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En la época cristera, los católicos mexicanos rezaban a San Judas Tadeo para
pedirle la muerte del tirano Calles, su cruel perseguidor; con los bríos propios del
pueblo azteca, decían:
- “Diosito: ¡que se muera Calles, aunque se convierta…!”.
Pues bien; ha fallecido hace horas un tirano; no el más grande; no el mejor de
ellos, pero sí quizás el último de los dinosaurios comunistas; el hombre que
–títere incluso de los intereses liberales–ha esparcido el mal intrínseco del
marxismo como lo había profetizado la Virgen en Fátima.
Y ahora vendrán días de duelos proceratos hipócritas a diestra y siniestra. Y
algunos se alegrarán (en secreto) y otros en público; y otros –pocos– lo llorarán.
Y vendrá el cliché del pensamiento único que reza: “la muerte no se le desea a
nadie” o “no se puede alegrar uno con la muerte de alguien…”, etc.
Porque es “política” e “históricamente” correcto hacerlo. ¡Sandeces!
Eso no es católico; porque lo políticamente correcto no es católico: es mundano.
En tiempos renacentistas (ni siquiera medievales) donde eran tan degenerados
como nosotros, pero tenían conciencia de serlo, al pan se le llamaba pan y al
vino, vino. Por entonces, el gran Quevedo, mofándose de los sodomitas, acuñó
en versos inmortales los siguientes, dedicados a un tal Julio, el italiano:
Pues bien; a los tiranos parece Dios darles más tiempo para que se
conviertan, como a Fidel Castro (que con los otros, la natura es menos
indulgente…).
Pero… ¿se puede uno alegrar de que haya un tirano menos? ¡Pues claro! ¡Y
hasta pedirle a Dios que nos libre de otros tanto, si somos devotos!
- “Pero, ¿y el amor a los enemigos?” –dirá algún progre.
Pues el nazi-fachista de San Agustín lo aclarará sin problemas: “Ningún
pecador, en cuanto tal, es digno de amor; pero todo hombre, en cuanto tal, es
amable por Dios”.
Y entonces, ¿se puede uno alegrar? Sí; y hasta pedir que los malos dejen de
vivir; sobre todos los malos públicos.
Por tres razones:
- Para que deje de hacer el daño al bien común.
- Para que deje de escandalizar a los débiles.
- Para que no se le computen más males a su alma.
Si hasta el gran moralista español, Antonio Royo Marín lo expresaba:
“El hombre, en cuanto pecador y culpable, no es digno de amor, sino más bien
de odio, ya que, mientras permanezca en ese estado, es aborrecible a los ojos
de Dios. Pero en cuanto criatura humana, capaz todavía de la gloria eterna por
el arrepentimiento de sus pecados, debe ser amado con amor de caridad. Y
precisamente el mayor amor y servicio que le podemos prestar es ayudarle a
salir de su triste y miserable situación (…). Por lo mismo, no es licito jamás
desearle al pecador algún verdadero mal (v.gr., el pecado o la condenación
eterna). Pero es lícito desearle algún mal físico o temporal bajo el aspecto
de un bien mayor, como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para
que se convierta (…) o el bien común de la sociedad (v.gr., la muerte de un
escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que no siga haciendo daño
a los demás)”[2].
Y habría más para decir; pero acá dejamos.
Pues se murió Fidel; uno menos; vayan con él no los versos de Quevedo (pues
Castro, también era “homo-fóbico”) sino los de Delille: