con la mirada. El enfermero
que vigilaba atento a los accidentados llamó entonces al contramaestre de a bordo,
para que se comunicara con el capitán del “María Elena”, pues era el único que hablada
un poco de castellano. El contramaestre informó al capitán Rodríguez cómo fue
encontrado el “María Elena” y de la muerte de sus dos compañeros.

El capitán bajó la frente y casi entre dientes murmuró:

-¡Por favor, llévenos a Tumaco!

Fueron sus últimas palabras durante aquella travesía, porque luego se encerró en un
mutismo absoluto, que demostraba bien a las claras el intenso dolor que sentía su alma,
al saber la muerte espantosa de dos de los suyos.

El resto de la tripulación, Juan Jorge y su padre, también se fueron restableciendo poco


a poco, hasta que, débiles aún, pisaron tierra en las horas de la madrugada del nueve
de enero de 1936. Su salvador, el capitán del “Steevens”, los dejó en el muelle de “El
Morro” y se despidió llevándose en el alma el tributo de gratitud de aquellos
desdichados

Entonces Juan Jorge relató a su padre el intenso drama que había vivido, detalle por
detalle; el infame plan de Cecilia D‟Acosta, su complicidad con el árabe y, en fin, cuanto
había meditado en la oscuridad de su camarote.

-¡No puede ser! –dijo don Juan Manuel -. Nada prueba lo que piensas. ¡Todo son
conjeturas tuyas nada más! ¡Es imposible que Abdul, mi otro hijo, sea capaz de tanta
felonía! Nosotros no le hemos dado nada más que amor.

-Ojalá sea lo que tú dices, papá. Pero, ¿y si yo estoy en la verdad…? ¿Qué va a pasar
con mi mamá y con Elvira?

-¡Marchémonos! ¡Marchémonos hacia Túquerres¡ ¡Dios quiera que aún lleguemos a


tiempo! –Exclamó don Juan Manuel y sus ojos se inundaron de llanto-.

154
Despidiéndose cariñosamente de todos sus compañeros de infortunio, los dos hombres
fletaron una lancha que los condujo hasta “Agua Clara”. Ninguno de los hermosos
paisajes que antes admiraba, conmovió a Juan Jorge, que, con la mente obsesionada,
solo pensaba en su madre y en Elvira, víctimas de la insaciable injusticia de la maldita
pareja. Profundamente le dolía la traición de Abdul, a quien solo amor habían dado
todos los suyos. Ahora en su corazón se acrecentaba una sed, más torturante aún que
la que padeciera en el “María Elena”:¡La sed de la venganza contra Abdul! ¡Venganza
contra Cecilia! Sus manos de médico, hechas para curar las heridas y prodigar la vida,
¡se crispaban ahora ante la idea de matar! Una nueva idea fija se apoderaba de su
calenturienta mente.

A las siete de la mañana llegaron a “Agua Clara”; pero allí tuvieron que esperar una
hora porque el ferrocarril partía a las ocho. Nuevos tormentos para padre e hijo, que
hubieran querido volar hasta su hogar ultrajado y asediado por la perfidia.

Luego vino el viaje en tren y el transbordo a un bus de pasajeros en “El Diviso”. ¡Aún
estaban distantes!

-Señor –suplicó Juan Jorge al conductor -. Trate usted de llegar a Túquerres lo antes
posible y cuente con una espléndida gratificación. Mi madre y mi futura esposa corren
peligro de muerte, ¡y en sus manos está la salvación de las dos!

El ruego conmovedor hizo eco en el alma del conductor y el vehículo rodaba por la
estrecha carretera en vertiginosa carrera. Sin embargo, la noche llegó y aún estaban a
muchos kilómetros de distancia de la ciudad de Túquerres.

Precisamente, ese mismo día, jueves, nueve de enero de 1936, Abdul y Cecilia habían
celebrado la noticia periodística de la pérdida definitiva del “María Elena”, y se habían
propuesto dar el segundo golpe.

Elvira D‟Acosta, ignorando el espantoso destino que, como una nube negra, se cernía
sobre su cabeza, se había retirado a su recámara en la finca de “El Manzano”; porque
desde que partieron al viaje don Juan Manuel y el médico, ella se trasladó a vivir a la
finca de sus amigos para hacerle compañía a doña Rosario. Eran las nueve de la
noche cuando se entregó al descanso, en completa tranquilidad, porque ignoraba,
además, las terribles aventuras de su amado Juan Jorge.

Cecilia D‟Acosta había llegado esa noche al vecino poblado de “La Chorrera”, a fin de
consumar su criminal proyecto y permanecía en compañía de Abdul; ocultos en una de
las dependencias del molino de don Carlos Fainí.

En la soledad de aquella noche, los dos malvados esperaban con paciencia la hora
prefijada para asestar el golpe y permanecían silenciosos, fumando uno tras otro gran
número de cigarrillos, porque ya todo estaba preparado con asombrosa perfección y
sangre fría. De pronto, el árabe se levantó en forma repentina y con voz queda insinuó
a su amiga:
155
-Ya es la hora, Cecilia; todo el mundo está durmiendo. ¡Manos a la obra!

Los dos abrieron una puerta que correspondía a una bodega que don Carlos tenía llena
de trigo y de allí sacaron el cuerpo de una mujer, fuertemente atada y cuidadosamente
amordazada: era Blanca la esposa de Ignacio, quien iba a servir como carnada, para
atraer a su presa. Aunando sus fuerzas la llevaron junto a la rueda del molino hidráulico,
en uno de cuyos radios ataron fuertemente a la campesina, con el cuerpo extendido a lo
largo de la viga.

Blanca, con los ojos desorbitados, miraba con angustia hacia todas direcciones,
esperando que alguien pasara por allí y la salvara. Todo en vano; a las ocho de la
noche todos los campesinos ya están durmiendo y solo la negrura de la noche la
rodeaba.

-Muy bien –dijo el árabe -. Ahora tú te quedas con ésta y yo voy por Ignacio.

-¿Pero es necesario matar a este par de indios? –preguntó Cecilia -.

-¡Es preciso! –respondió con sequedad el árabe -. No quiero testigos que me delaten.
Tú te marchas con Elvira y yo regresaré a casa con la mayor inocencia. Mañana
encontrarán los tres cadáveres y yo lloraré tiernamente los percances; pero continuaré
al frente de la hacienda. ¡Después nos uniremos los dos para siempre…!

-¡Para siempre, Abdul, para siempre! –exclamó Cecilia D‟Acosta –


.
El árabe partió a “El Manzano” y media hora después regresaba con Ignacio a quien no
había dicho ni una palabra. El pobre campesino fue conducido hasta la rueda del
molino, y allí sus ojos desmensuradamente abiertos contemplaron espantados el
cuadro: en la rueda estaba “Su Blanca”, atada y amordazada, como una paloma en
garras del gavilán
.
-Escucha con atención lo que voy a decirte- le dijo Abdul -. Tú debes regresar de
inmediato hasta la hacienda; penetrarás en silencio en la alcoba de Elvira y le dirás que
venga contigo, que Blanca está gravemente enferma en este molino y que la necesita.

¡Nadie más! ¡Absolutamente nadie más! -Recalcó el árabe – debe conocer esto!
¿Entiendes? ¡Nadie! - Mira: desde aquí se observa arriba la curva del camino, si veo
que vienes acompañado de otra persona distinta a Elvira, abriré las compuertas del
agua y echaré a andar la rueda del molino: entonces serás el único responsable de lo
que pueda ocurrir a Blanca; si regresas sin Elvira Blanca morirá igualmente; y, si traes a
la chica ¡Tú mismo podrás desatar las cuerdas que sujetan a tu mujer! ¿Entendido?

-Sí, patrón –dijo temblando el campesino –


.
156
-Adelante, pues. Y no olvides; ¡La vida de tu mujer depende de que cumplas a
cabalidad cuanto te ordeno! Te doy una hora para hacer este trabajo. Es decir, que si
no has llegado a tiempo, pondré en marcha la rueda. ¡Vete!

Ignacio, aterrorizado por lo que acababa de suceder, emprendió veloz carrera rumbo a
la finca. Su cerebro era un caos, de donde emergían cantidad de ideas, de planes, de
conjeturas, sin concierto alguno y todos aparecían y se iban con rapidez sin dejar nada
en claro y sin llegar a ninguna conclusión ni mucho menos a conformar un plan de
contraataque.

Sabía que “su Blanca” estaba en peligro de muerte… Y eso era todo… Pero adivinaba
también que el mismo peligro correría Elvira, ¡En manos de aquel miserable que se
había atrevido a poner las manos sobre su indefensa esposa…!

¿Cumpliría las órdenes de Abdul…? ¡No lo sabía…! ¡No podía pensar con serenidad…!
¡Pero había que llegar! Y corría y corría desaforadamente, como un autómata…

-¡Mamitica mía de las Lajas…! ¡Señorcito de los Milagros! ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!


¿Qué voy hacer? ¡Ese sinvergüenza quiere que le entregue a la niña Elvira! Pero no.
¿Cómo se la voy a entregar? ¿Qué va a decir mi niño Jorgito cuando venga…? ¡Pero…
mi Blanca! ¡Mi Blanca!

¡Ay…! ¡Mamitica mía! ¡Bien pensaba yo que ese árabe es el mesmo diablo…! ¡Pero
no…! ¡No voy a decir nada a naide…! Todo se lo contaré a la niña Elvira, que es más
inteligente que yo; ¡Y mesmitica ella sabrá lo que hay que hacer…!

Eran ya las once de la noche cuando Ignacio llegó a “El Manzano”. En la casa de la
finca todos dormían. El campesino se dirigió en silencio al aposento que ocupaba Elvira.
Abrió pausadamente la puerta para no hacer ruido. Luego se quedó escuchando
algunos instantes. Todo estaba en silencio; solo se oía la tranquila respiración de la
joven, que dormía plácidamente, ajena a toda aquella urdiembre infernal.

Ignacio avanzó dos pasos, lentamente. Ahora iba ya a llamar por su nombre a Elvira,
cuando de pronto se escuchó un sordo murmullo subterráneo, que se fue acrecentando
con rapidez, hasta convertirse en un formidable bramido, que provenía de las entrañas
mismas de la tierra.

Elvira se despertó y el campesino se quedó paralizado por el miedo. Fracciones de


segundo duró aquella estática escena, porque al ruido siguió un espantoso movimiento
de tierra, como nunca antes se había sentido en aquellas volcánicas regiones.

-¡Señorcito de los Milagros…! ¡Temblor...! – alcanzó a exclamar Ignacio y luego


enmudeció porque era tal el movimiento sísmico, que la casa de la finca, cuarteándose
por el espantoso movimiento, se vino al suelo, de tal forma que uno de los pilares dio un
terrible golpe en la espalda del campesino, empujándolo hacia delante y prensándolo
contra el lecho de Elvira. En seguida se desplomó el techo y los tapó..
157
-¡Jesús…! ¡Misericordia!-exclamaba la muchacha sin poderse mover, pues al caer el
techo, las tejas, los palos y demás materiales, habían aprisionado a Elvira. Entonces
escuchó la muchacha un ronco estertor junto a ella. Era Ignacio, que aprisionado
igualmente por el pecho contra su cama, tenía gran dificultad para respirar-.

-¡Mamitica…! ¡Mamitica…!-alcanzó a balbucir Ignacio-.

-¡Dios santo…! ¿Qué ha pasado? ¿Quién está aquí?

-Soy yo… ¡patroncita… Ignacio…

-Pero ¿Cómo te hallas aquí…?

-¡Mi Blanca…! ¡Mi Blanca...! ¡La matan…! ¡La van a matar!

-¿Quién la va a matar?

-El árabe, patroncita… ¡El mesmito jue que me mandó a yo p‟a que se la entregue a
vusté a cambio de mi Blanca…!

-¡Miserable!-dijo Elvira-. ¡Me ibas a entregar?

-Yo no, mi niña; pero venía a pedirle que vusté mesmamente vea la forma de salvar a
mi Blanca y salve también a mi guagua.

-¿Dónde tienen a Blanca?

-En el molino…de don Carlos…La Chorrera…Amarrada a la rueda…hidráulica

-¡Y la niña…! ¿Dónde está la niña…?

-En la cunita… ¡En la cocina…allí tá!

La voz del campesino se apagó y de su garganta salían ya los estertores de la agonía.


Elvira, con el alma transida de dolor, e impotente para salvar a su noble amigo, solo
gritaba con todas sus fuerzas pidiendo auxilio.

Después sintió voces y algunos pasos, casi encima de la cabeza. Entonces gritó aún
con mayor vehemencia:

-¡Socorro…! ¡Auxilio!

Hubo un momento de angustiosa tensión, pero al fin pareció que la habían escuchado,
porque la chica sentía que escarbaban denodadamente sobre su cabeza y luego sintió
que le tocaban la cara y que alguien decía:

158
-¡Aquí tá…! ¡Aquí tá!

Eran los campesinos que realizaban la salvadora tarea. Pronto sacaron a Elvira que, si
bien, estaba bastante golpeada, al menos no presentaba fracturas o heridas de
consideración, porque inmediatamente les dijo a los campesinos:

-¡Saquen a Ignacio que está también allí! Y salven a la niña que debe estar bajo la
cocina, en la cunita de chacla. ¡Hay que auxiliar a doña Rosario, a Leonila, a todos! ¡Yo
me voy a la Chorrera! ¡Tengo que socorrer a Blanca que está en peligro! ¡Adiós!

-¡Vaya tranquila, niña Elvira,! ¡que nosotros vamos a sacar a toditos! –le contestó uno
de los peones -. Pero la chica casi no escuchó estas palabras, porque se lanzó a plana
carrera hacia el molino, con tanta rapidez como le permitían las piernas…

Entre tanto, y en el preciso momento en que Elvira marchaba precipitadamente hacia la


espantosa muerte que le aguardaba, don Juan Manuel y su hijo acababan de llegar a la
ciudad de Túquerres.

Por súplicas de Juan Jorge, el chofer accedió a llevarlos en su vehículo hasta la finca.

La noche era tremendamente oscura, y Elvira, en su desenfrenada carrera, caía y


levantaba, tropezando aquí y allá, propinándose dolorosos golpes, desgarrando su
vestido en las ramas de los arbustos espinosos; pero avanzando siempre, sin detenerse
intuía el peligro que le aguardaba, pero su única intención era la de salvar a Blanca ¡A
Blanca , su compañera! ¡A Blanca que hubiera hecho otro tanto por ella!

Cuando Elvira llegó a las últimas estribaciones de la colina, que bordeaban el pequeño
valle donde se asentaba el poblado de La Chorrera e iba ya a tomar el camino que, en
graciosas curvas, descendía al valle, alcanzó a ver como los moradores del poblado se
habían levantado por el temblor y deambulaban de un lado a otro, alumbrándose con
espermas o linternas.

Un murmullo ininteligible se alzaba desde el valle, pues los aldeanos daban voces y
gritos, espantados por el movimiento telúrico. Elvira prosiguió entonces su veloz
carrera, cuando un nuevo sismo la obligó a detenerse.

Aquello fue algo espantoso. La violencia del movimiento fue tal que la muchacha cayó a
tierra, al mismo tiempo que un horrendo bramido retumbó en los ámbitos, llenando el
valle y la cañada del río y fue repetido por todos los ecos de los cercanos bosques.

La oscuridad era absoluta y de pronto cayó un torrencial aguacero, acompañado de


fuerte ventisca que azotaba el rostro de Elvira.

159
160
La muchacha yacía en tierra, agarrada instintivamente de algunas ramas, temblando de
miedo y de frio, conturbada, enajenada por espantoso terror. Después, todo quedó en
silencio…

Sólo se escuchaba el silbar del viento, que azotaba las hojas de los árboles; y cosa
extraña: Elvira ya no percibía el aullar de los perros ni los gritos de los campesinos que
habitaban el poblado. Cuando levantó la cabeza, solo una negrura inmensa y desolada
contemplaron sus desorbitados ojos y, llena de asombro, observó entonces que las
luces del caserío se habían extinguido.

Poseída de terror no tuvo alientos para proseguir la marcha, viéndose obligada a


agarrarse a un viejo tronco para no caer. Al cabo de un rato llegaron algunos
campesinos con linternas y desde la altura enfocaron sus haces luminosas hacia la
Chorrera.

-¡Qué horror! ¡El pueblo ha desaparecido! .dijo uno-.

-¡La Chorrera se ha volcado! –dijo otro-.

-¡El pueblo se ha hundido…!

-¡La tierra se lo ha tragado! ¡Esto es el fin del mundo! “¡Huyamos…! ¡Huyamos! ¡Corran,
carajo!”

-¡Virgen Santa! ¡Larguémonos de aquí!

El grupo de campesinos emprendió veloz retirada y Elvira se quedó abrazada al viejo


tronco, anonadada, petrificada, temblando de miedo, fuera de sí. Solo entonces percibió
un fuerte olor a azufre, que se alzaba del sitio en donde había existido el caserío y logró
conjeturar que el Azufral había abierto un cráter, precisamente en el sitio donde se
asentaba la población.

-¡Dios bendito…! ¡Don Carlos…! ¡Don Carlos Fainí…! ¡Doña Blanca…! ¡Mis padres…!
¡Mis segundos padres…! .exclamó la chica y cayó de rodillas llorando a raudales y
temblando de miedo y de dolor-.

Cuando Juan Jorge y su padre llegaron a “El Manzano”, hallaron un cuadro de cruel
desolación. La casa en ruinas semejaba el nido abandonado y destruido de una
golondrina… Los peones lloraban a gritos, desconsoladamente; y, al llegar los viajeros
sus exclamaciones y gemidos se hicieron más vehementes.

-¡Patrón! ¡Patrón! ¡La señora ha muerto!

-¡Rosario! ¡Mi Rosario! –gritó don Juan Manuel-.

-¡Madre! ¡Madre mía! –gimió Juan Jorge -.


161
Y los dos hombres se arrojaron sobre los despojos de la esposa y de la madre, que los
campesinos habían rescatado de las ruinas. Su dolor era inmenso como el infinito y
negro, como la espantosa noche, que con su impenetrable manto los cubría. Don Juan
Manuel y su hijo permanecieron largo rato abrazados sobre el cuerpo adorado; nadie se
atrevía a turbar su profunda desolación; los peones y vecinos habían formado un
semicírculo a su alrededor.

Solo Ignacio no había acudido y continuaba escarbando entre las ruinas de la casa,
hasta que por fin surgió con un pequeño cuerpecito apretado contra el corazón. Por la
emoción que produjo en los peones la muerte de doña Rosario, nadie le había ayudado
a rescatar a su hijita. El pobre hombre, en silencio había removido la tierra con las uñas
haciendo sobrehumanos esfuerzos, hasta dar con el cuerpecito de su pequeña: y,
cuando la hubo rescatado, sin decir palabra echó a correr en dirección de la Chorrera.

-¿A dónde vas, Ignacio? - .preguntó Luis -.

-A la Chorrera- ¡A salvar a la niña Elvira y a mi Blanca!

-¿Qué peligro las amenaza? –gritó Juan Jorge -.

-¡Abdul, mi niño…! –respondió lacónicamente el campesino -.

Juan Jorge clavó los ojos inquisitivamente en el rostro de su padre. Don Juan Manuel lo
comprendió todo. Cuánta razón había tenido su hijo al hacer tantas conjeturas en el
barco. Un profundo dolor se dibujó en el rostro del caballero y una incontenible ira
frunció su ceño.

-¡Cumple con tu deber, Juan Jorge! –le dijo y se abrazó nuevamente al cadáver de su
esposa-.

El médico partió con tanta velocidad cuanto las piernas se lo permitían, seguido de
Ignacio. El pobre campesino había sufrido fortísimos golpes y con el brazo izquierdo
sostenía el cuerpecito de su hija y trataba de seguir a Juan Jorge en su veloz carrera;
pero era tal el dolor que, a pesar de su angustia, no pudo seguir a su patrón, que poco a
poco lo dejó atrás.

Tres hombres envió don Juan Manuel en ayuda de su hijo, llevando linternas y
armados con machetes.

Juan Jorge fue el primero en llegar al borde del valle y hubiera continuado adelante, con
peligro de rodar en el abismo, si hasta su oído no hubiera llegado un gemido.

-¿Quién está allí? –preguntó el médico -.

-Soy yo –respondió Elvira con un sollozo -.

162
-¡Elvira…! ¡Elvira mía…! -. Gritó Juan Jorge, tomando entre las manos la inclinada
cabeza de la joven -.

-¡Juan Jorge! ¡Mi amor!

-¿Te han hecho daño?

-¡No! –dijo Elvira llorando -.pero no tuve tiempo de salvar a Blanca…!

-¿Ha muerto a manos de Abdul? –gritó el médico trastornado por la ira -.

-¡Sí…! –gimió la chica -.

-¡Maldito…! –volvió a gritar Juan Jorge, fuera de sí -. ¡Voy a despedazarlo!

-¡No te muevas! –le gritó Elvira deteniéndolo -.

-¡Déjame ir! ¿Dónde está? ¡Voy a matarlo!

-¡No te muevas, por favor! –suplicó Elvira -.

-¿Por qué..?

-Porque han muerto en el molino. ¡La tierra se los tragó!

-¿Cómo?

-¡Oye, Juan Jorge! ¿No escuchas cómo brama la tierra? ¿No percibes un olor a
azufre…!

-¡Sí, es verdad…! ¡Pero explícate…!

-Juan Jorge, mi amor; lo que tú conociste como “La Chorrera” ya no existe…! El Valle
en que se asentaba la población desapareció y ahora es el cráter de un volcán!

-¡El Azufral! .gritó Juan Jorge -.

Elvira iba a responder cuando llegó el grupo de campesinos en compañía de Ignacio y a


una indicación de Elvira, enfocaron las linternas hacia el valle. Solo un abismo negro se
extendía ante sus ojos; el silencio era absoluto y los vapores sulfurosos veíanse
distintamente elevarse de la sima.

-¡Ni un sobreviviente! –exclamó el médico, poseído de espanto y de dolor -.

-Ninguna señal de ser viviente –añadió temblando Elvira -.

163
-¿Y el molino…? –preguntó con desesperación Ignacio -.

-También ha desaparecido –dijo uno de los peones-.

Era demasiado; la psicología, quebrantada por tantas tensiones, explotó en el pobre


campesino; e Ignacio fue presa de un golpe tan tremendo que no pudo resistir Había
entregado su sencillo corazón a su esposa con fe, con devoción, sin reservas; adoraba
a Blanca y a su vez sentíase adorado por ella…Eran felices…¡Y ahora, el negro abismo
los separaba para siempre…!

Entonces, en medio de la infinita oscuridad de aquella horrible noche, rasgó el silencio


de la muerte una carcajada convulsiva, espantosa y tan estentórea, que quienes la
escucharon se sobrecogieron de espanto; era imposible que garganta humana hubiera
producido la espeluznante carcajada. Ignacio había perdido la razón y de su brazo se
escapó el cuerpo tierno de su hijita, Elvira tomó a la niña y observó temblando al
campesino, que, iluminado por las linternas de sus compañeros, se hallaba con los ojos
desorbitados y perdidos, inmensamente abiertos. Unos instantes nada más lo vieron,
porque en forma imprevista se lanzó en frenética carrera, gritando enloquecido:

-¡La momia! ¡La momia…! ¡La momiaaa!

Corrió sin rumbo; y aunque sus compañeros intentaron detenerlo, ya fue tarde porque el
campesino se arrojó al abismo, lanzando un último y espeluznante alarido.
Arriba entre la oscuridad de la noche, veíase titilar un solo lucero…

164
CAPITULO XVIII

La Ira de Plutón
Sobrecogidos de espanto y de dolor, Elvira, Juan Jorge y los campesinos iniciaron el
viaje de retorno. Elvira llevaba temblando entre los brazos a la huérfana y Juan Jorge la
sostenía en su penosa marcha. Nadie hablaba y todos los ojos iban inundados en
llanto. Habían perdido a uno de los más bondadosos compañeros, el sin igual Ignacio,
que ahora deambulaba con su Blanca en las sendas de la eternidad…

Cuando el grupo llegó a la finca, reinaba allí un silencio de muerte. Elvira se arrojó
llorando en brazos de don Juan Manuel, que con los cabellos ensortijados y algo
blanquecinos, con el rostro levantado hacia los cielos, parecía el Genio del dolor, en
tanto que por los surcos de las mejillas silenciosos descendían los raudales de su llanto.

Juan Jorge aprisionaba entre sus brazos a su padre y a su amada, como si quisiera
protegerlos de una nueva tragedia; ninguno de los tres decía palabra; pero sus almas,
golpeadas por un mismo e intenso dolor, se hallaban tan estrechamente unidas como
sus cuerpos.

Los peones habían improvisado un rancho con palos y hojarasca; allí don Juan Manuel
depositó el cuerpo de su amada esposa sobre un humilde túmulo, y juntos y silenciosos
pasaron el resto de la espantosa noche llorando y rezando por los desaparecidos.

Cuando amaneció, los campesinos prepararon en la misma finca una sencilla sepultura,
en donde bajó a descansar el cuerpo de doña Rosario en medio de los lamentos y
gemidos de cuantos la conocieron. Había sido una buena mujer… Nacida para el bien,
en el camino del bien había expirado. La humilde cruz de madera que fue colocada
encima de su tumba, con los brazos abiertos, parecía la sombra de Doña Rosario, en la
acostumbrada actitud que siempre asumía para recibir a cuantos llegaban a la finca.

Don Juan Manuel, que hasta ese instante había permanecido en absoluto mutismo,
cuando cayó el último puñado de tierra sobre los despojos de su adorada esposa, con
sus bondadosos brazos estrechó a sus hijos contra el corazón y sus labios se
entreabrieron entonces para pronunciar una sola frase, que expresaba lo infinito de su
dolor y la desolación de su angustiada alma.

-¡Todo se ha acabado hijitos…! ¡Ahora, vámonos de aquí…! ¡Vámonos a otra parte, a


otra región, en busca del olvido…!

Elvira y Juan Jorge tomaron de los brazos a su padre y lentamente marcharon los tres
hacia la ciudad de Túquerres.
165
Los peones quedaron llorando; y, cuando los viajeros llegaron a casa de don Teófilo,
Juan Jorge explicó a su padre y a Elvira su deseo de retornar a La Chorrera, con el fin
de buscar la forma de rescatar el cuerpo de Ignacio y darle cristiana sepultura.

Don Juan Manuel no se opuso a la determinación de su hijo, pues bien sabía que el
corazón de Juan Jorge había sido moldeado de acuerdo a los sentimientos bondadosos
de su amada esposa; y después de una corta despedida, Juan Jorge los dejó y retomó
el camino.

Acompañado por algunos campesinos, el médico se encaminó hacia La Chorrera; y,


cuando el grupo llegó al sitio en que Juan Jorge había encontrado a Elvira, la noche
precedente, pudo contemplar horrorizado los estragos que el sismo y el volcán habían
hecho.

El descenso leve, que antes conducía hasta el valle, había desaparecido y era ahora
una roca altísima, cortada bruscamente en forma vertical, desde cuya vertiginosa altura
se había precipitado Ignacio.

Del poblado no quedaba nada ni la menor huella porque el sitio en donde se hallaba
recostado estaba cubierto de lodo plomizo y humeante todavía.

El molino de don Carlo Fainí había desaparecido y aún los corpulentos árboles de
eucaliptus que lo rodeaban se habían hundido casi por completo y solo sus raíces
inmensas asomaban de trecho en trecho en aquel caos, como la arboladura de un bajel
que se sumerge. La noticia del hundimiento de La Chorrera había cundido ya por todas
la regiones, desde donde convergían hombres y mujeres de toda clase y condición;
unos llorando y evocando a sus parientes, que perecieron víctimas del horrendo
cataclismo; otros atraídos por la simple curiosidad; pero todos con la mirada estupefacta
y la angustia pintada en el semblante. Cuando Juan Jorge y los labriegos llegaron hasta
el filo del barranco, pudieron apreciar en toda su extensión la magnitud de la tragedia y,
llenos de asombro, pudieron ver que por la parte oriental del caos había logrado
sobrevivir una sola choza, cuyos habitantes clamaban desesperadamente pidiendo
auxilios, ya que todo intento de escapatoria había sido inútil, pues el lodo plomizo y
calcinante rodeaba la choza, que emergía del piélago como un islote solitario.

Nadie se atrevía a cruzar el lodazal para arribar hasta la casa, pues algunos que
habían intentado hacerlo a caballo, a los primeros pasos tuvieron que abandonar la
empresa, pues las bestias al primer intento se hundieron hasta las rodillas
encabritándose y retrocediendo enloquecidas con crueles quemaduras.

Juan Jorge y sus hombres, que se hallaban en el extremo opuesto, efectuaron un gran
rodeo para llegar a este escenario, donde la angustia de las almas traspasaba los lindes
de la normalidad.

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167
Unas nueve personas se hallaban en aquella choza; llenas de espanto y llorando,
pedían auxilio a quienes se hallaban en la orilla. Juan Jorge ordenó a unos aldeanos
que le proporcionaran una vara larga, con la cual, sondeando el lodazal en diversos
sitios, trataba de localizar una base firme, que garantizaría un punto de apoyo para
poder aproximarse hasta la choza.

En medio de la confusión y la angustia, a nadie se le había ocurrido antes valerse de tal


procedimiento, de modo que cuando los campesinos observaron los movimientos del
médico, cesaron los gritos y llantos y todos aguardaban con expectativa ansiosa el
resultado de la operación.

Algunos minutos después, que a todos parecieron años, Juan Jorge tocaba con la vara
la saliente de una roca, y luego otra y otras, hasta que el médico concluyó que aquella
choza no se había ido a pique como el resto sencillamente porque un peñasco
subterráneo enfilaba hacia ella, localizado el cual, ordenó echar tierra, piedras, troncos,
hasta que, por último, quedó formado un estrecho sendero, por donde salieron a tierra
firme cuantos habían quedado atrapados.

Al relatar los hechos ocurridos en la noche precedente, uno de los rescatados observó
que los nueve sobrevivientes se salvaron, gracias a que durante esa noche se habían
congregado a “Velar” la imagen del Niño Dios, en aquella casita. Y que, por este motivo,
a pesar de haber sido averiada por el temblor, ninguno de sus habitantes pereció.

Las gentes bondadosas, crédulas y sencillas, que escuchaban la historia, desde lo


íntimo de su corazón, exclamaron unánimes:

-¡Milagro…! ¡Milagro…! ¡El Niño ha salvado la casa!

Desde aquel entonces y en forma imperecedera quedó grabada en la memoria de


todos, la silueta del aquella choza desvencijada y que aún se recuerda con el nombre
de “La casa del Milagro”. Ese mismo día fue llevada en procesión la imagen del Niño
Dios a la población de Ospina, donde aún se le venera.

En seguida, Juan Jorge organizó varios grupos de rescate, a cada uno de los cuales
señaló un sector con el fin de recorrerlo, buscando minuciosamente porque después de
lo ocurrido en “La casa del milagro” había renacido la esperanza de encontrar otros
sobrevivientes.

El médico, que encabezaba uno de estos grupos, bajó hasta el río Sapuyes, y
bordeando su cauce siguió hasta el sitio que antes ocuparan la casa de habitación y el
molino de don Carlos Fainí, para buscar con el mayor cuidado. ¡Cuánto anhelaba en el
fondo de su corazón rescatar a los padres adoptivos de su amada Elvira! Cuando el
grupo abandonó el cauce del rio y subió cerca del sitio del molino, les dio alcance un
jinete que expoliaba con denuedo a su cabalgadura. El animal jadeaba, resoplaba,
venia literalmente cubierto de sudor; era don Luis Fainí, uno de los hijos de don Carlos,

168
quien el día anterior había viajado a la cercana población de Guitarrilla; y al recibir allá
la fatal noticia, partió a escape en busca de su padre y hermanos.

Al llegar a “La Chorrera” se derrumbó su resistencia; cuando intentó apearse, las


piernas le fallaron y rodó por el suelo. Rápidamente lo auxilió el médico y en pocas
palabras le explicó cuanto había ocurrido durante la fatídica noche del nueve de enero.

-¡Mire usted! –añadió Juan Jorge -. Todo el paraje tiene las características de una
erupción volcánica este lodo gris, que lo recubre todo y aún echa humo, y el
característico olor a azufre, que se alza de todas partes, apoya mi suposición.

-¡Qué barbaridad! –dijo a su vez don Luis -. ¡El pequeño valle ha descendido unos
ochenta metros en la parte norte! ¡y las rocas cortadas en semicírculo, en verdad, dan
al conjunto la forma del cráter de un volcán…! ¡Pero mire…! ¡Mire usted doctor! –Indicó
don Luis, señalando el sitio que antes ocupara la casa de sus padres -.

-¡Santo cielo! –gritó Juan Jorge -. ¡Un pedazo del techo de la casa…!

-¡Ah! ¡Doctor! –Exclamó don Luis -. ¡Ayúdenos! ¡Busquemos! ¡Busquemos a mi padre y


hermanos!

Los campesinos recorrían el lugar por sus alrededores, pero, medrosos como eran, no
se atrevían a penetrar en el lodazal. Juan Jorge y don Luis Fainí se les unieron muy
pronto y observaron, llenos de consternación, que el lugar principiaba a inundarse
lentamente, porque el río se había detenido!

-Venga, don Luis; primero bajemos hasta el río a ver qué ocurre.

-¡Muy bien! Vamos, Doctor, ¡Vamos!

Pronto llegaron hasta la orilla del río y, lleno de espanto, gritó don Luis:

-¡Maldita sea! ¡El rio se ha represado! ¡Mire; Mire, doctor…! ¡Y lo peor que nada vamos
a poder hacer! ¡Son toneladas de rocas y tierra…!

-¡Imposible removerlas! –gritó Juan Jorge -. No tenemos sino herramientas manuales y


con ellas todo esfuerzo será inútil.

-¡Qué calamidad tan grande, doctor…! ¡Mire! ¡Además de la erupción volcánica, como
esta tierra está más baja se ha producido un alud!

-¡Pero eso me da una esperanza, don Luis! Eso quiere decir que la casa de don Carlos
no está muy adentro, ¡Es decir no se la tragó la tierra sino que solo esta tapada por el
alud! ¡Podemos rescatarlos! ¡Vamos! ¡Vamos pronto!
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El agua del río que entraba al lugar donde existió el molino, enfriaba rápidamente el
lodo; por esta razón los dos amigos pudieron penetrar hundiéndose hasta las rodillas;
Juan Jorge llamó a los campesinos y casi centímetro a centímetro inspeccionaron el
sitio, con toda atención, con todo cuidado…! De pronto, uno de los peones lanzó un
grito, que más parecía un alarido:

-¡Patrón…! ¡Patrón…! ¡Aquí hay sobrevivientes! ¡He oído un ruido!

Todos corrieron al lugar que indicaba el campesino y permanecieron inmóviles por


algunos instantes, prestando atento oído. Los corazones palpitaban con vehemencia, la
respiración se contenía dentro de los pechos, la tensión nerviosa crispaba las manos de
los hombres. Tras brevísimos instantes, se escuchó claramente bajo la superficie un
golpeteo.

-¡Papá…! ¡Papá…! ¡Està vivo…! –gritó con frenesí don Luis Fainí, al propio tiempo que
con las manos trataba de escarbar el lodo, bajo cuya capa su padre y hermanos vivían
angustiosamente, tal vez los últimos instantes-.

-¡Qué traigan palas! ¡Garlanchas! ¡Lo que puedan! – gritaba Juan Jorge -.

Pronto llegaron muchos campesinos con toda clase de herramientas y aquello se


convirtió en un frenesí de locura. Los hombres jadeaban arrancando aquel pesado lodo.
Juan Jorge y don Luis gritaban, escarbaban, daban órdenes, corrían de un lado a otro.
Pero era imposible desalojar la incalculable cantidad de cieno y aquella angustiosa
operación no terminaba jamás. Entre tanto, el nivel de las aguas de la represa subía
inmisericordiosamente, impasible ante la angustia humana. El médico y su amigo
bajaron nuevamente hacia el río para estudiar la forma de abrir un cauce, pero cuando
llegaron allá, con tremenda desesperación, constataron que ese intento hubiera sido
una locura, pues con tan pobres herramientas era imposible desalojar las inmensas
rocas que se hallaban en el lecho del río y miles de toneladas de materiales allí
depositados.

Al regreso observaron llenos de espanto como las aguas ya casi cubrían el lugar del
molino y los hombres trabajaban hundidos hasta las rodillas.

-¡Metan! ¡Metan! ¡Más fuerte! ¡Más rápido! –Gritaban algunos, dando ánimo a sus
compañeros -.

-¡Mi padre…! ¡Mis hermanos…! ¡Pobrecitos!-clamaba don Luis-.¡Sáquenlos!


¡Sáquenlos! ¡Por favor! ¡Por Dios!

El sudor de los hombres se mezclaba con el agua del río, pero nadie flaqueaba en el
trabajo. Todos cavaban desesperadamente, al mismo tiempo que el caudal de las
aguas continuaba subiendo con ritmo igual y con la misma exasperante constancia…!
170
El trabajo era ya poco menos que imposible, pues el lodo había llegado ya a su punto
extremo de saturación y el escaso material que la garlancha recogía, al tratar de sacarlo
a la superficie, el agua lo barría quitándolo como una invisible mano.

-¡Carajo! ¡Rio maldito!- gritaban los hombres exasperados-.

-¡Rio hijueputa…!-bramaban otros-.

¡Dios santo! ¡Un milagro..! ¡Un milagro…! -Gemía don Luis Fainí-. !Que se rompa la
represa! ¡Dios mío, mi viejo…!

Y así, entre lágrimas e insultos, plegarias e imprecaciones, se continuaba trabajando;


pero el rio, implacable y sañudo, también luchaba más y más en su terrible empeño por
arrebatar a los campesinos las vidas humanas que estos intentaban arrancar de las
propias garras de la muerte.

La lucha del hombre fue tenaz, titánica, sin desmayos. Pero al fin, venció el rio; cuando
los campesinos resolvieron abandonar aquel campo de combate, ya el agua les daba
hasta el pecho.

Solo dos hombres se quedaron excavando un poco más: Juan Jorge y don Luis Fainí.
En sus rostros se pintaba tal angustia y tal desesperación, rayanas en la locura, que
con los ojos desorbitados, en su ofuscante delirio daban paladas a granel, ¡Sin sacar ni
un átomo de lodo…! Al fin, también tuvieron que rendirse, y al salir, un alarido de dolor
se escapó de sus gargantas.Había muerto para siempre la última esperanza; ante
laimpotencia estallaron en convulsivos sollozos; estrechamente abrazados; , dejando
que el corazón derramara ese bálsamo misterioso que se transforma en llanto.

Los campesinos arrancaron a los dos amigos de aquel lugar de dolor, y aunque ambos
se resistían a abandonarlo, los obligaron a salir de La Chorrera.

Don Luis Fainí fue alojado en una casa campesina en un pequeño caserío que había
muy cerca de La Chorrera que se llama “La Laguna”, y Juan Jorge marchó hacia
Túquerres sin musitar palabra.

Una hora después penetraba en casa de su tío, donde se hallaban hospedados su


padre, Elvira, Leonila y la huérfana. El médico no quiso relatar con pormenores cuanto
había acaecido en La Chorrera, pues bien sabía que los detalles de esa historia se
clavarían como un puñal en el alma de su amada y con esta determinación simplemente
se limitó a decir que sería inútil todo intento de rescate. Después, agobiado por el
cansancio, tanta angustia y tanto dolor, se retiró a su habitación para poder encontrarse
sólo con su pesar.

Al siguiente día llegó hasta al extinto pablado de La Chorrera un pelotón del grupo
militar de Caballería de la ciudad de Ipiales, al mando del sargento Revelo con el fin de
realizar excavaciones y ver si lograban rescatar los cadáveres de las personas que
171
habían perecido en la tragedia. Pero todo en vano; al final no lograron realizar rescate
alguno. ¡Quién hubiera podido calcular a cuantos metros de profundidad si hallaban
hundidos los cadáveres!

El río aún continuaba represándose y solo quince días más tarde la tremenda presión
de las aguas venció las barreras.

Un horrendo estruendo se escuchó en todos los rincones, y el dique saltó hecho añicos,
¡Formidable y, magnífico espectáculo; si todo aquello no hubiera sido el epilogo del
dolor humano!

¡Las aguas turbulentas saltaban aquí y allá en espantoso tumulto, en confuso tropel
formando inverosímiles saltos, cascadas, oleajes y remolinos, chocando con frenesí de
locura contra cuanto a su paso se oponía, arrancando árboles, levantando rocas,
barriendo la naturaleza toda!

Solo muchos kilómetros más abajo, su turbulencia empezó a desvanecerse


paulatinamente permitiendo al fin la penosa labor de rescatar algunos restos humanos,
que el rio transportaba, confundidos con pedazos de toda clase de objetos, que el alud
había arrastrado hasta su cauce.

Pedazos de cuerpos humanos horriblemente mutilados y amoratados, brazos, piernas,


cabezas, todo en tal confusión, que hubiera sido imposible la identificación bajaban por
el río en revuelta tromba.

Tan pronto se supo la noticia en Túquerres, Juan Jorge se trasladó con la esperanza de
encontrar los despojos de sus amigos; pero cuando con sus propios ojos observó la
confusión y el despedazamiento, adquirió la certeza de la inutilidad de su viaje.

Los campesinos sacaban a la orilla cuantos restos llevaba el rio para luego abrir una
fosa común y sepultarlos. Juan Jorge observaba atentamente cada uno de aquellos
despojos, hasta que, por fin, un pequeño éxito vino a coronar sus esfuerzos.

Uno de los campesinos sacó un cuerpo horriblemente mutilado, sin piernas ni brazos y
cortado por el vientre como con una inmensa cuchilla. El cuero cabelludo y parte de la
epidermis de la cara se hallaban arrancados; pero sobre el hueso parietal, el cráneo
tenía una cicatriz, a manera de un signo cabalístico, que delataba una reciente
trepanación.

El médico no dudó por un momento y un grito se escapó de su garganta; eran los


despojos de Abdul-Ben-Kamir, el árabe, su antiguo amigo. Una mano de mujer se asía,
como una garra, fuertemente del cuello del infortunado; pero Juan Jorge no podía
sospechar siquiera el nombre de su dueña. Posiblemente seria de Cecilia D‟Acosta, que
en el momento del sismo se hallaba a su lado, en el molino, y tal vez, en el paroxismo
de la desesperación y del miedo, se había agarrado a su cómplice en el estertor de la
agonía.
172
Pero allí estaba el hueso parietal, tatuado con extraño signo, como para indicar que
todo aquello no era sino el fruto de una terrible maldición que sobre el hombre había
pesado. “su muerte será violenta y mi venganza lo perseguirá hasta aplastarlo”, repetía
Juan Jorge, recordando las palabras que el árabe evocara durante aquella noche
navideña…

Cuán corto el tiempo transcurrido desde aquel entonces; y cómo habían pasado tan
fugaces las horas de placer, los instantes de angustia y los días de dolor; unos en pos
de otros sin orden ni concierto la dulzura y la amargura, el odio y el amor, la amistad y
la venganza, agitando siempre el pecho en ese gran drama de la psicología humana.
Todo en sempiterno devenir; todo llevado hasta el extremo, y aún más allá de la
existencia…

Y ahora, frente a la muerte misma, ¿no se encontraban de nuevo reunidas esas mismas
vehementes pasiones? ¿Al lado de la ambición, del odio y la perfidia, no habían
encontrado igual destino la sencillez, el amor y lealtad? Blanca, la ingenua esposa del
infortunado Ignacio, ¿acaso no había encontrado el mismo final trágico de Abdul?

Amor, dolor, sinceridad, hipocresía, lealtad, infamia, ternura y concupiscencia: todo


confundido en un solo palpitar de los corazones… ¡Esa es la vida! Rápidas cruzaban
por la mente de Juan Jorge estas ideas y entonces, desde lo más hondo de su corazón,
surgió el perdón, como una lámpara de vida que iluminó la humilde sepultura de Abdul.

173
CAPITULO XIX

El Azufral
Con las últimas lágrimas titilando aún en sus pestañas, Juan Jorge emprendió el
retorno, siguiendo la cuenca del río y observando con profunda tristeza el torrente que
se había llevado los despojos de su amigo; cuando llegó a La Chorrera, vio que la
represa había bajado casi por completo, dejando totalmente libre el sitio que había
ocupado el molino, donde algunos campesinos, dirigidos por don Luis Fainí, realizaban
la tarea de descubrir cuanto de la casa y del molino había quedado.

El médico se unió a los labriegos en la penosa labor; y, luego de tres horas de


esfuerzos, pudieron observar cómo la rueda hidráulica había sido arrancada de su sitio
y, desecha en mil pedazos, había sido arrastrada por la represa.

La casa de habitación, a pesar de encontrarse sumergida aún conservaba la silueta, lo


cual significaba la esperanza de poder rescatar los cadáveres de los seres queridos que
albergaba.

-“Rompamos las paredes” –dijo don Luis Fainí -. Adentro deben estar los cadáveres.

-Sí, señor –contestó uno de los peones -; hay que romper una pared porque las puertas
están todavía muy atascadas.

-¡Qué cuentos de puertas! –exclamó Juan Jorge -. ¡Tumben esta pared de inmediato!

Los hombres atacaron con sus barretones, picas y palas, abriendo pronto un boquete,
por donde penetraron Juan Jorge y su amigo.

Adentro, la oscuridad era absoluta y pasaron algunos segundos mientras los ojos se
acostumbraban a la oscuridad después se escuchó un grito desgarrador que más
parecía un alarido.

Allí, sobre el húmedo suelo, yacía el cuerpo de don Carlos Fainí, en posición de
espaldas en medio de los despojos de sus hijos Rafael y Juan que en el instante de la
suprema hora se habían abrazado a su padre y habían recostado las cabezas sobre su
corazón.

Aún se hallaban las manos de don Carlos apretando las cabezas de sus hijos contra su
pecho, con esa paternal dulzura, con ese inmenso amor, que habían logrado traspasar
los linderos de la vida, para manifestarse aún más allá de la muerte.

174
Después de rendir a sus amigos el tributo de sus lágrimas Juan Jorge dispuso que se
colocaran los restos de sus queridos vecinos en las cajas mortuorias, que para el efecto
se habían llevado; y, cuando terminaron la triste misión, los campesinos las cargaron en
sus hombros, y caminaron al cementerio del vecino poblado de La laguna; así se inició
el fúnebre cortejo, al que se unían la desolación de la naturaleza y la desesperanza aún
más espantosa de aquellas almas.

Terminados los funerales el médico regresó a la ciudad de Túquerres, y en esta


ocasión, el dolor pudo más que su voluntad; y, cuando se reunieron todos, les abrió el
corazón; entre sollozo y sollozo, les relató toda la historia y la forma como le fue dado
descubrir el final de sus amigos. Tantas angustias reprimidas, tantas horas de dolor
padecidas en silencio, tantas esperanzas frustradas, agobiaban de tal modo su alma,
que la narración brotaba de sus labios a torrentes; y en atropelladas ideas descargaba
su corazón el peso de tanta tragedia, del mismo modo que la represa del río había roto
el dique, dando cauce y desagüe a la aglomeración inmensa de las aguas.

Cuantos le escuchaban no perdían detalle alguno de la espeluznante narración y por las


mejillas corrían en silencio los torrentes de lágrimas, que el dolor arrancaba una vez
más a sus almas generosas.

Al terminar el relato, don Teófilo abrazó tiernamente a su hermano y a Elvira, y con el


tono más afectuoso se expresó así:

-Dios lo ha querido así, hermano; dobleguémonos resignados ante su santa voluntad.


Pero no todo se ha perdido. Todavía les quedo yo, para protegerlos, para amarlos y
para albergarlos en mi casa; y tú, Elvira, mi niña, que tantas amarguras te han sido
reservadas, encontrarás aquí un nuevo hogar, como el que soñaste siempre: tranquilo,
honrado, digno y amoroso. Tú serás el calor de nuestras vidas y la luz de nuestros ojos.
Quiera el cielo que el abrigo de este hogar y el amor que a todos nos liga, con estrecho
lazo, sean el esperado lenitivo para todas estas almas, que hoy se ven sacudidas por
tanta angustia y tanto dolor.

-¡Que el cielo recompense sus bondades, don Teófilo –dijo Elvira- y que Dios le pague
sus palabras que han llegado a nuestras almas como un bálsamo que cura las heridas!

-No, hija mía –replicó don Teófilo -. Al contrario; quien tiene que agradecerles soy yo
pues ahora soy más feliz que nunca. Mi hogar renace y mi amor se fortalece y
acrecienta; y cómo agradezco a la vida que mi hermano Juan Manuel se haya unido a
mi hogar, con sus dos hijos, que de hoy en adelante son los míos también: Juan Jorge
que es mí blasón y mi esperanza y Elvira, mi ilusión y mi consuelo.

Así quedaron instalados en forma definitiva nuestros amigos en su nuevo hogar. Al


médico se le proporcionó una pieza hacia la calle para que allí instalara su consultorio y
pudiera atender a la clientela, que día a día aumentaba sin cesar, en busca de los
servicios del “Doctorcito”, como cariñosamente se lo llamaba.

175
Poco a poco, la paz fue retornando a los corazones y la vida fue tornando a su tranquilo
devenir.

Un día, el sacristán le informó al padre Jesusito que don Juan Manuel y sus dos hijos se
hallaban residenciados en la casa de don Teófilo.

-Alístame el manteo y el sombrero de teja – ordenó el sacerdote-, pues mi deber es ir a


visitar a nuestros queridos amigos a su nuevo hogar. Esta amistad, tenemos que
seguirla cultivando ya que la generosidad de don Juan Manuel es indispensable para la
parroquia.

-Claro, padre- respondió maliciosamente el sacristán-; ahora es cuando más va a


necesitar la parroquia de los aportes de los feligreses; sobre todo, después de que ese
árabe le robó la plática.

-¡Cállate! ¡Cállate! Y que Dios te perdone tus maliciosos pensamientos. Ahora tráeme
pronto el manteo.

El sacristán cumplió las órdenes del sacerdote y éste salió apresuradamente a casa de
don Teófilo, donde fue recibido con mucho respeto y afecto.

Después de expresar sus condolencias por las tragedias que habían azotado a la
familia, el buen sacerdote dijo:

-Ahora, hijos míos, no nos queda otra alternativa sino buscar la resignación cristiana y
procurarnos un lenitivo para estas amarguras. Ya lo dijo el Divino Maestro: “ayúdate,
que yo te ayudaré”. Nuestra tierra es privilegiada por la mano del Creador y nada mejor,
en estos casos, que salir a dar una caminata por los alrededores. La belleza de sus
paisajes proporcionará una sana distracción a vuestras almas, y os reconfortará en tan
tremendas desventuras.

-Sí, padre-dijo Juan Jorge-.me parece muy buena la idea, y no tenemos sino que
escoger el sitio y señalar la fecha para el paseo. Mi padre y Elvira lo necesitan tanto…

-A propósito- añadió don Juan Manuel-, nada me parece mejor que ascender a nuestro
volcán. En la cima del Azufral tenemos un paisaje esplendoroso. Elvira no conoce y
esto sería sencillamente algo maravilloso.

-Yo no sé cómo pagarles tantas gentilezas- agregó Elvira-. Por mi parte, estoy
dispuesta; pero cuánto me gustaría que su Reverencia nos acompañara, padre; sus
palabras, llenas de bondad, llevarán un mensaje de valor a nuestras almas.

-Yo no tengo el menor inconveniente, hija; y si ustedes no tienen alguna dificultad,


podríamos emprender la ascensión el sábado próximo, después de la Santa Misa.

176
-¡Convenido!-dijo sin vacilaciones don Juan Manuel-. El próximo sábado subiremos al
Azufral.

Con este programa entre manos, la familia comenzó los preparativos para el paseo, los
cuales fueron muy sencillos porque entre la cima del volcán y la ciudad solo media una
distancia de quince kilómetros que perfectamente se pueden andar a pie. Pero Juan
Jorge ordenó a Luis, que había quedado como mayordomo de la finca, que trajera dos
cabalgaduras: una para el padre Jesusito y otra para don Juan Manuel, ya que Elvira
prefirió realizar la travesía a pie.

Cuando llegó el señalado día, tan pronto como el sol alumbró en el oriente partió la
caravana de a pie, ya que don Juan Manuel esperó que el sacerdote terminara la misa
para salir con él a caballo.

Adelante iban Juan Jorge y Elvira, acompañados de Humberto, Luis, Carlos y Antonio,
hijos de don Teófilo. Lo animado de la conversación preludiaba que el paseo sería, en
efecto un descanso a las angustias padecidas.

Juan Jorge llevaba de la mano a su querida Elvira y le iba indicando los nombres de las
veredas y lugares que atravesaban.

-Esta es la vereda de San Roque. Está dividida en dos partes: San Roque Alto y San
Roque Bajo. Mira, Elvira: desde aquí se observa muy bonito el panorama de la ciudad:
aquella iglesia que se ve a lado izquierdo, con sus grandes campanarios, es la del
convento de Padres Capuchinos; y aquella otra, ubicada casi al centro de la ciudad, es
la iglesia parroquial de San Pedro. Al fondo se levanta majestuosa la cima del
“Quitasol”.

¡Que paisaje tan hermoso, Juan Jorge!- observó Elvira-.desde esta altura, se puede
apreciar muy bien cómo Túquerres se encuentra recostada en las faldas del volcán.

-Correcto, Elvira- interrumpió Humberto-. Es verdaderamente regio el paisaje.

-Pero ya se empieza a sentir el frio- dijo riendo Antonio- y yo pienso que es hora de
tomar una copita de aguardiente.- Y sin esperar aprobación de nadie, repartió sendas
copas a los caminantes que, una vez terminadas las libaciones, continuaron la marcha.

-Este lugar se denomina” La Rastra”- dijo Juan Jorge-. A medida que vamos ganando
altura se amplía más y más el panorama.

Observa, Elvira; que desde aquí se aprecia casi en toda su extensión la sabana de
Túquerres e Ipiales.

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179
-Abajo, un altiplano de verdura, donde se apacientan las ganaderías, y arriba, sirviendo
de marco encantador, las sementeras divididas en pequeñas parcelas, llenas de
colorido, desde el verde más intenso hasta el amarillo cremoso que dan esos trigales
maduros- indicó Elvira-.

-Y, aquí puedes apreciar cómo va cambiando la vegetación-observó Luis-.ya en este


lugar no podemos encontrar la papa, sino una que otra parcela de ullucos; los árboles
han desaparecido; y, en su lugar se ven estos arbustos y matorrales, propios de la
vegetación paramuna.

-Aquel pantano se llama “La Laguna de los Muertos”- explicó Carlos-.allí nace la
“Quebrada de la Ortiga”, de donde Túquerres obtiene su agua potable
.
-Con razón que es tan fría-interrumpió Elvira riendo-
.
-Y mira hacia arriba-señaló Juan Jorge-. Esos pajonales, que el sol dora. Por allá va el
camino. Y esa que ves hacia allá atrás ya es la cima del volcán.

-Apresuremos la marcha-propuso Elvira- que estoy ansiosa por mirar mi tierra desde
esa cumbre.

-¡Gracias, Elvira; gracias!- exclamo Juan Jorge-.

-¿De qué me agradeces?

-De lo que acabas de decir: ¡”mi tierra”! y sobretodo de la emoción y en el énfasis que
pusiste en la frase.

-Es que te quiero tanto- explicó Elvira- que ya todo lo tuyo lo siento mío.

-Sí, vamos, vamos-dijo Humberto-. Pero miren; ya el padre Jesusito y mi querido tío nos
dan alcance.

-Y también viene el sacristán- dijo Antonio-.

-Y Luis, el mayordomo- añadió Elvira-.

-El muy ladino no podía perderse este paseo- apuntó Juan Jorge-.

Efectivamente, los jinetes alcanzaron a la caravana y todos continuaron con la mayor


alegría la ascensión. Así llegaron a las últimas estribaciones de la montaña. Arriba se
alzaba majestuosa la cima del volcán y en aquel sitio, diríase que la naturaleza había
construído un balcón, desde donde se divisaban inmensas extensiones. Aquí hizo un
alto la caravana, porque Elvira no se cansaba de otear el horizonte. A su lado, Juan

180
-¿Ese picacho enhiesto que se eleva hacia los cielos. Como un índice levantado?-
preguntó Elvira-.

-¡Ese es el “Gualcala” o “Dedo de Dios”! Es una región muy rica en oro. Allí nace el rio
Telembí
.
-Y a su lado. Esos farallones inmensos, que parecen perderse entre las nubes,
comunican al paisaje un toque agreste e impresionante –señaló Elvira-.

-Sí –dijo su guía -. Son los picachos de “Chambú”, que han inspirado a músicos y
escritores. A ellos está dedicada esa hermosa canción que se llama “Chambú”, de la
inspiración del Maestro Luis E Nieto. ¡La Recuerdas?

-¡Cómo no! –dijo Elvira -. Si tantas veces se la oí cantar a don Manuel “Cununo” –Y con
voz dulce principió a cantar:

“El Chambú de mi vida,


gigante roca,
que en sus picachos
se recuestan las estrellas”.

¡Y en verdad –continuó Elvira –que en las noches de luna debe parecer que las
estrellas se recuestan en esas rocas! ¿Y acá, hacia el sur, ese nevado tan hermoso,
que se destaca soberbio rompiendo tan orgulloso el horizonte?

-Ese es el nevado de “Cayambe”, en el Ecuador. ¡Queda cerca a Quito…!

-¿Tan lejos? Y sin embargo se lo ve tan cerca.

-Todo está bueno. Dijo en esto don Juan Manuel -, pero emprendamos de nuevo la
marcha; ya casi llegamos a la cima. ¡El volcán nos espera!

Más adelante, Luis detuvo a los expedicionarios para hacer algunas observaciones
sobre la vegetación.

-Mira esta planta tan hermosa. Elvira, con sus penachos jaldes. Es una planta rara, que
solamente se encuentra aquí en el Azufral y en el Nevado de Santa Isabel, de donde
deriva su nombre de “Rumex Tolimemsis”. Y Aquí al lado hay otra no menos
interesante: ésta mira; se llama la “Magallanes”. Porque emigró desde la Tierra de
Fuego, a través de los Andes, hasta que, finalmente, resolvió fijar su residencia en la
cima de nuestro volcán.

-¡Todo es maravilloso! Todo es maravilloso –exclamó Elvira-. Y una no se cansa de


admirar tanta belleza y tanta riqueza.
181
.Sí, Elvira –agregó Luis -. ¡Estas plantas son una verdadera riqueza de Colombia! Pero,
observa; aquí hay otra: la última vez que subimos al Azufral en compañía del profesor
Luis Eduardo Mora, él tomó una muestra y la llevó a Bogotá para estudiarla. Porque esa
planta, según nos dijo, aún se reproduce por esporas, ¡como en la Era Secundaria!

-¡Esto sí es sensacional! –Exclamó Elvira -¿Cómo se llama?

182
-Aún no tiene nombre y apenas está en estudio. ¡Pienso que el profesor Mora tiene todo
el derecho de clasificarla y nominarla!

-¡Hi-juel-diablo! Patroncito –interrumpió Luis, el mayordomo -, qué vamos a quedarnos


aquí bautizando matas! A yo mihace frío y el sacristán ya tiene hambre. Yo quiero que
lleguemos mesmitico a la cima, p‟aque descansemos y le metamos un poco de panela a
la barriga, porque de no, el frío nos va a acoquinar.

Todos rieron alegremente ante la observación de Luis y prosiguieron la marcha.

Al fin llegaron a la cima, que es una cadena circular de crestas que constituyen los
linderos del cráter volcánico Don Juan Manuel dispuso un alto, que aprovechó Antonio
para abrir el equipaje y repartir un delicioso pedazo de panela a los viajeros que,
agradecidos, se sentaron a descansar.

Abajo, en el fondo del cráter, una nubecilla impedía ver lo que allí se ocultaba. Nadie
decía nada y todos esperaban impacientes que aquella nube se alejara, pendientes de
la reacción que en Elvira iba a producir la contemplación del paisaje. No tuvieron mucho
que esperar. En breves minutos sopló un fuerte viento y la nube se corrió, como si fuera
el telón de boca de un escenario. Los ojos de todos los viajeros se volvieron hacia
Elvira, quien no pudo contenerse, sacudida por fuerte emoción. Se puso de pies y
prorrumpió llena de asombro.

-¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Esto es algo Divino! ¡Nunca creí que fuera tan
hermoso! ¡Dios mío, qué esplendor! ¡Parece una visión!

Abajo, en el cráter del volcán, aparecía “La Laguna Verde”, hermosa y magnífica; con
sus aguas de un verde esmeralda, cuyas tonalidades iban cambiando, según las herían
los rayos del sol, o por el paso de ligeras nubecillas que la sombreaban. Sus orillas eran
playas de una arena limpia de un color amarillo de oro, tintes que les prestaba el azufre,
dando al conjunto el aspecto de una inmensa esmeralda, engastada en el precioso
metal, contrastando así maravillosamente con la coloración de las aguas. A un lado de
la encantadora laguna, se alzaba un montículo cónico a unos ochenta metros de altura,
era el cráter propiamente dicho.Estaba recubierto de azufre y multitud de hilillos de
blanquecino humo se escapaban de sus múltiples fumarolas.

-¡Es una maravila! ¡Es una maravilla!- continuaba exclamando Elvira, quien no se
cansaba de admirar tanta belleza-
.
-Sí, Elvira; no te equivocas-replicó Juan Jorge-. En verdad tenemos aquí la octava
maravilla del mundo-

-No perdamos tiempo y descendamos hacia el cráter-propuso el padre Jesusito-.

La voz del sacerdote fue atendida por todos, que alegremente comenzaron a bajar. A
mitad del camino se detuvieron de nuevo los viajeros, esta vez para admirar otra
183
laguna, que no habían podido ver desde la cima. Esta era de un color negro, como si
sus aguas fueran hechas de tinta china. Su tamaño era mucho más pequeño que el de
la Laguna Verde, pero igualmente era de belleza incomparable.

-Decididamente- apuntó Elvira-este volcán guarda tesoros de belleza y quien sube a él


por primera vez, va de asombro en asombro.

-Esta es la “Laguna Negra”, que, como ves, también es de una hermosura


indescriptible- explicó Juan Jorge-.

-¡Muy linda y muy rara!- interrumpió Elvira-. Pero no me vayas a decir que hay más
lagunas y más bellezas.

-Sí, mi querida Elvira; precisamente, detrás de estas alturas hacia el Sur, hay otra
laguna cuyas aguas son…

-¡Son azules!-Cortó Elvira-.

-No, mi amor; o mejor, casi aciertas; porque son perfectamente cristalinas y puras.

-¡Es decir que éste es el volcán de las tres lagunas!

-Sí-anotó Juan Jorge-; ¡de las tres princesas que hoy se visten con sus mejores galas,
para recibir a la reina de mi corazón; y que muy pronto será la reina de mi hogar!

-Pero, Juan Jorge!-interrumpió Elvira un tanto ruborizada-.

-Sí, vida mía-agregó su novio-. ¡Aquí, en presencia de tanta belleza, en la serenidad de


este paisaje encantador; ante Dios y ante mi padre, ante estos queridos parientes y
amigos que nos rodean con su cariño, te pido que seas mi esposa!

Elvira no respondió, pero una mirada de ternura que dirigió al médico interpretó mejor
que cualquier lenguaje un “sí” rotundo que salía desde el fondo de su corazón. Don
Juan Manuel, que no se había perdido detalle, la abrazó con su infinito amor paternal y
la bendijo.

-¡Gracias, Elvira; gracias, hija mía; mi hijita! ¡Que Dios te bendiga y proteja el hogar que
vais a formar! ¡Rosario! ¡Rosario mía...! ¡Mira desde el cielo a nuestros hijos y
bendícelos tú también, para que sean felices!

-¡Yo me encargaré de la ceremonia nupcial! – Dijo el padre Jesusito-.

-¡Y yo repicaré las campanas al vuelo!-Agregó el sacristán-. El padre recogerá la


limosna y…

-¡Ay! si viviera el Ignacio; como se hubiera puesto de feliz-Añadió Luis-.


184
-Sigamos... sigamos la marcha- dijo Elvira cortando, pues la emoción había arrancado
lagrimas a don Juan Manuel y Elvira no quería verlo llorar-. ¡Tengo ansias de llegar a la
laguna!

Un beso de Juan Jorge selló los labios de la joven y entre aplausos y risas de quienes
asistían a la peregrina escena continuaron descendiendo.

Pronto llegaron hasta la orilla de la laguna, donde el cráter formaba un pequeño


vallecito. Allí se detuvieron para descansar, momento que aprovecharon Luis y el
sacristán para distribuir el fiambre: Cuyes, papas cocidas y un delicioso y aromático
tinto, constituyeron al ágape a campo raso. Y después hicieron un breve
reconocimiento del paraje, admirando una vez más la belleza de la laguna, la blancura
de la playa y unos enhiestos farallones graníticos, que se elevaban a portentosas
alturas simulando mil y mil formas caprichosas.

Luego, a instancias de don Juan Manuel subieron al cono volcánico. Aquí y allá se
levantan pequeñas columnas de humo y de cada fumarola emergían vapores
sulfurosos.

-Ven, Elvira; observa esta fumarola; mira cómo los gases se van condensando para
formar con sus lágrimas estos hermosos cristales de azufre…¡Mira éste! ¡Qué lindo!
exclamaba Juan Jorge, al tiempo que le pasaba uno de aquellos cristales a su novia-

-¡Qué lindo!-dijo Elvira-. Este lo voy a llevar para adornar el tocador.

-¡Epa…!- exclamó Luis-.¡Me pareció sentir un bramido…!

-No.No es nada. Es tu imaginación-dijo don Juan Manuel-.

-No, patrón; ¡Qué carajo! Yo tengo oído de músico y no me falla…

-Yo sí sentí algo…- Aseguro el sacristán-.

-¡A ver…! ¡Escuchemos…! Hagamos silencio- propuso Humberto-.

Todos callaron por algunos minutos y, de pronto, pudieron percibir efectivamente un


sordo rumor que se producía en las entrañas del volcán.

-¡Ahora sí…! Yo también lo escuché- dijo el sacerdote-.

-¡Salgamos…! ¡Salgamos pronto!- propuso Elvira-.no sea que corramos peligro… todo
está muy lindo, ¡Pero tengo miedo!

-¡No pasa nada! Aseguró don Juan Manuel-. Es verdad que el volcán está en actividad;
pero precisamente, estas fumarolas hacen el papel de respiraderos. No creo que

185
corramos peligro alguno. Sin embargo, si Elvira ya desea regresar bien podemos
hacerlo; pero sin apresuramiento alguno.

-¡Hummm; quién sabe, patroncito!- dijo Luis-. Porque así mesmito bramó la tierra
cuando se hundió La Chorrera… ¡Pero oigan! ¡Oigan de nuevo otra bramazón!

En efecto, tal como el campesino decía, un nuevo rugido subterráneo se dejó escuchar
esta vez con toda claridad. En esta ocasión ya todos los viajeros decidieron emprender
el viaje de regreso y llegaron a la cuidad cuando ya el sol iba a perderse en el ocaso.

Cansada por la caminata Elvira tomó un baño y en seguida se dirigió a su recámara


para reposar recorriendo de nuevo con la imaginación aquellos paisajes incomparables
y meditando emocionada en la propuesta de Juan Jorge.

Allá el “El Manzano”, también Luis se recostó temprano, pero no pudo conciliar el
sueño. Aquellos bramidos del volcán lo tenían nervioso y asustado; el pobre campesino
pensaba más de una vez si no serían las momias quienes lo producían…

¡Ay! ¡Mamitica mía! ¡Virgencita linda! ¡Eso sí jué la momia! ¡la momia que taba
roncando en el volcán!

-¡Ay! Señorcito: ¿hasta cuándo nos va a dejar tranquilos con sus venganzas? Ya lo
mató al niño Abdul y también al pobre Ignacio y a la Blanca… y hora, a lo mejor quiere
acabar con yo. ¡Yo de puro macho no dije nada allá en el volcán,
Pero yo pienso mesmamente que ella era que taba roncando!

También al señor cura se le dificultaba conciliar el sueño. El volcán estaba


despertando… y era probable algún movimiento sísmico, que había que aprovechar…
Sí; en el sermón había que anunciar un terremoto y si, como tenía previsto, éste se
producía, las gentes no tardarían en presentarse con algunas limosnas
extraordinarias…así recuperaría un tanto el dinero que el árabe le robó…

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CAPITULO XX

¡Que Llueva Fuego del Cielo!


Pronto llegó el mes de mayo que en la cuidad se acostumbraba celebrar con
determinada pompa religiosa, pues todas las noches se colmaba la iglesia de feligreses
en torno al altar de María.

El señor cura organizaba a sus fieles de tal forma, que a cada familia de buenos
recursos económicos correspondía financiar las ceremonias litúrgicas del día,
distribuyendo el mes entre treinta y una familias importantes. A los niños se daba
prelación y acudían a los rezos de la noche en calidad de “Ninfos” o “Ninfas”, portando
una esperma, un ramo de flores y los correspondientes óbolos que la familia destinaba
para el culto; cada uno de estos niños recitaba un verso a la Virgen y por eso la
emulación era tanto pecuniaria como literaria.

Eran las ocho de la noche. La iglesia estaba literalmente colmada de gentes piadosas,
que con mucha devoción asistían a celebrar la fiesta de María.

El padre Jesusito, desde la cátedra sagrada, se dirigía en elocuentes frases a su


auditorio. Terminado el exordio, había hecho ya un ligero panegírico sobre las virtudes
de María, pasando en seguida al conocido tema de la pobreza de su parroquia.

-¡Señor!-clamaba el sacerdote, en místico arrebato-.¿hasta cuándo vais a esperar la


conversión de estas gentes? Ved vuestra iglesia… Vuestra casa desmantelada… Las
imágenes santas deterioradas… Sin flores vuestro altar….

¡El derroche, el lujo y los perfumes de lujuria, hállanse apoderados de vuestras


ciervas…! ¡Hombres y mujeres se olvidan de Ti, por el derroche del dinero en
mundanales diversiones!

¡Aplacad ya vuestra piedad infinita y dad paso a vuestra soberana justicia…! ¡Que los
elementos de la naturaleza se vuelva contra los impíos…! ¡Que la tierra tiemble bajo los
pies de los incrédulos…! ¡Ay de lo viciosos…! ¡Ay, de los avaros…! ¡Que vuestros rayos
hieran al malvado…! ¡Que llueva fuego del cielo…! ¡Que llueva fuego del cielo…!

El sacerdote se hallaba transformado; sus brazos de alzaban hacia el Crucificado en


terrible demanda del “Dies Irae”, sus ojos despendían destellos de fulgor siniestro y de
sus labios brotaban atropelladas las palabras, dando cauce al turbión de sus ideas.

De pronto, como en respuesta a las palabras del levita, se escuchó apagado y sordo un
prolongado murmullo que provenía de las entrañas de la tierra. ¡Era el volcán que
despertaba…!
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Algunas personas, sobre todo las mujeres prorrumpieron en llantos y exclamaciones,
otras miraban nerviosamente en todas direcciones y no faltaban algunos caballeros que
sonreían maliciosamente, porque bien conocían los trucos del padre Jesusito. En el
Santuario de Las Lajas, por ejemplo, había pronunciado un sermón de idéntico estilo y
en el momento en que pedía la lluvia del sagrado fuego, el sacristán previamente
aleccionado, dejaba caer desde el techo de la iglesia haces de paja en llamas que
llenaban de consternación a cuantos se encontraban en el interior del recinto.

Pero en esta oportunidad, no había necesidad de trucos; demasiado bien conocía el


sacerdote las plutónicas furias del Azufral; solo que ni él mismo esperaba que
estallarían tan a tiempo. Y así, al murmullo subterráneo siguió un fuerte movimiento
sísmico. No. Aquello ya no era un nuevo ardid. Las sonrisas desaparecieron de los
rostros de los más incrédulos y el miedo entonces se hizo general.

-¡Temblor…! ¡Temblor…! – exclamaban algunos-.

-¡Jesús, misericordia…! – otros-.

-¡Virgen Santísima, sálvanos!- los de acá-.

-¡Nos vamos a hundir como en La Chorrera!- gritaban los de acullá-.

Y todos porfiaban en su empeño de salir pronto de la iglesia.

En aquel heterogéneo e inverosímil tumulto todos los feligreses empujaban a los demás
hacia la puerta; quienes tenían la desgracia de caer eran pisoteados por oleadas
humanas, que ora se dirigían hacia la puerta, como retornaban luego ante la posibilidad
de salir en montón. La iglesia trepidaba en toda su construcción; las imágenes de los
santos se bamboleaban fantásticamente y las campanas tintineaban, al seguir el
movimiento pendular de las torres.

Y a todo aquel infernal alboroto se mezclaba la algarabía de los feligreses, que gritaban,
rezaban, clamaban, lloraban o reían en histéricas carcajadas, contagiándose el terror de
unos a otros. Hasta el padre Jesusito, que minutos antes se erguía implacable, en
demanda del castigo, habíase prosternado temblaba como una hoja seca, agitada por
formidable torbellino.

En esto se escuchó en el recinto un traqueteo espantoso que acalló todas las voces y la
torre de la iglesia cayó con formidable estruendo. Al chocar contra el suelo, la campana
mayor lanzó un clangor espeluznante, que reforzó el miedo de los asistentes.

Una espesa nube de polvo penetró a la iglesia, y apagó los cirios que aún ardían,
golpeando los rostros de las personas, encegueciendo a todos y llenando el ambiente
de un olor asfixiante a tierra vieja.

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Después, todo quedó en tinieblas y un silencio tétrico reinaba en el recinto. El miedo de
cuantos presenciaban la catástrofe, había llegado a su clímax. Ya nadie intentaba huir.
Vencidos y atolondrados esperaban anonadados el instante de la muerte.

Toda esta historia sucedió en pocos segundos, la tierra había cesado ya de moverse
pero las gentes continuaban estáticas, paralizadas por el terror. Entonces un grito
resonó en medio de la oscuridad.

-¡Ya pasó el temblor…! ¡Salvemos la imagen del Señor de los Milagros…!

Sin pérdida de tiempo, varios hombres se aprestaron a la piadosa labor. Con sumo
cuidado, y alumbrados por un cirio que acababan de encontrar, bajaron del altar la
incomparable imagen que si bien, estaba totalmente cubierta de polvo, por fortuna no
había sufrido deterioro alguno.

Después, las gentes fueron abandonando la iglesia en compactos grupos, miedosos


todavía pero con un destello de esperanza, pues consigo llevaban la imagen tan
amada del Señor.

Al salir pudieron apreciar como casi de milagro se habían salvado; pues las torres, al
romperse, habían caído hacia el lado de afuera de la iglesia.

De todos los barrios de la ciudad acudió la muchedumbre hasta el frontis derruido de la


iglesia; pues al extenderse la noticia de la caída de la torre, acudían todos en busca de
sus parientes, poseídos por la angustia y la ansiedad. Todos lloraban a gritos, creyendo
muertos a sus seres queridos; la noche era oscura como un antro y torrentes de lluvia
caían sobre la ciudad. Era aquello un verdadero caos.

Quienes salían de la iglesia llamaban a gritos a sus familiares y quienes llegaban al


lugar del siniestro gemían y llamaban con desesperación a los suyos. Todo mundo
corría en distintas direcciones, confundiéndose, atropellándose entrechocando
nerviosamente y de todo esto no surgía sino una resultante homogénea que se traducía
en un solo barullo que nadie entendía y hacia más espantosa la situación.

Los parientes o conocidos que lograban localizarse en aquella horripilante confusión,


permanecían llorando largo rato estrechamente abrazados.

Entonces se produjo un nuevo movimiento y el terror de las gentes era inmenso.

Muchos lloraban a gritos, otros imploraban de rodillas el perdón de sus culpas; estos
clamaban; los de allá estallaban en carcajadas convulsivas. ¡Era la histeria que se
apoderaba del pueblo!

Y en medio de tal angustia, de tal ansiedad y desesperación, veiase al padre Jesusito ir


y venir de un lado a otro con una bandeja recibiendo las limosnas. Aquellas gentes
espantadas, depositaban en la bandeja del señor cura cuánto dinero portaban en
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carteras y bolsillos. -¡La ira de Dios ha caído sobre este pueblo –gritaba el sacerdote -.
¡La justicia divina está azotando estas almas incrédulas…! ¡Ay de los malvados! ¡Ay de
los réprobos! ¡Ay de los avaros!

Las palabras del sacerdote sembraban aún mayor angustia y desconcierto. El pueblo
escuchaba temblando estas sentencias y el pánico aumentaba más y más…

En este momento arribó a ese sitio de dolor un anciano que ocupaba el cargo de
“Sindico del Señor de los Milagros”. Avanzaba lentamente, conducido por un lazarillo.
Con la encanecida cabeza descubierta y su blanca y abundante barba azotada por el
viento, semejaba el Genio de la noche.

Todos le conocían y le veneraban por su carácter fuerte y sus sabias enseñanzas


nacidas de una larga experiencia llena de amor por su tierra y por la imagen más
querida de cuyo culto era el síndico.

-¿Quién habla aquí de ira de réprobos, de malvados…? –gritó el anciano, con voz cuya
fortaleza no era compatible con su avanzada edad-.

Un silencio profundo siguió entonces a la espantosa algarabía para escuchar las


palabras del anciano, que continuó impertérrito:

-¿Quién habla aquí de ira? ¿Por qué tembláis junto al Valor?

-¿Por qué desesperáis frente al astro de la esperanza…? ¿Por qué habláis de ira frente
a la fuente del amor…?

-¿Ya os habéis olvidado de la enseñanza del evangelio, cuando Cristo conjuró la


tempestad en el mal…?

-¡Acallad vuestros temores y dad paso a la esperanza, que el Señor de los Milagros no
nos abandonará…!

A la manera que irradia el sol después de la tormenta, se fue desvaneciendo la


tempestad de aquellas almas al conjuro del anciano. Poco a poco la serenidad y la
confianza fueron remplazando a la angustia y la ansiedad.

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Después, el anciano ciego insinuó a su auditorio que desfilara en procesión, llevando la
imagen del Señor por las calles principales de la ciudad, como un mensaje de consuelo
supremo en aquellas horas de dolor.

Eran las diez de la noche cuando se inició el desfile. La lluvia no cesaba de caer a
torrentes y una gélida ventisca azotaba inmisericorde los rostros de los fieles. A pesar
de todo, en medio de la racha, en medio de los relámpagos y el estampido de los
truenos, desde ese girón de tierra, que continuaba bamboleándose intermitentemente,
¡Se elevó un canto de amor hacia los cielos…!

Centenares de personas se unieron a la extraña procesión y de todos lo pechos se


elevaba el amor y de todos los labios brotaba la plegaria y todos los parpados se
inundaban de lágrimas.

A las dos de la mañana arribó la procesión al “Parque Bolívar”, frente a la derruida


iglesia parroquial. Allí, en el corredor de una vieja casona se improvisó un altar que se
cubrió con una carpa a manera de techo, para proteger de las inclemencias del tiempo
la imagen del Señor.

Entonces el anciano se dirigió por última vez a la multitud:

-Ahora, amigos míos acabo de aprender una nueva lección y será la última que os
comunico porque ya la tumba tiene abiertas sus fauces para devorarme en la oscuridad
y en el silencio. Pero es la más hermosa y la más sublime. ¡Hemos aprendido a conocer
el valor de la esperanza! ¡Retornad tranquilos a vuestros hogares y llevad este mensaje
de paz y amor a vuestros hijos junto con la buena nueva de que la imagen tan querida
del Señor queda a salvo bajo esta humilde carpa!

-Yo ya no lo puedo ver porque la luz huyó hace tiempo de mis ojos ¡Pero su presencia
la llevo en mi alma y su luz en mi corazón!

La voz del anciano se apagó; pero aquellos corazones, reconfortados con el paternal
consejo, retornaron con relativa calma a sus hogares, siendo portadores de un mensaje
de valor y de confianza. El anciano ciego había logrado hacer la luz, en esos espíritus
ofuscados por las tinieblas de la angustia y del temor.

Al fin amaneció y tan pronto el sol se mostró en el horizonte, todos los habitantes de la
ciudad se dedicaron a inspeccionar los destrozos causados por el sismo. Don Teófilo y
su numerosa familia no fueron una excepción a ese ir y venir de gentes espantadas.

-¡Observa, Juan Jorge –dijo don Teófilo-. Nuestra casa ha quedado en ruinas. Esta
pared lateral se ha derrumbado, el techo se ha hundido y las vigas aparecen allá arriba,
como el costillaje de un buque después del naufragio. Y ven a ver acá, mira, la pared
posterior se ha cuarteado y está por caerse.

-Sí, tío. Las averías son graves.


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-¡Y miren esta otra parte del techo!-dijo Elvira-.Parece que las vigas se han corrido y las
tejas amenazan desprenderse.

-¡Esto es más serio de cuando yo me imaginaba!-apuntó a su vez don Juan Manuel-


.con otro movimiento tan fuerte como el de anoche, la casa no resistirá.

-Tenemos que pensar en una solución inmediata-añadió Humberto-.

-Hay que construir una carpa; no podemos arriesgarnos a vivir en esta casa- anoto Luis-
.
-Eso es imposible. Añadió Antonio-. Allí no más, donde quedó, peligra la vida de sus
habitantes. Y a lo mejor, la tierra siga temblando…

-¡Sí, hijos! –Respondió don Teófilo -. Aquí ya no podremos vivir.Es urgente la


construcción de una carpa. La casa, en verdad, amenaza derrumbarse totalmente y no
podemos exponernos a que esto suceda cuando estemos en el interior.

-En “El Manzano” tenemos muchos materiales, que nos pueden servir –agregó don
Juan Manuel -. Vete, Juan Jorge; vete a la finca y haz que los peones traigan cuanto
nos pueda servir para construir una carpa.

-Por fortuna, el patio de esta casa es amplio y podemos aprovechar para construir allí la
carpa –propuso don Teófilo-.

Efectivamente, no había tiempo que perder y mientras Juan Jorge cumplía su misión en
“El Manzano” el resto de la familia se dedicó a empacar los objetos más importantes o
de mayor valor que había en casa, a fin de preservarlos de posibles desastres.

Cuando el médico se dirigía a la finca, al recorrer parte de la ciudad, pudo apreciar en


su gran magnitud los destrozos que el temblor había causado.

Muchas casas presentaban serias averías: paredes rotas, puertas y ventanales


desvencijadas u agrietadas.

Aún en las calles de la ciudad, pudo observar que se habían formado grandes grietas.
Los habitantes de la maltrecha ciudad recorrían sus calles, observaban espantados los
destrozos y empezaban a remover escombros llenos de cruel consternación.

Sin embargo, no se tenía noticia de desgracias personales; no había heridos de


gravedad sino uno que otro golpeado, todo lo cual constituía un alivio en medio del
atroz sufrimiento.

Pronto llegó Juan Jorge a la finca y enseguida dispuso lo pertinente para transportar a
Túquerres cuando podría servir para la construcción de la carpa organizó en breve un
éxodo de campesinos que solícitos y gentiles como siempre acudieron al llamamiento

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del médico, y cargaron todos los materiales que Juan Jorge les indicó e iniciaron una
rápida marcha hacia la ciudad.

Allá se encontraban así mismo numerosas familias dedicadas a levantar sus carpas con
la mayor prontitud. Los materiales que se utilizaban eran los más variados: palos,
cables, sogas, lona, telas encauchadas etc. en la ciudad era impresionante el trabajo
febril de sus habitantes, que en la remoción de escombros o en la construcción iban y
venían, subían y bajaban como un hormiguero humano.

Las familias, que no poseían patios interiores, irrumpieron en el “Parque Bolívar” de la


ciudad o en su plaza principal, para levantar sus carpas, sin planeación alguna, sin un
orden predeterminado. Simplemente, cada familia elegía un sitio cualquiera, y
empezaba la febricitante construcción.

Los “Esclavos del Señor de los Milagros” dirigidos por el anciano “Sindico”, también
formaron una brigada e igualmente se dedicaron a construir una enorme carpa en el
costado noroccidental del “Parque Bolívar” , que serviría para dar albergue a la
venerada imagen y para los menesteres del culto. El padre Jesusito sacó el sagrario y
las imágenes del templo y los depositó bajo la improvisada carpa, que los fieles habían
construido la noche anterior y luego colocó una gran batea de madera a los pies del
Señor de los Milagros, recipiente que bien pronto se llenó con las ofrendas de los
devotos.

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CAPITULO XXI

¡”Más cerca, Oh, Dios, de Ti”!

Cuatro o cinco días duraron estos trabajos y durante este tiempo, si bien se sintieron
algunos sismos, estos no tuvieron la intensidad del primero y no causaron tanto pánico
a la población. Al cabo de este tiempo, ya todo estaba terminado. La ciudad semejaba
ahora un inmenso campamento de gitanos y, en medio de los escombros de palos,
tejas, tapias caídas, derruidas ventanas o desvencijadas puertas, veianse blanquear las
carpas elevándose de todas ellas las espirales azulosas del humo de las improvisadas
cocinas.

-La ciudad ha quedado en tinieblas –anotó Juan Jorge -. Los postes del alumbrado
eléctrico se hallan casi todos por la tierra. -¡Y lo peor, sin agua! Añadió Elvira-. ¡El
acueducto ha quedado inservible!

-Es verdad –explicó a su vez Humberto -. Por las grietas que se han hecho en las
calles, puede verse como los conductos, construidos en ladrillo y cemento, se
encuentran totalmente despedazados.

-¡Es como si la tierra hubiera hervido por dentro! –interrumpió Leonila, que se acercaba
para servir el tinto-.

-Verdad es eso, hijos –aseveró don Juan Manuel-. Es cierto que todos estos infortunios
han caído sobre la ciudad. Pero también es conveniente anotar que la desventura
común ha condicionado a las gentes hacia una mayor solidaridad.¿No han Notado
ustedes que todas las personas se han vuelto más amables y comedidas?

-Sí, hermano –observó don Teófilo-. En efecto, nadie se niega a prestar cualquier
servicio; todas las personas se ayudan unas a otras, sin ningún obstáculo.

-Y hasta las mismas costumbres han cambiado- añadió el médico-. Anoche hice un
recorrido por la ciudad y en muchas calles, al lado de las carpas, se encuentran
numerosas vendedoras de café, empanadas o hervidos, que se preparan en
improvisadas cocinas en plena calle.

-¿Qué son los “Hervidos”? –preguntó Elvira -.

-El hervido – explicó Leonila –es un bebida que se prepara con agua, canela, unas
gotitas de limón y alguna ramita de yerbabuena, o de menta; cuando ya está hirviendo
el agua, se le suelta un poco de aguardiente al gusto, y así queda una bebida deliciosa
que tonifica y quita el frio.

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-Y cuando uno se excede un poco en saborear tan delicioso brebaje, pronto se pone
eufórico, y” habla de la amistad” –agregó Luis con una sonrisa picaresca -.

-Sí, señor –dijo Leonila -. Es un poquito travieso el condenado.

-Sí tú lo sabes preparar, yo bien quisiera probar un poquito, Leonila- propuso Elvira-.

- En verdad que hace frio dentro de la carpa. Especialmente por las noches, esta
bebida se va haciendo cada vez más imprescindible –argumentó Carlos-.

-El hielo de la noche cala los huesos- aseguró a su vez Elvira-.

-Esta noche podrá ser –propuso Humberto-. Pero después de que termine la reunión
que convoca el Maestro Miguel Ángel Aguilar.

-¿Quién es ese señor?- preguntó Elvira -.

-Es el director de la “Banda Bolívar” –respondió Juan Jorge-. Esta mañana estuve
charlando con él y me explicó que deseaba dar un concierto. Yo le aplaudí la idea pues
en medio de esta situación de zozobra en que la población se debate, la música es la
mejor medicina del alma. Y yo, como médico, ¡También la receto! –terminó riéndose-.

-¡Hombre! –Interrumpió don Luis -. ¡Qué idea genial! ¡Y cómo les va a encantar a
nuestros pobres coterráneos!

¡Pero qué temple el de estos tuquerreños! –exclamó con entusiasmo Elvira-.¡Ni aún en
medio de tantas calamidades se arredran y dejan de pensar en el arte…!

-¡Y vaya si saben templar los instrumentos! – comentó riendo Juan Jorge -. ¡Mi tierra es
un pueblo privilegiado! Aquí tenemos artistas en todos los campos. Todo en el
tuquerreño es arte, Elvira; el alfarero, que construye admirables cerámicas, el
carpintero, que talla verdaderas filigranas en madrea; el zapatero, que indudablemente
es el más diestro del mundo y sobre todos, ¡El músico…! La música es la vida misma
para el tuquerreño.Tenemos orquestas de cuerda: guitarras, requintos, bandolas, arpas,
violines; y en cuanto a las de viento, poseemos con verdadero orgullo nuestra “Banda
Bolívar”, que está constituida por verdaderos maestros, que se han presentado con lujo
de competencia en muchas partes de Colombia.

-¡Qué maravilla! –interrumpió Elvira con emoción.

-Se ganaron un concurso- apuntó Humberto-.

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-¡El de “La Mejor Banda del Departamento”! –dijo con orgullo don Juan Manuel-¡Y no de
cualquier modo: esta competencia tuvo lugar en 1924; se llevó a cabo en la ciudad de
Pasto; a donde acudieron todas las bandas del Departamento para interpretar “El
Barbero de Sevilla”. La nuestra estaba dirigida por un sacerdote capuchino, Fray
Bernardito de San Isidro, y resultó la banda ganadora.

-Pero entonces están capacitados para interpretar música clásica-dijo admirada Elvira-.

-Interpretan de todo- le explicó don Juan Manuel-. Valses de Strauss, música de Mozart,
la “Caballería Rusticana” de Mascagni, obras de Donizetti, de Toselli, de Verdi, al lado
de las más encantadoras sonatas populares.Pero, !ea! Vamos a terminar pronto
nuestros quehaceres, ya que esta noche tenemos que asistir a la reunión. Hay que
alentar a los artistas.

Tal como estaba previsto, aquella noche se llevó a efecto una asamblea de artistas,
convocados por el director de la Banda, el Maestro Miguel Ángel Aguilar. La reunión se
efectuó en el “Parque Bolívar”, al pie de la estatua del libertador, una escultura tallada
en madera, que representaba al Padre de la Patria de pies, cubierto por elegante
manto, portando en las manos un rollo de papel y la espada. Gran cantidad de
ciudadanos saludaron con sus aplausos a los músicos, alentándonos en esta forma
para que la Banda continuara presentando sus conciertos, como una eficaz medicina
para suturar las heridas del alma.

Tres noches después, la “Banda Bolívar” cumplió su compromiso. El director había


dispuesto que los músicos no se presentaran agrupados. En su mente de artista,
pensaba que ese pueblo de gente tan culta merecía algo mejor, algo verdaderamente
dramático.

Así dispuso que las trompetas se ubicaran en lo alto de las derruidas torres de la
iglesia; los contrabajos, a una cuadra de distancia, en los balcones de La Casa
Municipal, a su lado la batería; en las inmediaciones del parque ubicó los barítonos y
clarinetes y en el costado oriental de la plaza, los saxos sopranos y tenores, y, a su
espalda, en el costado sur de la plaza, los pistones; solo se hallaban en un primer plano
las flautas y flautines. Igualmente había hecho izar la campana mayor de la iglesia,
sobre una de las torres en un armasote improvisado para aquella ocasión.

Cuando el público acudió en número tal, que la plaza estaba prácticamente colmada, ya
había oscurecido y la gente observaba con alguna decepción que la Banda no estaba
completa, pues por falta del alumbrado eléctrico, no podía observar las diferentes
ubicaciones que el Maestro había señalado a los artistas. El director se hallaba en un
escaño, al pie de la estatua de Bolívar.

De pronto, con un leve gesto indicó a la multitud que el concierto iba a empezar. Un
silencio sepulcral reinó de inmediato en la plaza y entonces, utilizando una linterna,
como batuta, el director dio la señal a los artistas.

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En lo alto de las desvencijadas paredes del templo sonaron con solemnidad unos
toques de campana y luego, las trompetas, como una lejana clarinada y en seguida, de
acá, de allá y de acullá, surgían distintamente las voces de los instrumentos, inundando
de dulcisisimos acordes la plaza de Bolívar.

-“¡El Miserere del Trovador!” –decían unos-.

-¡Es música de Verdi! –murmuraban otros-.

-Escuchen: eso es “ El coro de los gitanos” –decían los de acá-.

-Qué gran instrumentador es el Maestro Aguilar – comentaban otros-.

Los acordes se alternaban con magistral perfección; las voces de los instrumentos se
hacían ahora cada vez más tenues y delicadas, bajando imperceptiblemente de
volumen, hasta llegar al silencio… entonces, en lo alto de la torre, se escuchó, como
nunca antes se había oído, un solo de Barítono que, como una corriente eléctrica,
galvanizó los corazones. Nadie hablaba. Esa gente enamorada de lo bello, casi no se
atrevía a respirar y únicamente la voz del barítono vibraba con dulzura infinita en las
alturas.

-¡Es don Eliseo Feuillet!- comentaban algunos en voz baja -.

-¡Ese loco es el mejor barítono del mundo! –cuchicheaban otros-.

-¡Es un artista! ¡Es un artista! –decían los demás-.

Y el gran maestro continuaba dirigiendo; siempre sirviéndose de su linterna, a cuyos


destellos respondía un grupo de músicos invisibles con una precisión matemática . con
sin igual maestría.

Don Juan Manuel, Juan Jorge, Elvira, don Teófilo y, en fin, toda la familia, no podían
faltar en aquel fantástico espectáculo; y sobrecogidos de emoción, seguían con el alma
tensa aquellos acentos y tonalidades, que parecían surgir a la señal de un mágico
conjuro.

De pronto comenzó a temblar; las casas se bamboleaban y traqueaban sus


construcciones; pero la gente no gritaba; algunos se arrodillaron y con los brazos en
alto musitaban en silencio una plegaria; mas la banda seguía tocando y su director,
imperturbable, continuaba ordenando con su extraña batuta los distintos movimientos
de la obra.

Cuando terminó de temblar la tierra el director señaló la finalización de la obra y, en


seguida, sin dar lugar a respiro alguno, emitió nueva señal con su linterna y de nuevo se
escuchó en los ámbitos de la noche la vibración cadenciosa de los instrumentos, que,

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con prodigiosa armonía interpretaban en aquel instante, lo único que era aconsejable
tocar: “Mas cerca, oh, Dios, de Ti”

Aquí, el silencio absoluto de los espectadores se rompió en sollozos y de todos los ojos
brotaron en silencio las lágrimas. Y en todos los labios vibraron las suplicas, y de todos
los pechos emanaron los suspiros y en todas las almas se fue haciendo la paz…

En otros sitios de la ciudad, el temblor había hecho sus estragos, no tanto físicos, como
si en la psicología de los habitantes.

Sin el acondicionamiento psíquico, sin la motivación anímica producida por la música,


como quienes se hallaban en el Parque; las gentes estaban espantadas y salieron
apresuradamente a sus casas, poseídas por el miedo, a enterarse de cuanto había
ocurrido en el resto de la ciudad. Entre otros, realizaba este recorrido don Emiliano
Fuenmayor, el conocido Notario, quien poseído de la más viva exaltación, al llegar al
“Parque Bolívar”, abandonó por completo sus gentiles maneras y olvidó su lenguaje
florido y rebuscado para gritar:

-¡Qué carajo! ¡Ya nos vamos a hundir como La Chorrera, y ustedes aquí oyendo
música! ¡Pendejos!

Lo desacostumbrado de estas expresiones en el señor notario produjo el milagro de


volver a la realidad a cuantos se hallaban en el parque y mohínos fueron abandonando
uno a uno la “Plaza Bolívar”

Aquella noche, sin embargo, los más animosos se reunieron para salir a dar una
serenata a sus novias y procurar bajar así la tensión y el miedo que había causado el
temblor. Pero a las tres de la mañana, otro terremoto obligó a los habitantes a salir
despavoridos a las calles.

La ciudad se bamboleaba, zarandeada sin conmemoración. Nubes de polvo se


levantaban acá y allá, simulando formas fantasmales, al ser enfocadas por las linternas.
Al confuso griterío de las gentes, mezclábase ensordecedor el alboroto de las casas de
madera que traqueaban, el chirrido de las puertas, el chasquido de los vidrios que se
rompían o el retumbar de las tapias que caían.

Las velas no servían, pues tan pronto se encendían, eran apagadas por nubes de polvo
que se levantaban por doquier.

Los pobres habitantes se hallaban en el paroxismo de la angustia: corrían


desesperados de un sitio a otro, sin orden, sin concierto, sin un plan, sin un objetivo
determinado. Todos lloraban, gritaban o pedían misericordia.

En la carpa de don Teófilo también cundió el pánico. Elvira logró salir a todo correr
hacia la calle, llevando en sus brazos a la hijita de Ignacio y Blanca; tan pronto lo hizo

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se vio envuelta en una turbamulta que corría desesperada; y, empujada y arrollada por
la multitud, iba y veía por las calles, como una nuez arrastrada por un remolino.

En vano don Juan Manuel gritaba que nadie saliera de la carpa, sus voces se perdían y
eran ahogadas por el barullo. Luis, Humberto, Carlos, Leonila, todos salieron
despavoridos, perdiéndose entre la multitud delirante. Juan Jorge corrió la misma
suerte, pues en su desesperación salió a buscar a Elvira y así quedaron solos don
Teófilo y su hermano Juan Manuel, abrazados y sollozando en medio de la más
espantosa ansiedad.

Ya el temblor había cesado, pero el pánico, que se había apoderado de las almas, en
vez de disminuir continuaba acrecentándose.Todos creían que había llegado el final y
las voces de “¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos…!” eran lo único inteligible en medio de la
común algazara y griterío.

Las calles se hallaban atestadas de gentes de toda clase, y condición, sacerdotes,


monjas, religiosos, burócratas, artesanos y obreros, todos conformaban una multitud
compacta y delirante. Hasta el padre Jesusito y el sacristán se habían olvidado de las
necesidades económicas de la parroquia y eran así mismo zarandeados con ese
singular vaivén de la muchedumbre.

Al término de esa noche de infierno, los primeros reflejos del sol coadyuvaron a
tranquilizar a los moradores, que poco a poco empezaron a regresar a sus hogares.

Al llegar a la carpa. Elvira se arrojó a los brazos de su novio y escondiendo el rostro en


el pecho de Juan Jorge, permaneció llorando largamente. Don Juan Manuel y don
Teófilo repartían amor y consuelos entre todos los suyos, pero el miedo parecía
invencible. Juan Jorge logró organizar después un grupo de ciudadanos que,
asesorados por el señor Alcalde, hicieron un recorrido por la ciudad para establecer la
magnitud de los daños y tomar en seguida las medidas de emergencia que el caso
requería. La comitiva la encabezaba el señor Alcalde, don José Bricenio Pérez; el
administrador de correos, don Daniel Caicedo; el Tesorero Municipal, don Gabriel
Castillo, asesorados por otros personajes importantes: el doctor Alberto León Mantilla,
don Gonzalo Benavides Álvarez, don Rafael Lince y Juan Jorge.

El inventario de daños y deterioros era alarmante: destrucción completa del Palacio


Municipal; de la cárcel; del colegio de las señoritas, que dirigían las Hermanas
Salesianas; de la Escuela de Varones, regentada por la Comunidad de Hermanos
Maristas; del hospital; de la iglesia de San Antonio, administrada por la Comunidad de
Padres Capuchinos, que se habían establecido en la ciudad desde finales del siglo
pasado.

Y, al lado de estas edificaciones importantes, numerosas viviendas de todo tipo, índole


y condición, yacía en escombros.
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Las calles de la ciudad presentaban numerosas y profundas grietas; la tubería del
acueducto emergía aquí y allá completamente despedazada; el alcantarillado se hallaba
igualmente destruido y por las fisuras y resquebrajamiento de las calles salían a la
superficie las aguas negras, produciendo un olor nauseabundo y llenando de pavor a
los habitantes, que veían (y con toda razón) avecinarse la peste, como un nuevo e
inmediato flagelo de la ciudad.

En el camposanto habían sufrido idéntica destrucción los mausoleos y catafalcos, y de


numerosas tumbas destruidas asomaban los cadáveres, en diferentes estados de
descomposición y en las más inenarrables y terroríficas formas, que llenaban de pavor
a cuantos miraban, como si los muertos se hubieran levantado horrorizados a
contemplar las ruinas de la ciudad.

Un olor a escombros, a cieno, a putrefacción, que producía aún mayor espanto, lo


invadía todo. En una palabra, ¡la ciudad estaba destruida! Todo había terminado para la
hermosa y floreciente Túquerres.

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CAPITULO XXII

¡Sálvense quien Pueda!


Juan Jorge regresó al hogar, más triste que nunca; cabizbajo y silencioso penetró en la
carpa y apenas correspondió a los afectuosos saludos de Elvira. Leonila le obsequió
una taza de café y pronto se vio rodeado por la familia, deseosa de saber cuanto había
ocurrido. En breves palabras el médico los enteró de todo sin omitir detalles y entonces
la tristeza se hizo general.

-¿Y ahora, qué vamos a hacer…? –se atrevió a inquirir Elvira -.

- En primer lugar, es indispensable proveer la ciudad de agua potable. Como ustedes


saben, el acueducto yo no sirve para nada; los aljibes se hallan derrumbados en su
totalidad y el agua se vuelve a cada minuto más indispensable.

-Pero ¿cómo vamos a solucionar el problema…? –dijo don Juan Manuel-.

-Papá –exclamó Juan Jorge -, aquí todo el mundo va a trabajar para el bien de la
comunidad. Tenemos que salir adelante, ¡cueste lo que cueste! En esta tierra tenemos
madera para triunfar. Por lo pronto, hay un camión que transportará el agua desde el
arroyo que baja por “Las Cuevas de Arena”

.¿Dónde queda eso? –preguntó Elvira-.

-A escasos kilómetros de la ciudad. Es un riachuelo de aguas cristalinas, que nace en…

-¡En “nuestro” San Roque Bajo! –agregó Elvira con una sonrisa, que comunicó algo de
alegría en semejantes circunstancias-.

-Sí, mi amor; en “nuestro” San Roque –dijo Juan Jorge acentuando el adjetivo y
devolviéndole una caricia a su novia -. Pero eso no es todo –agregó -: ¡bien pronto
vamos a quedar sin alimentos!

-¡Eso sí será más aterrador! –exclamó don Teófilo -.

-En efecto, los graneros y las provisiones caseras han quedado debajo de toneladas de
tierra, y muchos alimentos van a estar dañados cuando se rescaten.

-¡Para entonces, ya será demasiado tarde! .dijo Luis -. ¡Dios Santo…! Ahora sí, ¡¿qué
vamos hacer…?!

-Lo mismo ocurre con el vestuario y, en fin, con todos los implementos necesarios para
la vida. ¡Y en este clima tan frío, el problema se torna cada vez mayor! -comentó Juan
206
Jorge -. Pero no hay que desalentarse. ¡Tenemos que luchar y tenemos que sobrevivir,
cueste lo que cueste!

-Lo más terrible es pensar en la gente pobre –dijo Elvira, como pensando en voz alta -.

-Ya hemos trasmitido unos telegramas a las autoridades de Pasto, de Ipiales, de Cali,
de Bogotá y a la Cruz Roja Ecuatoriana. Ojalá que escuchen nuestros ruegos.

.Pero el Gobierno Nacional –dijo don Juan Manuel-.

-Sí, papá hemos formado una Junta Pro Auxilios y ésta se ha dirigido al Presidente
Alfonso López Pumarejo.

-Mientras tanto –propuso Elvira – tenemos que trabajar duro para calmar la angustia de
las gentes, dándoles alientos y esperanzas. Habrá que establecer racionamiento de
pan, de los alimentos, del agua, mientras salimos de este atolladero.

-Del plan, ya no, mi querida Elvira. Pues ni con eso contamos. Como todos los hornos
son construidos en ladrillo y en barro, se han derrumbado en su totalidad y no tenemos
en donde fabricar ni un solo pan.

.La situación es realmente comprometida, hijos –aseveró don Juan Manuel -. Yo nunca
me imaginé que los destrozos del temblor hubieran sido tan serios. Con razón oí ciertos
rumores, que al principio no les di credibilidad: pero ahora veo que pueden ser ciertos.

-¿Qué rumores son esos? _preguntó con angustia Humberto -.

.Pues que hay muchas personas que piensan abandonar la ciudad. Se dice que se van
los Hermanos Maristas, que con tanto acierto dirigen la Escuela de Varones. Y lo mismo
se dice de las monjas. ¡Escuché que también las Salesianas se van, dejando
abandonado el colegio! ¡Ay! ¿Qué va ser de nuestra tierra sin educadores…?

-¡Que el diablo se vaya! ¡Pero nosotros saldremos adelante! –gritó Juan Jorge -.
¡Perdona, padre, estas voces destempladas, pero yo también estoy angustiado!-añadió
en seguida-.

-¡Valor…! ¡Valor---¡ -dijo Elvira -. Recobremos la confianza. No nos dejemos abatir.


Ahora es cuando más unión y serenidad se necesita.

-Ya lo dijo Bolívar en similar ocasión, cuando el terremoto de Caracas –agregó


Humberto -;”¡Si la naturaleza se opone a nuestros planes, lucharemos contra ella y
la venceremos!”.

-¡Vamos a reconstruir la ciudad! –exclamó Elvira -. ¡Y lo haremos nosotros mismos, con


coraje, con valor, con honor!

207
-¡Sí es preciso, nosotros mismos prepararemos el barro y haremos ladrillos…! ¡Y
haremos escuelas y colegios y enseñaremos en ellos…! ¡Construiremos los hornos y
amasaremos el pan! Y haremos matrimonios y poblaremos la ciudad –dijo Luis-.

-Vamos a aplicar las frases del inmortal Casona –exclamó a su vez Antonio -: ¡Los
hombres a hacer casas…! ¡Y las mujeres a llenarlas!

-¡Y vendrán nuestros hijos y cultivaran los campos y habrá trigo y habrá pan…! ¡Y
bajaremos el agua del Azufral para surtir la ciudad y la embelleceremos con nuestro
trabajo…! –exclamó Juan Jorge arrebatado-.

-¡Y la bendeciremos con nuestro amor! –agregó Elvira -.

Leonila, que presenciaba esta escena y tenía en sus brazos a la hija de Ignacio y
Blanca, intervino emocionada:

-¡Yo ya tengo mi hijita! Pero como la guagua tá sin acristianar, horitica mesmo se me
viene un nombre a la cabeza p‟a bautizarla.

-¿En qué nombre has pensado? –preguntó riendo don Teófilo-.

-En cual va hacer…-respondió Leonila -. ¿Acaso no tá oyendo lo que dice la niña


Elvirita…? ¿A vusté no se le ocurre, que en medio de esta tristeza y desesperación en
que tamos viviendo, todo lo que dice la niña Elvira tiene una significación, que se puede
reducir a un solo nombre? ¡Pues ese es el nombre que le pondré a mi guagua!

-¡Pero acaba de una vez, mujer de Dios! –cortó don Juan Manuel -.

-¿Qué nombre le vas a poner a la niña?

-¡Se llamará Esperanza”! -respondió Leonila-.

Al escuchar la respuesta de Leonila, Elvira se acercó a ella, reprimiendo mal un sollozo;


la abrazó estrechamente contra su corazón y estampó un beso en la frente de la
campesina, que había comprendido mejor que nadie, el rico filón que se escondía en
los sentimientos de Elvira. Y así era, en efecto: en la espantosa situación en que se
hallaban, la palabra “esperanza” era el único rayo de luz que podía romper las crueles
tinieblas.

En ese instante se presentó el padre Jesusito, acompañado de su sacristán. Su


presencia fue saludada con demostraciones de afecto y bien pronto Leonila le sirvió una
taza de café.

-Mi visita, hijos míos; .dijo entre otras cosas el sacerdote -, obedece ante todo a que
vengo a despedirme…

208
-¡Cómo, Padre! En medio de tan crueles momentos, ¿Usted piensa abandonar la
ciudad? -Preguntó don Juan Manuel, como un reproche -.

-Es el cumplimiento del deber el que me llama –trató de explicar el Párroco, procurando
ocultar, lo mejor posible, que era el miedo el principal sentimiento, que lo había movido
a tomar esta determinación -. Es que el señor Obispo nos ha convocado a los párrocos
a unos retiros espirituales, que se llevaran a efecto en la ciudad de Pasto.

-Pero, ¿retiros espirituales en julio…? Yo creía que era en marzo, o en abril, antes de
Semana Santa –dijo Luis en tono burlón-.

-.Así es, hijo mío; debemos prepararnos para celebrar la fiesta de la Santísima Virgen
del Carmen… Y a lo mejor se prolonguen un poco más allá de esa fecha. Es decir, que
no sé cuándo pueda regresar… Como yo había quedado comprometido a celebrar el
matrimonio entre Juan Jorge y Elvira, quería saber si aún persisten en casarse, para
que yo pueda bendecir la unión antes de mi partida.

-¡Pero, padre! –dijo Elvira -. En estas circunstancias, cuando la población vive sumida
en tanto dolor, en medio de tal angustia, ¡un matrimonio…!

-Razón de más, hija mía. Si en verdad amas a Juan Jorge y él te corresponde, como
estoy seguro, la unión santa del matrimonio ha de darles fortaleza para enfrentar con
mayor entereza las angustias que están pasando. Y por otra parte, ya les dije que yo
mismo no sé cuándo pueda regresar. Así que si van a casarse, deben decidir cuanto
antes y aprovechar mi presencia en esta ciudad.

-Pues, por mi parte, es lo que más anhelo, padre; pero Elvira tiene razón. El matrimonio
significa alegría, es una fiesta en el corazón y no sería digno para Elvira, que profesa
tantoi amor por esta tierra, que ella profane el dolor de sus moradores con un motivo de
alegría. Tenemos que respetar el dolor común, padre; y si su reverencia no quiere
compartir las angustias de sus feligreses y se marcha a Pasto, al menos respetemos su
pesar…

-Pero yo estaba seguro de que ustedes se casarían de inmediato. Había ordenado


arreglar la carpa lo mejor posible y hasta había mandado traer unos nardos desde
Briceño, que allá se dan muy lindos y, además, había costeado un trinquete para subir
las campanas a las torres y…

-Ya, Ya, padre –interrumpió Juan Jorge, interpretando los verdaderos “deseos” del
sacerdote -. Ya entiendo no se preocupe; yo tengo mucho gusto de reconocerle todo.

Los ojillos del señor cura brillaron alegres detrás de los anteojos, pues aquellas buenas
gentes habían comprendido sin mayores esfuerzos sus anhelos y estaban dispuestas a
pagar con generosidad sus buenos oficios.

209
-Claro, claro, cómo no, hijitos; no podía esperar otra cosa de vuestra largueza y
generosidad; sobre todo ahora, que necesitamos dinero para reconstruir la santa iglesia
y para socorrer a nuestras pobres necesidades, pues hasta la casita del sacristán
también se cayó y… En fin, las almas… el catecismo…

En ese momento un nuevo sismo, aunque no muy fuerte, produjo alarma entre los que
asistían a la visita del sacerdote, pero el más espantado de todos era el padre Jesusito,
de cuyas mejillas habían desaparecido los redondeles sonrosados y su rostro tomaba
los tintes de una palidez cadavérica, que contrastaba con los aros de oro de sus
anteojos.

Aunque el temblor ya había cesado, el sacerdote seguía tan asustado que creía que la
tierra aún continuaba temblando.

.¡De rodillas, de rodillas, hijos míos, os voy a dar la absolución general, porque de ésta
no nos libramos!

Y brevemente empezó a balbucir la fórmula ritual, terminando:

-“¡Bendicat vos Omnipotens Deus…!

En este punto lo interrumpió Leonila sirviéndole una copa de Brandy.

Gracias, hija; esto también lo necesitamos –dijo el sacerdote, cortando la plegaria, para
ingerir la copa de un solo sorbo y luego continuar -. “Pater el Filius et Spiritus
Sanctus”…-trazó la señal de la cruz-.

-¡Amen…! –contestaron los presentes-.

-Ya pasó el temblor. Ya pasó; tranquilo, padre –dijo don Juan Manuel, apaciguándolo -.

-No –dijo Juan Jorge -; yo creo que la tierra va a continuar temblando. Hoy mismo voy a
hablar con el señor Alcalde para que convoque una reunión urgente de la Junta Pro
Auxilios, a ver que determinaciones se toman.

Y yo me voy ahora mismo a Pasto, con el fin de hablar con el señor Obispo –añadió el
padre Jesusito-.

-Luego, padre, ¿no era a los retiros espirituales a los que usted tenía que asistir, según
nos dijo? –preguntó Humberto -.

-¡Ah…! Sí, También a eso, hijo mío –respondió el sacerdote -. Mañana sábado es el día
de la Santísima Virgen; es 16 de julio…¡Lo había olvidado… je…je…! Es que con estos
nervios, uno se olvida todo…

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-¡Pero, padre! –suplicó don Teófilo -. Usted no puede marcharse; la gente aquí lo
necesita más que nunca. Usted tiene que quedarse para consolar a la gente.

-¡Eso sí no…! Eso sí que no, hijo mío; el cumplimiento del deber me obliga. Ya sabéis
que los santos ejercicios son imprescindibles…! ¿Qué va a decir el señor Obispo si no
asisto? ¡Dios mío…! De una vez me voy. ¡Tengo que irme pronto…! Adiós; adiós, hijitos
míos; quedan todos con el Señor.

El sacerdote salió casi corriendo de la carpa y breves minutos después abordaba un


carro hacia Pasto, pues ya tenía sus equipajes listos. El miedo que sentía era cerval,
seguro como estaba de que Túquerres se iba a hundir como La Chorrera…

Juan Jorge salió también de la carpa con el fin de promover la reunión de la Junta Pro
Auxilios, que consideraba urgente. Al llegar a la plaza, pudo ver cómo se aprestaba a
partir un bus en el que se iban los Hermanos Maristas y las Monjas Salesianas.

La gente se agrupaba en torno al vehículo y con gemidos y lamentos le suplicaba que


no abandonaran la ciudad; todo en vano. El motor se puso en marcha y los religiosos
partieron para siempre, dejando a los habitantes de la maltrecha ciudad con sus brazos
extendidos hacia el bus, que rápido se alejaba.

-¡Esto si fue el fin! .aseveraban unos -.

-¡Ahora sí nos vamos a hundir…! Exclamaban otros -.

-.Otro temblor y la tierra nos tragará, como se tragó La Chorrera –gemían los de acá-.
-¡Sí; igual a La Chorrera…! Afirmaban los de más allá-.

La obsesión de morir tragados por la tierra se iba apoderando poco a poco de los
corazones.

-¡Esta idea fija sí puede ser el verdadero fin! –pensó Juan Jorge -. ¡Y nada hay tan
contagioso como una obsesión de terror! Contra la naturaleza podemos luchar y al final
vencer; pero contra el desaliento y la obsesión es mucho más difícil; ¡por no decir
imposible…! ¡Esto se pone cada vez más feo…! ¡Lo que más me duele es ver como se
ha abandonado a los pobres enfermos del hospital, con la huida de las monjas…! Hay
que solucionar primero este problema.

Con esta determinación, Juan Jorge se dirigió a la casa del doctor Manuel Garzón
Moreno, quien era en ese entonces el médico jefe del hospital, un verdadero sabio, que
había consagrado su vida a la ciencia médica y al servicio de la humanidad.

Cuando Juan Jorge le comentó la huida de las monjas, el doctor Garzón se retorció las
manos con desesperación.

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_¡Santo cielo! –Exclamó el ilustre galeno -. ¡Se van precisamente ahora, cuando más
las necesitamos!

-Hay que encontrar una solución de inmediato, querido doctor –dijo Juan Jorge- Este
asunto no puede esperar.

-Pero ¿Cómo solucionarlo, Dios mío? ¡Dios Santo…! ¡Dios bueno! ;Mis enfermos! ¡Oh
qué angustia!

-No, doctor –suplicó Juan Jorge -. En este momento usted no puede dejarse abatir. Es
usted un hombre valeroso. Un hombre de recursos. ¡Ah Si hubiera alguien capaz de
sacrificarse. Dispuesto a olvidarse de sí mismo por el bien común… Una persona de
amor, de entrega, un ser abnegado…

-¡Espere! –interrumpió el doctor Manuel Garzón -. ¡La tengo! Una mujer bondadosa; una
mujer admirable; capaz de realizar los mayores sacrificios por esta tierra, ¡Doña
Josefina Knudson de Rosero! ¡A ella y solo a ella podría nombrarla como directora del
hospital!

-Me parece lo más acertado! Conozco personalmente a la señora Josefina. Es una


admirable colaboradora; incansable en el trabajo y de un sentido social tan acendrado
que no dudaría sacrificarse por los demás. No podría ser mejor elección. Y sobre todo,
es un prodigio de amor para con los niños. ¡Su cruel situación es lo que más me
conturba! –exclamó Juan Jorge.

-A propósito de los niños –añadió el doctor Garzón -, hay que hacer algo por ellos. Los
adultos podemos soportar los rigores de la naturaleza; pero ellos… ¡Ah! ¡Pobrecitos!
No. No. ¡Ellos no deben padecer!

-¿Y cómo aliviarles el dolor?

-Si no podemos aliviar sus padecimientos, al menos debemos procurar que no sufran
de hambre. ¡Ah! Si pudiéramos…¡Pero no! ¡Al menos que no padezcan hambre!

-Pero en la situación que atravesamos, doctor Garzón ¿cómo solucionar el problema


de tantos niños? –interrogó Juan Jorge-.

-¡Ay! ¡Mi querido amigo! –Exclamó el doctor Garzón -. Se me destroza el alma al pensar
en esto, ¡Pero aguarde! ¡Tengo una idea! ¡La leche! ¡Sí! ¡La Leche! Haré lo imposible;
pero les daré leche. Moveré cielo y tierra; clamaré al mundo entero, pero les daré leche
a los niños… La cantidad que les alcance… ¡Posiblemente será poca; pero a todos, a
todos por igual! ¡A esta obra le denominaremos simplemente “La Gota de Leche”¡

-Es usted un hombre admirable, doctor –exclamó Juan Jorge, estrechando en sus
brazos al filántropo -. ¡Dios lo bendiga!

212
Esa misma tarde quedó conformado el nombramiento de la señora Josefina Knudson
de Rosero como directora del hospital “San José” y a partir del día siguiente, todos los
niños acudían al centro de salud a recibir de las propias manos del doctor Manuel
Garzón su ración de leche. El noble médico había logrado con mil esfuerzos un
incremento presupuestal para sacar adelante su proyecto. La ternura de su alma, su
amor por el terruño habían logrado un imposible y “La Gota de Leche” del doctor
Garzón era ante todo el símbolo del a mor y la misericordia.

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214
¡Nos Hundimos¡
¡Nos Hundimos!
En la “ciudad mártir” el desaliento y la ansiedad se iban apoderando poco a poco de
todos los corazones. No había agua, ni alimentos, ni ropa. El frío era intenso y las pocas
casas que aún se mantenían en pie, estaban desvencijadas, con sus paredes
cuarteadas, con sus pilares descubiertos, y sus propietarios no se atrevían a penetrar,
por temor de que de un momento a otro se vinieran al suelo.

Lo más doloroso era ver a los enfermos del hospital, que se encontraban tendidos en la
calle, donde la caridad pública les había improvisado “camas”, consistentes en unas
cuantas mantas o ruanas, echadas simplemente sobre el duro suelo a la intemperie.

Como la cárcel también se cayó, los “presos” deambulaban ahora por las calles. Sin
embargo, ocurrió un fenómeno: ninguno huyó y diariamente se presentaban ante el
juez, quien llamaba a lista, pues era lo único que podía realizar en cumplimiento de su
deber.

Fuera de esto, todo trabajo estaba suspendido. Nadie tenía el ánimo suficiente para
realizar labor alguna y esto ayudaba a que la preocupación, la ansiedad y la angustia
fueran apoderándose cada vez de mayor número de almas, que no estaban pendientes
de otra cosa que fuera la espera de un nuevo temblor; y la idea de que Túquerres iba a
desaparecer tragado por la tierra se iba propagando de unos a otros, como una terrible
epidemia psicológica.

En estas condiciones, el señor Alcalde convocó la reunión de la Junta Pro Auxilios, en


la cual se trataba de buscar una solución adecuada para los ingentes problemas.

-Es urgente activar nuestras gestiones. Con telegramitas no vamos a conseguir nada
decía Gonzalo Benavides Álvarez-.

-Pues sí –afirmó don Rafael Lince, un antioqueño, que desde algún tiempo atrás se
hallaba residenciado en Túquerres -. ¡Qué caramba! Nosotros, los antioqueños, somos
gente activa. ¡Eh! ¡Ave María, hombre! Si esto hubiera sido en mi tierra, ya hubiera
viajado una comisión a Bogotá, para recavar auxilios que son más que urgentes Pero
aquí estamos dormidos! ¡Por Dios, hombre…! Nos hemos contentado con poner
telegramitas, como dice don Gonzalo. ¡Eh Ave María pues!

215
-Yo estimo conveniente que nos movilicemos, como propone don Rafael –anotó el
doctor Alberto León Mantilla-. Ya la gente que no tiene qué comer y no sé hasta cuando
podamos aguantar esta situación.

-Yo propongo –dijo don Bricenio Pérez –que nos dividamos los de la Junta para agilizar
más nuestro trabajo. Por ejemplo, el doctor Piedrahita podría viajar a Quito, ya que allí
tiene muy buenas amistades y le sería relativamente fácil establecer contactos con la
Cruz Roja Ecuatoriana. Yo marcharé hacia Pasto, para hablar con el señor
Gobernador.

-Yo podría viajar a Bogotá. Cualquier sacrificio hay que hacer por nuestra tierra-dijo el
doctor León Mantilla-.

-Yo tengo mucho gusto de ir a Ipiales-propuso don Gonzalo-.

-Y yo me desplazare hacia Cali –aseguró don Rafael Lince -. Pero ¡Epa…! ¡Aquí viene
otro temblor…! ¡Eh Ave María! ¡Esta vaina se va a hundir…! ¡Eh Ave María; por Dios,
hombre…!

Ese temblor fue de muy corta intensidad y no tuvo otra consecuencia que la de asustar
un poco a don Rafael Lince. Sin embargo, lo acordado con la Junta era impostergable y
al día siguiente, sábado 16 de julio de 1936, Juan Jorge madrugó, y, después de
despedirse tiernamente de los suyos, marchó rumbo a Ipiales para tomar el camino de
Tulcán y Quito en cumplimiento de su misión.Elvira se quedó triste pero resignada, pues
bien sabía que la misión de su novio era de vital importancia para la población.

Don José Bricenio Pérez marchó hacia Pasto, donde pronto tuvo una audiencia con el
Señor Gobernador y algunos representantes de la “Colonia Túquerreña”, residentes en
esa ciudad. Allí se trató con amplitud la situación terrible que se vivía en Túquerres y
se convino evacuar en lo posible la población, pues no era descartable que la ciudad
desapareciera tragada por la tierra, tal como había ocurrido en La Chorrera.

Mas ante todo, había que evitar el pánico colectivo, que se avizoraba muy próximo,
pues la gente se hallaba al borde de este paroxismo. Por lo tanto, se convino en que la
evacuación se haría por etapas, empezando por aquellas familias que tuvieran
parientes en Pasto, Ipiales, Samaniego u otros pueblos circunvecinos. Era necesario
para ello enviar a Túquerres vehículos de todo tipo, para facilitar la salida de los
moradores insistiendo en el tacto y precauciones, para no causar alarma en la ciudad.

Todo el día se trabajó febrilmente, tanto en la consecución de vehículos, como de


comestibles, vestuario, drogas, carpas y otros implementos de inaplazable necesidad.

Don Enrique Piedrahita, el hermano de don Juan Manuel, quien para ese entonces
residía en Pasto en casa de su sobrino Emilio, fue uno de los mejores colaboradores en
estos ajetreos. Ya en las horas de la tarde, tío y sobrino se dedicaron a arreglar la casa

216
y efectuar una serie de adaptaciones urgentes para albergar a la numerosa familia de
don Teófilo, preparando la mejor de las habitaciones para Elvira.

-¡Pobres mis hermanos! ¡Cómo estarán de angustiados! –decía don Enrique a su


sobrino-.

-Ya los vamos a tener aquí con nosotros, tío. Yo creo que debemos aprovechar esta
desgracia para traerlos a vivir definitivamente con nosotros. Así tendremos otra vez la
familia reunida, como era el deseo de mi abuelo. ¿verdad, tío?

-¡Ah! ¡Sobrino, en cada palabra tuya, veo revivir el pensamiento de mi hermano Antonio,
que era todo corazón, como tú, muchacho!

-Ven, tío; ven a ver cómo arreglé la habitación de Elvira. Aquí, el estante para sus libros;
acá, el aparador para sus tejidos…

-Y hasta un arpa has comprado para nuestra niña. ¡Qué detalle más lindo, sobrino!

-Y la pieza que da a la calle, la voy a adaptar para que el médico abra su consultorio!

-Bien; sobrino. Lo importante es proporcionarles todas las comodidades a los dos


muchachos, que el resto ya se irá adaptando a la estrechez…

-Tú lo dices porque prefieres a Elvira. ¿verdad, tío?

-¿Y quién no la prefiere? ¿Acaso tú no estás en la misma situación?

-¡Es que Elvira ha sido para nuestra familia como un regalo de Dios!

-Eso mismo pienso yo, sobrino; y ahora,a buscar el carro para ir a Túquerres a traerlos.
¡Vamos, vamos pronto! Lo único que temo es que Juan Manuel se niegue a dejar su
tierra.

-Descuida, tío. Lo primero que haremos es convencer a Elvira y con ella vendrán todos!
¿No te parece?

-Por supuesto. Elvira es la reina de la familia y su voluntad es la suprema ley que todo
el mundo tiene que obedecer. Je…je… ¿Qué dulce tiranía!

El resto de aquel memorable 16 de julio, don Enrique y Emilio se ocuparon en ultimar


las adaptaciones de la casa, para recibir a sus parientes; mientras allá en la ciudad
sabanera, la inquietud continuaba reinando en todos los pechos. Una espera ansiosa de
un nuevo temblor, una zozobra angustiosa se había apoderado de todos.

Y no tuvieron mucho que esperar los pobres habitantes. Ese mismo sábado, a las
nueve de la noche, la tierra volvió a temblar ¡Y de qué manera!
217
Fue un terremoto largo y duro; ¡la ciudad se bamboleaba como una cáscara de nuez en
un torbellino! Las casas no aguantaron y vinieron a tierra las pocas que habían logrado
mantenerse en pie.Una nube de polvo sucio y maloliente invadió el ámbito de toda la
ciudad y sus angustiados moradores conocieron el pavor en toda su horripilante
grandeza.

Los gritos de socorro eran apagados de inmediato por el retumbar de las tapias que
caían; los ojos enceguecidos por el polvo no alcanzaban a valorar en toda su extensión
lo que estaba pasando. Las gentes corrían atolondradas en busca de un refugio, que
nadie encontraba; otras se abrazaban en grupos compactos obstruyendo las calles y el
tránsito de quienes corrían. Unos lloraban, otros reían en estridentes carcajadas
histéricas. En ningún sitio se oía una voz de aliento o de consuelo. La confusión total, la
obnubilación de las almas, lo invadía todo. En una palabra, el cuadro era dantesco y en
medio de la infinita confusión y algarabía, sólo podía distinguirse de vez en cuando la
frase de obsesión:

-¡La Chorrera…! ¡Esto es La Chorrera!

-¡Nos estamos hundiendo!

-¡Vamos a morir!

En la carpa de don Teófilo, las cosas no iban mejor. Allí también el pánico hizo presa de
sus moradores y ni las voces de don Juan Manuel ni los clamores de don Teófilo
podían contener las avalanchas de desesperación, que se habían apoderado de todos.
Aún la animosa Elvira yacía tirada en el frío suelo llorando con angustia, pues a cada
instante creía perecer lejos, muy lejos de su amado Juan Jorge. Era el caos. Era el fin.

Cuando la tierra se aquietó, salió don Juan Manuel en busca de un poco de


aguardiente, pues ahora sí lo necesitaban todos, como el mejor remedio para atemperar
un poco los nervios. Al llegar a la Agencia de Rentas, vio cómo otros muchos
ciudadanos porfiaban por conseguir el mismo lenitivo. Todo en vano. También la casa
donde funcionaba la agencia había caído, y era imposible conseguir una sola gota de
licor. El frío era intenso y el viento, cargado de polvo, azotaba sin piedad los rostros.
¡Aquella pesadilla no parecía acabar nunca…! ¡Fue la noche más larga y más horrenda
que vivió Túquerres en su ya larga historia…!

Al fin amaneció. El sol iluminó unos rostros demacrados, unas caras macilentas y unos
corazones cargados de angustia. Se veía el dolor en todos los ojos, la ansiedad en
todas las frentes arrugadas, la tortura en todas las expresiones y los gestos de locura y
desesperación en todas las personas. En la carpa de don Juan Manuel faltaba Elvira.

-La chica me pidió permiso para salir, cuando tú te fuiste a comprar el aguardiente- le
explicó don Teófilo a su hermano-.

218
-Pero ¿a qué salió mi hija? –preguntó a su turno don Juan Manuel con un dejo de
reproche-.

-Me dijo que su deber era remplazar a Juan Jorge y salió a prestar auxilio a los
menesterosos- replicó su hermano-. ¡No te angusties...! Ye vendrá…

-Voy a salir a buscarla de inmediato.¡ No has debido dejar que salga!-le recriminó el
caballero-.

-Es en vano. Si Elvira sabe que en algún lugar puede prestar servicios, allí estará y no
abandonará su puesto por nada del mundo. Ella conoce que nuestra situación es de las
privilegiadas, pues la carpa que tenemos es muy buena, y fuera de la tranquilidad, nada
nos hace falta.

-No, Teófilo; yo no me puedo quedar cruzado de brazos. Tengo negros presentimientos


El corazón es leal, y sé que algo malo está pasando …o va a pasar… ¡Déjeme que
salga a buscar a mi hija!

-¡Hombre necio! Te digo que no salgas. Repito que Elvira está muy bien. Estará
auxiliando por allí a algún hogar necesitado. ¡Ya vendrá …! Además, ¿Qué puede
pasarle? Aquí la estima todo el mundo y no le puede pasar nada malo.

-¡Pero casi toda la noche allá fuera y en semejante frío…! ¡No, hombre; te digo que esto
es más grave de lo que piensas! No puedo quedarme aquí a esperar. Voy a buscarla…!

Apresuradamente don Juan Manuel salió de la carpa y ya en la calle pudo apreciar en


toda su magnitud los destrozos que le temblor había causado tanto en los edificios,
como en la psicología de los habitantes, los gestos, los tics, los rostros de angustia, que
veía por doquiera hablaban muy a las claras que las gentes habían llegado a los lindes
del pánico. La obsesión de morir tragados por la tierra, era ya general. Con el alma
angustiada recorrió algunos sitios, contemplando horrorizado los efectos del temblor del
sábado y con el alma acongojada regresó a la carpa, con la esperanza de que ya
hubiese retornado Elvira.

Cuando llegó, encontró frente a la carpa un bus estacionado y vio como sus sobrinos
embarcaban apresuradamente todos los bártulos. Su sobrino Emilio y su hermano
Enrique colaboraban afanosos en la operación.

Al mismo tiempo, llegaron , provenientes de Pasto, numerosos vehículos: buses y


camiones para iniciar la evacuación de la población, como había sido el propósito de los
gobernantes.

-¿Qué pasa aquí? –inquirió don Juan Manuel-.

-Que nos vamos a Pasto, hermano –le respondió Enrique -. Yo no los voy a dejar para
que perezcan. ¡Ya está decidido y nos vamos todos!
219
-Pero, Enrique, ¡Cómo se te ocurre…! ¡Así tan de improvisto…!

-¡Nada de peros! ¡Nos vamos y nos vamos! Allá tengo mi casa, que también es la tuya,
la de Teófilo, la de Juan Jorge, la de Elvira en fin la casa de todos. ¡Allí hay amor, hay
paz, hay calma, hay vida! Aquí está la angustia y posiblemente, la muerte, hermano.
¡Nos vamos, pues! ¡Nos vamos!

-Pero… ¿Elvira…? ¿Ya llegó Elvira…?

-Aún no ha llegado hermano, -respondió don Teófilo -; pero mientras embarcamos los
implementos ya llegará y la llevaremos con nosotros. Su ropa y sus pertenencias ya
están en el carro. Así pues, toda la familia, dirigida por don Enrique, continuó su labor
de empacar y embarcar sus pertenencias en el bus.

