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A dos horas y media de Sao Paulo, siguiendo la carretera con destino a Belo Horizonte, se

encuentra Monteverde, pequeña y encantadora ciudad rural, forjada sobre 1555 metros sobre el
nivel del mar, de poco más de 4000 habitantes, frecuentada por los amantes de los deportes de
aventura y, en especial, por lo amantes a secas. Tal vez, por aquello último, sea comprensible la
cara de extrañeza y recelo del recepcionista del Hotel Meissner Hoff, al recibir a un huésped, de
acento extranjero, que declara venir sin acompañante y dispuesto a pasar un noche en una amplia
y cálida habitación, gobernada por una imponente chimenea, con una vista maravillosa en medio
del silencio de la sierra mineira, y la tranquilidad de un tiempo que pasa más lento.

Aunque el hotel está un poco alejado del centro, sus instalaciones y alrededores justifican la
estadía y proporcionan una primera experiencia interesante, si ni bien al llegar, se desciende por
las escaleras de su área externa y se persigue el rastro de corrientes de agua en medio del mato; o
el misterio de una austera y lúgubre capilla, construida sobre un conjunto de piedras adoquinadas,
cuyo mayor atractivo es imaginar la clase de ritos que se pudieron haberse oficiado dentro de ella.

La ciudad fue fundada hace más de 80 años por la pareja de esposos Grinberg, de origen letón,
quienes encantados por el clima y las perspectivas económica de la región, decidieron asentarse y
comprar propiedades aledañas, permitiendo el poblamiento de la zona por familiares, amigos y
descendientes. Tanta fue su influencia, que de fundadores pasaron, en poco tiempo, a epónimos
del pueblo, a partir de la traducción de su apellido del alemán al portugués. En la ciudades
pequeñas, el pasado aún se respira en las esquinas y, en aquella primera noche, en la esquina
formada por la agencia del banco Bradesco y la Iglesia Bautista del pueblo( donde los Grinberg
compraron su primer terreno), fue donde la casualidad me guió a abordar el primer taxi de la fila,
el cual era conducido por un anciano simpático, Onofre, quien me llevó a mi hotel por caminos
desconocidos, mientras recordaba al viejo Grinberg-- su exsuegro-- , su matrimonio con la hija, el
amistoso divorcio, y la dignidad, a veces escasa, de rechazar herencias y particiones, cuando se
tiene la aptitud franciscana de ser feliz con poco, lo que ya es mucho.

Después de instalarme en la habitación del hotel, el paseo comenzó a las 11 de la mañana en la


avenida principal--por no decir la única avenida--de Monteverde, donde se concentra toda la
oferta comercial y gastronómica del pueblo. A lo largo de poco más de 1 kilómetro, la vía que,
tiene el mismo nombre de la ciudad, comienza a ser transitada desde muy temprano por lo
visitantes que la exploran pausadamente, en pos de algún recuerdo, una buen “ Leitão a
Pururuca”, o las orientaciones para acceder a las principales atracciones de la zona, como los
paseos a caballo o la pista de patinaje sobre hielo a final de la calle.

En mi caso, mi principal motivación era emprender el camino hacia la cima de la Sierra de la


Mantiqueira, a la cual se tiene acceso a través de diversos senderos que conducen a tres
miradores, llamados Piedra Partida, Piedra Redonda y Sombrero de Obispo. La cúspide más
próxima es Piedra Redonda, a 1990 metros de altura, a la que se llega través de un sendero de
treinta minutos, tiempo al cual tuve que sumar una hora y media de caminata desde la avenida la
Iglesia Bautista hasta el reservorio de agua, punto de concentración y estacionamiento vehicular
de los visitante. Es que el trayecto hasta ese punto, normalmente, se hace con carro, del que tuve
que prescindir, menos por entusiasmo que por la preocupación de evitar golpes innecesarios y
más que probables a mi vehículo por el estado de la trocha

Al costado izquierdo de la puerta de entrada del sendero, existe un pequeño kiosco administrado,
al menos en apariencia, por una amable y divertida señora que, aderezada por unas
imprescindibles bebidas espirituosas del momento, me regaló una botella de agua en tanto
entonaba una canción de un grupo de rock llamado Titãs que, sospecho, algo tenía que ver, al
menos fonéticamente, con mi nombre o con el Perú. Una vez en la ruta, el camino no es difícil, y
con un mínimo cuidado en donde pisar, pude llegar a la cima donde se aprecia la ciudad en su
totalidad, los poblados vecinos, un aire que colma los pulmones y unas nubes al alcance de la
mano, que parecen danzar sobre una inacabable superficie ondulante de vegetación, semejante,
en su forma, a un océano calmo o a las dunas de un desierto.

El descenso es más sencillo aun, pues se mixtura con la emoción de tomar atajos y caminos
inéditos de regreso al centro. Nuevamente, en la avenida Monteverde, el olor de los restaurantes
se hace más irresistible después de una ardua jornada de más de 4 horas, que una trucha bien
cocinada sabrá saciar. Al final de la tarde, el olor a chocolate y café se expande en las esquinas, en
las mesitas blancas y marrones al borde de las aceras; una intensa y efímera lluvia refresca el
ambiente, los músicos afinan sus voces, y --una vez más-- el pasado y el presente se confunden,
transformando mi viaje a Monteverde , poco a poco, en memoria de fin de semana, en recuerdo
bucólico que esboza sus tenues trazos mientras las luces de los bares se encienden, en el camino
de retorno de esa avenida que me recibió un día antes, de vuelta al hotel con chimenea, cerca de
las cumbres que sí se entregan, para siempre, al sosiego.

Al día siguiente, comienza temprano el retorno a la gran metrópoli, previa escala en Camanducaia
para almorzar y comprar buenos quesos mineiros. El camino de vuelta es fluido como el de ida, sin
trafico fuera de lo normal,

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