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“Engendrar un hijo, experimentar que el amor da fruto, puede ser para el hombre y

para la mujer la confirmación más normal de esa característica del amor que llevó ya a
los antiguos a definirlo como diffusivus sui”

¿Qué sucede con ese plan luminoso y soñado en el matrimonio cuando la mujer
o el hombre presentan problemas de fertilidad y como consecuencia no pueden
tener hijos?

Siendo legítimo y natural desear hijos por nuestra naturaleza humana, ¿Es igual de
legítimo y justo considerar la técnica de fecundación invitro como una solución adecuada
para satisfacer el deseo de tenerlos?

En 1978, Robert Edwards, premio nobel de medicina en 2010, y su colaborador


Patrick Steptoe, marcaron un hito en la historia de la humanidad y en la historia
de la ciencia. A través de una técnica moderna conocida como fivet (fecundación
in vitro con transferencia de embriones), lograron por primera vez reproducir
artificial y extracorpóreamente el proceso natural de la fecundación humana.

Desde que en 1978 nació la primera niña probeta —Louis Brown—, se cuentan por miles
los niños que vienen al mundo por fecundación in vitro. Muchas familias acuden a
clínicas de reproducción asistida para tratar su problema de infertilidad y tener un hijo.
Los hijos nacidos de este modo son seres humanos dignos. Sus padres los quieren y
se entregan a ellos de modo admirable, un comportamiento propio de amor de padres.

Renombrada y comprobada a lo largo de estos años la posibilidad técnica de traer seres


humanos —hijos— al mundo, la pregunta que se atraviesa intermitentemente en mí la
formulo como sigue:

El objetivo de este ensayo consiste en intentar responder a esta interrogante desde mi


parecer, basándome sobre todo en una valoración ética.

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