Lo propio hacían muchas familias que intentaban abandonar la ciudad y dirigirse unas a
Pasto, otras a Ipiales o hacia otras poblaciones. Las operaciones de empacar los
bártulos y de cargar en diversos vehículos se hacían lo más apresuradamente posible,
porque el terror se había apoderado por completo de todas las mentes. Tal era el
miedo, que había muchas familias que no sabían dónde ir; pero lo importante era
empacar, hacerse a un cupo en un vehículo e irse; sea donde sea. Túquerres se iba a
hundir y había que abandonar cuanto antes la ciudad para salvar la vida.

La obsesión atraía ahora una idea fija: ¡Huir! ¡Huir! ¡Huir!

Como a las once de la mañana se produjo un nuevo temblor y el miedo de las gentes
conoció el terror en el límite de la resistencia humana. Gritos, gesticulaciones, llantos y
lamentos salían de todas las gargantas; era algo contagioso; los más valientes también
gritaban y lloraban… Hombres, mujeres, ancianos y niños se volcaron hacia los
vehículos con verdadera desesperación.

-¡Al carro, al carro! ¡Al carro- gritaban-. Sálvese quien pueda!

También en la carpa de don Teófilo cundieron el desconcierto y el terror.- ¡Vamos!


¡Vamos pronto! –gritaba Emilio -. ¡Vamos al carro!

Y uniendo sus voces a la acción, casi a empujones hizo abordar el vehículo a sus tíos y
primos. A Humberto, a Luis, a todos…!

-¡Esperen…! ¡Espern…! –gritaba Leonila-. ¡Se queda la guagua; se me queda mi


hijita…!

Y rápida como el pensamiento, penetró en la carpa y en breves segundos volvió


llevando en sus brazos a la huerfanita.

-¡Mi hija…! ¡Mi hija…! –gritaba a su vez don Juan Manuel-. ¡Se queda mi Elvira!-.

220
¡Vamos! ¡Vamos, tío! ¿Qué te pasa …? ¿Dónde está mi prima…? Gritó Emilio-.

-¡Salió desde anoche y no ha vuelto…! –respondió don Juan Manuel-.¡Yo no voy sin
ella! ¡Aquí me quedo hasta que aparezca…!- ¡Váyanse ustedes! ¡Váyanse pronto…!
¡Sálvense…! ¡Sálvense…! ¡Yo no voy! ¡Yo no voy…!

Pronto los buses y camiones quedaron atestados de improvisados pasajeros. Todos


querían salir; todos porfiaban por alcanzar un sitio en los vehículos y también el bus
contratado exclusivamente para la familia de don Teófilo, se vio literalmente atestado de
gentes diversas. Ya la familia se hallaba embarcada y solo faltaban don Juan Manuel y
Elvira.

-¡Vamos¡ ¡Vamos! –Gritaban las gentes que se hallaban en el bus-.

-¡Arranque pronto, carajo! ¡No sea pendejo! –clamaban otros-.

-¡Nos vamos a hundir…! ¡Arranque de una vez!

El conductor dudaba esperando la orden de marchar. Viendo esto, don Juan Manuel le
gritó:

-¡Arranque pronto! ¡Váyanse ¡ ¡Sálvense ustedes! ¡Yo me quedo buscando a mi Elvira,


si la encuentro, ya iremos!

La orden de don Juan Manuel fue terminante. El conductor puso en marcha el motor y
rápidamente salió de la ciudad, rumbo a Pasto. Casi al mismo tiempo los demás
vehículos iniciaron sus viajes hacia diversas ciudades o pueblos. La gente que no había
alcanzado cupo trataba de colarse en la parte trasera de los vehículos poseída del
terror; y los que finalmente no pudieron hacerlo; se abrazaban y lloraban a gritos. Era el
pánico colectivo; era el vórtice del terror, que se había apoderado de los moradores de
la ciudad.

En la carpa de don Teófilo quedó solo su hermano Juan Manuel, presa de la mayor
angustia, de la más cruel desesperación. El pobre hombre se hallaba casi fuera de sí;
oscuros nubarrones obnubilaban su mente y un solo pensamiento bullía en su cerebro,
como un satélite implacable, que se traducía en un solo nombre:

-¡Elvira…! ¡Elvira…! ¡Hijita…!

221
CAPITULO XXIV

El Mensaje del Miedo


Como un loco, don Juan Manuel abandonó la carpa y echó a correr sin rumbo, por las
calles de la ciudad. No sabía dónde dirigirse, y en medio del barullo y la confusión
general, su voz resonaba seca, como en una caverna, dominando los llantos y gemidos:

-¡Elvira…! ¡Elvira…¡ ¡Elvira…¡

De algún montón de gente salió un señor que, olvidando su propia angustia, corrió tras
de don Juan Manuel hasta darle alcance y entonces le gritó:

-¡Don Juan Manuel…! ¡Don Juan Manuel…! ¿Busca a la niña Elvira…?

-¡Sí…! ¡Sí! ¿Dónde está?

-¡En el hospital! Anoche pasó allí. Al salir yo, todavía ella se quedó. Yo estuve
ayudándole a atender a los enfermos.

-¡Vamos pronto! ¡Vamos pronto; acompáñeme!

-¡Vamos don Juanito; allá esta!

Los dos hombres siguieron en frenética carrera, hasta llegar al derruido edificio. Allí se
hallaban los enfermos tendidos lastimosamente a la intemperie.

-¡Elvira…! ¡Elvira…! –gritó don Juan Manuel-.

-La niña Elvira estuvo aquí toda la noche hasta esta mañana- explicó uno de los
pacientes-. Yo la vi hasta las once rondando en este último pabellón que se derrumbó a
esas horas.

-¡Dios Mío…! ¿La habrá aplastado esa tapia? ¿Cuándo cayó…?

-Hace poco, en el último temblor. La pared había resistido y cuando ocurrió el último
temblor se cayó. La niña Elvira andaba por allí cuidando esos enfermos.

-¡Santo cielo! –gritó don Juan Manuel -¡Vamos! ¡Vamos! – le suplicó a su amigo-.
Vamos a buscarla entre esas ruinas. ¡Dios Mío…! ¡Elvira…! Los dos hombres se
lanzaron a buscar entre los escombros; pero no había ni rastro de la joven. Un enorme
bastión de tapia lo cubría todo, desafiando con su mole los esfuerzos de los hombres.

-¡Mi Elvira…! ¡Mi Elvira…! ¡Mi hijita…! –Lloraba implorante al caballero -.


222
-¡Espere! Aguarde, don Juanito. Serénese y escuche lo que voy a decirle- dijo su
amigo-. Si la niña Elvira logró salir de aquí no hay problema; y ella aparecerá en su
carpa. Pero si la tapia la agarró, todo lo más que podemos hacer, es despedazar este
bastión, para rescatar sus restos .¡Dios quiera que no esté aquí debajo…! Pero de
todos modos, removamos estas ruinas; espéreme usted aquí mientras yo voy a buscar
otros amigos, que vengan con herramientas a ayudarnos. ¿Le parece?

-Haga lo que usted crea conveniente. ¡Yo ya no puedo pensar! ¡Mi cerebro es un
caos…! Me siento sólo, desvalido y sin fuerzas. Haga lo que mejor le parezca…! Y que
Dios nos proteja! –gimió don Juan Manuel y cayó de rodillas escondiendo el rostro entre
las manos, sin poder contener un llanto ardiente y convulsivo-,

Después de una media hora regresó el buen hombre acompañado de unos ocho
amigos, que traían barras, picas, palas y otras herramientas para demoler las ruinas.
Don Juan Manuel se hallaba sumido en el más hondo dolor y no hacia otra cosa que
llorar y agradecer a sus colaboradores. Los hombres atacaron de inmediato el bastión
pero era una tapia fuerte, dura, que media más de un metro de espesor; era una de
esas construcciones antiguas, cuando los tapiadores empleaban enormes cantidades
de tierra mezclada con paja y la apisonaban con todas sus fuerzas para que la
construcción quedara compacta.

La labor de los improvisados demoledores era lenta, dura y agotadora; poco a poco sin
embargo, el bastión iba cediéndoles trozo a trozo, pedazo a pedazo de su cuerpo, con
una lentitud exasperante, que causaba mayor angustia en don Juan Manuel.

Los hombre inundados en sudor, trabajaban con denuedo, así llegó la noche y aún
quedaban enormes bloques por romper. Exhaustos por la fatiga, los hombres se
retiraron entonces, prometiéndole a don Juan Manuel que volverían al día siguiente
para continuar la labor.

El pobre caballero no tuvo otra alternativa que regresar a la carpa, llevando en su


corazón una lejana esperanza, de que volvería Elvira; era el último destello de luz, en
medio de sus tinieblas infinitas.

Pero en vano la esperó toda la noche; Elvira no apareció. Fue una noche de angustia,
de insomnio, de desesperación; y cuando rayó el alba, ya don Juan Manuel estaba
frente a las ruinas del hospital, esperando sus amigos, seguro como estaba ahora de
encontrar debajo de los bloques el cadáver de su amada hija.

Con denuedo y vigor, los hombres atacaron las ruinas. Poco a poco las fueron
despejando, hasta que al mediodía se logró llegar hasta el propio piso del edificio. ¡El
cadáver de Elvira no apareció!

Una angustia sorda se apoderó entonces de don juan Manuel. ¿Dónde buscar ahora el
cuerpo de su hija? “¿Dónde, Dios mío, dónde…?,- pensaba; y, sobre todo, había una
pregunta que le quemaba el alma: ¿qué iba a decir Juan Jorge…?
223
A las cuatro de la tarde de ese fatídico sábado, 16 de julio, llegó Juan Jorge a Quito,
logrando de inmediato hacer algunos contactos con sus antiguos profesores
universitarios y algunos compañeros de estudio, que se hallaban vinculados a la Cruz
Roja. Esa misma noche se realizó una reunión, en la que Juan Jorge les explicó con
amplitud de detalles todo cuanto en Túquerres estaba ocurriendo, y aquellos
ecuatorianos nobilísimos, motivados por un elevado concepto de solidaridad con los
pueblos latinoamericanos, heredado del pensamiento de nuestro Libertador común,
cuyo nombre es sagrado para ellos, se comprometieron formalmente con el médico a
mover cielo y tierra, para que el pueblo ecuatoriano apoyara a sus hermanos de
Túquerres, que se hallaba en desgracia.

La intención de Juan Jorge era la de quedarse en Quito hasta conseguir los auxilios y
regresar con ellos a su tierra. Satisfecho de los primeros resultados de su misión, se
acostó aquella noche y durmió como un tronco.

Al día siguiente prosiguió los contactos y logró con sus amigos obtener un espacio
radial en una de las emisoras de la capital, a través de cuyas ondas solicitó la
solidaridad del pueblo ecuatoriano. El día lunes estaba programada una entrevista con
el Señor Presidente de la Republica, pero el médico amaneció indispuesto. Una
zozobra le acicateaba el alma; una angustia, inmotivada aparentemente, le conturbaba.
Tan pronto amaneció fue en busca de sus amigos y les expresó que no podía
permanecer un minuto más en Quito y que deseaba regresar cuanto antes a Colombia.

Sus amigos, extrañados por este comportamiento, no sabían cómo detener a Juan
Jorge para la entrevista presidencial, pues ya estaba concedida la audiencia.

-Yo no sé lo que me pasa… -dijo el médico -. No podría explicarlo. No podría explicarlo.


Siento angustia. Siento un peso dentro del pecho. No sé si será tal vez en esta ocasión
algún mensaje telepático; pero algo grita dentro de mi ser, que me vaya y que me vaya
pronto…No sé… No puede quedarme. ¡Por Dios, amigos míos, vayan a Palacio y
solicítenle al Presidente auxilios para Túquerres! ¡Yo me voy! ¡Tengo irme!

Movido por una fuerza subconsciente, que lo empujaba con vehemencia, Juan Jorge
tomó el primer vehículo que salía para Tulcán y regresó apresuradamente a su tierra.

Cuando el médico llegó a Túquerres, se dirigió de inmediato a la carpa de su tío.


Entonces pudo darse cuenta de los horrorosos estragos que el “temblor del sábado”
como así lo llamaban, había causado en la ciudad. ¡Túquerres estaba en escombros!

El médico emprendió carrera hasta la carpa. Un silencio de muerte reinaba en el lugar.


Ninguno de sus parientes aparecía por ningún lado.

-¡Dios Mío…! ¿Qué ha ocurrido..? ¡Papá! ¡Papá! ¡Elvira!

A los gritos de Juan Jorge acudió Luis, el mayordomo de la finca.

224
-¡A la orden, niño Jorgito!

-¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué ha pasado? ¡Contesta pronto! ¿Dónde está mi papá?
¿Dónde está Elvira?

-¡Ay…! Mi niño; vusté no sabe…

-¡Claro que no sé…! Pero habla pronto! ¿Qué ha sucedido?

-¡El temblor…! ¡El temblor…! ¡Es decir, mejor creigo que es la momia que nos sigue
echando maldiciones…!

-¡Ya te he dicho que aquí no hay momias! ¡Por favor, habla pronto, hombre de Dios!
¿Dónde está mi papá? ¿Dónde está Elvira? ¿Dónde está mi tío? ¿Qué pasó aquí?
¡Habla!

-¡Ah…! ¡Mi niño. Aquí lo único que han pasado son desgracias!

-¡¿Murieron todos?! ¡¿Cómo?!

-¡No. Mi niño; todos no…! ¡Pero ah…! ¡Mi niño, qué desgracia…!

-¡Pero dime pronto…! ¡Dime que pasó…! ¿Dónde está Elvira?

-¡Ah…! Doptor, ¡La niña Elvira no tá…!

-¿A dónde ha ido? ¡Maldita sea! ¡Habla de una vez…!

-¡Verá vusté, mi señor patrón, que vinieron de Pasto don Enrique y el niño Emilio y los
llevaron para Pasto.

-¡Menos mal…! ¡Dios Mío…! ¡ Uffff…! ¡Por un minuto creí que todos habían perecido…!
¿Cuándo se fueron para Pasto?

_El domingo patrón; el domingo. Fue horrible, mi niño Jorgito.

¡Algo terrible…! ¡Yo creigo que tuitas las momias se salieron del infierno p‟a
cargarnos…!

-Ya no “creigas” más y habla de una vez. ¡por Dios…! Luis, por Dios, dímelo todo de
una vez ¡Carajo! –gritó el médico exasperado.

-¡Pero cómo quiere que le diga, si vusté mesmito no me deja hablar…! Espere y verá
que todo se lo contaré…

-Prosigue, Pues; te escucho.


225
-Verá vuste, mi señor patrón, que el sábado en la noche, como a eso de las nueve, vino
un terremoto que… ¡oiga, patroncito, p‟a qué le digo…!

-¡Pues dime pronto; ya!

Yo creigo que el de La Chorrera le quedó chiquito, patrón; y ese temblor mesmitico jué
el que acabó con el pueblo. Yo que taba en “El Manzano”, sentí que tuiticas las
momias…

-Basta de momias! Habla de una vez toda la verdad sin comentarios. ¡Carajo! volvió a
gritar indignado por la demora de Luis.

-Verá, doptor, que a según me dijo en dispués don Juan Manuel luego que pasó el
temblor la niña Elvirita se levantó p‟a bajar al hospital y favorecer a los enfermitos. Que
tuitica la noche la pasó allí trabajando. Y que ya el domingo habían venido de Pasto don
Enrique, y el niño Emilio p‟a llevárselos a todos; porque a según decían aquí tuiticas las
gentes, Túquerres s‟iba a hundir como La Chorrera. Y entonce, mesmamente, el
domingo viñeron muchos carros de Pasto p‟a sacar la gente, pero mesmetico cuando ya
taban todos en el carro, la niña Elvirita no apareció por ningún lado; que era que…

-¿Qué Elvira no apareció…? ¿Qué has dicho…?

-Eso mesmitico que vusté tá oyendo, patrón; que la niña Elvirita se perdió y que como
seguía temblando la tierra, mi patrón don Juanito mesmo les dijo que se vayan; que se
salven y que él se quedaba buscando a la niña Elvirita.

-¡Pero, Dios mío…! ¡¿Qué fue de Elvira…?! ¡Dímelo…! Dímelo pronto…! ¡Por Dios…!

-Eso mesmo es lo que quisiéramos saber toitos, patrón. Lo cierto es que primero creyó
don Juanito que la niña Elvirita había sido aplastada por una tapia que se cayó en el
hospital. Porque repito que allí no taba…

-¡Por Dios! Luis, no repitas nada y sigue la historia. ¡Llega ya la final…!

-¡Qué final ni qué carajo! ¡Patrón…! Vusté tiene la culpa por no dejarme hablar a yo
solito. Ya le digo que don Juanito creyó que la niña taba aplastada y toitico el domingo
escarbaron las ruinas y los espedones, que habían caído en el hospital, pero nada,
patrón; no la encontraron. El lunes continuaron buscando allí mesmito, ¡pero
tampoco…!

-¡Cielo Santo! ¡Acaba, hombre de Dios¡

-Qué voy a acabar, patroncito; si esta historia no tiene fin; porque en dispués supo mi
señor patrón, que era que la niña Elvira, no taba muerta sino que se la habían llevado
en un carro de los que aquí salieron con gente…

226
-¡No puede ser…! ¡Dios Mío…! ¡Pero si tú acabas de decir que en el bus en que viajó la
familia a Pasto, no iba Elvira!

-Así mesmito es, patrón: Pero como la gente se acabó de alocar con el temblor del
domingo, naide sabe p‟a donde cogería… Lo cierto es que misia Purifica, que lo sabe
todo, porque es la más chismosa del pueblo, y…

-¡Ya te dije que basta de comentarios…! ¡Quiero la verdad, por Dios, Luis…!

-Pus ésa es la meritica verdá, señor. La mesma misia Purifica jué que le dijo a mi señor
patrón que a la niña Elvirita se la habían llevado en un bus que s‟iba para Ospina; y allá
mesmo se jué mi señor patrón dende este mediodía a buscarla y a yo me dejó cuidando
la carpa.

-¡Dios santo…! ¡No puede ser…! ¡Elvira tiene que haber viajado a Pasto…! –exclamó el
médico-.

-No, señor; ya le dije que a según me contó don Juanito; a Pasto no se jué con la
familia; porque ellos arrancaron a toda carrera, pensando que el pueblo ya se taba
hundiendo y repito que la niña no viajó con ellos.

-Pero…¿qué pasó entonces…? ¿Por qué se fue para Ospina y así… en esa forma…
sin dar previo aviso…?

-Eso mesmito es lo que quisiéramos saber todos, mi señor patrón. ¡Lo cierto es que a
según me dijo don Juanito, y también ése es el comentario en todo el pueblo, aquí la
gente se aloco y cuando llegaron los carros, todo el mundo s‟iba trepando y naide sabía
para ónde era que iba a coger…! Repito que la gente taba loca, patrón.

-¡Ya entiendo…! ¡Ya entiendo…! ¡Era el pánico colectivo! –murmuró para sí Juan Jorge-

-Yo no entiendo nada de ese “cólico colectivo” que vusté dice, patrón. Pero sí es cierto
que la gente taba loca, y que todo mundo se apuró a subir en los carros, gritando que
Túquerres se taba hundiendo, como La Chorrera. ¡Por eso es que yo creigo que la niña
Elvirita tiene que aparecer por ahí…!

Pero, ¿Dónde…? ¡Dios mío; ¿Dónde?! –gritó el médico-.

Era demasiado. Tantas eran las emociones sufridas, que la psique de Juan Jorge no
pudo resistir. Sintió un frío intenso, que bajaba por la espina dorsal, sus fuerzas lo
abandonaron y tambaleando, avanzó hasta una silla, donde se sentó a llorar con la
cabeza cogida entre las manos. El pobre campesino no sabía qué hacer y salió
apresuradamente en busca de socorro, regresando casi al instante.

-¡Venga…! ¡Venga, niño Jorgito…! ¡Levántese, que ya viene don Juan Manuel y yo no
quiero que lo encuentre llorando…! ¡El pobre mayor ha sufrido tanto…!
227
-¿Y viene con Elvira?!

-No, señor, mesmitico él sólo viene. Pero levántese que aquí llega.

Juan Jorge salió corriendo de la carpa, y pudo ver cómo llagaba su padre a caballo, a
todo galope. Cuando el caballero arribó, rápido se apeó y cayó en brazos de su hijo
sollozando. No había nada que preguntar, pues ese llanto desconsolado hablaba
claramente de que un nuevo fracaso había coronado sus esfuerzos. Los dos hombres
permanecieron largo rato abrazados y llorando con desesperación.

Después, don Juan Manuel le confirmó todo cuanto Luis le había relatado y entonces,
numerosos vecinos se congregaron en la carpa para consolar a los dos desventurados,
pues la noticia de la desaparición de Elvira ya era conocida en toda la vecindad.
Aquellas buenas gentes olvidaban su propia desgracia para socorrer a sus amigos y
bien pronto empezaron a discutir planes y organizar brigadas para buscar a Elvira;
unos viajarían a Pasto, otros a Ipiales y otros excavarían en los escombros de la ciudad,
pues la noticia del viaje de Elvira en algún vehículo era solo un indicio, que no tenía
pruebas consistentes y, por lo tanto, no se podía descartar que hubiera sido aplastada y
estuviera bajo los escombros.

Juan Jorge marcharía hacia pasto para organizar allá la búsqueda y don Juan Manuel
permanecería en Túquerres, continuando sus labores de remover ruinas…

Esa misma noche se reunió la Junta Pro Auxilios; mas sin la presencia del médico, que
había viajado hacia la ciudad de Pasto.

-Analicemos un poco nuestra situación –propuso el doctor Alberto León -.el agua es
escasa, pero al menos sí hay para solucionar las necesidades vitales; el camión está
cumpliendo su misión y a diario hace repetidos viajes al riachuelo para traerla.

-¨Por lo demás dijo don Gonzalo Benavides – carecemos de todo; ya empiezan a


sentirse los rigores del hambre; y creo que si mañana no conseguimos comida la gente
va a empezar a enfermar.

-¡Eh! Ave María! –exclamó don Rafael Lince -. Y este frío es aterrador. Sobre todo en
las noches se hace sentir con crudeza. ¡Da lástima mirar esa pobre gente tendida sobre
el suelo, tiritando de frío y sin poder aliviar sus tormentos! ¡Eh Ave María Santísima…!

-Si mañana no llegan los socorros, tendremos que salir de nuevo en su demanda. ¡No
podemos dejar que la gente perezca por falta de ayuda! –dijo el señor Alcalde-.

-Tenemos que hacer lo imposible por salvar nuestra tierra amada- agregó don Gonzalo-
. ¡Si es preciso mendigaremos de pueblo en pueblo, pero no permitiremos que la gente
siga sufriendo en esa forma…!

228
-Por fortuna –comentó don Rafael Lince –no hemos tenido mayores desgracias
personales; como casi toda la gente está viviendo en carpas, ello ha evitado que se
produzcan muertes. De lo contario…¡Eh Ave María, hombre…!

Al día siguiente algunos destellos, de esperanza apuntaron en los horizontes de la


ciudad. A media mañana empezaron a llegar cargamentos de víveres, vestuarios y
medicina.

De Samaniego llegaba panela, yuca, maní y algunas ropas, de Tumaco arroz, pescado
y sal.

De Ipiales llegó una comisión encabezada por el señor Alcalde. Don Paulo Emilio
Revelo, trayendo un cargamento de ropa, mantas, carpas, medicinas y vivieres. Del
Ecuador, la Cruz Roja envió varios camiones con provisiones y vestuario; de la ciudad
de Pasto, víveres en gran cantidad, ropas, mantas y carpas. La Junta Pro Auxilios
asesoraba a las autoridades municipales para distribuir los donativos entre la
ciudadanía y el cordial y profundo agradecimiento de ese pobre pueblo, sumido en tal
calamidad, se elevó del fondo de esos corazones, hacia las ciudades, que con tanta
generosidad compartían su desgracia y hacían propio su dolor.

La solidaridad del pueblo ecuatoriano fue de todos modos la que mayor admiración y
gratitud motivó en las almas. Para Túquerres, pueblo bolivariano por excelencia,
significaba el renacer del pensamiento de su Libertador, cuando propuso la Gran
Colombia; en su anhelo infinito de hacer de todos estos girones americanos un bastión
inexpugnable, unidos por lazos indisolubles de fraternidad, contra cuyo poderío se
estrellaran y rompieran las olas de la envidia, el odio y la dominación. Eso significaban
los auxilios de los hermanos del Ecuador; los lazos de la hermandad y el abrazo de la
raza, que destruían en pedazos las fronteras geográficas y políticas, para compartir el
pan con sus hermanos, sumidos en el infortunio y agobiados por el dolor…

En los días siguientes se fue aquietando la naturaleza. Los temblores que se producían
ya no eran de la intensidad y duración de los anteriores; las capas geológicas internas
se iban acomodando poco a poco a su nueva posición, todo lo cual hacia retornar la
tranquilidad a los corazones y renacer la esperanza en las almas. Algunas familias
empezaron a construir carpas más estables y abrigadas, fabricadas en tabla. Lo propio
se hizo con las destruidas iglesias, construyendo sendas carpas al lado de cada una,
ahora bastante espaciosas, confeccionadas en tabla en donde los moradores
depositaron las veneradas imágenes con mucha devoción y cariño. Y así, lentamente,
la ciudad iba renaciendo a la vida.

Mientras tanto, Juan Jorge, en Pasto, había removido cielo y tierra buscando a Elvira; y,
seguro de no encontrarla en dicha ciudad, regresó a Túquerres, lleno de angustia. Sin
embargo, ese mismo día Elvira regresó con la comisión que había viajado a Ipiales en
su busca.

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Juan Jorge lloraba de felicidad; su emoción era tan grande que miles de sentimientos
brotaban de su alma, como una cascada, como un huracán; don Juan Manuel, loco de
alegría, abrazaba y bendecía sin cansarse a su hija y Elvira no hacia otra cosa que
pronunciar los nombres amados de don Juan Manuel y Juan Jorge.

Pasados los primeros transportes y ya más serenos, Elvira tomó asiento en medio de
cuantos se hallaban presentes y deseaban con vehemencia conocer su historia.

-Ya saben, amigos míos –principió la chica-, cómo después del temblor del sábado,
solicité licencia al tío Teófilo para salir de la carpa y en seguida me dirigí al hospital.
Aquel día terrible el doctor Manuel Garzón me había preguntado por Juan Jorge y
cuando le informe de su ausencia, me explicó, lleno de consternación, cómo se había
presentado una epidemia por Samaniego y Linares, donde multitud de personas se
estaban muriendo aquejadas de un mal desconocido. Igualmente me dijo que el hospital
estaba literalmente colmado por estos pacientes y me pidió que en caso de presentarse
otro temblor, acudiera a la casa de salud, para ayudar en todo cuanto estuviera a mi
alcance; allí estuve, pues, trabajando el resto de aquella noche y durante la mañana del
domingo.

En todas partes se escuchaba el mismo grito: “¡Nos hundimos…!¡Nos Hundimos como


en La Chorrera!”.

Yo no sé lo que me pasó. Sentí que me mareaba, y todo me daba vueltas. Alguien me


empujó hacia un carro y otros me ayudaron a subir. Entonces perdí el conocimiento.
Cuando desperté me hallaba en un hospital en la ciudad de Ipiales, en donde me
estaban atendiendo con la mayor gentiliza y solicitud. Un señor de nombre Paulo Emilio
Revelo, Alcalde de dicha ciudad llevó los mejores médicos, canceló todos los gastos de
mi hospitalización y cuando mejoré me entregó a mis amigos, que llenos de angustia
habían viajado a esa ciudad a buscarme.

Don Paulo Emilio Revelo fue un verdadero ángel de la guarda para los Tuquerreños,
pues no solo conmigo tuvo tantas atenciones y tan gallardas gentilezas, sino con todos
cuantos en una u otra forma llegaron a Ipiales en busca de refugio. Conmovido de
tantas desgracias, allí les había proporcionado alimentos, vestidos, techo y cariño; así
pues; con inmensa ternura se dedicó a proteger a cuantos habían huido a esa ciudad.
¡Dios le recompense con creces todo lo que hizo por nosotros! ¡Su nombre debe ser
sagrado para los tuquerreños…! Una duda me queda solamente: ¿Por qué me fui…?
¿Por qué Juan Jorge hice esto…? ¿Podrías explicármelo tú, mi amor?

-¡Ah…! Mi vida me colocaste en un aprieto, pues grandes investigadores de la mente


humana han producido teorías y más teorías sobre este tipo de fenómenos mentales.
Pero para que te tranquilices, voy a tratar de explicarte un poco este comportamiento:

Hay en la psicología una ley que podría enunciarse: “La emoción favorece y refuerza la
sugestión”. Era indudable, según tu historia y el relato de todas las personas, que la
emoción que todos los moradores de esta ciudad estaban viviendo era más que
232
intensa. Y ese alarido que se escapaba de todas las gargantas: “Nos Hundimos…”
¡”Nos vamos a hundir, como La Chorrera”! era una sugestión, una sugestión colectiva.

El resto del cuadro, que acabas de describir: los gritos, los gemidos, los lamentos, los
gestos de las personas, no eran otra cosa que el mensaje del miedo, otra emoción más.

Esos mismos gritos y gestos, engendran el miedo en los demás, cuyo subconsciente
recibe el mensaje y a la vez lo transforma en miedo, pues las emociones se contagian
por este sistema. Así se produjo una auténtica epidemia psicológica de miedo.

Y tú también te contagiaste, mi amor; y fuiste una víctima más de esta enfermedad. De


ahí tu obnubilación; ese proceder autómata, sin raciocinio, el mareo y la consiguiente
pérdida del conocimiento. ¡Era el miedo, mi adorada Elvira! ¡Tú no te ibas a escapar a
ese paroxismo del pánico colectivo! Eso fue todo.

-Pero, mi amor, ¡Qué horrible enfermedad es está del miedo! ¡Y cuántas personas y
cuántas familias habrán sido víctimas del pánico colectivo; en idéntica forma que nos
pasó a nuestra familia y a mí! La explicación que dio Juan Jorge era acertada y más
acertado aún el comentario de Elvira. El desgraciado acontecimiento, que sin piedad
había azotado a la familia de don Juan Manuel, fue una realidad, el común denominador
de muchas familias tuquerreñas, cuyos miembros, acometidos por el pánico colectivo,
en el paroxismo del terror, abordaron unos y otros vehículos dispersándose;
perdiéndose del tronco familiar y apareciendo después en medio de indecibles
amarguras; unos, en una ciudad; otros, en otra; sin saber el destino de unos y otros.

Los padres no conocían el paradero de sus hijos; los hermanos se habían perdido del
hermano; el esposo, de la esposa. Fue un delirio de locura y angustia, que registra
conmovida la historia de la “Ciudad Mártir”.

Don Juan Manuel dispuso de inmediato que Luis viajara a la ciudad de Pasto, para
comunicar a sus familiares el feliz suceso de la aparición de Elvira, pues el servicio
telefónico entre estas dos ciudades era imposible, pues la casa donde funcionaban las
oficinas de comunicaciones también había caído, siendo imposible por el momento
restablecer los servicios. Los vecinos, que habían acudido a la carpa de don Teófilo se
despidieron con cordiales muestras de satisfacción, pues el regreso feliz de Elvira era
un consuelo para todos, que admiraban sinceramente los valores humanos de esta
extraordinaria mujer.

-Padre –propuso Juan Jorge -, ahora que la paz ha retornado a nuestras almas, sería
bueno que te vayas a Pasto y pases unos días allá; te hace tanta falta un poco de
descanso…

-No, hijo; a la verdad, el descanso de mi alma es tu felicidad al lado de mi hija. Allá no


tengo a quien hacer falta y en cambio aquí, en nuestra tierra, son muchas cosas que
podemos hacer por el bien de los demás.

233
-Y tú, Elvira…- se atrevió a insinuar su novio-.

-¡No. No, mi vida.ni pensarlo. Ni un minuto más me separaré de tu lado! ¡Pase lo que
pase; venga lo que viniere, yo estaré contigo ¡si es de salvarnos, nos salvaremos todos.
Si es de morir, será aquí, en nuestra tierra con ella y a tu lado!

-¿Y tú, Juan Jorge…? –preguntó a su vez don Juan Manuel-.

-¿Abandonar yo mi tierra…? Nunca, padre; ¡La amo tanto…! ¡La siento tan mía…! ¡Tal
como dice Elvira; aquí, aferrados al terruño hemos de vivir, hemos de luchar y hemos
de morir!

El árbol que, ya crecido, se trasplanta a otro suelo, se muere, padre, porque la tierra es
su vida, es su sangre. Lo mismo es el ser humano. ¡Así pues, nos quedamos todos!
¿Verdad, mi amor?

-¡Sí, mi vida; nos quedamos todos! –Afirmó con decisión Elvira-.

234
EPILOGO

El Ave Fénix
Para entonces, un nuevo flagelo cerníase sobre Túquerres, como una sombra nefasta;
a los formidables golpes que los sismos habían causado en la martirizada población, la
terrible epidemia que azotaba las aldeas y poblados adyacentes, ubicados en la hoya
del río Guáitara, amenazaba extender su contagio sobre Túquerres. En efecto, de
Samaniego, Ancuya y Linares, acudían muchos pacientes aquejados del desconocido
mal en busca de salud al hospital, portando con ellos otra ola de miedo a los moradores
de la ciudad,

En vano los médicos Manuel Garzón, Ernesto Caviedes Arteaga y demás miembros del
cuerpo de salud, se devanaban los sesos en la investigación de esa epidemia: el mal se
presentaba en forma inexorable causando estragos en las poblaciones mencionadas.

-Esto es una locura, Juan Jorge –le dijo el doctor Manuel Garzón -. Esta epidemia me
tiene descontrolado. ¡Tanto estudio, tanta dedicación, tantas noches pasadas en vela,
para nada…! ¡Para nada…!

-Y lo más terrible es el peligro de contagio doctor –añadió Juan Jorge - ¡Pobre gente! Si
esta enfermedad se difunde en Túquerres yo no sé qué vamos hacer…las carpas que
se han construido para albergar a los enfermos del hospital están repletas.

-Efectivamente querido colega; esto agrava aún más la situación. ¡El panorama de
nuestra tierra es negro!

-Tampoco veo yo un destello de esperanza por ningún lado –exclamó con


desesperación Juan Jorge -.

-Lo importante por lo pronto –interrumpió el doctor Manuel Garzón –es evitar que la
epidemia se produzca en Túquerres por contagio. Anoche estuve meditando largamente
si no sería conveniente trasladarme a la población de Ancuya y establecer allí un
hospital de emergencia.

-Creo que eso sería lo más acertado, doctor; así podríamos descongestionar aquí el
hospital y usted podría adelantar en mejores condiciones sus estudios, esta vez sobre
el tapete mismo de los acontecimientos. Solo que habrá muchas dificultades…

-¡Las dificultades son para vencerlas! –Dijo el doctor Garzón con tal acento de decisión
que no dejaba duda alguna -.En fin la determinación ya está tomada y hoy mismo voy a
organizar mi partida. De todos modos, queda el doctor Caviedes al frente del hospital y
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yo les estaré comunicando continuamente todo cuanto se relacione con esta epidemia
atroz.

El doctor Manuel Garzón partió para Ancuya en cumplimiento de su sagrada misión,


llevando algunos implementos para establecer allá un pequeño laboratorio, que le
permitiera continuar sus investigaciones sobre la enfermedad. No había carretera y el
viaje hubo que realizarlo a lomo de mula, llevando una acémila especial, cargada con
sus libros y apuntes.

En esta forma, aquel hombre valeroso pensaba enfrentarse contra la epidemia, llevando
como armas sus amplios conocimientos y su gran corazón transido de amor por la
humanidad. En Túquerres se quedaban sus tiernos hijos y su esposa Mercedes Pereira
de Garzón que gustosamente realizaba el sacrificio de aceptar la separación de su
cónyuge aún en medio de las tremendas calamidades que azotaban la ciudad. ¡Todo
había que hacerlo por el bien de la gente…!

Al cabo de algún tiempo, Juan Jorge recibió una extensa carta del admirable médico en
la cual informaba cómo había logrado establecer un hospital en Ancuya y otro en
Linares para atender a los numerosos enfermos y al mismo tiempo decía: -Estoy casi
convencido, mi querido colega, de que esta terrible epidemia, que está causando tantas
muertes en estas regiones es la misma, ”Verruga Peruana” , que asoló las márgenes
del río Oroya en el Perú, a fines del siglo pasado. El médico peruano doctor Daniel
Carrión la bautizo con el nombre de “La fiebre de Oroya” y para descubrir su etiología
se inoculó sangre de un enfermo, ¡Brindando su vida por la salvación de la humanidad!

-¡Dios bendito! –Exclamó Juan Jorge, al leer este párrafo de la carta-. A pesar de los
avances de la ciencia, esta enfermedad aún es completamente desconocida. ¡Ojala
esté equivocado el doctor Garzón…! ¡Ojala, Dios Mío esté equivocado!

Y allá, en la distancia; en las márgenes de rio Guáitara las luchas del médico seguían
sin cuartel. Día y noche semana tras semana, deambulaba el doctor Garzón por las
márgenes del río estudiando las plantas, observando los animales, experimentando en
conejos, perros y ratoncillos, hasta que por fin, tras una paciente investigación logró
descubrir que “La fiebre de Oroya” era producida por una bacteria, que la transmitía un
mosquito, bien así como el paludismo es transmitido por la picadura del anofeles así le
comunicó a su amigo en una nueva misiva, en la que agregaba. “Voy a trasladarme a
Samaniego, donde se ha agudizado el contagio produciendo numerosas víctimas. Ojalá
que Dios me ayude a combatir este mal, pues la gente se encuentra tan desesperada,
frente a la mortandad que está causando, que acude a consultar con yerbateros tales
como un señor que llamaban “Don Trino” y otros como “don Aparicio de la Aguada y
don Victorio Fierro. ¡Dios Santo! ¡Esto es más terrible de cuanto pueda imaginarse…!”.

Y así pasaban los meses. En Túquerres los médicos se reunían a diario para estudiar el
caso; pero, lejos como estaban del epicentro de la epidemia, en nada podían ayudar a
su admirable colega. Un día llegó a manos de Juan Jorge una carta que le crispó los
nervios. En ella le informaba el doctor Manuel Garzón: “La angustia ante la impotencia,
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mi apreciado colega, es algo indescriptible. ¡Ya llevo tanto tiempo de estudio
concienzudo…y nada!

“¡Nada en firme…! ¡Al final, siempre un vacío…! Pero la muerte, sí…! ¡Ella sí continúa
arrebatándome vidas…! ¡Esto es horrible colega, horrible…!¿Sabe usted lo que hice…?
Me inocule sangre de un paciente aquejado por la “Fiebre de Oroya”… si no he podido
estudiar la evolución de la enfermedad en otros pacientes, la estudiaré en mi propio
organismo…!”. “¡Pero descubriré la enfermedad y la venceré…! ¡La venceré, colega ¡”

“¡Esto es lo único que se me ocurrió hacer para salvar a tantos seres humanos! Si
muero, en mi escritorio encontrará usted todo cuanto haya logrado descubrir sobre la
epidemia. Día a día anotaré sus progresos observados en mi cuerpo, los síntomas y los
tratamientos que vaya practicando…¡Por el bien de la humanidad…!”

“Hasta siempre…! “

La carta del abnegado médico cayó de las manos de Juan Jorge. El hombre sintió un
torrente de lágrimas que se le escapaba de los ojos y no logrando reprimirse, salió
llorando a buscar a sus colegas. Ante la noticia de Juan Jorge, los médicos
determinaron viajar de inmediato a Samaniego para traer al colega y trasladarlo a
Bogotá en el término de la distancia. Así se hizo en efecto, pero los esfuerzos de los
galenos en la capital fueron en vano y no pudieron arrancar la vida del héroe de las
garras inexorables de la muerte.

El 12 de septiembre de 1942 “Se apagó su vida de apóstol” en los brazos de su amada


esposa y en medio del dolor de su patria, que a través de todos sus cuerpos colegiados
del país rindió al mártir un sentido homenaje póstumo. Lo propio hizo “El centro
científico de médicos de Lima” que propuso la creación de un “Instituto de
Investigaciones Médicas Colombo-Peruano”, que debería llevar el nombre de “Carrión –
Garzón”, los dos héroes de la ciencia.

Tiempo después, Juan Jorge entregó los estudios de su amigo al médico bacteriólogo
antioqueño doctor Patiño Camargo, quien acompañado del doctor Mayoral y Carpintero,
identificó las bacterias de “bartonellas cocoides” en frotis de sangre de un paciente,
logrando por fin vencer la espantosa epidemia; ¡El sacrificio del doctor Manuel Garzón
Moreno produjo así los más opimos frutos para el bien de la humanidad…!

Mientras todo esto ocurría, el pueblo tuquerreño dirigido por la Junta Pro Auxilios se
dedicó por entero a la reconstrucción de la ciudad. Con valor, con denuedo y sacrificios
se empezó a reconstruir Túquerres.

Tras múltiples esfuerzos aquellos hombres valerosos lograron que el Congreso de la


Republica aprobara la Ley 115 del 5 de septiembre de 1936 “Por la cual se provee a la
reconstrucción de una ciudad y se auxilian los damnificados por los siniestros sísmicos
en el Departamento de Nariño”

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El artículo segundo ordenaba: “Las obras públicas que llevará a cabo el gobierno en la
ciudad de Túquerres serán la siguientes:

- Acueducto,
- Alcantarillado,
- Edificios para oficinas públicas nacionales,
- Hospital,
- Cárcel,
- Dos edificios para escuela de varones,
- Dos edificios para escuela de mujeres, y
- Plaza de mercado.”

De igual modo, con tesoneros esfuerzos, se logró que el 25 de mayo de 1937 el


Congreso aprobara la Ley 46 que adiciona la Ley 115 en el sentido de construir un
barrio para los damnificados de escasos recursos económicos, que se denominaría
“Barrio de la Reconstrucción” y al efecto, el Señor Presidente de la Republica Doctor
Alfonso López Pumarejo, mediante decreto de marzo 9 de 1937, nombró como
miembros integrantes de la “Junta Pro Auxilios para la reedificación de Túquerres” A los
señores Alberto León Mantilla, Rafael Lince y Gonzalo Benavides Álvarez.

Y por Decreto número 262 de febrero 2 de 1937, el Presidente de la Republica encargó


al Ministerio de Obras Públicas llevar a cabo las obras de reconstrucción de la ciudad.
Este organismo tomó a su cargo la administración de los fondos y la organización de los
trabajos, constituyéndose en su principal motor de desarrollo el propio Señor Ministro,
Doctor Cesar García Álvarez.

El resto de la ciudad fue levantándose poco a poco, con el tesón, el amor y la


cooperación de todos los habitantes; así se construyeron nuevos edificios públicos y
privados.

Por el sistema de “Mingas” se demolieron las ruinas de los templos y paulatinamente se


fueron levantando nuevamente: el de San José, al estilo colonial bajo la dirección de la
Comunidad de Padres Capuchinos, que desde el 19 de marzo de 1890 habían llegado a
Túquerres y leal con el destino de la ciudad no la abandonó jamás; el templo del Señor
de los Milagros, el Colegio Nacional San Luis Gonzaga; El Instituto Normal Teresiano.
Que desde 1939 tomó a su cargo la Comunidad de Hermanas Carmelitas; El Hospital
“San José”, atendido por las religiosas de la misma comunidad; el “Estadio Alberto León
Mantilla”, que lleva el nombre del ilustre filántropo, que donó el terreno para tal fin.

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Y así sucesivamente, en el devenir de largos años de infinito amor y de fecundo trabajo
fue renaciendo la ciudad, que hoy se levanta hermosa y pujante, surgida de sus propias
ruinas, como el Ave Fénix.

De las familias que emigraron durante aquella época de sufrimientos y angustias


inenarrables, muchas retornaron a sus lares, apegadas para siempre a su terruño; entre
ellas, la de don Teófilo Piedrahita, que se quedó definitivamente para surgir o naufragar
junto a su adorada tierra.

Y ¿Juan Jorge y Elvira…? Celebraron su matrimonio y continuaron viviendo en la


ciudad; reconstruyéndola, amándola y poblándola con sus hijos; siendo allí felices para
siempre. Merecían serlo.

FIN

GUILLERMO CIFUENTES LOPEZ

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