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Comentario a la Segunda Meditación de

Descartes
La segunda Meditación de Descartes lleva por título De la naturaleza del espírutu
humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo. Tal título nos da ya una idea
de los problemas que el autor planteará y las cuestiones que se desarrollarán a lo
largo de este texto. Expuestos aquí brevemente, los hemos separado en tres
conjuntos (separación que no impide, respetando la coherencia argumentativa del
texto, que cada uno de ellos sea dependiente de los anteriores); señalar, antes que
nada, el hecho de que Descartes utilice a lo largo de todo el texto la primera
persona; dicha utilización, aparte de responder a una clara intención
autobiográfica, es consustancial a su proceder filosófico: sólo de esta forma es
posible la reflexión de un “yo” sobre sí mismo (su existencia y sus procesos
cognoscitivos).
(1) En un primer momento de la argumentación, obrando a partir de los resultados
obtenidos en su primera y anterior Meditación (a saber, que “de todas las cosas, en
particular de las materiales, podemos dudar”, empleando sus propias palabras),
Descartes busca suelo firme, algo sobre lo que no le quepa “ni la más mínima
duda”. Así, si todo es falso, no cabe formular más que una proposición verdadera:
nada cierto hay en el mundo; aún más, arguye Descartes, el mero hecho de la duda
implica necesariamente la existencia del sujeto que la practica.

(2) Establecida aquélla, un nuevo paso en la argumentación consistirá en el análisis


de ese sujeto pensante: Descartes reconoce no poder definir con exactitud al
hombre. Sí reconoce en él la separación entre un “cuerpo” y un “alma” con
características diferentes: por cuerpo entiende aquello que está delimitado por una
figura, situado en un lugar, que llena un espacio de tal forma que cualquier otro
cuerpo queda excluido, que es perceptible por los “sentidos externos” (tacto, vista,
gusto, oído, olfato) y que no puede moverse por sí mismo, sentir ni pensar; el alma,
por su parte, es aquello que permite al cuerpo nutrirse, andar (o, dicho de otra
forma, el movimiento por sí mismo) y sentir. De todas las características citadas
de cuerpo y alma ninguna, observa Descartes, es inmune a la duda. Pero he aquí
que otra de las funciones del alma es el pensamiento, y en él encuentra el filósofo
no sólo la única premisa para inferir su propia existencia, como quedó demostrado
antes, sino también la única característica segura de su condición humana: el
hombre, manteniéndonos siempre en el territorio de la primera persona, queda así
definido como “una cosa que piensa, una razón, un espíritu”; las operaciones de
éste serán tales como dudar, entender, afirmar, negar, querer, no querer, imaginar
y sentir.
(3) Esta última operación, la de sentir, se toma como punto de partida para el
análisis de las relaciones entre el “espíritu” y las “cosas corpóreas”. Descartes
demuestra, recurriendo al ejemplo de la cera, que las únicas realidades esenciales
de un cuerpo particular son la magnitud, la figura y la situación, en detrimento del
olor, color, sabor, sonido, etc. Por tanto, la percepción de los objetos no se realiza
a través de los “sentidos externos”, ni tampoco de la imaginación (puesto que,
siendo infinitos los cambios a los que pueden estar sometidos los cuerpos, también
ésta habría de ser infinita para poder abarcarlos a todos), sino solamente en virtud
del entendimiento. Otro tanto ocurrirá con la indentificación de los objetos
particulares por sus características comunes con el objeto abstracto: sólo mediante
el entendimiento se podrá ejercitar. El entendimiento, además, como operación
consistente en abstraer las cualidades esenciales de un cuerpo, es únicamente
humana y nos diferencia de los animales. Finalmente, llevando la dialéctica entre
cuerpo y espíritu hasta sus últimas consecuencias, Descartes puede afirmar que,
puesto que la percepción de las cosas es suficiente para afirmar nuestra propia
existencia, el conocimiento, ya sea real o ilusorio, de las cosas redunda
necesariamente en un mejor conocimiento de nuestro espíritu.

La época en que vive Descartes (primera mitad del siglo XVII) se caracteriza,
consolidada plenamente la burguesía como clase social y el capitalismo comercial
como modo de producción, por un proceso de “refeudalización” como
consecuencia de la Contrarreforma (el Concilio de Trento, que sentó sus bases,
finaliza en el año 1564) y las cada vez más sangrientas guerras de religión entre
los pueblos. Tal retroceso, aunque de nefastas consecuencias para las
Universidades, no impide la continuación de la revolución científica y filosófica
que se había iniciado con el Renacimiento; revolución ésta que se cifra en el
“despegue” de la ciencia y la filosofía tras su ruptura con la teología. En palabras
de Gustavo Bueno, “el pensamiento moderno rompe las cadenas teológicas del
pensamiento y la razón recupera el estatuto de instancia suprema”. Bueno
introduce el concepto de inversión teológica para designar este proceso: “el
hombre ocupa el lugar de Dios y se instala en el centro del universo con la
seguridad y autonomía que le proporcionan las ciencias positivas”.

De cualquier modo, volviendo a la decadencia de las universidades, este proceso


sí que tiene importancia al atender a la biografía y a la obra del autor que nos ocupa.
Las causas de la decadencia deben buscarse en el auge de los nacionalismos y las
pugnas religiosas, en la dependencia de las universidades respecto de poderes
ajenos, en el establecimiento de la censura previa, en la conversión de las
universidades en centros de combate puestos al servicio de la integridad del mundo
espiritual católico o protestante, entre otras. En consecuencia, la Universidad
europea no pudo acoger las corrientes científicas y filosóficas que, desprendidas
del renacimiento, pugnaban por establecer un nuevo orden en el campo del
pensamiento humano. Es más bien en las academias, cuyo origen se encuentra en
las asociaciones intelectuales del Renacimiento, donde recae el trabajo de
investigación libre. En este aspecto, como se decía, es especialmente interesante la
experiencia del propio Descartes, quien, educado en un colegio regentado por los
jesuitas, lo abandonó a los dieciséis años, para no estudiar otra ciencia que “aquella
que puede encontrar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo”, según sus
palabras. René Descartes, por tanto, tal como apunto Abbagnano, señala el paso
definitivo del Renacimiento a la Edad Moderna.

Uno de los rasgos caracterísiticos de la filosofía de Descartes, como se ha hecho


ya notar, es su carácter autobiográfico; no pretende enseñar el método que cada
uno debe seguir para conducir rectamente su razón, sino solamente “hacer ver de
qué manera he podido conducir la mía”. Este rasgo, tal y como sugiere Alberto
Hidalgo, no debe interpretarse desde perspectivas meramente psicológicas: el “yo”
de Descartes se desdibuya y diluye al proyectarse objetivamente en su obra,
convirtiéndose en un “nosotros”. Los descubrimientos del “yo” individual se
insertan en un proceso cultural y social que, sin anular la personalidad subjetiva
del hombre, son enlazados por Descartes con otras evidencias, formando una
dinámica independiente del “yo” concreto en que se engendraron. Por eso,
superado el nivel estrictamente personal del “yo”, Descartes está en condiciones
de afirmar que la razón que constituye la subjetividad humana es igual para todos
los hombres. Esta unidad de la razón (término que Descartes considera tanto en
sentido pragmático como epistemológico) está tomada del estoicismo y constituye
la condición necesaria para establecer un método, fundado en la unidad y
simplicidad de la razón, y aplicable por tanto a todas las ciencias y las artes.

Descartes descubre su método considerando el procedimiento matemático y, en


particular, el geométrico (encadenamiento de razonamientos simples y fáciles para
demostrar hipótesis complejas). Pero, junto con la formulación de las reglas del
método (tarea que desarrolla en su Discurso del método), Descartes debe
fundamentar con una investigación metafísica el valor universal y absoluto de
aquél. Las fases del método cartesiano, expuestas brevemente, son cuatro: (1) la
única aceptación de aquello que es evidente o imposible de poner en duda; (2) el
análisis de las dificultades y su división en el mayor número de partes posibles; (3)
la ordenación de las proposiciones y la deducción de lo relativo a partir de lo
absoluto; y (4) la enumeración, con objeto de no omitir nada. Por la naturaleza del
texto que nos ocupa, interesa más el cimiento metafísico en que Descartes apoya
su método.
La duda cartesiana comprende dos momentos distintos: (1) el reconocimiento del
carácter incierto y problemático de los conocimientos a los cuales se refiere; y (2)
la decisión de suspender el asentimiento a tales conocimientos y considerarlos
como falsos. Hay que aclarar, como hace Abbagnano, que este segundo momento
de suspensión del juicio o epojé se refiere a la existencia y no a la esencia de las
cosas. Descartes introduce la figura de un “genio maligno” dedicado a sembrar la
confusión en él; esta figura es, en realidad, el artificio metódico para poner a prueba
su conocimiento. El procedimiento tendrá éxito si, reducido por la epojé el mundo
de la conciencia a un mundo de puras ideas o esencias, se encuentra una idea o
esencia que sea revelación inmediata de una existencia: tal es el caso del “yo”. La
afirmación del “yo existo” será verdadera siempre que la conciba en mi espíritu, y
sólo sobre esa certeza originaria puede fundarse cualquier otro conocimiento.
Descartes considera que el sujeto pensante es una sustancia, si bien, al hacer esta
identificación, redefine el concepto mismo de “sustancia” y le da una orientación
en sentido contrario al de la escolástica: la sustancia del “yo” no implica la
aceptación de ningún sustrato desconocido, sino que solamente expresa la relación
intrínseca al “yo” entre evidencia y existencia. De igual modo, el carácter
sustancial de la extensión significará solamente la objetividad de ésta con respecto
a los demás caracteres de los cuerpos, excluyendo cualquier sustrato. Es posible
que Descartes se inspirase, al elaborar su teoría, en un movimiento de pensamiento
que parte de San Agustín y es asumido más tarde por la escolástica; en cualquier
caso, el “yo pienso” o cogito de Decartes toma un carácter problemático (al asumir,
en virtud del cogito, toda realidad distinta del “yo”) que permite, a partir de la
relación originaria del “yo” consigo mismo, llevar a cabo una reconstrucción
metafísica apoyándose en ese único pilar. Incluso la existencia de Dios debe
demostrarse partiendo de aquel primer principio; Descartes lo hace a través de un
razonamiento que recuerda el argumento ontológico de San Anselmo: la idea de
Dios (idea entendida no en sentido platónico sino como un objeto del pensamiento
individual) es garantía suficiente de Su existencia, puesto que la idea de una
sustancia infinita no puede ser más que una sustancia infinita. Sin embargo, es
preciso señalar que la justificación cartesiana de la existencia de Dios (a diferencia
del argumento ontológico de San Anselmo) se lleva a cabo a partir de los
presupuestos del método. A su vez, el Dios de Descartes no tiene otra finalidad que
la de justificar el propio método, por una suerte de argumentación circular. Este
Dios, como notará Pascal, no tiene nada que ver con el Dios cristiano: el dios
cartesiano es simplemente el autor de las verdades geométricas y del orden del
mundo. He aquí un ejemplo del proceso de inversión teológica que señalábamos
más arriba: Dios deja de ser algo de lo que se habla para ser algo desde lo que se
habla.

Demostrada la existencia de Dios, Descartes hace lo propio con la sustancia o


realidad extensa (los cuerpos). Si los cuerpos se representan al “yo” incluso contra
su voluntad, es preciso reconocer su identidad independiente, capaz de producir
las ideas. Por otra parte, la sustancia extensa no posee todas las cualidades que
percibimos en ella; la magnitud, la figura, el movimiento, la situación, la duración,
el número, son sin duda cualidades propias, pero no lo son el color, el olor, el sabor,
el sonido, etc. Esta distinción recuerda a la que Galileo establece entre cualidades
primarias y cualidades secundarias. Además, Descartes considera que la primera
causa del movimiento es Dios mismo, que al principio creó la materia con una
determinada cantidad de reposo y movimiento y luego conserva en ella inmutable
esa cantidad. De este principio de inmutabilidad divina infiere Descartes las leyes
fundamentales de su física: el principio de inercia, la tendencia de todo cuerpo a
moverse en una línea recta y el principio de conservación del movimiento.
Descartes sigue un paradigma mecanicista: del universo quedan excluidas toda
fuerza animada y toda causa final, siendo las plantas, los animales y el cuerpo
humano puros mecanismos.

En cuanto a la concepción cartesiana del hombre, la diferencia radical entre éste y


las bestias se establece por la presencia del alma racional. Descartes distingue en
el alma acciones y pasiones, dependiento las primeras de la voluntad y siendo las
segundas involuntarias. La fuerza del alma consiste en vencer las pasiones y
detener los movimientos del cuerpo que las acompaña. En esta concepción es
observable nuevamente una fuerte influencia estoica. El grado más alto de la
libertad, definida por Descartes como la “ausencia de coacción externa” se
alcanzará cuando el entendimiento posea nociones claras y distintas que dirijan la
elección y la dirección de la voluntad.
Finalmente, como observa Alberto Hidalgo, Descartes descubrió, aunque sin saber
articularlos, los tres grandes géneros de realidades: extensión, pensamiento y
divinidad, es decir (empleando un lenguaje más riguroso y sistemático)
exterioridad, interioridad y racionalidad.

2) Meditación segunda: “De la naturaleza del espíritu humano; y que es más


fácil de conocer que el cuerpo”.

Alcanzada la cima de la duda radical y la desazón que conlleva, Descartes,


turbado, prosigue sin embargo su búsqueda de que haya algo que se pueda
saber de cierto, aunque no sea más que nada haya de cierto en el mundo. Para
ello, recuerda la inadecuación de los sentidos para lograrlo:

“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada
de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que
carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no
son sino
quimeras de mi espíritu”
El genio maligno, como vimos en la anterior nota, nos hacía dudar de todo, de
todo lo que los sentidos proporcionan, e incluso hasta de aquel proceso
intelectivo en que consisten las operaciones matemáticas, la más
prometedora fuente de saber cierto, como creíamos que era. En efecto, el
genio maligno impide que tengamos convicción plena de todo: de nuestros
cuerpos, de lo transmitido por los sentidos, del mundo exterior en su totalidad,
y, como acabamos de decir, de la veracidad y adecuación de los productos
mentales (ideas) que obtenemos de la actividad intelectual.

Ahora bien, pese a estas malignas acciones del genio, que me impiden incluso
pensar algo cierto, es patente, sin embargo, que hay una sola cosa, nos dice
Descartes, de la que yo puedo estar seguro: precisamente de eso, de que
estoy pensando. Que todas las otras cosas alrededor y dentro de mí sean falsas
no obsta, en absoluto, para que mientras yo piense en ellas, decida si son o no
falsas (que pueden serlo, según sabemos), ese mismo pensar existe. Aunque
llegue a la conclusión de que nada es real, esa misma conclusión ha sido
generada por el acto de pensar; he pensado ese pensamiento; yo existo
mientras pienso. Por tanto, al dudar de todo, incluso de que pueda dudar,
estoy pensando, y ese pensamiento es real, auténtico, existente. Con ello
llegamos al famoso “Pienso, luego existo” (en latín, cogito, ergo sum).

"[...] Si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador
todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero
entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme
cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que
soy
algo. De manera que preciso es concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la
pronuncio o la concibo en mi espíritu.”

Así pues, con este saber superamos la desazón que pudiese causar el genio
maligno: tenemos un conocimiento cierto de nosotros mismos... de hecho, en
principio sólo de nosotros mismos, porque el del mundo exterior todavía no
está demostrado. El siguiente paso es determinar qué somos nosotros, que
nos define como humanos. Descartes rechaza considerarnos como animales
racionales, no porque sea una definición falsa, sino porque su demostración es
engorrosa y adolece de dificultades sobre qué es lo racional y lo animal. Opta,
entonces, por entendernos como una combinación de cuerpo y alma. No
obstante, por la hipótesis del genio maligno (incluso también por los sueños),
ya sabemos que no podemos fiarnos de que poseemos nuestros atributos
físicos; podían ser falsos, ser otros, podrían no existir. ¿Y el alma, algunos de
sus atributos son indubitablemente ciertos? Dejando aparte los que se
conectan, de un modo u otro, con el cuerpo (sentir, nutrirme, etc.), hay uno
que parece cumplir ese requisito: el pensar. Aunque piense erróneamente, en
virtud de la acción del genio maligno, estoy pensando; de modo que, por ello,
existo. Es, pues, el pensamiento la facultad que me convierte en humano.

“Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de
la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es
preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer
con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa.
Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que
afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que
siente”

El pensamiento no engloba, tan sólo, aquellas actividades meramente


intelectuales o, digamos, racionales. Es mucho más; cualquier acto que incluya
pensamiento es real: así, imaginar, porque aunque imagine algo falso o
inexistente, estoy imaginando (que se enlaza con el pensamiento: no
podríamos imaginar sin pensar); y sentir, porque la capacidad sensitiva, pese
a poder ser igualmente falsa, participa del pensamiento, del acto mismo de
pensar.

“También es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda


ocurrir que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de
imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento.
Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce
las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto,
veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas
apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas
formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es
propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no
es otra cosa que “pensar”

Y, en general, cualquier actividad de nuestra vida humana supone el cogito,


precisa de él para llevarse a cabo; y en ese sentido, al contener todas ellas esa
raíz de indubitable realidad, de irrefutable existencia, encierran su parte de
verdad.

Finalmente, Descartes ofrece una demostración de que las cosas sensibles,


que a veces se toman como más ciertas que las del propio pensamiento (por
ejemplo, en el realismo ingenuo), son falibles, y para ello expone el famoso
ejemplo del pedazo de cera. Ese pedazo de cera, nos comenta Descartes, aún
posee la dulzura de la miel que contenía, algo del olor de las flores con que ha
sido elaborado, su color, figura, su dureza, etc. Sin embargo, al acercarlo al
fuego, pierde el saber, su olor ya no es el mismo, modifica su color, y cambia
del todo su figura. ¿Podemos decir que allí está el mismo trozo de cera, aun
sin contar tales alteraciones? Sí, hemos de confesarlo: es la misma cera. Pero,
si es así, ¿qué es lo que entendíamos en el pedazo de cera como tal, qué le
confería su ser, su esencia, por así decirlo? Naturalmente no era gracias a
nuestros sentidos, puesto que todo ello ha cambiado y, aún así, sigue siendo
la misma cera. Lo que queda, una vez suprimidos aquellos atributos volubles,
es que se trataba de algo extenso, flexible y cambiante. Ésos son los únicos
aspectos de la cera que nos es dado saber con seguridad, afirma Descartes,
pero no se nos revelan, no percibimos el pedazo de cera gracias a la visión, el
tacto o la actividad meramente imaginativa, sino que es posible en virtud de
una “inspección del espíritu”. Las descubrimos, y sabemos de su existencia,
por un acto intelectivo, por el pensamiento. Si conocemos los objetos sensibles
no es, en definitiva, por los mismos medios sensibles, sino que sólo los conozco
mediante el recurso al pensamiento, ya que cuando hacemos un juicio que
abraza algo más allá que lo que proporcionan aquellas tres facultades básicas
podemos estar totalmente equivocados. Y, concluye Descartes:

“Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera,
¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con
mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo,
con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En
efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga
yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o
pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa,
no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo
mismo, a saber, que existo yo. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito
aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí. [...] Sabiendo yo ahora
que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento,
y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos
o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con
plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu”

Por tanto, hemos alcanzado dos verdades auténticamente ciertas, irrefutables,


de las que no cabe dudar si no queremos caer en el sin sentido de un mundo y
una existencia ininteligibles: la realidad del cogito, es decir, de mi
pensamiento, y la de ese mismo pensar como núcleo, como identidad y base
de la existencia humana. Se trata de dos puntos cardinales del cartesianismo y
el racionalismo. Sin embargo, en la siguiente Meditación Descartes hará un
sorprendente giro y dedicará una amplia reflexión a la cuestión de Dios, tema
que había sido desatendido hasta entonces.

Veremos, pronto, la razón de dicho giro.

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