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Los pueblos originarios de América habían generado otra gastronomía la que, poco a poco y a
lo largo de los siglos, se fue mestizando con los productos europeos. En contraparte, fue tal la
variedad de productos alimenticios que América ofreció a la dieta europea, que se estima que
constituyeron ni más ni menos que el 17% de todos los productos que se cultivaban en el
mundo.
¿Qué se comía en América antes de la llegada de los europeos?, ¿cómo asimilaron los
españoles la comida americana?, ¿cómo se enfrentaron los indígenas a los alimentos del
Viejo Mundo? Hoy en El Definido te lo contamos, apoyándonos en la investigación de la
historiadora chilena Olaya Sanfuentes, entre otras fuentes.
Pero resulta que antes de su llegada a América, en el Viejo Mundo no se conocía la papa,
uno de los vegetales más calóricos y alimenticios de nuestra dieta actual. Y no te creas que la
aceptaron rápidamente, pues no era dulce ni jugosa, sino de un sabor totalmente
desconocido, pastoso y terroso. Además, la Biblia no la nombraba (porque no existía en
Medio Oriente), y se pensaba que era venenosa o podía producir lepra, lo que la convertía en
un alimento aún menos aceptado.
Pero finalmente Europa se rindió a las variedad de papas americanas, éstas finalmente
cruzaron el gran charco y los europeos se dieron cuenta que eran sencillas de cultivar y
constituían una fuente alimenticia extraordinaria, sobre todo para las poblaciones más pobres.
Gracias a ellas, las hambrunas del siglo XVI pudieron ser superadas.
Asaban cuyes, comían pescado y mariscos, y también obtenían proteínas del mundo
vegetal, por supuesto dependiendo de la zona del continente en que vivían. No se
encontraban desnutridos ni mucho menos -los cronistas españoles de la época lo dirían si
fuese así- sino que sencillamente habían encontrado un equilibrio con los productos y la dieta
que les ofrecía su medio ambiente.
Entonces los españoles, ansiosos de chorizo y cordero, trajeron todos sus animales a
América, y muchos indígenas se enfrentaron por primera vez a un plato de chuletas. Los
animales de cría crecían felices en nuestro continente, pues no tenían depredadores y se
aprovechaban los frondosos pastos verdes que aquí existían de norte a sur. Si antes los
españoles consideraban que era un lujo comer carne, en América gozaron de su abundancia.
¿Y qué hay de los indígenas?
Pues al principio no reaccionaron de la mejor forma ante la cría de animales, pues pastaban
en zonas en que ellos antes cultivaban vegetales como maíz o porotos, provocando a
veces incluso hambrunas entre sus poblaciones. Sin embargo, con el tiempo también se
acostumbraron a la carne de estos animales y acabaron gozándola en exquisitos platos
mestizos, que derivaron en recetas como la cazuela o el lomo saltado.
Los tomates provenían de la zona de México, aunque al parecer también existían en los
Andes, y los europeos se los llevaron al Viejo Continente primero como plantas ornamentales
que decoraban jardines. Poco a poco, se aventuraron a probar nuevas recetas con estos
atractivos frutos, y comenzaron a aparecer en las listas de compras de hospitales o en
pinturas de la época. Finalmente, los europeos se enamoraron loca y apasionadamente
del tomate, llegando a formar parte central de varios platos de orgullo nacional.
Al igual que la papa, el maíz tuvo un mal debut en Europa pues, a diferencia de las culturas
americanas que lo acompañaban con otros alimentos y lo aliñaban, en el Viejo Mundo lo
preparaban como pan de trigo y lo comían sólo, lo que llevó a muchas poblaciones a sufrir
carencias de proteína. Pero finalmente nuestro querido choclo reveló sus encantos a los
europeos, quienes comenzaron a preparar maicena (harina de maíz), palomitas de maíz
(cabritas) y aceite de maíz, fundamental en la dieta de muchos.
¡Sí! Y gran parte de quienes hoy sufren de este mal –tan común en nuestros días- es porque
descienden de esos americanos que no desarrollaron la enzima encargada de digerir el
azúcar de la leche. Entonces cuando, por ejemplo, un sacerdote europeo ponía un vaso de
leche recién ordeñada frente a la mesa del desayuno de un niño mapuche y éste se la bebía,
seguramente después le venía una indigestión de aquellas. Es así como hoy se habla de
cierto grado de resistencia biológica al proceso de colonización alimentaria en América.
Lógicamente, el mestizaje llevó a que algunos desarrollaran la intolerancia y otros no, por lo
que la leche también acabó entrando en nuestra alimentación y formando parte fundamental
de nuestra dieta diaria.
Pero, al igual que como sucedió con el tomate y con tantas otras delicias americanas, los
europeos acabaron por bajar la guardia, adaptarlo a su cocina, y asumir que como el
chocolate no hay (all right). Eliminaron el chile de la preparación y, en cambio, añadieron
azúcar (pues este dulce producto no existía en América originalmente) y vainilla, una
orquídea maravillosa y fragante que creía en México. Y así nació el chocolate tal como hoy lo
conocemos: como bebida caliente, en barra, en pasteles y en exquisitos bombones. Los
europeos le atribuyeron propiedades vigorizantes y afrodisíacas, y los franceses y suizos
comenzaron su largo romance con el cacao y desarrollaron una pastelería que hasta el día de
hoy agradecemos que exista.
Es así como esta tierra de abundantes y aromáticas tentaciones, terminó por cautivar al Viejo
Mundo, y nosotros también nos rendimos ante un tierno filete y una exquisita rebanada de
queso. Nos descubrimos, nos conocimos –en un duro proceso de conquista no exento
de grandes abusos- y finalmente cambiamos, unos y otros. La mesa dominguera de tu
almuerzo familiar, es la más elocuente prueba de todo esto.